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21

Aquella noche, Brunetti durmió mal. Se despertaba una y otra vez dando vueltas a los sucesos del día. Pensaba que, probablemente, Zecchino le había mentido al hablar del asesinato de Rossi y que había visto u oído mucho más de lo que decía. ¿Por qué, si no, tantas evasivas? La noche interminable traía más recuerdos poco gratos: la resistencia de Patta a considerar criminal la conducta de su hijo, la aversión de su amigo Luca hacia su esposa, la general incompetencia que obstaculizaba su trabajo diario. Con todo, lo que más le dolía era pensar en aquellas dos muchachas: una, tan maltratada por la vida como para consentir en mantener relaciones sexuales con Zecchino en aquella sórdida buhardilla y la otra, doblemente martirizada por la pérdida de Marco y por el conocimiento de lo que le había causado la muerte. La experiencia había hecho perder a Brunetti toda su caballerosidad, pero no podía dejar de sentir una viva compasión por aquellas muchachas.

¿Habría estado la primera en el piso de arriba cuando él encontró a Zecchino? Era tanta su prisa por salir de la casa que no subió a ver si había alguien en la buhardilla. El que Zecchino estuviera bajando la escalera no significaba que pensara marcharse; también podía bajar a averiguar la causa del ruido producido por la llegada de Brunetti y haberla dejado a ella arriba. Por lo menos, Pucetti había conseguido descubrir el nombre de la otra: Anna Maria Ratti, que vivía con sus padres y su hermano en Castello, y estudiaba arquitectura en la universidad.

Después de oír las campanadas de las cuatro, Brunetti decidió que aquella mañana volvería a la casa para tratar de hablar otra vez con Zecchino. Al poco, se quedó profundamente dormido y cuando despertó Paola ya se había ido a la universidad y los chicos, a la escuela.

Después de vestirse, Brunetti llamó a la questura para avisarlos de que llegaría tarde y volvió al dormitorio a buscar la pistola. Arrimó una silla al armario, se subió y, en el último estante, vio la caja que su padre había traído de Rusia después de la guerra. El candado estaba cerrado, y él no recordaba dónde había guardado la llave. Bajó la caja y la puso encima de la cama. Pegado a la tapa con cinta adhesiva había un papel con un mensaje escrito en la clara letra de su hija: «Papá: Raffi y yo no sabemos que la llave está pegada a la parte de atrás del cuadro del estudio de mamá. Baci.»

Brunetti fue en busca de la llave, preguntándose si debería añadir algo a la nota y decidió que valdría más no hacerlo, para no dar alas a la niña. Abrió la caja, sacó la pistola, la cargó y la introdujo en la pistolera que se había prendido del cinturón. Volvió a guardar la caja en el armario y se fue.

Lo mismo que las dos veces anteriores que había ido a la casa, la calle estaba vacía y no había señales de actividad en el andamiaje. Extrajo la chapa de metal del marco de la puerta y entró en el edificio, esta vez, dejando la puerta abierta. No hizo nada por disimular el ruido de su llegada ni amortiguar sus pasos en el zaguán. Desde el pie de la escalera gritó:

– Zecchino, policía. Voy, a subir.

Esperó, pero de arriba no llegaba sonido ni respuesta alguna. Lamentando no haber traído una linterna y agradeciendo la luz que entraba por la puerta de la calle, Brunetti subió al primer piso. Arriba seguía sin oírse nada. Siguió subiendo. En el tercero, abrió las persianas de dos ventanas, para alumbrar la escalera de la buhardilla.

Al llegar arriba, Brunetti se detuvo. Había una puerta a cada lado del rellano y una tercera al extremo de un corto pasillo. A su izquierda, por una persiana rota entraba mucha luz. Brunetti esperó, volvió a llamar a Zecchino y entonces, curiosamente tranquilizado por el silencio, se acercó a la puerta de la derecha.

La habitación estaba vacía, es decir, no había nadie, pero sí varias cajas de herramientas, un par de bancos de trabajo y un pantalón de pintor cubierto de cal. Tras la puerta de enfrente encontró un inanimado revoltijo similar. Sólo quedaba ya la puerta del fondo del pasillo.

