171443.fb2 Arena en los zapatos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Arena en los zapatos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

CUARTA

“Ésa es la diferencia entre el crimen y los negocios.

Para hacer negocios es necesario tener capital.

A veces pienso que es la única diferencia.”

CHANDLER, El largo adiós

45. Duchas

El escaso pelo gris al viento, la barba sin afeitar y desprolija, los peludos agujeros de la nariz expuestos al aire impiadoso del mediodía, la cabeza de Etchenike reposaba sin demasiado reposo y con los ojos cerrados, reclinada en el asiento delantero del convertible, entregada al sol y a un sueño inquieto.

El autito se deslizaba brillante y rápido entre curvas que ni siquiera lo parecían, corría por la ruta costanera de acceso a Mar del Plata como por el riel de un Scalectrix. Sayago lo llevaba con el gozo fácil y el cuidado del que desliza una plancha sobre una bandera de colores queridos.

En la bajada del faro, antes de la curva a la izquierda que descubría la amplia bahía de Punta Mogotes, la inercia zarandeó un poco más al veterano y lo despabiló:

– ¿Dónde estamos?

– Llegando -dijo el Negro.

– Estoy todo torcido -se quejó Etchenike. Tenía las piernas encogidas y había sumado una nueva contractura a los hombros y al cuello.

– Extrañás el Plymouth… -se burló Sayago.

– No. Pero el armatoste tiene otro andar. Vos sabés lo que estás pisando cuando apretás el acelerador.

Se reacomodó, trató de ubicar el cuerpo más erguido y extendió los brazos sobre el borde de la ventanilla y por encima de los hombros del Negro.

– Además -golpeó sus rodillas más cerca del esternón que del tablero-, en el Plymouth vas sentado, estás naturalmente sentado, como en una mesa de bar o en el cine… Acá, no: entrás calzado, puesto en el lugar para manejar o viajar con una sola posición posible…

Sayago lo miró sin hacer ningún comentario. Etchenike se calló. Sonrieron.

– Sí -dijo después de un rato-. Extraño todo. Hasta la oficina. Hace una semana que salí. Parece mucho más.

– Es cierto.

El tránsito se adensó al llegar al puerto y al subir por Juan B. Justo quedaron unos minutos trabados entre dos micros. El calor arreciaba. Un jeep con cuatro jóvenes de shorts, remera y tablas de surf quedó un rato atravesado frente a ellos en una bocacalle. Los muchachos los miraron largamente. Dos de ellos hacían comentarios y reían. Sayago se secaba el sudor con fastidio.

– No es auto para pasar inadvertidos -dijo.

– Parece que no.

Zafaron del embotellamiento y Sayago pudo volver a acelerar rumbo al centro.

– No es sólo el auto, Negro, somos nosotros. Un chorizo y una morcilla en una fuente de acrílico.

– ¿Qué es el acrílico?

– No te digo… -y sonrió, teatralmente desalentado-. Llegaste tarde al acrílico, al descapotable rojo…

– Así vamos a llegar tarde a todas partes.

– No son tantas.

– ¿Cuánto nos vamos a quedar en Mar del Plata?

– Unas horas: hacemos lo que hay que hacer y listo.

– ¿Qué hay que hacer?

Etchenike lo miró diciéndole que él ya sabía qué había que hacer:

– Ajustar cuentas con Silguero, cobrarle el laburo a Romero, hacer averiguaciones para la huérfana paralítica y cobrar un vale que tengo por dos revólveres perdidos… Ah: localizar al chileno.

– ¿Y a quién hay que pegarle?

– A varios.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por bañarnos.

Sayago puso tercera y en la esquina siguiente dobló hacia el norte con buen sonido de gomas sobre el asfalto caliente:

– Vamos al gimnasio del Club Peñarol -dijo-. Vas a conocer a Raúl Ludueña y a aprender a compartir la toalla con boxeadores… Maricón.

Izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, uno-dos, pausa, cintura para dejar pasar la bolsa, izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, izquierda, cintura… Y la bolsa iba y venía como un péndulo.

Con una camisa fresca y oscura, pantalón claro y una campera liviana al hombro, las axilas y los pies entalcados como un cafishio y una exhaustiva afeitada, un Etchenike impecable miraba transpirar al Negro Sayago haciendo bolsa con pantalón largo, zapatos, musculosa, guantes prestados y veteranía propia.

Se apartó sin que el ex olímpico lo advirtiera y atravesó el gimnasio entre los rítmicos saltarines a la cuerda, un ceñudo castigador del punching y dos minimoscas forrados en cuero acolchado que hacían sonar los golpes como parches, a los guantazos en medio de un ring que parecía una cancha de fútbol para ellos.

El olor a resina y a aceite verde lo acompañó más allá de la puerta de vidrios opacos cuando entró en el bar contiguo del Club Peñarol.

Raúl Ludueña tomaba una cerveza en la barra y lo convidó con un gesto.

– ¿Y el Negro?

– Me voy solo. Está muy entusiasmado.

– Ése fue un campeón.

Etchenike asintió y levantó la copa.

– Soy otro. Me siento otro -dijo satisfecho, bañado, dispuesto a todo.

– ¿Eso es bueno?

Las arrugas y las pequeñas heridas cubrían la cara de Ludueña como una fina red. “La máscara del Hombre Araña”, pensó el veterano. Los ojos asomaban por dos ranuras altas, negros y vivísimos, ladinos como la sonrisa con dos o tres dientes menos. Sobre la frente le caía ese mechón de pelo duro y ya gris que usan los boxeadores para repartir gotitas de agua al recibir un cross exacto como los de Roberto Arlt.

Pero ahora el que había pegado con un jab de contención era él.

– Es necesario, a veces, ser otro -respondió Etchenike-. Cambiarse la ropa, la peinada, el domicilio, el nombre, la nariz…

El boxeador apoyó el índice sobre su propia nariz y la hundió.

– Un precio alto, el de ustedes… No es fácil poner la cara -dijo Etchenike.

– Otros ponen el culo… ¿Usted por dónde prefiere sangrar?

El veterano mostró su ceja rota como quien exhibe un diploma, una garantía quién sabe de qué. Pensó en los que ponían el cuerpo, todo el cuerpo, y sangraban.

– ¿Qué sabe de su hermano, Raúl?

El boxeador suspiró. No estaba seguro de lo que iba a decir ni de cómo decirlo:

– Hablé con Sayago el otro día. Es todo muy raro. Por un lado, estoy prácticamente convencido de que él no murió en el ‘55. No estuve en el reconocimiento del cadáver pero después tuve noticias de amigos que me aseguraron que se había escapado.

– La historia del penal de Ushuaia…

– Sí. Habría estado también en la Resistencia por esos años. Pero nunca tuve un contacto directo con él para confirmarlo, ni una carta ni una llamada.

– No hay mucho de qué agarrarse para creer, entonces.

Ludueña asintió pero dejó abierta otra posibilidad, pidió atención:

– Esta semana me llamaron por teléfono acá, al gimnasio. Y era él. Preguntó por mí y me dice: “Raúl, no te asustes: soy Juano, tu hermano”.Y me dijo “Juano”, que es el sobrenombre de pibe, de casa. “Estoy acá, en Mar del Plata. Volví porque hay algunas cosas que tengo que arreglar”. No me dijo qué cosas. No me dijo nada más. No quiso que nos encontráramos. Me avisó que iba a volver a llamar y llamó ayer. “Todo va bien, Raúl: ya te vas a enterar de mí, por los diarios. Pero no me busques que es peor. Termino de hacer dos cositas y nos vemos”. Eso fue todo.

– ¿Y era él? ¿La voz era la de él?

– Seguro.

– Son veinticinco años, no unos meses… La gente cambia, la voz cambia.

– Seguro -dijo Ludueña, seguro.

– ¿Y no le da miedo que haya aparecido así?

– No.

– Porque a María Eva, sí.

Ludueña sonrió:

– María Eva… Los ricos son diferentes.

– Eso decía Scott Fitzgerald.

– ¿Y ése con quién peleó? ¿Es de la época de Marciano?

Etchenike no supo si lo estaba cargando:

– Anterior -dijo-. Duró poco.

Terminó la cerveza y se apartó de la barra.

– Gracias por los datos. Dígale al Negro que me espere.

– ¿La va a ver?

– ¿A quién?

– A Evita.

Etchenike pensó en esa mujer lisiada que se llamaba María Eva Ludueña y le costó asociar todas las imágenes:

– ¿Cuánto hace que no la ve?

– Desde que era así.

Y “así” era muy poco, apenas unos centímetros sobre el mostrador.

– Sí, casi seguro que la voy a ver -hizo una pausa-. Pero es otra.

Raúl Ludueña tiró un gancho lento y anunciado, amistoso.

– ¿Eso es bueno?

– Es malo. Creo que es malo -dijo Etchenike trabando, mirando el reloj.

Era un edificio de cemento y vidrio de diez pisos que ocupaba veinte metros de Almirante Brown, a media cuadra de Plaza Colón. En la planta baja, tras las vidrieras hasta el piso, operarias vestidas de amarillo, marrón y naranja -“colores de alfajor”, pensó Etchenike- mostraban el proceso que convertía el cacao, la leche, el azúcar y todo lo demás en los inimitables productos Los Lobos. El desarrollo era tan exhaustivo, evidente y limpio que sólo faltaban una vaca, una gallina en su corral, y un cañaveral en el fondo del jardín circundante. Esa puesta en escena de la elaboración de los alfajores Los Lobos era una verdadera atracción turística. El público desfilaba frente a las vidrieras y confluía luego en la ventanilla del local de ventas.

Hacia ese lugar fue Etchenike. Compró uno de chocolate con coco y aprovechó para preguntar todo lo que quería saber: eran siete empresas en otros tantos pisos y los últimos tres reservados para el imperio de Los Lobos.

En el hall de entrada, tres grandotes ociosos pero vigilantes hablaban de fútbol, reían entre ellos.

Tiró el alfajor apenas mordido en un cenicero de madera y vidrio y se encaminó al ascensor. Un ropero de seguridad le salió al cruce:

– ¿Adónde va?

– A ver a Silguero, a Romar -aseguró.

Lo dejaron pasar.

Pero no fue a Romar. Se bajó en el séptimo y se presentó en las oficinas de Rovial S.A.

– El señor Forlán, por favor.

La secretaria no conocía a ningún Forlán en la empresa. Preguntó por Coria, entonces. Tampoco. Agradeció y bajó un piso por la escalera.

En Rotour S.A. tampoco trabajaban ni Forlán ni Coria; en el quinto piso, las oficinas de Rofin S.A. no los contaban entre sus empleados, pero la cortés recepcionista de Romotor S.A. dijo que sí, que al señor Coria no lo ubicaba pero que el señor Forlán estaba de vacaciones desde la semana pasada y que se reintegraba probablemente el lunes.

Agradeció, no dejó nombre ni pelo ni marca y bajó un piso más, por ascensor, hasta Romar S.A. Preguntó por el señor Silguero.

– ¿Quién lo busca?

– Et-che-ni-ke -deletreó.

La joven recepcionista parecía diseñada por el mismo optimista dibujante que había inventado las líneas escalonadas y los parques y veredones del Complejo que él sabía desolado pero que aquí brillaba a cuatro colores en un panel de pared a pared.

– No lo va a poder atender -dijo la niña pulsando el intercomunicador luego de escuchar un momento-. Dice el señor Silguero que lo llame más tarde al número que usted tiene.

– Déme un sobre, por favor -dijo Etchenike.

La recepcionista le alcanzó uno y no llegó a ver qué ponía el visitante en su interior. Etchenike lo mojó con la lengua, lo cerró y se lo devolvió.

– Déle esto. Ahora.

Ella lo tomó y se dirigió hacia una puerta lateral.

– ¿Espera? -dijo volviéndose.

– Espero.

Un par de minutos después la puerta se abrió.

– Adelante -dijo la secretaria y se hizo a un lado.

Norberto Silguero estaba parado tras su escritorio con los diez dedos apoyados sobre la tapa de vidrio. Estaba sereno y sonreía. Sin embargo, Etchenike notó las yemas blancas de los dedos; la presión de todo el cuerpo en tensión; Silguero podía permanecer de pie, sentarse o saltar como una pantera sobre él en los próximos segundos.

Pero no hizo nada. Se quedó quieto. Apenas le ofreció una silla, con el mentón estirado.

– No lo esperaba -dijo con voz amable que se quebraba en las vocales.

– No esperaba venir -dijo Etchenike cerca de él, sin sentarse-. Hubo emergencias.

Y puso la mirada en el sobre abierto del que asomaban la cédula de Forlán que había recogido en el Volkswagen descapotable y la foto original de Coria en el Casino.

– ¿Tiene las fotos que sacó? -dijo Silguero.

– Esas me interesan -dijo Etchenike señalando el sobre-. Explíqueme.

– No hay nada que explicar. No se meta. Le pagué para conseguir ciertas informaciones sobre un individuo. Si en el curso de la investigación el sujeto revela otra identidad o adquiere una nueva, es parte del trabajo suyo. No tiene por qué…

– Dos errores, Silguero -lo paró Etchenike-. Uno, que Coria era Forlán desde el principio. Acabo de averiguar que trabaja acá arriba, en Romotor. Eso usted lo sabía. ¿Por qué me lo señaló como Coria? ¿Por qué inventó el asunto del empleado desleal, de las ocupaciones ilegales? Ahí hay algo más. El otro error es decir que me pagó. No. Acá paga Romero, el patrón. Y quiero hablar con él, no con un forro…

– Está loco. No puede…

Etchenike manoteó el sobre con la foto y la cédula y volvió a guardárselo en el bolsillo.

– Déme eso -dijo Silguero extendiendo una mano hacia él mientras abría con la otra el cajón de su derecha-. Déme eso, va a ser mejor…

El veterano agarró la mano extendida y tiró hacia sí. El gerente de Romar golpeó contra el escritorio, y quedó allí echado boca bajo.

– ¿Qué tenés ahí? ¿Un revólver? -dijo Etchenike asomándose.

Una pequeña pistola del veintidós esperaba en el cajón abierto. Lo cerró de un golpe y sin soltar a Silguero le apoyó la punta del dorado abrecartas junto al nudo de la corbata carmesí.

– Ahora hablás con Romero y le decís que tenés que subir. Si me nombrás, te degüello. Silguero empezó a transpirar.

– ¿Qué quiere hacer?

– Quiero que me pague y me explique -empujó el abrecartas-. Hablá.

Los dedos húmedos del gerente de Romar picotearon el microteléfono.

Transpiraba más. Las gotas tocaban la punta filosa.

– Te vas a tener que ir a bañar… ¿Tenés dónde darte una ducha?

– Ha-hay un sauna…

Etchenike sonrió, movió el fino puñal.

– Si no, te recomendaba el gimnasio del Club Peñarol… Buen ambiente.

Alguien atendió el teléfono del otro lado.

– Habla Silguero -dijo Silguero-. Dí-dígale a Romero que subo.

46. Un lobo menos

Cuando salieron del ascensor, había tres personas que se disponían a bajar.

– Buenas tardes, Toledo -dijo Etchenike al último de ellos.

Usaba el mismo traje marrón, la misma peinada a la gomina, el mismo portafolios. Su rostro reflejó el mismo pánico que Etchenike conocía. Giró, salió disparado hacia una puerta a sus espaldas.

– Espere -intentó detenerlo Silguero.

El veterano apartó por un momento la mano con que rodeaba amorosamente la cintura del gerente de Romar y se adelantó, alcanzó a Toledo junto al portero eléctrico cuando se confesaba:

– Romero… Vino… Está aquí… -alcanzó a decir antes de que Etchenike lo desplazara, le pusiera el puñal en la nariz, como Polanski a Nicholson en Chinatowm.

Contra todas las expectativas, el mecanismo de la puerta emitió un zumbido. Etchenike tomó a Toledo de las solapas y lo empujó contra la puerta, que se abrió. En un instante estuvieron todos adentro.

El hombre que estaba en el otro extremo de la inmensa habitación, parado junto al cuarto tramo de una ventana que dejaba ver todo el Océano Atlántico y un probable esbozo de la costa africana en el horizonte, tuvo un gesto de extrañeza. Etchenike no pudo verle los ojos, que ocultaban anteojos negros de vidrios espejados. Tampoco expresó actitud alguna con el cuerpo o los brazos, que permanecieron rígidos dentro del traje blanco. Sólo el movimiento vacilante, casi imperceptible, del caño de la pistola que empuñaba, indicó que algo no era como él esperaba.

– ¿Quién es? -dijo centrando el movimiento del arma.

Por un instante el veterano pensó que ese hombre era ciego.

