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Tras dejar a Zecchino delante del portal, Brunetti se encaminó a su casa, sin encontrar consuelo en el aire tibio del anochecer de primavera ni en el largo paseo que se permitió por la orilla. Esta ruta lo obligaba a dar un gran rodeo, pero él necesitaba contemplar grandes vistas, oler el mar y reconfortarse con un vaso de vino en un pequeño bar que conocía, situado cerca de la Accademia, para alejar el recuerdo de Zecchino y, sobre todo, de aquel gesto artero y zafio que había visto en él al final. Pensó en lo que le había dicho Paola, que era una suerte que no le hubieran gustado las drogas, porque temía lo que hubiera podido pasar. Él no tenía una mentalidad tan abierta y nunca las probó, ni cuando era estudiante y a su alrededor todos fumaban unas cosas y otras, y le aseguraban que eran el medio ideal para liberar la mente de los asfixiantes prejuicios de la clase media. Poco se imaginaban cómo deseaba él en aquel entonces poder tener prejuicios -o cualquier otra cosa- de clase media.
El recuerdo de Zecchino continuamente lo distraía de sus pensamientos. Al pie del puente de la Academia dudó un momento y decidió pasar por campo San Luca. Empezó a cruzar el puente mirando al suelo y observó que muchas piezas blancas del borde de los peldaños estaban rotas o habían sido arrancadas. ¿Cuánto hacía que habían reconstruido el puente? ¿Tres años? ¿Dos? Y ya había que reparar muchos de los peldaños. Sus pensamientos se desviaron del criterio con que debió de adjudicarse el contrato de aquella obra para volver a lo que Zecchino le había dicho antes de empezar a mentir. Una disputa. Rossi, herido y tratando de escapar. Y una muchacha, dispuesta a subir al cubil de Zecchino en aquella buhardilla, en busca de lo que fuera que le deparara la combinación de drogas y Gino Zecchino.
A la vista del monumental horror de la Cassa di Risparmio, Brunetti torció a la izquierda por delante de la librería y salió a campo San Luca. Entró en el bar «Torino» y pidió un spritz, que se llevó a la ventana, desde donde contempló a la gente que aún quedaba en el campo.
No vio a la signora Volpato ni a su marido. Terminó el trago, puso la copa en el mostrador y dio unos billetes al barman.
– No veo a la signora Volpato -dijo con indiferencia, moviendo la cabeza hacia el campo.
Al entregarle el recibo y el cambio, el hombre respondió.
– No, señor. Suelen venir por la mañana. Después de las diez.
– Tengo que hablar con ella -dijo Brunetti con voz nerviosa pero sonriendo tímidamente al barman, como buscando comprensión para la humana debilidad.
– Lo siento -dijo el hombre, volviéndose hacia otro cliente.
Al salir, Brunetti torció a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y entró en una farmacia que cerraba en aquel momento.
– Ciao, Guido -dijo su amigo Danilo, el farmacéutico, haciendo girar la llave-. Deja que termine y nos vamos a tomar una copa, -Rápidamente, con la soltura que da la práctica, el barbudo Danilo vació la caja, contó el dinero y lo llevó a la trastienda, donde Brunetti lo oyó moverse de un lado al otro. A los pocos minutos, salió vestido de calle, con chaqueta de cuero.
Brunetti sintió la mirada escrutadora de unos ojos castaños y afables, y vio el esbozo de una sonrisa.
– Parece que buscas información -dijo Danilo.
– ¿Tanto se nota?
El farmacéutico se encogió de hombros.
– Cuando vienes a comprar medicamentos estás preocupado; cuando vienes a buscarme para ir a tomar una copa estás relajado, pero cuando vienes en busca de información estás así. -Danilo juntó las cejas y miró fijamente a Brunetti con ojos de loco.
– Va là -dijo Brunetti, sonriendo a pesar suyo.
– ¿De qué se trata? -preguntó Danilo-. ¿O de quién se trata?
Brunetti no hizo ademán de ir hacia la puerta, ya que le parecía preferible mantener esa conversación dentro de la farmacia cerrada que en alguno de los tres bares del campo.
– Angelina y Massimo Volpato.
