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TERCERA

“Nadie zafa de nada.

Sólo se puede elegir

de qué se sufre.”

MARROLLO, El Libro de Juanivar

30. Salvar la ropa

La pluma cucharita colmada de tinta azul descolorida rasgaba el papel poroso, incómodo, raspaba el aire opaco de la mañana que repartía arena tras los sucios cristales del destacamento. El cabo Castro escribía con dificultad, con esmero. Ni siquiera una birome para substituir la Remington golpeada y muda en el extremo del escritorio.

– Firme acá -dijo e hizo girar el papel-. Después hacemos una declaración definitiva a máquina.

Etchenike firmó al pie, sobre la línea de puntos.

En la versión carraspeada que recogían las dos carillas y media anteriores, él, Julio Argentino Etchenique, argentino, viudo, con residencia en la Capital Federal, retirado de la Policía Federal y jubilado municipal, atestiguaba que el occiso le había manifestado llamarse Sergio Algañaraz y ser periodista del diario “ La Nación ” de Buenos Aires, declaraba que su relación con el occiso era absolutamente ocasional y que sólo sabía de su residencia en el motel Los Pinos y que allí lo había buscado infructuosamente durante los dos días inmediatamente anteriores, que lo había visto por última vez a las 15 horas del día domingo. Declaraba también que ignoraba los motivos de la presencia del occiso en Playa Bonita y que no sabía si sabía nadar -el occiso, Algañaraz- y que no sabía si tenía dinero o enemigos, que no sabía eso ni tampoco lo otro ni lo otro.

Rubricó su firma con una raya imperfecta que trabó la pluma y terminó en una gota que quedó temblando y vaciló antes de expandirse estúpidamente en borrón, papel abajo.

– Puede retirarse. Si lo necesitamos, lo llamaremos.

Ya se levantaba cuando una mano en el hombro lo volvió a sentar de atrás y de prepo:

– Seguro que Etchenike… -y la voz subrayó la pronunciación- no sabe nada.

– ¿Quién es Etchenike? -preguntó el cabo mirando por encima del hombro de Etchenike al dueño de la mano.

– Este hijo de puta -simplificó el otro.

El veterano ni siquiera se dio vuelta pero supo que esa mano no lo tocaba por primera vez y que odiaba esa voz ya oída.

El cabo Castro buscó entre las líneas de tinta azul descolorida y verificó:

– Acá declaró Etchenique, Julio Argentino -dijo casi acusador.

– Está bien. ¿Y esto?

La pequeña y ajada cartulina voló por encima del declarante y cayó sobre el escritorio. Etchenike no necesitó arrimarse para reconocerla. Era la tarjeta de Etchenike Investigaciones Privadas que tal vez le habían arrebatado a trompadas dos noches atrás o acaso estaba en su pantalón que…

– Estaba en el motel, en la habitación 15, de Algañaraz, y ya sabemos de quién es… -dijo la voz que fue girando y dejó de sonar a sus espaldas para terminar la frase de cara al veterano.

El suboficial Brunetti estaba recién peinado, en vaquero, remera y ojotas. Una doble curita le tapaba mal un hematoma que deformaba su nariz, media cara roja quemada a los ponchazos por el sol de Playa Bonita.

Puso la tarjeta delante del hombre sentado que por ahora no se podría retirar:

– La encontramos con el agente Russo -señaló con el pulgar a sus espaldas a un canita rubio y joven que transpiraba el uniforme de invierno en marzo-. Y no sólo esto… Alcanzame la bolsa, pibe…

Brunetti recibió una bolsa de plástico y la vació ante Etchenike: el pantalón y los zapatos que sospechaba cayeron al suelo. Pero no los miró. Se quedó con la tarjeta, tiró la cabeza para atrás y parpadeó buscando foco:

– Sí, es mía esta tarjeta profesional -dijo luego de un momento-. Es cierto. Y estoy habilitado para trabajar en este rubro. De la ropa, habría que ver el talle.

– No te hagás el boludo. ¿Qué hacés en Playa Bonita? -lo apuró Brunetti.

– Basta.

– ¿Qué te pasa?

– Basta.

El veterano habló sin levantar la voz, sin levantar tampoco las manos, que se crispaban hasta blanquear los nudillos sobre el borde de la silla.

– Basta, oficial Brunetti. No abuse de mi paciencia porque no quiero que tenga problemas, menos aún con sus antecedentes y estando fuera de servicio… -lo midió con una mirada dura y soberana que sacaba autoridad quién sabe de dónde-. Acabo de regresar de Necochea; fui a denunciar el robo de mi arma. Ahora me acerco a colaborar en un reconocimiento y de golpe me encuentro con esta payasada… Es demasiado.

– Pero esto es suyo… -porfió Brunetti con una certeza inútil.

– Sí, es mi laburo, tal vez sea mi ropa. Y me la banco. ¿Usted se la banca, Brunetti? ¿Qué le pasó en la cara? El oficial apenas pudo murmurar:

– Hijo de puta…

– Además, ¿con qué permiso entró a requisar la habitación de Algañaraz? Necesita autorización del juez para tocar cualquier cosa. Si no lo sabe…

– Estaba abierto.

– Estaba cerrado.

– Abierto.

– Cerrado.

– Estaba abierto y fuimos a cerrarlo. Encontramos la tarjeta en el piso.

Interrogado con un golpe de mentón, Russo asintió. Etchenike se puso de pie y los miró a los tres, de a uno y en grupo:

– Acá hay algo contra mí -dijo luego de un momento-. Puede ser que esta muerte tenga que ver con la gente que me atacó anoche cuando fui a buscar a última hora al pibe. Son los que me robaron el arma. Creo haber reconocido a uno… Pero acá hay cosas raras… ¿Se sabe cómo murió Algañaraz?

– Estamos esperando -dijo el cabo-. Lo tenemos ahí hasta que venga el forense desde Necochea. En una hora, más o menos.

El veterano se imaginó al cadáver sentado, apoyado en la pared del cuarto contiguo, esperando.

– Murió ahogado -sentenció Brunetti.

– Tiene un golpe acá -dijo Etchenike señalándose detrás de la oreja, justo donde a él también le dolía.

– Sí -dijo el cabo.

– Pero murió ahogado.

El veterano volvió desde la puerta y dijo:

– Usted quiere decir que tiene los pulmones o el estómago o todo lleno de agua.

– ¿Y usted adónde cree que va?

Brunetti buscó apoyo. Toda la fuerza policial de Playa Bonita estaba allí, en cuatro metros cuadrados de oficina. No alcanzaban.

– Me voy a laburar. Yo no estoy de licencia.

Etchenike salió y no cerró la puerta, como invitando a que lo siguieran.

Pero nadie se movió.

31. Donde hay humo

Se fue derecho hacia el motel. Sayago estaba sentado en una silla en la puerta de su pieza, en mangas de camisa y leyendo el diario. Absurdo.

– ¿Qué hacés?

– Vigilo.

– ¿Supiste?

– Sí. Me lo dijo la mucama. Estaba llorando. ¿Cómo fue?

Le contó.

– Por eso no me puedo ir -concluyó-. A Mar del Plata vas a tener que ir vos.

– Ya lo veo. Igual, me va a correr el incendio.

Hacia el sur, por encima de los pinos y los últimos médanos, una columna de humo oscuro subía vertical, fácil y ominosa, sin que el viento la dispersase o lograra disolverle los contornos. Contra el cielo celeste, brillante del mediodía, era una pincelada negra trazada de abajo hacia arriba, ancha y desprolija.

– ¿Cuánto hace? -dijo Etchenike.

– Diez minutos. Y mirá lo que es ya.

– Puede ser un barco, un carguero.

– Es más cerca. Y en tierra.

El Negro seguía firme con el diario y el horizonte borroneado. Etchenike no:

– Tendrías que salir ya. ¿Tenés guita?

Y sin una palabra, resignado, el Negro Sayago entró en su casi intacta habitación 18 y comenzó a guardar, a manotazos, la ropa que había sacado del bolso apenas unas horas antes.

Etchenike fue hasta la puerta de la habitación 15. Una faja de papel con firmas ilegibles cubría la cerradura. No quiso mirar más.

Volvió a su hotel. En la habitación había todavía un indudable olor a café recalentado al que se había sumado la violencia ácida del desinfectante de ambientes. El veterano trató de llegar al baño sin hacer ruido para no despertar al castigado Rizzo, que yacía como un accidentado clásico de dibujo animado, con los ojos cerrados y la cabeza cubierta con un casco de vendas evidentemente excesivas. Sin embargo, no bien tocó el picaporte sintió el chistido del muchacho:

– Disculpe -dijo Rizzo en voz baja-. Hay algo que le quiero decir.

– Y yo también: es la primera vez que un cafetero me chista a mí.

Sonrieron.

– No voy a ofrecerle café. Se acabó.

– Lo sé, compañero.

Etchenike se acercó. Se sentía culpable, viejo, tonto. Podía seguir enumerando sentimientos afines.

– ¿Qué pasa? ¿Nos hicieron mal las camas? ¿Dejé la ducha abierta?

Pero Rizzo no gambeteaba las cuestiones:

– Me enteré de ese muchacho Algañaraz, amigo suyo.

– Tanto como vos.

Etchenike se dio cuenta que el otro no entendía:

– Era tan amigo mío como vos, pibe… Y es suficiente.

– Eso digo yo. Pero quería darle un dato que tal vez le sirva: yo lo vi el domingo a la noche.

– ¿Dónde?

– En la puerta del cine. Estaba con una mina, la rubia que a veces anda con Mojarrita Gómez.

– ¿Y vos qué hacías?

– Fui a ver qué daban: Piso de soltero, otra vez… Así que no entré. Pero ellos sí.

– ¿Qué hora sería?

– Cerca de las diez. Era tarde, y seguro que la película ya había empezado. Llovía bastante.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿Cuál es la mejor escena de Piso de soltero?

– La de Jack Lemmon colando fideos con la raqueta de tenis.

– Correcto.

Etchenike le apoyó las manos sobre las vendas.

– ¿Duele?

Rizzo agitó la cabeza:

– Y recuerdo algo más sobre el afano: detalles… -dijo quedamente-. No era un muchacho y llevaba zapatos. Lo recuerdo como en un pantallazo, una imagen apenas.

– Gracias. De algún modo la ligaste por mi culpa -miró en torno, no vio nada sobre la silla ni en el perchero-. ¿Y los termos? ¿Quién te los paga?

– Me bancan. No hay problemas… Y Fumetto ya me dijo que no me cobra hasta que pueda volver a laburar.

Etchenike se puso de pie:

– Me voy a bañar, permiso.

– Creo que el tipo entró por la puerta de atrás -dijo Rizzo, que seguía en el tema-. Habría que preguntar entre la gente de servicio del hotel si vieron a alguien.

Su aporte era un pequeño detalle, un modo de hacerle sentir a Etchenike que lo ayudaba y oscuramente lo halagaba, o al menos eso creía.

– Sí, seguro que sí -concedió el veterano-. Vos, tranquilo.

Bañado, afeitado y con ropa limpia, poco después de mediodía Etchenike estaba otra vez en El Trinquete. Los últimos acontecimientos habían empequeñecido el interés que podía mover a la gente de Playa Bonita hacia una tibia pileta de agua dulce con un desolado raidista de cabotaje. No es fácil competir con un muerto y un incendio juntos, una misma mañana.

– Se quema “ La Julia ” -dijo el vasco.

– No -dijo Etchenike-. No creo, bah.

– Pero parece que sí…

El veterano no pudo imaginar un autobomba rojo colmado de bomberos de uniforme atravesando, sirena al viento, los polvorientos caminos.

– ¿Y qué hacen?

– Hay un cuerpo de emergencias… Y también vienen de Necochea.

– ¿Es el campo o la casa?

– Es el campo, pero cerca del casco. Depende del viento o de la lluvia.

Etchenike miró instintivamente al cielo. Cualquier cosa, como siempre, podía venir de arriba. En general, lo peor.

Se acercó a la pileta. Mojarrita andaba por las quince horas en el agua y por las doce personas en las gradas; ahora hacía la plancha cerca de uno de los extremos y le contestó al saludo con un gruñido. Etchenike firmó la planilla y se acuclilló junto a él.

– ¿Y Sayago? -dijo el nadador sorprendido de verlo solo, de verlo a él.

– Tuvo que ir a Mar del Plata. Yo me quedé por lo de Algañaraz. Sabés quién era…

– Sí -Mojarrita hizo un buche y arrojó agua fuerte, fuera de la pileta-. El pendejo que estaba con la Beba la otra noche.

– Buen pibe.

– Éste es un pueblo de mierda -dijo abruptamente Gómez-. No pasa nunca nada y de pronto, cuando yo me largo a hacer el récord, se destapan todos. Primero un muerto en la playa; después, un incendio.

– Es en “ La Julia ”.

– ¿Y la vieja está ahí?

– Supongo que sí. O la habrán sacado.

– Podrían usarla de combustible.

Y se rió.

Etchenike se dio cuenta de que no le conocía la risa. Era rara, casi desagradable. Se cortó tan bruscamente como había comenzado.

– ¿No tenés que ir al baño?

– Cuando complete un día, esta noche. Usted me autoriza, dentro de la hora en que se cumplen las 24, y yo voy.

– Te pongo una escupidera en el borde.

– Julio…

– Sí.

– ¿Por qué se queda acá? Por mí, vaya. Me imagino que tiene flor de quilombo.

– Es mi laburo, soy su empleado. Es mi razón para permanecer en Playa Bonita -iba a decir “mi coartada” pero sonó muy fuerte-. Y no hable tanto que según el reglamento no podría estar apoyado en la zona baja de la pileta ni aferrado al borde. Mire que le piso los dedos…

Hacia la media tarde, luego de una infructuosa vuelta al pueblo con la camioneta, el morocho vino con la noticia de que el incendio de “ La Julia ” continuaba y que ya había llegado la policía de Necochea.

Insensiblemente, desde ese momento Etchenike comenzó a esperar.

Cuando se levantó viento y Mojarrita entró en las 18 horas, ya sabían que una vez más la jornada había fracasado como negocio. Estaba colocándole la espantosa pomada en el lomo y tratando de persuadirlo de que no abandonara aún, de que el baile de esa noche traería más gente, cuando los vio venir.

– Suerte -dijo Mojarrita y se sumergió.

Uno detrás del otro, desde el fondo del club, sin el clásico uniforme pero con sendas camperas grises y los cortos cabellos al aire, venían los policías. Lo sorprendió, le gustó verlos juntos. Laguna saludó desde lejos y él le contestó. Se levantó y fue hasta el vestuario a esperarlos allí, el brazo apoyado en el marco de la puerta abierta.

Era toda una postura ante la Ley.

32. Lo sabía

– Buenas tardes.

Friedrich pasó de largo frente a su brazo y entró pisando fuerte, haciendo sonar el cemento con los zapatos reglamentarios.

– Qué me cuenta, Etchenique… -dijo Laguna y le exprimió el brazo en señal que supuso de afecto.

– Vinieron rápido. Los esperaba.

Era cierto. Se había quedado allí, varado durante toda la tarde como si nada hubiera pasado porque quería que lo encontraran quieto, en funciones, prolijo y abocado a lo suyo. No tenía coartadas. Buscaba imagen.

– ¿Qué es este quilombo? Explique algo.

Friedrich estaba en el otro extremo de la pequeña habitación y con un gesto amplio se peinaba a diez dedos el cabello desacomodado. El veterano notó que los dos habían venido con las manos y las cinturas vacías: ni un portafolios ni armas. Como si hubiesen hecho una excepción, y eso fuera una salida especial y al margen del procedimiento. Él los había esperado para eso.