Allí, tal como esperaba, encontró a Zecchino, y encontró también a la muchacha. A la luz que se filtraba por una sucia claraboya del tejado, la vio por primera vez, tendida encima de Zecchino. Debieron de matarlo a él primero, o él dejó de resistirse y cayó bajo la lluvia de golpes, mientras ella seguía peleando, inútilmente, para acabar cayendo sobre él.

– Gesù bambino -dijo Brunetti al verlos, resistiendo el impulso de santiguarse. Eran dos figuras inertes, flácidas, disminuidas de ese modo especial en que la muerte empequeñece a la gente. Una oscura aureola de sangre seca se extendía alrededor de sus cabezas, que estaban juntas, en la actitud de dos cachorrillos o de dos jóvenes enamorados.

Brunetti veía la parte posterior de la cabeza de Zecchino y la cara de la muchacha o, más exactamente, lo que quedaba de su cara. Al parecer, los habían matado a golpes. El cráneo de Zecchino había perdido la redondez; la nariz de ella había desaparecido, destrozada por un golpe tan violento que no le había dejado más que una astilla de cartílago pegada a la mejilla izquierda.

Brunetti volvió la cabeza y examinó la habitación. Junto a una pared había un montón de colchones viejos. A su lado, en el suelo, estaban las prendas de vestir -hasta que no volvió a mirar a la pareja no vio que estaban medio desnudos- que se habían quitado precipitadamente, para hacer lo que hicieran sobre aquellos colchones. Vio una jeringuilla ensangrentada y de pronto recordó la poesía que le había leído Paola, con la que el poeta trataba de seducir a una mujer diciéndole que sus sangres se habían mezclado dentro de la pulga que los había picado a los dos. Entonces le había parecido una forma demencial de contemplar la unión entre un hombre y una mujer, pero no era más demencial que la aguja que estaba en el suelo. A su lado había varias bolsitas de plástico, probablemente, no mucho mayores que las que le habían encontrado a Roberto Patta en el bolsillo de la chaqueta.

Brunetti bajó a la calle, sacó el telefonino, que esta vez no había olvidado, llamó a la questura y dijo lo que había encontrado y adonde tenían que ir. La voz del profesional le decía que debía volver a la habitación en la que estaban los dos jóvenes, para ver qué más podía descubrir, pero él optó por hacerle oídos sordos y quedarse esperando frente al edificio, en un rayo de sol.

Por fin llegaron los técnicos del laboratorio, y él los envió a la buhardilla, venciendo la tentación de decirles que, como hoy no había trabajadores en el edificio, nadie les estorbaría en su examen del escenario del crimen. Nada ganaría con una pulla fácil, y a ellos les sería indiferente saber que la vez anterior los habían engañado.

Preguntó a quién habían avisado para que fuera a examinar los cadáveres y se alegró de saber que era Rizzardi. Brunetti no se movió de donde estaba cuando los hombres entraron en el edificio y allí seguía veinte minutos después, cuando llegó el forense. Se saludaron con un movimiento de la cabeza.

– ¿Otro? -preguntó Rizzardi.

– Dos -contestó Brunetti, iniciando la marcha hacia la casa.

El comisario y el médico subieron sin dificultad la escalera, bien iluminada ahora, con todas las persianas abiertas. Al llegar arriba, acudieron, como mariposas nocturnas, al resplandor de las potentes luces de los técnicos que escapaba por la puerta de la habitación, llamándolos para que fueran a ver aquella nueva prueba de la fragilidad del cuerpo y la futilidad de la esperanza.

Rizzardi entró y examinó los cuerpos desde arriba. Se puso unos guantes de goma, se agachó y palpó la garganta de la muchacha y luego la de él. Dejó el maletín en el suelo, se puso en cuclillas al lado de la muchacha, extendió el brazo por encima de ella y, lentamente, le hizo dar la vuelta para separarla del muchacho y ponerla boca arriba. Ella quedó con los ojos fijos en el techo, y una mano herida resbaló por encima del pecho y golpeó el suelo, sobresaltando a Brunetti, que había preferido mirar hacia otro lado.

Entonces se acercó y se quedó de pie al lado de Rizzardi, observando. La muchacha tenía el pelo muy corto, teñido de color granate, sucio, grasiento y pegado al cráneo. Brunetti vio relucir entre los labios ensangrentados unos dientes blancos y perfectos. Había sangre coagulada alrededor de la boca y la que había brotado de la destrozada nariz había resbalado hacia los ojos. ¿Era bonita? ¿Era fea?

