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Estoy convencido de que cuando Blastus se despidió de mí, pensaba que el que había sido su discípulo durante décadas estaba a punto de iniciar una importante carrera al lado de Aurelius Ambrosius, el Regissimus Britanniarum. Ese destino, sin duda relevante, tampoco me hubiera sorprendido y lo mismo hubiera podido decirse de Caius o de Betavir. Sin embargo, mientras mi sufrido caballo cubría la escasa distancia que había entre el lugar donde lo había dejado y el umbral de carcomida madera del castra yo sabía en lo más profundo de mi corazón que mi futuro no iba a estar unido al de Aurelius Ambrosius. A decir verdad, aquel hombre estaba llamado a ser el final. No podía saber exactamente de qué, pero estaba seguro de que significaba la conclusión de algo que ya estaba moribundo desde hacía tiempo, quizá incluso mucho.
Aquel viaje inesperado también había sido el final de toda una etapa de mi vida. Porque me parecía obvio que no podía pensar en regresar al lado de Blastus. Por supuesto, reconocía de todo corazón que había sido mi maestro y que nunca le podría agradecer lo bastante la ciencia que había logrado comunicarme. Sin embargo, se piense lo que se piense, la gratitud no está reñida con la verdad y la verdad era que había llegado el momento de que nuestros caminos se separaran. Así se lo dije cuando nos volvimos a ver al cabo de unos días y así lo comprendió.
A decir verdad, creo que la actitud que manifestó Blastus cuando le comuniqué mi decisión fue la óptima. Ni se empeñó en mantenerme a su lado, ni me habló de los males que me esperaban si me apartaba de su cercanía, ni intentó que mi vida siguiera unida a la suya de la misma manera que la hiedra se aferra al muro oprimiéndolo. No. Todo lo contrario. Sonrió, pronunció una oración breve y sentida, me dio un abrazo vigoroso, me deseó lo mejor y me aseguró que si alguna vez lo necesitaba siempre podría contar con él.
Cuando recuerdo a tantos años de distancia aquella conversación breve que mantuvimos en torno a un bebedizo caliente e indefinido sólo puedo pensar que Blastus se comportó como un buen maestro e incluso como un buen padre. La primera función la había desempeñado como nadie lo hubiera hecho; la segunda la realizó no peor cubriendo así una ausencia que se había cernido sobre mí desde antes de nacer. La mañana -apenas había salido el sol- en que nos despedimos, supe que lo más seguro era que no volviéramos a vernos. Pero si para comenzar una nueva vida bastaba con la decisión de hacerlo; para andarla, se necesitaba más. Y lo que menos esperaba yo es que mi existencia -que Blastus había imaginado pública e incluso gloriosa al lado de Aurelius Ambrosius- se hundiría totalmente en las grises nieblas del anonimato.
Sé que muchos piensan que ciertos destinos deben manifestarse desde muy pronto y que la importancia que los acompaña brilla desde los primeros momentos. No es cierto. Sí es verdad que, ocasionalmente, el futuro permite que se le vislumbre, siquiera en tenues sombras, gracias a algunos episodios menores, pero se trata únicamente de brillos escasos como los que dejan los casi invisibles gusanos de luz al cruzar una noche oscura. Sin embargo, al igual que el veterano sol sólo inicia su ascenso después de las horas prolongadas de la oscuridad nocturna, el resplandor de una vida es precedido siempre por el desconocimiento que los demás tienen de las personas que dejarán huella en sus existencias. A decir verdad, yo debería haber sido más que consciente de esa enseñanza siquiera porque el Libro sagrado está repleto de esas historias. Abraham esperó ochenta años antes de que su esposa Sara quedara encinta y se cumpliera la promesa divina de una descendencia. Moisés estuvo perdido en un desierto árido y desconocido antes de que Dios le llamara para sacar a Su pueblo de la amarga servidumbre a que lo tenían sometido los despiadados egipcios. Isaías esperó décadas antes de que el Señor colocara en sus labios un mensaje destinado a los hijos de Judá. El mismo Salvador no pasó de ser un modesto artesano desconocido por casi todos durante más de tres décadas… Todo eso yo lo sabía, pero no supe verlo durante los años siguientes. En realidad, creo que esperaba que tras unos días, si