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“Me acordé de aquel cuento del ciego que buscaba
en una habitación a oscuras un sombrero negro
que no estaba allí, y me sentí igual que el pobre tipo.”
HAMMETT, La maldición de los Dain
Tal vez sea inevitable aclarar que por esos años, a fines de los setenta, Sergio Algañaraz era un periodista animoso, alegremente despiadado y con un módico porvenir. Demasiados adjetivos para una definición que podía ser más simple: Algañaraz era un pendejo. Sobre todo, eso.
No es raro, entonces, que la inexperta y porteña soberbia le haya puesto un gesto de asco a la posibilidad de clavarse un fin de semana en Playa Bonita, un caserío infame -le explicaron breve- poco más allá de Necochea, amontonado alrededor del fantasmal hotel que cierto ministro de principios de siglo le había regalado a la arena, la sal, los caballos y los yuyos de la ostensible pampa.
Ese hotel desmesurado y semivacío, olvidado como un transatlántico a la orilla del mar, era la nota. Así al menos lo creía su jefe de la revista dominical de “ La Nación ”: tres páginas color, texto central y testimonios para el martes. Él mismo sacaría las fotos, cuidaría la cámara de la arena y la humedad, trataría de salvar el aburrimiento levantándose alguna minita en banda.
Algañaraz llegó semidormido a medianoche, el bolso lleno de ropa innecesaria, la petaca de ginebra vacía y un sándwich de jamón y queso flotando en el estómago durante los últimos doscientos kilómetros. A la entrada del balneario encontró el motel Los Pinos que los viáticos sobraban con holgura, como las camisas de moda aquel año. Después de vomitar minuciosamente se durmió y soñó lo que no recordaría.
Desayunó temprano en su habitación, y es probable que se haya sentido bien y al menos satisfecho sentado en la cama, comiendo galletitas express con dulce de leche. El café era indefectiblemente malo pero el sol contra la ventana prometía tibiezas no habituales a mediados de marzo.
A las diez salió en short, remera y ojotas. Cámara en ristre y anteojos ahumados, desprolijo tostado ciudadano, enseguida Algañaraz confirmó que Playa Bonita era un nombre excesivo.
Entre casitas cuadradas, despachos de pan y algún chalet con el depósito de agua manchado de moho, fue bajando por el camino sinuoso que gambeteaba los médanos fijados por obstinados tamariscos, buscando el mar, el centro del pueblo.
Después de un recodo los encontró de golpe, junto con todo lo que habría para ver de ahí en más. Hacia un lado, el inevitable hotel interrumpía el horizonte tras el amarillo sucio de los últimos médanos, pegado al mar, solo, como si fuera un castillo de los de las aventuras de El Príncipe Valiente. La comparación era de él y pensaba usarla en la nota. Algañaraz no había llegado a Kafka todavía. Lo dicho: un pendejo.
El edificio estaba sobre la primera paralela a la playa, que a esa altura se diluía en un sendero de arena y pedregullo. Ocupaba el centro de una manzana en que no había ninguna otra construcción. Era una mole rectangular de dos plantas más antigua y desmejorada de lo previsible. Un rosa descascarado le borroneaba las paredes, las columnatas de la entrada; dos palmeras polvorientas compadreaban entre los yuyos de un hipotético jardín y las negras tejas de pizarra parecían sostenidas por alfileres. Sin embargo, pese a algunos vidrios rotos, los postigos maltratados por décadas de soles y vientos y las ruidosas canaletas de lata, la construcción se empinaba con una innegable dignidad, sólida e inútil como un jubilado prematuro. Esa metáfora le gustaba y también la usaría contra el cielo celeste apurado por nubes bajas y veloces.
Algañaraz pasó dos veces frente a los amplios ventanales de postigos cerrados y luego dio la vuelta, como si se tratara de una calesita clausurada. En los alambres del fondo había ropa colgada pero el candado que cerraba el portón de acceso principal lo desalentó. Las tablas que tapaban varias de las ventanas de la planta baja tenían los clavos oxidados, retorcidos o doblados por martillazos desprolijos, inútilmente apurados.
Cruzó la calle y se sentó en la punta de un médano, junto a un pinito verde y joven. Desde allí sacó una panorámica; luego, el detalle del frente, del jardín abandonado. Apenas se leía el nombre, Hotel Atlantic, con gastadas letras en relieve sobre la galería de columnas que cobijaba la doble puerta de entrada. En un momento le pareció que se movían las cortinas, pero aunque se acercó y dio algunos gritos que resonaron débiles bajo el sol y empujados por el viento que crecía del mar, nada se movió en el edificio.
Sacó un par de fotos más y luego bajó a la playa. El mar se veía bajo, lejos, verde, gris y celeste. Caminó hasta la orilla y comprobó que estaba solo. Hacia el sur, varias cuadras más lejos, se veía gente en la arena, alguna sombrilla, el balneario principal; hacia el norte, enfrente, apenas el escorado fantasma de un carguero encallado entre las rocas, el óxido y la sal; algún chalet sobre la arena y nada más: un faro lejano parecía flotar, después de un bosquecito, dentro del mar.
Sintió las pocas cosas del paisaje, la desolada belleza, y estuvo un rato indefinido quieto y en silencio, mirando el dibujo de la orilla.
En un momento dado giró para volver hacia el hotel y casi chocó con el otro. Dio un grito ahogado.
El hombre estaba parado ahí a un metro de él, y sonreía burlón quién sabe desde cuándo.
– Fuego -dijo el hombre.
– ¿Qué? -se turbó Algañaraz.
– Quiere fuego.
Y no era una pregunta.
El hombre era petiso, con pocos cabellos largos y rubios dispersos en la cabeza enrojecida. Unos ojitos grises y entrecerrados disparaban contra Algañaraz bajo las cejas crespas. Sonreía temible con pocos dientes.
– No tengo fuego -se palpó el periodista, no quiso entender.
El petiso puso las manos sobre la faja negra que le calzaba la barriga, los pulgares gruesos apoyados en las caderas; inspiró hondo y se mandó para adentro la mitad del aire de ese sector atlántico. La camiseta agujereada fue impotente para retener la expansión del pecho.
– No. Quiere fuego -enfatizó, liberando el aire.
– ¿Qué quiere dec?… -se extrañó Algañaraz.
Pero el petiso no lo dejó terminar. Separó bruscamente las manos de la cintura y cuando vio el leve retroceso del periodista se rió una vez, corto y fuerte. Después giró y se fue caminando lentamente hacia los médanos, casi haciendo coincidir las pisadas con las huellas que había dejado al bajar. Iba descalzo, con el pantalón gris a la rodilla y se balanceaba al avanzar arena arriba. La culata del desmesurado revólver que llevaba sujeto a la cintura, como un facón, se recortaba contra la mitad de su espalda.
Algañaraz quedó inmóvil. Repentinamente levantó la cámara que tenía al cuello y buscó el ángulo para que la figura quedara con el fondo del médano y el hotel atrás. En ese momento, como despidiéndose, el petiso giró apenas la cabeza. Algañaraz soltó la cámara como si le quemara y comenzó a caminar rápido por la orilla.
Recién se dio vuelta al llegar a las primeras sombrillas y cuando estaba lo suficientemente lejos como para no ver nada. Sólo el hotel, que ya no se veía rosa desde allí. No precisamente.
Subió hacia la escuálida avenida costanera entre dos filas de carpas arremangadas y se sentó en la escalera de entrada al balneario a limpiarse innecesariamente los pies. El tiempo había desmejorado rápido. El cielo y el mar habían optado por el gris y un viento ya hinchapelotas levantaba arena y dispersaba pescadores sin fe, familias llenas de chicos mojados y gritones.
Recorrió la calle principal -tres cuadras de asfalto resquebrajado- buscando datos, entrando a inmobiliarias, comprando tarjetas cursis con improbables delfines recortados junto al perfil del hotel. La oficina de la Secretaría de Turismo estaba cerrada pero vio a través del vidrio algún folleto que, debidamente estirado, constituiría el cuerpo principal de la nota.
Se apartó del asfalto y anduvo un poco al azar por las trasversales, alejándose de la playa, volviendo, agotando las posibilidades de un juego simple, el ludo, las esquinitas.
De pronto comenzó a sonar una música estridente y vieja que no conocía. Era algo de Los Santos o Los Tres Sudamericanos, muy golpeado y prematura o justamente envejecido, que salía del parlante de una camioneta estacionada frente a la arcada del Club Atlético El Trinquete. Los pibes comenzaron a rodear el vehículo y cuando había cinco o seis que se distribuían entre los guardabarros y la caja, cesó la música. Un morocho sin camisa, engominado y picado de viruela, agarró el micrófono mientras apoyaba el papel en el volante, y después de algunos zumbidos comenzó:
– Esta noche, a las 21.30 horas, en el natatorio del Club Atlético El Trinquete, dará comienzo un evento deportivo de significación mundial. El famoso raidista y nadador de aguas abiertas argentino Eliseo “Mojarrita” Gómez, poseedor del récord sudamericano de permanencia en el agua, intentará superar la marca mundial en poder del alemán Karl Burger…
Y ahí el tipo dio una cifra desmesurada que Algañaraz jamás recordaría pero que lo hizo imaginar al tal Mojarrita saliendo del agua convertido en una triste y pálida pasa de uva.
Nuevos zumbidos y el morocho volvió a conectar a Los Santos o quienes fuesen, llenó el aire de volantes anaranjados y arrancó despacio, levantando nubecitas blancas mientras los pibes se disputaban los papeles a trompadas.
Algañaraz cruzó la calle y se arrimó al Club Atlético El Trinquete. Había un portón de hierro, dos agujeros laterales con barrotes que hacían de boleterías y un cartel amarillo con grandes letras negras. Arriba decía “Fiesta Acuática” con una bañista del año treinta a cada lado en posición de inminente zambullida. Después del nombre de la atracción principal había unos borroneados rectángulos -fotos, sin duda- en los que no se veía prácticamente nada sino bultos, algún brazo levantado. Algañaraz se inclinó y leyó el epígrafe bajo uno de los borrones: “El joven Eliseo Gómez con Antonio Abertondo y Alfredo Camarero”.
La falsa rubia que contaba billetes detrás de los barrotes levantó la mirada. Tenía cara de no haber contado muchos. Nunca, tal vez.
– Pase ahora, que es gratis.
Algañaraz la miró y empujó el portón entreabierto.
Cruzó la cancha de básquet de baldosas rojas en la que había dos arcos de papy fútbol y llegó hasta el trinquete. Extrañamente vacío a esa hora, recogía y resonaba entre las altas paredes los ruidos que hacía un viejo que juntaba aserrín húmedo con una palita de lata.
Al fondo, en un costado, había una pileta chica rodeada en tres de sus lados por gradas hechas con tablones, cajones de cerveza y tanques de kerosén de los que hacía años no veía. Junto al trampolín, una pequeña plataforma redonda y baja, pintada de colores brillantes y descascarados, como si fuera para los elefantes del circo, estaba apoyada casi sobre el borde de la pileta. Cables salpicados de lamparitas de colores iban de la cancha de paleta a los arcos de básquet y a los techos del club, por sobre el agua.
En ese momento se levantó un poco de viento y el papel que cubría una mesita ubicada a un costado de la pileta flameó levemente y una especie de reloj de cartón con una gran aguja detenida arriba, en el número cero, se tambaleó. La ráfaga se hizo más fuerte y Algañaraz pensó que todo podía irse literalmente al carajo. Dio vuelta a la pileta, agarró el reloj, lo alejó del agua, puso medio ladrillo sobre la mesita y apoyó un pizarrón escolar que estaba sobre dos sillas, en el suelo. Ahora la ventolera era intolerable, las lamparitas saltaban en el aire como si rebotaran y el agua se llenaba de olitas temblorosas. Algañaraz pensó que antes que ese Pescadito Pérez o Gómez o como mierda se llamara pusiera los huevos en remojo no quedaría nada alrededor de la pileta: ni mesa, ni tablones, ni gente. Ese viento se llevaba todo.
Cuando regresó hacia la salida, la rubia había dejado la boletería y conversaba en el portón con tres muchachos que se la comían con los ojos. Tenía un vestido floreado y estrecho que el viento le apretaba todavía más. En el culo cabían tantas margaritas como el resto del cuerpo. Algañaraz la rozó al pasar y ella se dio vuelta.
– ¿Y?… ¿Lo esperamos?
El periodista volvió la cabeza a la pileta, al cielo.
– Va a haber tormenta.
– Y bueno… Si llueve, igual va a estar mojado el Mojarrita.
Y la rubia se rió fuerte, con una especie de ladrido entrecortado. Los muchachos ladraron también, pero mal. Ella se puso teatralmente seria.
– Rajen ustedes, pendejos. Vamos, vamos.
Algañaraz vio cómo los despedía, con la presteza y autoridad de la dueña de un quilombo. Los machitos del coro se fueron cuesta abajo y viento a favor, la pijita entre las piernas. Los dos los miraron irse.
– Señor… doctor -dijo ella sin ladrar ni golpear las manos, con otra voz.
– No soy doctor.
– Me pareció… Qué lástima.
Ella miró un relojito de aparatosos brillos que le encarnaba más arriba de la muñeca.
– Hoy empezamos y no conseguimos un escribano todavía.
– Pero hay. En Playa Bonita tiene que haber.
– Claro, pero yo digo un amigo, alguien que haga de escribano… Total, es para firmar la planilla cada hora y quedarse ahí, en la silla.
Las flores de las tetas flamearon un poco más. La rubia metió los dedos entre el pelo de raíces oscuras y revoleó la melena para dar frente al viento.
– No creo que yo sirva para eso -dijo Algañaraz turbado, divertido-. Además, va a tener que suspender esta noche…
– Cagamos entonces. El club está alquilado desde hoy.
Ella lo miró con todos los ojos que tenía y volvió a pasarse la mano por el pelo. De pronto se dio vuelta y entró en la boletería. El periodista se quedó quieto en el lugar. Ya se iba cuando ella lo llamó.
– Venga, señor, mire.
Algañaraz se acercó a la ventanilla.
– A usted le parece, tanto esfuerzo… -y abría el cajón para que el otro viera la poca guita, se inclinaba y le mostraba las tetas.
El pibe sintió un cosquilleo leve pero prometedor allá abajo. No se decidió. La rubia lo semblanteó otra vez entre los barrotes.
– Venga, mire si le miento.
Fue. Ella no mentía. No cabía tampoco. Ni en la boletería, ni en el vestido repentinamente abierto en la espalda. Sin decir nada, los dos miraban el cajón en el que naufragaban tres o cuatro billetes arrugados.
Algañaraz desvió la mirada y puso bruscamente la mano sobre las flores, la dejó correr hacia abajo, apretó un poco. Ella se volvió sin levantar la cabeza, dijo no sé qué de la guita, se acomodó para que la mano de él se perdiera bajo el vestido buscándole la raíz de las margaritas, hacía como si nada.
Forcejearon un poco más, las caderas de ella cerraron violentamente el cajón, se apoyó en la pared. Algañaraz quedó frente a ella, sin tocarla.
– ¿Vas a ser el escribano?
– Seguro -y estiró la mano.
Ella se la puso en la teta, la fregó sin dejar de mirarlo. Después se la devolvió como un pañuelo usado.
– Chau, pibe. Nueve y media acá.
Etchenike fue el último en bajar del micro. Mientras los demás bloqueaban la puerta, entorpecidos de chicos, ruidosos de colores, él levantó la valija por encima de la cabeza y pasó entre el grupo arrugando un poco más el traje castigado por nueve horas de viaje. Se pasó la mano por la frente húmeda y entró en la penumbra del Hotel Veraneo.
A la una de la tarde en el bar había tres o cuatro mesas ocupadas. Un mozo desganado y con la chaqueta blanca manchada repartía bebidas tibias bajo un lento ventilador de techo cagado por las moscas de los últimos veinte veranos. Hacía más calor que afuera.
Dejó la valija a sus pies y se acodó al mostrador. El chofer del micro se empinaba una cerveza del pico. Dos grandes lamparones oscuros le mojaban el uniforme pardo bajo los brazos.
– ¿Cuánto le queda todavía? -dijo Etchenike, apenas solidario.
– Casi tres horas más, hasta Tres Arroyos.
Le ofrecía el pico de la botella y él insinuó un gesto con el que agradecía y rehusaba al mismo tiempo.
El chofer volvió la cabeza. Era un pelirrojo crespo, corpulento, de ojitos perdidos como arvejas en una sopa de tomate. Y la sopa hervía.
Habían charlado mucho durante el viaje. Incluso tomaron café juntos en las dos primeras paradas. El chofer estaba solo esa noche y había necesitado compartir el suave hamaque de la ruta, el ruido del motor y la trasnoche de Radio Rivadavia. Etchenike también estaba solo, pero eso no era novedad. Por eso fumaron lento y alimentaron una conversación con el cuidado con que se trata un fueguito débil, evitando ramas verdes, golpes de viento. Hablaron del cigarrillo que es un compañero en el viaje, después del hermano del pelirrojo, que vivía en Córdoba, después -vagamente- de mujeres. En algún momento Etchenike se durmió y cuando abrió los ojos el sol estaba bastante alto ya y el chofer hablaba a los gritos con una morocha que se le apoyaba en el hombro mientras él esquivaba los pozos de la entrada al balneario.
– Usted se queda… -dijo ahora, sin soltar la botella.
– Sí. Unos días.
El colorado estiró la mano y tanteó la solapa áspera.
– ¿No le molesta ese traje?
– Un poco, pero no tengo otro.
El chofer lo miró un momento y desvió la atención hacia el sándwich que tenía delante.
El chico que atendía apenas sobresalía una cuarta por encima del mostrador. Tenía un birrete blanco ladeado y ojitos negros.
– ¿Va a almorzar, señor?
– Después -dijo el veterano-. Ahora traeme vino tinto y soda.
El pibe se agachó, sacó la botella y el sifón azul y los puso sobre el mármol. Trajo un vaso y lo secó con el trapo que colgaba de su hombro.