– ¿Qué dice el forense?

– ¡Qué forense ni qué carajo! -saltó Friedrich-. ¿Usted sabe dónde está parado?

– Puedo explicar.

– Lo de “Etchenike”… ¿Qué es eso?

– Son viejos hábitos de trabajo -se cruzó Laguna-. Y le recuerdo que no hay delito, Friedrich. No consta que haya esgrimido documentos con nombre falso… Sólo es un apelativo, un nombre de batalla -sonrió, socarrón-. Y permítame, que voy a saludar a un amigo.

Laguna pasó entre Etchenike y el marco de la puerta metálica y se acercó a la pileta:

– ¿Cuál es tu coartada, Mojarra?… A ver, mostrame los huevos a ver si están como pasa de uva… A ver…

– ¿Qué hacés por acá? Andá a la playa, apagá el fuego… -dijo el nadador.

Friedrich cerró la puerta con fuerza.

– ¿Qué lo tiene tan mal? -preguntó Etchenike-. ¿Un ahogado y un incendio?

– Hay gente rara y pasan cosas raras en Playa Bonita: violencia física, robos… Usted ha estado atentando contra la propiedad privada…

El veterano sonrió.

– No se ría. Hay, además, acusaciones formales, por lesiones.

– ¿Quién me acusa?

– El sereno del motel Los Pinos: Rafael… -miró su libreta- Ingrao… Tiene los huevos acá y un hematoma hasta la sien.

Etchenike no se inmutó:

– ¿Quién más?

– Un suboficial de la Policía Federal: Brunetti.

– Ese no es un suboficial; es un hijo de puta. Y Laguna lo sabe.

Friedrich siguió derecho, hizo como si nada:

– Usted lo lastimó, lo golpeó en la playa el domingo a la tarde. Tiene testigos.

– No tiene vergüenza… Además, trata de implicarme con Algañaraz. La tarjeta de la agencia que yo llevaba encima me la quitaron él y los otros, junto con el arma y la guita, cuando me atacaron la otra noche. Precisamente fui a hacer la denuncia de eso ante usted… Ahora la han puesto en el cuarto de Algañaraz cuando entraron sin autorización. Eso es así.

Friedrich se apoyó en el banco y enfrentó a Etchenike con severidad:

– ¿Qué es “eso”?

– “Eso” es una cama -sintetizó Etchenike.

– No… “Eso” es una boludez. Lo único que hay acá es un muerto. Un muerto, ¿entiende?

Friedrich resopló y comenzó a dar una vuelta al cuarto. Se enredó con las sogas de la red de voley que separó de una patada y quedó de cara a la puerta entreabierta. Pero no miraba. Los ojos claros estaban ensombrecidos, opacos, semicerrados.

– Un muerto -repitió-. Eso es lo único que hay. En circunstancias sospechosas; para colmo, periodista. Y de “ La Nación ”. En menos de 24 horas tenemos esto lleno de hinchapelotas que sacan fotos, preguntan a cualquiera y largan versiones. Hay que tener algo armado para ese momento.

– Yo ya le conté un cuento. No le sirve para el periodismo pero sí para empezar: estos hijos de puta me atacan cuando yo me ocupo de buscar al pibe.

Friedrich resopló.

– ¿Y por qué no me lo contó todo ayer a la mañana?

– Porque todavía no sabía que lo habían matado.

– No lo mataron. Por ahora, murió.

– ¿Qué dice el forense? -insistió Etchenike.

– ¡Cómo jode con el forense!

– No puede decirse nada hasta que no se sepa cuándo y cómo murió.

– No me dé clases de procedimiento. Es nuestro laburo. El suyo va a ser tratar de zafar de la situación en que está: ¿a qué vino a Playa Bonita?

El veterano metió la mano en el bolsillo y sacó un folleto de Romar como quien vende o espera vender.

– Se lo dije en Necochea también -y mostró el arma entreabriéndose el saco-. Vigilancia del Complejo Romar.

– ¿Qué más? -dijo el otro sin levantar la vista.

– Sólo eso. Ahora, desde anoche, trabajo para Mojarrita Gómez tras el récord.

– No joda. Nadie va a buscar a un investigador privado a Buenos Aires para que le cuide durante quince días una obra en construcción, para que se siente como un pelotudo a mirar un tipo en el agua.

Etchenike sacó del bolsillo un papel plegado en cuatro y se lo extendió.

– El contrato de trabajo con todo especificado. Fíjese.

El subcomisario dejó el folleto y leyó detenidamente el papel con membrete de Etchenike Investigaciones Privadas.

– ¿Silguero es el gerente de Romar? -preguntó levantando la vista y las cejas.

– Sí, un hombre de Romero -dijo otra voz.

Laguna había entrado silenciosamente. Etchenike se sintió, de repente, fuera de la cuestión.

– ¿Por qué trató con Silguero y no directamente con Romero?

– No conozco a Romero.

La mirada de Laguna no le creía; la de Friedrich no estaba ahí; observaba a alguien que se acercaba.

– Ahí tiene al forense. Ahora se va a dejar de joder.

Venía por el sendero, impermeable y lentes negros. Las manos vacías, extraoficiales también. Caminaba rápido y cantando en voz baja, pues golpeteaba rítmicamente con el diario plegado contra el muslo. Llegó hasta la puerta, abrió y dijo:

– Treinta y cinco.

– ¿De máxima o de mínima?

– Treinta y cinco horas de máxima, pero con bastante precisión. La cuenta nos daría el domingo por la noche. Todos se miraron alternativamente.

– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Etchenike.

Antes de que terminara la pregunta, Friedrich y Laguna le respondían con un dedo clásico, indudable, dirigido a su pecho.

– No. No puede ser que desde la tarde del domingo no haya habido nadie que…

– Comisario… -insinuó el forense.

– Un momento -lo paró Friedrich-. Ya aparecerá alguien, seguro. Pero no por ahora. Ni siquiera en el motel donde paraba. No hay certeza de que haya vuelto por allí después de que se fue con usted a las tres de la tarde.

– Sergio estuvo toda la tarde del domingo en “ La Julia ” viendo el partido de pato, haciendo fotos. Volvió, lo trajeron, a Playa Bonita al atardecer.

– ¿Cómo sabe eso?

– Estuve en “ La Julia ” ayer, de regreso de Necochea. Willy puede atestiguar lo que le digo.

El forense volvió a la carga:

– Comisario, discúlpeme; antes de venir para acá apareció el cabo Castro con la ropa de Algañaraz. La que se supone que tenía puesta antes de meterse en el mar. Estaba en la playa, en un hueco de los acantilados, bastante lejos del pueblo, en una zona de rocas.

– ¿Escondida?

El forense se encogió de hombros.

– No sé tanto. Como podría dejarla alguien que está solo y decide entrar a nadar. También había una petaca de whisky vacía y las llaves de la habitación.

Friedrich se mordisqueó la uña del pulgar:

– No suena tan mal. El muchacho regresó a Playa Bonita, se compró una petaca de whisky al atardecer, se alejó del centro y en un momento dado decidió darse un baño. Dejó todo bien escondido y se metió a nadar. Es buen nadador pero no está acostumbrado al mar. Entra demasiado y cuando quiere volver, media hora o más después, la corriente lo arrastra, la lleva mar adentro. No va a ser el primer caso.

– ¿Volvió a Playa Bonita y se quedó en la playa? Lo más probable sería que volviera o lo llevaran al motel… O sólo que tuviera algún motivo muy especial para ir a otra parte. Además, era temprano: ¿se ahogó bañándose a las ocho de la noche y nadie lo vio? Estaba feo para meterse en el mar picado. ¿Quién lo haría?

El mismo Etchenike se sorprendió de escucharse.

– Estaba borracho, no se olvide. No midió el peligro -dijo Friedrich.

– Tiene un golpe acá -Etchenike pronunció la sentencia mientras se golpeaba con el canto de la mano detrás de la oreja derecha-. Lo mataron.

– El médico forense soy yo -dijo el médico forense y se sacó los anteojos-. Y le digo que ese golpe no lo mató. Tal vez un raspón, un choque contra algo que flotara en el mar… Las rocas mismas que hay en la zona, bajo el agua… Pudo haberse desmayado. Pero ese golpe no lo mató. Murió ahogado, hace poco más o menos de treinta y seis horas.

El comisario Friedrich suspiró hondo, clavó los puños en los bolsillos de la campera y se dirigió a la puerta.

– Vamos a ver la ropa y los efectos de Algañaraz. Espero que no hayan tocado nada -se volvió hacia el veterano-. ¿Terminó el horario de trabajo?

Etchenike consultó su reloj.

– Me queda una hora todavía. Esta noche estaré en el Hotel Veraneo, si me necesitan.

– Nos vamos.

Los tres hombres abandonaron el vestuario en la ventosa agonía del atardecer. Laguna saludó amistosamente a Mojarrita al pasar. El veterano se quedó en la puerta, demasiado grande para el lugar, rígido, recortado en la luz pobre. De pronto, se fue tras ellos, que ya salían:

– ¿Quién encontró la ropa? -dijo tomando del brazo al forense.

– Una mujer -dijo el otro y de inmediato se arrepintió.

Friedrich lo miraba con severidad.

– Lo sabía -dijo Etchenike en voz baja.

Volvió lentamente, cabizbajo, hacia la pileta.

– ¿Saben algo más? -preguntó Mojarrita-. ¿Qué averiguaron?

– No. Nada nuevo…

Y se puso a encender las luces de colores para iluminar tribunas vacías.

33. Favores recibidos

Al doblar la esquina del hotel casi chocó con Gustavo que corría a buscarlo:

– Lo llamaron por teléfono. El señor Silguero y el señor García.

– ¿Qué dijo Silguero?

– Que lo llame a Mar del Plata o que vaya inmediatamente.

– Acompañame a Entel.

La mirada del pibe fue y vino a los dos lados. Algo temía:

– Dejé el mostrador para venir.

– Vení conmigo.

Etchenike lo agarró del brazo y lo llevó flameando, las zapatillas apenas rozando el piso.

– Contame otras novedades -dijo en tono formal mientras lo arrastraba.

– Estuvieron dos hombres, dos policías. Uno morocho y canoso, más viejo; el otro rubio y más joven. Venían de hablar con Castro y con Brunetti y preguntaron por usted. El patrón se asustó, se hizo un lío con los nombres: no sabía si era Etchenique o Etchenike, si era uno o dos… Los policías le preguntaban y él se ponía nervioso.

– ¿Entonces?

– Yo me metí y expliqué todo clarito. Se fueron conformes, al club.

– Muy bien, Gustavo. Ya estuve con ellos. ¿Y qué más?

– El patrón se enojó mucho cuando se fueron y me tiró un sopapo, bah, varios sopapos, por meterme. Pero yo le expliqué, mientras lo esquivaba, que usted le explicaría cuando volviese…

– Eso es.

– Pero uno me lo acertó.

El pibe se tocó la cara. Etchenike se detuvo, se agachó un poco para mirar la zona enrojecida junto a la oreja derecha.

– Te dolió.

– Más o menos.

– Me hiciste un favor a mí… -lo palmeó en el hombro-. Sos un tipo en el que se puede confiar.

– Sí -dijo Gustavo con naturalidad-. También lo estuvo buscando el Polaco.

– Será porque me olvidé el paraguas en el cine…

– No creo -dijo el pibe muy serio.

– Yo tampoco.

Entraron a la oficina de teléfonos. El veterano fue al mostrador e hizo el pedido a una operadora vieja y de delantal celeste. Casi de inmediato le indicaron que la comunicación estaba en línea.

– Ya salgo. Esperame que vamos juntos -le dijo a Gustavo metiéndose en la cabina.

Mientras aguardaba, observó tras el vidrio al chico que permanecía quieto, sentado allí en el largo banco de madera, con el delantal de trabajo aún puesto, las piernas extendidas y los muslos apoyados sobre las manos, esperando. Al descubrir que lo miraba, Gustavo le sonrió. Etchenike le guiñó un ojo. En ese momento atendieron.

– Hola, habla Julio.

– Por fin -dijo Tony-. La noticia de lo de Algañaraz llegó justo cuando yo estaba averiguando en “ La Nación ”. Ya te habrá contado el Negro: todo normal con ese pibe. Está todo el mundo muy impresionado. Ya salieron para allá el padre, la novia y un tipo del diario, el abogado, un tal Murguía… Nadie cree en otra cosa que no sea un accidente.

– Bien, gallego… Ahora necesitaría que me averigües dos cosas: qué tipo de enganches con sectores de poder en la provincia de Buenos Aires tienen los Hutton; con “hache” con dos “te”, como Watson Hutton, el de Alumni, o como Betty Hutton.

– Sí. ¿Qué más?

– ¿Seguís teniendo contactos con esos viejos peronistas de la época de la Resistencia? Esos veteranos que van a jugar al ajedrez a La Academia.

– Sí, más o menos.

– Entonces averiguame todo lo que puedas sobre Juan Ludueña.

Y le dio nombres, fechas, posibilidades. Tony asintió. Se sentía lejano, marginado; necesitaba participar y se comprometía a llamar mañana, esta noche si era necesario.

– De acuerdo, Julio… -concluyó.

Esperó el saludo final, las recomendaciones, pero se hizo silencio en la línea.

– Julio… ¿Pasa algo?

Etchenike había descubierto, al girar la cabeza, que Gustavo ya no estaba sentado en el banco. Lo buscó con la mirada un poco más lejos…

– Julio… ¿Qué pasa?

– Nada, gallego. ¿Anotaste todo?

– Sí. Hutton y Ludueña.

– Te agradezco. Ahora voy a cortar.

Dejó apresuradamente la cabina. Gustavo no estaba allí. Se asomó a la calle y no lo vio. Volvió al mostrador, pagó la comunicación.

– ¿Y la llamada a Mar del Plata?

– Cancélela. ¿No vio adónde fue el chico?

Ella negó con la cabeza. Tampoco le interesaba; calculaba las monedas.

Etchenike dejó el vuelto sobre el mostrador y salió corriendo.

Lo encontró en la esquina. Al borde de la vereda, charlaba con otro muchacho al volante de un viejo furgón de reparto, un Chevrolet de los cincuenta.

– Mi primo Cacho -dijo Gustavo-. Quiere contarle algo.

– Hola -dijo Etchenike agitado aún, aliviado ya.

Cuando le estrechó la mano, el de la camioneta lo miró con admiración y respeto:

– Buenas. Gustavo me habló de usted.

Allí también había un ligero temblor. Eso era miedo. El veterano imaginó la información múltiple y azarosa respecto de su persona y sus hábitos: usar nombres de guerra, portar armas, frecuentar a la policía y ser frecuentado por ella. Además, la cara golpeada.

– Pero nosotros ya nos vimos la otra noche -concluyó Cacho.

Ahí lo reconoció: el potrillo que acompañaba a Beba el domingo.

– Sí, me acuerdo bien. En El Trinquete.

– En El Trinquete -repitió el primo y se ensombreció-. ¡Qué quilombo se armó esa noche! Pero yo quería hablarle de otra cosa, si me promete que…

Pero Etchenike no pensaba dejarlo pasar así, prometer nada:

– ¿Te la apretaste a la Beba? ¿Qué pasó?

