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19

Brunetti pasó la hora siguiente meditando sobre la codicia, vicio al que los venecianos siempre habían sido propensos. La Serenísima fue, desde el principio, una empresa comercial, y la adquisición de riqueza, uno de los más altos objetivos para cuyo logro podía prepararse un veneciano. A diferencia de aquellos derrochadores meridionales, romanos y florentinos, que hacían fortunas para dilapidarlas y gozaban arrojando a sus ríos vajillas de oro, para hacer ostentación de su riqueza, los venecianos pronto aprendieron a adquirir, conservar, guardar, amasar y acaparar. Y también aprendieron a mantener sus caudales bien escondidos. Por supuesto, los grandes palazzi que bordeaban el Canal Grande no sugerían fortunas ocultas sino todo lo contrario. Pero éstos eran los Mocenigo o los Barbaro, familias tan torrencialmente favorecidas por los dioses del lucro que cualquier intento de disimular su fortuna hubiera sido inútil.

Esta mentalidad se daba entre las familias de rango menor, como las de los prósperos comerciantes que construían palazzi más modestos en los canales secundarios, encima de sus almacenes, para poder vivir en contacto físico con sus bienes, como aves en tiempo de incubación. Allí se solazaban contemplando las especias y las telas traídas de Oriente, pero en secreto, sin que sus vecinos sospecharan qué había detrás de las rejas de sus embarcaderos.

Con el tiempo, esa tendencia a la acumulación de bienes se extendió entre la población. Se le daba muchos nombres -ahorro, economía, previsión-, el mismo Brunetti había sido educado en el respeto a esos conceptos. Ahora bien, en su forma más descarnada, tal actitud no era sino pura y simple avaricia, un mal que atacaba no sólo al que lo sufría sino a todos los que estaban en contacto con él.

Brunetti recordaba que, siendo un joven detective, un día de invierno, actuó de testigo en la apertura de la casa de una anciana que había muerto en el hospital, a consecuencia de una enfermedad agravada por la desnutrición y las afecciones causadas por el frío. Tres policías fueron a la dirección que figuraba en la tarjeta de identidad, hicieron saltar las varias cerraduras y entraron. Se encontraron en un apartamento de más de doscientos metros cuadrados, mísero y que olía a gato, con las habitaciones llenas de cajas de periódicos viejos sobre las que se amontonaban bolsas de plástico repletas de trapos y ropa vieja. En una habitación no había más que sacos de botellas de vino y de leche y botellines de medicamentos. En otra descubrieron un armario florentino del siglo xv que fue tasado en ciento veinte millones de liras.

En pleno febrero, no había calefacción, y no porque no estuviera encendida sino porque no estaba instalada. Se encomendó a dos de los policías la tarea de buscar papeles que les permitieran localizar a los parientes de la anciana. En un cajón del dormitorio, Brunetti encontró un fajo de billetes de cincuenta mil liras atado con un cordel sucio, mientras su compañero, que registraba la sala, descubrió varias libretas de ahorros con un saldo de más de cincuenta millones de liras cada una.

En ese momento, Brunetti y sus compañeros salieron de la casa, la sellaron y avisaron a la Guardia di Finanza para que se hiciera cargo del caso. Brunetti supo después que la anciana, que había muerto sola y sin hacer testamento, había dejado más de cuatro mil millones de liras, y los había dejado no a sus parientes sino al Estado italiano.

El mejor amigo de Brunetti solía decir que le gustaría que la muerte se lo llevara en el momento en que él pusiera su última lira en el mostrador de un bar diciendo: «Prosecco para todos.» Y así sucedió, poco más o menos. El destino le dio cuarenta años menos de vida que a la anciana, pero Brunetti sabía que su amigo había tenido una vida mejor y también una muerte mejor.

Brunetti ahuyentó esos recuerdos, sacó del cajón la lista de turnos y vio con satisfacción que aquella semana Vianello tenía turno de noche. El sargento estaba en su casa, pintando la cocina, y se alegró de que Brunetti le pidiera que estuviera en el Ufficio Catasto a las once del día siguiente.

Brunetti, al igual que casi todos los ciudadanos del país, no tenía amigos en la Guardia di Finanza, ni los deseaba. Pero necesitaba acceso a la información que Finanza pudiera tener sobre los Volpato, ya que sólo esa autoridad, que se dedicaba a hurgar en los más íntimos secretos fiscales de los ciudadanos, sabría qué parte del enorme patrimonio de los Volpato estaba declarada y sujeta a tributación. En lugar de entretenerse en solicitar la información por el proceso burocrático correcto, marcó el número de la signorina Elettra y le preguntó si podía acceder a los archivos.