– Etchenike, señor Romero. El hombre que… -dijo Silguero en un segundo plano, casi responsable de todo.

– Ah… Sí, sí-y ahora la distensión fue evidente-. Pensé que se trataba de otra persona… Usted, Toledo, me hizo pensar, con su actitud…

El hombre del Complejo intentó disculparse por la alarma pero la presión de esa punta afilada entre las costillas lo contradecía.

– No exactamente -alcanzó a decir.

– Por favor, señores, déjennos solos -pidió Romero.

Silguero y Toledo obedecieron.

Mientras el mismo Etchenike cerraba la puerta a sus espaldas, el Lobo Romero se dirigió hacia otra zona de la vasta habitación. Primero pasó junto a un equipo de música que ocupaba un ángulo completo y luego por delante de un escritorio limpio de papeles sobre el que sólo había una máquina de escribir eléctrica y el teléfono. Bajo el grueso vidrio, una lámina gigantesca reproducía la tapa de una caja de Alfajores Los Lobos. Detrás del escritorio, la biblioteca empotrada en el muro blanco contenía algunos volúmenes de obras completas de clásicos sostenidas a ambos lados por lobos marinos dorados en posición Mar del Plata, clásica también.

Romero se detuvo finalmente en el rincón más lejano y desde allí invitó a Etchenike a sentarse en alguno de los tres sillones negros con detalles dorados que rodeaban una mesa ratona. Había botellas en un gabinete lateral.

– Venga, Etchenike, póngase cómodo.

El veterano se acercó y se midieron. Romero era corpulento, pero Etchenike, más flaco, superaba con mayor holgura el metro ochenta y cinco.

Romero depositó como un regalo la pistola -una igual a la de Silguero- sobre la mesita y Etchenike dejó al lado, cuidadosamente, el abrecartas.

– Ahora sí: buenas tardes -dijo el Lobo extendiendo la mano.

– Buenas tardes.

Y no hubo mano de Etchenike.

Tampoco aceptó el cigarrillo. Se sentó y dijo:

– Forlán está muerto.

Romero no dio tampoco ahora ninguna señal de alarma. Apenas si pitó un poco más fuerte del Chester y tiró el humo un poco más lejos. Sin embargó cuando con gesto estudiado pero histérico se sacó los anteojos, Etchenike le descubrió unos ojos irremediablemente húmedos y huidizos. Los mocasines grises con medias Dior, la camisa estampada abierta sobre el pecho velludo y que dejaba ver el pesado medallón, la piel tostada y el peinado duro y cosmético que le azulaba las canas, todo evocaba un aire de falsa modernidad decadente, todo lo hacía envejecer sin dignidad, como a esos afeminados empresarios californianos de serie televisiva.

– ¿Cómo fue? -dijo sirviendo whisky sin invitar.

– Ayer, en un camino vecinal a la salida de Playa Bonita, alguien lo baleó por la espalda junto al auto -Etchenike tiró la cédula sobre la mesa-. La traje como prueba de que estuve allí.

– ¿Cómo sé que es cierto?

– Llame a la policía de Necochea o compre el diario de mañana. Le conviene apurarse, ponerse a cubierto o ellos lo llamarán antes.

Romero evaluó o pareció evaluar ese consejo. Estuvo a punto de tomar el teléfono pero se contuvo.

– ¿Trajo las fotos de Forlán? -dijo en tono que quiso ser casual.

– No las tengo. Alguien me asaltó en el hotel y se llevó la cámara y el rollo… Golpearon a un muchacho que nada tenía que ver. Creo que son los mismos que mataron a Forlán.

– ¿Por qué dice eso?

– Es muy claro, Romero. Por eso estoy hablando acá con usted y no con el forro de Silguero.

Romero asintió, casi sonrió ante la calificación de su gerente de Romar.

– Siga.

– Aunque tardé en darme cuenta, todo este trabajo de vigilancia en el Complejo no fue más que una pantalla para cubrir un episodio, apenas uno más, una batalla, de la guerra entre usted y los Hutton por el Atlantic.

– Siga.

– Y creo que es muy burdo el intento: fotografiar a la renga en la cama para después extorsionar, supongo, a Willy, a la misma renga o a la vieja Julia, si es preciso, para que aflojen en la concesión del hotel.

– Muy burdo, es cierto. No sé a quién se le puede haber ocurrido algo así.

– No sé a quién -dijo Etchenike sin un dejo de ironía-. No creo que al boludo de Toledo, que apenas sirve, y mal, para intentar negociar en “ La Julia ” y convertirse en sospechoso por estupidez.

El Lobo lo interrumpió con una carcajada breve:

– Es muy bueno, eso… ¿Sabe que Willy sospecha de Toledo por el incendio?

– ¿Se lo dijo?

– Llamó hoy: dijo que puede probar que fue un atentado… Willy está muerto, definitivamente muerto. Se cae solo. No necesito apretarlo más.

Etchenike tuvo un repentino ataque de asco:

– Volvamos a nuestro sucio asunto, mejor: decía que pudo haber sido idea del mismo Silguero, que conocía la relación de Forlán con María Eva y se le ocurrió, cínicamente, hacer un servicio bien pagado a la empresa. Pero se me ocurre que no le da el ingenio para tanto, aunque quizá la obsecuencia haga maravillas e inspire a las personas.

– Yo lo llamaría lealtad. No hay empresa exitosa sin lealtad.

– No hay extorsión exitosa sin lealtad, diríamos en este caso.

– Diríamos.

El Lobo concedía con benevolencia, daba hilo, dejaba que el viento se llevara la cuestión bien lejos. Ya recogería, empezaría a tirar.

– Puede haber sido idea del mismo Forlán: se levantó a la renga y les ofreció el negocio a los patrones. Pero salió mal. A él, por lo menos: lo mataron y las fotos de la encamada las tienen ellos. Todo al pedo.

– ¿Las tiene Willy?

– Tal vez.

– Si quiere cobrar, recupérelas. Se ve que usted va y viene con soltura.

– No es tan simple. Usted no está en una posición como para plantear ningún tipo de condiciones.

Etchenike se puso de pie, las manos en la cintura:

– Tiene mucho que perder, Romero. Y lo sabe. Se hace el boludo pero acá ha habido varios muertos; yo he estado involucrado y si me aprietan voy a hablar: todo. Nunca he participado de una empresa exitosa, por eso no soy leal. Por lo menos con los empresarios…

– No amenace -el Lobo señaló la pistola, el teléfono y dijo con suavidad-: podría no salir vivo de acá.

– Eso no es cierto. Acá adentro no puede disparar. Si me lastima queda pegado con un quilombo tan grande que olvídese de sus aspiraciones de copar el Hotel Atlantic. Por algo trató de mantenerse al margen.

– Estoy al margen. Y no tengo enemigos. Ni me los voy a inventar.

Romero se puso de pie él también con una resolución inédita. Era como si finalmente se diera cuenta de algo evidente que no había sabido valorar y estaba ahí, tan claro.

– Simplifiquemos -dijo yendo hacia el escritorio, abriendo un cajón-. Necesito su ayuda, Etchenike, y lo reconozco. Voy a pagar esa ayuda, ese silencio eventual. Voy a pagar bien por esas fotos que usted, estoy seguro, me va a traer esta noche a casa, sin alharaca ni escándalos. Y voy a pagar bien por cerrar el desgraciado caso Forlán sin complicaciones. Usted se calla y cobra.

Sacó un fajo de billetes verdes y separó cinco mil dólares que puso frente a Etchenike.

El veterano los tomó sin un gesto, los guardó en el bolsillo trasero.

– Yo cobro y me callo -dijo-. Por ahora.

– Estoy más tranquilo.

– No tanto: sigue teniendo miedo.

– Willy está liquidado.

– No es por Willy… ¿Qué creyó ver hoy, cuando yo llegué?

Romero parpadeó, una ola de turbación le arrebató la sobria arrogancia que había podido armar a fuerza de palabras y una pila de papelitos con el rostro de Benjamin Franklin.

– Un fantasma -dijo-. Un fantasma del pasado.

– Ludueña.

– ¿Qué sabe usted de eso? -y se le quebró la voz.

– Nada. Un hombre que estaba muerto vuelve después de veinticinco años no se sabe por qué pero deja mensajes, amenazas, promesas difusas…

– ¿Qué piensa?

– Demasiadas huellas para ser cierto. Si realmente quisiera hacer algo no se anunciaría: alguien quiere que algunos crean que Ludueña está de vuelta. Y todos le temen: Willy y usted.

Romero no estaba convencido de los argumentos de Etchenike.

– Ayer llamó acá -y señaló el teléfono-. También la semana anterior… Y hoy vino -concluyó-. Un tipo de barba y con gorra se hizo anunciar en planta baja, esperó. Cuando la gente de seguridad pidió instrucciones para saber qué hacer ya se había ido.

– ¿Lo hizo seguir?

– Imposible.

– Puede ser un impostor, alguien que quiere sacar dinero.

– Todos quieren sacar dinero acá.

– No crea, Romero. Conocí en “ La Julia ”, hace dos días, a alguien decidido a ponerlo: un inversionista chileno del rubro hotelería que…

El Lobo rió por segunda vez en la tarde:

– Willy está loco si espera salvarse con el chileno ése -concedió-. El hombre está tanteando el negocio del Atlantic… Lo que Hutton no sabe es que estuvo primero aquí, conmigo, hace cuatro días, y que precisamente…

Romero consultó su reloj, paseó la mirada por el ventanal que daba al mundo y sus alrededores:

– Hoy viene a casa -completó.

– Nos veremos, entonces -dijo Etchenike poniéndose de pie.

– No. A usted le doy más tiempo… Pero aparezca con las fotos, mejor para usted.

El Lobo sacó una tarjeta y garabateó un teléfono sobre la dirección impresa. Se la alcanzó.

– Resumiendo, Etchenike: el asunto Forlán está cerrado con eso que le di. Yo creo que usted sabe cómo conseguir las fotos que dice que le quitaron. Tráigalas. Espero hasta medianoche.

– Puede esperar sentado, charlando con el chileno.

– No cancheree.

– No me amenace.

Romero meneó la cabeza sonriendo, señaló la pistola sobre la mesa:

– No me conoce, Etchenike. No estaba cargada.

El veterano la tomó y le apuntó al pecho. Romero inmovilizó la sonrisa.

Etchenike fue desviando el arma, dio un medio giro con el brazo siempre extendido y disparó.

El lobo marino dorado que sostenía los libros en el extremo derecho de la biblioteca estalló en pedazos. Los libros se derramaron.

– No se preocupe, hijo de puta -dijo arrojando el arma sobre el sillón-. Mi abrecartas tampoco tenía filo.

Al salir se topó con toda la gente que salía del ascensor, se agolpaba ante la puerta, llenaba el palier convocada por el ruido.

– ¿Qué pasó? -dijo uno que llegaba.

– Reventó un lobo -dijo Etchenike.

47. Vales

No lo esperaba. Etchenike bajó del taxi y verificó la dirección. Era, efectivamente, allí: dos cuadras arriba del Golf Club, en la loma de Playa Grande, un antiguo chalet de tres plantas rodeado de césped ocupaba una esquina con las paredes de piedra, los troncos y las tejas cuidadosamente enmohecidas por los años. Pero el garaje no era ya garaje. Había una tienda de antigüedades en el lugar: El Naufragio. Cosas Viejas, decían las letras góticas caladas en el cartel de madera que se balanceaba apenas con la brisa húmeda de la tarde.

Un ancla en la puerta y una vidriera que compartían, en sabio y polvoriento desorden, los libros viejos, un uniforme militar en un maniquí con sombrero de copa, un arcón lleno de monedas y caracoles, llaves viejas de todos los tamaños, un pingüino apolillado, un traje de buzo completo matizado con armas antiguas y modernas de todos los calibres.

Etchenike entró y al sonido de la campanilla apareció una viejita que bien podría haber salido de una de las vitrinas y no de la trastienda.

– Vengo a retirar esto -dijo extendiendo el vale que le firmara Willy Hutton.

La viejita lo examinó unos momentos como si fuera un documento antiguo o una carta de navegación de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

– ¿Es amigo de Willy?

El gesto de Etchenike hacía suponer que sí pero que bien podría no serlo.

– ¿Los dejó en consignación?

– En cierto modo… Digamos que me las quitaron en consignación…

– Porque está vencida la fecha para retirar… A ver, espere un momento. La viejita se fue.

No volvió ella. Apareció un jugador de pato, uno de los primos.

– Está vencido -dijo haciendo un bollito con el vale. Lo tiró a los pies de Etchenike-. Ya no le sirve más.

– ¿Dónde están? -dijo el veterano, imperturbable.

– Siguen en venta. Ahora son nuestros, claro. Pero son baratos… Comparados con un Remington de la Guerra del Desierto…

Etchenike fue hasta la vitrina y los vio, los dos 38 en una caja, como si fueran revólveres de un duelo. Intentó abrir. Estaba cerrado. Forcejeó y el mueble se tambaleó hasta que cayó un portarretrato que estaba encima.

El vidrio que cubría la imagen de una señora de sombrero estalló en cien pedazos con mucho estruendo.

– ¡Señor! ¿No ve que está cerrado? ¿Qué hizo? -la viejita recogía los pedazos del portarretrato.

– Son míos -dijo Etchenike confuso, empecinado.

– Deje, tía… Yo me encargo de él.

Era el otro jugador de pato.

De pronto salieron los dos juntos desde atrás del mostrador y Etchenike comenzó a retroceder tácticamente hacia la puerta. En el momento en que se le abalanzaban pudo empujar el buzo sobre el primo que venía por derecha y manotear el picaporte. Salió dando un portazo. La campanilla quedó temblando. Él también.

– ¿Adónde va tan apurado?

Willy Hutton estaba allí. Acababa de estacionar el Mercedes y se lo veía muy bien teniendo en cuenta que venía de soportar un incendio en los talones y estaba, en lo económico, clínicamente muerto según sus enemigos.

Etchenike giró y mostró la vidriera de El Naufragio. Tras los cristales, los primos gruñían satisfechos como dos perros guardianes.

– Ya veo. Llegó tarde con el vale. No tendría que haberse demorado tanto, Etchenike… -el estanciero hizo una pausa-. Pero espere un momento. Suba al auto, mientras tanto. Necesito hablar con usted.

Etchenike subió. Willy Hutton entró a la tienda y volvió en pocos minutos.

Traía la caja bajo el brazo. Se puso al volante y la depositó junto a Etchenike.

– Ahí tiene.

El veterano los sacó y empuñó una en cada mano. No llegó a hablar.

– Tome el vale por los gatillos -dijo el estanciero alcanzándole un nuevo papel con una sonrisa-. Tiene hasta el… Hasta el lunes, mejor dicho. El domicilio de entrega es en Buenos Aires. Espero que esta vez llegue a tiempo.

Puso primera y salió.

– ¿Me va a llevar usted a Buenos Aires? -dijo Etchenike.

– No. Sólo quiero que charlemos dos o tres cosas. Estoy de mucho mejor ánimo que ayer, con todos esos inconvenientes… -se volvió hacia el veterano-. Estuvo muy duro conmigo: yo no maté al Baba. Pregúntele a Friedrich.

– A Friedrich no se puede preguntarle ni la hora: él le va a dar otra que el resto de la gente. Y no me interesa. Es como hablar con usted. Los dos me dan asco, pero tal vez él un poco más, porque no sé qué defiende. Los tipos como Willy Hutton son mucho más transparentes.

Willy siguió marchando con la vista fija en el camino. Le sonreía al atardecer, al veredón que separaba la marcha del Mercedes de las rocas golpeadas por el mar ahí abajo. Le sonreía tal vez al mismísimo horizonte lejano y gris, a las ofensas próximas que no lo tocaban.

– Le voy a decir algo: puedo dejarlo hablar y es una suerte para usted. Y puedo porque hay dos cosas que me colocan muy lejos de toda esta mierda que quiere revolver: el subsecretario de Turismo de la Nación me acaba de confirmar y garantizar que la prórroga de la concesión es un hecho. Y hoy cerré, además, el preacuerdo con la gente de Hoteles Survey, de Chile.

– ¿Por qué cree en ese chileno?

– Creo en Chile. Es una economía más sólida, más confiable que la nuestra.

– “Sólida” y “confiable” son calificativos propios para las armas, para un tanque, para una ametralladora, para…

– La economía es un arma, también. Y en Chile es efectiva. Acá, no tanto.

Etchenike no estaba dispuesto a discutir esos matices:

– El chileno juega a dos puntas: habló con Romero también.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estuve con él hace un rato.

El estanciero no se sorprendió. Ya había muchos sobreentendidos entre los dos. Demasiados, tal vez.

