171449.fb2 Artorius - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

Artorius - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

V

Al cabo de casi dos años, lo que era una promesa esperanzada fue cuajando en una innegable realidad. La paz, el orden y la prosperidad que había conseguido crear Artorius resultaban tan evidentes que tengo la impresión de que llegamos a pensar que resultaban algo natural y que durarían para siempre. Por eso, cuando aquel eques penetró en el salón espacioso donde se reunían los jefes de caballería de Artorius en torno a una mesa la impresión que produjo resultó indescriptible.

– Domine -dijo apenas sin aliento-. Los barbari… los barbari han cruzado el limes de Britannia…

Dado que los barbari violaban nuestras fronteras con frecuencia bien es verdad que con escaso resultado, al escuchar aquellas palabras, temí que nos encontráramos con algo mucho más grave, es decir, con una invasión en toda regla.

– ¿A qué te refieres, miles? -preguntó Caius.

– Es un ejército… -respondió boqueando el soldado y luego añadió:

– El mayor que hemos visto nunca.

Mientras los jefes de los equites comenzaban a discutir acaloradamente, intenté hacerme una idea de lo que se nos venía encima. Todos los hombres de los castra fronterizos pertenecían al grupo de los veteranos de Artorius. En otras palabras, aquel mensajero no era un muchacho bisoño e inexperto. Por el contrario, había participado en la lucha contra la gran invasión procedente de Hibernia y sabía de lo que hablaba. La nueva amenaza debía ser verdaderamente grave.

– ¿De qué tipo de tropas se trata? -indagué mientras los jefes de caballería seguían parloteando sin sacar nada en limpio de aquella información.

– Infantes -respondió el soldado-. Miles de infantes. Quién sabe si decenas de miles.

Eché un vistazo a Artorius. Al igual que sucedía con sus jefes, tenía el rostro ensombrecido por la inquietud, pero no daba la sensación de haber perdido la cabeza. Captó inmediatamente lo que acababa de preguntar y se dirigió al soldado:

– ¿Viste fuerzas de caballería? -indagó.

– Algunas, domine, pero escasas -respondió el soldado-. Creo que se trata sobre todo de exploradores y de enlaces.

– ¿Qué opinas, físico? -me dijo Artorius.

Me sentí incómodo al escuchar aquella pregunta. Por mucha que fuera mi cercanía al Regissimus, a nadie se le ocultaba que yo no era ni un eques ni un simple miles. Cualquiera de sus jefes, con toda la razón, por otra parte, hubiera podido sentirse más que ofendido por el hecho de que, en lugar de consultarlos a ellos, se dirigiera a mí. Pero además existía un segundo motivo para que no me agradara aquel comportamiento de Artorius. A pesar de su innegable experiencia y de que formaba parte de las legiones desde que tenía quince años, el Regissimus era mucho más joven que buena parte de sus jefes. Hasta ahora su popularidad era indiscutible siquiera porque los había conducido siempre a la victoria, pero no se podía estar seguro de cómo podrían reaccionar si resultaban derrotados. De darse tal eventualidad, Artorius podría pasar de ser un caudillo indiscutido a un vencido cuestionado por sus subordinados. Llegados a ese punto habría más de uno que recordaría que no los había consultado a ellos sino a un físico. Todas esas reflexiones se me agolparon como impulsadas por un impetuoso torrente.

Pero, pensara lo que pensase, mi obligación ahora era responder al Regissimus.

– Opino -respondí- que tus jefes están deseando saltar a la silla y salir al encuentro de los invasores.

Artorius reprimió una sonrisa. No era especialmente sutil, pero captó a la perfección lo que deseaba decirle, que no podía pasar por alto a sus jefes -al menos, no en público- y que cuanto antes debía ponerse en camino, para enfrentarse con los barbari.

– Sí -respondió-. No me cabe la menor duda de que están ansiosos por trabar batalla. ¡Vamos! ¡Los caballos nos esperan!

No nos esperaban, por supuesto, pero tampoco se resistieron a ser ensillados a toda prisa y a avanzar por las calzadas, reparadas en los últimos tiempos, hacia el lugar concreto por donde los barbari habían penetrado en Britannia.

– Demostraste una enorme habilidad -me dijo ya de camino Artorius mientras colocaba su montura al lado de la leía-. Y ahora que estamos apartados de los equites, ¿querrás decirme qué vamos a hacer?