acaso unas semanas, como máximo unos meses, Aurelius Ambrosius exhalara su último aliento y su providencial sucesor me llamara para que estuviera a su lado. Visto con la distancia del tiempo, casi no puedo creer que fuera tan estúpido. Seguramente, debo atribuir mi error de cálculo a mi inmensa inexperiencia y a mi no tan exagerada juventud. Fue precisamente en esa época cuando decidí aprovechar para visitar a mi madre. No había tenido noticias de ella durante mucho tiempo, aunque no resultaba tan extraño. De entrada, era de conocimiento común que cuando los padres se separaban de los hijos para que éstos entraran al servicio del emperador o de Cristo lo más seguro era que nunca volvieran a verlos. Ocasionalmente, cabía la posibilidad de enviar alguna misiva e incluso algún obsequio modesto, pero estas dos últimas posibilidades habían desaparecido prácticamente en los últimos tiempos a causa de la situación que Britannia vivía. A pesar de todo,.i medida que me iba a acercando a la iglesia del apóstol Pedro mi corazón se caldeaba e iba arrojando una imagen tras otra de un tiempo pasado y feliz. ¿Feliz? No estoy tan seguro de que así hubiera sido. Me constaba que mi infancia había estado envuelta, antes de marchar al lado de Blastus, en privaciones y necesidades. Sin embargo, ahora, con la distancia de los años todo me parecía dulcemente hermoso, como si nunca hubieran existido los cachetes y los pescozones, y mi escudilla hubiera rebosado todos los días sin una sola excepción. Quizá al ir en busca de mi madre, lo que verdaderamente perseguía era refugiarme en las tierras doradas de la infancia que muchos recordamos como una era feliz aunque, con seguridad, fuera muy diferente.
Debo decir que ni encontré a mi madre ni tampoco arribé a esa tierra pasada. Tanto la una como la otra habían sido borradas del mundo real por el despiadado tiempo. Cuando un campesino -que resultó ser un antiguo compañerito de juegos- me habló de la muerte de mi madre, una muerte tranquila, serena, sin molestar a nadie, no pude evitar romper a llorar. Es cierto que procuré hacerlo con decoro. No antes de darle las gracias y de apartarme a un lugar solitario donde nadie pudiera ver cómo se me caían las lágrimas. Lloré y mientras lo hacía me pregunté si alguna vez le había dicho que la quería o si había escuchado palabras semejantes por parte de ella. Ahora sé que, en realidad, en esos momentos lloraba por mí y no por ella. Lloré por todo lo que hubiera deseado decirle y no pude; por todo lo que hubiera deseado hacer con ella y no pude; por todo lo que hubiera deseado compartir con ella y no pude. Cuando me alejé de aquellos lugares en los que habían transcurrido los tiempos de la infancia, era consciente de que nunca se puede retornar a los campos en que vivimos ni a las casas en que habitamos. Aunque lo parezcan, distan mucho, muchísimo, de ser los mismos.
Comencé a recorrer pueblos y aldeas llevando la curación a niños a punto de morir, ayudando a las mujeres a bien parir y suministrando alivio a los moribundos que no podían ser sanados por mis remedios. Supongo que entonces esperaba encontrarme con la gratitud y el afecto de la gente, y que un día, un día cercano, pudiera salir de aquellas tareas presumiendo del bien que había hecho a los demás justo antes de encaminarme por el camino, limpio, claro y rectilíneo, que la Providencia había trazado sólo para mí. No fue eso lo que hallé porque el mundo era muy diferente a como yo había podido imaginarlo y vivirlo en los años anteriores.
De repente, descubrí que poco -en algunos casos verdaderamente nada- quedaba ya de la presencia de Roma en Britannia. Ocasionalmente, por supuesto, podía cruzarme con algún legionario o con un monje con el que intercambiaba unas frases en latín, pero eso era todo lo que restaba de una permanencia de casi medio milenio. Era como si la presencia creciente de los barbari hubiera ido desplazando la rica herencia de Roma de la misma manera que un terrible tumor va expulsando la vida de un cuerpo hasta causarle la muerte. En ocasiones, había sentido pena al pensar que, seguramente, no me encontraría a Virgilio en el cielo, pero entonces me percaté de que donde, con toda seguridad, no lo hallaría sería en los campos desolados de Britannia.