– Rojas le dio el dulce, lo tanteó, le hizo mostrar las cartas y después arregló conmigo… No es gil, el chileno. Sabe reconocer dónde está la seguridad de la inversión.

– Esta tarde Romero lo veía otra vez.

El dato cayó como una repentina cagada de paloma sobre el capot, sobre el impecable parabrisas del Mercedes que los paseaba por Playa Chica. Pero la serenidad de Hutton no mostró fisuras:

– Le dije que la continuidad de la concesión está garantizada… Así que es al pedo. Esas son cosas que ustedes -y ahí Etchenike se vio incluido en una categoría que no reconocía pero que podía suponer despreciable- no pueden llegar a entender… El subsecretario de Turismo, por ejemplo, el coronel Ramón Green, es sobrino nieto de un Pradere, pariente de mi vieja. Ha estado infinidad de veces en “ La Julia ”. No bien le expliqué la emergencia que estaba pasando con el incendio y con el apriete de este hijo de puta me dijo que me quedara tranquilo… ¿Entiende?

El veterano entendía. Era como leer un libro de mitología griega, con dioses, semidioses, titanes, héroes y reyes entreverados en conflictos tan lejanos y altos como el Olimpo. Los boludos, miraban.

– Entiendo -dijo repentinamente comprensivo-. Le tiran una soga. Pero está liquidado, Willy… Ya no es todo tan fácil como antes.

– En el fondo es siempre igual: mi viejo hizo lo que hizo cuando para hablar con un ministro de Alvear no necesitaba pedir audiencia. Entraba y listo. Y a mí me tuvieron sobre las rodillas los más importantes políticos de la Nación, los hombres más sólidos y poderosos, más allá de los gobiernos o los guachos que después quisieron quitarnos lo que habíamos hecho con el laburo de la tierra, que es lo único que dura y que vale en este país de mierda.

Y el discurso arquetípico de un vocero tardío y poco consecuente de la oligarquía terrateniente de la pampa húmeda sonaba tan hueco como sus sueños de cartón. Etchenike imaginó un Hotel Atlantic escenográfico, un simulacro de grandezas poblado de fantasmas, figuras del pasado o sacadas de una novela fantástica de Bioy Casares.

– Es la gente que hizo esto… -y el brazo fervoroso de Hutton abarcaba los brillos, los alevosos esplendores de la costa poblada de residencias, torres, dinero puesto en la orilla como ofrenda a quién sabe qué dios o monstruo que saldría del mar-. Todo vino de la tierra, del campo. Esa es la guita en serio que hizo todo. Después vinieron los arribistas, los tipos sin clase. Una basura como Romero…

– Hay quienes han cosechado una fortuna y hay quienes la han amasado -dijo Etchenike con la mirada equidistante de un umpire de tenis.

– Ésa es buena -y Hutton sonrió-. Han tenido que amasar…

– Pero ése que mete las manos en la masa, el alfajorero, dice que usted está muerto y yo creo que tiene razón: si él no lo entierra…

– ¡Qué va a enterrar ese maricón! Está acostumbrado a que se la entierren a él.

Willy esperó, sonriente como una asquerosa máscara china, el efecto de sus palabras:

– Es marica. Trolo. Un putazo… Lo conozco bien; no sabe cuánto -y echó una carcajada-. Fue entretenido cuando yo era pendejo. Si hasta se enamoró. Le sacaba lo que quería.

Etchenike lo miraba en silencio.

– ¿No me cree?

El veterano asintió.

– Tiene reacciones de mina, cosas típicas de puto… Nunca aceptó que él no era nadie en el hotel, que mi vieja lo nombró administrador hasta que un Hutton pudiera hacerse cargo. Y nos odia. Pero el que está liquidado es él. Lo tengo así…

Y la palma de la mano tendida hacia arriba se cerró en un puño que agarraba los imaginarios huevos del Lobo.

– No lo suelte.

– ¿Qué?

– No suelte el volante -dijo Etchenike indicándole el camino, la tarea de conducir-. Casi nos hacemos moco contra el colectivo… Pare ahí.

El auto blanco se detuvo cerca de la bifurcación de la costanera, a pocos metros de Cabo Corrientes.

– ¿Se quiere bajar?

– No. Ni siquiera hemos empezado a hablar, creo. Estaba alardeando con que podía destrozar a Romero…

– Puedo probar que el incendio fue intencional y que hubo gente de él en eso; le conozco andanzas de marica que le costarán muy caro y sobre todo puedo demandarlo por intento de extorsión.

– No entiendo.

– No se haga el boludo, Etchenike. Usted sabe que hay algo, una razón de importancia para que yo esté acá, perdiendo tiempo con usted. Le di una oportunidad y mil dólares para que se borrara a tiempo y no cumplió. Lo podría haber hecho matar como a un perro y lo dejo estar, le doy charla.

El fulgor de la mirada se hizo mayor, el brillo adquirió reflejos turbios, oscuridades nuevas, la voz bajó algunos tonos, se hizo grave:

– Quiero las fotos: o las tiene usted o usted sabe quién las tiene. Las quiero enseguida. Es lo único que me interesa.

El veterano manoteó el picaporte y amagó salir.

– ¿Qué hace? ¿Adónde se cree que va?

– No tengo esas fotos. Me las afanaron con la cámara y todo de la pieza del hotel. No sé quién las tiene.

– Se las vendió a Romero…

– Ése era un negocio en el que entré sin saber. Era el único pelotudo que no lo sabía… Si Romero me pasó y fue él mismo el que me madrugó antes de que otros me las quitaran o de que yo me tentara de hacer mi propio negocio, no lo sé. Él también dice que no las tiene, y las quiere, como usted, Hutton… Después de todo, ya se enterarán de dónde están cuando empiecen a llegar los anónimos…

– No joda más. Con las fotos o sin ellas siempre lo puedo acusar a usted por todo esto. Friedrich se muere de ganas de verlo adentro.

Etchenike sonrió.

– Así me gusta: una verdadera y cantante amenaza. Es lo que me faltaba. Pero no me calienta. Acá hay una red de amenazantes y amenazados y yo confío en las cartas que tengo.

Hutton mostró los dientes.

– No se cague de risa -prosiguió el veterano-. Antes de darle una noticia que le va a interesar, que le va a revelar tal vez lo que quiere saber sobre las fotos, es bueno que sepa que yo también lo quiero enterrar, Willy. Y voy a hacer lo posible.

– No sea imbécil.

– Lo voy a atacar, Hutton -dijo Etchenike imperturbable, como si ensayara una apertura de ajedrez-. Creo que no va a poder zafar de ésta. Fue demasiado lejos y eso, incluso en estos tiempos, sigue siendo malo.

– Si es por lo del Baba…

– Ese hijo de puta, en última instancia es un accidente… Él es un accidente, no su muerte, que fue un asesinato. Y se puede probar. Pero lo que me importa es lo otro: Sergio Algañaraz; Cacho, el panadero… Tardé en darme cuenta cómo se encadenaba todo. Me parecía demasiado monstruoso y desproporcionado. Sobre todo porque hay una constante, últimamente: siempre la pagan los pibes, los que en el fondo no tienen nada que ver.

– Hay una lógica…

– Es una lógica de mierda: que mataran a ese chico por el mero hecho de curiosear sobre el Hotel Atlantic, de fotografiar esas ruinas… Dar a publicidad eso, dejar testimonio del abandono, de la destrucción, en la revista de “ La Nación ” bastaba para entorpecer sus pretensiones de continuar con la concesión… ¿Voy bien?

– Es coherente… Pero excesivo.

– Es algo peor: es siniestro. Lo que no es extraño en estos tiempos -Etchenike se pasó la lengua por los labios; de adentro le subían vahos de arena y aire caliente con olor a asco-. Se equivocaron de objetivo. No era ése el que había que eliminar, asustar o lo que fuera.

Notó que la voz le temblaba pero no quiso dejarse llevar:

– De algún modo les llegó la noticia de que iba a caer por Playa Bonita alguien con una cámara y un pretexto cualquiera con la misión de perjudicarlos, sabotear el negocio. Inclusive supongo que sabían que lo mandaba Romero. Eran datos tal vez difusos pero alcanzaban: llega tan poca gente con esas características a Playa Bonita… Y usted debe haber dado la alarma a su gente desde Mar del Plata el viernes pasado: hay alguien que va para allá.

– ¿Qué quiere demostrar?

– Lo peor, Hutton. Usted me lo confirma cuando aparece el mismo sábado a la noche, apurado, desde Mar del Plata y con los otros monos. Vienen a jugar al pato pero también están esperando a alguien. Usted habló de un “amigo que venía de Buenos Aires”. El único que había allí era yo pero no podía ser… No daba el tipo. La confirmación de que ya estaba el espía o lo que fuera en Playa Bonita la dio el imbécil del Baba, que lo había visto a Sergio merodear por el Atlantic el sábado a la mañana y lo intimidó. Usted no tuvo dudas de que era ése. Entonces decidieron sondearlo por las buenas. El domingo lo fueron a buscar al motel, lo pasearon, le tiraron la lengua y no quedaron convencidos de qué buscaba. Entonces casi lo arrastraron a la tarde a la estancia, pero antes, con un llamado anterior, lo sacaron de la habitación y aprovecharon para revisarle todo… Para eso estaban arreglados con los tipos de Los Pinos, amigos del Baba, de Brunetti y suyos también.

Willy lo había estado escuchando con suma atención, sin que se le moviera un músculo. Todo parecía atravesar su semblante sin dejar huellas. Pero ahora saltó:

– No mezclemos… ¡No mezclemos! -gritó dando un golpe en el volante-. Yo nada tengo que ver con esa gente, lo que hace o lo que trama… Es cierta la sospecha. Inclusive es cierto lo que sigue: le sacamos la cámara al pendejo y le quitamos todos sus rollos también; el que llevaba y los que tenía en la pieza. Pero nada más. Yo lo puse en pedo, le tiré la lengua y cuando vi que no pasaba nada con él lo mandé de vuelta a Playa Bonita con una estampilla en el culo. No había problemas con él, no volví a verlo hasta que me lo metieron en la congeladora del hotel… Se ahogó. Listo.

– No se ahogó: lo mataron.

– No tengo nada que ver.

– Creo que sí; sus cómplices, sus ayudantes se asustaron cuando el pibe tocó algo, descubrió algo sin querer… ¿No se le ocurre nada?

– No.

– La droga, Willy. Saltó la droga.

– No sé de qué me habla.

Y parecía sincero el hijo de puta. Usaba el repertorio más convencional del asombro para salir del asunto, salvar la ropa, decir hasta ahí nomás.

– Sabe. Y con eso basta para ensuciarlo, por lo menos… Claro que se cree seguro: los directamente implicados, Brunetti y el Baba, están muertos. Uno, por una cuestión de minas; el otro, en un presunto accidente después de que precisamente usted, el asesino, apareció como su salvador. Se cree cubierto, Willy, pero hay muchas puntas sueltas todavía, y algunas alcanzan para atarlo a usted.

– Me extraña esa teoría de la droga… ¿Dónde está? ¿Quién la vio? ¿Me vio pinta de drogón a mí?

Etchenike asintió pero no se detuvo en eso. Le interesaba seguir adelante en su razonamiento, en la reconstrucción hasta llegar a un punto que estaba todavía lejano.

– Estas cadenas de complicidades siempre tienen eslabones más débiles, flacos: la gorda Beba fue el eslabón flaco. Ella fue la que hizo saltar todo, armó un despelote, mezcló lo que venía separado. Con la llegada del oficial Brunetti había cocaína en Playa Bonita y la gorda fue a buscar. Supongo que bancaba una mini distribución. Pero como siempre, no tenía un mango. Beba toma mucho y no hay guita que le alcance… De ese modo Brunetti, que se la cogía, la tenía agarrada; los vi en la playa el domingo y me impresionó ella: estaba totalmente dada vuelta, y cuando estaba así era capaz de cualquier cosa. Eso la perdió y los perdió a todos.

– Esto es mucho para mí. Ni siquiera conozco a esa mujer.

– Yo creo que tampoco. Al menos, no del todo… -Etchenike tuvo la imagen del Mojarrita disparándose apresuradamente en la sien-. Porque fue ella la que desencadenó el desastre el domingo a la noche. Llovía, se había suspendido la inauguración de Mojarrita. Algañaraz, que iba a ser el escribano, estaba ahí, porque lo había traído de vuelta María Eva desde la estancia y ni siquiera había pasado por el motel y estaba bastante en pedo… Entonces a Beba se le ocurrió, como otras veces, ir a coger al Atlantic. Seguramente pensó que Brunetti estaba en el Flamingo o en otro lado, si no, no se hubiera animado a meterlo allí sin avisar. Y al pibe le encantó la idea. Por algo Mojarrita la anduvo buscando. Sabía. Pero ya no estaban. Llegaron a eso de las diez… Después Beba diría que fueron al cine… No es cierto: el Polaco puede atestiguar que no entraron al cine: fueron al hotel, como solía ir Beba a veces, con la complicidad de su hermana, la mujer del Baba. Había piezas y droga de sobra ahí… Y al pibe, borracho, la idea le gustó: podía salvar la nota cuando creía que todo estaba perdido, inclusive su cámara…

– Espere.

– ¿Qué pasa?

Hutton puso en marcha el Mercedes parsimoniosamente. Pero no lo movió. Miró su reloj. Era casi un árbitro de fútbol en el momento de indicar los minutos de descuento, el alargue, el plazo último y definitivo que podía conceder:

– Ya es una novela, Etchenike… Nadie puede creer eso. No hay pruebas, todos los protagonistas están muertos y usted puede inventar lo que quiera. Pero ¿qué validez tiene? -resopló, en el límite de su paciencia-. Yo fui claro y breve con usted: quiero esas fotos. No me importa esta historia.

– Y precisamente esta parte que viene es la más floja -dijo el veterano, obstinado-. No sé exactamente cómo sigue -prosiguió-. Pero va a ver que es importante: quién sabe qué pasó esa noche en el Hotel Atlantic durante la proyección de Piso de soltero y la primera parte de Veracruz. Pero estoy seguro de que el pibe murió ahí. Tal vez abrió una puerta y vio algo, tal vez escuchó lo que no debía… Probablemente fue el Baba, tan animal. Un golpe en la cabeza y listo. Después tuvieron que deshacerse del cadáver. Le sacaron todas las cosas, lo llevaron en la noche mar adentro en el bote y lo tiraron por la borda. Tal vez esperaban que no apareciera, tal vez querían que apareciera como apareció… Recién entonces inventaron la versión que recitó la Beba y que me demostraron que es imposible.

Lo que vino después fue una locura mayor, propia de débiles mentales: a Cacho lo balea Brunetti, que andaba con el trabuco del Baba y se decía en Mar del Plata, cuando supo que había estado conmigo. Ellos sabían que Cacho había estado con Beba después del crimen y que su testimonio podía echar a perder todo. De paso, distraía la atención hacia algo que aparentemente no tenía nada que ver. Y el final es tragicómico: el Baba intenta silenciar al Mojarrita para que no deschave lo que sospecha que le quieren endilgar a la Beba. Pero ahí se nota la mano de Brunetti, el más capaz, que los manda al frente, primero a una y después al otro… Inclusive, con su complicidad, Hutton, consiguió un testigo que dijera que era Beba la que había disparado contra Cacho… Muerto el Mojarrita, sólo le quedaba entregar a la Beba. Era su palabra y su investidura contra el testimonio espontáneo y la casi autoconfesión de una mina que era puta y adicta, una piltrafa… Pero salió mal. Apareció un loco enamorado y como el león sordo del cuento del misionero y el violín, se acabó la diversión.

Había terminado.

Willy Hutton parecía tan aturdido como el que encara una lectura por un rato y el relato aventurero lo atrapa y no puede dejar de leer por horas hasta el final que lo encuentra cansado, dolorido, agotado y feliz como después de hacer el amor. Menos feliz, todos los adjetivos le cabían a Willy Hutton.

– Creo entender que terminó -dijo.

– Sí.

El alivio de Etchenike tenía algo de orgánico también. Pero no era equivalente al de Willy. Lo suyo era como si hubiera orinado largamente después de una continencia obligada. Y algo de eso había.

Willy deslizó el Mercedes en forma mucho más lenta que antes por la parte baja de la costanera, casi pegada a la rompiente que trataba de disolver el paredón a golpes de sol y de agua. Tal vez quería dar el tono de lo que suponía sería la conclusión de esa esgrima, ese extraño canje de amenazas.

– Sepa que todo esto ya lo sabe un juez: Martínez Dios -dijo Etchenike.

– ¿Martínez de Hoz? Esta costanera se llama Martínez de Hoz… Es una familia amiga, de la zona. No va a haber problema.