Rizzardi asió la barbilla de Zecchino y le volvió la cara hacia la luz.

– A los dos los han matado golpeándolos en la cabeza -dijo, señalando la frente de Zecchino-. No es un método fácil y exige mucha fuerza. O muchos golpes. Y la muerte no es rápida. Pero, por lo menos, después de los primeros golpes, ya casi no te enteras. -Miró otra vez a la muchacha y le volvió la cara hacia un lado para examinar una oscura cavidad en la parte posterior de la cabeza. Miró dos marcas que tenía en los brazos-. Yo diría que la sujetaban mientras la golpeaban, quizá con un trozo de madera, o un tubo.

Ninguno de los dos creyó necesario hacer comentario alguno ni decir: «Lo mismo que a Rossi.»

Rizzardi se levantó, se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Cuándo podrá usted hacerla? -fue lo único que Brunetti supo decir.

– Esta tarde, supongo. -Rizzardi sabía que no tenía que preguntar a Brunetti si quería asistir a la autopsia-. Puede llamarme a partir de las cinco. Para entonces ya sabré algo. -Antes de que Brunetti pudiera responder, agregó-: Pero no será mucho, no mucho más de lo que vemos aquí.

Cuando Rizzardi se fue, el equipo del laboratorio inició su tétrica parodia de las faenas domésticas: barrer, limpiar el polvo, recoger objetos del suelo y guardarlos en lugar seguro. Brunetti se impuso la tarea de registrar los bolsillos de la pareja. Primero, en las prendas de vestir tiradas en el suelo y sobre los colchones y, después, una vez se hubo calzado los guantes que le dio el técnico Del Vecchio, en las que conservaban puestas. En el bolsillo de la camisa de Zecchino, encontró tres bolsitas de polvo blanco. Las pasó a Del Vecchio, que las etiquetó cuidadosamente y las guardó en el maletín de las pruebas.

Brunetti agradeció que Rizzardi les hubiera cerrado los ojos. Las piernas de Zecchino le hicieron pensar en las fotos de aquellas figuras escuálidas de los campos de concentración, casi todo piel y tendones, sin apenas músculo, y con grandes rodillas. En la cadera se perfilaba, protuberante, un extremo de la pelvis. Zecchino tenía pústulas rojas en los muslos, aunque Brunetti no hubiera podido decir si eran marcas de pinchazos infectados o síntoma de alguna enfermedad cutánea. Ella, aunque de una delgadez alarmante y con el pecho casi completamente liso, no estaba tan cadavérica como Zecchino. Al pensar que para siempre ambos eran ya cadáveres, Brunetti dio media vuelta y bajó a la calle.

Puesto que él estaba encargado de esa parte de la investigación, lo menos que podía hacer por los muertos era permanecer allí hasta que se llevaran los cadáveres y los equipos del laboratorio hubieran recogido, etiquetado y examinado todo lo que pudiera servir a la policía para descubrir a los asesinos. Brunetti se acercó al extremo de la calle y se quedó mirando el jardín del otro lado; era una suerte que la forsythia estuviera siempre tan risueña por mucho que se precipitara en engalanarse.

Habría que preguntar, desde luego, peinar la zona para ver si encontraban a quien recordara haber visto a alguien entrar en la calle o en la casa. Al volverse, Brunetti vio un grupito de gente en el otro extremo de la calle, por donde se salía a una vía más ancha, y fue hacia ellos, formando ya mentalmente las primeras preguntas.

Tal como esperaba, nadie había visto nada, ni aquel día ni durante las dos últimas semanas. Nadie sabía que fuera posible entrar en el edificio. Nadie había visto a Zecchino ni recordaba a una muchacha. Como no había medio de obligarlos a hablar, Brunetti se ahorró la molestia de desconfiar de su sinceridad, aunque una larga experiencia le había enseñado que eran muy pocos los italianos que, al hablar con la policía, recordaban mucho más que su nombre y apellido.

Otros interrogatorios podrían esperar hasta la tarde o primera hora de la noche, cuando los vecinos de la zona hubieran vuelto a casa. Pero el comisario ya sabía que nadie admitiría haber visto algo. Pronto se sabría que en aquella casa habían muerto dos drogadictos, y podrían contarse con los dedos de una mano las personas que vieran en aquellas muertes algo especial y, mucho menos, algo que justificara exponerse a las molestias de ser interrogados por la policía. ¿Por qué aguantar que durante varias horas te traten como a un sospechoso? ¿Por qué perder horas de trabajo para tener que responder más preguntas o asistir a un juicio?

