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Como toda Britannia sabe, Artorius obtuvo una clamorosa victoria sobre los barbari que venían de Hibernia y, como yo esperaba, sucedió a Aurelius Ambrosius de acuerdo con las disposiciones de su última voluntad. No encontró oposición alguna porque resulta difícil enfrentarse con un hombre que acaba de obtener un triunfo extraordinario, porque el Regissimus lo había adoptado y establecido que le sucediera y porque yo, un físico del que se narraban las más increíbles historias, había dado fe de su voluntad.
«La espada del Regissimus estaba hundida en una piedra y el físico le ha mostrado a Artorius cómo sacarla…», llegó a comentar alguno de los soldados no demasiado entusiasmado con la sucesión.
La verdad es que había algo de verdad en lo que decía, pero me consta que con el paso del tiempo esa frase ha dado lugar a las leyendas más absurdas sobre Artorius arrancando una espada de una roca gracias a mi magia prodigiosa y a mis consejos. Creo que la facilidad exagerada con que la gente presta oídos a las consejas más absurdas es uno de los comportamientos más tristes que me ha sido dado observar y el hecho de que esas leyendas afirmen prodigios de mí no me las convierte en más gratas. Más bien todo lo contrario. Soy más consciente de la falsedad absoluta que las nutre y de la estúpida credulidad que las recibe. Para ser sinceros, la realidad fue algo diferente.
Recuerdo con nitidez el primer momento en que volví a ver a Artorius. Nada más percibir su silueta, fuerte y maciza, parpadeé para verificar que era quien yo pensaba, pero no necesité asegurarme. Fue él quien me dijo:
– Soy Artorius y me dicen que tú eres el físico que tiene el testamento del Regissimus.
Sin decir una sola palabra, me llevé la mano al pecho y le tendí el escrito. Lejos de dejar de manifiesto la menor premura, desenrolló el texto con calma y, cuando se percató de la incómoda falta de luz, se acercó a una de las ventanas. No tardó demasiado en descifrarlo, de lo que deduje que poseía una cierta formación.
– ¿Esto es lo que dijo el Regissimus? -me preguntó a la vez que me devolvía el documento.
Cualquier otra persona se hubiera sentido ofendida ante unas palabras como aquéllas, pero yo no tenía tiempo para ese tipo de sentimientos, no pocas veces inútiles. Le miré procurando no exteriorizar lo que me pasaba por el corazón y respondí:
– Yo mismo tomé nota de todo lo consignado. Todo, absolutamente todo, son palabras del difunto.
Artorius frunció los labios y se acarició el mentón con suavidad. Fue así como pude percatarme de que su equipo castrense no se hallaba en la mejor situación.
– ¿Por qué -comenzó a preguntar- crees que dejó establecido que el Regissimus… el que venga después que yo si es que los soldados aceptan que yo sea el nuevo, tenga que descender de la familia de Aurelius Ambrosius?
Tenía respuesta a aquella pregunta. Cuestión distinta era que estuviera dispuesto a dársela a Artorius.
– Domine -dije-. Creo que las razones son lo de menos. El testamento tiene dos condiciones resolutivas y si cualquiera
de ellas no es obedecida, no podrás ser Regissimus. Creo que eso es lo que importa.
Artorius pareció dudar por un instante. Incluso entornó los ojos oscuros como si así pudiera ver lo que albergaba en el interior de mi corazón. Sin embargo, Dios no le había otorgado ese don maravilloso y, al comprobar que mi silencio persistía, desistió de sus intenciones.
– Sí -dijo al fin-. Tienes razón. Aparte de la razón, ¿tienes caballo?
– No -respondí.
– Temo que no puedo proporcionarte ninguno -señaló torciendo el gesto pesaroso de lo que deduje que, verdaderamente, lamentaba que tuviera que ir a pie-. En cualquier caso, desearía contar con tus servicios… Un físico…
– … siempre es útil para un ejército en guerra -concluí su frase.
– Sí… sí… -aceptó con una sonrisa de satisfacción ante mi respuesta-. Bueno, no perdamos más tiempo. Mis hombres esperan.
No había dejado de llover, el camino se había convertido en un ancho canal de barro fluido y me costaba mantener la marcha al mismo ritmo que los caballos. Aun así, no me sentí mal mientras nos dirigíamos al castra. Todo lo contrario. Cuanto más lo pensaba, más me parecía que Artorius era una elección excelente, tan excelente que nunca se me hubiera podido ocurrir por mí mismo. Por supuesto, no era un hombre especialmente profundo ni cultivado, pero sí daba la impresión de ser valeroso. Al mismo tiempo y a juzgar por la manera en que lo miraban sus hombres -no pocos de los cuales tenían el cuerpo surcado de cicatrices, cortes o heridas- daba la sensación de que faltaba poco para que lo veneraran. Me decía que por la manera en que emitía órdenes, en que cabalgaba o en que echaba mano de las armas en algunos momentos, sólo podía pensar que era alguien decidido a combatir si resultaba necesario. Esa circunstancia me parecía especialmente relevante ya que de nada hubiera servido un jefe más elocuente o más erudito si luego le hubieran faltado las cualidades esenciales en una guerra, el deseo de vencer y el valor para convertir ese anhelo en realidad.