– Este es Dios -especificó el veterano-. Y lo va a castigar.

– Dios… No joda… -el estanciero no podía creer lo que oía-. Están todos muertos, Etchenike. Los muertos no van en cana, no declaran, no explican ni acusan.

– Beba puede hablar. Sobrevivirá… Está custodiada y espero que Friedrich no entorpezca eso también.

– ¿Qué va a decir? -Hutton soltó una carcajada-. No puede hablar porque no tiene la más puta idea de qué pasó esa noche. Ella estaba dada vuelta en una pieza cuando estos imbéciles se la dieron al pendejo. Inclusive le dijeron que se había ido, Etchenike… Que se había podrido de ella y se había ido por la playa.

Sin transición, sin pudor ni vergüenza, el estanciero pasaba de fingir el desconocimiento total de la cuestión a los más espantosos pormenores.

– Además, mucho hablar de droga… -sonrió-. No hay droga en Playa Bonita. Cuando encuentren una línea que me avisen…

– Ya le van a avisar, Willy… -sentenció el veterano-. Ni Beba se callará lo que sabe ni Sayago se olvidará de que lo vio asesinar al Baba, ni Martínez Dios dejará de investigar todo. Lo que Romero cree poder hacer y no puede, lo voy a hacer yo… -hizo una larga pausa-. Bah, si quiero.

– Diga.

Había llegado la hora de la negociación.

– Puedo quedarme en el molde. Tal vez no sea cierto que le dije todo esto a Martínez Dios -dijo el veterano-. Tal vez me conforme con algunos verdes más, aunque sea un vale, y la declaración suya de que supo, por confidencia del Baba, de que la señorita Beba Vargas fue objeto de un engaño, que no tiene nada que ver en el asunto. Le cargamos todo a Brunetti y el Baba y usted queda libre, nadie lo acusa… Por cinco mil y esa declaración, yo le doy la pista para conseguir las fotos y mañana nos encontramos en Playa Bonita.

El estanciero asintió, siguió esperando. El tono de Etchenike cambió:

– Si aparece antes del mediodía, yo no hablo, Sayago no habla… Nadie se dedica a buscar la droga en el benemérito Hotel Atlantic, el puto Romero se queda con las ganas… y su mamá no se entera de qué hace la nieta cuando se saca los fierros.

Willy Hutton aminoró la velocidad y dejó que el auto derivara junto al cordón en una breve cuesta abajo. Estaban cerca de Playa de los Ingleses, se veía el Torreón desde allí. Pero Hutton no veía nada, pensaba aceleradamente.

– De acuerdo -dijo-. Mañana antes de mediodía en el hotel: cinco mil dólares y la declaración. La entregamos juntos al juez. Pero eso, si la información que me da sirve para recuperar las fotos antes de esa hora.

– No lo dudo -Etchenike hizo una pausa teatral-. La noticia es que Forlán está muerto: lo asesinaron de dos balazos por la espalda, ayer, cuando pretendía irse de Playa Bonita… Más tarde iré a decírselo a su sobrina. Creo que ella merece saberlo también. Eso es todo: ¿le alcanza?

El estanciero lo miró como si hubiera tragado un pedazo de soga y tuviera que empezar a digerirlo:

– No me engañe, hijo de puta…

– Tengo todo para perder -dijo Etchenike-. Yo no puedo hacer nada con esa información, pero tal vez usted sí. No quiero meterme en eso. Espero que…

Como si fuera una sombra, el oscuro Falcon se adelantó por izquierda y se detuvo cerrando el paso ante la parsimonia del Mercedes. Los dos ocupantes saltaron casi inmediatamente de su interior.

– ¡Hasta mañana! -gritó Etchenike y salió del auto todavía en movimiento con los revólveres en la mano.

Willy Hutton clavó los frenos y cuando vio venir al hombre contra la ventanilla puso marcha atrás mientras el otro se colgaba del espejo lateral y se lo llevaba a la rastra.

Etchenike había saltado por encima del borde costanero y corría entre las grandes rocas con el otro individuo media cuadra a sus espaldas. Sintió un disparo, luego otro y se zambulló, raspándose las rodillas y los brazos, detrás de un grupo de piedras mayor que los demás. Se repuso y gritó, mostrando las armas, apenas asomado:

– ¡Grandote! ¡Parate ahí o te quemo!

El hombre, un sólido ropero que Etchenike había visto en la recepción del imperio del Lobo de los alfajores, se detuvo en seco, se escondió agazapado a menos de veinte metros del veterano.

– ¡Sé que te manda Romero! -volvió a gritar Etchenike como en una guerra de trincheras y de provocaciones-. Pero no vas a poder hacer nada, grandote… Tu patrón se equivocó: tengo dos fierros y más fuego que vos…

– Mi compañero te va a copar por atrás. Estás listo… -dijo el otro.

Hubo un silencio.

– Tengo un negocio para vos, grandote… -Etchenike inventaba sobre la marcha-. Seguro que el patrón les prometió los cinco mil verdes que me dio esta tarde. Los tengo acá, encima… Mirá.

Sacó un montón de billetes y los agitó en el aire. Los depositó sobre la parte superior de la roca, por encima de su cabeza.

– ¿Los ves? Dejame ir y te los dejo… Todos para vos, ahora, antes de que llegue tu compañero… ¿Qué decís?

Se levantó una leve brisa y algunos billetes de cien dólares empezaron a rodar.

– Se vuelan, grandote… -y se volaban, ya algunos planeaban sobre las olas-. Son todos tuyos… Decís que no me alcanzaste y listo. ¿De acuerdo?

El otro no contestó. Se levantó otra racha ventosa:

– Todo tuyo, grandote…

Etchenike le dio un golpecito desequilibrando la pila de billetes y salió hacia atrás, agazapado, alejándose del lugar.

Corrió sin darse vuelta, tropezó, siguió así, esperando en cualquier momento el disparo final, pero no. Recién al encaramarse sobre el borde del paredón volvió la cabeza, vio al grandote manotear el aire, correr entre las rocas castigadas por las olas, ganando y perdiendo con el viento y las gaviotas que parecían disputarle los verdes voladores.

Etchenike caminó rápido hacia el Torreón y recién ahí se dio cuenta de que llevaba los inútiles revólveres en la mano. Los guardó, ante la mirada asombrada de la gente, y ayudó a bajar casi a los tirones a una pareja que desocupaba un taxi. Se deslizó adentro y cerró la puerta de un golpe.

– Al Hotel Provincial -dijo-. Pero antes dé una vuelta, una larga vuelta, por favor.

El taxista lo miró extrañado por el espejo retrovisor pero obedeció. En la primera esquina se alejó de la costa, subió la loma, cruzó la Avenida Colón, descendió varias cuadras y entró en el barrio de la Terminal.

– ¿Sigo, señor?

– Siga -dijo Etchenike y recién entonces miró para atrás. Nadie.

Metió la mano en el bolsillo con la secreta esperanza de encontrar algún dólar olvidado pero lo único que sacó fue el vale por dos gatillos a cobrar en Arenales 1435, PB “C”, Buenos Aires.

Suspiró con odio. Era la segunda vez que esos dos primos de Hutton lo madrugaban. Porque no dudaba de que habían participado en la biaba frente al motel…

Se consoló oscuramente pensando que sólo había perdido los dos primeros chukkers o como carajo se llamasen los períodos de pato -¿o los chukkers eran en el polo?-; pero ya se cobraría.

Y no aceptaría vales. Sería al contado, piñas al contado.

48. Socios sucios

Hizo detener el taxi frente a una cabina telefónica y le indicó que esperara. Discó el número de María Eva Ludueña Hutton.

Ella no tardó en atender.

– Habla Etchenike -dijo sin prolegómenos-. Tengo que hablar con usted sobre el tema que me encargó y sobre otras cosas. Hay novedades.

– Él ha vuelto a llamar. Venga ya -dijo ella con cierta inquietud.

– No por ahora -miró el reloj-. Son las seis. A las nueve estaré allí. Tendré el tiempo justo para recuperar algo que a usted le interesa.

– Dígame.

– A las nueve.

Y colgó.

Después llamó al gimnasio del Club Peñarol. Sayago estaba impaciente.

– Negro, ahora voy al Provincial… No, no… Quedate ahí… ¿Me confirmás lo de las Jornadas Latinoamericanas de Hotelería?… Bien.

Sayago no podía soportar la postergación infinita del momento de la acción directa.

– Sí, va a haber que pegarle a alguien -confirmó-. Pero escuchame bien: a las nueve y cuarto en punto. Pongamos en hora exacta los relojes…

Los pusieron, coordinaron tareas y Etchenike se despidió sin contarle todo lo pasado, sin soltar más que la información mínima indispensable.

El hall central del Hotel Provincial era un desfile, un ir y venir armonioso de gente. Bajo la mirada indiferente de los cuatro vientos simbolizados en los monumentales murales que agotaban las altísimas paredes, los delegados a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería discurrían, se agrupaban, hablaban en voz alta, exhibían credenciales como un precio o una marca colgada en la solapa, se trataban de mister, de doctor, de licenciado.

Etchenike se dirigió a la oficina de acreditaciones y realizó una larga consulta a la joven azafata en tierra y sin despegue que atendía tras el mostrador. Luego se acercó a la recepción general del hotel:

– El señor Rojas Fouilloux, por favor -dijo-. Habitación 307.

– Lo comunicamos.

El chileno no tardó en contestar.

– Señor Rojas, buenas tardes… Usted no me conoce por mi nombre pero nos hemos visto; nos han presentado hace unos días en “ La Julia ”.

– Sí, sí… “ La Julia ”, recuerdo. ¿Usted es…?

– Etchenike. Estaba con el señor Hutton.

– Sí, mi amigo el señor Hutton…

– Bien: necesito hablar con usted. Creo que puedo suministrarle información valiosa en este momento, cuando usted está pensando en invertir en la Argentina. Debe saber con quién trata, señor Rojas.

Se hizo un breve silencio en la línea.

– ¿Me escucha? -insistió Etchenike.

– ¿Qué me propone usted, señor?

– Hablar unos minutos con usted. Sólo eso.

– De acuerdo -hubo otra pausa-. Bajo al tiro, como decimos en mi tierra.

– Lo espero en el bar.

A los diez minutos, el empresario chileno y el veterano investigador argentino estaban instalados frente a sendos vasos de whisky con hielo.

– ¿Me reconoce ahora?

– Claro que sí: en el jardín.

– Usted metió el pie en un pozo y yo limpié su zapato, ¿recuerda?

– Eso es, compadre… -y sonrió mientras brindaba-. Gracias y salud.

El chileno estaba tan impecable y ridículamente vestido como la primera vez. Más allá de la alevosía del reloj y la pulsera de oro, el único detalle de pudor indumentario era la reserva de su tarjeta de identificación al bolsillo superior de la guayabera blanca y bordada.

– Iré al grano, señor Rojas Fouilloux -dijo Etchenike-. Sé que está interesado en hacer inversiones de alto riesgo y monto en la Argentina y quería hablar con usted al respecto.

– Yo no soy Survey, señor Etchenike… Sólo un agente de la cadena.

– No importa. Vale lo mismo. No sé si es gracias a la estabilidad monetaria o a la estabilidad política o a la suma de las dos cosas, pero todos sentimos que el empresariado chileno y la empresa misma, en Chile y de Chile, son algo mucho más digno de confianza que sus similares argentinos.

– Eso es muy simple, señor Etchenike -y el hotelero pareció sentirse repentinamente cómodo, en su terreno-: los gobiernos van y vienen… y a veces se quedan… -sonrió con una inédita ironía-. Pero la economía tiene leyes y principios inmutables: hay que darles libertad a los agentes económicos y dejar actuar a la iniciativa privada, al capital extranjero, minimizar el papel de contralor del Estado… Paradójicamente, para debilitar al Estado se necesita un gobierno fuerte… Y nosotros lo tenemos -concluyó con la sonriente facilidad de un silogismo accesible a cualquier imbécil.

Etchenike asintió con la mejor cara de libre empresa que encontró en el mercado libre de ese hall con tanta oferta:

– Así debe ser -dijo.

– No lo dude… ¿Pero qué es lo que usted me quiere decir, compadre?

– Antes que nada, aclararle que no tengo ningún interés particular en esto, señor Rojas. Interés monetario, quiero decir… Sólo me guía el deseo de que usted tenga un conocimiento cabal de quiénes son los empresarios con los que va a tratar. Sobre todo, porque he sabido que ya ha llegado a algún preacuerdo con el señor Hutton y que hoy, en pocas horas, o menos tal vez, se va a entrevistar privadamente con el señor Romero.

– Es cierto eso… -y Rojas Fouilloux lo miró con recelo, como miraría un microbio sorprendido hacia el microscopio-. Pero me inquieta que usted esté tan al tanto de mis movimientos. Espero que no me haya estado siguiendo…

– Nada de eso, señor Rojas -se excusó Etchenike y puso su mano sobre el brazo desnudo del chileno, extrañamente húmedo y frío-. Usted no es mi objetivo: son ellos… Trabajo para alguien que no voy a mencionar, cuyos intereses entran en colisión con los de estos inescrupulosos. Usted puede creerme o no. Yo sólo quiero advertirle algunos hechos objetivos… Es como si usted, director técnico del Colo Colo, recibe un informe previo al partido contra la Universidad de Chile, sobre las probables artimañas de sus rivales, sus sucias estrategias… ¿Me entiende? ¿Le interesa o le gusta el fútbol, señor Rojas?

– Sí, claro… -hubo un extraño brillo en los ojos del chileno-. Yo lo escucho, señor Etchenike, pero tenga en cuenta de que yo haré como que esta entrevista no se ha realizado. Corre por cuenta y riesgo suyos. Yo a usted no lo conozco, no le creo ni dejo de creerle ni le pido ni le doy… Tomamos un whisky en la barra, fue un encuentro ocasional. ¿Entiende usted?

Etchenike entendía.

– Sobre el señor Guillermo Hutton, con el que usted estuvo negociando, y espero no haya llegado demasiado lejos, poco de bueno le puedo agregar a su conocida insolvencia económica: carece de medios legales reconocidos de vida, excepto el mal uso de la fortuna paterna, que malgasta. A eso se le suma el incendio de su estancia, precisamente después de su visita, señor Rojas. Hutton deposita todas sus esperanzas en continuar la concesión con el venal apoyo de las autoridades militares de la Subsecretaría de Turismo. No le creo: lo único concreto y firme es su apoyo, el de la cadena Survey.

El chileno asentía imperturbable.

– Respecto de Roberto Romero, el otro interesado en el Atlantic, usted sabe que es un hombre más sólido económicamente. Bien: carece en absoluto de escrúpulos. Tiene intereses viales y en la construcción, en Playa Bonita, y, llevado por un odio irracional hacia los Hutton, que lo desplazaron alguna vez del hotel, no vacilará en prometerle a usted lo imposible con tal de tenerlo de su lado. Puede hacer cualquier cosa…

– ¿Por ejemplo?

Etchenike vaciló. Daba la impresión de que estaba llegando demasiado lejos y prefería no pormenorizar.

– Déme precisiones, señor Etchenike -insistió el chileno.

– Bien: los dos están en guerra, a muerte. Literalmente a muerte. Y no me extrañaría que hubiera alguna novedad al respecto. El aire está, además, enrarecido por la aparición fantasmal de un personaje metido como una cuña entre los dos. No sé si les oyó mencionar a Juan Ludueña…

– No, creo que no…

– Es un “aparecido” en época de desaparecidos… -y Etchenike se arrepintió al momento de haber jugado con esa palabra en ese lugar y ante ese interlocutor-. Pero aunque ese hombre no existe, cualquiera puede utilizar su nombre y su figura para atribuirle la mayor atrocidad, cualquier acto violento. Sobre todo, Hutton…

El chileno entrecerró los ojos.

– No entiendo bien -dijo.

– Tampoco es necesario -improvisó Etchenike-. Es sólo para mostrarle el grado de violencia e irracionalidad que media entre ellos. A esto se llega cuando se traspasan las reglas de la sana competencia… A la amenaza, a la extorsión más despiadada…

– ¿Extorsión?

– Sí. Y precisamente de eso quería hablarle respecto de Romero, porque entra en el campo del delito grave: puedo asegurarle, y no me pregunte cómo lo sé, que el dueño de Los Lobos está dispuesto a extorsionar o está extorsionando a Hutton con fotos pornográficas de su sobrina paralítica, la joven María Eva que usted conoció en la estancia…

– ¿Qué dice?

– Tal cual. Ése es el grado de bajeza de los hombres con los cuales trata.