– ¿Se viene la tormenta, eh? -comentó Etchenike haciendo sonar el sifón.
El chofer dijo que sí con la boca llena, masticando hasta con las clavículas. Señaló la ventana.
– Y la arena que vuela. Fíjese cómo oscureció de golpe.
El veterano asintió.
– Hay poca gente -dijo el colorado-. Esto es lindo en diciembre y en enero. Ahora quedan los bacanes y los viejos chotos. ¿Usted tiene dónde parar?
– Voy a quedarme acá.
El chofer volvió al sándwich. Hubo un silencio largo.
– No parece turista…
Etchenike se sirvió otro vaso de vino y sonrió por primera vez:
– Usted tampoco.
El otro se rió también, con la boca llena. Después se empinó bruscamente la cerveza, lo palmeó en el hombro y se apartó del mostrador saludando con gestos amplios. En la puerta se cruzó con un chofer petiso de bigotitos y jopo imperturbable que acaba de llegar. Se tiraron manotazos amistosos y el petiso siguió de largo al baño, dejó flameando la puertita.
Etchenike pidió un bife a caballo y dos panes, agarró la botella, le puso el vaso en el pico y se instaló en una mesita junto a la ventana.
Desde allí, comiendo sin apuro, miró partir el ómnibus brillante bajo el sol, cabeceando semivacío, levantando tierra hasta que, al doblar tras el médano, dejó ver un pedacito de mar gris.
Sacó los cigarrillos y palpó infructuosamente el saco colgado en la silla.
– ¿Tiene fuego? -preguntó corto y preciso al muchacho de la mesa contigua.
Sergio Algañaraz se sobresaltó.
– No… No tengo -alcanzó a decir lentamente.
– Disculpe -dijo Etchenike como si lo hubiera pisado.
El muchacho sonrió apenas, luego plenamente.
– Perdone… Es que estaba…
Pero el veterano no lo oía. El chico le había traído el café, le encendía el cigarrillo.
– Necesito una pieza -dijo echando humo.
– Ya le digo al patrón.
El pibe se alejó hacia el mostrador.
– Qué chiquito es -comentó Algañaraz.
– Sí… ¿Usted para acá?
– No. En el motel Los Pinos, cerca de la entrada del pueblo. Llegué anoche.
– Yo, recién. ¿Anda de vacaciones?
Algañaraz señaló la cámara apoyada entre el pocillo y el cenicero.
– Laburando: soy periodista.
– Ah.
Etchenike no pudo evitar acordarse de Giangreco, el sobrino de Tony García. El destino o alguna bendición especial del Altísimo habían querido que no se le cruzara en las últimas dos semanas; aquel enrulado rompepelotas era el primer rostro que evocaba si le hablaban de periodistas. Tuvo el sentimiento inmediato, ante el muchacho escondido detrás de los aparatosos anteojos negros y una excesiva ginebra con hielo, que se trataba de una especie prolífica y de crías parejas, casi una plaga.
– ¿Dónde laburás? -y el tuteo salió redondo, paternal.
– En la revista de “ La Nación ”.
– Pero ¿qué puede pasar acá? ¿Algún personajón de vacaciones?
Algañaraz se sacó los ahumados, se dispuso para una confidencia que desde ya Etchenike deploró.
– No crea que no pasa nada. Vine a hacer una nota sobre el Hotel Atlantic, no sé si lo vio… -El veterano asintió sin pudor-. ¿Pero se fijó cómo me sobresalté recién?
– Me extrañó -mintió otra vez Etchenike.
– Le explico -y el periodista arrimó la silla, se acodó en sus propias rodillas enrojecidas-. Hoy me pasó una cosa increíble y no sé qué pensar.
Y ante la resignada pasividad del veterano, Sergio Algañaraz comenzó a contar, con excesos y pormenores, su peripecia matutina, el asedio al castillo.
– Y cuando el tipo se da vuelta -dijo para terminar- veo que tenía atravesado, en la cintura, sostenido por la faja, un revólver así…
El gesto de las dos palmas paralelas y separadas, agitándose de arriba a abajo perpendiculares a la mesa como cortando el aire hizo que la atención de todo el comedor se volviera hacia ellos.
– Las manos… Bajá las manos -dijo Etchenike sonriendo.
– En serio: así. Un revólver así.
– Te creo -concedió-. Es entretenido tu laburo.
– Y eso no es nada -se embaló Algañaraz, que ya se había mudado de mesa-. Después me meto a curiosear en su clubcito de mierda que hay a unas cuadras de acá y me levanto una mina de la forma más increíble. Me levantó ella, bah… Unas tetas así -se enfervorizó.
– Córtala con los ademanes, pibe -dijo Etchenike algo fastidiado.
– Usted no me va a creer: este pueblo es una cosa de locos.
El veterano no parecía interesado en los detalles ya próximos que amenazaban como las mismísimas nubes panzonas de la ventana. Sin embargo, el periodista desarrolló una crónica que no soslayaba el número de margaritas del vestido de la rubia y se detenía largamente en el único round, el cuerpo a cuerpo de la boletería.
– Guarda con eso, que… -se oyó decir Etchenike.
Se sintió viejo y boludo.
En ese momento el patrón se separó de la registradora y vino hacia la mesa. Era un hombre gordo, de abundante pelo negro y ordenado. La cintura marcada por el delantal le daba un cierto aire amariconado.
– ¿Es usted solo? -dijo apoyándose en la mesa.
– Yo solo -dijo Etchenike.
El gordo cruzó los dedos. Diez salchichitas. Pareció todavía un poco más blando. Casi un cura.
– Hay una cama. Tendría que compartir la pieza con otro muchacho. Trabaja de cafetero y no está nunca.
– De acuerdo -Etchenike se fue poniendo de pie-. Lléveme nomás.
El patrón vaciló como si faltara algo.
– Tiene baño -dijo.
Con la valija en la mano, el veterano se volvió hacia Algañaraz.
– Discúlpeme, escribano, pero me caigo de sueño… ¿A qué hora debuta esta noche?
– A la tarde voy a ver si avanzo con el laburo pero a las nueve y media voy a firmar la planilla -el periodista sonrió y metió el dedo índice en el aro que formó con la otra mano.
– Allí estaré: me interesan Mojarrita y las margaritas -dijo Etchenike.
Algañaraz lo acompañó con la mirada brillante mientras subía la escalera tras el patrón.
En el segundo piso se detuvieron ante la puerta 24. El gordo hablaba de horarios y tarifas.
– Tome -dijo Etchenike poniéndole el dinero de tres días en la mano.
– Bien. Le tomo los datos más tarde, cuando baje a buscar el recibo -los billetes desaparecieron en el bolsillo del delantal-. Su gracia es…
El veterano le dio una tarjeta.
El gordo la observó un momento:
– Hay un bolso para usted, señor Etche… -vaciló.
– Etchenike, Julio. Se pronuncia “Etchenaik”.
– Eso es: Etchenaik. Llegó esta mañana de Mar del Plata. Se lo llevo a la pieza.
– Bueno.
El patrón ya bajaba cuando se volvió:
– ¿Le gusta Playa Bonita?
– Se come bien.
Se despertó ahogado, la nariz tapada y la habitación convertida en una caja hermética y sofocante. El aire encerrado empujaba contra la ventana como un dique colmado de líquido espeso. Se levantó y abrió los postigos de dos tirones. La brisa con olor a mar de la tarde casi lo empujó, lo despejó en tres segundos.
Estaba a dos cuadras de la playa, sobre una perpendicular al mar, y su ventana daba a los fondos del hotel. Desde allí veía las calles de arena y tierra que subían y bajaban entre los chalets semienterrados. Tres pibes se revolcaban en el médano más cercano mientras nubes gordas y amenazantes seguían corriendo pegadas al horizonte como si fueran a alguna parte.
La otra cama estaba intacta. Sobre ella, el bolso que le había entregado el hotelero. El cafetero no había llegado todavía.
En la única silla estaba su propia ropa dispersa, tal como la había dejado antes de caer sobre la descolorida cretona floreada.
El baño era un cuartito húmedo con un inodoro sin tapa, lavatorio de una sola canilla y una ducha que escupió irregular, tibia, cuando se bañaba, y que goteó impasible, salpicándole los tobillos mientras se afeitaba y comprobaba que el espejo le permitía mirarse cómodamente el esternón.
Se quedó largamente fumando, tirado desnudo en la cama, leyendo relatos de William Irish en la vieja Serie Naranja de Hachette que había manoteado del estante ya con la valija en la mano, antes de salir para Constitución:
– Llamá en dos o tres días -había recomendado Tony García.
– ¿Llevás la malla? -lo había jodido el Negro Sayago, al que la larga convalecencia de un puntazo apenas impreciso había terminado depositando, aparentemente para siempre, en la oficina de Avenida de Mayo.
– Las patas de rana también -confirmó.
Ahora terminaba “Si muriera antes de despertar” mientras el calor comenzaba a amainar a su alrededor y comprobaba que leía, una vez más, para poner la cabeza en otra parte. Siempre en otra. Debía terminar con eso.
Se estiró perezosamente y arrastró el bolso sobre la cama, a su lado. Era de cuero negro, casi lujoso, nada tenía que ver con ese cuarto, con ese hotel, con esa Playa Bonita o con él mismo.
El cierre se deslizó sin un solo ruidito como quien esquía sobre nieve negra. Envuelta en una franela amarilla había una cámara fotográfica, una Konica último modelo y llena de accesorios que él prolijamente desconocía. Brillaba nueva y seductora como un arma en la penumbra. La sacó. Luego hizo lo mismo con lo que supuso el flash y el trípode plegado con japonesa precisión y descubrió en el fondo del bolso un sobre cuadrado, abultado y blanco, sin membrete ni inscripción alguna.
Mientras lo abría recordó la mañana en que un atildado Norberto Silguero golpeó a la puerta de la oficina de la Avenida de Mayo sin saber que lo estaban esperando, casi lo llamaban. Con él llegaba la posibilidad de ganar los primeros mangos después de la triste historia del cantor de tangos y de algunas casi adolescentes muertas o desaparecidas. Era importante que entrara guita y se fueran los recuerdos. Cuando el expeditivo empresario marplatense sacó su tarjeta de gerente de Romar, pidió absoluta reserva y puso el generoso adelanto sobre la mesa, las miradas del Negro y de Tony se cruzaron buscando explicaciones para tanta ventura, los Reyes Magos fuera de temporada. En la intersección de esas miradas de alivio y extrañeza, sonó la voz de Etchenike: “Yo voy”.
Y ahí estaba. Recibiendo instrucciones a distancia.
La carta estaba escrita a máquina en prolijo doble espacio:
“Estimado Etchenike:
De acuerdo con lo convenido, le adjunto a la presente los datos y la fotografía de la persona que fuera motivo de mi solicitud de pesquisa. La instantánea es reciente y creo que no va a tener ningún inconveniente en identificarlo.
Notará, tal vez con sorpresa, que le hago llegar también una cámara fotográfica para que usted haga uso de ella. Debo explicarle el porqué. Mis abogados, gente de mi entera confianza desde hace largos años, me aconsejan ‘matar dos pájaros de un tiro’ y, al mismo tiempo de verificar la deshonestidad de este sujeto, reunir pruebas en su contra. Es por eso que me atrevo a pedirle que vaya un poco más allá de la tarea pensada inicialmente y que, con la debida cautela, consiga testimonios gráficos que sirvan para probar lo que nos interesa: la presencia de este intruso en el interior del complejo Romar.
Dejo en sus manos los medios para mejor cumplir con esta tarea, pero le adjunto, en un diagrama de la construcción, la ubicación del departamento al que probablemente intente acceder el sujeto. Le será muy útil para que Ud. pueda hacer con tiempo los aprestos necesarios.
De más está decir que este trabajo extra tendrá su debida recompensa monetaria. Al respecto, le ruego que confíe en que quedará ampliamente satisfecho en sus expectativas, ya que ésta es una cuestión muy importante para mí, y su colaboración, invalorable.
Lo saluda con reiterada estima
Silguero”
La caligráfica firma al pie era la misma que había refrendado el contrato una semana atrás, en la oficina de la Avenida de Mayo. Etchenike resopló con disgusto, dejó a un lado la carta y se volvió hacia la fotografía.
Un rubio alto, sonriente, atlético, con el pelo corto y echado hacia atrás, estaba parado en la puerta del Casino. Con la mano derecha sostenía la pared de piedra como Harpo Marx en Una noche en Casablanca. Pero el rubio no se parecía ni a Harpo ni a Groucho. Más bien era el habitual galán bobo de esas películas de los Marx. Llevaba saco a cuadros, remera oscura, pantalones claros y treinta años; veinte de ellos, netos, pasados bajo el sol de Playa Grande. Una pareja que caminaba junto a él, de espaldas, permitía calcular uno ochenta y cinco largos de estatura. Los anteojos oscuros no impedían que uno apostara por ojos claros y ganara doble contra sencillo.
Plegado en cuatro, abultando excesivamente en el sobre, el plano del Complejo Romar indicaba claramente al probable objetivo de Etchenike. Un departamento de planta baja, cuatro ambientes con patio y doble entrada, estaba circundado por un trazo fuerte de marcador amarillo. Calculó que no sería difícil llegar hasta allí, pero la sola idea le desagradó.
Dejó todos los papeles a un lado, retomó la Konica y trató de mirar por algún visor, oprimir botón o palanquita. Comprobó que ni siquiera sabía manejar, cargar o descargar una máquina fotográfica y que no tenía ganas de aprender. Tampoco tenía ganas de otra cosa, en realidad. Ni siquiera de quedarse allí tirado.
Se vistió mirando por la ventana. Antes de salir se puso la cámara y los papeles en el bolsillo y guardó su valija y el bolso en un sector del ropero, bajo llave.
Eran las tres cuando bajó. El patrón -Salvador Fumetto y Cía., se enteró por el membrete- le tomó los datos en un libro gordo de tapas duras, le devolvió el documento y dijo “gracias señor Etchenike o Etchenaik” con una sonrisa que no tuvo respuesta. El veterano dobló en cuatro el recibo por los tres días y quiso saber dónde quedaba la calle Cinco.
El gordo cerró el libro y dibujó el aire con sus brazos cortos, a lo marinero:
– Ésta es la Ocho, las pares corren así, las impares así, crecen para allá desde la avenida Hutton. Los números suben desde el mar. No se puede perder.
– Claro que no -dijo Etchenike convencido.
En la esquina de Cinco y Doce había un cartel inmenso al que el viento del mar respetaba todavía: Complejo Urbanización Romar, decía. Había un dibujo de dos grandes edificios de pisos escalonados, con optimistas jardines y veredones nutridos de gente. El esqueleto de cemento de uno de esos dibujos sobresalía detrás del cartel. Al aproximarse, vio el otro edificio totalmente terminado en el extremo opuesto de la manzana. Los carteles de A ESTRENAR pendían de numerosas ventanas. En otros pocos se veía ropa colgada, alguna persiana levantada entre muchas señales de vacío y espera de habitantes por ahora improbables. Tres o cuatro niños se perseguían a cascotazos entre las pilas de escombros que alguna vez serían jardín, y un hombre lavaba su auto. La manguera salía de una canilla salvaje, entre yuyos.
Evidentemente todavía faltaban los canteros, las flores, los veredones, la gente y ese aire de felicidad insoportable que tienen los proyectos horizontales a cuatro colores y en mil mensualidades.
Sin embargo había un sendero de lajas desparejas que llevaba a la oficina de promoción y ventas, una prefabricada de madera y techo de fibrocemento con gran ventana al frente y puerta metálica lateral, adornada con hilos salpicados de banderitas de colores alguna vez firmes. Un hombre joven y de gorra estaba terminando de montar el precario decorado como quien prepara los modestos fastos de un carnaval sin agua ni serpentinas.
Etchenike tanteó instintivamente la carta que llevaba en el bolsillo.
– El señor Toledo, supongo… -dijo de espaldas al de la gorra.
El otro se volvió.
– Sí. ¿Qué quiere?
– Soy Etchenike. Silguero me dijo que me presentara a usted.
Algo cambió en la mirada opaca de Toledo. Sonrió. Terminó de enrollar una de las sogas en el antebrazo izquierdo y extendió la derecha.
– Lo esperaba el lunes -dijo.
– Silguero me llamó ayer a la mañana. Me pidió que adelantara el viaje: empiezo hoy -miró el reloj-. Ya empecé, exactamente.
– Exactamente -repitió Toledo sin pronunciar la “x” ni la “c”-. Espere un cachito que ya estoy.
Terminó de colocar las sogas restantes, las tensó con dos tirones vigorosos y las anudó a las estacas que emergían del suelo pedregoso.
– Venga, pase.
Entraron. Toledo colgó la gorra en un gancho junto a la puerta, se colocó detrás del escritorio y le indicó la silla de enfrente. Etchenike se sentó, y el otro lo miró durante unos segundos.
– ¿Qué pasa? -dijo el veterano.
– Nada. Me lo imaginaba distinto.
– ¿No tan jovato?
– No es eso -mintió Toledo, mostrando dientes sucios-. ¿Usted sabe cómo es el trabajo?
Y la pregunta suponía que no lo sabía, que algún error, equívoco o engaño andaba de por medio.
– Vigilancia. Dos semanas hasta fines de marzo -sintetizó con precisión Etchenike decidido a hacerse el boludo contratado-. Silguero me habló de cuidar la seguridad del complejo; que había robos, tipos que se metían en los departamentos. El riesgo son las ocupaciones clandestinas. Tengo entendido que hay problemas con gente que no tiene todavía la posesión pero que ya pretende ocupar…
– Exactamente. Pero lo suyo no tiene que ser muy evidente… -la voz de Toledo adquirió un tono que quiso ser confidencial pero sólo alcanzó a ser desagradable-. Usted se instala cada día acá, de quince a diecinueve treinta, y atiende como si fuera un simple empleado de Romar, como yo: si viene alguien interesado le da los folletos -indicó una pila de coloreados y brillantes papeles ilustrados; Etchenike tomó uno y lo desplegó-. Primero se lo estudia exactamente… También hay algunos departamentos que se pueden mostrar. Yo le voy a dejar las llaves, un juego de cada uno. Y cada hora más o menos se da una vuelta, vigila.