– Madre di Dio -exclamó Danilo-. Vale más que dejes que yo te dé el dinero. Ven -dijo agarrando del brazo a Brunetti y tirando de él hacia la trastienda-. Abriré la caja fuerte y diré que el ladrón llevaba pasamontañas. Te lo prometo. -Brunetti creyó que era una broma hasta que Danilo prosiguió-: No estarás pensando en recurrir a esa gente, ¿verdad, Guido? En serio, tengo dinero en el banco, puedes disponer de él y seguro que Mauro podrá darte más -dijo incluyendo a su jefe en el ofrecimiento.
– No, no -dijo Brunetti poniendo la mano en el antebrazo de su amigo, en gesto apaciguador-. Sólo necesito información sobre ellos.
– ¿No me digas que por fin han cometido un error y alguien los ha denunciado? -preguntó Danilo empezando a sonreír-. Ah, qué gusto.
– ¿Tan bien los conoces?
– Hace años que los conozco -casi escupió Danilo con repugnancia-. Sobre todo, a ella. Viene una vez por semana, con sus estampitas y su rosario en la mano. -Encorvó la espalda, juntó las manos bajo la barba, ladeó la cabeza y miró a Brunetti con los labios fruncidos en una sonrisa prieta. Pasando de su habitual dialecto trentino al más puro veneciano y atiplando la voz, dijo-: Oh, dottor Danilo, no sabe usted todo el bien que he hecho yo a la gente de esta ciudad. No sabe usted la de personas que deberían estarme agradecidas y rezar por mí. No, no tiene usted idea. -Aunque Brunetti nunca había oído hablar a la signora Volpato, percibía en la cruda parodia de su amigo el acento de todos los hipócritas que había conocido en su vida.
Bruscamente, Danilo irguió el cuerpo y la vieja desapareció.
– ¿Cómo actúa? -preguntó Brunetti.
– La gente la conoce. Y también a él. Uno u otro está siempre en el campo, por la mañana. La gente sabe dónde encontrarlos.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¿Cómo se saben las cosas? -preguntó Danilo a modo de respuesta-. Corre la voz. Gente que necesita dinero para pagar los impuestos, o que juega, o que no puede hacer frente a los gastos de la empresa hasta fin de mes. Firman un pagaré que vence al cabo de un mes y entonces, invariablemente, el interés se suma al capital y la gente tiene que pedir otro préstamo para pagar el primero. Los jugadores nunca ganan ni los empresarios salen de apuros.
– Lo más asombroso es que todo eso sea legal -dijo Brunetti.
– Nada más legal, si hay un documento firmado por ambas partes ante notario.
– ¿Y qué notarios son ésos?
Danilo dio tres nombres, personas respetables, con despachos importantes. Uno trabajaba para el suegro de Brunetti.
– ¿Los tres? -preguntó Brunetti con extrañeza.
– ¿Imaginas que los Volpato declaran lo que les pagan? ¿Imaginas que ellos pagan impuestos sobre lo que ganan con los Volpato?
No sorprendía a Brunetti que hubiera notarios que se rebajaran a intervenir en operaciones tan sórdidas; lo que le parecía asombroso eran los nombres de los tres hombres involucrados, uno de los cuales era miembro de la Orden de Malta y otro, ex concejal de la ciudad.
– Vamos a tomar una copa -dijo Danilo-. Mientras tanto, me cuentas por qué te interesa eso. -Al ver la expresión de Brunetti, rectificó-: O no me lo cuentas.
Al otro lado de la calle, en Rosa Salva, Brunetti le dijo únicamente que estaba interesado en los prestamistas de la ciudad y su borrosa trayectoria entre lo legal y lo criminal. Entre la clientela de Danilo había muchas ancianas, la mayoría de las cuales estaban enamoradas de él y lo hacían depositario de los chismes del barrio. Danilo, afable y paciente, siempre dispuesto a escucharlas, había llegado a acumular un inmenso caudal de rumores y habladurías, lo que hacía de él una valiosa fuente de información para Brunetti. Ahora mencionó a varios de los más famosos prestamistas, hizo su descripción y calculó el patrimonio que habrían acumulado.
Consciente tanto del taciturno humor como de la discreción profesional de Brunetti e intuyendo que su amigo no le haría más preguntas, Danilo fue desgranando historias, hasta que, con una rápida mirada al reloj, dijo:
– Tengo que irme. Cenamos a las ocho.
Salieron del bar y fueron hasta Rialto paseando y charlando de cosas intrascendentes. En el puente se despidieron y cada uno, rápidamente, tomó el camino de su casa.