Repentinamente, el chileno había quedado tenso e inmóvil, con el vaso de whisky suspendido en el aire. Una inquietud que era tal vez sorda furia se asomaba a sus ojos. Pero fue un instante.

– Es muy grave lo que me dice, compadre -dijo lentamente, asintiendo con la cabeza-. ¿Puede probarlo?

– No -dijo Etchenike-. Usted pregunte, averigüe. Pero recuerde que a mí no me conoce, como bien me aclaró…

El veterano se empinó el whisky.

– Es todo. No lo molesto más.

Rojas Fouilloux lo disculpó con un gesto amistoso y miró su reloj. Etchenike se puso de pie:

– ¿Cuándo vuelve a Santiago?

– Mañana a las ocho salimos en un charter de Camet a Buenos Aires… No sé aún la combinación a Santiago. Ésta es mi última noche en Mar del Plata.

Estaban nuevamente en el hall. Atardecía detrás de los ventanales.

– ¿Le gusta la ciudad?

– Ha cambiado mucho -dijo el chileno-. Es otra ciudad de la que conocí.

– ¿Y eso es bueno o es malo?

– No sé qué quiere decir.

– Olvídelo.

Etchenike se despidió extendiéndole la mano.

– Pero lo otro que le dije no lo olvide…

El chileno lo miró sin decir nada y le estrechó la derecha.

Etchenike no supo si le estaba agradeciendo los datos. Tampoco se lo preguntó. Pero el señor Rojas Fouilloux había dejado de sonreír.

49. El bastón

El departamento de María Eva Ludueña Hutton era un piso entero, el séptimo y último de una soberana torre ubicada en la cresta de la loma desde la que se derramaba la avenida Colón como una monstruosa pista de ski. Enfrente, en la esquina opuesta, el perfil clásico del palacio Ortiz Basualdo era casi una reliquia, un remordimiento entre tantos metros cúbicos de vidrio y cemento.

Etchenike llegó exactamente a las nueve y se dejó preceder por una mucama que lo llevó, con uniformes pasos de uniforme, de pasillo en habitación, hasta el living que desplegaba sus dos surtidos niveles suavemente unidos por una rampa. El ambiente se extendía desde la antesala hasta el balcón corrido insinuado tras las cortinas que cubrían la noche y el ventanal que ocupaba toda la pared y el ángulo más lejano de la habitación.

María Eva estaba en una penumbra que no mellaba la única lámpara encendida a su derecha. Sentada; reclinada, mejor, con las piernas extendidas sobre un sillón doble, de perfil a Etchenike y de frente al televisor prendido. En la pantalla, los rostros de Linda Evans y John Forsythe se preocupaban por el destino de alguien, hablaban mal de Joan Collins que no estaba en pantalla pero que no tardaría en aparecer.

Quieto, callado, el veterano se dio cuenta al observarla que volvía a ver a esa mujer de perfil. Siempre el mismo, además. En la cama, en la estancia, en el auto… Supuso que no era una buena perspectiva para conocerla y en lugar de ir directamente hacia ella dio la vuelta por detrás del televisor y le habló desde allí, de frente:

– Buenas noches, María Eva.

– Buenas noches. Llegó puntual.

– Así es. Y me iré enseguida también.

– ¿Cómo?

La voz de Etchenike se superponía a la de John Forsythe.

– Digo que me iré enseguida -dijo más alto.

– ¿Enciendo la luz? -dijo la mucama desde la puerta.

– No. Déjela así. Y retírese, por favor.

El rostro congestionado de ella no tenía nada que ver con las módicas emociones que podían despertar los avatares de Dinastía. Estaba tensa y dolorida. Acaso había llorado un poco. Acaso la habían hecho llorar.

– ¿Qué le pasa? ¿Está asustada?

Ella hizo un gesto como quien espanta un mal sueño. Tomó un cigarrillo de la mesa contigua que Etchenike se apuró en encender.

– No estoy asustada pero quiero terminar con todo esto. Esos llamados me enloquecen…

– Otra vez el hombre que dice ser su padre…

– ¿Por qué está tan seguro de que no es él?

Etchenike desdeñó la pregunta y el reproche:

– ¿Qué le dijo esta vez?

– Fue hace menos de una hora. Dijo que estaba casi todo resuelto, que hoy terminaría lo que pensaba hacer… Esta noche se volverá a comunicar conmigo y me dirá cómo hacemos para vernos “definitivamente”. Así dijo. Me voy a volver loca -agitó la mano delante de los ojos, apartó el humo-. ¿Usted qué averiguó?

– Poco más que eso.

Le contó la información que le había dado Raúl Ludueña y el episodio con Romero:

– Se hizo anunciar por su nombre, con una barba aparatosa y gorra… Después desapareció… Es todo; alguien que se oculta, mostrándose.

– ¿Y qué supone?

– Algo hay. Simples sospechas, pero tómelas en cuenta si quiere. En primer lugar, si fuera su padre el que ha venido a saldar viejas cuentas, ¿por qué se muestra así, deja huellas indudables?

Ella lo miraba anhelante ahora.

– Y en segundo lugar: ¿Por qué no ha atacado o amenazado a Willy, el representante vivo, el exponente mayor de los Hutton, a los que sin duda odia? ¿No le resulta extraño?

– No entiendo -dijo ella sin querer entender.

– Es simple: alguien que quiere destruir a Romero -y Etchenike hizo un silencioso gesto de complicidad- inventa el regreso vengador de un enemigo histórico y deja huellas claras de su regreso y sus intenciones. Conoce el presente y también el pasado del amenazado y lo utiliza… Se crea así una expectativa que hace lógico pensar en un desenlace violento. Supongamos, en este contexto, que Romero aparece muerto… Dos preguntas: ¿A quién se buscaría? ¿Quién se beneficia con esa muerte? Yo creo que…

– ¡Cállese!

El gesto de espanto de María Eva no lo dejó seguir. Pero siguió.

– En esta batalla campal todo vale y usted lo sabe -dijo sin ironía-. Ésa es la pista o la intuición que tengo y que le puedo dar. Si le sirve… No le estoy cobrando nada por el trabajo.

– ¡Cállese, le digo!

Ella se había levantado, aferrada al bastón, y luego de mirar nerviosamente dos veces hacia la puerta de la habitación se había acercado a la ventana.

Observaba la noche y fumaba con el pecho agitado y la respiración desordenada.

Etchenike esperó que dijera algo pero no lo dijo.

– Bueno… -prosiguió en voz baja-. Hay otro tema que nos importa a los dos y soy yo el que está asustado: ya cobré mi trabajo y me comprometí, apretado, a entregar lo que no tengo, lo que me robaron… O al menos debo dar datos precisos sobre su paradero actual. Sabe de qué le hablo.

Ella seguía callada, miraba la noche.

– Hablo de las fotos, María Eva… Las fotos de Forlán con usted en el Complejo Romar. Las que yo saqué, sí. Las que usted sabía que yo saqué -hizo una pausa esperando una reacción, una respuesta. No hubo-. Ya en “ La Julia ” intuí que era eso lo que pasaba. Pero no estaba tan seguro.

Etchenike se puso de pie y caminó hacia la ventana, aunque lejos de ella. Él también miraba la noche.

– En los casos de extorsión -dijo hablando bajo, como dirigiéndose a la ciudad que se extendía, no a sus pies sino agazapada, ahí abajo-, todas las variantes son posibles entre víctimas y victimarios. Pero este episodio me ha mostrado aspectos que desconocía; es necesaria una lealtad muy firme para poder afrontar una extorsión exitosa. No hay éxito sin lealtad… Por eso, cuando descubrí el plan de extorsionar a alguien con las fotos de Forlán y usted, vi que era tan burdo que no se me ocurría quién podía “comprar” una idea tan descabellada, riesgosa y estúpida. Enseguida desdeñé a Romero, Silguero y Toledo; después llegué a Forlán y me quedé un instante con él… Ahora, ya no estoy tan seguro.

Etchenike se acercó a María Eva y la tomó sorpresivamente del brazo:

– Sólo estaba claro el medio de extorsión, Evita… -dijo burlón-; las fotos. ¿Quién iba a ser extorsionado? ¿Quiénes iban a ser los extorsionadores? Había varios superpuestos en cada rubro. Sólo una persona parecía libre de toda sospecha: el objeto de extorsión, usted, señorita…

La condujo serena y firmemente al sillón, la sentó, apartó el bastón de su brazo y se lo llevó él, de paseo por la habitación.

– Hasta que me di cuenta que usted podía tener buenos motivos, Evita.

– Hijo de puta -dijo ella desde el sillón, masticando el insulto en voz baja.

– Es largo pero simple: usted le dio la idea a Forlán, con quien ya intimaba, y Forlán se la vendió a Romero y compañía como propia… Pero para eso necesitaban que el que hiciera el trabajo sucio fuera alguien ajeno a ese guiso de intereses mezclados, y ahí aparezco yo, elegido de la guía telefónica por el subalterno Silguero. Pero era muy ingenuo pensar que el negocio se lo iban a regalar, usted y Forlán, a Romero y compañía a través de Silguero, sin decirles que usted misma estaba en el asunto…

Etchenike levantó el bastón y le apuntó mientras hablaba:

– Estaba prevista una clara operación: Forlán sabía quién era el alcahuete, es decir, yo; por Silguero. Y Forlán se lo dijo a usted. Es decir que tenían plena conciencia de lo que estaba pasando detrás de la ventana mientras cogían. Fue una verdadera y lenta puesta en escena para que yo entrara.

– Todavía está a tiempo de callarse -casi murmuró ella, rabiosa.

El veterano se acercó hasta sentarse en el otro extremo del sillón. Seguía jugando con el bastón.

– Está bien: no saldrá de aquí lo que diga. No me importa, además… Pero a lo que iba es a una variante imprevisible para mí y tal vez para usted: Willy llegó a saber algo del plan. Lo elemental: un fotógrafo iba a aparecer por Playa Bonita para fisgonear. Sólo usted le podría haber dado esa información. En un primer momento pensé en una infidencia de Toledo, pero es demasiado boludo para eso… Entonces quedaba usted. No sé cómo fue: tal vez él conocía la relación con Forlán y sospechó algo; tal vez oyó una conversación… No lo sé. Lo que sí sé es con qué frialdad manejó ese providencial equívoco con Sergio Algañaraz. Con tal de no quedar en evidencia y seguir su plan dejó que los Hutton creyeran que era Sergio el hombre… Y Sergio murió. Lo asesinaron, Evita.

– No me llame así… Así me nombra él.

– Sí, su padre la nombraba así. No se lo merece -dijo Etchenike con odio repentino-. Lo que sí se merecía es que se les complicara todo el plan que habían pensado tan bien con Forlán: dejarse fotografiar y después ustedes mismos apoderarse del rollo sin darse a conocer. Con las fotos en su poder, podrían presionar en los dos sentidos: a Willy y -falsamente- a usted misma a través de la vieja Julia, que no querría bancar a Willy si se enteraba que era así como “cuidaba” a su sobrinita… Y apretar también al Lobo, que había dejado pruebas evidentes de estar involucrado en el intento de extorsión… Pero algo anduvo mal.

Ella había quedado rígida, anonadada, aparentemente sin respuesta. Pero de pronto reaccionó:

– ¿Qué va a decir? ¿Qué va a inventar?

– Nada. Sólo lo que vi: las manchas de café en las botamangas de Forlán, caído junto al auto en el camino de tierra…

Creyó que iba a saltar sobre él pero no podía:

– ¡Basta! -gritó.

– Eso fue lo que me permitió descubrir el plan de ustedes y al mismo tiempo tener la evidencia de que algo había andado mal -prosiguió Etchenike-. Cuando usted me llevó a Playa Bonita nos cruzamos con Forlán que acababa de robar la cámara y los rollos y se iba. ¿Acá, a Mar del Plata? No lo sé. Pero no era lo convenido, porque usted me dejó y salió tras él. A partir de acá son hipótesis, todas desagradables. Me imagino que Forlán quiso esquivarla y en lugar de seguir por la ruta, ya que su Renault era más rápido, se metió en un camino lateral. Pero calculó mal. El polvo levantado y algún detalle como que el auto prácticamente se veía desde la ruta hicieron que lo encontrara enseguida. O tal vez habían acordado una cita allí, pero lo dudo…

Etchenike volvió a ponerse de pie y a enarbolar el bastón, golpear el piso con énfasis:

– Y ahí discutieron, Evita… Tal vez él quiso hacer el negocio solo. Tal vez usted no quiso tener más cómplices y asegurarse… La cuestión es que con un revólver de los míos, que Willy le dio para que los trajera a El Naufragio, lo baleó por la espalda…

– ¡No es cierto eso! ¡Hijo de puta, no puede probar eso!

– Después fue al auto, le arrebató mi cámara Konica y mis rollos y se los trajo…

– ¡No! ¡Yo no los tengo! ¡Los rollos no estaban ahí!

– Bien, lo acaba de decir… Eso es todo lo que quiero, Evita -concluyó Etchenike que no la oía pese a los gritos, pensaba no oírla-. Ya me han pagado por ellos y tengo un compromiso con su tío Willy… Yo sé que usted lo odia, pero en estas circunstancias…

– ¡No! ¡Willy, no!

– Sí, lamentablemente sí.

Otra voz. Una voz de hombre.

El mismísimo estanciero estaba allí. Había aparecido en el marco de la puerta abierta de repente, la misma que María Eva había mirado reiteradamente con desesperación. Y sin duda que hacía rato que estaba allí. Tal vez desde antes de la llegada de Etchenike; seguro que desde antes, cuando había hecho llorar a María Eva…

– ¡No lo creas, Willy! -se deshizo ella.

– No lo creo. Lo sé; ahora lo sé.

Willy Hutton avanzó con un arma liviana, el mismo revólver que había pedido al capataz para sacrificar al pony, pensó Etchenike, y se enfrentó con él:

– Lo felicito. Lo he estado escuchando… Supuse que iba a ser interesante desde el momento que ella me dijo que vendría por acá… Y es usted muy hábil: consiguió sacarla de sus casillas. Y consiguió esta tarde sacarle el cuerpo a las balas de la gente de Romero -sonrió, meneó la cabeza con admiración excesiva-. Si todo anda bien y aparecen esas fotos, nos vemos mañana, tal cual lo convenido.

– ¡No hay fotos, Willy! ¡No hay!

– Con permiso…

El estanciero se dio vuelta y dirigió su atención y su revólver hacia María Eva.

– Querida sobrina, te has revelado como una verdadera Hutton: cojones, sagacidad y sangre fría… Claro que hay otras cosas que te vienen también por sangre: mostraste la hilacha. Sos una hija de puta resentida como los Ludueña.

– ¡No toques a mi padre! -y ella se arrastraba por el sillón hasta el bastón, se incorporaba-. ¡Basta de usar a mi padre!

En ese momento sonó el timbre. Etchenike miró el reloj:

– Es Forlán -dijo fuerte y seguro.

Hutton no entendió enseguida. María Eva reaccionó lentamente:

– Forlán está muerto -dijo con un resto de voz.

– No. Usted se asustó después de haberlo baleado y lo creyó muerto. Pero no se acercó a verificarlo. No había huellas del bastón junto al cuerpo caído. Estaba malherido, inconsciente, cuando lo llevé a la policía.

Etchenike fue hasta el balcón, se acercó a la frágil baranda cubierta de plantas y señaló abajo:

– Ahí está. Fíjense.

Willy se abalanzó, se inclinó para mirar. Ella quedó unos pasos atrás, incrédula.

– Ahí está el Volkswagen -dijo Etchenike.

– Sí, ahí está… -dijo Willy y se volvió apuntándole a María Eva-. ¿Qué joda es ésta? ¡Dame las fotos, ya!

– No las tengo.

– ¡Dámelas!

– ¿Qué va a hacer? -Etchenike se acercó a Willy, puso la mano en su brazo-. Espere un momento…

Cuando Hutton se volvió hacia Etchenike, María Eva se afirmó con su brazo izquierdo en la pared y descargó con toda su fuerza el bastón, de arriba hacia abajo, en la frente de Willy. Saltó la sangre y el herido se volvió, intentó hacer fuego pero un nuevo golpe en la cabeza lo hizo perder pie. Vaciló, ya desvanecido, soltó el arma, y luego de un momento inacabable se fue de espaldas silenciosamente, aplastó las plantas, cayó al vacío.

María Eva y Etchenike quedaron por un instante inmóviles, expectantes, hasta que se oyó el ruido del cuerpo al golpear en la calle y ella dio un grito, cayó sentada.

– ¡No las tengo! -dijo-. ¡No tengo las fotos!

Etchenike se acercó y con un suave golpe de la punta de su zapato empujó el bastón sucio de sangre al vacío. Esperó oír el ruido que hacía al caer.