– Yo pensé que sí, que me la iba a apretar -dijo el muchacho contrariado, desviado de su interés-. Creí que iba al frente cuando me pidió que la acompañara al club. Se sabe que la Beba es muy putona. Pero enseguida vi que tenía miedo nomás, que no quería andar sola. Por eso cuando apareció usted me rajé.

– ¿Y a quién le tenía miedo? ¿A Mojarrita?

– No creo. Pero se sentía mal. “Me siento mal, pibe” me dijo. Y me llevó a la playa y después a El Trinquete; me hizo caminar como un pelotudo. Esa mina está muy loca…

Repentinamente el morocho perdió la paciencia:

– Escúcheme: yo quería hablarle de otra cosa.

– Esperá, carajo… ¿No te mencionó a Algañaraz? Es importante…

– ¿A quién?

– Un tal Sergio. El que apareció muerto. Alguien con quien se tenía que encontrar o con quien había estado…

– No. Hablaba mucho pero no se le entendía demasiado… Y volvía con lo del miedo. Cuando se le pasó un poco fuimos a El Trinquete y ahí ya sabe…

Etchenike notó que Gustavo se había quedado silencioso a un costado.

– ¿Qué hacés vos, ahora?

– Me voy. Es tarde y está por llegar El Cóndor de Mar del Plata.

Le puso la mano sobre la cabeza.

– Andá. Gracias por todo.

Pero el pibe sabía lo que quería:

– Déjelo que le cuente -dijo señalando a Cacho.

– Es cierto. ¿Qué pasa?

El de la camioneta dio una pitada larga, excesiva, de adolescente:

– Encontré un muerto en el camino -dijo todo ligerito.

34. Como Picasso

El furgón saltaba en los pozos del camino sinuoso y en cada salto se escuchaban ruidos cambiantes en la parte trasera, cosas que rodaban, deslizamientos acompañados con nubes de polvo.

– ¿Dónde trabajás, Cacho?

– En la panadería. Hago el reparto: con el furgón, para la zona; y con la bici en el pueblo.

– ¿Y cómo lo encontraste?

– ¿Al muerto?

Etchenike asintió. El muchacho manejaba vigorosamente; apurado como alguien que ha descubierto o intuido un tesoro y regresa angustiado a ratificar si es cierto, si no lo han robado, si no es un sueño.

El Chevrolet dio un salto mayor al pasar del camino de tierra a la ruta asfaltada que se extendía a la derecha.

– Es en el camino que va al faro, la primera bajada después del arroyo Los Sapos. Yo voy dos o tres veces por semana: llevo galleta, pan, algunas facturas -suspiró-. Espero que no lo haya visto nadie. Hace un par de horas, estaba.

Anduvieron unos minutos más por la ruta que parecía más serena y silenciosa que lo habitual en el atardecer. Luego de un puente de cemento excesivo para los húmedos pajonales del arroyo Los Sapos, algo que era poco más que una huella amarillenta entre alambradas cubiertas de arbustos los desvió otra vez hacia el mar.

– Está acá nomás, en una curva entre los árboles.

Y llegaron a la curva y a los árboles, y Cacho clavó los frenos más nervioso que asustado.

– Ahí lo tiene. Yo no bajo.

Primero reconoció el automóvil. Aunque semioculto por el ramaje, estacionado o empujado hacia una especie de garaje natural entre arbustos, el Volkswagen convertible rojo no era fácil de disimular. Ni de olvidar, tampoco. No ronroneaba ni derrapaba. Apenas destellaba rojo y frío al sol del atardecer. Tenía una de las puertas abiertas y la capota baja como la última vez que lo había visto, manejado por Coria, unas horas y unos kilómetros más atrás.

Precisamente Coria era el hombre caído junto a la puerta abierta, del lado del volante. Estaba tendido con el cuerpo ladeado, el rostro contra las piedras y los brazos sueltos a los costados, como si se hubiera ido de bruces, empujado. El empujón eran, en realidad, los dos o tres balazos que le habían agujereado primero el saco blanco, después la camisa estampada gris y rosa, y luego -inevitablemente- el tostado cuerpo atlético.

Uno de los vidrios de los anteojos negros se había roto al caer, aplastado entre la dureza del camino y la cara del hombre. Por eso tenía un corte bajo el ojo derecho que permanecía abierto, celeste y asombrado.

– ¿Lo conoce?

Cacho no había podido resistir la tentación y estaba junto a él.

– Sí, creo que sí. No toques nada que nos vamos enseguida.

Se acuclilló. Coria estaba frío. La sangre no manaba ya aunque el charco bajo el pecho era considerable.

Lo dio vuelta con cuidado, revisó los bolsillos. Examinó las tarjetas de una billetera con bastante dinero y se quedó con dos. La cédula de identidad con su innegable rostro estaba a nombre de Carlos Forlán.

Se la guardó. Copió otros datos en su libreta y dejó todo en el lugar.

Después fue al auto. Tomó el número que ya conocía, revisó la guantera y no encontró nada de interés excepto una pistola del veintidós con todo el cargador envuelta en una gamuza. La dejó allí.

El baúl estaba vacío. En el asiento trasero había un bolso de cuero con poca y buena ropa. Había quedado abierto y revuelto.

Etchenike cerró con cuidado, dejó todo como estaba y volvió junto al cadáver. La ropa y los mocasines eran nuevos y estaban impecables a no ser por la suciedad del revolcón final y algunas manchas oscuras en la botamanga del pantalón beige. Observó todo con detenimiento y hasta arrimó la cara, la nariz, como un perro.

– ¿Qué busca? -dijo Cacho impaciente ya.

– Yo no busco, encuentro -dijo Etchenike citando a Picasso sin saberlo.

Volvió al camino, observó las huellas, las marcas en el piso, algunas ramas rotas de los árboles cercanos y finalmente retornó junto al furgón.

Cacho estaba al volante y con el motor en marcha.

– ¿Estaba todo así cuando lo viste por primera vez? -dijo sentándose a su lado.

– Creo que sí.

– Entonces salteate esta visita conmigo y mañana temprano contale a la policía la primera. Les va a interesar.

– No pienso ir a la policía. Por eso se lo mostré a usted.

– Está bien. Yo tampoco hablaré. Tampoco te voy a contar nada… Cuanto menos sepas, mejor -y se volvió hacia la ventanilla para no ver la decepción en la cara del muchacho.

El furgón retomó la huella. Cuando llegaron al asfalto, antes de doblar hacia Playa Bonita, Etchenike lo hizo detenerse y miró para atrás. Una sutil nube de polvo marcaba el sendero que acababan de recorrer.

– Ya está -dijo-. Ahora imaginemos algo para explicar qué andábamos haciendo juntos. Cualquier cosa menos encontrar cadáveres.

35. Lo sabía II

En la oficina de destacamento, a las ocho y media de la noche, el agente Russo estaba solo. Hablaba por teléfono a los gritos bajo la mustia lamparita de cuarenta y decía sí señor, sí señor, se lo diré señor.

Etchenike esperó que colgara:

– ¿Dónde están?

– En el hotel. Se fueron todos.

– ¿En el Atlantic?

– Sí.

El veterano se asomó a la habitación contigua que estaba abierta. Miró bien. Volvió y se sentó frente a Russo.

– También se llevaron el cadáver -dijo.

– También. No había ambulancia para trasladarlo a Necochea hasta mañana. El juez ordenó no tocar nada hasta que venga él. Acaba de hablar por tercera vez…

– ¿Y por qué al hotel?

– Es la única heladera grande que hay en el pueblo. La única industrial. Tenía un olor…

Etchenike imaginó el mar. Vio el mar y a Sergio Algañaraz rodando por el fondo, enredado de algas, sucio de arena, con el pelo en movimiento, en olas. Lo volvió a ver muerto en la playa. Lo recordó en ese cuarto de al lado, tirado sobre las hojas de un diario zonal, mal cubierto. La imagen era cada vez peor, más sucia, más obscena.

– ¿Cómo lo llevaron? -insistía en detalles para qué.

– No había camilla. La de los bañeros está en la casilla de la playa, que está cerrada desde el primero de marzo. Así que sacaron la puerta para poder transportarlo sin manosear. Lo taparon con una lona.

El agente Russo señaló el itinerario del cadáver con un gesto que iba de la habitación que ahora Etchenike descubría sin puerta, hasta la calle, y luego las tres cuadras que imaginó en procesión hasta el Atlantic.

– Acá nada está donde debe -se oyó decir.

– ¿Cómo?

– La ambulancia, la heladera, la camilla, el juez, los bañeros, el forense, los bomberos… Todo está en otra parte.

– ¿En dónde?

Etchenike no contestó. Por un momento, el único sonido en el cuarto fue el zumbar de los bichos alrededor del foquito.

– Así que apareció la ropa… -dijo al cabo de un suspiro.

– Toda: la remera, el pantalón, las ojotas, hasta la llave del cuarto, la guita…

– ¿Quién es la mujer?

– ¿Qué mujer?

– La que encontró la ropa de Algañaraz.

– Yo.

Giró la cabeza y la Beba estaba allí, apoyada en la puerta de entrada.

Tenía el vestido floreado; el pelo recogido en una cola de caballo le hacía la cara más ancha; la sonrisa violenta ocupaba mucho espacio pero tenía poco sentido allí.

– Lo sabía -repitió Etchenike, sabio e inútil.

36. Maníes salados

Ella avanzó dos o tres pasos. Se sacó los anteojos. Estiró un brazo y lo apoyó en la pared. Su mirada brillaba. Pero no era cosa de llorar:

– ¿A ver qué más sabés?

– Que te sentís mal.

– Me siento muy bien -se recostó, hizo espaldas clásicamente, flexionó una rodilla-. ¿Y vos qué hacés acá? ¿Sos policía también? Está lleno de canas.

– Terminé mi trabajo y vine a presentarme a la autoridad -el veterano comenzó a ponerse de pie-. Pero la autoridad no estaba: la estoy buscando.

Ella echó una risotada.

– Yo también busco a alguien -hizo una pausa burlona, levantó el índice-. Pero no a cualquiera.

Era una caricatura. Era mentira. Etchenike sintió que podía derrumbarse en cualquier momento. No haría ruido; se deslizaría hasta quedar tirada allí.

– Te puedo ayudar.

– Ese laburo que tenés… Trabajás para Romero.

– Para Romar, antes. Ahora, para Mojarrita Gómez, no sé si sabés…

Beba hizo un gesto de escepticismo sobrador. Todo era obvio para ella.

Le hacía sentir que no sabía nada o que ella sabía todo lo que él creía saber o que ella desdeñaba cosas que él todavía no sabía. Manejaba ella. Pero no estaba en condiciones de manejar nada.

– Tendríamos que hablar -dijo Etchenike dando un paso-. Hay mucha ropa sucia…

– La ropa estaba limpita… -y se volvió a reír. Hizo un gesto con las manos, el mar fue y volvió.

Sonó el teléfono y el agente Russo atendió. Los otros dos quedaron mirándose como en una sala de espera de dentista, de médico de pueblo.

– Sí, subcomisario. Casualmente está acá, subcomisario. Ahora mismo, señor.

Russo colgó y miró al veterano.

– Friedrich lo está buscando. Vaya al hotel.

Etchenike se inclinó un poco ante el agente, miró hacia la dama:

– ¿Vamos?

Ella lo siguió y embocó la puerta con alguna dificultad. En la vereda de tierra el veterano se dio cuenta de que no podía contar con ella para un itinerario de dos cuadras en línea recta.

– ¿Tomaste mucho?

Beba meneó la cabeza. Ni si ni no.

– Pagame una ginebra -dijo adelantando el mentón.

– Vamos ahí -dijo Etchenike.

Cruzaron la calle y se sentaron frente a un destartalado kiosco de lata iluminado por dos faroles a kerosén. El olor y el humo de las hamburguesas y los chorizos que crepitaban en la parrilla lateral inundaba el aire. Las tres mesas eran postes clavados en el piso de tierra con tapas circulares de madera. Las patas metálicas de las sillas vacilaban en el suelo irregular. La mujer que atendía recogió el pedido desde atrás del mostrador y luego vino con la ginebra, la cerveza y los maníes. Se había levantado algo de viento y los faroles se bamboleaban, hacían oscilar los conos de luz. Una racha vigorosa levantó la tierra de la calle y les hizo entrecerrar los ojos. Etchenike le pidió un pañuelo. Ella revolvió su cartera y se lo alcanzó.

Brindaron casi espontáneamente, sin saber bien por qué. Tal vez porque la cerveza estaba helada y el hielo de la ginebra golpeaba prometedor contra el vidrio grueso y empañado.

– ¿Cómo fue? -dijo Etchenike estirándose, picando los maníes.

– ¿Por qué te tengo que contar a vos?

El veterano se encogió de hombros, lejano y relajado. La dejó a ella que se respondiera si quería.

– Estuviste bien la otra noche… -Beba hizo una pausa, se empinó rápidamente el resto de la bebida-. Bah… Tal vez el Mojarrita me hubiera ensartado. O tal vez no. Amenaza y amenaza…

– ¿Y en la playa cómo estuve?

– Ahí estuviste boludo.

– Boludo pero rápido.

– No tanto. El rodillazo te salió caro, me imagino. Mirá cómo te dejaron la cara… -y le señaló los estragos-. Yo sé todo.

– Contame todo entonces. O por lo menos lo que le contaste a la cana. El pibe no era mi amigo pero podría haberlo sido.

Ella se empinó infructuosamente el vaso, hizo sonar el hielo.

– Pagame otra -dijo.

– Hablá.

– Esa noche me vino a buscar a El Trinquete como habíamos quedado -dijo mirándolo fijo, intentándolo.

– Lo trajeron de la estancia. Pero vos estuviste antes con él. A la tarde alguien lo llamó, o vos o de parte tuya, y él fue. Antes de ir a “ La Julia ” estuvo con vos…

– De eso no me acuerdo… Tal vez estuvo con otra o con otros…

Etchenike indicó a la mujer que trajera la botella y el jarro de hielo.

– Seguí -dijo.

– El pibe iba a hacer de escribano pero llovía, vos viste. Entonces cerré la boletería y me fui con él a tomar algo.

– ¿A qué hora?

– Las nueve, las nueve y media. No me acuerdo bien.

– ¿Adónde fueron?

– Me quería llevar al motel pero llovía mucho.

– Al motel no iban a ir a tomar algo: iban a coger.

Ella fijó la mirada perdida y no respondió. Tomó la botella y se sirvió una ginebra desastrosa, como decía Expósito en “Fangal”.

Etchenike la vio que se venía en falsa escuadra, se venía, se venía…

La retuvo del hombro antes de que cayera.

– ¿Adónde fueron a coger?

– Llovía mucho. Fuimos al cine. A franelear al cine.

– ¿Qué daban?

Ella lo miró con asombro. Qué importaba eso.

– No sé. Una comedia: estaba empezada cuando llegamos y nos fuimos antes de que terminara. Era una boludez.

– ¿Por eso se fueron?

– ¿Para qué nos íbamos a quedar? Había parado de llover. Nos fuimos a la playa.

– Se hubieran ido al motel.

– Era lejos y él estaba muy borracho. Se había terminado la petaca de whisky él solo.

– ¿Y vos cómo estabas?

– Bien. No me gusta el whisky.

– No precisamente.

Ella sonrió, babeó un poco.

– Me gustaba el pibe. Era medio boludito y hablaba demasiado pero era un buen pibe.

– ¿Por qué lo mataron si era tan bueno? ¿Qué hizo?

La Beba se arrimó al vaso, acercó los labios otra vez a los cubitos solos, chocadores. Etchenike le bajó el brazo.