Desde hacía días, Brunetti daba vueltas a las varias informaciones que había ido recopilando, tratando de configurar un esquema coherente. Los del Ufficio Catasto sabían quién tendría que hacer restauraciones o pagar multas por obras ilegales hechas en el pasado. También conocerían el importe de las multas. Incluso podían haber influido en fijar la cuantía. Lo único que tenían que hacer entonces era enterarse de la posición económica de los propietarios, y no era difícil averiguar esas cosas. Sin duda, pensaba Brunetti, la signorina Elettra no era el único genio informático de la ciudad.
Y a quien adujera que no disponía de dinero suficiente para pagar la multa, le sugerirían que hablara con los Volpato.
Había llegado el momento de hacer una visita al Ufficio.
Cuando, a la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura, poco después de las ocho y media, el agente de la entrada le dijo que hacía un rato una joven había preguntado por él. No, no había explicado qué quería y, cuando el agente le dijo que el comisario Brunetti aún no había llegado, ella respondió que iría a tomar un café y que ya volvería. Brunetti pidió al joven que, cuando volviera, la acompañara inmediatamente a su despacho.
Brunetti había leído ya la primera sección del Gazzettino y estaba pensando en salir a tomar un café cuando en la puerta del despacho apareció el agente, que dijo que la joven había vuelto. Él se hizo a un lado y entró una muchacha, poco más que una adolescente. Brunetti dio las gracias al agente y le dijo que podía volver a sus obligaciones. El agente saludó y se fue cerrando la puerta. Brunetti hizo un ademán a la muchacha, que se había parado pegada a la puerta, como si temiera las consecuencias que pudiera acarrearle dar un paso más por aquel despacho.
– Pase, signorina, y siéntese, por favor.
Dejándola en libertad de decidir, él dio la vuelta a su mesa, muy despacio, y se sentó en su sillón.
La muchacha cruzó el despacho andando despacio y se sentó en el borde de la silla, con las manos en el regazo. Brunetti le lanzó una mirada rápida y, a fin de darle tiempo de relajarse, se inclinó sobre la mesa y cambió de sitio un papel.
Cuando volvió a mirarla, le sonrió con la que él consideraba una sonrisa de bienvenida. Ella tenía el pelo castaño oscuro y lo llevaba corto como un muchacho. Vestía vaqueros y jersey azul claro. Sus ojos, oscuros como el pelo, estaban rodeados de unas pestañas tan espesas que, en un primer momento, él pensó que eran postizas, hasta que, al ver su cara limpia de maquillaje, desechó la idea. Era bonita como lo son la mayoría de las chicas: facciones delicadas, cutis suave, boca pequeña. Si la hubiera visto tomando café en un bar, no se hubiera fijado en ella, pero ahora, al tenerla delante, en su despacho, Brunetti no pudo por menos de sentirse afortunado de vivir en un país en el que abundaban las chicas bonitas y no escaseaban las grandes bellezas.
Ella carraspeó una vez, dos, y dijo:
– Soy la amiga de Marco. -Tenía una voz deliciosa, de timbre grave y sensual, el sonido que podría salir de la garganta de la mujer que ha tenido una vida larga y placentera.
Brunetti, cansado de esperar que ella se explicara, preguntó:
– ¿Por qué ha venido a verme, signorina?
– Porque quiero ayudarle a encontrar a los que lo mataron.
Brunetti mantuvo el gesto impasible mientras procesaba el dato de que ésa debía de ser la muchacha que llamaba a Marco desde Venecia.
– ¿Entonces era usted el otro conejito? -preguntó afablemente.
La pregunta la sorprendió. Maquinalmente, ella juntó los puños sobre el pecho y frunció los labios, en una actitud que, realmente, recordaba la de un conejo.
– ¿Cómo sabe eso? -preguntó.
– Vi los dibujos -explicó Brunetti-. Y me impresionaron tanto por la habilidad como por el afecto con que estaban trazados los conejos.
La muchacha inclinó la cabeza y él creyó que lloraba, pero enseguida levantó la mirada y Brunetti vio que no era así.
– Cuando era pequeña, yo tenía un conejito. Un día se lo dije a Marco, y él me contó lo mucho que le hacía sufrir que su padre les disparara y los envenenara en la granja. -Aquí se interrumpió y dijo-: En el campo los conejos son una plaga. Eso decía el padre.
– Ya -dijo Brunetti, y quedó a la espera de que ella continuara.