Brunetti sabía que la ciudadanía en general no veía con buenos ojos a la policía; sabía lo mal que te trataba, sin que importara si habías entrado en la órbita de una investigación como sospechoso o como simple testigo. Desde hacía años, el comisario había procurado educar a los hombres que dependían de él para que trataran a los testigos como a personas dispuestas a ayudar, en cierto modo, como a colegas suyos, y luego, al pasar por delante de las salas de interrogatorios, oía cómo se les intimidaba, amenazaba e insultaba. No era de extrañar que la gente se resistiera a dar información a la policía; lo mismo haría él.

Brunetti no podía ni pensar en almorzar. Como no podía pensar en llevar a casa el recuerdo de lo que acababa de ver. Llamó a Paola, volvió a la questura y se sentó en su despacho, tratando de aturdirse con tareas rutinarias, mientras esperaba la llamada de Rizzardi. La causa de la muerte no sería una sorpresa, pero por lo menos sería información que él podría archivar en una carpeta, y quizá le reconfortara imponer un poco de orden en el caos de la muerte violenta.

Durante las cuatro horas siguientes, Brunetti estuvo revisando papeles e informes acumulados durante dos meses y poniendo con esmero las iniciales al pie de dossieres que había leído sin entender. Le llevó hasta media tarde, pero al fin limpió la mesa de papeles y hasta los bajó al despacho de la signorina Elettra. Como ella no estaba, le dejó una nota rogándole que se encargase de enviarlos al archivo o a quienes tuvieran que leerlos a continuación.

Hecho esto, Brunetti bajó al bar del puente y tomó un vaso de agua mineral y un sándwich de queso con el pan tostado. Abrió el Gazzettino que estaba en el mostrador y, en la segunda sección, vio el artículo publicado por encargo suyo. Tal como esperaba, decía mucho más de lo que él había sugerido y apuntaba que el arresto era inminente y la condena, ineludible, con lo que el narcotráfico quedaría definitivamente eliminado de la región del Veneto. Dejó el periódico y regresó a la questura, observando por el camino que, por encima de la tapia del otro lado del canal, asomaban las dispersas puntas amarillas de la forsythia.

De vuelta en su mesa, miró el reloj y vio que ya podía llamar a Rizzardi. Alargaba la mano hacia el teléfono cuando éste sonó.

– Guido -dijo el forense sin preámbulos-, cuando examinó a esos chicos esta mañana, después de que yo me marchara, ¿se puso guantes?

Brunetti tardó un momento en reponerse de la sorpresa y tuvo que hacer memoria antes de contestar:

– Sí. Del Vecchio me dio un par.

Rizzardi preguntó entonces:

– ¿Se ha fijado en los dientes de la muchacha?

Nuevamente, Brunetti tuvo que volver a aquella habitación.

– Sólo he visto que los tenía todos, no como la mayoría de los drogadictos. ¿Por qué?

– Tenía sangre en los dientes y en la boca -explicó Rizzardi.

Esas palabras recordaron a Brunetti la sórdida habitación y las dos figuras caídas una encima de la otra.

– Sí. Tenía sangre en toda la cara.

– La de la cara era sangre de ella -dijo Rizzardi haciendo hincapié en la última palabra. Adelantándose a la pregunta de Brunetti, explicó-: La sangre que tenía en los dientes era de otra persona.

– ¿De Zecchino?

– No.

– Ay, Dios, lo mordió -dijo Brunetti y preguntó-: ¿Había bastante como para…? -Aquí se interrumpió, sin saber a ciencia cierta lo que podría hacer Rizzardi. Había leído interminables informes acerca de la identificación por el ADN y de la utilización de muestras de sangre y de semen como pruebas, pero carecía tanto de conocimientos científicos para comprender el proceso como de curiosidad intelectual para interesarse por algo que no fuera la mera posibilidad de obtener identificaciones irrefutables.

– Sí -respondió Rizzardi-. Si usted me encuentra a la persona, yo podré hacer la comparación con las muestras de sangre que he obtenido. -Rizzardi calló, pero Brunetti intuyó, por la tensión de su silencio, que el forense tenía más cosas que decir.