– ¿Cada hora?
– Digo…
– Está bien. ¿Y después?
– ¿A la noche? Una especie de ronda le diría… -Toledo movió los dedos como si hiciera olas, un temblor leve para indicar algo aproximado-. Una o dos vueltitas…
Etchenike lo miró con desaliento, exageró el suspiro.
– Voy a tener que volver a leer lo que firmé -dijo-. Me conviene traerme la cama acá.
– ¿Dónde para?
– En el Hotel Veraneo.
– No hable ahí. Fumetto es un chismoso.
– No voy a tener tiempo de hablar. ¿Usted se queda en el pueblo?
Un lejanísimo chispazo de orgullo se encendió en el fondo de los ojos de Toledo.
– No. Tengo que hacer unas gestiones y el lunes estar en Mar del Plata. El Lobo me necesita.
– ¿El Lobo?
– ¿Cómo? ¿No lo conoce al Lobo Romero? Esto es de él.
– Ah, no. No tengo idea. -Y no la tenía.
– Le dicen así porque es un lobo para los negocios. Y además, por la marca.
Toledo abrió el cajón superior del escritorio y sacó una caja de cartón con colores chillones. En el dibujo de la tapa, los dos lobos blancos símbolos de Mar del Plata se hamacaban inmóviles, más empedernidos que nunca, contra el cielo celeste rabioso, salpicados por improbables olas gigantescas y espumosas que perdonaban a las sonrientes bañistas cobijadas por una sombrilla roja y amarilla: Alfajores Los Lobos. Doce unidades. Surtidos.
Sólo quedaban tres en la caja. Etchenike eligió uno de papel dorado.
– Los de chocolate son los mejores. Al nivel de Havanna y mejor que Balcarce. La fórmula del chocolate es secreta -secreteó Toledo-. Lo inventó cuando estaba en el hotel, hace más de veinte años.
– ¿En el hotel? ¿Qué hotel?
– Claro, usted no sabe. No tiene por qué saber -dijo el otro casi sobrador, guardando la caja como una reliquia-. Romero fue durante muchos años el repostero del Atlantic. Bah… no sólo repostero. Le digo en la época en que esto estaba en su apogeo; siempre lleno de noviembre a Semana Santa, el hotel. Para conseguir ubicación había que reservar con dos o tres meses de anticipación En cambio, ahora…
– Me contaron que el Atlantic está abandonado.
– Sí, mal administrado… Pero al Lobo, cuando lo rajaron le hicieron un favor. Se fue a Mar del Plata y en quince años se paró. Fíjese: en un rubro como ése, en que hay monstruos, se hizo un lugar. Y ahora está en la construcción, invierte acá, tiene máquinas viales. Es un lobo, le digo.
Golpearon.
Era una pareja joven con niños prolijos. Venían de Necochea en un Peugeot que estaba allí, frente a la ventana, y querían saber de planes y condiciones de un departamento de tres ambientes: terminado y en construcción. Etchenike se hizo a un costado y observó el minucioso y casi apasionado trabajo de Toledo vendiendo pedazos de cielo, esqueletos de cemento con vista al porvenir. Estuvo también con él cuando hubo que mostrar los inmuebles y hasta lo acompañó a los confines del complejo un rato después.
– Usted vio: un trabajo simple. Mañana le traigo las llaves -dijo el hombre de la gorra mirando las nubes amenazantes-. Ahora, vaya nomás. En el armario tiene todo para tomar mate.
– Se viene el agua -dijo Etchenike, y goteaba.
– Nos vemos.
Volvió apurado por el camino de lajas. Las contó: cuarenta y tres exactamente, como diría Toledo.
La lluvia sobre el techo de zinc lo arrulló durante el resto de la tarde.
Hacia las seis y media había escampado, el cielo gris ofrecía flancos débiles que un sol poco decidido no tenía más remedio que ocupar.
Sobre los restos de alfajores y a un costado del mate y la pava ya fríos Etchenike extendió el plano de la Urbanización Romar que le enviara Silguero y comprobó la ubicación del departamento donde se esperaba que el intruso Coria hiciera aparición. Sintió que la tarea implicaba una cierta traición al vehemente y leal Toledo pero debió reconocer que en todo el asunto y en la misma conducta escondedora de Silguero había algo oscuro: tal vez sus motivaciones no eran puramente empresariales; acaso había una cuestión privada que el hombre deseaba resolver y no tenía por qué compartir con Toledo o con cualquiera; ni siquiera con su patrón. No quería que todos supieran todo. Repartiendo información y confianza reducía los riesgos. Buena ecuación.
Desde la ventana alcanzaba a ver casi completa la silueta del Complejo. Con malhumor se dio cuenta de que no podría postergar mucho la inspección del lugar, inclusive realizar los preparativos para un eventual trabajo sucio.
El adelanto de su llegada podía ser un síntoma de urgencia. Era la tarde y la hora, se dijo desganado, poco dispuesto a llenar el resto de su tiempo de trabajo con tareas de alcahuete poco heroicas pero bien remuneradas.
Cuando fueron las siete recogió las banderitas, cerró la casilla y soslayando el camino de lajas dio toda la vuelta por detrás de las construcciones. Pasó primero tras el armazón de cemento, y luego se aproximó, sin apuro, al que sería su objetivo: el último departamento de la planta baja, el más lejano.
El edificio tenía entrada por el centro de la manzana, mirando hacia el mar, pero los fondos daban a la calle posterior. Por esa vereda recién terminada fue caminando Etchenike. Contó seis puertas de acceso a los respectivos patios traseros con sus respectivas entradas de auto y sin sus respectivos vehículos. Toda la planta baja estaba desocupada. Cuando llegó al último departamento, probó la puerta cerrada y, por encima del paredón que apenas le llegaba al hombro, vio una pileta de lavar, un espacio desolado de cal y escombros, dos ventanas, el camino de entrada para el auto que daba a un garaje de portón levadizo. Controló rápidamente si alguien lo veía y luego, en dos saltos, estuvo adentro.
Intentó primero con el portón del garaje pero estaba trabado. Después probó con la ventana mayor pero la persiana americana había caído con la contundencia de un párpado dispuesto a dormir y dormir. Con la otra, más chica y que se abría a la altura de su cintura, le fue mejor. Tenía postigos articulados de madera. Forcejeó, metió los dedos entre las tablitas y en un principio no consiguió nada. Pero encontró un pedazo de alambre grueso y retorcido junto a una pila de botellas, hizo un gancho, lo metió entre las dos tablas junto al cierre y tiró varias veces. El postigo no abrió pero su tirón partió la madera y dejó un agujero. Metió la mano por allí y después de un rato consiguió hacer girar la manija y abrir los postigos. La ventana no tenía cortinas y podía ver claramente el interior.
Había una cama doble con un colchón desnudo, una frazada plegada a los pies y una revista de historietas tirada junto a la cabecera. También había tierra por todas partes. En la pared opuesta, un gran placard empotrado y con las puertas sin barnizar. Junto a la cama, sobre una silla, un velador sin pantalla. La habitación daba a un pasillo a través del cual se veía la cocina, el calefón nuevo con las etiquetas pegadas.
Etchenike cerró los postigos, apenas giró la manija para que quedaran trabados y, mientras golpeaba la maderita rota y la fijaba en su lugar, se sintió repentinamente extraño: no había dudado un momento en realizar la inspección como un ladrón, clandestinamente. Algo andaba mal -o bien- con ese aspecto de su trabajo.
Dio una vuelta por el patio, se empinó sobre el paredón y al ver la calle vacía, en otros dos saltos estuvo afuera. Se arregló la ropa, caminó hacia la esquina, dobló y enfiló para la playa.
Trepó los médanos que estaban cubiertos de una delgada capa de arena frágil y oscura, una especie de escarcha opaca que se quebraba a su paso y le inundaba los zapatos. Desde la altura de la segunda duna vio el mar en todo su esplendor. El paisaje de Playa Bonita se animaba a arrastrar el campo casi hasta el borde del agua. El pasto y las pequeñas barrancas calizas que el mar mordía por la base se insinuaban entre los médanos.
Etchenike bajó a grandes trancos hasta la arena fina pero endurecida que se extendía una cuadra larga hasta la orilla. Ya más cerca del mar, el suelo se llenaba de conchillas, caracolitos partidos, algas verdes y violetas, pedazos de hueso blanquísimos, pelados y modelados por la sal del tiempo. Pero no había vasos de plástico ni botellas, ni siquiera puchos en la arena.
Se quitó los zapatos, el saco, la camisa, miró para el lado del pueblo y luego comenzó a caminar en dirección opuesta, hacia el faro, todavía lejano y blanco, erguido sobre una barranca que se confundía con el mar en el atardecer. Pronto dejó atrás las últimas y raleadas casas.
Subió hacia el borde del médano, hizo un bollo con el saco, la camisa y los zapatos, los puso de almohada y se estiró hacia atrás. Cerró los ojos.
Se despabiló con el alboroto de tres caballos que bajaban al galope por un costado de la barranca, se metían en el mar, corrían paralelos a las olas. Un muchacho de bombachas batarazas y camisa blanca bajaba tras ellos, les cortaba camino, los arriaba otra vez playa arriba revoleando la gorra, con gritos cortos, lidiando con ellos como con borrachos obstinados.
Cuando desaparecieron tras los médanos, Etchenike se arremangó las botamangas y caminó hasta la orilla sintiéndose un porteño torpe, casi gozoso. Luego de un momento se sacó los pantalones, los arrojó a un costado y entró en el mar.
Avanzó lentamente hasta tener el agua a la cintura y se quedó ahí quieto, sin acompañar siquiera el hamaque de la olas, con la arena ahuecándose bajo sus talones. Calculó que hacía veinte años que no se metía en el mar. Supo que era un viejo ridículo e indecente que se bañaba en calzoncillos.
Supo que no le importaba.
A las nueve y media la tormenta había regresado y revolcaba la cortina de cintas que cubría la entrada al comedor del Hotel Veraneo. El agua mojaba las baldosas blancas y negras hasta cerca del mostrador. El patrón se levantó y fue a cerrar la puerta batiente. Etchenike metió el pan en el huevo frito.
– El que era impresionante cómo pateaba era Pelegrina -dijo el gordo volviendo-. Me acuerdo una vez, le hizo un gol a Vacca casi desde el córner. Le dobló las manos y la pelota entró picando.
– El insai izquierdo era Antonio, buen jugador -intercaló el veterano.
– Sí señor. Buen jugador, que terminó mucho después, en los años sesenta, en Gimnasia, en el equipo de los Bayo… Pero antes nunca salió de Estudiantes. En aquel tiempo los jugadores duraban más en los clubes, había otro amor a la camiseta.
– Mmmmm… -Etchenike se limpió la boca y se empinó el tinto.
Permanecieron un largo momento en silencio, mirando llover por la ventana. Estaban en el salón desde que había partido La Estrella de las 20.55 y Etchenike conocía dos tercios, por lo menos, de la vida del patrón. Pensó que estaba ocupando el lugar de infinitos pasajeros que todas las semanas, durante años, escuchaban pacientemente esa historia de negocios frustrados, estudios de veterinaria inconclusos en La Plata y los goles de Antonio Pelegrina, el artillero estudiantil. Cada uno recordaría después una cosa, un detalle, y lo llevaría consigo. La historia andaría desparramada en la memoria desatenta de gente que no tenía nada que ver.
– Supongo que no me voy a olvidar de los goles de Pelegrina -dijo.
– ¿Cómo? Etchenike sonrió.
– Nada, nada… Pavadas nomás.
Después comió queso y dulce, tomó un café batido con fervor y sin resultado, agotó lentamente el botellón de vino mientras la tormenta iba y venía sin irse del todo ni venir definitivamente. Pero llovía. Como los aplausos que provocan las innecesarias, histéricas salidas de los actores a saludar, la lluvia crecía cuando parecía morir, se alimentaba de sí misma para volver a subir, era un fuego de agua al que el viento manoseaba.
De pronto la puerta se abrió violentamente como si el aire la empujara. Pero no era el viento. Varios hombres jóvenes entraron casi corriendo en el comedor del Hotel Veraneo perseguidos por la lluvia, llevados por su propio impulso. Cerraron con estrépito detrás de sí, golpearon con los pies en el suelo escurriendo el agua, llenaron todo de gritos.
– ¡Qué temporal, Fumetto! -dijo un rubio corpulento que parecía encabezar el grupo.
– Hola, Willy.
El patrón le extendió la mano casi obsecuente por encima del mostrador. El rubio se la estrechó con vigor y displicencia mientras recorría con la mirada el comedor despoblado, las pocas botellas, los estantes, los edictos de policía, el ventilador quieto y ese hombre casi viejo que comía y bebía en la mesa junto a la ventana.
– ¿Qué tal el negocio? -dijo al final de su inspección.
– Como siempre. Algo se mueve…
Willy se volvió hacia el grupo de sus amigos que ya se había instalado alrededor de una mesa e invitó whisky con hielo.
– Este gordo sí que vive porque nosotros lo dejamos vivir… -dijo con una risotada-. Y encima venimos a consumir acá.
Fumetto sonrió tibiamente mientras agitaba la botella sobre los vasos culones.
– Pero no va a durar mucho esto -concluyó Willy-. El verano que viene todo volverá a ser como antes, Fumetto. Ya vas a ver. Y mejor para todos…
– Ojalá.
El patrón llevó los vasos a la mesa y dejó la botella ante un gesto de Willy, que lo retuvo cuando se iba:
– Hoy tenía que llegar alguien que estoy esperando desde ayer. Un muchacho joven tal vez… ¿No está parando acá?
– No. No ha habido movimiento estos días… Sólo el señor… -y señaló vagamente hacia Etchenike-. Tal vez esta noche, en La Estrella, caiga alguien.
– ¿Seguro?
– Seguro.
– Gracias.
Todos se miraron y bebieron en silencio.
– ¿Qué tal la ruta desde Mar del Plata? -dijo el patrón.
– Liviana -dijo uno de los jóvenes-. Pero la entrada está muy pesada.
– La cancha va a estar a la miseria mañana -dedujo Fumetto-. ¿Contra quién juegan?
– Contra Las Totoras -dijo otro de anorak rojo. Todos estaban dispuestos a irse ya.
El patrón se dirigió al único de los hombres que no había abierto la boca, un morocho de pelo muy corto y bigotes renegridos:
– ¿Usted no juega, no?
– Es el árbitro, Fumetto -dijo el rubio ya de pie, poniendo los billetes sobre la mesa-. Pero es como si jugara…
Y las risas se escucharon inclusive cuando ya estaban afuera, cuando Etchenike los vio subir al Mercedes 220 blanco que ahora aceleraba levantando agua y arena.
– ¿Quiénes son? -preguntó. Y el ruido de los virajes se había esfumado tragado por el rumor de la lluvia.
– El rubio es Willy Hutton, del Hotel Atlantic. Los otros eran Rodrigo y Juan Manuel, primos de él, y Julián Casado Sastre. El otro, no… Vienen de Mar del Plata porque mañana tienen partido. Juega La Julia.
– ¿Es un equipo de polo?
– No. De pato. Juegan en la estancia de los Hutton.
– Ah.
Se hizo un silencio largo. El patrón volvió a su lugar detrás del mostrador. Había quedado evidentemente pensativo.
– Parece que piensan reabrir el hotel… -insinuó el veterano.
El gesto de Fumetto no dejó dudas: no lo creía ni lo esperaba. Tal vez lo temía.
– Si yo le contara -terminó con un suspiro y sin ganas de contar.
Etchenike parecía dispuesto a insistir:
– Una lástima, semejante construcción destruyéndose así.
El relato flotaba como una amenaza arrullada por el ruido de la lluvia.
– ¿Willy Hutton es el dueño del hotel? -tanteó Etchenike.
– No… qué va a ser -y había algo de inevitable en la exclamación de Fumetto-. El hotel es de la provincia. Willy es el hijo menor, el único que le queda, en realidad, a Julia, la concesionaria: Ana Julia Pradere de Hutton, una vieja viejísima, la que vive en la estancia de la familia.
– La Julia.
– Eso es. Tiene su nombre. Y la historia es muy curiosa.
El patrón comenzó a secar mecánicamente una pila de vasos que iba colocando en el estante del aluminio. Etchenike se levantó de su mesa y se acodó frente a él del otro lado del mostrador.
– El hotel se construyó en los años veinte, durante el gobierno de Alvear. Imagínese lo que sería esto en esa época: nada. Fue la iniciativa de un ministro amigo del marido de la Julia, Arthur Hutton, un ingeniero inglés que había trabajado en el tendido de los ferrocarriles de la zona. Fue prácticamente el fundador del pueblo. Estos terrenos formaban parte de la estancia y fueron cedidos por él.
– ¿Pero para qué servía un hotel acá?
– Era un gran negociado: la idea era que Playa Bonita, que en ese momento la bautizaron así, porque antes era el Balneario La Julia a secas, fuera punta de riel, extensión de un ramal del ferrocarril que se iba a tender desde Mar del Plata. Con ese proyecto prácticamente aprobado, el ministro consiguió la partida millonaria para construir el hotel en el terreno cedido y convertir a este lugar en una playa exclusiva. Pero el negocio se frustró: aunque terminaron el hotel y le dieron la concesión para la explotación al inglés Hutton durante cincuenta años, el ramal nunca se construyó…
– ¿Qué pasó?