– Ah, la Guardia di Finanza -suspiró ella sin disimular el gozo que le producía la pregunta-. Cómo deseaba que alguien me pidiera que entrase ahí.

– ¿No entraría por su cuenta, signorina? -preguntó él.

– No, señor -respondió ella, sorprendida de que él creyera necesario preguntar tal cosa-. Sería caza furtiva.

– ¿Y si se lo pido yo?

– Eso es caza mayor, comisario -respondió ella, y colgó.

Brunetti llamó entonces al laboratorio y preguntó cuándo le enviarían el informe del edificio frente al que había sido hallado Rossi. Al cabo de unos minutos, le dijeron que el equipo había ido al lugar pero, al ver que había obreros trabajando en el edificio, los técnicos habían desistido de entrar, pensando que estaría demasiado contaminado para poder recoger datos fiables, y habían regresado a la questura.

Él iba a dejarlo así. Un fallo más, consecuencia de la desidia y la falta de iniciativa, cuando se le ocurrió preguntar:

– ¿Cuántos obreros había?

Le dijeron que esperase un momento y, al poco rato, uno de los técnicos del equipo se puso al teléfono.

– ¿Sí, comisario?

– Cuando fueron a ese edificio, ¿cuántos obreros había?

– Vi a dos, en el tercer piso.

– ¿Había hombres en los andamios?

– No vi a ninguno.

– ¿Sólo esos dos?

– Sí, señor.

– ¿Dónde estaban?

– En una ventana.

– ¿Ya estaban allí cuando ustedes llegaron?

El hombre tuvo que reflexionar un momento antes de responder:

– Se asomaron cuando nosotros golpeamos la puerta.

– Haga el favor de explicarme qué ocurrió exactamente -dijo Brunetti.

– Primero probamos la cerradura y luego golpeamos la puerta. Entonces uno de ellos se asomó a la ventana y preguntó qué queríamos. Pedone les dijo quiénes éramos y por qué estábamos allí, y aquel tipo dijo que ya hacía dos días que trabajaban en el edificio, que habían estado llevando cosas de un lado al otro, que estaba todo muy sucio y revuelto y que nada seguía en el mismo sitio que días atrás. Entonces se asomó el otro hombre. No dijo nada, pero estaba cubierto de polvo, de modo que era evidente que estaban trabajando.

Hubo un largo silencio. Al fin Brunetti preguntó:

– ¿Y qué más?

– Entonces Pedone preguntó cómo estaban las ventanas, o sea, delante de las ventanas, porque ahí es donde hubiéramos tenido que mirar, ¿verdad, comisario?

– Sí.

– El hombre explicó que habían estado todo el día metiendo sacos de cemento por las ventanas, y entonces Pedone dijo que sería perder el tiempo.

Brunetti dejó que se hiciera otro silencio y preguntó:

– ¿Cómo iban vestidos?

– ¿Cómo?

– ¿Cómo vestían? ¿Ropa de trabajo?

– No lo sé, comisario. Estaban en la ventana del tercer piso y nosotros, desde la calle, no podíamos verles más que la cabeza y los hombros. -Calló un momento-. El que habló con nosotros quizá llevara chaqueta.

– Entonces, ¿por qué pensaron que era un trabajador?

– Porque lo dijo él, comisario. Además, ¿qué iban a estar haciendo, si no, en el edificio?

Brunetti tenía una clara idea de lo que podían hacer aquellos hombres en el edificio, pero nada hubiera adelantado diciéndolo. Abrió la boca para pedir al hombre que él y su compañero volvieran al edificio e hicieran un examen a fondo, pero desistió. Se limitó a dar las gracias por la información y colgó.

Hacía una década, semejante conversación hubiera provocado en Brunetti una llamarada de indignación, pero ahora no hizo más que consolidar el triste concepto que tenía de sus colegas en general. En sus momentos de pesimismo, se preguntaba si la mayoría de ellos no estarían a sueldo de la mafia, pero sabía que ese incidente no era más que otro ejemplo de una endémica incompetencia y falta de interés. O quizá la manifestación de lo que sentía él mismo: la impresión de que toda tentativa para prevenir, impedir o castigar el crimen estaba condenada al fracaso.

