En los años que llevaba con mi maestro jamás le había visto consumir vino, sidra o cerveza alguna. Como antaño Sansón o Juan el Bautista, a los que el voto de nazireato privó del consumo de ese tipo de bebidas, Blastus era un abstemio total. Y ahora, como por ensalmo, sobre la mesa habían empezado a aparecer recipientes con las más diversas bebidas fermentadas. Había, si no recuerdo mal, de seis o siete clases. Oscuras y claras, turbias y espumosas, de textura suave y de aspecto áspero. Pero ¿de dónde había salido todo aquello? ¿De dónde? Y si sorprendente era la bebida no lo resultaba menos el yantar. Aunque ése sí sabía de dónde procedía. De las alforjas de los recién llegados. Una pierna de cerdo rebozada sobre la que comenzaron a verter miel hasta que chorreó pringosa y amarilla, trozos y trozos de tasajo rojizo, una masa viscosa que nunca antes había visto y un tarrito que colocaron encima de la mesa con grandes alharacas y que destaparon esparciendo un olor apestoso por toda la estancia.
– Dios santo… -dijo Blastus- pero… pero sí es garum…
Una carcajada coreó su sorpresa mientras el legionario de la cabeza rasurada, el que respondía al nombre de Caius, daba un codazo a su acompañante.
– Garum… -repitió mi maestro mientras se acercaba la nauseabunda sustancia hasta la nariz-. El aroma de la vieja Roma…
Fue escuchar aquellas palabras y decirme que si así olía Roma debía ser una ciudad verdaderamente asquerosa. A decir verdad, aquella fetidez insoportable era peor que la de los excrementos humanos y parecía agarrarse a las ventanas de la nariz en un empeño por provocar la arcada.
– ¿Cuándo la visteis por última vez? -preguntó Blastus con los ojos cerrados y sin apartar aquel maloliente tarro de su rostro.
Una nube descendió sobre las caras de Caius y Betavir ensombreciéndolas. Sin duda, mi maestro les había dicho algo que les provocaba un enorme pesar.
– Hace cosa de un año -respondió al final Caius.
– Fuimos en busca de refuerzos… -añadió Betavir.
– Y no los conseguisteis, claro -concluyó Blastus.
– Roma, querido amigo, es apenas una sombra de la ciudad que conocimos -continuó Caius con el rostro casi contraído por un dolor cuya causa no acertaba yo a adivinar.
– Sí -confirmó Betavir-. A decir verdad creo que nunca se repuso de la invasión de los vándalos en el año 455 de nuestro Señor. Arrasaron todo. Saquearon lo que quisieron. Mataron y violaron por doquier.
– Ni siquiera respetaron las iglesias… -dijo Caius.
– Eso fue un castigo de Dios -intervino airado Betavir-. Si ni sus mismos representantes en la tierra se comportan como deben…
– ¿Qué quieres decir? -indagó sorprendido Blastus.
– Mira, aquello se ha corrompido mucho -respondió el legionario alto con gesto de amargura-. Antes uno podía acudir a una iglesia para encontrar consuelo, para escuchar el Evangelio, para hablar con Dios. Se entraba en esos recintos y… bueno, sentías paz. Sí, eso es. Sentías paz, ese tipo de paz que en las legiones no podemos conseguir.
– ¿Y ya no sucede eso? -preguntó Blastus con la incredulidad pintada en el rostro.
– No puedes ni imaginarte cómo están las cosas -respondió Caius apesadumbrado-. Hay locos que afirman que los hombres son buenos por naturaleza. ¡Buenos por naturaleza! ¡Qué estupidez!
– Una estupidez peligrosa además -remachó Betavir-. Cuando los barbari asaltaron nuestras fronteras, en lugar de defenderlas, ah, no, ni hablar, que arrasen todo… cuando los ladrones y los asesinos merodean por los caminos, en lugar de castigarlos, ah, no, lejos de eso, que satisfagan su hambre… No te costará darte cuenta de que la península Itálica es la parte más insegura del imperio en estos momentos. Hay gente que está tan preocupada por no hacer daño a los canallas, que se despreocupa totalmente por los infelices que trabajan y sudan y mantienen en pie todo el edificio del imperio.
Observé que Blastus se llevaba pensativo la mano izquierda a la barba y se la tironeaba con inquietud.