– Cuando subió Yrigoyen en el veintiocho, no quiso saber nada. El ministro fue investigado por coimas recibidas y Playa Bonita no se convirtió nunca más en otra Mar del Plata. Sin embargo esto tuvo sus años de esplendor precisamente cuando venía la oligarquía, buscando un lugar exclusivo, sin pobres ni cabecitas negras…
Etchenike recordó las palmeras polvorientas del frente, el aire de esplendoroso deterioro que rodeaba las absurdas columnas que no veían pasar a nadie. Aquello alguna vez había sido nuevo y brillante, las señoras se llenarían de ropa para caminar cien metros hasta la playa y tenderse sobre reposeras rodeadas de niños con gorritos y los mozos tal vez llegasen hasta allí con bebidas frescas, los diarios atrasados de la capital.
– ¿Y cuánto duró ese esplendor?
– Y… hasta que llegó Perón. Durante el primer gobierno nomás, cancelaron la concesión, intervinieron el hotel y lo convirtieron en un lugar de los que llamaba de turismo social: en diciembre venían los pibes, chicos del interior que nunca habían visto el mar: de Catamarca, de Santiago del Estero. En enero era para los jubilados y así… Se fue todo a la mierda.
– No me diga que rompían cosas o hacían fogatas con el parquet… -ironizó Etchenike.
Fumetto vaciló un momento.
– No -concedió-. No es eso. Es que empezaron las desgracias. Primero murió el inglés Hutton; después la hija mayor, en un accidente; y la nieta quedó medio paralítica en la epidemia de polio… Por eso, cuando después de la revolución del ‘55 les devolvieron la concesión, ya no fue lo mismo. Y fíjese ahora…
En realidad Etchenike no tenía nada en qué fijarse que le interesara. Lo curioso era la historia, ese testimonio de desencuentros, forcejeos políticos, sueños faraónicos, pequeñas miserias y sinos desgraciados. Pero además hizo cuentas, calculó al voleo:
– ¿Y cuándo vence la concesión?
– Venció en diciembre pasado pero Willy consiguió prórroga por un año más. Si quiere conservar el armatoste tiene que hacerlo funcionar y presentar un proyecto de explotación que convenza al gobierno de la provincia. Tiene la prioridad. Si no, se lo quitan… Y la provincia lo entrega al mejor postor.
– Tal vez esté especulando con eso: lo deja caer mientras no es de él, después lo compra regalado con un testaferro, lo levanta y lo vuelve a vender. Hay muchos negocios así… Y con estos milicos en el poder…
Fumetto no pareció dispuesto a avalar opiniones tan explícitas sobre el tema. Apenas si acomodó cuidadosamente la pila de vasos y suspiró:
– No creo que Willy pueda nada de eso: no tiene un peso guardado y para conseguirlo debería convencer a la vieja, que está muy resentida por cosas que pasaron. Lo van a perder…
– Pero él… Parecía optimista. Espera a alguien, dijo.
El patrón agitó la cabeza:
– Lo conozco de chico -en la voz de Fumetto asomó un tono sombrío, el del cronista que relata el siempre lamentable final de un imperio ancho y ajeno: el príncipe irresponsable, los jirones sin brillo ya-. Willy nunca supo valorar ni conservar lo que tenían. Nunca le interesó otra cosa que criar caballos, jugar al pato o dar fiestas en el chalet del barrio Peralta Ramos. Hace muchos años que vive en Mar del Plata. Y ha dejado a esa gente metida ahí, en el hotel…
Se hizo un silencio más o menos definitivo. El próximo comentario de Etchenike fue sobre el tiempo y luego el patrón le ofreció otro café que aceptó.
A las diez y veinte llegó la última Costera Criolla, la que venía de Necochea para Buenos Aires, y por diez minutos las mesas se llenaron de pasajeros que entraban corriendo y pedían café mientras bostezaban. Cuando se fueron había dejado de llover y Etchenike se acordó de Algañaraz, volvió a imaginar un vestido floreado, unas tetas, una pileta iluminada.
Pagó y se fue.
Caminó calle abajo, hacia las luces y la música distante. El viento húmedo hamacaba los foquitos de las esquinas contra un cielo de nubes grises. Al doblar hacia el centro subió plena la música que venía del Club Atlético El Trinquete. Aunque fuera increíble, la voz de Billy Cafara cantaba “Un telegrama” a lo bestia y ahora parecería haberse detenido para siempre en “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo…”
Estaba todo iluminado, el portón cerrado y la boletería vacía. El viento y la lluvia habían despegado el afiche de Fiesta Acuática. A través de los barrotes vio el pickup girando empecinado en medio del disco: “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo…” Metió la mano y desconectó el aparato. El silencio fue ocupado por truenos cercanos y nuevas ráfagas le tiraron arena y algunas gotas ladinas y gordas como escupidas. Se refugió bajo el alero y puteó la lluvia, la arena voladora, el estúpido nombre de Playa Bonita, los periodistas jóvenes, su propia boludez.
Y entonces oyó los gritos a sus espaldas:
– Beba… Beba… ¿Qué mierda pasa con el disco? ¡Beba!
Lo vio venir desde el fondo de la cancha de básquet. Un hombrecito de malla negra con una gorra de goma ajustada al cráneo minúsculo se apuraba y carajeaba bajo la lluvia. Hubo una ráfaga un poco más fuerte y el hombre intentó un piquecito hasta la boletería.
Etchenike lo vio resbalar en el último charco sobre las baldosas rojas, irse de espaldas con una puteada inconclusa. El golpe de la cabeza contra el suelo mojado fue como la caída de una nuez desde el borde de la mesa, al piso. Quedó duro. Después estiró un brazo. Quedó quieto del todo.
Aferrado a la reja, teatral, Etchenike hizo fuerza para entrar y el portón se abrió. Corrió y se arrodilló junto al cuerpo levemente desparramado, un pajarito. Sintió las gotas otra vez contra la espalda. El hombrecito parecía no sentir nada, ni la lluvia ni el frío repentino que le afinaba la nariz y le hacía temblar los párpados casi transparentes. Respiraba agitado y con la boca abierta. Una gota certera le hizo mover la lengua.
– ¿Está bien? -dijo el veterano y no lo tocó.
– Bien jodido -dijo el otro sin abrir los ojos, como siguiendo la natural conversación de un sueño-. La puta madre que lo parió a la lluvia -precisó.
Agitó clásicamente la cabeza, separó la nuca del piso y miró a Etchenike sin sorpresa.
– ¿No hay nadie en la boletería?
– No. Yo pasaba y saqué el disco rayado.
El otro se apoyó en el codo, lo miró. Tenía una gotita en la punta de la nariz.
– ¿Y para qué mierda se mete?
Etchenike no dijo nada. Se paró y lo vio más chiquito todavía.
– Lo ayudo. Levántese.
Lo tomó por las axilas y al hacer fuerza se le fue para arriba como un muñequito de resorte. Lo sostuvo casi en el aire, lo apoyó con cuidado.
– ¿Puede?
– Puedo. No me hice nada. La gorra amortiguó… -y se palpaba la cabeza.
Lo acompañó hasta el vestuario, una puerta iluminada al fondo, detrás de la pileta. Sintió que no pesaría ni cincuenta kilos con esa mallita negra. Y no sólo era petiso. Era todo chiquito, un jockey.
El tipito se tendió en un largo banco de madera.
– Ya estoy bien -dijo y se sacó la gorra, la dejó caer bajo el banco con una mano muerta.
Etchenike se apoyó en el marco de la puerta, tiró el cigarrillo mojado que todavía tenía entre los labios y encendió otro. De nuevo la lluvia hacía un ruido escandaloso sobre el techo de zinc.
– ¿Qué hacía así vestido? -dijo casi divertido.
El otro se irguió cuanto pudo.
– Yo soy Mojarrita Gómez.
– Ah.
Etchenike volvió a sonreír, no pudo evitarlo.
– Las fotos del afiche son malas -dijo.
– Son buenas. El cliché es viejo… Las fotos las tengo ahí; todavía.
La mano señaló vagamente una valija de cartón que sobresalía detrás de un armario.
– Haga la última, jefe -dijo Mojarrita después de una pausa-. Parece que está parando. Vaya y cierre el portón sin traba y apague la luz de la boletería. Hágame la gauchada y venga, que le muestro las fotos.
– Ahora voy.
El veterano terminó su cigarrillo y salió sin decir nada. Cuando regresó lo encontró sentado en el banco, vistiéndose.
– ¿Se siente mejor?
– Sí. Gracias. Y disculpe por tanta…
– No entiendo -dijo el veterano sin darse por aludido-. ¿Qué le pasó con el intento? ¿Se suspendió?
– Postergamos la hora, por si paraba… Cuestión de salvar la noche. Pero esa yegua se fue, dejó todo…
Se había puesto una camisa llena de dibujos que le quedaba inmensa, pantalones celestes y mocasines blancos. Ahora se peinaba dolorosamente una onda frente al espejo que pendía de un clavo.
Cuando terminó de acomodarse el pelo, salió a la noche. Caminaba cautelosamente, cuidando a su cuerpo del dolor. Dio toda la vuelta a la pileta y llegó hasta la mesita. Levantó con dos dedos los papeles empapados.
– Ni las planillas -dijo-. Y esa puta…
Etchenike lo acompañaba ya sin ganas, un testigo aburrido.
De pronto Mojarrita cruzó la cancha corriendo y se metió en la boletería. Tiró del cajón; allí había unos pocos billetes húmedos. Los alisó y los metió en el bolsillo trasero.
– Yegua… -dijo como para sí-. Una yegua, eso es… Nada más que una yegua…
El veterano lo miraba hacer. La lluvia se había ido pero, como un mal recuerdo podía volver. Miró el reloj.
– Bueno, amigo… Me voy.
Cuando llegaba a la puerta lo detuvo un chistido corto, de lechuza.
– ¿Qué va a hacer?
– Me voy. Tengo sueño.
– Déjese de joder. Cómo se va a ir ahora… -por primera vez Mojarrita sonrió débilmente-. Acompáñeme. No comí más que dos o tres boludeces esta mañana, porque me iba a meter en el agua.
Etchenike vaciló.
– Tenemos queso, salame, podemos hacer huevos fritos… -Mojarrita estiró la mano y le puso la punta de los dedos en el hombro-. Le muestro las fotos… ¿Cómo era su nombre?
– Julio.
– Eso. Julio… Unos vinos, aunque sea. ¿Dónde carajo va a ir?
Y el veterano lo siguió con la docilidad con que pasan las cosas en los sueños.
La piecita debía ser el depósito del club. Todo amontonado en los rincones para dejar algo de espacio libre. En un costado, la cama estrecha, cubierta con una frazada de grandes cuadros marrones y verdes, y una mesa de hierro redonda y vacilante de las que pondrían en la cancha de paleta para los bailes de carnaval. Había una jabalina mocha, pelotas de fútbol desinfladas, una mesa de ping pong apoyada en la pared y media docena de paletas viejas. La red de voley era una gruesa y antigua telaraña arrinconada.
La cocina con la garrafa estaba debajo de la cama. Mojarrita la arrastró y ubicó a Etchenike con un gesto en una silla de paja. Arrimó la mesa y sacó dos vasos y una botella de una caja de cartón.
– Sirva, por favor -dijo agachándose otra vez junto a la cama.
El veterano llenó los dos vasos y probó apenas el vino tibio y dulzón.
– ¿Le gusta?
– Es rico. ¿De dónde es?
– Riojano. Me traje dos damajuanas cuando vinimos de allá. Un calor…
– ¿Cómo les fue?
Mojarrita levantó un cajón de manzanas donde había huevos, fideos, yerba, arroz, azúcar, café… Lo puso sobre la mesa y entresacó lo que necesitaba.
– Iba bien. Hacíamos distinto que acá, otra prueba. Una de permanencia bajo el agua sin respirar. Y había un muchacho que se nos juntó el año pasado que hacía acrobacia, saltos. Tenía una foca. Medio boluda, la foca; pero salvaba las papas cuando el espectáculo decaía.
– ¿Y qué le pasó?
– Le cuento lo de hoy porque en La Rioja fue parecido. Es una yegua…
Etchenike hizo un gesto y Mojarrita lo miró raro.
– ¿Usted dice que no, que no es una yegua?
El veterano terminó de empinarse el vaso.
– Es la palabra -dijo-. Creo que es la palabra lo que no me gusta.
– ¿Y ella?
– ¿Cómo “ella”?
– Sí, ella. ¿Le gusta ella?
Mojarrita se había quedado en la mitad del movimiento de romper un huevo, esperando, los ojitos entrecerrados.
– No entiendo -dijo Etchenike.
– La habrá visto en la boletería -cascó un huevo y miró a Etchenike que hizo un gesto estúpido, negativo, casi culpable-. Una rubia, buenas tetas…
El huevo cayó en la sartén y reventó el aire a su alrededor.
– No. No la vi. Llegué hoy a Playa Bonita -dijo el veterano contra ese ruido, contra el olor a aceite quemado-. Pasé y encontré todo así: las luces encendidas y el disco rayado…
Mojarrita se sacó la camisa y esgrimiendo la espumadera como un espadachín levantó el huevo intacto, lo depositó en el plato con el cuidado y la sutileza con que se trata a un animalito herido. Señaló el salame.
– Vaya cortando. ¿O en serio no va a comer?
– Ya comí. Sigo con el riojano.
Mojarrita metió el pan en el medio de la yema y después de un momento empezó a hablar con la boca llena y el vaso en la mano. Sin énfasis, como una canilla que goteara constante, que hiciera triviales las enormidades, que detallara sin necesidad años lisos como una pileta sin nadar.
La damajuana presidía desde el piso, suministraba, daba el clima. Etchenike esperaba el relato sin expectativas, con los pies mojados y las manos entibiadas por el vaso de vidrio grueso. Composición, tema: Ella.
– Ella es la que atiende este negocio, Julio -comentó Mojarrita sin necesidad de poner nombre propio, sólo el pronombre que después rellenaría, se juntaría con la imagen de colores chillones que el veterano conservaba del otro relato, las sorpresas de Algañaraz-: vende las entradas, arregla los asuntos con los empresarios o los empleados, cuida la puerta, la propaganda. Yo no puedo estar en eso; yo soy un deportista.
– Claro.
– Pero ella no me vive, Julio -advirtió el narrador, en guardia contra una mirada simplista, alevosa-. Es otra cosa.
Hizo una pausa y volvió a llenarse la boca. Hablaba mejor así; le daba un tono ocasional, quitaba cualquier posibilidad de confesión o deschave equivalente:
– Hace mucho que está conmigo; demasiado tal vez. Hace una punta de años, yo hacia raídes desde Santa Fe por el Paraná. Unas veces llegaba hasta Rosario, después me fui tirando más lejos. A la Beba la conocí en San Nicolás, hace más de veinte años. Yo era medio profesional y la federación santafesina me conseguía los días en el ferrocarril, donde laburaba.
– La Beba ¿era de San Nicolás?
– No. Era de acá, del campo. Estaba en casa de un tío, ya va a ver.
– ¿Y esos raídes eran en serio?
– En serio, claro. Esa vez, me acuerdo, me tiré al agua un domingo. Era setiembre pero hacía un frío espantoso. De salida nomás empezaron los problemas. El río estaba como loco y no se sabía qué iba a hacer. El río, digo… Les grité a los muchachos: yo largo, me estoy cagando de frío y no hice ni diez kilómetros. Me acuerdo que para calentarme me quisieron dar algo de tomar y el chabón que iba en la lancha me empavonó un ojo con la manguerita.
Al final seguí, pero a la altura de San Lorenzo ya no daba más. En eso cambia el tiempo, se afirma la corriente y al pasar frente a Rosario me avisan que había un premio en San Nicolás: una tienda de allá me empilchaba entero si llegaba antes de la medianoche. Ahí me embalaron y seguí.
Llegué muerto, a las once y media, y sólo porque me arrastraron con un cabo un montón de kilómetros y me soltaron para que braceara los últimos dos mil metros. A la mañana siguiente fui a la municipalidad y me saqué una foto con el intendente. Después fui a la tienda y hasta zapatos y sombrero me dieron. El sobretodo todavía lo usa mi viejo, que es chiquito como yo y vive en el bajo de Santa Fe.
Bueno; a la noche hubo baile y nos quedamos. Pese a los calambres me puse la pilcha nueva y fui. Y ahí estaba ella. Había ido con la tía y unas primas. Tenía 18 años… Y así.
Mojarrita se inclinó y agarró la damajuana.
– Pero es muy puta, Julio… Muy puta -concluyó.
Era como un silogismo rengo, un razonamiento con zonas vacías que se desencadenaba en una conclusión brusca, arbitraria, verdadera…
– ¿Y después? -insinuó Etchenike y casi se arrepintió al momento.
– Hubo una buena época, éxitos… -y Mojarrita acaso hablaba de kilómetros en el agua, acaso de horas en estrechas y acogedoras camas de hotel-. No me quejo, Julio. Ha sido una mina seguidora, eso sí. Fíjese que en el sesenta y dos, cuando se corría la Miramar-Mar del Plata, yo tengo un accidente y me hago mierda contra Gancia en la llegada…
Mojarrita vio la mirada desorientada del veterano, la pregunta.
– Gancia es la escollera donde está la confitería, frente a la playa Popular. Ahora creo que no es más Gancia, hay un cartel de Postre Balcarce… Bueno; ahí me fui contra la escollera porque entre el quilombo de las lanchas y las antiparras empañadas no veía un carajo, y una ola me tiró de costado… Me lo contaron después, porque yo no me acuerdo de nada. Me di con la cabeza -se tocó la nuca, se dio un fuerte coscorrón que lo hizo asentir con fuerza-y me desmayé… Y era tanto el despelote y la gente que en un primer momento no se dieron cuenta y casi me ahogo. Me terminaron sacando unos tipos que estaban pescando y eran los únicos que se apiolaron de lo que pasaba. Me sacaron por la playa, pero ya parecía listo. Me hicieron respiración boca a boca ahí mismo y me exprimieron como un limón. Estaba lleno de agua… Tardé más de cinco minutos en reaccionar pero como el golpe había sido muy fuerte seguía inconsciente. Me llevaron de urgencia al hospital: tenía conmoción cerebral. Me desperté a las seis horas y a que no sabe qué es lo primero que veo…
– La cara de Beba…
Mojarrita Gómez sonrió con melancólica ironía, con irónica melancolía:
– La cana. La Beba también, pero con el hotelero detrás. Se había patinado la plata para el hotel en el Casino, y estaba esperando que yo me despertara para mangarme la guita del premio. No era mucho pero alcanzaba: tercero entre los federados y primero de la zona; porque ya en esa época yo representaba a Necochea…
– ¿Y usted qué hizo?