A todo aquello se unía algo más que hacía que me sintiera animado a pesar del frío, de la lluvia y del barro. Mientras escribía el testamento de Aurelius Ambrosius había comprendido que tras dejar Avalon y, sobre todo, a Vivian, aquel don del que me había hablado Blastus años atrás había vuelto a manifestarse en mí. Era bien cierto que, aunque yo había salido de su isla, Vivian no había salido de mi corazón. Tampoco podía negar que no pocas veces a lo largo del día, sin ninguna razón aparente, las imágenes de sus ojos, de sus manos, de sus labios o de sus senos me sabían desde lo más profundo del corazón provocándome un efecto invenciblemente turbador. Sentía entonces como un dolor repentino provocado por la fuerte convicción de que no volvería a escuchar su voz musical o de que nunca me tropezaría con su figura excepcional al abrir los ojos por la mañana. Sin embargo, ahora, al reflexionar en el hecho de que había regresado al lagar concreto que Dios había dispuesto para mí, quizá desde antes de mi nacimiento, experimentaba un consuelo suave similar al que se siente cuando se recibe el dulce beso del bálsamo sobre una herida que arde.
En este tipo de pensamientos me hallaba inmerso cuando vislumbré a lo lejos los muros del castra. No es el que aquella imagen fuera la más adecuada para despertar entusiasmo algano, pero, como mínimo, allí contaríamos con un fuego ante el que secarnos y quizá con algo de comida caliente. La manera en que los soldados empapados y exhaustos comenzaron a hablar por lo bajo, casi al unísono, y los caballos a piafar me convenció de que no sólo yo albergaba esas sensaciones con respecto al castra.
Los libros que nos han llegado de la antigua Roma relatan que en su guerra contra Pompeyo el gran julio César se vio sometido a las privaciones más extremas. Sus soldados llegaron incluso a cocinar un repugnante pan de raíces por la sencilla razón de que no contaban con trigo ni con nada que lejanamente se le pareciera. Sin embargo, aquella circunstancia no los desanimó. Todo lo contrario. Se valieron de aquella miseria forzosa para gritar a sus enemigos que eran mejores que ellos. Debo decir si he de ser sincero que los soldados de Artorius no llegaban a la altura de los de julio César. Tampoco su alimento. No pasaba de ser un potaje blanquecino, viscoso y humeante que -quise suponer- estaba cocinado con agua y algunos cereales. Sin embargo, estaba caliente y puedo asegurar que se lo comieron con verdadera fruición.
Estaba intentando reprimir el asco que me provocaba aquel comistrajo indefinido cuando Artorius se me acercó sujetando su escudilla con la mano izquierda.
– Físico, he de hablar contigo -dijo mientras se metía la cachara de madera en la boca y masticaba con lo que parecía notable satisfacción.
– Domine -respondí- ¿adónde quieres que vayamos?
– ¿Vayamos? -dijo Artorius a la vez que elevaba las cejas sorprendido por mis palabras-. Oh, aquí se está bien.
Y subrayó las últimas palabras apuntando con la cachara de madera a un trozo del suelo que parecía menos empapado que el resto del castra. Sólo deposité las posaderas en tierra cuando vi que Artorius lo hacía e insistía con un gesto en que lo acompañara.
– He escuchado machas cosas sobre ti, físico -me dijo
Artorius a la vez que se llenaba otra vez la boca de aquel comistrajo verdaderamente inmundo que, de buena gana, yo hubiera cambiado por un pedazo de pan bien cocido-. Cualquiera sabe lo que hay de cierto en ellas, pero sí tengo interés por saber lo que piensas de nuestra situación.
Más que pensar, lo que me gastaría es conocerla, estuve a punto de responderle. Pero no lo hice. Algo más poderoso que yo me mantuvo en silencio.
– Como ya sabrás venimos de combatir a los hombres de Hibernia… -comenzó a decir mientras seguía llenándose la boca de aquel potaje-. Es verdad que los hemos vencido. No fue fácil, pero los derrotamos. Y, sin embargo… bueno, físico, no sé cómo decírtelo… yo sé lo que puedo hacer y lo que no puedo y todo esto…
Deposité mi escudilla en el suelo y miré a Artorius como indicándole que lo escuchaba, que podía decirme todo lo que considerara pertinente, que estaba allí precisamente para que abriera totalmente su corazón.