La muchacha callaba y al fin dijo, como si no hubieran mencionado a los conejos:
– Sé quiénes son. -Sus manos se torturaban en el regazo, pero la voz seguía tranquila, casi acariciadora. A Brunetti se le ocurrió que la muchacha ignoraba el poder y la belleza de su voz. Movió la cabeza de arriba abajo para animarla a continuar-. Bueno, sé el nombre de uno, el que se la vendía a Marco. No sé el de los que se la vendían a él, pero estoy segura de que él se lo dirá, si le meten miedo.
– Nosotros no nos dedicamos a meter miedo a la gente -sonrió Brunetti, pensando que ojalá fuera verdad.
– Quiero decir si hacen que se asuste lo suficiente para que venga a decirles todo lo que sabe. Vendría si pensara que ustedes conocen su identidad y van a detenerlo.
– Si me da usted su nombre, signorina, lo traeremos para interrogarlo.
– ¿Y no sería mejor que viniera él voluntariamente a decírselo?
– Sí, desde luego…
– Yo no tengo pruebas -lo interrumpió ella-. No podría declarar que lo vi vender droga a Marco ni que Marco me dijera que se la había vendido. -Se revolvió, inquieta, y juntó las manos en el regazo-. Pero sé que vendría si no tuviera elección, y eso lo ayudaría, ¿verdad?
El objeto de tanta preocupación tenía que ser alguien de la familia.
– Me parece que no me ha dicho cómo se llama usted, signorina.
– No quiero dar mi nombre -respondió ella, ahora sin dulzura en la voz.
Brunetti abrió las manos en señal de la libertad que le otorgaba.
– Está en su derecho, signorina. En tal caso, lo único que puedo proponer es que diga usted a esa persona que venga.
– A mí no me hará caso. Nunca me lo ha hecho -dijo ella categóricamente.
Brunetti pasó revista a las posibilidades. Se miraba atentamente la alianza, que estaba más delgada que la última vez que la había contemplado, gastada por los años. Levantó la cabeza y miró a la muchacha.
– ¿Él lee el periódico?
Ella, sorprendida, respondió de inmediato:
– Sí.
– ¿El Gazzettino?
– Sí.
– ¿Podría hacer que lo leyera mañana?
Ella asintió.
– Bien. Espero que eso baste para hacerlo venir. ¿Lo animará usted a hacerlo?
Ella bajó la mirada al oír eso y otra vez a él le pareció que iba a echarse a llorar, pero sólo dijo:
– Estoy intentándolo desde que murió Marco. -Le falló la voz y volvió a apretar los puños. Movió la cabeza negativamente-. Tiene miedo. -Otra pausa larga-. Yo no puedo hacer nada. Mis pa… -se interrumpió, dejando la palabra sin terminar y confirmando lo que él ya sospechaba. Echó el cuerpo hacia adelante y él vio que, entregado el mensaje, se disponía a escapar.
Brunetti se puso en pie y, lentamente, dio la vuelta a la mesa. Ella se levantó y se volvió hacia la puerta.
Brunetti la abrió. Le dio las gracias por haber ido a verlo. Cuando ella empezaba a bajar la escalera, él cerró la puerta, corrió al teléfono y marcó el número del agente de la entrada. Reconoció la voz del joven que había subido con la muchacha.
– Masi, no diga nada. Cuando baje esa muchacha, llévela a su despacho y entreténgala. Dígale que tiene que anotar en el registro la hora de salida, lo que se le ocurra, pero reténgala un par de minutos. Luego déjela marchar.
Sin darle oportunidad de responder, Brunetti colgó el teléfono y fue al gran armario que estaba al lado de la puerta. Lo abrió tan bruscamente que la madera golpeó la pared. Arrancó de la percha la vieja americana de tweed que estaba allí colgada desde hacía más de un año y, con ella en la mano, abrió la puerta del despacho, miró hacia la escalera y, saltando peldaños de dos en dos, bajó a la oficina de los agentes.
Entró en la oficina jadeando y vio con alivio que Pucetti estaba en su sitio.
– Pucetti -dijo-, levántese y quítese la chaqueta.
Al instante, el joven estaba de pie y tenía la chaqueta encima de la mesa. Brunetti le dio la americana de lana.
– En la entrada hay una muchacha. Masi la retiene unos minutos en su despacho. Cuando salga, quiero que la siga. Sígala todo el día si es necesario, pero quiero saber adonde va y quién es.