Y no se trataba únicamente de que todos aquellos siglos de cultura floreciente hubieran desaparecido sin dejar apenas rastro. No. Era algo mucho peor. Igual que Jesús señaló que aquel que se ve liberado de los demonios, si no se vuelve a Dios, es poseído por siete espíritus inmundos aún peores, el vacío dejado por Roma se había visto colmado por la negrura más profunda. Durante aquellos meses pude ver con mis ojos cómo, en no pocos lugares, la llegada de los barbari había sido seguida por la quema de cruces, por la destrucción de las iglesias o su transformación en molinos o establos y por la ridiculización de los que adoraban al único Dios. Orgullosos del éxito que les proporcionaba la fuerza bruta, se reían a mandíbula batiente de una divinidad que se había convertido en hombre no para ayuntarse con mujeres o sembrar la destrucción con sus invencibles armas, sino para dejar que sus enemigos le dieran muerte de una manera vergonzosa y humillante. Los britanni, amedrentados y desconcertados, terminaban por someterse o huían a los bosques. Los que optaban por la primera posibilidad intentaban mantener los escasos rescoldos de su fe en secreto y comunicarlos a los hijos, pero no era extraño que los descubrieran y que incluso fueran delatados por sus propios familiares. Cuando eso sucedía, los barbari los clavaban a los árboles en un cruel remedo del último suplicio de Jesús, los arrojaban con un peso atado a los pies a lo más hondo de los pantanos en un nuevo y letal bautismo, o los quemaban vivos mientras les preguntaban a gritos si el infierno sería peor. Por lo que se refiere a los que se escondían… no, su destino no era mucho mejor. Acosados como fieras, perseguidos en ocasiones con perros de caza, siempre hambrientos y no pocas veces enfermos, lloraban preguntándose si el Señor los había abandonado. Rehuyendo el encuentro con los barbari, solía yo viajar por en medio de selvas y tuve oportunidad de conocer por aquel entonces a algunos de esos grupos. Puedo dar fe de que, en no pocos casos, no se trataba de santos. La miseria y el miedo, la desgracia y el hambre, la enfermedad y la muerte los habían reducido a menudo a círculos cerrados en los que parecían manifestarse con especial encono la envidia y la soberbia. Sé de necios que sólo deseaban mandar sobre aquellos pequeños rebaños antes que ayudarlos o también de muchachas que no pudieron más y abandonaron alguno de aquellos grupos escuálidos para convertirse en pobres rameras al servicio de algún mísero prostíbulo de aldea. Pero no puedo condenar a ninguno de ellos. ¿Cómo no sentir soberbia cuando se ha conseguido salvar a unas docenas de personas de la caballería de los barbari? ¿Cómo no experimentar envidia cuando los hijos lloran de hambre y el prójimo puede dar a los suyos un miserable mendrugo de pan? ¿Cómo guardar la castidad cuando se ha visto la muerte de los seres queridos porque su organismo se ha negado a dejarse alimentar por raíces del bosque?
Viéndolos tendría que haberme considerado muy afortunado porque mi ciencia me permitía viajar libremente e incluso los barbari si no aprecio, al menos, me manifestaban la suficiente tolerancia como para no rebanarme el cuello o desollarme a las afueras de una aldea. Tampoco puede decirse que pasara hambre en aquellos tiempos. Quizá sufrí escasez, quizá esa penuria fuera angustiosa ocasionalmente, pero ni una vez recuerdo haber ido a dormir con las tripas vacías.
Sí es cierto que tuve que escapar apresuradamente en más de una ocasión por temor a que llegaran energúmenos peores que sus congéneres que buscaran si no mi vida, sí, como mínimo, golpearme o lisiarme, pero ¡qué poco era todo aquello en esa época! Sobre todo, qué escaso valor le proporcionaba yo, empeñado como estaba en esperar un llamamiento del Regissimus. Sin duda, ésa es una de las claves para entender cuál es una de las verdaderas raíces de la infelicidad humana, el no apreciar aquello de que disponemos simplemente porque nuestro corazón y nuestros ojos están ligados a un futuro que imaginamos feliz, pero que sólo existe en nuestras necias ansias.
Sí, en aquellos tiempos, descubrí que los paganos eran mucho más poderosos de lo que yo hubiera podido imaginar, que no pocos cristianos se volvían hacia repugnantes ídolos de piedra y madera cuando creían que Dios no escuchaba sus oraciones y que incluso los que permanecían en la fe verdadera distaban no pocas veces de ser un ejemplo de existencia vivida de acuerdo con las enseñanzas de los Evangelios. Quizá aquella cercanía cotidiana y angustiosa con el horror paralizante que nace de la barbarie explica que no me sorprendiera la más terrible noticia que sacudió nunca a todo el orbe. La escuché una mañana de verano cuando iba de camino hacia un cerro perdido en medio de un bosque umbroso donde crecía el prodigioso muérdago. En los últimos tiempos, había tenido que atender varias lesiones graves y mis indispensables reservas de narcóticos se habían terminado antes de lo esperado. Por supuesto, Hubiera podido tratar a la gente que requería mi ayuda sin calmar su dolor, pero si además podía brindarles ese servicio ¿por qué no hacerlo?