Sentí la tentación de burlarme un poco de él y señalarle que no era más que un físico, pero la rechacé. A fin de cuentas, la situación era lo suficientemente grave como para no dejar lugar a las bromas.

– Da la sensación de que se trata del mayor ejército que hayamos podido ver jamás… -comencé a decir.

– Esa parte ya la conozco -me interrumpió Artorius-. Te estaría muy reconocido si me hicieras gracia de ella.

Respiré hondo. No cabía duda de que Artorius tenía las ideas bastante claras y no estaba para discursos preliminares.

– La única oportunidad que tenemos es llegar antes y golpear por separado a los distintos grupos antes de que consigan concentrarse. En ese caso… -contesté.

– En ese caso, tengo una idea aproximada de lo que hay que hacer -me cortó Artorius-. Supón que llegamos tarde y que ya se han reagrupado, que tienen toda su fuerza reunida en un solo haz dispuesto a descargarse sobre nosotros y a aniquilarnos de un golpe.

Estuve a punto de decirle que en una eventualidad de ese tipo, lo mejor que podríamos hacer sería elevar nuestras plegarias al Todopoderoso y disponernos a morir vendiendo cara nuestra libertad. Me contuve. En aquel momento, debíamos pensar en la victoria y no en la mejor forma de enfrentarnos a la muerte.

– Si ése es el caso -comencé a decir- y, efectivamente, no puede descartarse semejante posibilidad, nuestra única salida es utilizar la caballería para que penetre en sus filas de la misma manera que un cuchillo caliente se introduce en la mantequilla.

Guardé silencio y di un par de palmadas en el pescuezo a mi montura. Daba la sensación de que entendía la conversación y se ponía nerviosa. Ni el caballo se lo podía permitir, ni yo estaba dispuesto a tolerárselo.

– Por supuesto -reanudé mi respuesta-. No tenemos ninguna garantía de que saldrá bien, pero creo que es la única opción que se nos presenta. De no actuar así no tendremos más futuro que el de ver cómo nuestros hombres son diezmados en un combate tras otro con los barbari.

Artorius no dijo nada. Se limitó a tirar suavemente de las riendas para desviarse a la derecha y cuando su montura se separaba de la mía musitó un afectuoso «Nos veremos en el campo de batalla, físico».

Cabalgamos durante el resto del día y sólo la negrura más absoluta nos impidió continuar el viaje a lo largo de las horas nocturnas. Algunos se sintieron incómodos por aquel tiempo en que nos vimos obligados a mantenernos quietos, pero creo que, en realidad, fue una suerte. Si hubiéramos seguido forzando los caballos, habrían reventado al día siguiente y además la infantería no hubiera conseguido darnos alcance. De esa manera, pudieron descansar algo antes de que los dedos rosados del Alba nos invitaran a ponernos de nuevo en camino.

Hubiéramos deseado encontrarnos con alguien que nos informara del avance de los barbari, pero no tuvimos esa fortuna. A decir verdad, cuanto más avanzábamos más nos poseía la sensación de que no debía quedar vida alguna entre ellos y nosotros. Casi con absoluta seguridad, los invasores debían haberse adentrado en nuestro territorio y haber atrapado a nuestros hombres, bien escasos dicho sea de paso, por la espalda. A esas alturas, o ya no contarían con la posibilidad de cruzar las líneas enemigas para llegar hasta nosotros o serían esclavos. Y eso si es que no habían perdido ya la vida.

Cabalgamos todavía durante una jornada más antes de saber algo de los barbari. Habíamos recogido el castra y debíamos de llevar no más de una hora de camino cuando uno de los exploradores llegó a galope tendido hasta nuestra columna.

– ¡Están a unos dos mil pasos! -gritaba mientras espoleaba su caballo en busca de Artorius-. ¡Están a unos dos mil pasos!

No estaban a dos mil pasos. A decir verdad, ni siquiera creo que se encontraran a mil quinientos. Y lo que era peor, sabían dónde estábamos y avanzaban formados ya en orden de batalla. Sí, en orden de batalla, porque aquellos barbari no eran salvajes ignorantes que se lanzaran de manera desordenada pensando tan sólo en avasallar al adversario con su abrumadora superioridad numérica. Todo lo contrario. Sus fuerzas formaban una cuña que me recordó, salvando las distancias, a la falange creada por Filipo de Macedonia y perfeccionada por su hijo, el gran Alejandro. Aquella punta de hierro debía desventrar cualquier fuerza de infantería que se le opusiera, a la vez que rechazar todos los posibles ataques. Contemplé con verdadero pesar que aquel triple muro de metal era más impresionante que el nuestro y que sus escudos largos y bruñidos incluso le proporcionaban un aspecto no por salvaje menos majestuoso. Sí, intentarían que nos desangráramos chocando contra ellos y luego cargarían sobre nosotros, cuando ya estuviéramos exhaustos, para terminar de aniquilarnos.