Después recogió el arma de Willy y se la guardó en el bolillo.

– No tengo las fotos… Yo no las tengo, Willy -decía María Eva por lo bajo.

– Ya lo sé -dijo Etchenike con voz opaca-. Siempre lo supe.

Salió por la escalera de servicio y al llegar a la puerta estaba lleno de gente. Todavía no había llegado la policía. Willy había golpeado sobre la capota de un Citroen, partido el travesaño de hierro y destrozado la lona; estaba quebrado como un títere. El bastón había rodado por la vereda, unos metros más allá.

– No toquen nada -oyó Etchenike que decía una voz conocida.

Mientras daba indicaciones a la gente, Sayago miraba alternativamente para arriba como si esperara más novedades.

– Vamos -dijo Etchenike a su lado-. Creo que ya no va a caer nada más por hoy.

50. Repostería

El chalet del Lobo Romero era una inmensa torta, un postre empalagoso con demasiados ingredientes que reposaba en medio del terreno cercado que le servia de apoyatura entre árboles comprados viejos. La media manzana de terreno en la zona más exclusiva del barrio Los Troncos estaba saturada de sombras. Tras el prolijo y tupido ligustro apenas se veían las luces encendidas en la planta baja y las de un par de faroles de hierro forjado que iluminaban el parque en la noche. El silencio era total. Sólo el rumor del viento en los pinos y una música suave, franelera, que provenía del ventanal abierto.

No había veredas en esa zona residencial, y el césped se estiraba hasta el pavimento que dibujaba las calles amplias, señalizadas por coquetos indicadores de madera con dos flechitas estudiadamente rústicas.

Etchenike y Sayago dejaron casi por rutina el vistoso Volkswagen en la esquina anterior a la del domicilio anotado y caminaron por el medio de la calle hacia la entrada del chalet.

A cada lado de la puerta de calle y del garaje contiguo se prolongaba un alto paredón de ladrillo a la vista barnizado. Entre ambas entradas, un farol de hierro como los del jardín iluminaba a pleno al ocasional visitante.

Etchenike se paró ante la luz y la puerta de madera lustrada y oprimió el timbre.

No hubo respuesta.

Volvió a tocar y a esperar en vano.

– Se fue, el hijo de puta…

– Ah, no… Este no se me escapa -dijo Sayago.

Desde que Etchenike le contara los pormenores de su encuentro con Romero en las oficinas de la calle Almirante Brown y los posteriores intentos de hacerlo terminar sus días en las rocas y sin whisky, Sayago no veía el momento de tenerlo a mano para poder pegarle, finalmente, a alguien.

Además, no podía apartar la imagen de una pila de billetes verdes deshojándose ante la indiferencia del Atlántico y los chillidos destemplados de las gaviotas.

Por eso no dudó, después del segundo timbrazo sin resultado, en sacudir el picaporte y empujar con el hombro.

No debió hacer mucha fuerza; la puerta cedió fácil. Estaba abierta. Sin embargo no abrió del todo. Algo, en el suelo, ofrecía resistencia.

Se miraron sin cambiar una palabra, sacaron las armas y empujaron otra vez. Ahora sí la puerta cedió. Había un cuerpo grande y pesado allí.

El hombre, joven y morocho, vestido con una campera liviana de jean y vaqueros -un custodio, sin duda- estaba caído de espaldas, mitad sobre el sendero de piedras que daba a la entrada del chalet, mitad sobre el césped. Sangraba de una herida en la sien derecha y tenía los ojos cerrados y serenos. No había llegado a empuñar el revólver que conservaba en la sobaquera, apenas insinuada entre la campera y la camisa clara.

Sayago se inclinó sobre él.

– No toques nada -se apresuró Etchenike.

– Respira -dijo el Negro-. Sólo está golpeado. Ni siquiera ha perdido mucha sangre.

– Dejalo ahora. Vamos adentro.

La puerta de entrada estaba cerrada pero no le habían echado llave. Antes de meterse en la casa, Etchenike hizo un gesto con el brazo y le indicó a Sayago que diera la vuelta por el otro lado. El Negro se agazapó, pasó por debajo del nivel de las ventanas de las que salía ahora la versión de Un extraño en el Paraíso por Ray Coniff, y se perdió tras el otro ángulo del chalet.

Cuando lo vio desaparecer, Etchenike entró.

Por un instante recordó la noche, pocos días atrás, en que llegó al Club El Trinquete también atraído por las luces y la música de un disco que como éste había quedado olvidado, sonando solo en la noche.

Pero este living inmenso que remataba en una soberana chimenea de piedra con una cabeza de lobo marino sobre el hogar, nada tenía que ver con el desolado panorama del club de Playa Bonita.

Pisando la inmensa piel, probablemente del mismo lobo, que hacía de alfombra, Etchenike se arrimó hasta el equipo de música que parpadeaba de verde en un rincón romántico y silenció a Ray Coniff, que a esa altura andaba ya por Dígalo con música.

Quedó un momento en suspenso pero nadie salió a reclamarle por la interrupción del concierto. Descubrió sobre la mesa dos vasos de whisky y un cenicero repleto de cigarrillos aplastados. Tocó el vidrio: los vasos estaban tibios y el líquido aguado. Hacía rato que alguien los había empinado por última vez.

Atravesó el pasillo que comunicaba con los cuartos interiores y desde ahí pudo ver el dormitorio con su cama de dos plazas ordenada y vacía. Siguió avanzando y al final del pasillo, tras los cristales de la ventana que daba a los fondos, al otro lado del parque, vio el rostro demudado del Negro Sayago.

Primero no entendió. Luego, sí: le señalaba, desde afuera, el piso de la cocina.

Caminó los cinco pasos con la seguridad de lo que iba a encontrar. Y no le gustó tener razón, confirmar la idea. Una vez más, todo consistía en llegar a un lugar, mirar en el suelo y descubrir lo que quedaba de un hombre.

Abrió la puerta de la cocina para que entrara Sayago y luego se animó a observar con más atención.

Roberto Romero estaba caído de costado, irremediablemente muerto, entre la mesa y la puerta abierta de la heladera. La luz blanca que salía del refrigerador lo iluminaba, le daba reflejos vivos a la patética cabellera que así se veía más violácea. Los ojos, desmesuradamente abiertos, mostraban un hermoso color gris que Etchenike no había podido ver antes, cuando sólo había registrado su humedad huidiza o la opacidad de los anteojos negros.

Estaba vestido con la misma ropa que a la tarde, sólo que algunas prendas habían cambiado de lugar. El cinturón había sido sacado de sus ojales y retenía fuertemente las muñecas de Romero, juntas, a sus espaldas. Los pantalones y el calzoncillo habían sido bajados hasta las rodillas y se veían los muslos tostados y velludos, la blancura del culo recortada en un triángulo preciso que le dividía las nalgas en diagonal.

Una sustancia blanda y espesa fluía de la negra raya, manchaba los pantalones y el piso.

– Eso es mierda… Se cagó -dijo el Negro dando un paso atrás.

– No -dijo Etchenike-. Es dulce de leche: le llenaron el culo de dulce de leche… Y mirá la boca.

El cadáver tenía la boca como si hubiera sido sorprendido en medio de una arcada brutal, un ahogo… La lengua salida y, sobre ella y adentro, una pasta semimasticada marrón y blancuzca.

– Lo atragantaron con alfajores -dijo Sayago. Etchenike se apartó, miró para otro lado:

– Espantale las moscas, Negro.

Revisaron el resto de la cocina. Había una caja semivacía de dos docenas de alfajores y muchos papeles de envoltorio tirados por el piso. Sobre la mesada, junto a la pileta de lavar, habían escrito sobre el acero inoxidable, con prolijas letras de imprenta en dulce de leche, que ya iban perdiendo su forma: POR TRAIDOR Y POR PUTO.

Junto a la inscripción había una manga de repostería semillena de dulce de leche con el pico dentado de latón que tenía, todavía, restos de sangre.

– Yo me voy -dijo Sayago.

– Sí, vamos.

El Negro le arrimó la manguera del jardín a la cara y enseguida el custodia golpeado reaccionó.

– Vamos, viejo… Despiértese, vamos…

El hombre los miró despavorido.

– Tranquilo. Lo desmayaron de un golpe para entrar -dijo Sayago-. ¿Se acuerda ahora?

– Sí, sí… ¿Qué pasó?

– Nada importante, por suerte -dijo Etchenike-. Robaron algo. ¿Cómo eran los que entraron?

– ¿Quiénes son ustedes?

– Policía -y Etchenike esbozó mostrar una credencial-. Vamos, que es importante no perder tiempo para localizar a los tipos…

– Era uno solo, de gorra, con una barba así -y se abultó la cara-. Yo estaba en la puerta con todo muy tranquilo y veo venir por el medio de la calle a un croto, un atorrante, un borracho en bicicleta. Venía haciendo eses, lleno de ropa, cantando un poco… Venía mal y se cayó. Rodó aquí enfrente, se desparramó. Creí que se levantaría pero no. Quedó ahí. Entonces crucé a ver qué le pasaba y el croto me madrugó.

– Lo madrugó…

– Sacó una pistola y me amenazó. Lo vi bien: no estaba borracho. Me puso la pistola acá y me dijo: “Llevame adentro”. Entramos y… no me acuerdo más.

– Gracias -dijo Sayago.

– ¿Y qué hora sería? -insistió Etchenike.

– Las ocho… Ocho y cuarto. Ya había anochecido.

– ¿No vio entrar a nadie antes?

El muchacho se recostó en el pilar, acomodó la espalda:

– Antes… Primero, temprano, llegó el Lobo con un tipo extranjero, en el auto de él. Serían las siete. Estaba claro todavía.

– Vino con el chileno.

– Sí, el chileno… Habrá estado media hora y se fue. Tal vez un poco más.

– ¿Había estado antes ese hombre? -dijo Etchenike.

– Sí, la semana pasada. Un tipo muy simpático. Saludaba.

– ¿Y esta vez saludó?

– Sí, como siempre. Había pedido un taxi por teléfono y salió no bien llegó. Desde la calle lo oí despedirse del Lobo -el hombre pareció recordar algo, quiso recuperar algo perdido-. ¿Dónde está el Lobo?

– Ya lo va a ver… Pero óigame: ¿por qué usted hacía la guardia en la calle y no adentro? -insistió Etchenike.

– Y… Me falló el grandote. Él tenía que estar ahí.

El veterano sonrió tristemente:

– ¿No lo vio a Romero después?

– No.

– Vaya a verlo -dijo Sayago poniéndose de pie-. Está en la cocina.

51. No le digo adiós

A las seis de la mañana del tercer jueves de marzo de 1979, la fila de autos de remise estacionados frente a la entrada principal del Hotel Provincial era más larga que de costumbre.

Un somnoliento Etchenike se apartó de uno de ellos y entró con los diarios del día recién comprados bajo el brazo al espacioso hall donde por última vez se concentraban los asistentes a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería.

Pidió un café bien oscuro en la barra del bar y repasó las noticias que esa mañana hacían ruido en la primera plana: la caída desde un séptimo piso del estanciero Guillermo Hutton en circunstancias confusas ocupaba un titular grueso a pie de página; pero el asesinato “ritual” del conocido empresario Roberto Romero en su chalet del barrio Los Troncos se llevaba el resto del espacio. Bajo el título de “Dulce muerte”, una fotografía espantosamente explícita del cadáver encabezaba la crónica grotesca. Daba más asco que haber estado allí, en la pulcra cocina profanada como un templo.

El veterano esperó largamente que Leonel Rojas Fouilloux apareciera en la puerta del ascensor. No llamó pues temía espantarlo. Finalmente, solo, de los últimos y con una escueta valija, el chileno apareció. Arregló sus cuentas en la administración, y ya se iba a la calle cuando Etchenike lo tomó del brazo amistosa y firmemente:

– Buen día.

Rojas se sobresaltó pero al reconocerlo esbozó una sonrisa:

– Señor Etchenike… Qué sorpresa.

– ¿Sí?

Ahora el que aparentaba sorpresa era el veterano.

– Anda con el tiempo justo para llegar al aeropuerto y están los remises esperando -prosiguió-. ¿Me permite que lo acompañe y de paso conversamos?

– Sí, cómo no…

– ¿Leyó los diarios?

– No.

– Fíjese.

Mientras el chileno observaba la tapa de “El Atlántico” con un primer plano del Lobo Romero en posición final, Etchenike se acercó a uno de los autos, lo invitó a subir.

– ¿Vio lo que le dije ayer? Esos hombres no eran de confiar, Rojas…

El delegado a las Jornadas, ya sin guayabera ni credencial, apenas enfundado en un traje liviano gris con finas rayitas amarillas, no veía ni decía nada. Leía, pasaba las páginas, miraba las fotos.

– No puede creerse esto… Tanta saña, tanto empecinamiento, tanto odio -murmuró sin separar la mirada de las imágenes-. No lo soporto.

Volvió a doblar los periódicos y los puso sobre el regazo de Etchenike.

– No. Quédeselos -dijo el veterano-. De recuerdo, de despedida… Ésta es una tierra hospitalaria, señor Rojas. Y Mar del Plata siempre ofrece novedades al viajero. ¿Sabía que a esta cloaca la llaman la Ciudad Feliz?

– La Ciudad Feliz… -repitió Rojas.

Quedaron en silencio.

El automóvil había llegado a Punta Iglesia y ahora subía hacia el oeste, alejándose de la costa. El aire estaba nuevo y fresco, vibraba sordamente por la estrecha abertura del vidrio, los despeinaba, desordenaba el pelo húmedo, recién amanecido. Y sin embargo todo era viejo en el asiento trasero del remise.

– Le voy a ser sincero, Rojas -dijo Etchenike sin preocuparse demasiado por serlo o parecerlo-. Yo no soy otra cosa en este asunto que un investigador privado. Me engañaron como a un principiante pese a ser un boludo grande, un viejo huevón, como dirían ustedes… Y quedé entre dos fuegos, entre dos hijos de puta que saludablemente acaban de morir. Sus socios…

– No llegaron a ser mis socios… -puntualizó el chileno.

– Pero llegaron a ser hijos de puta igual. Fue un poco duro.

– No me tome por cínico, estimado inversor… -dijo ahora, corrigiendo el tono y la puntería-. Eran dos hombres despreciables, como le adelanté ayer. Tan capaces de cualquier maldad que, le aseguro, ninguno de los dos es ajeno a la muerte violenta del otro.

Los ojos de Rojas Fouilloux se llenaron de inquietud:

– ¿Qué quiere decir?

– Creo, objetivamente, que Willy Hutton mató al Lobo Romero poco después de que usted dejara la casa del barrio Los Troncos. Y lo hizo haciéndose pasar por un personaje que no existe, un invento del que ayer le hablé: el presunto Juan Ludueña. ¿Lo recuerda?

El chileno asintió con la cabeza. Estaba perturbado, a la defensiva.

– En el fondo es muy simple… -comenzó Etchenike.

Y desarrolló la crónica de los últimos diez días, durante los cuales, Hutton, haciéndose pasar por Ludueña, había ido dejando huellas evidentes de sus propósitos y llamadas telefónicas a su hermano el boxeador y a su hija la bacana para crear una expectativa.

– ¿Y por qué usted supone que no es el verdadero Ludueña el que lo asesinó? -lo interrumpió el chileno repentinamente interesado.

Etchenike lanzó una carcajada:

– Yo no sólo leo los diarios, Rojas… No me entero por “El Atlántico”: estuve anoche allí después del asesinato y antes que la policía… -hizo una pausa con la sonrisa congelada-. Hablé con el custodio: el asesino, el presunto Ludueña, se cuidó muy bien de que le vieran la cara pero actuó con guantes… Es fácil de entender: Juan Ludueña desapareció; yo, en realidad creo que está muerto hace veinticinco años. Su rostro puede haber cambiado y cualquiera puede hacer creer que es él con una barba alevosamente postiza. Lo que no cambian son las huellas digitales que, sin duda, se conservan… Si el asesino era Ludueña y quería “firmar” el crimen, no hubiera tomado esa precaución: fue Hutton.

Rojas Fouilloux parecía haberse perdido en medio del razonamiento:

– Prosiga entonces -dijo sin embargo.

– Creo además, que se le fue la mano… Probablemente cuando se enteró del chantaje con su sobrina se volvió loco y fue a presionarlo para recuperar las pruebas, esas fotos que nadie sabe dónde están. Pero se excedió: el odio lo sobrepasó y en medio de la tortura, a Romero le falló el corazón.

– Es muy novelesco.