– Pagué y me quedé sin un peso. Cuando salí del hospital andaba medio boludo todavía, por el golpe, pero ella se quedó conmigo. Dormimos durante una semana en la playa, en Punta Mogotes. No sé qué arreglo había hecho con un bañero que nos dejaba… Por eso le digo: seguidora, sí; pero es muy puta, Julio…
De pronto Mojarrita se levantó y salió de la pieza.
– Venga -dijo después de un momento-. Venga y escuche.
El veterano se levantó con dificultad y miró el reloj. La una y media. Salió dispuesto a no volver.
– Oiga -dijo el nadador cuando estuvieron los dos bajo las estrellas de la noche ahora transparente.
– Los grillos -dijo Etchenike y se sintió estúpido.
– No, la música… ¿Oye?
El veterano puso cara de oír durante unos segundos.
– Ahora sí -mintió.
– ¿Vio? -Mojarrita tenía una expresión extraña-. Ella está ahí ahora. Me lo hace en la cara.
– La milonga, claro.
– No. Los machos -Mojarrita se largó a caminar junto a la pileta-. Pero no le duran. Los usa y los tira… Una o dos semanas y chau. Después vuelve otra vez y así hasta el siguiente.
Mientras hablaba, el nadador había llegado hasta el trampolín y ahora estaba sentado con los pies colgando sobre el agua. Se hizo un silencio largo.
Etchenike bostezó y dijo algo ininteligible.
– ¿Qué dice? -preguntó el otro.
– Que me voy. Gracias por el riojano y por la historia.
– Espere, compañero. -Mojarrita se paró en la tabla-. Mañana voy a necesitar un escribano. Bah, uno que firme cada tres horas la planilla.
– ¿Y de ahí? -Etchenike se sintió casi casi una basura.
– Es puro grupo… ¿Usted podría?
El veterano estaba lejos y se acercó unos pasos.
– ¿Y el que tenían para hoy? -y se sintió algo peor todavía.
Eliseo Gómez se empinó en el trampolín, repentinamente solemne, y señaló con un dedo extendido hacia la música débil.
– Seguro que es el guacho que está con ella ahora. Me dijo que había conseguido uno… Siempre me hace lo mismo. Mientras yo estoy en el agua y está lleno de gente, se van al buffet, se meten en el vestuario… Pero esta vez se acabó.
Y bajó el pulgar como un emperador que manejara discrecionalmente espadas, cárceles, leones.
– Gómez… yo creo que no vale la pena… -intentó borrarse Etchenike.
Pero no pudo seguir. A Mojarrita se le había marchitado el brazo rígido, que caía muerto a un costado. Miraba fijamente un punto a espaldas del veterano. Empezó a decir algo pero la otra voz lo tapó, como una ola:
– ¿Qué hacés ahí arriba? ¿Estás loco, vos?
Etchenike giró.
Era ella. Ella y Sergio. Tal vez una versión desdibujada, rota, de Algañaraz.
Pero ella era ella. La misma mujer que había descripto el periodista, que había puteado con fervor el Mojarrita: Beba. Otra ropa, sin margaritas, y toda ella como un retrato retocado sin gusto, enfatizadas las líneas, exageradas las curvas, los colores. La blusa blanca le caía en volados sobre el pecho amplio ofrecido en la bandeja de un escote bajo y antiguo. La boca era un borrón rojo; llevaba los grandes anteojos posados en la cara como un bicho de alas negras con bordes dorados.
Sergio, perturbado al ver a Etchenike, se apartó y se apoyó en la pared.
– Buenas -dijo el veterano y casi sonrió.
– Buenas noches -dijo el pibe repentinamente formal-. Con permiso…
– Vos te quedás, nene.
La Beba estiró el brazo y sonaron bruscamente las pulseras. El muchacho dio un tirón rápido y se separó. Ella ni siquiera se dio vuelta para verlo salir. Se sacó los anteojos y miró a Etchenike mientras envejecía rápidamente. No dijo nada.
– Mi amigo Julio va a ser testigo de esto -dijo Mojarrita repentinamente resuelto, bajando en dos saltos del trampolín.
La Beba lo miró hacer con fastidio, casi con piedad. Etchenike se movió y otra vez la mujer extendió el brazo, sonaron las pulseras.
– Usted quédese. Vale la pena.
Mojarrita ya salía del cuarto con la jabalina en ristre.
– ¡Te voy a matar, yegua!
– ¡Pare, Gómez! -gritó Etchenike yendo hacia él.
Lo detuvo casi sobre la mujer. Ella no se había movido y lo esperaba como quien aguarda un desenlace previsto, estúpido o deseado.
Forcejearon. Etchenike agarró la jabalina con las dos manos y la levantó sobre su cabeza. Mojarrita quedó semicolgado, ridículo, puteando.
– ¡Basta! -gritó el veterano y dio un sacudón violento.
Mojarrita se agitó como un banderín, pataleó, quiso argumentar lealtades, entrecortó una protesta hasta que cayó hacia atrás. El lomo contra el piso mojado hizo plaf y ella rió con ganas.
Etchenike quedó un momento con la jabalina en la mano y después, mientras ella reía y reía, la tiró al agua. La miró hundirse, volver a salir, flotar hasta el borde de la pileta.
Se dio vuelta y salió rápido, pisando los charcos, sin contar las baldosas, sin mirar para atrás mientras los gritos, los reproches volvían a crecer a sus espaldas.
Lo despertó el ruido del viento que hacía chicotear la cortina y cubría y descubría intermitentemente el cielo.
– Buen día -dijo el cafetero desde el otro lado de la cama. Etchenike se incorporó sobre los codos, perplejo.
– Buen día. Debe ser tarde.
– Las once.
El otro acababa de bañarse y se secaba vigorosamente de pie, junto a la ropa colgada de la silla. Era un muchachito, tendría veinte años, flaco y blanco, la espalda algo combada. Se puso la toalla a la cintura y le tendió la mano, sonriente.
– Rizzo, a sus órdenes.
– Etchenike.
Quedaron un momento cortados. El veterano se puso de pie y fue hasta la ventana acomodándose los huevos en el calzoncillo. La lluvia era una monótona conversación de sala de espera; había empezado una vez y nunca terminaría.
– Día jodido para tu laburo -dijo sin darse vuelta.
– Una sola pasada por la playa, temprano, y una recorrida por la principal. No vacié dos termos y me mojé hasta los huesos, arruiné las alpargatas. Por hoy, no laburo más; va a ser una tarde para meterse en el cine.
– ¿Hay cine en Playa Bonita? No lo vi.
– En el hotel. Solamente cuando llueve o el tiempo está muy feo y no se puede ir a la playa. O cuando se les canta. Hoy dan tres funciones.
– En el hotel… Pensé que el Atlantic estaba abandonado o clausurado.
Rizzo sonrió, casi se disculpó ante el forastero:
– Hay gente que vive. Además del Baba y la familia, está el Polaco, el que pasa las películas; debe tener como cincuenta o más. Todas viejas. Hoy dan Lawrence de Arabia en matinée; en vermouth, Piso de soltero, que es mala, y Veracruz otra vez, a la noche.
El veterano lo miró sorprendido. Hacía años que no oía hablar de matinée, vermouth y noche para nombrar los horarios del cine. Pero no era lo único que no entendía.
– ¿Pero de dónde sacan películas tan viejas? ¿Quién las distribuye?
– ¿Qué distribución? -el cafetero se echó a reír-. Son del Polaco. De él. Y pasa lo que quiere. Yo ya me las debo haber visto a todas en los años que vengo a Playa Bonita. Lawrence la vi tres veces.
– ¿Y vas a ir de nuevo?
– No, ya no -Rizzo sonrió francamente otra vez. Etchenike notó que le faltaba un diente-. ¿Vio esa parte cuando lo hacen prisionero los turcos? No se ve nada, pero… ¿Será cierto que se lo cogieron?
Etchenike, dueño de una supuesta autoridad, se encogió de hombros. Recordaba vagamente la película, a Peter O’Toole echado de panza en la punta de un médano rodeado de árabes siempre demasiado abrigados para ese sol.
El cafetero se había inmovilizado con gesto cómplice mientras se sacaba agua, jabón, cera y acaso restos de masa encefálica del interior de sus maltratadas orejas.
– Parece que a los turcos les gusta… -insinuó.
El veterano hizo un comentario que reafirmó la terrible fama de los otomanos en general y de los que viven en el desierto en particular:
– Son peligrosos como los marineros -concluyó-. Pero viven en un mar de arena.
La idea pareció gustarle a Rizzo porque arrancó con entusiasmo con un chiste de náufragos de larga abstinencia y lo remató sin demasiada eficacia. Etchenike lo conocía pero se rió lo mismo, acompañó.
– ¿Puedo usar el baño?
– Vaya nomás. Sequé el piso. ¿Necesita algo?
– No, gracias. Permiso.
Tomó su toalla, el jabón y la brocha, y se metió en el húmedo cuartito.
Cuando abrió la puerta, media hora después, afeitado y con el pelo húmedo y revuelto, Rizzo había dejado talco disperso por todas partes, como quien tira veneno para las cucarachas.
El mediodía en el comedor desierto del Hotel Veraneo estaba inundado por la música radial de un sabio Sinatra justo para la lluvia tras los cristales.
– ¿Y el patrón? ¿Fue a misa?
El pibe sonrió mientras desplegaba los ingredientes primarios: siete dados de mortadela, una docena de quesitos, un puñado de maníes, galletitas saladas inevitablemente húmedas, cuatro brillantes aceitunas fugitivas.
– Fue a Lobería, tiene el padre enfermo.
– Y vos quedaste a cargo.
– Más o menos. Está la señora.
El fernet recibió el chorro de soda con una espuma creciente. Etchenike tomó un sorbo, pinchó una mortadela.
– ¿Dónde hay una casa de fotografía por acá?
– En la esquina, pero hoy va a estar cerrada.
– ¿Y dónde puedo comprar un paraguas?
– Espere un cachito.
El chico desapareció por una puerta detrás del mostrador. Hubo un diálogo, una mujer de aspecto indefinible se asomó y el pequeño ayudante volvió con un paraguas negro, grande, con empuñadura de madera.
– Tome. Hay un montón, de gente que se olvida.
– Gracias. ¿Cómo te llamás?
– Gustavo.
– ¿Cuántos años tenés?
– Trece.
– Ah… Sos petiso, entonces.
El petiso asintió, serio. El gorrito ladeado le quedaba hermoso. Llevaba un buzo de gimnasia azul, vaqueros viejos y zapatillas húmedas de cordones desflecados. El delantal de lavacopas, de mozo, de laburante en general, le llegaba más allá de las rodillas.
– ¿Cómo hago para ir hasta el motel Los Pinos, Gustavo?
– ¿El de la ruta?
– Sí.
– Sigue por ésta hasta el monolito y después, a la derecha, por el camino de entrada. Cinco o seis cuadras, donde empieza el pueblo. Lo va a ver.
– Gracias. Cobrate.
Gustavo se llevó el dinero y cuando volvía con el cambio Etchenike lo espantó con un gesto. El petiso hizo desaparecer el vuelto bajo el delantal, sonrió.
Caía toda el agua del mundo. Etchenike abrió el paraguas. El ruido tapaba la voz de Paul Anka y los arreglos de Don Costa que lo despedían.
Ahora llovía con furia acumulada, un desahogo casi. Eran verdaderos golpes de agua, cachetazos contra Etchenike y su paraguas que parecían querer acabar con el verano, esa farsa ya demasiado prolongada.
Sin embargo, el veterano siguió adelante, chapaleando hasta los confines del pueblo, inventándose un apuro que no tenía.
El motel era una construcción estirada y chata a la orilla del camino, un Cabildo que extendía dos alas de puertas iguales con ventanas de aluminio bajo un alero de fibrocemento acanalado pintado de verde oscuro: casi un campamento, provisorio y horrible. Las paredes eran blancas como la pretendida carpeta de piedritas que cubría la arena en toda la explanada del frente, surcada ahora por riachos de agua turbia que venían a morir a los pies empapados de Etchenike.
Un bosquecito lateral cobijaba dos toboganes y media docena de hamacas sin niños; una estación de servicio hacía ruido en el otro extremo, junto al recodo de la ruta. En el centro de la construcción, un bloque de dos plantas y el cartel vertical indicaban el lugar de la administración.
Etchenike subió la leve cuesta pisando charcos.
Junto a la entrada había un kiosco con pocas revistas, cigarrillos, chocolatines, caramelos sueltos, artículos de viaje, patitos de tres colores desinflados. Etchenike se limpió los pies en el felpudo esponjoso, plegó el paraguas y entró. El hombre gordo que estaba tras el mostrador levantó la mirada de la revista de “Clarín”, lo observó por encima de los anteojos.
– Buenos días, busco al señor Algañaraz.
– El periodista.
– Sí.
El gordo hizo un gesto con la boca:
– No lo he visto hoy. Espere.
Giró para verificar en el tablero donde pendían las llaves con pesadas chapas numeradas.
– Debe estar en su habitación. Es la quince.
Etchenike comprobó que ese gancho estaba vacío en el tablero:
– Comuníqueme con él.
El gordo se inclinó sobre un pequeño conmutador, le alcanzó el tubo y volvió al diario. El veterano escuchó sonar la campanilla cinco, seis, siete veces.
– No está -dijo devolviendo el auricular.
El otro lo agarró como si no le creyera, verificó. Después colgó.
– Habrá salido a almorzar y se llevó la llave.
– ¿Dónde queda la habitación?
– Es la anteúltima -el gordo señaló a su derecha, dispuesto a seguir leyendo.
– Gracias.
La puerta de la habitación quince estaba cerrada como todas las demás.
Etchenike golpeó con firmeza y esperó. Golpeó otra vez y probó el picaporte.
– El pasajero no está. ¿Qué busca, señor?
La mucama, de uniforme celeste, estaba parada a sus espaldas con una pila de sábanas y frazadas apretadas contra el pecho. Era morocha, flaca y tenía el pelo recogido.
– ¿Salió temprano?
– No sé -la mujer comenzó a caminar hacia la administración y Etchenike la siguió-. Pero él tiene la llave y no pude entrar a limpiar.
– Por favor, cuando regrese, dígale que el señor Etchenike quería verlo -el veterano sopesó, dentro de su bolsillo, la moderna Konica-. Él sabe dónde encontrarme.
– El señor Etchenike… qué gracioso -y al reír ella desparramó dientes blancos como si tirara un puñado de dados.
– Sí. O simplemente Julio, nomás.
– ¡Cuidado!
La advertencia llegó tarde. El viraje rápido del auto levantó una salpicada larga y oscura que terminó en los sufridos pantalones de Etchenike.
Un Mercedes 220, blanco. Avanzó veinte metros más y se detuvo en el extremo del hotel.
Sergio Algañaraz golpeó la puerta al bajar y corrió a guarecerse. El rubio al volante lo saludó con ademán corto y sonrisa rígida, aceleró otra vez sin dejar de seguirlo con la mirada. Los tres que iban en el asiento posterior ni siquiera se dieron vuelta. Sergio agitó leve y mecánicamente el brazo.
– ¿Qué tal? -dijo Etchenike sacudiéndose las botamangas empapadas.
– Bien, bien…
Pero el periodista estaba distraído, miraba el auto que se iba.
– Mire cómo lo dejó -la mucama se ocupaba de Etchenike-. Va a tener que cambiarse.
– Un asco.
Recién entonces Sergio reparó en ese hombre sucio y maltratado por los elementos que estaba allí, probablemente por él.
– ¿Me estaba esperando?
Asintió.
– Venga, le presto un pantalón -dijo sonriente-. No nos pudimos ver anoche, la cosa no estaba para conversar…
El veterano enarcó las cejas y confirmó que no, claro que no. Entraron.
Mientras se sacaba los pantalones y los colgaba en el baño, Etchenike escuchó el detallado relato de la reiterada frustración de Sergio en sus intentos de “clavarse a la teñida”, según sus palabras.
– Esa mina está mal de la cabeza -sintetizó alcanzándole un vaquero descolorido que Etchenike miró con desconfianza.
Sergio había estado en El Trinquete a la hora convenida pero como la prueba había sido suspendida, la Beba le dijo que la acompañara, que iba a cobrar una guita que le debían y que después iría con él.
– Fuimos a un bar cerca de la playa y estuvimos franeleando. Quedamos en que iríamos a un alojamiento de la ruta pero ella primero quería cobrar esa plata. Todo era muy raro, Etchenike… -Sergio se sentó en el borde de la cama y extendió las manos-. En eso viene un tipo, la llama aparte y al volver ella me dice que ya no va a cobrar, que se siente mal y me termina mangando…
A partir de allí, el relato del periodista se complicaba. Beba lo había convencido de que le diera el dinero que tenía para pagar el alojamiento de la ruta; a cambio, ella conseguiría un buen lugar para pasar la noche que no les costaría un peso, en el centro del pueblo.
– Yo estaba muy caliente… Una hora al palo -hizo el gesto con el puño-. Sentí que no tenía mucho que perder. Le di la guita, me dejó sus cosas como prueba de que no me iba a dejar de seña y se fue: “Arreglo un asunto y estoy con vos”, me dijo… Tardó más de una hora. Cuando llegó yo ya tenía un pedo que no veía.
Beba se había disculpado diciendo que tuvo que esperar mucho pero que al final había llegado el Tano y estaba todo bien. Le había cambiado el ánimo, hablaba todo el tiempo y empezó a tomar ginebra y a contar su vida con Mojarrita. Terminó llorando en una mezcla de euforia y depresión.