– ¿Estáis seguros de que no exageráis? -preguntó consternado.
– No exageramos lo más mínimo -respondió Caius moviendo la cabeza en un gesto de tristísima resignación-. No recibiremos ayuda de Roma. No llegará jamás porque el imperio se desmorona.
– ¡El imperio no se puede desmoronar! -cortó Blastus dando un puñetazo sobre la mesa con tanta violencia que estuvo a punto de lanzar la oronda pierna del cerdo contra el suelo.
Los dos legionarios guardaron silencio e intercambiaron una mirada que parecía clamar a gritos: «Ya te lo dije».
– Blastus, no tiene ningún sentido engañarse -habló al final Caius-. Por supuesto, podría no ser así, pero…
– … pero la gente no desea ver -terminó la frase Betavir-. Podríamos contener a los barbari. De hecho, lo venimos haciendo desde hace siglos… pero hemos decidido suicidarnos. ¿Sabes, Blastus? Y no es eso todo. Hay mucho más…
– ¿Mucho más? ¿Qué? -interrogó Blastus, presa de una ansiedad apenas controlada.
– En Roma, las mujeres han decidido no tener hijos. ¿Puedes creerlo? Pues es así. No quieren tener niños. Los encuentran molestos…
Me quedé sorprendido al escuchar aquellas palabras del legionario. ¿Era posible que una mujer no deseara tener hijos? ¿Podía llegar a producirse tal eventualidad? ¿Acaso se habían vuelto locas?
– … los niños lloran, los niños estropean la figura, los niños son una molestia para acudir a las diversiones, los niños… cuestan dinero. -dijo Betavir mientras se llevaba las manos a la cintura e imitaba un tono de voz quejoso y femenino-. ¡Cuestan dinero! ¡Pobres criaturas!
– ¿Y las legiones? ¿Y el senado? -preguntó Blastus con una voz poseída por la angustia.
– ¿El senado? -repitió como un eco Caius-. Los senadores sólo piensan en su propia conveniencia. Son cosa del pasado aquellos tiempos en que se percataban de los peligros que acechaban a Roma y se enfrentaban con ellos. Creo que están convencidos de que, suceda lo que suceda, nada les afectará. La verdad es que no se quieren dar cuenta de que serán de los primeros en caer.
– El panorama no es mejor con las legiones -terció su acompañante-. Casi hace un cuarto de siglo que no han obtenido una sola victoria… Creo que el error fue dejar que los barbari pasaran al interior del imperio. Insistían en que eran pacíficos y empezaron asentándose en los campos. Al principio, venían sólo a trabajar la tierra, o, al menos, eso era lo que decían porque cuando quisimos darnos cuenta se habían extendido por las Galias y por Hispania y además lo hacían valiéndose de la espada…
Lentamente, Blastus se dejó caer hacia atrás hasta que su cuerpo quedó apoyado en la fría y húmeda pared. Un pesar negro se había apoderado de su ser y tuve la desconcertante sensación de que, de un momento a otro, podía romper a llorar.
– ¿Entonces estamos solos? -dijo como si gimiera al cabo de unos momentos.
El silencio espeso que siguió a aquella pregunta dolorosamente punzante me pareció una respuesta más que elocuente a la apenada inquietud de mi maestro. El problema era que, o mucho me equivocaba, o no podía ser más afirmativa.
– No debes perder la confianza -dijo finalmente Caius-. Aurelius Ambrosius está actuando magníficamente como Regissimus Britanniarum.
– No podrá ser peor que Vortegirn… -pareció reconocer con amargura mi maestro.
– Nada puede ser peor, eso es verdad -reconoció Caius-, pero es que además está demostrando una capacidad… Créeme que no te exagero al decirte que la situación en Britannia es mucho más segura que en la península Itálica.
– Me temo que eso no es decir mucho… -señaló mi maestro abrumado por la pena.
– Blastus, tú sabes que en la guerra no se trata de pedir más sino de actuar con lo que se tiene. Tenemos legiones todavía, pocas y con escasos veteranos, pero siguen siendo legiones. Todos debemos colaborar en la defensa de Britannia…
– Todos -remachó Betavir.