Pucetti ya iba hacia la puerta. Como la americana le estaba grande, dobló los puños y se subió las mangas. Mientras caminaba, se arrancó la corbata y la arrojó en dirección a la mesa. Cuando salió de la oficina, sin haber pedido a Brunetti explicación alguna, era un joven vestido despreocupadamente que se había puesto camisa blanca y pantalón azul marino y, para suavizar el corte militar del pantalón, llevaba una holgada americana de tweed Harris con las mangas subidas con elegante descuido.
Brunetti volvió a su despacho, marcó el número de la redacción de Il Gazzettino y se identificó. La información que les dio era la de que la policía, en el curso de la investigación de la muerte de un estudiante por sobredosis, había descubierto la identidad del joven sospechoso de haberle vendido la droga que le había causado la muerte. Su arresto era inminente, y se confiaba en que a éste siguiera el de otras personas involucradas en el tráfico de drogas en la zona del Veneto. Brunetti colgó el teléfono confiando en que esto bastara para obligar al pariente de la muchacha, quienquiera que fuera, a hacer acopio de valor y presentarse en la questura, y que del estúpido desperdicio de la vida de Marco Landi saliera por lo menos algo positivo.
Brunetti y Vianello se presentaron en el Ufficio Catasto a las once. Brunetti dio su nombre y rango a la recepcionista de la planta baja, que le dijo que el despacho del ingeniere Dal Carlo estaba en el segundo piso y que ahora mismo lo avisaba de que el comisario Brunetti subía a verlo. Brunetti, seguido de un uniformado y silencioso Vianello, se dirigió al segundo piso, sorprendido de la cantidad de gente, hombres la mayoría, que subían y bajaban la escalera y en cada piso se agolpaban frente a las puertas de los despachos, con brazadas de planos y gruesas carpetas.
El despacho del ingeniere Dal Carlo era el último de mano izquierda. La puerta estaba abierta, por lo que entraron directamente. Una mujer pequeña, que parecía lo bastante mayor para ser la madre de Vianello, sentada ante una mesa, de cara a ellos, frente a la enorme pantalla de un ordenador, los miró por encima de unas gruesas gafas de media luna. Tenía el pelo veteado de gris y lo llevaba recogido en un prieto moño que hizo pensar a Brunetti en la signora Landi. Sus hombros, estrechos y encorvados, sugerían una incipiente osteoporosis. No usaba maquillaje, como si hiciera tiempo que había desesperado de su posible utilidad.
– ¿El comisario Brunetti? -preguntó la mujer sin levantarse.
– Sí. Deseo hablar con el ingeniere Dal Carlo.
– ¿Puedo preguntar el motivo de su visita? -preguntó ella en preciso italiano.
– Necesito información sobre un ex empleado.
– ¿Ex empleado?
– Sí. Franco Rossi.
– Ah, sí -dijo ella llevándose la mano a la frente, para protegerse los ojos. Bajó la mano, se quitó las gafas y levantó la mirada-. Pobre muchacho. Había trabajado aquí varios años. Fue terrible. Nunca había ocurrido nada parecido. -La mujer se volvió hacia un crucifijo que tenía en la pared, moviendo los labios en una oración por el joven difunto.
– ¿Conocía usted al signor Rossi? -preguntó Brunetti, y agregó, como si no hubiera captado su apellido-: Signora…
– Dolfin, signorina -respondió ella escuetamente e hizo una pausa, como para ver si él reaccionaba al oír el nombre-. Tenía el despacho al otro lado del pasillo -agregó-. Era un joven muy correcto, siempre muy respetuoso con el dottor Dal Carlo. -Por su manera de decirlo, parecía que la signorina Dolfin no podía hacer mayor elogio.
– Comprendo -dijo Brunetti, cansado de las alabanzas gratuitas que la gente se cree obligada a hacer de los muertos-. ¿Podría hablar con el ingeniere?
– Naturalmente -dijo ella poniéndose en pie-. Tiene usted que disculparme por hablar tanto. Es sólo que, frente a una muerte tan trágica, se siente una muy poca cosa.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo. Era la forma más eficaz que conocía para responder a los lugares comunes.