– Yo a esa altura no entendía nada. Ya ni quería coger ni podía… Cuando salimos me di cuenta que era tardísimo y ella dijo que mejor fuéramos a El Trinquete porque al Mojarrita no le importaba nada, no iba a decir nada.
– Y ahí fue cuando aparecieron por el club… -completó Etchenike-. Al final, el Mojarrita casi la mata. Está muy loca esa gente, pibe.
– Sí… Todo el pueblo, en realidad -Sergio había terminado de afeitarse y se secaba frente al espejo del baño-. El mismo tipo del auto, el que me vino a buscar hoy temprano para mostrarme Playa Bonita… No sé si me quiere ayudar en el laburo o qué…
– Sé quién es, estuvo anoche en el Veraneo -y Etchenike calló el resto; no supo bien por qué calló-. ¿No lo conocías de antes?
– No. Hoy me despertaron golpeándome la puerta y a los gritos: “¡Conozca Playa Bonita bajo la lluvia!”, “¡El mar pasado por agua!”… Era él, Willy, y otros tres. Estuvieron muy amables en realidad: me llevaron a conocer el pueblo, desde el vivero y el barco hundido, hasta el faro y las Rocas Negras. Pero me tiraron la lengua para saber qué estaba buscando, como si fuera un conspirador. Noté que me gambeteaban el tema del hotel. Cuando les cuento lo que me había pasado con el rubio del revólver, el Baba, sonrieron. Pero no pude avanzar nada. ¿Y a qué no sabe con qué me sale al final?
– ¿Qué te dijo?
Sergio se arrimó por detrás de Etchenike y, poniéndole un brazo sobre el hombro, imitó a Willy:
– Mirá, pibe. Vos no busqués demasiado por ahí. Si querés saber sobre el hotel, sobre la historia y todo eso, me tenés a mí, que soy el dueño…
– Lo es. No exactamente el dueño, pero sí el administrador -dijo Etchenike palmeándole la mano sobre su hombro-. Y guarda con ese tipo.
– Venite esta tarde a la estancia -prosiguió parodiando Algañaraz-. Te pasamos a buscar… ¿Viste alguna vez un partido de pato? A las cuatro acá. ¿De acuerdo?
El pibe se levantó y fue hasta la ventana, miró la lluvia que se iba, que sólo se quedaba en el piso sucio pero que continuamente advertía que debían reparar en ella, tenerla en cuenta.
– Siempre llueve acá -concluyó.
– En el caso de los partidos de pato -dijo Etchenike extendiendo un brazo con la palma hacia arriba- el arbitro sale al campo de juego y si llueve mucho y ha estado lloviendo más todavía, hace entrar al pony más petiso del palenque y lo mide: si el agua le llega más arriba del garrón, el partido se juega con pato vivo, a la antigua, para que el animal nade… De lo contrario, se utiliza la tradicional y moderna pelota de manijas.
Pero Sergio no sonrió.
– Voy a ir. Creo que es la única manera de que pueda entrar al Atlantic. Ayer saqué buenas fotos de afuera, estuve en la Oficina de Turismo, tengo un folleto donde está toda la historia, pero no me alcanza.
– De paso te hacés unas fotos del partido… Es tan raro, el pato. Un deporte nacional que lo practica sólo un sector muy chico de la oligarquía vacuna. En cambio el fútbol, que es teóricamente importado, que lo trajeron los ingleses, es el verdadero deporte nacional y popular. Pasa como con el tango y el pericón o la media caña… Lo popular no es lo estrictamente tradicional.
Mientras divagaba, Etchenike se había sacado los zapatos y colgado las medias en el baño, junto a los pantalones. Parecía un náufrago en mangas de camisa y con los vaqueros prestados que le ajustaban en la cintura. Sergio lo miró con curiosa simpatía:
– ¿De qué habla? ¿Se miró lo que parece?
– No juzgues las apariencias, pibe. Trato de sacarte de tus perplejidades cotidianas con alguna reflexión un poco más honda… No todo es voltearse gordas histéricas y fotografiar ruinas -y ahí Etchenike pareció recordar algo-. Ah… a propósito…
Metió la mano en el bolsillo del saco que colgaba de una silla y extrajo la Konica y sus accesorios.
– Enseñame a usarla -dijo.
Sergio la examinó un instante, hizo un gesto de admiración.
– Es una máquina bárbara, modelo nuevo. Hay pocas de éstas. Permite sacar en interiores sin flash, con muy poca luz. Se usa con película muy sensible… ¿Tiene rollo?
Etchenike indicó que ni eso sabía. Sergio revisó con mayor atención y vio que sí. Le preguntó qué quería saber.
– Enseñame a sacar.
– Se enfoca, se gradúa el diafragma así -lo hizo- de acuerdo con la cantidad de luz, y se dispara de acá -señaló la palanquita-. Después se corre con esta otra para que no se superponga y listo… ¿Qué tiene que fotografiar? ¿Exterior o interior?
– De todo.
Algañaraz le indicó una posibilidad y la otra y cómo en cada caso.
– Sacame una -dijo el veterano poniéndose con las manos en la cintura en medio de la habitación-. Después te saco yo.
Sergio puso la cámara vertical y disparó. A Etchenike le costo más ubicar con precisión al muchacho tirado displicentemente en la cama, pero lo hizo. Tuvo la sensación de que se había movido todo.
– Quédese tranquilo que salen siempre. Mal, pero salen.
– Gracias.
Sonó el teléfono. Atendió Sergio.
– Sí, Algañaraz habla… -luego de escuchar un momento tapó el auricular: “Es de parte de ella” dijo con sonrisa cansada a Etchenike-. Puede ser… Pero un rato nomás, porque después tengo un compromiso… -le preguntó la hora a Etchenike con un gesto-. Son las tres. En media hora. Hecho.
Al colgar le había cambiado la cara:
– Hay que apurarse… ¿Me disculpa?
Cuando se separaron en el comienzo de la avenida, Etchenike se sintió ridículo pero seco con los vaqueros y las zapatillas Adidas. Sergio estaba simplemente apurado.
– Que se te haga, pibe. Mañana te alcanzo las pilchas.
– Lo llamo a la vuelta del partido… Si es que voy.
Le dio un manotazo en el hombro y después lo miró alejarse rápido, casi correr al llegar al médano cercano, subirlo, cortar camino.
A la nena le faltaban algunos dientes y le sobraba el paraguas que tenía abierto sobre la cabeza y bajo el alero de la casilla. Sonreía.
– Esto lo dejó mi papá para usted. Se tuvo que ir.
Etchenike tomó las llaves:
– Gracias. ¿Cómo te llamás?
– Analía Toledo.
– Ah.
Abrió. La cerrada humedad se hizo a un costado, gentil, lo dejó entrar. Era como si hubiera llovido adentro.
– ¿Cuándo vuelve tu papá? -dijo sin mirarla.
Analía meneó la cabeza, alargó el labio inferior y entró en la casilla con el paraguas milagrosamente abierto.
– Cerrá eso -dijo el veterano.
La nena cerró la puerta. Se sentó en la silla frente a él. El paraguas ahí.
– ¿No va a poner las banderitas?
– Ah, sí… Las banderitas.
– Yo lo ayudo a mi papá a ponerlas.
Etchenike las descolgó de atrás de la puerta y salieron juntos. Ella apoyó el paraguas en el suelo, sin cerrarlo, y le indicó cómo debía atarlas, cómo clavar las estacas.
– Hay viento… -observó Etchenike mirando flamear los jirones verdes, rojos y amarillos-. ¿Están bien así?
– Sí, muy bien. ¡Hasta mañana!
Y Analía salió corriendo detrás del paraguas que rodaba sendero abajo las cuarenta y tres lajas, exactamente.
Durante las dos horas siguientes, la pila de folletos que promovía las bondades del Complejo Romar -su extraordinaria vista al mar, los tantos lujosos ambientes, la cochera propia- permaneció intacta sobre el escritorio. Ningún turista o simple interesado se interesó en hacer turismo por allí esa tarde destemplada de domingo.
Etchenike compró facturas, tomó mate, bebió ginebra y boludeó mirando tras los cristales. Escuchó al principio el rumor lejano del mar hasta que dejó de oírlo y lo incorporó como una especie de capa transparente, un barniz de silencio. Mientras revisaba los cajones vacíos -“vaciados”, pensó- del escritorio y del armario metálico sin demasiadas esperanzas de encontrar algo que no sabía si buscaba, el veterano no dejó de pensar, de interrogar el cielo cambiante, el ambiguo panorama de esas pocas manzanas de casas dispersas entre las que se movía algo oscuro y poco confiable, como si fuera un jardín florido convertido secretamente en campo minado.
Sistemático, inútilmente riguroso, casi avergonzado, recorrió cada media hora el perímetro del Complejo como si fuera un antiguo guardián de plaza pública con gorra gris y silbato. Hizo los deberes, los mandados. Hasta tocó los picaportes de entrada, alguna traba de garaje. En la tercera recorrida, cuando pasó por el departamento señalado se empinó sobre el paredón y comprobó que estaba todo en orden. Precisamente, el Complejo Romar era el único lugar de Playa Bonita donde reinaba el orden, y Etchenike reparó en que el orden solía reinar, mientras que el desorden era mucho más anárquico o democrático porque habitualmente cundía, como el pánico o el desánimo.
En eso estaba cuando vio el auto. Lo difícil hubiera sido no verlo: una cupé Volkswagen roja, descapotada, de las antiguas, que mostraba en los cromados casi de museo que lo era. La vio venir lenta desde el fondo de la avenida, por el centro de la calle, parsimoniosa como una achatada barcaza que dispersara la espuma de la gente sin violencia, mostrando la línea noble, el perfil cuidadoso del galán de anteojos oscuros y rubia melena suelta que la manejaba como si fuera tan fácil estar sentado ahí. Poco antes de llegar al Complejo aceleró, la sacó un poco abierta en la curva y las gomas chillaron al pasar del pavimento roto a la arena. Pero enderezó sin esfuerzo, la puso en su lugar y la Volkswagen pasó frente a Etchenike antigua, sólida, segura.
El auto rojo dio la vuelta por detrás de los edificios, se ocultó por unos momentos, reapareció por el fondo del Complejo y estacionó frente a la última entrada.
Etchenike buscó el sobre y miró la fotografía. Ése era el hombre, el intruso. Coria. Estaba seguro de que era Coria.
Guardó la cámara y el teleobjetivo en el bolsillo, se empinó la petaca de ginebra, cerró la oficina y se fue caminando, bordeando el médano cercano, sin apartar la mirada del auto y los movimientos del hombre. La puerta de la planta baja estaba abierta y Coria entraba y salía con parsimonia, acarreando primero un bolso, luego otro.
Etchenike se instaló entre los tamariscos del médano de enfrente, de panza en la arena, y sacó una panorámica que abarcaba toda la casa y el auto estacionado. Luego, con el teleobjetivo, un detalle de la chapa del Volkswagen, la figura entera de Coria -ahora lo veía bien, con toda exactitud, hasta las rayas de la camisa fina- saliendo de la casa, entrando ahora, y en la ventana.
Cuando se cerró la puerta de calle, Etchenike bajó por el médano hacia la playa, dio toda la vuelta, desembocó en la calle trasera, saltó el paredón y se metió en el patio sin cuidarse demasiado del ruido. Fue directamente a la ventana y sacó la maderita. Una débil claridad iluminaba el dormitorio, los bolsos ya abiertos sobre la cama. Vio la sombra de Coria proyectada sobre el piso cuando entró al baño. Luego, inmediatamente apareció él y se llevó uno de los bolsos pero Etchenike no tuvo tiempo de disparar, ni siquiera de preparar la cámara, que se le resbaló de las manos y cayó haciendo un ruido que supuso infernal. Coria giró la cabeza y se dirigió a la ventana.
Cuando la abrió el veterano ya estaba hecho un ovillo contra la puerta del garaje, fuera de la línea de visión del rubio.
Esperó que la cerrara, pero no. Tuvo que quedarse allí, inmóvil, escuchándolo ir y venir del baño, cantar bajo la lluvia y ante la toalla. Cuando finalmente oyó el ruido de los postigos y volvió a encaramarse pegado a la ventana, se dio cuenta de que había perdido su oportunidad: Coria ya no volvería a la habitación.
Al rato, oyó el golpe de la puerta del auto y el arranque sabio y redondo de la cupé. Entonces puso la maderita en su lugar, se secó las manos que descubrió húmedas en el vaquero y miró la hora: las seis de la tarde. Por ser domingo, había trabajado demasiado.
Volvió a la playa como el día anterior, pero esta vez caminó en sentido contrario. Y anduvo mucho, como buscando cansarse, sin mirar para atrás ni a los costados. Sólo se detuvo cuando se sintió hambriento y con la cabeza vacía, demasiado agotado para darse cuenta de si se sentía, solo, aburrido o reconfortado.
Cuando empezó a regresar, atardecía. Estuvo tentado de intentar alguna foto con el fondo del barco encallado, pero le pareció excesivo. No sabía quién había dicho alguna vez que el atardecer era la única cursilería que se permitía la naturaleza. Y este cielo de colores frente al mar en una playa solitaria era demasiado, casi un poster para fijar con chinches en una agencia de viajes de barrio. Además estaba solo. Y en general la soledad no le servía para pensar -eso creía- y menos aún si se trataba de una soledad aparatosa, casi literaria como la de caminar frente al mar. Sin embargo sentía que en esos días había tocado algo indefinido que no era un recuerdo, ni siquiera una evidencia personal pero que tenía que ver, tal vez, con los muchos años pasados sin ver tanto horizonte o la sensación casi olvidada de usar ropa de otro…
Tal vez por todo eso, cuando ya estaba entrando en la zona más poblada y encontró un bote semienterrado con el vientre abierto, se sentó a descansar como quien hace una pausa antes de regresar a una fiesta ruidosa, a un velorio.
Oscurecía pausadamente. Ya sentía un leve escalofrío en los antebrazos cuando el otro apareció de atrás, se sentó junto a él y empezó a hablar directamente, como si hubieran estado toda la tarde o la vida juntos:
– La voy a matar -dijo señalando la orilla, lejos, el mar.
– ¿Qué pasa? ¿Qué hace acá?
Mojarrita indicó un lugar móvil, las risotadas que llegaban como otras olas.
Pese al frío, la pareja correteaba en la orilla como si el sol de Tahití los dorara en un afiche de Panam.
– Esta vez se pasó. Ahí la tiene, mire.
Eliseo Gómez abrió su mano y dejó caer frente a la nariz de Etchenike un corpiño rojo.
– Es de ella, estaba en la orilla.
Etchenike agarró un puñado de arena y lo fue tirando sobre el bikini como si tratara de borrar una mancha de sangre.
– Déjela, Gómez. Es lo mejor -dijo sin convicción-. Déjela y listo.
– La voy a matar.
– No. Déjela.
Pasó un largo momento. Mojarrita tenía una gorra de visera metida hasta las cejas, las alpargatas en la mano.
– Eso es más difícil, mucho más difícil -dijo.
Etchenike argumentó algo previsible y tonto que no recordaría nunca después. Se interrumpió. Sacó la cámara del bolsillo.
– ¿Quiere que le saque una foto? -dijo tratando de distraerlo, sintiéndose inmediatamente estúpido.
Pero el nadador estaba en lo suyo:
– Creo que ahí vienen.
Mojarrita manoteó las alpargatas y empezó a caminar hacia los médanos, huyendo de qué:
– No me vio…Usted no me vio, Etchenike.
Primero llegó ella, corriendo con las rodillas juntas y los talones separados, abiertos, como corren las mujeres imbéciles o coquetas o las dos cosas. Lo hacía con la gracia de una bolsa de agua caliente semillena. Se detuvo junto al veterano, risueña y agitada, el pelo rubio pegoteado contra la cara y el cuello. La toalla rayada que sostenía con una mano le cubría mal las tetas.
– ¿No estaba Gómez con usted? -y sonreía y miraba para atrás-. Tuve un percance -y se quedaba en la palabra-. Me pareció verlo con algo mío…
Etchenike no contestó. Estiró el pie, enganchó con un dedo el corpiño semienterrado y lo levantó al alcance de su mano.
– ¿Es esto?
Ella se puso repentinamente seria y volvió la cabeza hacia el mar.
Etchenike lo vio venir. No era Sergio sino otra cosa mucho más contundente. Venía al trotecito, sobrando la situación y el frío con su slip imitación leopardo. Un grandote atarzanado al que tardó apenas unos segundos en reconocer.
– ¿Qué pasa? -dijo Tarzán.
– Me cancherea -sintetizó ella.
Etchenike todavía estaba con el pie levantado, el corpiño como bandera de remate y la mejor cara de boludo en el atardecer.
– Dale eso.
– ¿Vos no tenías que arbitrar un partido de pato hoy?
– Dale eso y no te pasés de vivo si no querés que te rompa la cara.
El veterano revoleó el pie y el bikini fue a parar a la cabeza del tipo como un barrilete enredado en un árbol.
Tarzán se sacó el corpiño de un manotón y se le vino encima.
Todo fue muy rápido. Mientras el tipo lo agarraba de los hombros para levantarlo, Etchenike se le afirmó de los pelos, dio un fuerte tirón hacia abajo y le aplastó la rodilla contra la nariz. El otro dio un alarido y cayó para atrás, retorciéndose. La mina lo puteó y con la calentura se le cayó la toalla. Se agachó, humillada, tratando de sostener al otro, cubriéndose como podía y sin dejar de putearlo.
Etchenike no dijo nada. Agarró las Adidas y empezó a caminar hacia los médanos.
Creyó que encontraría a Mojarrita por ahí, agazapado. Pero no.