La raya roja que partía la frente de mi maestro en dos partes casi iguales pareció ahondarse. Frunció el entrecejo cano, se tironeó levemente de la barba y dijo:
– ¿Qué queréis de mí?
Los dos guerreros bajaron la mirada hacia el suelo. Sí, era obvio que mi maestro había dado con la clave. Deseaban algo, pero ¿qué?
– Ni Roma ni Britannia pueden pedir ya nada de ti -comenzó a decir Caius-. Has dado… has dado mucho más de lo que se puede pedir a ningún civis romanus.
– De eso no cabe duda, Blastus -subrayó Betavir- pero ahora necesitamos…
– … necesitamos a tu discípulo.
Apenas pude ahogar un grito de sorpresa absoluta. ¡Yo era la causa de su visita! Pero ¿para qué? ¿Qué interés podía presentar yo?
– No estoy seguro de que esté formado del todo -dijo Blastus con un tono suave y, a la vez, enérgico-. Con el paso del tiempo podrá ser un buen físico, incluso un físico excelente, pero ahora… quizá sea un poco prematuro…
– No se trata de eso, Blastus -le interrumpió Caius-. Ese muchacho… bueno, la fama que tiene es la de poseer un don…
Mi maestro ahogó un respingo.
– De él se dice que es como un nuevo José, un nuevo Daniel… -dijo Betavir.
¿José? ¿Daniel? ¿Qué locura estaba diciendo aquella gente? ¿Qué podía tener yo que ver con el hijo de Jacob que interpretó los sueños del rey de Egipto? ¿O con el joven judío que desveló el porvenir a Nabucodonosor de Babilonia? Yo… yo era un hombre con alguna educación, pero…
– ¿Quién dice eso? -preguntó Blastus y en sus palabras me pareció captar una profunda inquietud.
– Bueno… la gente… -respondió Caius.
– Sí, la gente -corroboró Betavir-. Cuentan cómo averigua la dolencia antes de ver al enfermo…
– Y cómo no hay mal que se escape de sus hábiles manos…
– Y cómo dijo a Vortegirn cuál sería su destino…
El contrito rostro de Blastus fue experimentando una extraña transformación al escuchar aquellas palabras que se sucedían como martillazos sistemáticos sobre la cabeza indefensa de un clavo. Era como si algo extraño y poderoso fuera absorbiendo su fuerza vital y lo secara, paso a paso, de la misma manera que el paso del tiempo priva de su lozanía a una fruta sazonada o a una flor abierta. ¿Sufría? ¿Le dolía? No hubiera sabido decirlo con una certeza total, pero daba la sensación de que algo en su interior se había quebrado y que, al romperse, drenaba sus humores saludables, acercándolo casi al momento de su final.
– ¿Cómo sabéis que todo eso es cierto? -preguntó con una voz que me pareció arrancada a costa de un esfuerzo inaudito de lo más hondo de su ser.
Las cejas de Caius se alzaron en un arco negro y pronunciado. Hubiérase dicho que era la misma encarnación de la sorpresa.
– ¿Acaso no es verdad? -preguntó inquieto.
– Pero si todos…
Blastus no les dejó que sumaran las preguntas. Con un gesto brusco, se volvió hacia mí y dijo:
– Hijo, ha llegado el momento de tu marcha.
Durate, et vosmet rebus servate secundis… Aguantad y reservaos para tiempos favorables, escribió el gran Virgilio. Pocos consejos se me ocurren más dignos de ser seguidos en tiempos de dificultad. Porque en nuestra debilidad -somos los únicos seres que alientan de toda la creación que carecen de garras, de picos o de zarpas- no nos es dado vencer todas las contrariedades y mucho menos hacerlo recurriendo a la fuerza bruta. Sin embargo, esa circunstancia no debería desanimarnos ni sumirnos en la tristeza. Cuando la desgracia o la simple dificultad penetra en nuestra vida y nos vemos incapaces de conjurarla, en momentos así, debemos resistir, aferrarnos con uñas y dientes a nuestro deber y a nuestras convicciones, mantener la cabeza fuera del agua para -cuando la Providencia lo considere adecuado- poder disfrutar de tiempos más favorables. Es cierto que no pocos caen en esa resistencia. No lo es menos que los que resisten garantizan que nada habrá sido en vano. Ni siquiera el haber aguantado contra toda esperanza.