– ¿Por qué lo mataron?

– ¿Quién lo mató? Se ahogó -y forcejeaba para arrimar los labios-. Se hacía el canchero pero con el pedo que tenía ni se le paraba. Decía: vení guacha que te hago de goma… Pero lo único de goma era el firulo. Pobre pibe… Meterse en el agua con el pedo que tenía.

– ¿Cómo fue?

– Nos fuimos caminando para aquel lado -señaló-. Anduvimos un montón. Después nos tiramos y estuvimos rascando un rato. Pero de pronto le agarró la locura, se quiso bañar: se sacó la ropa y se metió en el agua. Yo le dije que me iba. Y me fui.

– ¿Y él qué hizo?

La Beba alzó los hombros, indicó con la mano vertical la marcha hacia adelante, lo hizo perderse mar adentro. Después desplegó las palmas, se disculpó, manoteó la botella y quiso insistir. Pero Etchenike no la dejó.

– Pará ahí: la ropa, dónde quedó.

– La dejó metida así -hizo el gesto- en una cueva del acantilado. En el hueco… La puso como si… Se detuvo.

– Como si pensara que iba a tardar mucho en volver -completó el veterano.

– Claro -pero repentinamente se rectificó-. No, si iba a volver enseguida.

– Él, con el pedo que tenía, puso la remera, el pantalón, las llaves y hasta la petaca vacía en el hueco -reconstruyó Etchenike-. Y después se metió en el mar.

Ella asintió con el mentón. No lo miraba.

– Raro. Lo más lógico era que dejase todo tirado en la arena… Era casi medianoche, estabas vos con él. Pensaba entrar y salir. Tal vez no te acordás bien y en realidad él dejó las cosas desparramadas y a vos te dio miedo de que se perdieran o que las robaran y entonces las pusiste vos allí. Después te fuiste.

– No me acuerdo.

– Sí que te acordás. Y vamos a anotar algunas cosas, así no me olvido yo tampoco -Etchenike se tanteó los bolsillos. Sacó una hoja de papel y siguió revisando-. Prestame tu birome.

Cuando tendió la mano hacia la cartera de ella, la Beba la apartó de un zarpazo.

– No toques mi cartera.

– No te voy a afanar nada, Beba. Prestame la birome que tenés ahí.

– No tengo.

– Sí tenés. Te la vi recién cuando abriste la cartera para darme el pañuelo.

Ella apretó el cierre con los dedos crispados, apretó los labios con los ojos encendidos. Era como si retuviera entre las manos a un bicho dispuesto a saltar.

– Esa birome no anda -balbuceó.

– No tiene tanque -especificó Etchenike.

– Se me rompió. No sirve.

– Sí que sirve. La llevás siempre encima y la usaste hace un rato, Beba.

Etchenike se inclinó sobre la mesa e hizo el gesto de esnifar con una fuerte aspiración.

– ¿Me equivoco?

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? ¿No me equivoco?

Ella volvió a agitar la cabeza.

– Y después tenés que bajarla con ginebra. Se sabe…

Ella manoteó la botella que se tambaleó sobre la mesa. Esta vez Etchenike no se lo impidió. La ayudó a servirse un poco más. Pidió hielo. La dejó que tomara un sorbo largo.

– Te hace bien.

Ella asintió.

– Te podés llevar la botella si me decís quién te pasa la merca.

Por primera vez en un largo rato, la Beba levantó la mirada; sonrió burlona.

– Vos te creés que soy boluda. Querés que me amasijen.

– Como al pibe.

– Ese sí que era un boludo: se ahogó.

– Vos no. Vos sos piola-. Etchenike la agarró delicadamente del pelo y la obligó a levantar la cabeza-. ¿Sabés que vas a quedar pegada? ¿Sabés que no te puede creer nadie? Te enterraste sola: nadie lo vio vivo después que vos…

La soltó. Se puso de pie y fue hasta el mostrador. Pagó y volvió. Se empinó el resto de cerveza y agarró un puñado de maníes. Le fue tirando con ellos a la Beba, derrumbada sobre la mesa húmeda de ginebra. Le tiró cuatro, cinco, diez, como si fueran bolitas, mientras le hablaba:

– Estás cocinada. Si hablás la podés sacar más barata. Pero estás regalada, por puta y falopera.

Ella levantó la cabeza, protestó apenas.

– ¿Sabés lo que pienso? Que lo mataste vos, para afanarlo.

– Estás loco.

– Dejaste algo de guita para disimular, pero yo sé que el pibe estaba forrado y las drogonas como vos son capaces de cualquier cosa por un gramo de blanca. Fue fácil. Él estaba muy mamado y se quería bañar. Con el pretexto de acomodarle la ropa, le sacaste la guita, pero él no te dejaba ir. Entonces aceptaste meterte en el mar y ahí le diste con algo en la cabeza. Una piedra tal vez… El golpe está.

Ella negaba y sonreía.

– Yo no le hice nada al pibe.

– No querías, tal vez. Pero lo desmayaste… Y se ahogó.

– No, no, no.

– Sí. Rajaste con la guita a darte un saque. Estabas tan loca que te pasaste, te diste vuelta y te empezaste a sentir mal. Ahí fue cuando encontraste a Cacho y conseguiste que te acompañara.

– No lo metas al pibe ése.

– Lo llevaste por la playa primero. Tenías esperanzas de que se hubiera salvado…

La Beba se aferró a los bordes de la mesa y con la barbilla apoyada sobre la madera dijo lentamente:

– Estoy en pedo pero no soy tan gila. Yo no hice nada. No lo toqué al pibe. Nadie puede decir que lo maté yo.

– Yo lo voy a decir. Ahora mismo. Y lo voy a probar. Eso te pasa por drogona y por boluda: nadie te va a defender, te van a mandar al frente y los otros hijos de puta se la van a llevar de arriba.

Esperó un instante pero ella no dijo nada. Permaneció quieta, derrumbada, tal vez desmayada sobre la mesa. Apoyó una mano en su hombro y la zamarreó.

– Beba: me voy. Y voy a hablar.

Le contestó un gruñido.

Etchenike dio media vuelta y enfiló por el medio de la calle hacia las luces del Hotel Atlantic. Acaso esperaba, mientras se alejaba, que ella pegara un grito, que lo puteara o pidiera auxilio.

No pasó nada de eso.

37. Desconocidos

El Polaco cruzaba la calle apresurado, trotaba casi, desvencijado por el apuro mientras lo chistaba.

Etchenike se detuvo en la puerta del Atlantic, lo esperó.

– Disculpe -dijo el viejo, agitado-. Quería hablar con usted.

– No vengo al cine.

– Yo tampoco. No hay función.

– Pero parece que el espectáculo continúa -Etchenike suspiró y con un ademán amplio indicó un sector de tiempo y espacio contiguos-. En la calle… Y no se imagina cómo, señor Gombrowicz.

– Sabe mi nombre.

El veterano asintió:

– Y suena falluto -dijo en un impulso.

Ahora fue el Polaco el que sonrió.

– No… Pero tiene algo de razón. Con las sorpresas de la guerra, los apuros de la partida, las persecuciones, los desencuentros, las pérdidas, uno va dejando todo.

Etchenike sintió que el discurso del Polaco era una antología de lugares comunes, que estaba escuchando hablar al arquetipo del emigrante del centro de Europa, al loco de la guerra.

– Uno va dejando todo -proseguía el otro-. Algunos perdimos también, además de la historia personal, la familia o la memoria, los testimonios formales de la identidad, toda huella o registro legal. Por eso yo puedo decir que soy Gombrowicz… Desde hace cuarenta años, desde 1939, soy Gombrowicz. Si es un nombre que suena demasiado típico para polaco anclado, lo siento. Pero es un apellido…

– Pero no el suyo.

– Digamos que es el mío, sí. A algunos les ponen un nombre; éste me lo puse yo. Como Witold, el escritor que tal vez usted conoce de mentas. Él ha vuelto a Europa, hace unos años… Yo, no. Yo nunca tuve otra patria que no fuera el cine.

– Suena lindo eso, pero es mentira.

– No es mío. Es una variación de “la patria del escritor es el lenguaje”, que dijo alguien.

– Es mentira, también -se excedió Etchenike-. La traducción, en esa línea de razonamiento, sería una especie de exilio… Y nadie se va en barco del idioma o lo amenazan para que abandone el cine.

– No vine en ése -dijo el Polaco señalando repentinamente hacia el océano, aludiendo a los hierros oxidados mar adentro-. Eso sí es leyenda, o tal vez simple mentira. Pero por ese barco me iré -y volvió a señalar la lejana mole encallada-. Por ese barco me iré pero no me iré solo.

– ¿Qué quiere decir?

Ahí el Polaco se transfiguró y Etchenike sintió el dulce y temido vértigo de estar a punto se ser objeto de una confesión.

– Yo me hago el boludo, mi amigo -y el duro argentinismo sonó más duro en boca del viejo-. Yo me hago el loco, también. Pero no soy ni boludo ni loco.

– Claro que no: los locos no tienen su memoria, su capacidad de observación.

El otro lo miró raro:

– Me está cargando…

– Hablo de cine, Gombrowicz. Recuerda nombres, rostros, fechas… Me imagino que sería capaz de reconocer a cualquiera, vivo o muerto.

El Polaco asintió.

– ¿Cuántos años hace?

– Cuarenta, como Witold.

– ¿Y las películas? ¿Cómo consiguió eso?

– Ésa es otra historia para otro día. Cuando demos El tercer hombre.

– Me interesa El tercer hombre, Polaco. Sobre todo el personaje de Orson Welles, que apenas aparece pero define todo.

– Eso: desaparece y aparece.

Gombrowicz soltó la frase y quiso seguir viaje hacia adentro.

– Espere: usted me quería decir algo -insistió Etchenike.

El otro lo miró con asombro:

– Ya se lo dije.

Y entró. Casi chocó con el cabo Castro que salía en ese momento:

– ¿Qué hace acá? -le dijo a Etchenike.

– Hacía tiempo con el amigo, hablando de cine.

El policía se le arrimó.

– Hay novedades… -dijo y calló de pronto.

Los sollozos de una mujer joven de pelo rubio y largo pasaron junto a ellos bajo el amparo de un brazo maduro y protector que no temblaba.

El protector saludó muy bajo al pasar y Castro hizo la venia.

– La novia y el jefe del pibe -sintetizó mientras la pareja cruzaba la calle-. Lo reconocieron.

– Un muerto es siempre un desconocido -dijo Etchenike.

Dio media vuelta y entró al hotel. Castro lo siguió como una sombra.

38. Personas en la sala

Precisamente cuando el veterano abrió la puerta del comedor, el subcomisario Friedrich abría una gaseosa. Fue un ruidito pálido, fina escupida más o menos explosiva y breve, pero todos, en silencio, estaban pendientes de esa operación. Sin duda había realizado el gesto en medio de una explicación, era una pausa en su palabra, porque los que estaban allí siguieron con la mirada fija en él.

El inmenso y desolado comedor del Hotel Atlantic parecía un escenario montado para el final de una novela de Agatha Christie: los policías, los testigos, investigadores oficiales y oficiosos, algún sospechoso potencial y hasta la vigilancia discreta con que Russo custodiaba la puerta daban esa impresión.

Había uno que hablaba y el resto que callaba: estaban Laguna, el Polaco, el Baba, su mujer, los hombres del motel Los Pinos, los policías Russo y el cabo Castro, más dos o tres personas que Etchenike no conocía. No faltaba ni siquiera el cadáver, que el veterano adivinó tras los vidrios opacos de la Westinghouse de cuatro cuerpos.

Sobre el mostrador se acumulaban dos jamones, una caja de plástico con sachets de leche, botellas de vino, un pan de manteca, la caja del dulce de membrillo y la lata de dulce de batata, las botellas de coca cola, un cajón de cerveza… El cadáver de Sergio Algañaraz no quería compartir su morgue improvisada.

– Esas son las circunstancias que no debemos olvidar -concluyó el comisario luego de empinarse la botella. En ese momento reparó en el veterano-. Ah, Etchenique, siéntese, por favor. Acabo de explicar cuál es la situación en este caso desgraciado.

Se detuvo en esa palabra: la desgracia cayó sobre el grupo como una sombra.

Hubo suspiros. Etchenike descubrió a un hombre sentado en un extremo del salón; tenía los codos apoyados en las rodillas separadas y la cabeza caía hacia abajo, el pelo gris llovido.

– Se lo he dicho a la señorita y al señor periodista -continuó Friedrich, aludiendo a la rubia novia y al maduro jefe-: no podemos dejar que el accidente de Sergio deje de ser eso, un accidente, hasta que no estemos completamente seguros de que no lo es. Quiero decir: sólo la discreción nos garantiza el respeto por las personas y los sentimientos y la eficacia.

Ahí respiró. Se dirigió directamente a Etchenike:

– Tenemos algo o mucho: una testigo. Como usted sabrá, Etchenique, ha dejado de ser el último que vio con vida a Sergio. La declaración del señor Hutton cubre las horas de la tarde y el personal del motel Los Pinos certifica que no volvió por allí. Eso nos permite tener una visión más plausible de cómo sucedieron las cosas. Ya hay un informe del forense.

– ¿Dónde está Brunetti? -dijo Etchenike mirando a su alrededor.

– Debía reintegrarse hoy. Ya debe haber llegado a Mar del Plata. Avisó que se iba pero quedaba a disposición por cualquier cosa… -dijo Friedrich.

– Por cualquier cosa no, precisamente… -ironizó el veterano.

Pero no pudo proseguir.

La puerta vaivén se abrió violentamente y Willy Hutton entró al comedor embravecido, buscando algo rojo, algo móvil, algo:

– ¿Por qué mierda, acá? -gritó.

Caminó unos pasos y se enfrentó casi cara a cara con Friedrich que había quedado, por lo menos, sorprendido.

– ¿Por qué carajo tienen que meter esta gente en mi hotel, inclusive el cadáver de ese tipo en mi casa? ¿Quiénes se creen que son?

– Escuche Hutton… Usted está alterado por…

– ¡Yo sé por qué estoy como estoy! ¡Y mire cómo estoy!

Los pantalones manchados, la cara tiznada y los brazos llenos de marcas y magullones rojos y oscuros le daban un aire entre épico y ridículo. Pero era evidente que no quería ni podía evitar la teatralidad de la situación.

– ¡A mí se me quiere desprestigiar, la puta que los parió! -gritó a todos y a cada uno-. ¡Sáquenme inmediatamente este cadáver de mi hotel!… ¡Llévenselo! La gente de Playa Bonita no tiene nada que ver con todo esto.

Su mirada se fijó en Etchenike. Habló mirándolo a los ojos:

– Todo esto empezó con alguna gente extraña en la playa… ¿A qué vinieron?

– Yo le puedo contestar -le contestaron de un costado.

La voz, entrecortada pero firme, anunciaba mucho más que una respuesta.

El hombre de cabellos grises no había levantado la cabeza para hablar y silenciar mesuradamente a Willy Hutton. Le hablaba al piso, le contestaba al piso antiguo y dibujado que sin duda no veía:

– Yo he venido a reconocer el cadáver de mi hijo -hizo una pausa y ahora sí miró al rubio chamuscado y elocuente-. Es una buena y desgraciada razón, si le parece. Y le ruego, señor Hutton, que nos permita seguir con nuestra reunión, ya de por sí demasiado penosa…

Y entonces se dirigió al subcomisario Friedrich:

– ¿Quién es esa mujer que mencionó, señor Friedrich? Ya veo quién es el señor Hutton. Ahora quiero saber quién es esa señorita Beba Vargas…

– No fui anteriormente más explícito, señor Algañaraz, por la presencia de su futura nuera… -se excusó el subcomisario-. Pero lo seré.