Ella los precedió en los pocos pasos que mediaban entre su mesa y la puerta del despacho interior. Levantó la mano, dio dos golpes, esperó y agregó otro golpe, más suave, como si, con los años, hubiera establecido un código que indicara al ocupante del despacho la clase de visita que tenía. Cuando dentro sonó una voz de hombre que decía «Avanti» Brunetti vio cómo a la mujer se le iluminaban los ojos y doblaban hacia arriba las comisuras de los labios.
Ella abrió la puerta, entró y se hizo a un lado, para dejar paso a los dos hombres y dijo:
– El comisario Brunetti, dottore.
Al cruzar el umbral, Brunetti miraba al interior y vio detrás del escritorio a un hombre corpulento, de cabello oscuro, pero cuando la signorina Dolfin empezó a hablar se volvió hacia ella, intrigado por su cambio de actitud y hasta de tono de voz, mucho más cálido y modulado que cuando se había dirigido a él.
– Gracias, signorina -dijo Dal Carlo casi sin mirarla-. Nada más.
– Con su permiso -dijo ella y, muy lentamente, dio media vuelta, salió del despacho y cerró la puerta con suavidad.
Dal Carlo se levantó sonriendo. Debía de frisar los sesenta, pero tenía la piel tersa y el porte erguido de un hombre más joven. Su sonrisa mostraba unos dientes con fundas más grandes de lo necesario, al estilo italiano.
– Encantado de conocerlo, comisario -dijo tendiendo la mano a Brunetti y dándole un apretón firme y masculino. Dal Carlo saludó entonces a Vianello con un movimiento de la cabeza y los llevó a unos sillones situados en un ángulo del despacho-. ¿En qué puedo servirlo?
Mientras se sentaba, Brunetti dijo:
– Deseo hacerle unas preguntas sobre Franco Rossi.
– Ah, sí -dijo Dal Carlo meneando la cabeza varias veces-. Qué horror, qué tragedia. Una excelente persona. Y muy competente. Hubiera hecho carrera. -Suspirando repitió-: Una tragedia, una tragedia.
– ¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba aquí, ingeniere? -preguntó Brunetti. Vianello sacó del bolsillo una libretita, la abrió y empezó a tomar notas.
– Déjeme pensar -empezó Dal Carlo-. Unos cinco años, diría yo. Podemos preguntar a la signorina Dolfin. Ella nos lo dirá con exactitud.
– No. Es suficiente, dottore -dijo Brunetti agitando una mano-. ¿Cuáles eran concretamente las funciones del signar Rossi?
Dal Carlo se asió la barbilla con gesto pensativo y miró al suelo. Transcurrido un tiempo prudencial, dijo:
– Tenía que revisar los planos para comprobar que concordaban con las obras realizadas.
– ¿Y cómo lo hacía, dottore?
– Estudiaba los planos aquí, en la oficina y después inspeccionaba la obra, para ver si los trabajos se habían hecho debidamente.
– ¿Debidamente? -preguntó Brunetti, con la ignorancia del profano en la materia.
– De acuerdo con lo indicado en los planos.
– ¿Y si no era así?
– El signor Rossi informaba de las diferencias y nuestra oficina iniciaba los trámites.
– ¿Qué trámites?
Dal Carlo miró a Brunetti y pareció sopesar no sólo la pregunta sino también la razón por la que Brunetti la había hecho.
– Generalmente, la imposición de una multa y la orden de modificar la obra para ajustaría a las especificaciones de los planos -respondió Dal Carlo.
– Comprendo -dijo Brunetti, moviendo la cabeza de arriba abajo y mirando a Vianello para indicarle que tomara nota de esa respuesta-. Una inspección que puede salir muy cara.
Dal Carlo parecía desconcertado.
– Perdone, no comprendo qué quiere decir, comisario.
– Quiero decir que hacer obras y luego tener que volver a hacerlas cuesta mucho dinero. Sin contar la multa.
– Naturalmente -dijo Dal Carlo-. Las ordenanzas son muy explícitas a ese respecto.
– Gasto doble -dijo Brunetti.
– Sí. Supongo que sí. Pero son pocas las personas que se exponen a cometer irregularidades.
Brunetti se permitió un leve gesto de sorpresa y miró a Dal Carlo con una fina sonrisa de complicidad.
– Si usted lo dice, ingeniere. -Rápidamente, cambió de tema y de tono al preguntar-: ¿Había recibido amenazas el signor Rossi?
Nuevamente, Dal Carlo parecía confuso.