– Físico -prosiguió mientras terminaba con su ración-. Yo sólo soy un miles, un eques, para ser exactos. No nací en una gran ciudad sino en Dumnonia. Cuando tenía sólo quince años entré en el ejército romano. Un año antes de que el imperio desapareciera por la acción de los barbari fui ascendido a jefe de caballería por Catavia, el magister militum de una de nuestras bases. No debía hacerlo mal porque al cabo de tres años me nombraron dux de uno de los castra. Era un enclave pequeño, ¿sabes?, no gran cosa, pero tenía cierta importancia para poder defendernos de los barbari. Cumplí con mi deber adecuadamente. Sé que es así porque un día Aurelius Ambrosius, el Regissimus, me convocó ante su presencia. Yo no tenía ni idea de lo que podía querer de mí, pero, obedecí, claro está y, para sorpresa mía, me nombró procurator rei publicae…
Procurator rei publicae. Se trataba de un cargo sólo a medias militar. Por supuesto, implicaba tener soldados sometidos a las órdenes de uno, pero también significaba ejercer funciones casi civiles. Por lo menos, administrativas ya que su misión principal era la de realizar requisas destinadas a las legiones.
– … lo hice lo mejor que pude, físico -dijo Artorius mientras depositaba la escudilla totalmente vacía en el suelo sucio y húmedo- pero yo soy un simple eques. Tenía que conseguir forraje y comida y ropas… Me vi obligado a entrar en algunos de los pocos monasterios que quedaban en pie…
¡Monasterios! ¿Artorius se había atrevido a realizar requisas en monasterios? La verdad es que no sabía si interpretar todo aquello como una muestra de torpeza, de falta de escrúpulos o de maldad.
– Pero tú eres cristiano… -dije.
– Sí -sonó débil la voz de Artorius- lo soy, pero mis órdenes eran terminantes. Se trataba de evitar que los hombres que combatían murieran de hambre… ¿Ves? Era lo que deseaba decirte… Combatiendo soy eficaz, pero en otras cosas…
– ¿Se quejaron los monjes? -pregunté-. ¿Te castigaron?
– Sí… no… bueno, quiero decir que sí, los monjes protestaron. Alegaban que no se respetaba nada de lo que había dispuesto hacía más de siglo y medio el emperador Constantino y luego habían confirmado otros césares. Creo que… bueno, seguramente, tenían razón, pero ¿qué podía yo hacer? Aurelius Ambrosius los escuchó y decidió que no debía seguir desempeñando las funciones de procurator reí publicae.
– Así que te apartó del mando… -sugerí intentando facilitarle que continuara un relato que le resultaba oneroso proseguir.
– No -respondió Artorius mientras estiraba la palma de la mano para comprobar si llovía-. Sólo dejé de ser procurator. Pero me nombró magister militum.
– O sea que te ascendió -concluí.
El rostro de Artorius quedó iluminado por una sonrisa amplia y alegre semejante a la del niño que ha descubierto que su compañero de entretenimientos ha entendido la jugada y, a pesar de todo, no le importa.
– Sí -reconoció-. La verdad es que Aurelius Ambrosius estaba muy enfermo ya. No podía ni siquiera sostenerse sobre la silla de montar, pero sabía que la noticia de su muerte hubiera sido terrible. Decidió encerrarse en su casamata y esperar a que la enfermedad terminara de consumirlo. En otro momento, aquello hubiera sido una desgracia, pero quizá no hubiera tenido mayores consecuencias. Lo malo es que coincidió con nuevos ataques de los barbari…
La sonrisa se borró de la cara de Artorius al pronunciar las últimas palabras.
– No menos de doce veces chocamos con los barbari, físico -prosiguió narrando- y en todas las ocasiones salimos victoriosos. Pero ¡a qué precio! Los barbari arrasaban los campos cuando llegaban por codicia y cuando se retiraban por venganza. Luego… luego tampoco se podían sembrar porque no había quedado simiente o porque los campesinos habían muerto o porque las tierras eran abandonadas ante el temor de que los barbari regresaran. Durante estos años hemos sido como una barquilla que, en medio del mar, sobrevive a una tormenta tras otra, cada vez más maltrecha y siempre con la duda de si no será la última vez. Y eso por lo que se refiere a los campesinos, que por lo que respecta a las legiones… mira en derredor de ti. En su mayoría, los milites son jovencitos o viejos. Apenas hay hombres jóvenes o incluso maduros, y ¿sabes por qué? Porque en su inmensa mayoría han muerto…
Las palabras de Artorius confirmaron mis peores impresiones. Se mirara como se mirase, estábamos apurando los últimos restos de la copa, una copa que, en otro tiempo, estuvo rebosante.