Y desgranó la versión que -con variantes que no supo entonces si eran significativas- había desembuchado la Beba ante Etchenike, derramada sobre la ginebra derramada. En el detallado informe de Friedrich faltaban algunas palabras sobre el ir y venir de las mareas, sobraban párrafos respecto de la pericia policial y se omitían algunas líneas de cocaína.

Pero no iba a ser Etchenike el que tirara esa línea sobre la mesa. No por el momento. Pero algo podía sugerir:

– No quiero contradecir al subcomisario ni tengo pruebas que puedan servir para desarrollar una versión de los hechos que refute la idea de accidente -se oyó decir en un lenguaje preciso y afectado que lo sorprendió-. Pero puedo atestiguar que aquí han pasado cosas raras: de algún modo, Sergio fue amenazado; yo por otra parte, y sin otro motivo aparente que el preocuparme por su paradero, fui agredido y hostigado hasta esta misma tarde. Quiero decir: quedémonos con el accidente pero abramos los ojos.

El padre de Sergio los abrió, los mostró a Etchenike por primera vez en la noche. Tenía una mirada enturbiada por las lágrimas, clara y conmovida.

– Me doy cuenta de que estoy tratando de creer lo que me dicen. Tengo ganas de creer, necesidad de creer para quedarme tranquilo. No me gustaría enterarme de que han asesinado a mi hijo. Me da miedo y soy muy cobarde. Les pido que me ayuden. Tengo muchas ganas de escapar de aquí. Es asqueroso todo lo que pasa. Es asqueroso el tono con que hablan. Mi hijo está metido dentro de esta asquerosa heladera todo comido por los peces…

El hombre sollozó en una convulsión que terminó casi en grito:

– ¡Hijos de puuuuta! ¡Uno no quiere que le ensucien su hotel, otros están especulando con la imagen, se preocupan por cómo van a dar la información! ¡Y él está ahí, muerto! ¡Qué carajo saben de Sergio ustedes, hijos de puta!

Mientras los gritos subían, Etchenike notó que Willy Hutton se retraía, hablaba quedamente con el Baba en un ángulo del salón. En voz baja pero enfática, hubiera definido. Es que se había hecho un repentino y violento silencio.

Cuando Laguna se levantó de su lugar y caminó hacia el hombre que había dejado de gritar, ahogado en sus propias lágrimas, Etchenike creyó que lo iba a zamarrear, que le iba a dar un sopapo ahí nomás. Sin embargo el comisario se detuvo frente a él y se agachó buscándole la cara:

– Pare ahí… Cállese ya. No insulte más.

Etchenike se arrimó al mostrador, tomó un vaso y sirvió una ginebra generosa, la bebida adecuada para los desgraciados de esa noche. Se la entregó a Laguna, que le dio un sorbito antes de alcanzársela al hombre que volvía a llorar, descontrolado.

– No hay nada más que hacer por hoy -dijo Friedrich repentinamente apurado-. El juez va a estar aquí a las ocho de la mañana.

Antes de salir hizo un gesto a Russo que indicaba vagamente que se ocupara de la Westinghouse y su contenido. Se detuvo ante Etchenike:

– Quiero que atestigüe ante el juez. La indagatoria se hará sobre la base de sus declaraciones recogidas por el cabo Castro. No se vaya de Playa Bonita hasta haber declarado.

– No me voy hasta haber aclarado -rectificó.

– Oiga, subcomisario…

El viejo Algañaraz había reaccionado.

– Hay algo que debe saber -dijo con la ginebra ante los ojos-. Sergio no sabía nadar. Era incapaz de hacer un ancho en la pileta de la quinta. Era un cagón con el agua, además. Así, que…

Friedrich asintió reiteradamente, como si el dato le confirmara puntualmente sus deducciones.

– Perfecto. Más a favor: un calambre, un golpe ahí nomás, cerca de la orilla, que lo desmayó. En el lugar que señala la señorita Vargas hay muchas piedras. De noche, puede haber perdido pie, resbalar… El no saber nadar explica muchas cosas -aseveró.

– Pero no explica lo fundamental -se cruzó casi a su pesar Etchenike-. Si no sabía nadar, no se internó demasiado en el mar; si no se internó demasiado, el mar lo hubiera devuelto inmediatamente y no un día y medio después.

– ¿Cómo un día y medio?

El padre recién se daba cuenta de los tiempos. Rápidamente reconstruía la noche del domingo en que se reía mirando televisión mientras su hijo tragaba agua salada en la noche lluviosa de un mar lejano. Tal vez pensó en lo que es un día y medio entero -la noche con sus sueños, el desayuno, el almuerzo en que comió asado, la siesta en la quinta, el largo partido de truco, el libro de Sebreli que trataba de terminar de leer-, un pasado muerto, con su hijo arrastrado por la corriente, mordido por los peces, comido a pedacitos mientras él escuchaba una transmisión de fútbol.

– Es relativo -argumentó Friedrich sin convicción-. Tal vez son treinta horas. Además, las corrientes, las mareas que llevan y traen.

El forense iba a decir algo, Etchenike esperaba que lo dijera y el viejo Algañaraz no podía saber de qué se trataba pero algo intuyó:

– ¿Qué iba a decir usted?

– Tenemos un horario bastante preciso… -casi se disculpó el médico.

– Sí. El horario es mañana a las ocho, cuando llega el juez.

Friedrich dio un golpe de cabeza sobre su hombro derecho y trató de arrastrar las voluntades hacia la calle, hacia la noche y fuera de allí.

Willy se levantó del sillón en el que se había apoltronado y vio la oportunidad de poner el punto final:

– El subcomisario dice bien: esto se acabó. Por favor, desocupen el hotel. Y llévenselo, llévenselo a cualquier parte.

– Señor Hutton… Habría que esperar que…

En ese momento sonaron los disparos. Fueron dos, inconfundibles, cercanos.

39. Tirar el pan

Antes de darse cuenta del todo de lo que pasaba, Etchenike ya estaba corriendo, con la cuarenta y cinco en mano hacia la salida. Se cruzó con el Polaco que le gritó algo y desembocó en la calle. La gente ya se concentraba lenta, cautelosa, bajo el foco de la esquina. Si algo había sucedido, ya estaba hecho.

Rígida en medio de la vereda, una mujer gritaba con la mano maltapándole la boca; no se entendían sus gestos. De pronto hubo frenazos y dos, tres, cuatro autos se detuvieron allí. Etchenike guardó el arma y corrió hacia la luz, como un bicho atraído por el resplandor.

En medio del círculo de gente que ya se había formado, el cuerpo caído estaba quieto y sereno, la mirada fija en el cielo. Un hilo de sangre le fluía desde atrás de la cabeza. La rueda delantera de la bicicleta de reparto giraba todavía. La canasta había saltado de su soporte y estaba volcada unos metros más allá. Los panes dispersos habían rodado lejos, sobre los charcos hasta el medio de la calle.

El cabo Castro llegó corriendo y pateó uno de esos panes que fue a parar a donde estaba Etchenike, acuclillado con un hombre de gorra descolorida junto al cuerpo de Cacho.

– ¿Qué pasó?

– Le dispararon de allá -dijo el de la gorra señalando la oscuridad del baldío de la esquina, que se ahondaba en una calle trasversal.

– ¿Y quién fue?

– Apenas escuché los tiros -dijo el hombre.

– ¿Pero qué hace?… No toque nada.

El empujón de Castro hizo trastabillar al veterano inclinado sobre el cuerpo del caído. Pero ni siquiera le contestó. Apoyada la cabeza en el pecho, trataba de recoger algún sonido, algún rumor de vida.

Estuvo un largo momento así, ajeno al movimiento y a los gritos que lo rodeaban. Después se puso de pie, miró a Castro con asco y se abrió paso, salió a empellones del círculo cada vez más denso.

Ya llegaba Laguna, ya venía el mismísimo Friedrich trotando apenas. Le hablaron, le preguntaron tal vez. No les hizo caso.

Fue hasta la vereda de la esquina opuesta. La mujer del kiosco bajaba ruidosamente la persiana. No había visto nada. Los parroquianos tampoco. Todo había pasado allí, a menos de treinta metros hacía no más de cinco minutos y nada.

– Le dispararon de allá -confirmó apenas uno-. El segundo tiro fue el que lo bajó.

Pero en ese momento Etchenike vio que Gustavo venía corriendo por el centro de la calle. De dos zancadas se cruzó para detenerlo, lo atajó, extendió el brazo como quien trata, infructuosamente, de parar la carga veloz y decidida de los forwards.

– Paré, Gustavo -y consiguió sujetarlo un momento.

– Déjeme, déjeme…

El pibe se revolvió con bronca y consiguió zafar, seguir adelante hasta incrustarse entre la gente.

Etchenike no quiso ni ver ni oír. Dio media vuelta y se metió en el callejón oscuro. A los pocos pasos se le sumó Laguna.

– ¿Qué busca?

– Huellas, rastros, testigos. Cualquier cosa.

– ¿Tiene una linterna?

– No.

Había un hombre de pantalón corto y remera en la puerta del chalet lindero al baldío. Acababa de salir a la calle. Tampoco había visto nada.

Laguna intentó en la casa vecina. Después en la de al lado. En la otra. Etchenike anduvo un rato revolviendo en la oscuridad del baldío y se llenó de barro. Entonces volvió y empezó a buscar huellas por las veredas cercanas. Estaba tanteando las baldosas en cuatro patas cuando le dieron una vigorosa patada en el culo.

– Vamos, deje eso.

Era Friedrich.

– ¿Qué pasa? -dijo sin levantarse, parpadeando ante la linterna policial.

– Ya está: hay uno que lo vio todo.

Tal vez era demasiado para el veterano, para sus ganas de creer. “Tiene la sabia redondez de la mentira” pensó sin saber de dónde venía esa frase, la cita escéptica. Eligió la ingenuidad:

– Qué suerte…

– Vamos…

– ¿Para qué me necesita? -pero mejor no lo hubiera preguntado.

– Para nada -sentenció Friedrich-. Váyase a dormir y quédese quieto hasta que venga el juez.

El diálogo se desarrollaba entre un hombre semiarrodillado en el suelo con las manos llenas de barro y otro de pie, con una linterna y el poder.

– Es tarde, Etchenique -dijo el poder-. El comisario Laguna lo va a acompañar hasta el hotel. Sólo quiero un dato antes de que se vaya: ¿sabe adonde puede haber ido la mujer, Beba Vargas?

– Hace menos de una hora estaba en la esquina -dijo Etchenike poniéndose de pie, sacudiendo una mano contra la otra.

– Lo sé -dijo el subcomisario mirándolo a los ojos-. Estaba con usted. ¿Y después?

El veterano agitó la cabeza.

– ¿Por qué?

– Hay que encontrarla, ya.

– No me diga que…

Pero Friedrich no decía; se iba caminando hacia Willy Hutton que lo esperaba en la esquina, lo dejaba con Laguna a su lado.

Se miraron. Se encogieron de hombros.

– Quédese en el molde -dijo el comisario poniéndole la mano en el hombro. Y después agregó, como en el final de una película en que a uno se lo llevan detenido, derrotado o perdedor:

– Vamos.

Y fueron. El veterano pudo aceptar que mientras alguien se dedicaba a buscar o no a Beba, él era conducido amistosamente a sus aposentos; que mientras la gente se dispersaba prolijamente de la esquina y la mandaban secamente a la casa, el cadáver de Cacho era transportado a poblar la Westinghouse.

En el tapete de la noche de Playa Bonita se desparramaban las últimas fichas, los personajes en pose de combate se congelaban en el reposo luego de una jornada densa, increíble.

En un solo día la muerte había ido a poner sus huevos al calor de esa playa olvidada como una tortuga caprichosa e imbécil, fuera de rumbo, de latitud, un animal arbitrario que desesperara a los zoólogos.

Aturdido, cacheteado por el desaliento más que por dolor, y con una nube que iba y venía dentro de su cabeza sin atreverse a la tormenta pero que tapaba el sol o cualquier claridad, Etchenike sentía que había hablado demasiado, había andado demasiado; demasiada gente en tan poco pueblo, demasiadas cosas en tan pocas horas: los sentimientos y las sensaciones se atropellaban, se encimaban, no se daban tiempo y lugar para entrar o salir. Como en un vagón de subte en el que hay apuro adentro y afuera. Y esta historia proponía jornadas densas, con horarios excesivos, desaforadamente exigentes e inverosímiles. Era como si se negara a aceptar que pudieran pasar tantas cosas en un solo día.

– Laguna… ¿qué día es hoy?

El otro miró el reloj.

– Martes, todavía.

– Qué lo parió.

40. Limpio y bien iluminado

Al entrar nuevamente al comedor del Hotel Veraneo, la sensación de irrealidad se hizo intolerable: sólo hacía cuatro días que había llegado a Playa Bonita.

El patrón estaba de espaldas. El muchacho granujiento que suplantaba a Gustavo por la noche preparaba un café en la máquina para el único cliente acodado en un extremo de la barra.

Le pidieron dos sándwichs de salame y queso y medio litro de vino. Al reconocer las voces, el señor Fumetto giró dispuesto a decir algo.

– Bu-buenas noches -vaciló.

El esquivo Etchenike y el veterano policía que había venido a buscarlo aparecían sorpresivamente juntos. No pudo decir más; sólo los miró sentarse, más ofendido que confuso.

– Es como en las películas, Etchenique -dijo el comisario-. Usted vio que todo ocurre seguido y sin pausas intermedias. Y éste en que estamos metidos, no parece un caso común de asesinato o de doble asesinato, si quiere… Es como una serie de aventuras, uno de esos episodios que veíamos en el cine, de chicos.

Y Laguna reflexionaba casi divertido. Casi “deportivo”, lo sintió Etchenike. Pensó también, sorpresivamente, en el cadáver de un hombre que se hacía llamar Coria, muerto en un sendero cercano y secreto. Su aventura había terminado.

– Alguien definió a la aventura -dijo siguiendo su propio hilo- como la situación ideal en la que nunca hay que parar para ir a comer, ir a cagar o a trabajar para ganar ese dinero que le permite al héroe pagar siempre el taxi con la guita justa…

Laguna asintió. Bebieron. El comisario humedeció los labios:

– Por eso nosotros nunca tendremos aventuras sino casos: siempre es laburo.

– Hay que ver -dijo Etchenike enigmático.

En ese momento el patrón le avisó que tenía un llamado.

Fue al teléfono. Era Mojarrita. Antes que pudiera decir nada, el nadador le pidió silencio:

– No me nombre, no haga bandera -le rogó.

– Claro que no.

Trató de imaginar la escena del otro lado y no pudo: el aparato en el borde de la pileta como en una serie californiana. Miró el reloj: la diez.

– ¿Qué hizo? ¿Abandonó al cumplir las 24 horas?

– No es eso.

– ¿Tiene que ir al baño? Lo autorizo por teléfono. No creo que pueda irme de aquí por ahora -dijo el veterano mirando a Laguna, su discreta vigilancia.

– No abandoné, no abandonaré. El reglamento permite una emergencia por día. Ésta es una.

Etchenike recordó los infinitos incisos de la letra chica.

– Está bien. Use la emergencia.

– Eso no importa -Gómez hizo una pausa-. Pero tenemos que hablar urgente: sé todo lo que pasó, lo de Beba.