Lo encontró tres horas después, cuando recién bañado y con dos cervezas heladas como antecedente inmediato, Etchenike cruzaba la calle mal iluminada rumbo al Hotel Atlantic dispuesto a disfrutar lo que suponía fragmentos escogidos de Veracruz, aquella aventura vertiginosa de Burt Lancaster y Gary Cooper entre los mejicanos de siempre.
Casi se chocaron en la puerta junto al cartel que anunciaba el programa como un menú con letras blancas sobre el pizarrón negro.
Mojarrita salía cabizbajo, rápido, malhumorado.
– ¿Adónde va? -lo detuvo el veterano para que no lo atropellara.
– Ah, usted…
– ¿Viene del cine? ¿Qué tal Jack Lemmon?
– ¿Qué Jack Lemmon?
Etchenike sonrió. No estaba dispuesto a explicar eso.
– Ah… -dijo Mojarrita como si recién entendiera-. No, nunca vengo a este cine de mierda. No es un cine tampoco.
Llevaba la camisa colorida, los mocasines blancos, el pantalón celeste. Amagó con seguir viaje.
– ¿Qué le pasa? ¿Está apurado por meterse en el agua?
– No me hable de eso.
– No le hablo. ¿Pero inaugura o no?
– No sé todavía. Ando buscando a la Beba.
El veterano estuvo a punto de decir algo irreparable. Dijo algo tonto:
– Y la vino a buscar al Hotel…
– Acá vive la hermana… Pero ésta no sabe nada; ni dónde está. Nada. Disculpe pero me voy -y comenzó a cruzar la calle. De pronto se volvió, le habló a Etchenike muy cerca de la cara-. Estuvo muy bien esta tarde en la playa. Gracias. Pero guarda con ese hijo de puta: es policía.
Y ahora sí se fue apurado, como el que enciende un petardo y corre. El veterano pareció no darse cuenta de semejante riesgo porque sólo atinó a tirar el pucho, apagarlo con un pisotón, girar y entrar en lo menos parecido a un cine.
Subió los escalones, atravesó el pórtico de columnas descascaradas y luego de la recepción vacía desembocó en un gran salón iluminado por una araña de muchos caireles y pocas lámparas. Sólo había algunos cuadros perdidos en las altas paredes empapeladas y oscuras, y fotos, muchas fotos con escenas de playa, algunas multitudinarias formaciones del personal, hombres uniformados de blanco a lo largo de un corredor, la dotación de la cocina posando como soldados junto a un tanque o pieza de artillería. Pero eran fotos tan viejas como el par de sillones de cuero ubicados en un extremo. Cortinados rojos, recogidos, custodiaban las arcadas: una enfrente y las otras dos, más estrechas, en las lejanas paredes laterales.
Etchenike vaciló. Un chistido lo hizo volverse:
– Por acá.
En un extremo del salón, junto a la arcada, había una boletería que no era tal. Un hombre viejo y descolorido, flaco, los ojos claros tras los cristales gruesos, estaba sentado en una mesa de bar con un talonario numerado. Preguntaba cuántas y cobraba. Había mayores y menores. Los precios estaban escritos a mano en un cartel adherido con chinches a la mesa. El dinero se acumulaba en una caja de zapatos, junto al viejo. Etchenike pagó y recibió el número diecinueve, celeste.
– ¿Ya empieza? -preguntó consciente de que se había retrasado charlando, de que sería el último.
– ¿Está apurado? -el hombre lo miraba por encima de los anteojos. Curiosamente, lo retaba-. Cómo se nota que es porteño. Pase.
El veterano pasó. Luego de un breve pasillo entró en lo que alguna vez había sido el lujoso comedor y salón de fiestas del Hotel Atlantic. Una veintena de personas se habían diseminado en el bloque de sillas dispuestas prolijamente en el centro de la inmensa habitación que sobraba por todos lados.
Las tres grandes puertas que se abrirían a supuestos balcones estaban cubiertas por espesos cortinados que habían sido púrpura. Del cielorraso pendían dos arañas similares a las del hall de entrada pero con menos bombitas encendidas. La pantalla era un lienzo blanco al que no le faltaban algunas arrugas, desplegado contra el fondo del escenario, un espacio amplio y semicircular cavado en la pared derecha y donde habrían sonado, en mejores y pobladas noches, bronces y violines con smokings de colores. En el otro extremo, sobre una tarima tras las sillas, estaba el proyector. Etchenike se instaló en la última fila y se entretuvo mirando alrededor.
El silencio era casi total; apenas cuchicheos en la semi-penumbra humedecida y vieja. Dos matrimonios de turistas con sus chicos, tres muchachos despatarrados en la primera fila, una pareja de novios a su derecha y el resto eran hombres solos. Uno de ellos leía con dificultad un diario de la mañana y el ruido que hacía al volver las páginas resonaba como el crepitar del fuego.
Se abrió la puerta del fondo y entró un hombre con chaqueta de mozo y una bandeja.
– Sánguches, bebidas… -dijo aproximándose.
La chaqueta no estaba del todo limpia y el mozo, rubio, bajo, de largos cabellos dispersos y barba sin afeitar, fue caminando lentamente al borde de las filas con la bandeja cargada.
– Salame, queso, mortadela… Sánguches. Coca y cerveza.
Lo llamaron por el nombre de Baba, vendió dos o tres cosas, completó la ronda y se detuvo detrás de Etchenike. El veterano se dio vuelta y pidió un sándwich.
– ¿Salame, queso o mortadela?
Ahí le vio los ojos y se dio cuenta: ése era el hombre que había asustado a Algañaraz en la playa.
– ¿Y? -insistió el Baba gozando con el efecto paralizante de su mirada.
– Salame -dijo bajito Etchenike, como si en esa elección se jugara la vida.
Mientras hacia crujir el pan entre sus dientes y adivinaba el escueto sabor del fiambre entre la miga, Etchenike siguió con la mirada al rubio amenazador, trató de adivinar el bulto de un revólver grande que le cruzara la espalda como un facón, bajo la chaqueta, lo acompañó hasta que salió por la puerta del fondo sin descubrir nada que no fuera la monotonía del pregón:
– Coca, sánguches, cerveza…
En ese momento entraban los últimos espectadores y tras ellos el viejo de la boletería. Cerró la puerta lentamente y cuando parecía que iba a seguir viaje se plantó ante el público:
– Señoras y señores -dijo entonado-. Esta noche el Cine Atlantic tiene una vez más el orgullo de presentar este verdadero capolavoro de uno de los directores más interesantes del Hollywood de la época de Oro: Robert Aldrich. Se trata, como ustedes saben, de un western: Veracruz, que data de 1954, y está protagonizado por Burt Lancaster y Gary Cooper. Éste, por aquellos años, luego del suceso de A la hora señalada, de Fred Zinnemann, supo convertirse en carta de triunfo de cuanta producción del Oeste se emprendiera. En cuanto a Lancaster, está en el apogeo de su carrera; es el momento de Su majestad de los Mares del Sud, de El pirata hidalgo y de tantos héroes aventureros, vitales y con cierta dosis de desfachatado desparpajo.
Y en ese tono entre didáctico y erudito siguió el viejo -el Polaco, sin duda, del que le había hablado Rizzo-, dio la ficha técnica de memoria, los estudios, la trayectoria de Aldrich, su manejo de los temas de acción, la presencia de la violencia, citó a Dios y a María Santísima ante un auditorio entre harto y asombrado.
– Cortala, Polaco… -lo interrumpió el que no había dejado de leer el diario.
Siguió sin embargo el presentador hasta terminar con una referencia al estado de la copia y a las características de la función:
– Como es habitual en nuestros programas, realizaremos un pequeño intervalo para el cambio de rollo a los cuarenta minutos de proyección. El estado de la copia es inmejorable -y ahí sonrió- en todos los sentidos de la palabra… Y espero que disfruten de este clásico del western aventurero.
Dicho esto hizo un gesto al Baba que tenía la mano en el interruptor y se dirigió al fondo de la sala. Hubo algunos zumbidos, se apagaron las luces, se iluminó la pantalla y a los cinco minutos Etchenike ya estaba metido hasta las orejas en una de las mejores historias de tiros y amistad que recordaba.
Para el intervalo se dio vuelta y lo encaró al Polaco que estaba a sus espaldas con el proyector:
– Lo felicito. ¿Cómo hace para conservar las copias en tan buen estado?
– No hay misterio. Una película no se gasta por los años que tiene sino por las veces que se proyecta. En un cine de Buenos Aires, a tres funciones diarias, en una semana se la pasa más veces que durante un año acá…
– Claro -admitió Etchenike, encantado por la simplicidad del razonamiento, volviéndose hacia la pantalla-. Y desde cuándo…
Pero se dio cuenta de que el Polaco no lo oía. No estaba ya. Se había apartado un poco, llamado por el rubio de la bandeja y ahora hablaban ostensiblemente de él con un tercero que daba espaldas a Etchenike. El Baba hizo un gesto señalándolo con el mentón y en el leve giro y la mirada de soslayo del otro, el veterano creyó reconocer el perfil emparchado de un Tarzán ahora de civil, la bruta bestia presumida del atardecer.
– ¡Polaco! ¿Para cuándo, Polaco? -gritaron adelante.
Hubo ruidos de botellas que rodaban, risotadas. El operador golpeó las manos y llamó al orden, al silencio. Algunos aislados alaridos acompañaron el apagado de las luces. Con la cerveza, el clima general y el ánimo de los espectadores habían cambiado. Por suerte, la calidad de Veracruz, no.
Cuando terminó la proyección Etchenike se desperezó de tensión, de fatiga y de gusto. Se volvió y Tarzán no estaba.
Preguntó por el baño y le indicaron la puerta del fondo. Salió a una galería rectangular que rodeaba el patio central del hotel. Tres palmeras se erguían en la oscuridad más allá de la altura del edificio. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba ver azulejos con una guarda celeste.
Entró al baño, meó en el inodoro Pescadas, se miró en el espejo bajo la lamparita y la tulipa sucia, se lavó, se secó las manos con su pañuelo.
Al salir vio a una mujer que cruzaba la galería y entraba a una habitación junto a lo que supuso era la cocina.
– Beba -dijo en voz alta y ya estaba arrepentido.
Ella se volvió.
No. No era pero parecía. Un poco más alta, tal vez.
– Disculpe, la confundí.
La mujer se acercó y entró en la luz. También era más joven.
– Ella es mi hermana -explicó.
– Lo sabía.
Era una conversación estúpida. Ella la alimentó un poco más:
– ¿Cómo sabía?
– Por Gómez, por el Mojarrita.
– Ah.
El Baba salió de la cocina con un sándwich en una mano y una lata de cerveza en la otra. Se puso junto a la mujer.
– ¿Buscaba algo?
– Nada. Lo que buscaba lo encontré -y señaló el baño a sus espaldas.
El rubio se rascó el cuello con la mano que sostenía la lata.
– ¿Es porteño?
– No. ¿Y usted? -Etchenike lo miraba fijamente.
– No.
Siguió mirándolo a los ojos.
– Linda noche -dijo sin pestañear.
– Vamos a cerrar.
– Pero no me va a negar que la noche es linda.
– Es tarde.
– También es cierto -dijo Etchenike-. Buenas noches.
– Buenas -dijo ella.
El veterano recorrió la galería, abrió la puerta, atravesó toda la sala en penumbras, salió al pasillo, llegó al hall de entrada y recién junto a la puerta encontró al Polaco que lo esperaba para cerrar.
– ¿Le gustó?
– Sí. Y usted sabe mucho de cine. Demasiado para este lugar.
El otro no hizo caso:
– Tengo dos de Carol Reed, las que hizo con argumentos de Graham Greene: El ídolo caído y El tercer hombre… Hay un conflicto que…
– Pare ahí -Etchenike sentía que tenía demasiadas historias encima, adentro, alrededor-. No me cuente El tercer hombre, vendré a verla.
– Lo espero.
Y el Polaco fue entornando la puerta del hotel con la lentitud ceremonial del cura que cierra la iglesia, con el cuidado del que cierra una pajarera.
Pese a la obstinada indiferencia de algunos, era evidente que la noche estaba hermosa. Hermosa y amenazante. La brisa fresca del mar empujaba las grandes nubes grises y rápidas que velaban y desvelaban una luna perfecta.
La precaria iluminación de Playa Bonita convertía al paisaje en una masa de sombras interrumpidas por temblorosos conos, triángulos, manchones de luz. Caminando por el centro de la calle, con el cuello levantado y pateando piedritas, Etchenike decidió no doblar en la esquina que llevaba al Hotel Veraneo y a su cama. Siguió por la calle más iluminada y enfiló hacia las construcciones del Complejo Romar.
El descampado era un oscuro espacio rumoroso peinado por un viento húmedo que movía apenas los cables de los postes telefónicos, inclinaba los pastos altos. Las claras moles de los dos edificios se recortaban sucesivas. El esqueleto de cemento se agitó en rumores de murciélagos y pájaros nocturnos al paso silencioso de Etchenike por el sendero de lajas; pero al llegar al extremo más lejano, lo primero que vio, como la vez anterior, fue el auto rojo.
Estaba estacionado en el mismo lugar, frente a la entrada del segundo edificio, y la luz encendida del departamento de planta baja lo iluminaba de perfil, alargaba la sombra sobre el camino apenas insinuado entre la arena y las piedras.
Después del auto, escuchó las voces, las risas excesivas que le llegaban a través de las ventanas abiertas. Después lo vio al mismo Coria en la ventana que daba al frente; y después, finalmente, el andar irregular de la mujer rubia que iba a través del living hacia el interior del departamento.
Cuando se apagó la luz de la calle y cerraron con estrépito las persianas del living, Etchenike verificó mecánicamente el peso de la Konica en el bolsillo, y se deslizó en medio de la oscuridad hacia el patio trasero.
Los postigos de la ventana del dormitorio estaban cerrados. Sacó el pedazo de madera que le permitía ver el interior y se encontró con el mismo panorama de la tarde. Sólo que ahora estaba encendida la luz del techo y ellos no estaban allí.
Los oía hablar pero a través del vidrio no llegaba a entender lo que decían. Ella tenía una voz grave y entonada de bacana; él se reía demasiado, tiraba frases cortas y esperaba el efecto, dominante o gracioso pero en los límites de la representación. También resultaban casi prefabricadas las enfáticas negativas de ella, tan aparatosas y sonoras hasta el rumor final, el risueño gruñido que juntó las voces, preanunció la entrada en escena de la pareja.
Él la traía semidesnuda en brazos mientras ella hacia equilibrio ruidoso con dos copas, hielo y una botella larga, clara y fina. Cuando la depositó atravesada sobre la cama Etchenike gatilló por primera vez la cámara. La melena rubia, casi rojiza, se derramó sobre la almohada y desde su estrecho mirador pudo apreciar el rostro encendido, la boca abierta de labios anchos y dientes grandes, los ojos claros, la blusa entreabierta y el vientre plano, las piernas rígidas y extendidas, blanquísimas, contrastantes con la bombachita mínima que no llegaba a cubrir el vello rojizo.
Etchenike apretó el disparador mientras Coria metía la mano resuelta bajo la blusa, escandalizaba las hermosas tetas con el contacto helado de la botella, reía al sacarle el resto de la ropa a vigorosos tirones y se apartaba finalmente, salía del cuarto con una sonrisa prometedora.
Ella se corrió dificultosamente hacia el costado de la cama y se tendió, relajada, a esperar. Recogió una revista vieja del suelo mientras conversaba, contestaba en voz alta al hombre que hacía ruidos de agua en el baño cercano. La mujer comenzó a mordisquear un chocolate que había dejado sobre la mesa de luz mientras pasaba indolente las hojas de la revista.
Etchenike ya estaba semientumecido en su incómoda posición cuando reapareció él, sonriente y convencional, con una toalla fijada a la cintura y el pelo rubio y brillante pegado a las sienes. Se sentó en el borde de la cama junto a ella, que seguía leyendo indiferente -Etchenike apretó el disparador-, le apartó la revista con suavidad, y la mujer lo sorprendió metiéndole resueltamente las manos bajo la toalla, abriendo la boca para comérselo, tendiendo después los brazos alrededor de su cuello para colgarse y arrastrarlo a la cama contra ella. Etchenike disparó otra vez. La mujer tomó la cabeza de Coria y la apoyó contra sus pechos, le mordió las orejas, lo zamarreó riéndose a carcajadas hasta que él se le encaramó y Etchenike gatilló ahora dos veces seguidas. Apurado, fuerte, dominante pero con las firmes manos de ella apoyadas en sus caderas, empujando entre sus nalgas, Coria se sacudió un rato, forcejeó buscando los costados, la fricción entre esas piernas que apenas se abrían lo justo, pasivas, mientras la cabellera rubia se agitaba en espasmos y ofrecía el cuello para que el hombre se empinara. Etchenike volvió a gatillar y en ese momento el hombre usó sus manos, levantó ese cuerpo por las nalgas y se jugó en los golpes extremos, su cadera fue y vino entre los blandos muslos sostenidos en vilo hasta que Etchenike se cansó de gatillar.
Cuando ella fue finalmente arriba, luego de rodar de costado sin separarse de él, el veterano estaba demasiado excitado para quedarse allí, sintiendo cómo el vaivén y el temblor de la mujer le humedecían las manos, lo hacían apartarse de la ventana sin cuidado alguno, sin poner la maderita, lo hacían tropezar una vez más con las botellas, rasparse los zapatos al saltar apurado, puteando y por qué ahora, que estaba todo hecho por fin y terminado.
Perturbado todavía, sin poder apartar las imágenes de esos cuerpos mojados y brillantes, regalados el uno al otro entre gemidos y exclamaciones sordas, desatados, rítmicos, imantados casi, Etchenike entró en el comedor del Hotel Veraneo y pidió mecánicamente la llave de su cuarto.
– Lo llamaron por teléfono -dijo el patrón suspendiendo la número 24 en el aire, apartada de la mano del veterano como una sortija.
– ¿Cuándo?
– Tal vez una hora.
– ¿Quién era?