– Lo siento, pero eso tampoco lo entiendo, comisario.
– Entonces, dottore, permita que hable con crudeza. El signor Rossi tenía la facultad de obligar a la gente a hacer grandes desembolsos. Si informaba de que en un edificio se habían hecho reformas no autorizadas, los propietarios podían tener no sólo que pagar una multa sino también que rectificar los trabajos realizados. -Aquí sonrió y agregó-: Los dos sabemos lo que cuesta hacer obras en esta ciudad, por lo que dudo que hubiera quien pudiera sentirse satisfecho si el signor Rossi descubría irregularidades en su inspección.
– Por supuesto que no -convino Dal Carlo-. Pero dudo mucho que alguien se atreviera a amenazar a un funcionario municipal que no hacía sino cumplir con su deber.
Brunetti preguntó entonces a bocajarro:
– ¿Hubiera aceptado un soborno el signor Rossi? -El comisario observaba atentamente la expresión de Dal Carlo al hacer la pregunta y vio que era de estupefacción y hasta de escándalo.
Pero, en lugar de responder enseguida, Dal Carlo reflexionó.
– Nunca lo había pensado -dijo, y Brunetti comprendió que decía la verdad. Entonces Dal Carlo, menos cerrar los ojos y alzar la cabeza, dio todas las muestras de sumirse en profunda meditación. Finalmente, dijo, mintiendo-: No me gusta hablar mal de él, y menos ahora, pero sería posible. Es decir -tras una tímida vacilación-, pudo ser posible.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Brunetti, aunque estaba casi seguro de que aquello no era más que un intento bastante evidente de utilizar a Rossi para tapar su propia probable venalidad.
Por primera vez, Dal Carlo miró a Brunetti a los ojos. Si aún hubiera necesitado una prueba de que aquel hombre mentía, Brunetti no hubiera podido hallarla más segura.
– Comprenderá usted que no se trata de algo concreto que pueda mencionar o describir. Durante los últimos meses, su comportamiento había cambiado. Parecía nervioso, furtivo. Pero hasta ahora que usted me ha preguntado no se me había ocurrido tal posibilidad.
– ¿Hubiera sido fácil? -preguntó Brunetti, y como Dal Carlo pareciera no comprender, aclaró-: ¿Dejarse sobornar?
Casi esperaba que Dal Carlo dijera que nunca había pensado tal cosa, en cuyo caso Brunetti no sabía si hubiera podido conservar la seriedad. Al fin y al cabo, estaban en una oficina municipal. Pero el ingeniero se contuvo y dijo finalmente:
– Supongo que sería posible.
Brunetti callaba. Tanto callaba que Dal Carlo se vio obligado a preguntar:
– ¿Por qué hace estas preguntas, comisario?
Al fin Brunetti dijo:
– No estamos totalmente seguros -siempre le había resultado más eficaz hablar en plural- de que la muerte de Rossi fuera accidental.
Esta vez Dal Carlo no pudo disimular la sorpresa, aunque no había forma de averiguar si era sorpresa por la posibilidad o sorpresa porque la policía lo hubiera descubierto. Mientras varias ideas danzaban en su cerebro, lanzó a Brunetti una mirada de cálculo que le recordó la que había visto en los ojos de Zecchino.
Pensando en el joven drogadicto, Brunetti dijo:
– Quizá tengamos un testigo de que fue otra cosa.
– ¿Un testigo? -repitió Dal Carlo en una voz alta e incrédula, como si nunca hubiera oído semejante palabra.
– Sí, una persona que estaba en el edificio. -Brunetti se levantó bruscamente-. Muchas gracias por su ayuda, dottore -dijo tendiendo la mano. Dal Carlo, visiblemente desconcertado por el extraño rumbo que había tomado la conversación, se levantó a su vez y extendió la mano. Su apretón fue menos cordial que a la llegada.
Finalmente, cuando ya había abierto la puerta, el ingeniere dio voz a su sorpresa:
– Me parece increíble -dijo-. Quién iba a querer matarlo. No hay motivo para tal cosa. Y ese edificio está vacío. ¿Cómo iba alguien a ver lo que ocurrió?
En vista de que ni Brunetti ni Vianello contestaban, Dal Carlo cruzó el antedespacho, sin mirar a la signorina Dolfin, que tecleaba en su ordenador, y acompañó a los dos policías hasta la puerta del pasillo. Nadie se entretuvo en despedidas.