– Dígame.

– No ahora. Al amanecer, en la playa. Donde estuvimos la otra tarde.

– De acuerdo. Junto al bote -miró nuevamente hacia Laguna-. Trataré.

Cuando regresó a la mesa, el policía lo esperaba con la pregunta desenfundada:

– ¿Era ella?

– Ojalá.

Pero no dijo quién era.

Se hizo un silencio largo. Volvieron a beber.

– Hay algo que no entiendo o que no quiero entender, Laguna -dijo Etchenike de repente.

– Diga.

– ¿Por qué se borra en este caso? ¿Por qué lo deja a Friedrich que lleve adelante la investigación y se queda en segundo plano?

– Usted sabe: estoy de licencia… -se encogió de hombros-. Además, me voy a jubilar. No quiero lola, no quiero más lola…

– Pero podría terminar bien.

– O muy mal… -Laguna se empinó el vaso-. Piense que vine por usted.

– A cuidarme.

– A controlarlo también.

Etchenike prefirió no contestar a eso. Quedaron en silencio. El patrón trajo los sandwichs en persona pero también en silencio.

– En esa mesa de ahí -dijo Etchenike al rato-, charlé el sábado a la mañana con el pibe Algañaraz por primera vez. Me pareció un boludo, un pendejo, un porteñito engrupido, en realidad. Le gustaba hablar fuerte, jactarse de que tal vez esa noche se cogía a una veterana que ni siquiera había tenido que laburar para levantársela. Pero ahora ese pendejo está muerto, probablemente asesinado, y a mí me interesa mucho más que cuando estaba vivo. Quiero decir que en otro caso o en otras circunstancias no le hubiera dado pelota.

– No le interesa el pibe, Etchenique.

– No, en realidad. No como supongo que debería importarme.

– ¿Y el otro, el panadero?

La pregunta lo agarró con el especial de salame y queso a medio camino hacia el mordisco. Se detuvo un instante en el pan que tenía entre los dedos.

– Patrón… Este pan se lo trajo Cacho hoy…

– Como siempre. A la mañana, antes de las nueve.

Mordió con cuidado, como temiendo romper algo que ya estaba roto.

– ¿Y qué hacía en bicicleta con la canasta llena de pan a esa hora de la noche?

– Lo llevaría para su casa. Supongo que le daban el sobrante del día…

El patrón se vino acercando, no se atrevió a arrimar una silla pero se apoyó en la mesa más cercana.

– ¿Por qué están pasando estas cosas? -dijo al fin.

En ese momento, como quien busca en la noche dura e impiadosa un lugar limpio y bien iluminado, otros dos hombres viejos que probablemente habían leído también a Hemingway entraron en el comedor del Hotel Veraneo.

El Polaco y el padre de Sergio Algañaraz venían juntos pero no era seguro que hubiesen salido juntos de alguna parte. Los traía la noche. Saludaron y se sentaron casi naturalmente junto a Laguna y Etchenike como si fueran los integrantes de un elenco teatral varado en un pueblo de provincia hasta que pasara el próximo e improbable tren.

Pidieron café. El Polaco agregó una Legui y podía suponerse que no era la primera.

Como por un acuerdo secreto, luego de cambiar unas palabras se hizo un silencio casi artificial, compulsivo, de ceremonia. Nadie habló de lo que aparentemente no hubiera podido dejar de hablarse. Pero también era imposible irse a dormir o trivializar las circunstancias con la política, el fútbol, el tiempo o la tristeza:

Hasta que repentinamente Etchenike lo encaró al Polaco:

– Y usted, Gombrowicz, ¿de dónde sacó tantas películas viejas?

El viejo iba a excusarse pero miró a Laguna como pidiendo un permiso que le sería concedido:

– Tómenlo como un cuento -dijo-. Han pasado tantos años ya que no importa si las cosas fueron así o de otra manera. Pero créanme como si…

– ¿Qué pasó? Nadie te va a meter preso ahora, Polaco, si es lo que te preocupa tanto -dijo Laguna indulgente.

Pero el otro no vaciló, a pesar o gracias a la incipiente borrachera, en contar lo que quería:

– Fue en el sesenta, cuando todavía el Atlantic funcionaba y el cine también. La camioneta de la distribuidora pasaba los lunes y traía las películas para toda la semana. Venía del segundo o tercer circuito de Mar del Plata y después de pasar por Necochea y Miramar llegaba acá. Generalmente traía quince: dos para cada día de la semana y tres para el miércoles: que siempre fue día de aventuras. Fueron años con ese sistema y siempre venía la misma gente. Hasta que esa vez -era un jueves- no apareció la camioneta sino un camión con dos tipos desconocidos. Pero era un camión de la distribuidora. Enseguida me di cuenta de que había algo raro: querían hacer dinero con las películas pero no sabían cómo… Suponían que podían venderlas, que en cualquier cine les darían buen dinero por las copias. “Es buena mercadería”, decían, como si fueran alfombras o saldos de fábrica. Me hice el gil y fui al camión con ellos: lo que había ahí era increíble. Estaban prácticamente todos los estrenos de la Fox, la Warner y la Paramount, de los últimos cinco años, y un montón más. Eran ciento cincuenta películas… Habían robado el camión en la ruta pero cuando vieron lo que cargaba no supieron qué hacer. Se equivocaron…

– Se equivocaron al traerlo acá -dijo Laguna sonriente.

– Eso es -confirmó Etchenike.

– Tal vez el camión iba para Chile o al sur y creyeron que cargaba heladeras, estufas, qué sé yo…

– ¿Y qué hiciste?

– Les “alquilé” quince para esa semana, argumentando que no podía hacer más pero les di a entender que era peligroso para ellos andar con todo eso. Agarraron la guita, yo entré las películas y quedaron en volver a la semana. Todos sabíamos que mentíamos pero vi la posibilidad de mi vida. Cuando los tipos fueron a comer al bar que quedaba en la esquina de la avenida, le pinché dos gomas al camión y le avisé al cabo Bulnes, que ahora está jubilado, para que los jodiera un poco pidiéndoles los papeles cuando estuvieran por salir. Al ver a la cana mirando el camión y las gomas pinchadas los tipos se asustaron… Afanaron una Ford F 100 y rajaron. Nunca más se supo de ellos. La camioneta apareció en Bahía Blanca dos meses después.

– ¿Y el camión?

El Polaco tomó un sorbito de su Legui, parpadeó como para recordar mejor:

– Apareció también, semivolcado en la banquina a pocos kilómetros de acá, a la mañana siguiente… Vacío.

Y se quedó mirando a Laguna.

– No me acuerdo… -dijo el comisario.

– Eso se llama “mejicaneada” -dijo el padre de Sergio.

– “Polaquiada”, mejor-dijo Etchenike.

Pero al narrador le faltaba el final:

– Claro que vino la policía en averiguaciones a los dos o tres días. Yo reconocí que les había alquilado algunas películas bajo sospecha de que eran robadas y las entregué… Pero ellos buscaban el resto. No encontraron nada. Estaba muy bien escondido.

– ¿Dónde? -la voz de Laguna denotaba que había hecho muchas veces esa pregunta en circunstancias parecidas.

– Imagínense un lugar en Playa Bonita, seguro y aislado… De acceso difícil y sin embargo cercano…

Gombrowicz había conseguido la atención de todos. Sólo Fumetto lo escuchaba con desdeñosa paciencia. Pero nadie imaginó un lugar así, nadie pudo adivinar dónde había escondido el mejor cine norteamericano de la década del cincuenta.

– ¿Dónde? -insistió el comisario.

– ¡Allá!

Todas las miradas siguieron el itinerario, la dirección del brazo extendido del Polaco que apuntaba a la ventana, a la negrura de la noche sobre el mar.

– ¿Cómo “allá”? -ahora Etchenike lo miraba a él.

– En el barco.

– No puede ser -dijo Fumetto hastiado.

– En el barco, allá… -se apasionó el narrador-. Ahí dejé todo. En varios viajes. Un bote como el que tenemos puede ir en la noche hasta el barco cuantas veces quiera. Acondicionándolas bien, cualquier cosa se puede guardar ahí.

– Polaco… -y Etchenike le apuntó con el índice-, nadie puede creer eso.

– Precisamente: el poder del vampiro está en que nadie cree en él.

– No jodamos: qué tienen que ver los vampiros…

– Que se cuente Drácula, ahora… -dijo Fumetto casi resentido.

– Creo que… -quiso concluir el Polaco-. Creo que el cuento es bueno.

Sonrió ampliamente, miró a Etchenike con intensidad.

– Y creo que… las películas también. Por eso vale la pena.

– Tiene razón.

La afirmación del padre de Sergio cerró el relato y Etchenike quedó pensativo: el señor Algañaraz estaba ahí, en un hotel de una playa miserable oyendo historias absurdas de robos más absurdos e improbables mientras su hijo se pudría en las primeras horas de la muerte.

Y recordó una situación clásica de El halcón maltés, cuando sin que nada lo anticipe ni justifique, Spade le cuenta a Brigid, aparentemente sólo para matar el tiempo, la historia del hombre común que abandona todo y se va a vivir a Spokane el día que casi lo mata la caída de una viga.

– Traiga las cartas, patrón -dijo Laguna.

Un rato después, cuatro hombres grandes y tristes entretejían los sentimientos y derrochaban habilidades en la esgrima del truco. El juego los retenía, estiraba y acortaba la noche a voluntad. Ellos jugaban.

El primer partido lo ganaron Etchenike-Algañaraz por escándalo.

– Hay afano -dijo el Polaco, que recurría al lunfardo cuando se soltaba de lengua y de bebida, después de perder un vale cuatro con un caballo sobre una sota-. Ustedes tienen demasiada suerte… Un culo bárbaro, bah.

Cambiaron y Etchenike quedó con Laguna. Apostaron otra vuelta de bebidas para todos. Gombrowicz iba por la cuarta Legui y Algañaraz repetía las ginebras mientras Etchenike sumaba cautelosos cafés.

Y el Polaco tuvo razón. Luego de un desarrollo ruidoso y cambiante, el desenlace se precipitó con una falta envido que el veterano se atrevió a conceder con 32 de copas.

En el momento de cantar las suyas, el Polaco ni habló: se puso de pie sonriente, depositó la maraña de trece espadas sobre la humilde mesa y extendió la mano que estrechó a su compañero triunfante y melancólico.

– Señores, con permiso… -dijo.

Y se fue a mear.

Mientras la mesa se levantaba, Etchenike lo siguió.

El baño tenía dos mingitorios de pared enturbiados por la meada de centenares de miles de paseantes. La lamparita del techo iluminaba apenas los hombros, la luz se deshilachaba más abajo.

Etchenike notó que el Polaco apoyaba la cabeza en los azulejos sucios para mantener el equilibrio, sostener el cuerpo contra el viento del alcohol y el sueño.

– Polaco… -se atrevió, desabrochándose-. Me vas a tener que ayudar: yo sé que sabés más de los que decís.

– No tenían por qué dársela al pibe -dijo.

– Claro que no -lo alentó al veterano-. ¿A cuál pibe?

– A fotógrafo. Fueron ellos.

– ¿Quiénes? ¿Vos los viste?

– No.

– Pero si fue al cine el domingo, a ver Piso de soltero… Estuvo ahí.

El Polaco recobró una repentina lucidez:

– No estuvo -dijo.

– Lo declaró ella, la Beba. Llegaron tarde, con el pendejo.

– Yo no les abro la puerta, no los dejo entrar si empezó.

Pero esa puerta se abrió. Entró Laguna y fue al inodoro.

– Hablar en el baño es de putos -dijo entre chorro y chorro.

– Llegó El tercer hombre -dijo Etchenike.

– Cuando me abran la sala, le prometo que la doy -dijo el Polaco.

– Eso me interesa tanto como lo otro -dijo Etchenike.

Y con el ruido de la cadena salieron los tres.

Eran las dos cuando el patrón apagó la luz y Etchenike notó, sin sorpresa ya, que Laguna había decidido velar en el salón, sentado en un sillón junto a la escasa luz del mostrador.

– No me voy a acostar -dijo-. Puede haber novedades en cualquier momento y prefiero esperar acá, cerca del teléfono. En pocas horas llega el juez y va a haber que estar listos para todas las diligencias. Si andamos rápido, a mediodía podemos estar en Necochea de vuelta.

– Despiérteme a las siete -dijo Etchenike-. Y cuídeme la puerta, aunque ya queda poco por robar o por romper.

Como respuesta, Laguna se golpeó sonoramente el flanco donde abultaba la cuarenta y cinco.

41. El mar cambia

Cuando la franja de claridad gris fue tan ancha y nítida como para perfilar el contorno del cuerpo dormido de Rizzo, Etchenike, cuidadosamente, manejando sus propias piernas con las manos, separando el culo del colchón con inédita sutileza, se levantó.

No se había desvestido, no se había lavado. Tirado allí, alerta y sin poder dejar de pensar, había sentido pasar las horas hasta el amanecer como quien oye un desfile cercano, un rumor bajo la ventana, un río detrás de la puerta.

Salió al pasillo y desde allí vio, en el hueco de la escalera, el opaco resplandor de la lámpara que iluminaba el mostrador: Laguna todavía velaba.

Pero no fue a verificarlo. Caminó hacia el otro extremo del pasillo, abrió la última puerta y bajó, sin encender ninguna luz, a tientas, por la escalera de servicio. Llegó a la cocina, iluminada por la ventana del patio trasero, y encontró la puerta que daba al exterior cerrada pero con la llave puesta. La abrió y salió a la calle lateral. Corrió rápidamente médano arriba y luego lo bajó a zancadas, alejándose del hotel y de la avenida. Respiró hondo y se detuvo. Miró a su alrededor. Nada se movía en Playa Bonita que amanecía. Sólo los gorriones aturdían todos en un mismo árbol y algunas gaviotas se aventuraban algo más lejos de la costa. Corría una brisa leve que venía del mar. Aunque estaba en una playa y en las desoladas puertas de los chalets se apoyaban las sillas de lona de temporada, este amanecer crecido era ya casi casi el otoño.

No lo vio enseguida. Sólo cuando estuvo a diez metros del bote roto y varado en la arena lo descubrió casi hecho un ovillo, semioculto y tiritando.

– ¡Es tarde! Le dije al amanecer… -se quejó incorporándose.

Sobre la mallita negra se había puesto una vieja salida de baño a cuadros negros y blancos que le cubría los dedos, le tapaba las rodillas. Parecía la bata de Firpo antes de pelear con Dempsey. O no: después de pelear con Dempsey, mejor.

Mojarrita le hizo un gesto que indicaba lejos y adelante. Echó a andar.

– ¿Qué pasa? ¿Adonde vamos?

El nadador siguió su marcha y Etchenike caminó tras él.

Andando unos metros detrás, el veterano comparaba, sin querer, sus pesadas pisadas de zapatos grandes con las huellas casi de gaviota que iba dejando el nadador descalzo.

Notó que Mojarrita hablaba solo, se detenía repentinamente, miraba el mar, gesticulaba y seguía. En un momento dado clavó la mirada en la arena a sus pies y enseguida se volvió hacia Etchenike.

– ¿Era por acá?

– Sí. Creo que sí…

Recordaba el lugar. Ahí mismo había visto, desparramada y pálida, la pobre humanidad de Sergio Algañaraz hacía ya muchísimas olas.

– Preste atención y mire bien el lugar. Calcule las distancias…

– Sí, jefe.