– ¡Caius! -escuché que gritaba la voz revestida de autoridad de Artorius-. ¡Que ninguno de los hombres se mueva hasta que lo ordene! ¡Que nadie dé ni un solo paso!

Sin dejar de observar las maniobras enemigas, el Regissimus se colocó a mi lado.

– No crees que avancen, ¿verdad? -me dijo en voz tan baja que casi resultaba inaudible.

– ¿Lo harías tú, domine? -respondí.

Una sonrisa rápida iluminó por un instante el rostro del Regissimus. No, por supuesto que si él hubiera estado en el lugar de los barbari, no habría sacrificado a sus hombres en una sucesión de cargas pudiendo desgastar antes al adversario.

– Me temo que tendrán que esperar durante todo el día -comentó Artorius-. Sólo nos enfrentaremos con ellos en condiciones favorables para nosotros.

A continuación se llevó las manos a la boca como si fueran una bocina y gritó:

– ¡Caius, primer paso!

Nada mas dar Artorius la orden, Caius se apresuró a cumplirla. Con una notable rapidez, la columna de infantería se transformó en una fila continuada mientras que la caballería pasaba a retaguardia. No contábamos con efectivos suficientes como para reproducir la formación de una legión romana, pero, al menos, estábamos dispuestos a imitar en lo más posible su dispositivo de defensa. En tan sólo unos instantes, se había constituido una línea de cuatro en fondo que se cubría con los escudos en algo que debía recordar lejanamente a la antigua testudo. Apenas habían adquirido aquella forma los soldados cuando en nuestra pared de metal se abrió una serie de boquetes por los que salieron algunos de nuestros hombres. A decir verdad, no podía decirse que nuestras fuerzas contaran con uniformes, pero aquéllos iban vestidos de manera aún mas extraña. Ataviados con colores vistosos, se colocaron delante de la pared de metal y empezaron a gritar a los barbari. Viéndolos contorsionarse y moverse como animales borrachos, llegué a la conclusión de que si aquellas acciones de provocación no sacaban a las fuerzas enemigas de su inmovilidad, nada lo haría. Pero una cosa era lo que yo pensaba y otra muy diferente lo que pasara por el corazón de los barbari. A decir verdad, no tardó en quedar de manifiesto que nuestra añagaza no estaba dando resultados. Los invasores se mantenían impertérritos a la espera de que nosotros les embistiéramos. Y así, en contra de lo que hubiéramos deseado, permanecieron inmóviles mientras el sol se elevaba en el horizonte. Entonces decidí que había que actuar de otra manera.

El Libro Santo relata que cuando Josué, siguiendo las órdenes expresas de Dios, se dirigía a conquistar la ciudad de Jericó, se encontró con el jefe de los ejércitos angelicales. Turbado por aquella inesperada aparición, Josué le preguntó: «¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?». Pero el ser angelical se limitó a decir: «No, pero en mi calidad de jefe de los ejércitos del Señor me encuentro aquí». No. No. ¡No! Ésa fue la respuesta del ángel.

La guerra es uno de los fenómenos más terribles con que se enfrentan los hijos de Adán. Bien es verdad que, a diferencia de la vejez, la enfermedad y la muerte, no son pocos los que se ven libres de su flagelo. No todas las guerras son iguales, desde luego. Las desencadenadas por los barbari son siempre injustas ya que sólo pretenden aniquilar la civilización para sustituirla por su abominable barbarie. Defenderse de semejantes agresores que, primero, entraron por nuestros limes y, después, una vez dentro, decidieron arrebatarnos nuestras vidas y haciendas, me parece no sólo justo sino indispensable. Indispensable a menos que estemos dispuestos a considerar justo que degüellen a los inocentes y que arrasen todo lo que de hermoso y noble se ha levantado alguna vez. Sin embargo, ninguna de esas circunstancias priva a la guerra de su horror. Por eso, seguramente, el caudillo de los ángeles no está con nosotros ni con nuestros enemigos y sólo puede decir no y señalar que está presente. Presente dando testimonio de que Dios no aparta los ojos del dolor de los hombres.