– ¿Qué ocurre?

– Eran positivos.

¿A qué se refería? ¿A los resultados de las pruebas? ¿A las muestras?

– No comprendo -reconoció Brunetti.

– Los dos, él y ella. Eran seropositivos.

– Dio mio -exclamó Brunetti, comprendiendo al fin.

– Es lo primero que miramos cuando se trata de drogadictos. En él la enfermedad estaba mucho más avanzada; el virus se había extendido. Estaba muy mal, no hubiera vivido ni tres meses más. ¿No había notado usted nada?

Sí. Brunetti había notado algo, pero no había hecho deducciones, o quizá no había querido fijarse mucho o comprender lo que veía. No había prestado atención a la extrema delgadez de Zecchino ni pensado en lo que podía significar.

En lugar de responder a la pregunta de Rizzardi, Brunetti preguntó:

– ¿Y ella?

– Ella no estaba tan mal, la infección no había avanzado tanto. Probablemente, por eso aún tuvo fuerzas para defenderse.

– Pero ¿y los nuevos medicamentos? ¿Por qué no los tomaban? -preguntó Brunetti, como si pensara que Rizzardi podía tener la respuesta.

– No sé por qué no los tomaban, Guido -dijo Rizzardi, recordando que hablaba con el padre de unos chicos que tenían pocos años menos que las dos víctimas-. Pero ni en la sangre ni en ningún órgano he visto señales de que tomaran algo. Generalmente, los drogadictos no siguen tratamiento.

Por tácito acuerdo, dejaron el tema, y Brunetti preguntó:

– ¿Qué puede decirme del mordisco?

– Ella tenía carne entre los dientes, de modo que le habrá dejado una herida bastante fea.

– ¿Tan contagioso es? -preguntó Brunetti, sorprendido de que, al cabo de años de información, charlas y artículos en diarios y revistas, aún no tuviera una idea clara.

– Teóricamente, sí -dijo Rizzardi-. Hay casos documentados en los que se ha transmitido por esa vía, aunque yo no he visto ninguno directamente. Supongo que podría ocurrir. Pero esa enfermedad ya no es lo que era hace años: los nuevos fármacos la controlan bastante bien, especialmente, si empiezan a tomarse en las primeras fases.

Mientras escuchaba al médico, Brunetti se interrogaba sobre las consecuencias que podía tener una ignorancia como la suya. Si él, un hombre que leía mucho y tenía un conocimiento bastante amplio de lo que pasaba en el mundo, no tenía una idea clara de si la enfermedad podía contagiarse por un mordisco y aún sentía un horror primitivo y hasta atávico a esa posible vía de infección, no sería de extrañar que ese temor estuviera muy generalizado entre la población.

Volvió a centrar su atención en Rizzardi.

– ¿Cómo puede ser el mordisco?

– Yo diría que debe de faltarle un trozo de carne del brazo. -Y, antes de que Brunetti preguntara, aclaró-: Ella tenía vello en la boca, probablemente, del antebrazo.

– ¿Y el tamaño?

Después de pensar un momento, Rizzardi dijo:

– Como de un perro, quizá un cocker spaniel. -Ninguno de los dos se permitió un comentario sobre la curiosa comparación.

– ¿Lo bastante grande para ir al médico? -preguntó Brunetti.

– Quizá. Si se infectara, sí.

– O si supiera que ella tenía el sida -completó Brunetti-. O llegara a sospecharlo después. -Quienquiera que descubriera que había sido mordido por una persona enferma, correría, aterrado, a consultar a quien pudiera decirle si le había transmitido la enfermedad. Brunetti consideró las medidas que tomar: habría que avisar a los médicos, a las urgencias de los hospitales y también a las farmacias, por si se presentaba el asesino en busca de antisépticos o vendajes.

– ¿Algo más? -preguntó Brunetti.

– Él hubiera muerto antes del otoño. Ella quizá hubiera durado otro año, pero no mucho más. -Rizzardi hizo una pausa y preguntó, con voz distinta-: Guido, ¿cree que hacen mella en nosotros las cosas que tenemos que hacer y decir?

– Espero que no, por Dios -respondió Brunetti a media voz, dijo a Rizzardi que lo llamaría cuando hubieran identificado a la muchacha y colgó.