Etchenike observó hacia atrás y adelante sin saber qué debía mirar. Era casi todo cielo. Supuso que debía atender al resto, sus confines.

Siguieron. Caminaron cuadras que al veterano le parecieron kilómetros y tal vez lo fueron. Al llegar a una zona de pequeños acantilados, Mojarrita se acercó dos o tres veces a las paredes arcillosas hasta que finalmente encontró lo que buscaba.

– Es acá.

Como ante una orden de desmontar, Etchenike se dejó caer sentado en la arena.

– Acá, en este hueco, así, dice Beba que dejó la ropa del pendejo…

Mojarrita había metido la mano, el brazo entero en la hendidura abierta por el mar a dos cuartas del suelo.

– ¿Cómo sabe que es exactamente acá?

– Me dijeron lo que declaró. Todo se sabe.

Etchenike se sintió repentinamente culpable.

– Yo se lo iba a decir: ella está muy comprometida, Gómez. Es muy difícil que pueda sostener lo que declara.

– Precisamente.

Mojarrita caminó hacia el mar. La bata se había abierto, descubría el pecho lampiño, flameaba a sus espaldas. Era un pequeño príncipe desafiando, desde un poder ilusorio, los elementos naturales.

– Claro que ella miente, Julio -dijo solemne-. Y yo le voy a explicar por qué.

Se sentó en la arena húmeda, agarró una pluma de gaviota mojada y marchita y dibujó el lugar esquemáticamente. Puso el cielo, el mar, la arena, los acantilados, el pueblo, el faro. Ubicó dos cruces.

– Si ellos estaban en este lugar y el pendejo entró al mar acá -y señalaba alternativamente el dibujo y la arena en la que estaba sentado-, ya resulta raro, por esas rocas -las dibujó-. Pero era de noche y se entiende… Así que supongamos que entró nadando hacia adentro, bien hacia adentro…

Señaló con una flecha perpendicular a la orilla del mar.

– Yo conozco bien las corrientes marinas, las correntadas de esta playa. Son muchos años… Y le digo que si se ahogó allá, bien al fondo, frente a nosotros -y señaló el horizonte-, el cadáver no hubiera aparecido jamás donde apareció. Porque la correntada corre hacia el norte, no hacia el sur.

La flecha que hizo sobre el mar indicaba cada vez más lejos de Playa Bonita.

– Fíjese los cambios de colores del mar: son las corrientes. ¿Ve?

– Veo.

El veterano se puso de pie, señaló un poco más allá de la rompiente.

– ¿Y si se hubiera ahogado más cerca y golpeado en las rocas, por ejemplo?…

– No hubiese tardado más de treinta horas en aparecer ni se lo hubieran comido los peces.

– Ah.

Etchenike observó el esquema y luego paseó la mirada por la costa, trató de ubicar el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Sergio.

– Quiere decir que para aparecer donde apareció, no entró al mar acá.

Mojarrita asintió.

– Para ser devuelto por el mar donde lo dejó, después de un día y medio de ahogado, tiene que haber entrado al agua o por lo menos debe haberse ahogado mucho más lejos y hacia el sur… No de este lado.

– Frente al pueblo, en el centro.

– Más lejos.

Contra el cielo se recortaba el perfil oscuro del Hotel Atlantic y frente a él pero más lejos, apoyado en las rocas más negras del mar, el barco encallado.

Gómez se puso de pie, borroneó lo que había dibujado, se cerró la bata y sin mirar a Etchenike comenzó a rehacer el camino.

– Hace veinte años atrás -dijo señalando hacia el sur- lo hacíamos nadando, íbamos hasta las rocas, trepábamos al barco, nos zambullíamos mar adentro y después nos dejábamos traer por la corriente. Salíamos por acá.

– Entiendo.

Ahora caminaban juntos. Los pies de Mojarrita se mojaban, los de Etchenike no.

– Como ve, la versión de Beba es falsa.

– Sí.

– Y hay más detalles, si quiere: la ropa, las cosas de Algañaraz que la marea no toca ni ensucia en treinta y pico de horas… Alguien las puso ahí después de aparecido el cadáver o cuando ya estaba muerto en el mar.

Etchenike entendía todo menos adónde quería llegar el nadador.

– Y hay una más -dijo él ahora, como quien cierra un juicio, un ataúd-: el padre de Sergio dijo que el pibe no sabía nadar.

Mojarrita levantó las cejas.

– Es todo muy burdo. Demasiado -afirmó.

– Usted piensa que nadie puede inventar algo tan débil… Pero que alguien debe haberla convencido de que lo haga para perjudicarla -dijo Etchenike adelantándose, mirándolo de frente.

– Eso es, Julio. A Beba le hicieron la cama.

El veterano pensó que le habían hecho la cama, la habían acostado y se la habían cogido bien cogida. Pero eso no era una novedad. Y no lo dijo.

– ¿Me trajo para esto? Está muy bien. Pero ella está enterrada en este asunto y creo que no se merece tanto esfuerzo suyo… Salir del agua… ¿Qué dice el reglamento en estos casos, Gómez?

Mojarrita sonrió tristemente:

– Con ella no hay reglas. Vale todo.

– Ya veo.

El nadador aceleró el paso.

– Apurémonos. No vaya a ser que algún alcahuete aparezca por el club a esta hora y me denuncie y tenga que abandonar. Dejé todo encendido…

Y al ver la silueta de Mojarrita con tanto cielo arriba, con semejante desolación alrededor, tan ridículo y extranjero fuera del agua, Etchenike no quiso caer en la inevitable imagen chapliniana.

No soportaba más golpes bajos sentimentales. Lo tenían hasta acá.

42. Hombre al agua

Cuando faltaban pocas cuadras para llegar, el nadador comenzó a hacer fuertes inspiraciones y pequeños trotes. Se preparaba para volver a la competencia.

– ¿La va a ayudar? -preguntó entre resoplidos.

– Lo voy a ayudar.

– No me entendió.

– Sí.

– Pero ahora sabe más.

– Claro. Quédese tranquilo, Gómez.

Mojarrita no se tranquilizó pero corrió un poco más rápido, se le adelantó. Estaban cerca.

Etchenike miró el reloj. Según su William Irish de cabecera, el plazo expiraba al amanecer. Según esta aventura desventurada, el plazo o lo que fuera expiraba o se abría a las ocho, con la amenazante llegada de la ley. Tenía poco más de una hora.

Trotó y se apareó a Mojarrita.

– Hay dos cosas, Gómez: va a ser fácil probar que Beba mintió, pero mucho más difícil demostrar que alguien le vendió esa versión, que la inventó para cubrir a otro o a otros. Sobre todo si ella no está presente para argumentar… ¿Usted no sabe dónde está? Éste es un lugar chico…

– Demasiado. Nadie puede esconderse solo en un lugar así.

– Eso: ¿con quién está?

Mojarrita no contestó a eso ni contestaría.

– ¿Se fue con Brunetti a Mar del Plata?

El puñetazo de Gómez pasó cerca de la oreja derecha de Etchenike, que apartó la cabeza un instante antes. Ninguno dijo nada más. Ninguno dejó de trotar hasta que llegaron a la puerta de El Trinquete.

El Negro Sayago estaba sentado en el umbral de la cantina, cansado como un perro junto a la puerta cerrada del club. Tenía el bolso rojinegro a su lado y comía galletitas dulces, infantiles, de un paquetito.

– Así no se cumplen los reglamentos -dijo al verlos llegar-. Después nos quejamos cuando no nos homologan los récords.

Mojarrita no contestó, malhumorado, y recibió con un resoplido la caja de burlones alfajores que el Negro le arrojó a las manos.

– Volviste rápido -dijo Etchenike y le hizo un gesto casi imperceptible de que no hablara, de que cualquier información vendría después-. ¿Todo bien?

– Sí, pero sin comer. Llego y en este pueblo de mierda no han abierto la panadería…

– Ya vas a saber por qué. Vení, nuestro amigo retoma el intento.

Mojarrita había sacado la traba al portón y se dirigía resueltamente a la pileta. En la luz despiadada de la mañana, todo parecía peor. Las lamparitas continuaban patéticamente encendidas.

– Sayago, por favor -dijo pasándole la salida a cuadros-. Fróteme con el ungüento. Y usted, Julio, actualíceme las planillas y el cuentahoras.

– ¿En serio va a seguir?-Sayago lo cargaba mientras desparramaba a manos llenas el extracto de petróleo por la espaldita, los brazos…-. Ya perdió.

– Termínela, viejo.

Mojarrita zafó del amistoso manoseo del Negro y se tiró otra vez a la pileta con gracia y sin salpicar.

– Las luces, Julio -dijo al emerger.

– Allá arriba andaba un tipo con los cables haciendo arreglos, hace un rato -dijo Sayago.

Etchenike estaba con la mano en el interruptor y levantó la mirada. Más allá de la hilera de foquitos, en el techo, alguien se movió, agazapado junto al cable que pendía sobre el agua.

– ¡Salí de ahí, Mojarra! -gritó mientras apagaba las luces.

– ¿Qué? -dijo el nadador sin entender. Pero Sayago había comprendido en un relámpago lo que pasaba. Inclinándose, manoteó el brazo de Mojarrita que se deslizó engrasado entre sus dedos, pero consiguió dar un tirón y levantarlo en vilo del agua, sacarlo violentamente luego de golpear con las piernas contra el borde.

En ese momento hubo un chasquido en el extremo de la fila de luces, en el techo, y el cable suspendido sobre la pileta cayó. Se produjo una humareda gris y las lamparitas estallaron sordamente en contacto con el agua fría.

– ¡Cuidado con el agua! -gritó Etchenike y salió corriendo con la cuarenta y cinco en la mano.

El Negro no atinaba a soltar a Mojarrita, y había quedado sentado, aturdido tras el humo gris y con el nadador desmayado o algo más a su lado, ya sin fuerzas ni récord a la vista.

– ¡Parate, hijo de puta! -gritaba Etchenike mientras corría hacia la puerta del club.

Desde el suelo, Sayago lo vio llegar a la vereda, volverse hacia la izquierda y gritar otra vez sin resultado. Entonces se agachó, estiró el arma hacia adelante con las dos manos, apuntó unos segundos y disparó una sola vez. Luego se incorporó lentamente y quedó observando.

– ¿Le diste? -gritó el Negro.

– Ya está -dijo el veterano sin volverse y caminó a buscar la presa.

Sayago lo perdió de vista.

Gómez reaccionaba. Mientras se escuchaban los primeros ruidos de ventanas, de postigos abiertos, de preguntas por esos mismos ruidos, el nadador recuperaba el color, el habla, la circulación bajo la presión de la manaza del Negro que le seguía reteniendo el brazo.

– Parecés el náufrago de un petrolero.

– ¿Quién era? -y el dedo engrasado señaló tembloroso hacia el techo ahora vacío.

– No sé. Creo que el viejo se la dio.

– ¿Lo mató?

– No. Ahí lo trae.

Lloroso, arrastrando una pierna sangrante y con la cabeza abatida sobre el pecho, el Baba era arreado a patadas y empujones por Etchenike.

– No te tirés al suelo porque te remato, hijo de puta… -le decía hurgándole con la pistola en los riñones-. Caminá.

Llegaron ante la pileta.

– Negro, al trampolín.

– Sí, señor.

Sayago se levantó diligente, tomó al Baba del pelo y de los fondillos de los pantalones y lo llevó casi en el aire.

– ¡Al agua no! -gritó el rubio.

– ¡Al agua, sí!

A empellones, lo puso de panza sobre la tabla y le apoyó el pie en el culo, como un Tarzán triunfante. Hamacó el pie, apretó.

– ¡No! -se desesperó el Baba.

– ¿Quién te mandó?

– Déjenme.

– ¿Quién te mandó? Mirá que te tiramos… Te vas a hervir ahí, hijo de puta.

– ¡No!

– ¿Quién? -Sayago lo pateó, lo hizo agarrarse del tablón.

– El Tano… Brunetti.

– ¿Y dónde está? -preguntó Etchenike desde lejos.

– En Mar del Plata.

– No es cierto.

– Sí.

Etchenike le apuntó a la cabeza desde el otro lado de la pileta.

– No es cierto -dijo bajito. Y disparó.

El balazo hizo saltar una astilla del borde del trampolín. La cabeza del Baba se agitó a un lado y a otro.

– ¡En el Flamingo! ¡Está en el Flamingo con la Beba! -dijo.

– ¿Y eso dónde queda? -el veterano amartillaba otra vez la cuarenta y cinco.

– Suelte esa arma. Está detenido.

El subcomisario Friedrich le apuntaba serenamente a sus espaldas. Willy Hutton estaba junto a él pero no precisamente sereno:

– ¡Asesino! -lo increpó-. ¿Qué iba a hacer?

– Hacía confesar a una rata…

Etchenike arrojó el arma lejos, como para no tentarse. Hutton corrió hacia el trampolín.

– ¿Qué le han hecho al Baba? ¡Suéltelo!

– ¡Deje a ese hombre! -gritó Friedrich.

Sayago sacó el pie y bajó los escalones con cuidado, retrocediendo sin dar la espalda.

– No se equivoque, Friedrich -dijo Etchenike-. Quiso matar al Mojarrita. Desprendió el cable sobre el agua: fíjese.

– ¡Tráigalo, Willy! Que no se escape -dijo el policía sin prestarle atención.

El Baba se aferraba al tablón, lloriqueaba, bajaba temblando.

– ¿Y dónde está Gómez? -dijo Friedrich.

Etchenike lo buscó con la mirada.

– Estaba ahí -se dio vuelta hacia la salida-. Puede ser que se haya…

Hubo un grito e inmediatamente el ruido de un cuerpo al agua. La pileta se conmovió por unos segundos. El Baba emergió un momento, abrió los ojos, sacó la lengua en un grito sordo y quedó quieto boca arriba. Muerto.

Se hizo un silencio espeso. Todas las miradas convergieron en Hutton.

– Quiso escapar, resbaló… -dijo Willy aún en el borde, a la defensiva.

– Lo empujó -dijo Sayago-. Lo dejó caer.

Etchenike dio un paso hacia él:

– Hijo de puta.

– Quieto -amenazó Friedrich-. No se mueva.

– Lo mataste… -y el veterano siguió avanzando.

El golpe justo del policía, exacto en la base del cráneo con el perfil del caño de la pistola, lo derrumbó hacia adelante, lo desmayó antes de que tocara el piso y quedase tirado como un trapo para secar tanta agua, un poco de sangre, suciedad acumulada.

33. The Flamingo affair

La claridad, el ruido que entró con la claridad y la mano que lo tocó segundos después lo despertaron junto con las palabras del entrevisto comisario Laguna:

– ¿Cómo está?

– Dolorido.

El policía fue a la ventana y corrió las cortinas. La luz llenó el cuarto. De pronto fue demasiado para Etchenike, que parpadeó.

– ¿Dónde estoy? -dijo.

– Retenido en una habitación del Atlantic.

– ¿Detenido?

– Retenido -Laguna sonrió, lo invitó a distenderse-. En un rato el juez lo va a llamar a declarar, como a todos. Le voy a traer un café y una aspirina.

Cuando quedó solo comprobó al tacto que tenía una gran inflamación en la nuca que casi le impedía volver la cabeza y que eran las nueve de la mañana. La habitación tenía olor a humedad y a arena seca a la sombra. El depósito de olores bien podía estar dentro de ese ropero desproporcionado con un espejo vertical en el que no quiso verse y ante el que pasó furtivo rumbo a la ventana. Desde allí vio las palmeras polvorientas, el cuadriculado blanco y negro de la galería.