– Y no es todo -dijo el veterano que comenzaba a sentirse cansado de contar y contar una y otra vez aspectos de una misma historia-. El último acto es particularmente grotesco, mi querido socio frustrado: cometido el crimen, el acto de justicia, Hutton va a casa de su sobrina y tiene la evidencia, antes de decirle nada de lo que ha hecho, de que ella sabe que él ha fingido ser Ludueña. María Eva se lo reprocha, forcejean y él cae por el balcón.

La reacción de Rojas fue extraña:

– Eso es estúpido.

– ¿Quién es estúpido? No hay ningún estúpido en esta historia… ¿La realidad es estúpida? -se ensañó Etchenike.

– No, claro… -el chileno sonrió, confundido-. Tal vez yo…

– Tal vez usted pueda ayudar, Rojas Fouilloux.

– ¿Ayudar?

– Lógico. Usted puede ser, va a ser, un testigo importante. No bien la policía interrogue al custodio del chalet de Romero se enterará de que usted fue el último que vio al Lobo con vida, menos de una hora antes de que Hutton, el falso Ludueña, lo asesinara. No sería extraño que en este mismo momento la policía lo esté esperando en el aeropuerto de Camet para interrogarlo. Habrán llamado al Provincial y les habrán dicho que usted ya salió. El rostro de Rojas se transfiguró:

– Bueno… Yo no tendría ningún inconveniente, pero… -se volvió hacia la ventanilla-. ¿Adónde vamos?

El remise, luego de atravesar el centro de la ciudad de norte a sur y alejarse largamente hacia los barrios periféricos, había vuelto a doblar a la izquierda y ahora avanzaba velozmente por la avenida Juan B. Justo hacia el puerto, con el mar otra vez al fondo de la calle.

– No vamos a Camet, señor Rojas… Tal vez sería mejor que volviéramos a Playa Bonita, ¿no?

El auto se había detenido en un semáforo y repentinamente el chileno se arrojó sobre la puerta, tironeó las manijas. No se abrió. No pudo hacer nada y quedó mirando a Etchenike, que no se había movido de su posición.

– Están trabadas automáticamente desde acá -dijo Sayago dándose vuelta por primera vez, revelándose como chofer de remise-. Es muy seguro este auto.

– No tiene por qué escapar… -lo tranquilizó Etchenike-. Igualmente, usted puede no ir a Camet. Sé que ningún avión lo espera ahí. Sólo la policía.

Y el señor Leonel Rojas Fouilloux, delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería, se derrumbó definitivamente en el asiento.

Etchenike sacó cigarrillos y convidó a Sayago y al apesadumbrado chileno.

– Seguí por la costa -indicó-. Yo te aviso.

El sol ya había subido algunos grados sobre el horizonte y el mar brillaba casi blanco, como celofán sobre terciopelo gris.

– No tiene pasaje en el charter. Me tomé el trabajo de averiguarlo. Tampoco pensó en viajar a Santiago ni en realidad jamás participó de las IV Jornadas… eso lo descubrió hace unos días mi amigo, aquí presente. Andaba con esa credencial en blanco que habrá robado, me imagino. Se hospedaba en el Provincial y se mimetizó con las delegaciones, pero no vino de Chile.

El hombre aparecía ahora repentinamente cansado, como si escuchara una historia que nada tenía que ver con él.

– Bah… Todo eso no me importa -concluyó Etchenike-. Si usted los quería cagar a éstos haciéndose pasar por hombre de Survey usando documentación vieja o fraguada, aunque yo no veía el negocio, no me interesaba. Hacía bien… En realidad, en esta historia todos son otro, nadie es quien es. Y a usted lo descubrí el día que lo conocí, cuando metió el pie en el pozo y se sacó ese mismo mocasín…

Etchenike se agachó y desnudó el pie de Rojas, que no se resistió. Le alcanzó el zapato a Sayago:

– Lee la plantilla.

– Calzados El Inca. San Martín y Suipacha, Berazategui. Buenos Aires.

Y los dos se rieron, se pasaron el zapato, se lo devolvieron al falso chileno.

– Y le diré más, compadre -parodió Etchenike-. La mayor evidencia la tuve porque usted era demasiado chileno: la “ll” casi “y” que pronunciaba, la tonada, las inflexiones y algunos modismos; el léxico. Sólo le faltaba gritar “Viva Chile, mierda”. Era excesivo. Y precisamente en el momento de elegir un nombre presuntamente chileno optó casi por la caricatura, se pasó de largo en las alusiones: Leonel Rojas Fouilloux tal vez no le diga nada a algunos, pero a los que tenemos años y memoria futbolera nos evoca inmediatamente al equipo de la Copa del Mundo del ‘62 en Santiago: Leonel es sólo Leonel Sánchez, el famoso wing izquierdo; Tito Fouilloux, un talentoso número diez; Eladio Rojas fue “el volante de América” en ese Mundial. Es como si alguien quiere hacerse pasar por argentino y se pone Gardel de apellido o firma Ángel Amadeo Sanfilippo, hace unos años, o Ubaldo Matildo Kempes ahora, después de nuestro Mundial…

Etchenike lo miró con una contenida piedad que no sabía su nombre.

– Usted es un hombre grande ya. Menos que yo, claro. Pero es grande. Y los recuerdos de aquellos años han sido muy fuertes… Yo sé por qué. Y recurrió casi inconscientemente a ellos. ¿No es así?

Abatido, sereno ya, el hombre asentía apenas. Casi estaba a punto de participar, completar el relato.

– Es acá, Negro… Estacioná sobre la barranca -dijo repentinamente Etchenike.

El auto salió de la ruta y avanzó casi una cuadra hasta detenerse a pocos metros del abismo, frente al mar.

El lugar era una desolada superficie de piedra caliza cortada a pique a varias decenas de metros sobre el mar. Abajo, en algunos lugares, las olas lamían la base de los acantilados dejando una playita minúscula; en otros, la costa irregular que entraba y salía del mar a lo largo de kilómetros, se encrespaba en rocas que chocaban violentamente con las olas y saltaba la espuma al sol, llegaba el rumor hasta el camino.

Sayago abrió la puerta y descendió:

– Esto es…

– Barranca de Los Lobos -dijo Etchenike.

– Ah… -dijo el Negro.

El hombre también había bajado en silencio del auto y en un momento dado comenzó a caminar lentamente a lo largo de la barranca. Avanzó unos pasos y se detuvo. Luego reanudó la marcha, se alejó.

– Se va a escapar -dijo Sayago.

– ¿Adónde va a ir?

– Se va a matar… Ahora se tira.

– No -dijo Etchenike-. Es de los que sobreviven.

Media hora después, del mismo modo, al mismo ritmo cansino, el hombre regresó. Etchenike estaba sentado en el paragolpes del auto; Sayago, al volante y con la puerta abierta.

– ¿Cómo supo que yo?… -dijo el hombre ya con otra voz sin inflexiones, relajado, vencido y dispuesto a oír lo inevitable.

– Hay dos cosas -dijo Etchenike entrecerrando los ojos ante el sol, ante el imaginado recuerdo que reconstruía-. Cuando me contaron la historia del Atlantic, me impresionó la cadena de odios, el entrelazamiento de pasiones, el amor, la política, los rencores arrastrados por décadas… La soberbia de la puta oligarquía, la estupidez, el prejuicio. Y después, la desgracia: creo que Juan Ludueña no se merecía verle así la cara a la desgracia. Fueron demasiadas culpas para un hombre solo: primero, la enfermedad de Evita; después, esa noche terrible de la huida y el accidente acá, ahí mismo tal vez… -y señaló delante de ellos, ese borde preciso-. Se sintió demasiado culpable con la muerte de Virginia. Culpable de sobrevivir. Y prefirió morir aquí, que lo dieran por muerto. No faltarían amigos en quienes confiar para que lo atestiguaran… Gombrowicz, por ejemplo.

– El Polaco… -murmuró el hombre como si rezara.

Etchenike metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo una foto vieja, algo amarillenta pero no ajada. Estaba montada sobre cartón y había estado encuadrada bajo un vidrio durante muchos años.

– Ésta fue la otra cosa que me convenció-dijo alcanzándosela.

El hombre la tomó en sus manos y necesitó ponerse los anteojos para poder reconocer los rostros que posaban enfilados, uniformados, sonrientes en la inauguración del Hotel Atlantic en el verano del ‘53. El Polaco era ése de la punta, con el pelo enrulado y cara de loco; había mozos que no recordaba el nombre, mucamas; el chico que estaba colado en la foto, arrodillado junto al perro también colado, era Willy sin duda. Y el del gorro blanco y rígido, copudo, con la cara tan lisa y blanda al sonreír, era Romero, y estaba el cocinero jefe al lado, y después aparecía Virginia con una solera que le dejaba los hombros desnudos y tenía a Evita en brazos, de meses y sana todavía. Y ahí estaba él, Juan Ludueña, casi en el centro de la foto, protegiendo a su mujer y a su hija con los brazos, protegiéndolos a todos desde la Intervención, sonriéndole al verano peronista de hacía veinticinco veranos.

– La robé del hotel… Y al verlo a usted no dudé quién era.

– ¿Puedo quedármela?

– No. Mejor no. La volveré a colgar en su lugar. El Polaco cuida eso… Alguien se tiene que ocupar de la memoria y no es usted, precisamente.

Se la quitó sin violencia, la guardó.

– No es casual que haya sido el Polaco el único que supo que había vuelto de algún modo, que me empezó a dar indicios de que había algo más, alguien más…

– Pero está loco, Etchenike… El Polaco está desconectado del mundo.

El veterano lo miró con repentino desprecio:

– ¿Desde dónde puede hablar así? -exclamó-. Usted, que ha hecho lo que ha hecho… Puedo reconstruir sus desgraciadas idas y vueltas. No creo que pueda estar orgulloso.

Comenzó a enumerar con los dedos:

– No pudo superar la culpa familiar pero siguió actuando. Es probable que haya estado en la Resistencia y todo hace coincidir su participación en la preparación de la huida de Ushuaia con su llegada a Chile. No sé cuánto se habrá quedado allá, tampoco sé qué hizo durante su vida en estos últimos veinte años, Ludueña. No sé si vive en Berazategui, si tiene otra familia, ni sé cómo carajo se llama ahora y desde cuándo… Supongo que volverá a ser ese mismo ahora, el que no debió dejar de ser hace quince días cuando decidió volver a hacer justicia disfrazado de empresario chileno devoto de Pinochet. Usted está loco, no tiene derecho a hablar del Polaco.

– Quise volver a… -buscó las palabras pero no estaban en ese cielo demasiado limpio; tampoco en las piedras del suelo-. A ajustar cuentas con esos tipos. Se cumplían los cincuenta años… Además, quise que ella me valorara, supiera… Quise reencontrarme con Evita.

– Evítela -jugó Etchenike.

– Usted no quiere entender que yo necesitaba volver alguna vez.

Etchenike sabía de esas tentaciones de regresar para emparchar el pasado.

– Fue demasiado tiempo, Ludueña. Todo es distinto. Usted es distinto, ella es distinta… Volver tarde y mal, como usted, es peor que no volver.

Y de pronto se le ocurrió un argumento:

– A usted le importaba ella. Bien: ella defendió su memoria. Porque para María Eva es como si usted no hubiera vuelto, usted no existe. Cree la versión que yo le di hace un rato, la de Hutton que se hace pasar por Juan Ludueña…

El hombre hizo un gesto de escepticismo.

– No es tan difícil de creer -replicó Etchenike-. A María Eva la tranquiliza… ¿O usted pensaba llamarla hoy para explicar qué había hecho?

– No… No sé.

– ¡No sea imbécil! -se desesperó el veterano-. Si quiere voy yo y le explico que usted, Juan Ludueña, planeó destruir a Willy y al Lobo, creó una red de celos entre ellos, se hizo indispensable y al final desencadenó la tragedia: incendió el campo de Willy, probablemente desde la misma avioneta al partir, que es lo más simple, y después vino a acosarlo a Romero. No sé si pensaba matarlo. Tal vez no. Él había sido botón. Pero cuando yo ayer a la tarde le dije lo de la extorsión a María Eva, vio todo rojo…

– Usted es un cínico. Usted sabía lo que hacía… Me empujó.

– Lo empujaría ahora -dijo Etchenike agarrándolo de las solapas, amagando hacia el abismo-. No sea hipócrita, Ludueña… Tenía todo planeado: matar como Rojas Fouilloux y echarle la culpa a un Ludueña que usted ya no era. Es genial, lo sé; anoche fue a ver a Romero, conversaron y tomaron whisky. Se hizo llevar a la cocina para conocer las virtudes culinarias y reposteriles del trolo y allí sacó el revólver, se puso los guantes, lo ató, lo vejó y torturó hasta que se le murió entre las manos.

El hombre que escuchaba esa descripción de lo que había hecho no podía soportarlo. Se alejó dos pasos, dio la espalda, pero no fue más lejos.

– Usted lo conocía bien, sabía sus miserias, como Willy las conocía… Y no pudo resistir a la tentación de decirle quién era, darse a conocer. Entonces no se pudo detener… ¿Qué quería? ¿Quería las putas fotos?

– Sí. Las pruebas de la extorsión.

– Y él no las tenía.

– Decía que no.

– Claro que no. El tampoco las tenía, Ludueña.

El veterano esperó que el otro lo mirara:

– No había fotos… Es mentira. Una infamia contra ella.

– Pero usted me dijo…

– Me engañaron… Y si no me cree, búsquelas: no existen, no hay.

El rostro de Ludueña se transfiguró. No era la paz pero parecía.

– A ella, entonces, no la… -como queriendo entender, queriendo creer.

– No. Nadie la ensució.

– Bueno…

– Nada bueno lo suyo, Ludueña -quiso concluir Etchenike-: una vez muerto el Lobo, llamó un taxi, fingió una despedida y salió tranquilo. Volvió al rato, con su disfraz de Ludueña sospechoso. Se mostró bien ante el guardia y después lo desmayó y se fue. Cualquiera, incluso la policía, va a creer que el crimen fue a las ocho de la noche y no a las siete y media. Ya puede desaparecer tranquilo, volver a ser quién es ahora.

Juan Ludueña, el falso chileno pateó algunas piedras y las empujó al vacío. Se quedó mirando el mar. Estuvo un rato largo así. Cuando escuchó el ruido del auto se dio vuelta bruscamente.

Se le venía encima.

El Negro Sayago clavó los frenos a diez centímetros de sus rodillas. Sonreía. Etchenike abrió la puerta y le arrojó la valija que cayó a sus pies.

Ludueña tardó en entender que acaso lo dejaban ir, que todo acababa ahí.

– Adiós -dijo, pero no se atrevía ni siquiera a levantar la mano ahí, como estaba, entre el abismo y el motor…

– No le digo adiós -improvisó Etchenike sacando la cabeza por la ventanilla-. Ya se lo dije cuando usted era un chileno delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería… Ahora le digo, simplemente -hizo una pausa-: andá a la puta madre que te parió, Ludueña.

Sayago metió la marcha atrás y se alejaron del hombre que quedó inmóvil entre la polvareda.

Una vez en la ruta el Negro miró por el espejito.

– ¿No vas a pasar adelante?

– No. Llevame… Quiero saber qué se siente.

Etchenike se recostó y cerró los ojos.

– Julio -dijo Sayago al rato-. Eso que le dijiste al despedirte: “No le digo adiós… Ya se lo dije una vez”, ya creo que te lo oí antes. ¿Qué es? ¿De dónde lo sacaste?

– Es Chandler -dijo el veterano sin abrir los ojos-. Variaciones sobre un tema de Chandler. Pero las puteadas son mías.

52. De otra cosa

Joseph Cotten estaba parado, apoyado, mejor, a la izquierda; y ella, la tanita Alida Valli, venía por el sendero, impermeable y hojitas sueltas.

La última escena era en el cementerio de Viena, donde por fin enterraban al que no habían enterrado en su momento: Orson Welles, el genio malvadísimo de la cara blanda que se burlaba de la paz suiza, de los relojes cucú, que no tenía moral ni escrúpulos para la penicilina.

La cítara de Anton Karas bordoneaba un poco más alto ahora y ella pasaba de largo, no movía ni los ojos, ni el sombrerito pobre hacia Cotten, al que sólo le quedaba fumar, sacar buen perfil duro y volverse a casa a seguir escribiendo novelitas de tiros.

Hubo un The End muy dibujado al estilo posguerra y enseguida las rayas, los números, los golpes de claridad y el chicotazo final de la película que dejó el chorro de luz desnudo, la pantalla iluminada, el zumbido del equipo.

El Polaco apagó el proyector.

– Termina mal -dijo Etchenike en la oscuridad.

Gombrowicz caminó unos pasos y encendió la luz general:

– Un traidor es un traidor… Un botón es siempre un botón -sentenció.