– ¿Cómo fue el encuentro con los barbari de Hibernia? -pregunté.
La mirada de Artorius se nubló y sus labios se contrajeron como si se viera aquejado de un dolor agudo en las entrañas que deseaba evitar a toda costa.
– Terrible, físico, terrible -dijo-. Los vencimos, por supuesto. Y no me cabe la menor duda de que si hubieran logrado desembarcar con todas sus fuerzas hubieran anegado lo poco que queda de la cruz y de Roma en esta isla, pero…
Se pasó la mano por la barba como si le acometiera un repentino picor.
– Bueno, físico -prosiguió- las pérdidas fueron horrorosas. Al principio, intentamos contenerlos simplemente. Nuestro objetivo era actuar como un bastión frente a los invasores. Pensaba yo que podríamos causarles tantas bajas que se verían obligados a reembarcar, pero… pero me equivoqué. Me equivoqué terriblemente. Al final, físico, no me quedó más remedio que lanzar a mis hombres una y otra vez sobre aquellas fieras que aullaban y gritaban como si procedieran del mismísimo infierno. Los estragos que les ocasionamos fueron espantosos, lo sé, y, gracias a Dios, volvieron a subir en sus naves y se marcharon de nuestras playas, pero… no te puedo ocultar la verdad. Si en esos momentos hubiéramos sido objeto de un nuevo ataque, por poco enérgico que hubiera resultado, apenas habríamos conseguido resistir unas horas.
Un silencio espeso descendió sobre nosotros, el mismo silencio que reina tras el horrible fragor de la pelea en los campos de batalla o tras los responsos pronunciados en los camposantos. Sin embargo, aquella triste quietud no duró mucho.
– ¿Qué táctica empleaste para el combate? -pregunté.
Las cejas de Artorius se elevaron, para descender inmediatamente frunciendo sus ojos.
– ¿Sabes algo del arte militar? -indagó sorprendido.
– Algo… -respondí sin querer entrar en detalles.
Artorius se rascó la oreja. Luego sacó la daga que colgaba de su cinturón y trazó una raya en el suelo.
– Esto es… -comenzó a decir y durante un buen rato comenzó a explicarme la manera en que sus hombres combatían.
Debo reconocer que me sentí profundamente decepcionado. Artorius era, sin lugar a dudas, valiente y, de momento, había obtenido resultados importantes, pero o yo me equivocaba mucho o dejaba mucho que desear. Sus movimientos descansaban fundamentalmente en la acción de los infantes y, ya sólo por eso, eran insoportablemente lentos. Quizá en otra época y ante otros adversarios, hubiera podido contar con obtener el éxito, pero, o mucho me equivocaba o si Artorius no cambiaba su manera de combatir a los barbari, más tarde o más temprano, estaríamos perdidos.
– Así es, más o menos, como nos enfrentamos con los barbari… -concluyó con una sonrisa que me pareció un tanto displicente- y ahora, si me lo permites…
No. No estaba dispuesto a permitir nada. Antes de que pudiera siquiera guardar la daga le dije:
– Artorius, ¿sabes la diferencia entre un clibanarius y un cataphractarius?
Por la manera en que me miró llegué a la conclusión de que al Regissimus le quedaba mucho que aprender.
O passi graviora, dabit deus his quoque finem… Mi admirado Virgilio lo dijo de una manera difícilmente superable. Cuando nos enfrentamos con nuevas dificultades, no debemos dejarnos amilanar sino que tenemos que pensar que hemos soportado peores males y Dios también pondrá fin a éstos. Algunos conciben la vida como si fuera una semana. Hay que trabajar los primeros días, pero luego, de manera casi inesperada, llegará un momento en que todo sea paz y sosiego. Reconozco que esa manera de pensar es tentadora. También es muy engañosa. Lleva a creer que podemos controlar el final de nuestras vidas. Por supuesto, cuando la realidad nos muestra lo equivocado de nuestro punto de vista la amargura y la frustración se apoderan de nosotros. Y es que, a fin de cuentas, nada, absolutamente nada, garantiza que los problemas acabarán y todo, absolutamente todo indica que nunca será así. A pesar de todo, no deberíamos caer en la ansiedad o la desesperación al descubrir tan desagradable circunstancia. La verdad, por amarga que resulte, siempre es mucho mejor que la mentira por muy dulce que sea su apariencia. Por añadidura, existe un Dios amoroso que, una y otra vez, nos va librando de las peores tribulaciones y que no dejará de hacerlo con las futuras.