Laguna regresó con una taza grande de café con leche con dos medias lunas y una aspirina en el platito.

– Coma.

Primero se tomó la aspirina, después mojó una medialuna.

– ¿Qué pasó con el Baba? -dijo.

El pulgar del policía señaló el piso.

– ¿Y Hutton?

Laguna chasqueó los dedos, lo hizo esfumarse en el aire, como un mago.

– ¿Friedrich lo dejó ir?

– Tenía que arreglar cuestiones del seguro en Mar del Plata, por el incendio del campo. Recién se fue.

– Al Baba lo mató él.

El gesto del policía dejó todas las posibilidades abiertas:

– Es lo que dice Sayago, pero Friedrich no vio eso.

– No vio nada, como yo.

– Y no hay más testigos.

– Mojarrita. Estaba ahí.

El comisario se echó a reír:

– No, ya no estaba. Eso lo sé muy bien. Me lo encontré en la vereda de El Trinquete. Yo iba medio dormido. Había escuchado el tiro y salí a la calle rumbeado por el movimiento de la gente, los gritos aislados. Ni siquiera me di cuenta de que me había madrugado por la puerta de atrás.

– Me hubiera quedado -dijo Etchenike con la boca llena.

– Si es por eso, se hubiera quedado en Buenos Aires, mejor -lo cortó el comisario-. O se hubiera quedado un tiempo más desmayado ahora… En fin… Ya está hecho.

Laguna encendió un cigarrillo. Etchenike no sabía adónde iba.

– ¿Se acuerda de lo que hablábamos anoche? Aquí pasan demasiadas cosas para tan poco tiempo y tan poco lugar -prosiguió el comisario-. “Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda”, decían en la serie de la tele. Pero eso está bien para Nueva York, no para Playa Bonita. Veinte historias para una docena de personas es demasiado: uno se duerme en un sillón o lo desmayan de un culatazo y cuando vuelve a abrir los ojos hay un par de muertos más.

– ¿Un par?

– Por ahora -Laguna saboreó la morosidad del relato que se venía-. Cuando me lo crucé, Mojarrita iba corriendo hacia la playa: “¿Qué pasa? ¿Adónde vas?”, le digo. Ni me contestó. Era tan cómico verlo así, corriendo descalzo, semidesnudo y con el cuerpo todo embadurnado, que apenas me di cuenta de que llevaba un arma.

– La mía -dijo Etchenike que había dejado a un lado la taza y el platito vacíos.

– Bah… Tampoco es suya, precisamente -y le apuntó con el índice-. Digamos que era el arma que usted usaba y que él recogió del suelo cuando Friedrich lo desarmó.

– La pistola movediza -pensó el veterano en voz alta y calculó las sucesivas manos que la habían empuñado.

– Preferí dejarlo ir y seguir hasta el club. Y ahí fue donde me los encontré a Friedrich, Sayago, Willy, a usted en el piso y al Baba flotando. Cuando pregunté adónde podía haber ido el Mojarrita, Sayago dijo que sin duda había escuchado la confesión del Baba y había ido a buscar a Brunetti y la Beba al Flamingo. Entonces salí, pero nadie sabía dónde quedaba el Flamingo y me guié por los gritos y los disparos. Me crucé con gente que lo había visto pasar y lo quiso parar, pero él se dio vuelta, los enfrentó y tiró al aire… Todos se desparramaron y lo siguieron de lejos, por la vereda de enfrente.

– ¿Dónde queda el Flamingo?

– Acá nomás. Serán seis cuadras. Tiene entrada por la calle Uno y del otro lado da directamente al mar. Figura como night club pero todo el mundo sabe que es un mueble. Por unos mangos, se los deja laburar. Tienen el local adelante y un anexo con media docena de bungalows.

– ¿Y había mucha gente?

– Ya va a ver. Tengo la versión directa de la mucama, que acababa de llegar, a las siete.

Repentinamente, Laguna comenzó a teatralizar:

– Mojarrita armó un desparramo -dijo abriendo los brazos-. Pasó del local vacío a esa hora a las piezas, y se fue puerta por puerta… Debe haber sido una escena bárbara, con todas las parejas sorprendidas en la cama por un tipo con un revólver, enloquecido.

El narrador hizo una pausa y se acercó a Etchenike, le puso la mano en el hombro:

– Hasta que los encontró.

– Y los cagó a tiros.

– Sí… Pero Brunetti, con tanto escándalo, ya estaba sobre aviso y ni bien se abrió la puerta disparó primero. Hay un balazo clavado en el pasillo… Después, Mojarrita los barrió.

– Los mató.

– Cuando la mucama entró a la pieza -prosiguió Laguna- la Beba todavía estaba abrazada a la almohada que agarró con la idea de parar los tiros, me imagino. Tenía sangre por todos lados y parecía muerta.

– Parecía.

– La llevaron a Necochea para internarla de urgencia. Tiene dos balas adentro. No se sabe qué pasará.

– ¿Y Brunetti?

– Según la mucama, ella encontró abierta la puerta que daba a la playa, y al Tano Brunetti tirado en la arena, en pelotas, con dos tiros en la espalda y el revólver del Baba, el trabuco pesado, todavía en la mano. Se ve que tiró una vez y se le trabó y trató de escapar por la playa… Pero Mojarrita lo había seguido y le acertó.

– Bien, el Mojarra -exclamó Etchenike-. ¿Se escapó?

– No, intentó suicidarse y está preso.

– Qué boludo.

Laguna no pudo menos que sonreír pese a todo.

– Se quiso matar ahí nomás, en la playa, después de cagarlo al otro. Se afirmó el revólver en la cabeza y disparó. Pero se debe haber asustado porque apartó el revólver un poco y apenas se lastimó la cabeza y se arrancó un poco de pelo. Lo agarraron unos pescadores que se acercaron ante tanto quilombo. Ni se resistió: lloraba y gatillaba en falso, lloraba y gatillaba en falso. Se había quedado sin balas. Me lo entregaron a mí.

– ¿Está detenido?

– Retenido… detenido… hasta suspendido por la Confederación Sudamericana de Natación, me imagino. Él se quedó sin récord y usted sin laburo, Etchenique. En última instancia, el que va a mantener el título, el único beneficiado es el alemán Karl Burger, campeón mundial que ni siquiera es seguro que exista…

– No sólo él se beneficia, Laguna.

– Cierto. Pero no me va a negar que ahora el partido se simplificó.

– ¿Qué quiere decir?

– Que es como en esos clásicos de fútbol muy complicados, duros, con mucha pierna fuerte y mala intención de los jugadores, juego brusco y tribunas enardecidas. Hasta que no se van tres o cuatro de la cancha, entre lesionados y expulsados, no se ve nada claro… Ahora, acá, se despejó el panorama.

Etchenike no estaba tan convencido.

– Muy caro, el precio -se sentó en la cama en la que había vuelto a recostarse para escuchar el relato del policía-. Hay pibes que no tenían nada que ver con esta mierda: Sergio, Cacho y Rizzo, que casi la liga también. Con el Baba y Brunetti muertos hay algo de justicia pero va a ser difícil reconstruir lo que pasó.

– No, va a ser fácil. Usted quiere decir que no va a ser cierto…

– Veremos -dijo el veterano extrañamente fortalecido.

– ¿Qué quiere decir?

– En principio, quisiera verlo a Sayago.

– No puede.

Etchenike dio un paso hacia la puerta.

– ¿Está acá en el hotel? Déjeme salir, Laguna.

– No puede.

Cuando el veterano dio otro paso, el policía sacó su pistola y le apuntó desganadamente debajo de la cintura.

– Le dije que no.

Etchenike sonrió:

– Usted no va a tirar, comisario.

– Tal vez sí, lamentablemente.

– Esto podría haberse evitado -pensó o dijo Etchenike pero ya era tarde.

Laguna levantó un poco más la pistola; el gesto seguía siendo laxo.

– Sólo quiero hablar con Sayago, ver al juez y después irme -insistió el veterano.

– Demasiado. Costo muy alto; o muy caro el precio, como dice…

– Podemos buscar la manera de que usted no quede muy en evidencia. Yo lo sorprendo y…

Laguna desvió la mirada hacia el espejo. Fueron unos segundos. Etchenike lo miraba mirarse.

– A ver, pruebe… -dijo el comisario volviéndose hacia la ventana.

Etchenike saltó sobre él, lo derribó y por un momento lucharon en silencio, el arma entre los dos. En el tira y afloje el veterano creyó notar que Laguna prefería hacerle sentir que se resistía pero no suficientemente, que cedía pero que eso también tendría un costo.

En un momento dado el comisario zafó del abrazo y metió un hook corto, un mazazo que conmovió la mandíbula del veterano. Etchenike respondió con un rodillazo ascendente y rodaron otra vez. Cuando se levantaron, sin una palabra, el arma había cambiado de mano.

– Ahora vamos, traidor -dijo Etchenike tocándose la barbilla.

Agarró el brazo del comisario y lo retorció hacia su espalda. Abrió la puerta y lo hizo caminar.

– Derecho al juez, Laguna. Le garantizo que no va a perder la jubilación. Tal vez lo asciendan, inclusive.

44. Martínez Dios

Recorrieron pasillos vacíos. El policía sentía el frío del hierro en la nuca. Etchenike el frío de la transpiración en todo el cuerpo.

– ¿Quién es el juez?

– El doctor Martínez Dios.

Etchenike no pudo evitar sonreír ante el nombre:

– ¿Y eso es bueno o malo?

– Es La Ley.

Doblaron, salieron al patio central. Se detuvieron allí.

– Primero tengo que ver a Sayago. ¿Dónde está?

– Debe estar declarando. Con custodia.

– No importa, vamos.

– Es en el comedor.

– Conozco.

El agente Russo estaba parado, en posición de descanso con las manos en la cintura, a un costado de la puerta dibujada y lujosa del comedor. No tuvo tiempo para reaccionar.

– El arma o mato al comisario -dijo Etchenike exagerando, yéndosele encima.

Cuando quiso manotear la pistola, el veterano le apuntó a él mientras retenía a Laguna por el cuello, lo hacía patalear.

– Vamos adentro -dijo.

Entraron. El juez era un hombre joven y menudo, un rubio sumido pero no frágil, vestido de remera amarilla y sandalias. De su presunto uniforme convencional sólo conservaba los anteojos y el portafolios. Era como si, al salir de una carpa playera, el doctor Martínez Dios hubiera tomado al pasar y de apuro los atributos mínimos de su investidura. Ahora hablaba con voz pausada y escuchaba selectivamente los borbotones apasionados de Sayago.

Curiosamente, ni él ni el Negro sentado del otro lado de la mesa improvisada como escritorio de juzgado los oyeron llegar. Sólo el secretario, que tecleaba la declaración levantó la mirada:

– Doctor Martínez Dios… -dijo como temiendo interrumpirlo.

El primer gesto del juez fue apenas de un módico fastidio:

– ¿Qué pasa?

– Señor juez… -dijo Laguna con el cuello estirado por la presión del arma-. El señor Etchenique tiene urgencia por declarar y desea que yo asista.

Martínez Dios pareció no entender las circunstancias:

– Tendrá que esperar, el señor Sayago está completando su declaración.

– Por mí no hay problemas -dijo el Negro poniéndose de pie y tomando el arma de Russo.

– Gracias.

Etchenike se sentó, entregó también su arma a Sayago y se dirigió formalmente al juez:

– Puedo contarle todo, señor. Es largo.

Martínez Dios hizo un gesto y el secretario puso papel en la máquina.

Casi una hora después, por la puerta lateral del Hotel Atlantic salían, en fila india, Sayago, el Dr. Martínez Dios, el médico forense y Etchenike. Muy juntos. Antes de subir al Falcon gris con chapa oficial, el veterano se dio vuelta y levantó dos dedos de su mano derecha. Friedrich y Castro, en el umbral, recibieron el mensaje, que no era la ve de una victoria improbable sino el recuerdo de las dos horas que había pedido Etchenike para devolver al juez sano, salvo e informado.

Ahora Sayago conducía con el Dr. Martínez Dios a su lado entre los vertiginosos pinos del camino de acceso al balneario.

– ¿Adónde vamos? -dijo el juez, más entusiasmado que temeroso.

– Le voy a mostrar el tercero -dijo Etchenike recostándose en el asiento trasero-. Es cerca y con vista a la ruta.

– El “tercer hombre” del que me habló…

– No. Esa es una historia que tiene que sonsacarle al Polaco, si es que consigue que hable…

El veterano había guardado el arma y estaba en la fase de las recomendaciones personales, las recetas a la justicia sobre los pasos a seguir.

– Vamos a ver el tercer cadáver -explicó-. La tercera víctima.

– Yo tengo cuatro -contó el juez mentalmente.

– Tiene cuatro muertos: dos víctimas y dos victimarios.

– Ah… ¿Y éste que vamos a ver, qué es? El que desempata…

– Un poco menos víctima de lo que parece.

– Creo que entiendo -dijo el juez.

– Creo que sí.

Acostumbrado a robos menores, alguna disputa con puñaladas en el puerto de Quequén o ciertos cajeros de bancos provinciales que se quedaban con los vueltos, el Dr. Martínez Dios estaba desbordado por tantos avatares, nombres falsos y verdaderos, apodos, calibres e intereses entretejidos.

– Pero hay algo que no entiendo -dijo eligiendo entre sus dudas-. Su golpe final al comisario Laguna me parece de una exquisita cobardía… El hombre estaba desarmado y no esperaba ni merecía eso.

– Es un amigo, juez. Recuerde eso -dijo Etchenike mirando el paisaje.

El forense, a su lado, hizo como que no oía, como que no sabía de qué hablaban. El veterano le tocó el hombro:

– Qué trabajo el suyo: tiene muchas más manos que armas para analizar.

– Los de balística pueden tardar un siglo pero ya hay algunas cosas: el revólver que disparó la bala clavada en el pasillo del Flamingo es el mismo que mató a Cacho, el panadero. No quiere decir que sea el mismo dedo el que apretó el gatillo, pero… Los balazos que tiene adentro Brunetti salieron del mismo caño que el que tiene el cadáver del Baba en la pierna.

– Y la pistola no es de ninguno de los dos que la gatillamos -dijo Etchenike divertido- Y ahora va a tener problemas nuevos, aunque ya se me ocurren algunas ideas al respecto. Sé que voy a tardar un poco en conseguir el arma que hizo lo que vamos a ver. Pero casi seguro que es un treinta y ocho.

Ante una indicación de Etchenike, Sayago se zambulló en el camino lateral y aceleró levantando arena y polvo. El veterano temió por un momento que algo hubiese cambiado, pero no. Ahí estaba, entre los árboles, el Volkswagen rojo, impecable. Coria había tenido menos suerte: habían comenzado a visitarlo las hormigas.

El juez y el forense hicieron su trabajo y preguntaron mucho más de lo que Etchenike contestó. Dijo que Cacho había descubierto el elegante cadáver pero insinuó que no eran ésas las razones de su muerte, que giraban, como el juez debía entenderlo, alrededor de la noche del domingo y de quiénes habían estado con Beba Vargas.

– Esa mina es la clave, doctor -dijo sentándose frente al volante y cerrando la puerta del convertible.

– ¿Qué hace? No puede llevárselo.

– Voy a devolverlo. Mañana o pasado hablamos. Suerte…

Puso la marcha atrás, enderezó, metió primera y los dejó en medio de una nube de polvo.

Sayago saludó con el brazo extendido, un copiloto feliz.