En lugar de permanecer allí, en su Dunkerque particular, guardó bajo llave en el cajón los papeles de los Volpato y salió del despacho. El día trataba de atraerlo con todas sus artes de seducción: los pájaros cantaban alegremente, la wistaria le enviaba sus dulces efluvios desde el otro lado del canal y un gato extraviado se restregó contra su pantorrilla. Brunetti se agachó y rascó al animal detrás de las orejas, mientras decidía qué hacer.

En la riva subió al vaporetto que iba en dirección a la estación y se bajó en San Basilio, desde donde retrocedió hacia Angelo Rafaelle y la estrecha calle a la que había caído Rossi. Desde la esquina, miró el edificio, pero no vio señales de actividad. No había trabajadores en los andamios y todas las persianas estaban cerradas. Fue hasta el edificio y miró atentamente la cerradura de la puerta. El candado y la cadena seguían en su sitio, pero los tornillos que sujetaban la placa de metal al marco de la puerta estaban flojos y todo el conjunto podía sacarse fácilmente. Así lo hizo él, y la puerta giró lentamente sobre los goznes.

Una vez dentro, probó de volver a poner la placa en su sitio y descubrió que, en efecto, la cadena era lo bastante larga para pasar la mano y meter los tornillos. Hecho esto, cerró la puerta. Desde fuera, la casa parecía estar bien cerrada.

Brunetti dio media vuelta y se encontró en un corredor. Al fondo había una escalera, y fue rápidamente hacia ella. Era de piedra y le permitió subir silenciosamente hasta el tercer piso.

Al llegar arriba, se paró un momento para orientarse, confuso después de tantos recodos. La luz llegaba de su izquierda, y hacia allí se dirigió, suponiendo que sería la parte delantera de la casa.

De lo alto le llegó un sonido, leve y sordo, pero perceptible. Se quedó quieto, preguntándose dónde habría dejado la pistola: en casa, dentro de la caja metálica, en su casilla del centro de tiro o en el bolsillo de la chaqueta que estaba colgada en el armario del despacho. Era inútil pensar dónde podía estar, cuando sabía a ciencia cierta dónde no estaba.

Esperó, respirando por la boca. Percibía claramente una presencia en el piso de arriba. Pasando por encima de una botella de plástico vacía, cruzó una puerta que había a su derecha y se paró. Miró el reloj. Las seis y veinte. Fuera no tardaría en oscurecer y dentro ya estaba oscuro, salvo por la tenue claridad que llegaba de la parte delantera del edificio.

Brunetti esperaba; él sabía esperar. Cuando volvió a mirar el reloj, eran las seis y treinta y cinco. Otra vez oyó el sonido, ahora más cerca y más claro. Un rato, y aquel leve sonido se repitió, ahora descendía por la escalera hacia él y era el ruido inconfundible de una pisada en los peldaños de madera que bajaban de la buhardilla.

Siguió esperando. A la poca luz que hasta allí llegaba, la escalera era un ámbito nebuloso en el que Brunetti sólo percibía un vacío. Dirigió la mirada hacia la izquierda del sonido y divisó la sombra gris de una figura que bajaba. Cerró los ojos y respiró más despacio. Al siguiente sonido, que parecía llegar del rellano situado frente a él, abrió los ojos, vio una forma indistinta y se adelantó bruscamente, gritando con toda la fuerza de que era capaz:

– ¡Alto! ¡Policía!

Se oyó un aullido de puro terror animal, y lo que fuera cayó al suelo, a los pies de Brunetti, con un gañido agudo y sostenido que le erizó el vello de la nuca.

El comisario se abalanzó hacia la parte delantera de la casa, tiró de los batientes de la ventana y empujó las persianas, para que entrase la luz del atardecer. Deslumbrado, volvió a la puerta de la escalera, de donde seguía llegando aquel quejido que ahora, ya más suave, podía identificarse como humano.

Nada más verlo, encogido en el suelo, con la cabeza entre los hombros y los brazos alrededor del cuerpo, para protegerse de los seguros golpes y puntapiés, Brunetti lo reconoció. Era uno del trío de drogadictos de poco más de veinte años que solían andar por campo San Bartolo de bar en bar, cada vez más apartados de la realidad, según iban pasando los días y los años. Éste era Gino Zecchino, el más alto de los tres, arrestado con frecuencia por tráfico de drogas, agresión o amenazas a turistas. Hacía casi un año que Brunetti no lo veía y lo asustó su deterioro físico. Le faltaban los dientes de delante, tenía el pelo largo y grasiento, las mejillas hundidas, la mandíbula afilada y aspecto de no haber comido en varios días. Era de Treviso, no tenía parientes en la ciudad y vivía con sus dos amigos en un apartamento situado detrás de campo San Polo que la policía conocía bien.