– No es el final de Graham Greene… -dijo Etchenike parpadeando.

– Está bien: es una historia de amor y ésas son las reglas.

– Hace pocos días me dijeron algo así.

Estaban solos en la sala del Atlantic, con las sillas un poco desordenadas y una cerveza cada uno. Afuera, el sol se empeñaba contra las ventanas más cerradas que nunca.

– Gracias por El tercer hombre-dijo el veterano poniéndose de pie-. No me quería ir sin verla. Usted me había hablado mucho y con insistencia… Me sirvió, Polaco.

– ¿No va a ver El ídolo caído? -dijo el otro haciéndose el distraído, siempre en otra cosa-. La separé para que veamos las dos juntas.

– No. Tengo que ir hasta “ La Julia ”, hacer algunas cosas más y volverme esta misma noche en micro. No hay tiempo. Tal vez el verano que viene…

– El verano que viene… -iban por el pasillo hacia el hall de entrada-. No sé qué pasará con esto, en qué quedará todo. Nada bueno, seguro.

Etchenike se detuvo bruscamente y metió la mano en el bolsillo. Sacó un sobre:

– Polaco, esto es suyo -y señaló el hueco en la fila de fotos de la pared-. Hubo quien me la pidió, pero pienso que debe quedar acá. Nadie se la merece.

– Cuando vi que faltaba ésa me di cuenta de que usted andaba bien rumbeado… -dijo Gombrowicz sonriendo apenas-. Pero no se le ocurra contarme nada.

– Como quiera.

Salieron. La arena volaba en la Avenida Hutton. Era una tarde fea que podía mejorar a la caída del sol. El viento no era frío; venía, extrañamente, de la tierra hacia el mar. Pero era un viento cargado de polvo, seco y sin olores de verano.

– Si quiere, lo llevo hasta “ La Julia ” -dijo el Polaco señalando el carro con ruedas de goma y un caballo flaco con las crines largas y arremolinadas-. Vamos por la playa, que es mucho más rápido y entretenido.

– Vamos.

Subieron y hubo un largo tironeo para atravesar la zona de arena seca en que se disolvía la avenida al llegar a la playa.

– El hotel quedó más vacío que nunca -dijo Etchenike.

– Sí. Sólo la mujer del Baba… Y ni siquiera ella. Hoy temprano se fue a visitar a la Beba, su hermana.

– ¿Cómo está?

– Bien. Estuvo jodida pero se va recuperando… -Gombrowicz sacudió las riendas, trató de convencer al matungo de quién mandaba-. Va a ir en cana.

– Claro. ¿Y el Mojarrita?

El Polaco hizo un gesto de sonriente admiración:

– Al final, tuvo que salir del agua nomás… Sacrificó un récord por otro.

– ¿Cuál?

– Nunca lo sabremos, Etchenike… -dijo sentencioso-. Tengo la teoría de que cada hombre viene al mundo para cumplir un destino que no conoce, en forma de récord: hay algo que sólo él viene a hacer más o mejor que nadie. Cuando alcanza esa medida, ese récord desconocido incluso para él, muere…

Calló provocativamente, esperó una reacción de Etchenike que lo miraba sin un gesto.

– Por ejemplo -prosiguió-: existe alguien que es la persona más gorda del mundo en este momento: otro, la más alta… Pero también hay alguien, en quién sabe qué lugar, que es el hombre que más veces ha abierto una puerta o ha comido polenta o ha visto jugar más veces a José Manuel Moreno en River. Ese es su sentido en la vida y no lo sabe… Los filatelistas se creen que su vida es juntar estampillas y yo me puedo llegar a creer que seré el tipo que verá más veces Sed de uivir, de Vincent Minnelli, pero no sé realmente cuál es mi récord, el que me está esperando. Tal vez el de Mojarrita no sea el de permanecer más que nadie en el agua sino el de ser el hombre más engañado por una mujer en pueblos que dan al mar… ¿Me entiende, Etchenike?

– Sí. Es raro de pensar… Da un cierto consuelo o desconcierto o…

– Y Dios vendría a ser el titular de todos los récords -concluyó el Polaco.

– ¿Y el de Martínez Dios? ¿Cuál es el destino, el récord de Martínez Dios?

Gombrowicz giró la cabeza, estiró el brazo mar adentro, un poco en diagonal hacia atrás, precisamente donde se recortaba el perfil corroído del barco escorado y quieto.

– Su récord, tal vez, sea el de ser el juez instructor que tuvo más veces las pruebas a la vista y no las supo ver… -dijo con una risotada.

Etchenike también volvió la cabeza, la agitó como no pudiendo creer lo que confirmaba su idea, su sospecha:

– Cuando contó la historieta increíble del robo de las películas y habló del escondite sentí que algo raro había ahí… Usted estaba hablando de otra cosa.

– Siempre se habla de otra cosa, Etchenike… -generalizó Gombrowicz-. El mismo Jesús, que antes que predicador fue un gran contador de historias, un narrador, se la pasó hablando de otra cosa: lo que pasa, lo bueno que pasa, es que no sabemos de qué hablaba… El realismo, la pretensión del realismo es algo perverso y soberbio. Por mí se puede pudrir donde está.

– ¿El realismo?

– La droga -corrigió sin registrar la ironía-. Allá quedará, para las gaviotas… Hasta al pibe pensaban dejarlo allí, para que se secara al sol, pero se les cayó. Lo llevaron inconsciente, semimuerto…

El Polaco se paró en el carro y señaló con la mano el itinerario en picada diagonal:

– Se les vino así y chaff… Al agua… Y después, a esperar. Siempre es jodido esperar. Y esperar frente al mar, peor. Y esperar un cadáver frente al mar, peor.

– Y no esperar nada, peor -dijo Etchenike en el mismo tono.

– ¿De qué está hablando?

– De otra cosa, claro.

Gombrowicz le sonrió como reconociéndolo, lo nombró mentalmente su discípulo.

El sol ya declinaba cuando llegaron al lugar donde un chorrito de agua dulce que venía entre juncos y colas de zorro casi hasta la orilla hacía canaleta en la arena y se entreveraba con la espuma.

– Es ahí. El arroyo pasa por detrás del casco de la estancia -dijo el Polaco tirando de las riendas.

Etchenike le dio la mano en silencio y de un salto se bajó del carro.

– Vinimos rápido -dijo mirando su reloj-. Es temprano todavía.

– Tarde para el té -dijo Gombrowicz.

Hizo retroceder al caballo, giró el carro y se fue.

53. Damas y caballeros

Del lado del mar, no había una doble hilera de paraísos. Se llegaba a la casa bordeando el arroyo por un camino que nacía en la tranquera vencida que Etchenike debió arrastrar y dejó alevosamente abierta. Nada podía entrar ni salir ya de “ La Julia ”; y lo que iba y venía no necesitaba de la tranquera.

Aunque desde la loma se veían hectáreas y hectáreas de cuadrados negros, postes caídos, los hilos de la luz y del teléfono achicharrados, el fuego no se había llevado todo, ni siquiera la mayoría. El arroyo había parado el avance de las llamas y la casa estaba aparentemente a salvo frente a un bosquecito reducido a carbones. El césped del parque parecía reseco y al pisar la galería vio los agujeros del techo, las chapas retorcidas por el calor. Habrían volado las chispas y entrado por las ventanas, porque un fuerte olor a trapos quemados, a madera ardida y mojada, emanaba del interior de los cuartos y del que había intuido soberbio comedor.

No llegó a entrar.

La criada que había visto la primera vez salió a la galería con un farol que daba una luz amarilla, innecesaria fuera de la casa.

– ¿Qué busca? -dijo sin temor, sin esperanzas.

– Traigo un mensaje para la señora.

– Dígamelo a mí. Ella no está bien.

Tuvo la certeza de que las mujeres estaban solas en el lugar. Pensó en el Polaco y supuso que él vería allí una escena de Lo que el viento se llevó o cualquier película sobre la Guerra de Secesión y la derrota del sur: los cuartos sin luz, los muebles pesados en la oscuridad, los ritos que tratarían de seguir haciendo como si nada.

– Bueno… Dígale que trate de comunicarse con su nieta en Mar del Plata. O que intente ir para allá… Ya que acá no hay teléfono ni…

– ¿Y el señor Willy?

– Que se comunique con la nieta, mejor.

Etchenike sacó de su bolsillo los diarios del día y los puso sobre la baranda de la galería.

– Les dejo los diarios. No creo que los hayan visto. La mujer los tomó sin decir nada.

– ¿Quién es, Zulema?

Primero fue la voz y luego la vieja dama que apareció en la puerta del comedor como sacada de un cuento de Faulkner adaptado por Victoria Ocampo.

– El señor estuvo aquí el lunes. Trae un mensaje de María Eva.

– ¿Usted vino con el chileno el otro día?

– Estaba aquí casualmente. Pero no vine con él.

– Porque estamos esperándolo -prosiguió ella, y Etchenike se dio cuenta de que la señora Julia no lo oía, no quería oírlo-. Dígale que todo está bien aquí, que todo se arreglará y volverá a ser como antes, como siempre.

– Sólo vine a decirle que se comunique con su nieta.

– Espero que Willy no arruine las cosas. No es muy responsable… Siempre necesita que le estén encima. La gente necesita que la ordenen. Los chilenos tienen a ese general… Ellos saben cómo hacer, entienden… Dígale…

– Señora…

La criada tenía el diario desplegado, leía iluminada por el farol apoyado en la baranda.

– Y con mi nieta pasa lo mismo: no hay que dejarla sola.

– Señora… -insistió la criada.

Etchenike dio media vuelta y bajó los escalones de durmientes. Caminó sobre el césped sin darse vuelta y después siguió andando cuando el terreno se hizo menos blando, se llenó de piedritas, se convirtió en camino. Y tampoco se dio vuelta en todo el trayecto hasta llegar a la ruta.

Se sentó en un pilar bajo que remataba el guardaganado de la entrada a la estancia y allí esperó un rato largo que pasara el Expreso “ La Julia ” que venía de Necochea.

Cuando apareció, notó que sólo una de las luces delanteras funcionaba. La otra estaba rota todavía, desde el día del choque.

Acababa de llegar un ómnibus de El Cóndor con atraso y los pasajeros cansados y malhumorados ocupaban casi todas las mesas del comedor del Hotel Veraneo. El señor Fumetto no daba abasto en la caja y Etchenike alcanzó a ver a Gustavo prodigándose entre las mesas sin que él lo viera.

Saludó con naturalidad al patrón, que lo miraba con recelo, y esquivó sus preguntas, lo tranquilizó asegurándole que ya se iba y para siempre, por ahora.

Cuando el ambiente se aquietó, pidió un café y fue a tomarlo a la mesa del primer día. Hasta allí llegó Gustavo, casi temeroso, casi más viejo:

– ¿Cómo te va? -dijo el veterano esquivando el bulto.

– Bien… -y esperaba algo.

– Siento mucho lo que le pasó a tu primo.

El pibe asintió, miró al piso.

Etchenike deseó estar ya muy lejos de ahí. Pero todavía faltaba.

Gustavo lo ayudó una vez más; sus ojos se encendieron y dijo:

– ¿Ahora sí se va? -el veterano dijo que sí-. Entonces le traigo el paquete que me dejó…

– Sí, ahora sí.

Lo vio ir detrás del mostrador y esperar que el patrón pasara un momento a la trastienda para empinarse y bajar la lata de galletitas. Metió la mano, sacó algo y volvió a colocar la lata en su lugar.

– Acá está -dijo otra vez junto a Etchenike-. No lo supo nadie.

– Gustavo, ya te dije: sos una persona en la que se puede confiar. Un caballero.

Guardó el paquete y hurgando con la punta de los dedos en el fondo del bolsillo trasero sacó, como con una pinza, el billete doblado en cuatro que le había dado Willy Hutton en un jardín ya sin flores.

– Tomá. No es un regalo. Me pagaron con esto por algo que finalmente no hice. Vos, en cambio, cumpliste conmigo. Gracias.

El pibe no dijo nada. Ni siquiera desdobló el billete. Cerró la palma, sonrió y salió corriendo.

Eran casi las once cuando, desperezándose, se despidió del señor Fumetto, le tocó la cabeza a Gustavo y se dispuso a salir. Su micro ya estaba estacionado en la puerta del hotel. Justo se cruzó con Rizzo que volvía. El cafetero parecía cansado y contento. Era el mejor día de la temporada, le dijo: había vendido todo.

– Tome un café. Se lo regalo. Me cansé de vender en el campeonato de Papy Fútbol que empezó hoy en El Trinquete.

– Qué bien… -dijo Etchenike.

El muchacho se desembarazó de termos y vasitos, los apoyó en la pared, junto a la ventana.

– ¿Usted se va del todo?

– Sí. Terminé lo mío.

El veterano desvió la mirada del parche que cubría la coronilla de Rizzo.

– ¡Qué terrible lo que pasó! ¿No? -dijo el muchacho.

– Fue demasiado. Te pido disculpas por lo que te hice pasar…

– No diga boludeces… -Rizzo sonrió, confundido-. Quiero decir que no es nada.

– No es nada.

Sonó un bocinazo. El micro se iba.

Se despidieron duros, torpes y afectuosos. Finalmente Etchenike subió con el aire evasivo de un delincuente, un descuartizador con el bolso lleno de paquetes comprometedores.

Se sentó en el fondo y buscó el sueño sabiendo que no lo encontraría. Al rato vio que uno de los choferes se levantaba y avanzaba por el pasillo pidiendo los boletos. Lo reconoció enseguida al extenderle el pasaje. El colorado, el mismo chofer que lo había traído a Playa Bonita, hizo picar la maquinita. Hubo una pausa.

– ¿Qué tal? -dijo amistoso.

– Cansado.

– ¿Viste lo que pasó?

Etchenike no contestó inmediatamente ni le extrañó el tuteo. La oscuridad hacía todo irreal o más verdadero.

– Pasó de todo -dijo.

– Ni que hubiera caído una bomba en el pueblo… Tres o cuatro muertos…

– Para un balneario de viejos chotos, bastante movido -dijo Etchenike.

– ¿No sabés si la mina murió?

– Está mal. Pero dicen que no va a morir.

– Yo lo conozco bien al boludo ése, al Mojarrita -dijo-. Todo el mundo se la morfaba a la mina y viene a hacer la cagada justo con ese tipo. Cargarse un botón… ¿Vos lo junabas al Mojarrita?

– Más o menos.

– Y lo que tiene un olor a podrido bárbaro es lo de Hutton y la sobrina…

– Hummm.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal?

Etchenike había vuelto la cabeza contra la ventanilla, intentaba abrirla.

– Debe ser el olor a podrido que vos decís… La puta que lo parió…

El otro lo miraba como la primera mañana en el Hotel Veraneo.

– ¿Chupaste mucho?

– Años.

– Cualquier cosa me avisás.

El colorado le guiñó un ojo y se fue por el pasillo.

Al rato Etchenike se durmió. Durante mucho tiempo recordaría ese sueño: Mojarrita nadaba en una pecera cuadrada que era, al mismo tiempo, una cárcel. Los canas, con Friedrich y otros, le pateaban el vidrio. En eso aparecía María Eva Ludueña, sin los fierros ni el bastón, desnuda, y le apoyaba las tetas del lado de afuera. Mojarrita se zambullía y manoteaba desde adentro de la pecera pero tenía que volver a salir para respirar. De repente era Etchenike, él mismo, el que estaba dentro de la pecera pero vestido, chapoteaba y se hundía. En eso despertó.

La oscuridad era completa. Apenas el resplandor allá adelante y el leve cabeceo del micro. Encendió la luz individual, que cayó como el rayo celestial de una estampita. A moverse sintió la dureza en el bolsillo. Sacó el paquete que le había dado Gustavo, rompió el papel, abrió el rollo de película que estaba allí desde la mañana que partió a Necochea después de la paliza. Contempló el carretel un momento y después lo fue desenrollando despacito, exponiéndolo lenta y serenamente ante la luz.

Cuando terminó la operación, abrió la ventanilla y tiró el rollo hacia la noche llena de viento. Lo imaginó rodando por el borde del camino hasta estacionarse junto a un charco o un yuyo en la oscuridad, donde quedaría quién sabe hasta cuándo.

En eso volvió el colorado, bostezando.

– Se hace largo, ¿eh?

– Sí -dijo Etchenike cerrando la ventanilla como un cajón lleno de secretos-. Pero ahora estoy mejor.

– Ah.

– Ahora estoy más cómodo -improvisó-. Tenía los zapatos llenos de arena. Hacía días que andaba así y no me había dado cuenta.

Y le mostró los pies desnudos, movedizos.

– Ah -repitió el otro sin entender de qué le hablaba.