Llevaba ya buena parte del trayecto cubierto cuando, a unos doscientos pasos de una aldea -sí, a esas alturas los barbari no habían tardado en robarme el caballo y me veía obligado a viajar a pie- descargó una tempestad cegadora. Si se hubiera tratado de una simple lluvia, de una tormenta veraniega, no hubiera entrado en un poblado que desconocía, pero con lo que empezó a caer y sin poder distinguir nada a media docena de pasos decidí que era mejor atravesar ese trance que arriesgarme a que un rayo me fulminara o el agua me empapara hasta el punto de causarme la muerte. Totalmente calado, llegué a la altura de las primeras casuchas. No me extrañó que no hubiera nadie en el exterior. Era lo normal teniendo en cuenta que el cielo invisible parecía decidido a desaguarse por completo. Corrí hasta la primera de las cabañas y entonces llegó hasta mis oídos una barahúnda indescriptible. Hubiera sido más sensato llamar a la puerta y buscar cobijo de la tempestad, pero la curiosidad pudo más que la prudencia y me dirigí hacia el lugar de donde procedía aquella algarabía.
Habría dado treinta o cuarenta pasos cuando me pareció distinguir con más claridad los sonidos. Se trataba… sí, era una mezcla de llantos y de risas… de carcajadas y de gemidos… un escalofrío, más debido al temor que a la lluvia, me recorrió el cuerpo. La experiencia me decía que aquella terrible mezcla generalmente se asentaba sobre una combinación de verdugos y de víctimas, cumpliendo con el primer cometido los barbari y padeciendo el segundo, los britanni. Me dije que si ésa era la situación, más valía que pusiera tierra de por medio… pero no lo hice. Sabía que cuando los barbari terminaban de divertirse, quedaban siempre heridas inimaginables, huesos rotos, quemaduras espantosas y todo tipo de lesiones. En otras palabras, que entonces era cuando yo resultaba más necesario. Pero ¿dónde ocultarme hasta que llegara ese momento?
Aún me lo estaba preguntando cuando contemplé la figura enjuta y canosa de un anciano. Caminaba como un beodo indecente y, por un instante, temí que lo hubieran golpeado. Sin embargo, nada indicaba que tuviera heridas. De repente, el hombre se detuvo, alzó de forma inesperada los brazos al cielo y comenzó a llorar. Su llanto sobrepasaba las fronteras de lo normal. No lo digo por el dolor terrible que parecía provocarlo, sino por la manera espantosa en que se manifestaba. Era como si todo su cuerpo estuviera invadido por un demonio que le hubiera inyectado un incomparable pesar y lo paralizara e inmovilizara en espasmos sucesivos. Desplomado de hinojos sobre el embarrado suelo de la mísera aldea, lo mismo se quedaba inmóvil que se convulsionaba lanzando alaridos más similares a los de una bestia herida que a los que salen de bocas humanas. Dios santo, ¿qué espectáculo infernal podía haber visto aquel anciano para estar tan abrumado por la desgracia? Aún me estaba formulando esa pregunta y otras similares, cuando el desdichado, apenas un pegote de dolor derrumbado sobre el fango, levantó los ojos hacia las nubes y con el rostro distorsionado en una horrible mueca gritó:
– ¡Roma ha caído!
Quis cladem illius noctis, quis funera fando, explicet aut possit lacrimis aequare labores?… Siempre me ha sobrecogido que cuando Virgilio quiso describir en la Eneida la terrible desgracia que significó la destrucción de Troya, recurriera a formular una pregunta: ¿Quién sería capaz de explicar con palabras la carnicería de aquella noche, quién sería capaz de explicar con palabras las muertes, quién sería capaz de igualar nuestras desgracias con lágrimas? Sí, no se equivocaba. Al fin y a la postre, nadie es capaz de narrar de manera cabal la desgracia y no sólo aquella que es gigantesca y afecta a millares de personas, sino también la más reducida, la personal, la individual. ¿Cómo poder describir el impacto de la muerte de un hijo, de la pérdida de un padre, de las dentelladas de la enfermedad? Y, a fin de cuentas, dramas como ésos se repiten cada día debajo del sol… pero lo que se refiere a los reinos e imperios… cada generación conoce desgracias distintas y la que viene a continuación ignora cómo comportarse de la manera más adecuada y, sobre todo, ya no sabe qué significó Media y Persia, Babilonia y Asiria, Grecia… y Roma. Sí, también la Roma que, entre otros, dio al mundo a mi admirado Virgilio.