– El Mojarrita Gómez -y el patrón lo observó, le hizo sentir que no era normal ese tipo de llamados o llamados de un tipo como ése-. ¿Lo conoce?
– Sí, un poco… ¿Qué quería?
– Hablar con usted.
– Gracias -Etchenike tomó la llave y subió a su cuarto.
El patrón lo observó hasta que desapareció en la curva de la escalera en el primer piso.
Diez minutos después bajaba y dejaba la llave. El señor Fumetto repitió el seguimiento. No podía saber que algo había cambiado sutilmente: en el bolsillo derecho, en lugar de la moderna Konica alcahueta pesaba rutinariamente un revólver treinta y ocho.
Encontró la puerta de El Trinquete cerrada, las luces apagadas, la pileta sola. Ni siquiera había luz en la habitación del fondo. Sólo la cantina del club, un bar contiguo al portón, estaba abierto a las doce y media de la noche. Entró.
Con un vistazo a la media docena de mesas comprobó que el Mojarrita no estaba, que la Beba no estaba, que Sergio tampoco. Se dio cuenta que en realidad estaba buscando al pibe. Pensó en la deformación profesional.
En el mostrador pidió una Legui y un café. El cantinero era una versión actual, más gruesa y avejentada, del sonriente jugador de paleta que posaba en tres fotos enmarcadas, colgadas junto a otros tantos banderines, a un costado de la fila de botellas.
Era un presumible vasco de cincuenta años, ancho, sólido y sanguíneo, con todo el pelo canoso cortado al rape. La copita era una flor a punto de quebrarse entre sus dedos gruesos. La puso frente al veterano y vertió la caña que se derramó generosa, mojando el platito de metal.
– El Mojarrita no sirve más -dijo ante la consulta.
Hizo un gesto para que Etchenike se aproximara y luego lo hizo inclinar por encima del mostrador, le mostró a su derecha:
– Ahí lo tiene: un pedo de órdago.
El nadador dormía, desparramado y frágil, tendido sobre el largo banco de madera, junto a la puerta que daba a la cocina.
– ¿Cuánto hace que está ahí?
– No sé… Horas -el vasco se encogió de hombros-. Espero que lo vengan a buscar porque no voy a ser yo el que lo lleve a la pieza. ¿Usted es amigo?
– Tanto como amigo… -otra vez debía explicar eso-. Lo conocí ayer, estuvimos charlando. Pensé que esta noche podía debutar.
El vasco lo miró con ojos chiquitos bajo las cejas que fruncían. Se acodó. Acercó la cara.
– Es todo mentira, sabe usted. Un fraude. ¿Usted puede creer que con ese fisiquito de mierda pueda estar ni siquiera medio día en el agua? Se disuelve, hombre -golpeó fuerte con la palma en el mostrador y echó una carcajada-. ¡Se disuelve!
Etchenike contuvo el temblor del café, consiguió beber apenas.
– ¿Y ella, la Beba?
– Ve… Ahí está el asunto: esa mujer es una grandísima… y dibujó el insulto silenciosamente con los labios-. Hoy, como anoche, como otras veces, desapareció con el dinero y él ha salido a buscarla como loco. Ahí hay algo raro, señor… ¿Me puede decir por qué no la echa?
Las pobladísimas cejas eran el instrumento expresivo privilegiado del cantinero: las elevó al máximo, desguarneciendo unos ojillos negros y redondos.
– No, no se lo podría decir-dijo Etchenike, literal-. Pero creo que la ama.
Y los dos miraron al mismo tiempo hacia el hombrecito que se agitaba ahora ante quién sabe qué fantasmas.
– Permítame, voy a tratar de despertarlo y hablar con él.
– Si lo despierta, lléveselo -dijo el vasco expeditivo.
Etchenike dio la vuelta al mostrador y se inclinó sobre Mojarrita. Lo zamarreó un poco del brazo.
– Gómez… Gómez…
El nadador abrió los ojos enrojecidos.
– Hay que encender las luces y preparar las planillas -dijo con claridad.
– Gómez, soy Julio. Usted me llamó por teléfono.
– Sí, Julio… -parpadeó, se sacó posibles telarañas ante la cara-. Vaya prendiendo las luces, prepare las planillas que ya voy.
– Está muy en pedo, Gómez. Ahora tiene que ir a dormir a su pieza. Mañana hablamos.
– Me van a echar. Si no empiezo la prueba me van a echar. Me dijeron…
Etchenike se volvió hacia el veterano pelotari buscando confirmación:
– Sí, que se lo han dicho… Esto no es beneficencia -dijo el otro.
– Son unos hijos de puta -murmuró el nadador.
– Cállese -Etchenike le puso el brazo por detrás de los hombros y lo calzó bajo la axila-. Mañana le prometo que lo ayudo a empezar la prueba. Ahora vamos a su pieza.
– Un momento.
Solemne, obstinadamente formal, Mojarrita se plantó ante el vasco y poniendo la palma sobre el pecho de Etchenike dijo:
– Yo te dije cuando hablé por teléfono: tengo un amigo en este lugar de mierda… Este es Julio.
Manoteó la copita de caña que Etchenike había dejado sobre el mostrador pero el gesto rápido del veterano lo apartó:
– Basta ahora. Vamos a dormir.
Se empinó él mismo la Legui en dos tragos y dejó el dinero sobre el mostrador.
Mientras arrastraba a Mojarrita hacia la salida, Etchenike sintió que de algún modo no hacía sino dejar constantes huellas, marcas en la memoria de todos los que los miraban en silencio. Desde hacía algunos días preguntaba, hacía girar las cabezas hacia él como quien prepara una coartada, tira miguitas antes de entrar al laberinto o, peor que eso, habla en voz alta, gesticula ya en medio del bosque para confundir, ahuyentar al lobo.
Dejó a Mojarrita como quien devuelve a un pajarito desplumado al nido y antes de apagar la luz le pegó una revisada borgiana al cuarto, revolvió sin culpa ni pudor la ropa y los trastos. En eso estaba cuando oyó los ruidos del portón. Salió y vio las siluetas. Eran ellos. Beba y el otro, que no era Sergio ni era el Tarzán de la playa.
– Otra vez este hinchapelotas -sintetizó ella-. ¿Qué hace acá?
– Traje a Gómez. Está durmiendo.
La mirada de Etchenike se cruzó con la del tipo que la acompañaba, un inesperado potrillo flaco y negro de ojos francos, camisa abierta hasta la cintura, un golpe de pelo rígido en la frente y quince años menos que ella. Le parecía haberlo visto en la puerta del hotel o en algún negocio.
– Creo que yo me voy -dijo el potrillo.
Ella no le hizo caso y lo retuvo de las muñecas. Todo era igual.
– Quedate, Cacho.
Etchenike supo lo que le contestarían pero no pudo evitarlo:
– ¿Dónde está Sergio?
– ¿Qué Sergio? -Beba forcejeó con el morocho mientras miraba fijamente a Etchenike-. Yo estuve con éste…
El otro dio un tirón y se apartó.
– Fíjese… tiene miedo de que le pegue.
La risa de Beba resonó mientras ni siquiera se daba vuelta para ver salir al muchacho. Bruscamente dejó de reír.
Quedaron frente a frente. Los hombres cambiaban y ella estaba ahí, siempre ante él, como un viejo problema, una pregunta, un signo de qué.
– Mojarrita tiene que inaugurar; si no, lo echan -se oyó decir Etchenike.
– Mañana.
Ella pasó junto a él sin mirarlo y se dirigió a la puerta del cuartito.
– Pero no se meta. No lo quiero ver más.
– No entiendo.
– Es muy sencillo: váyase a la mierda.
– Eso sí -dijo el veterano imperturbable, como si no hubiera oído-. Lo que no entiendo es el manejo, el juego suyo. Gómez no se merece…
– Déjelo que se cuide solo -ella lo miró casi divertida-. Usted es un buen tipo pero tiene algo de viejo pajero.
Dio media vuelta y cerró la puerta.
No es fácil. La madrugada ventosa con amenaza de lluvia y alguna calificación dura sobre el lomo no es fácil de sobrellevar. Pero no sólo por eso estaba conmovido, sombrío, con algo parecido al miedo detrás del esternón. Nada le impedía, sin embargo, la decisión de continuar la interminable ronda nocturna. Tenía testimonios, evidencias, palabras, rostros, sensaciones como para una vida bien tupida acumuladas en unas pocas horas densas, incomprensibles.
Pero no sólo por eso estaba como estaba.
Cuando subió la última curva que por encima del médano permitía ver la silueta del motel Los Pinos se sintió estúpido, inexplicablemente inquieto. Pero al ver luz en la habitación quince suspiró con un alivio que no hubiera podido describir sin contradecirse.
Subió la explanada y golpeó. Algañaraz no contestó. Volvió a golpear y luego de un momento probó la puerta. Cerrada. Se asomó a la ventana.
Las cortinas estaban exactamente igual que a la tarde y permitían ver en el interior: las dos camas deshechas, el bolso abierto y las cosas dispersas, como si el pibe hubiera estado eligiendo infructuosamente entre sus ropas. El velador estaba encendido y la luz del baño también.
Etchenike fue hasta la administración y a través de los vidrios vio a otro hombre en el mostrador. Ya no estaba el indiferente gordo matutino sino un morocho de campera con rulos cortos, apretados, que escuchaba la radio mientras leía una revista con una mina de poca ropa en la tapa. Los golpecitos de Etchenike se hicieron oír por encima de la música. El hombre se acercó bostezando. Era grandote, chueco. Entreabrió la puerta hasta el límite de la cadena de seguridad.
– Buenas noches. Busco al señor Algañaraz de la habitación quince.
– Es la una de la mañana -informó el morocho.
– ¿Y? -insistió Etchenike.
– Voy a ver. Fue, vio y volvió.
– No está la llave y tampoco contesta en la habitación. Habrá salido, no habrá vuelto -fue lo que escuchó el veterano, lo que sabía que le dirían.
– ¿No lo vio esta noche?
– No.
– ¿Y a la tarde?
– Tampoco -dijo el morocho después de un momento-. Hago turno de noche. Entro a las diez. Lo vi el viernes cuando llegó. Nunca más. ¿Es urgente?
Etchenike no contestó. No sabía qué contestar.
– Estuvo en algún momento durante el día, porque hay luz -dijo.
La mirada del otro cambió. Tal vez no le gustó que hubiera espiado, que preguntara tanto y tan tarde:
– Usted sabe más que yo.
El veterano vaciló. Sabía que sabía menos.
– Voy a dejarle un mensaje en la habitación -dijo.
– Déjemelo a mí.
– Él tiene la llave y no pasará por acá.
– Como quiera -dijo el morocho.
– Buenas noches.
Etchenike salió y recorrió sin darse vuelta toda la galería hasta la última habitación. Sacó una libreta del bolsillo, arrancó una hoja en blanco, la plegó en dos, y luego la deslizó por debajo de la puerta. Después volvió sobre sus pasos, fue bajando la explanada, cruzó ante la administración y retomó el camino alejándose. A las dos cuadras se desvió, trepó por la arena y volvió hacia el motel agazapado entre los tamariscos que cubrían los médanos a ambos lados del camino.
Apresurado, sudoroso, con las ramas raspándole las piernas y los brazos, se acercó hasta quedar tendido en la punta del médano, oculto apenas por las hojas, sintiendo la arena fría contra el pecho. Desde allí, protegido, solo en la oscuridad, veía al motel como en el cine. Una larguísima secuencia de cámara fija que duró minutos hasta que llegó un auto y estacionó en el otro extremo. Bajó una pareja que pasó por la administración y se metió en un cuarto. Un minuto después, la figura del morocho de los rulos se recortó contra los vidrios de la entrada. Miró a ambos lados y se dirigió a la derecha. Etchenike se acomodó para ver mejor. El hombre llegó hasta la habitación quince, miró por la ventana y luego abrió la puerta con su llave. El veterano lo vio agacharse para recoger el papel. Imaginó el gesto, el asombro. Era el momento de ponerse en movimiento. Se paró, tanteó el revólver y dio dos pasos cuesta abajo. Pero no llegaría a bajar.
Una luz poderosa se encendió frente a él y lo encegueció.
“La luz de un auto. Me estaban esperando”, alcanzó a pensar.
Algo o alguien se movió a su derecha. Cuando fue a girar oyó un grito y la patada simultánea, justa, le dio en un costado de la cabeza y se la sacó del cuello. Cayó hacia atrás y alguien dijo:
– Apagá eso.
La oscuridad fue otra vez total. No supo si tenía los ojos abiertos o cerrados. La cabeza se le iba hacia abajo, chupada por la arena fría.
Una sombra nueva se le vino encima entre jadeos. Intentó levantar los pies pero la trompada llegó antes, se le clavó en la boca del estómago y lo hizo retorcerse. Rodó. Dio una vuelta carnero hacia atrás, quedó trabado entre las ramas. De allí lo arrancó uno tomándolo del cuello, lo levantó, lo expuso para que alguien insistiera con su estómago, una, dos, tres veces. Se quebró en una arcada y cuando se iba boca abajo, caía hacia adelante, la última patada lo alcanzó detrás del oído, lo nubló, lo dejó tirado al borde del camino y nada más.
Lo despertaron las gotas. El agua contra la cara. En un principio no vio nada. Después escuchó el ruido de la lluvia que volvía, los truenos.
Un relámpago iluminó la escena y se vio caído con la cabeza en la orilla del sendero, los pies más altos, en el borde del médano. El frío en la espalda le indicó que no tenía ya el saco. Se sentó y comprobó que tampoco tenía el revólver. Lo buscó a tientas en la oscuridad, sin fe, sin resultado. Se dejó caer otra vez y ahí quedó un largo rato, la boca contra el pedregullo mojado. Cuando empezó a llover más fuerte se puso de rodillas y gateó unos metros, una cucaracha con las patas quebradas. Después se incorporó, cayó una vez, volvió a intentarlo y finalmente se puso en camino.
Tendría que hablar con el vasco de El Trinquete; no era cierto que en Playa Bonita no pasara nada. Ahí estaba él ahora, protagonizando un fin de semana inolvidable, chapoteando por el medio de la calle, lleno de arena, con la cabeza y los labios sangrantes y los relámpagos como un telón de fondo de ópera wagneriana, volviendo a casa.
– ¿Qué le pasó?
Semidormido, en pijama, Fumetto lo hizo pasar entre parpadeos.
– Me asaltaron. Me robaron todo, hasta los documentos.
– ¿Dónde?
– Por allá -y señaló vagamente un pedazo lejano de la noche y la lluvia.
– Está lastimado.
– Golpes, nada más.
El patrón encendió la luz fluorescente del comedor, que cayó como una ducha blanca y zumbante sobre la escena. El reloj de la pared marcaba las cuatro.
– ¿A qué hora es el primer micro a Necochea?
El otro no contestó. Lo miraba.
– ¿Fue a la policía?
Ahora fue Etchenike el que no contestó. Se arrimó al mostrador, se sirvió un vaso de caña que bajó de un trago. Dio un largo suspiro, casi un ronquido de su garganta.
– ¿A qué hora es el primer micro?
– Hay un local cada hora y media a partir de las ocho. El patrón se colocó detrás del mostrador como para rearmar la escena, volver a la normalidad. Sirvió otra caña sin consultarlo.
– ¿Se va?
Etchenike agradeció la Legui con un gesto y se la empinó otra vez. Se aferró a la botella, la retuvo mientras hablaba:
– No. Voy y vuelvo. Y quédese tranquilo: tengo dinero arriba.
– Qué mal tiene ese ojo. Espere.
El patrón se rascó el trasero mientras abría la heladera. Sacó un pedazo de hielo, lo rompió y se lo entregó dentro de una servilleta anudada.
– Póngase esto. Y tome unas curitas, agua oxigenada… Tendría que ir a la Asistencia Pública pero a esta hora ni siquiera hay guardia.
Fue dejando las cosas sobre el mostrador como si preparara la canasta para un picnic de la Cruz Roja. Etchenike agradeció con un gruñido y cuando ya estaba al pie de la escalera se volvió:
– Me llevo la botella. Le pagaré todo… Y despiérteme a las siete.
El otro apagó las luces y lo acompañó, solidario, con el brazo en la cintura, escaleras arriba. Al llegar frente a la puerta bebió él mismo un trago y dejó la botella en manos del veterano.
– ¿No necesita nada más?
Etchenike contestó palmeando la silueta de la caña, amagando una dolorosa sonrisa.
Rizzo dormía muy entregado. Acaso soñaba con Lawrence, con una playa o una arena nutrida de árabes o de clientes para su Sorocabana.
Etchenike tiró la ropa en un rincón y a tientas, desnudo, se metió en el baño. La ducha fría fue casi dolorosa. Tenía un corte en el párpado izquierdo, una mancha roja en el mentón, moretones bajo las costillas y un tajo detrás de la oreja, la marca de la última patada.
Lavó las heridas con agua oxigenada, se emparchó con tres curitas y cayó sobre la cama con el hielo en la cara y la botella. Estuvo fumando, empinándose la caña en la oscuridad hasta que de a poco una sucia claridad comenzó a dibujar el perfil de la cortina.
Tres o cuatro. No estaba seguro, pero sí sabía que habían sido más de dos los que le pegaron. Era la primera vez que le pateaban la cabeza. No dejaba de ser una novedad. Y el revólver. Eso también era nuevo: que le quitaran el arma. Quince, dieciséis años que calzaba ese treinta y ocho dócil, un poco aparatoso. Era extraño estar ahí, tirado, esperando el amanecer en el húmedo hotel de una playa de mala muerte, dolorido y roto, junto a los sueños de un muchacho extraño.
Se fue adormeciendo. Antes de borrarse del todo comprobó, con la lengua obstinada, endulzada por la bebida, que tenía dos dientes flojos. Supuso que el alma tampoco estaba demasiado firme en su lugar: algo se movía en su interior, de la cabeza al pecho, iba hasta allá abajo y se convertía, de regreso hacia arriba, en resoplidos, estertores casi.