– Esta vez la has hecho buena, Gino -gritó Brunetti-. Arriba, levántate.

Zecchino oyó su nombre pero no reconoció la voz. Dejó de gemir y volvió la cara hacia el sonido sin levantarse del suelo.

– ¡Arriba he dicho! -gritó Brunetti en veneciano, poniendo en su voz toda la cólera de que era capaz. Incluso con la poca luz, vio las marcas que Zecchino se había hecho en el dorso de las manos buscándose las venas-. Levántate antes de que te haga rodar por la escalera a puntapiés. -Brunetti utilizaba el lenguaje que durante toda su vida había oído en los bares y en los calabozos de la policía, útil para hacer que la adrenalina del miedo siguiera descargándose en las venas de Zecchino.

El joven se volvió boca arriba y, sin dejar de protegerse el cuerpo con los brazos, hizo girar la cabeza hacia la voz, con los ojos cerrados.

– ¡Mírame a la cara cuando te hablo! -ordenó Brunetti.

Zecchino se arrastró hasta la pared y con los ojos entornados miró a Brunetti, que se inclinaba sobre él en la penumbra. Con un único y fluido movimiento, Brunetti agarró al chico por la chaqueta y lo levantó, sorprendido por el poco esfuerzo que había tenido que hacer.

Cuando reconoció a Brunetti, Zecchino abrió mucho los ojos aterrorizado y se puso a gritar:

– Yo no vi nada. Yo no vi nada.

Brunetti tiró de él bruscamente gritándole a la cara:

– ¿Qué pasó?

Las palabras salían de la boca de Zecchino atropelladamente, bombeadas por el miedo.

– Oí voces abajo. Discutían. Estaban dentro. Se pararon un momento y volvieron a gritar, pero no podía verlos. Yo estaba ahí arriba -dijo agitando una mano hacia la escalera de la buhardilla.

– ¿Qué pasó?

– No lo sé. Les oí subir y les oí gritar. Pero entonces mi chica me dio más mierda y no sé qué pasó después. -Levantó la mirada hacia Brunetti, para ver hasta dónde le había creído.

– Quiero más, Zecchino -dijo Brunetti acercando la cara a la de Zecchino y sintiendo el hedor del aliento que hablaba de dientes podridos y años de mala comida-. Quiero saber quiénes eran.

Zecchino fue a hablar, pero se detuvo y miró al suelo. Cuando volvió a levantar la mirada hacia Brunetti, el miedo había desaparecido de sus ojos que ahora tenían otra expresión. Un secreto cálculo había puesto en ellos una astucia primitiva.

– Cuando me marché, él estaba fuera, en el suelo -dijo al fin.

– ¿Se movía?

– Sí. Se arrastraba por el suelo. Pero no tenía… -empezó a decir Zecchino, pero aquella nueva astucia lo hizo callar.

Había dicho bastante.

– ¿No tenía qué? -inquirió Brunetti. Como Zecchino no respondía, lo sacudió otra vez, y Zecchino soltó un sollozo ronco y breve. Empezó a caerle moquita de la nariz en la manga de Brunetti. El comisario lo soltó y Zecchino cayó contra la pared.

– ¿Quién estaba contigo?

– Mi chica.

– ¿Que hacíais aquí?

– Follar -dijo Zecchino-. Siempre venimos aquí. -La idea hizo sentir a Brunetti una viva repugnancia.

– ¿Quiénes eran esos hombres? -preguntó Brunetti dando medio paso hacia él.

El instinto de supervivencia había vencido al pánico de Zecchino, y la ventaja de Brunetti había desaparecido, se había esfumado con la misma celeridad que una alucinación. Mirando a aquella ruina, pocos años mayor que su propio hijo, Brunetti comprendió que ya no había ni la menor posibilidad de sacarle la verdad a Zecchino. Se le hacía insoportable la idea de respirar el mismo aire o permanecer en la misma habitación que aquel individuo, pero se obligó a sí mismo a volver a la ventana. Se asomó y miró la calle a la que Rossi había sido arrojado y por la que había tratado de arrastrarse. Frente a la ventana había un semicírculo de unos dos metros completamente limpio, como si lo hubieran barrido. Ni allí ni en el resto de la habitación había sacos de cemento. Habían desaparecido sin dejar huella, lo mismo que los supuestos trabajadores que habían sido vistos en la ventana.