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Roma nunca regresó a su antiguo esplendor. Me han contado que su obispo se esfuerza por mantener la herencia de esa ciudad convertida en un islote en medio de un océano de barbarie. Ignoro los resultados que está teniendo en su empeño y, sobre todo, el coste que representa y representará tanto si alcanza su meta como si no lo consigue. En cualquier caso, lo cierto es que, poco a poco, todos fueron llegando a la conclusión de que lo desaparecido y muerto, nunca volvería a resucitar y a hacer acto de presencia. De hecho, los barbari comenzaron incluso a crear reinos cosiendo los retazos desgarrados de la antigua Roma. Supe así que los francos se habían apoderado de las Galias, que los visigodos -los más cultivados de los barbari- regían Hispania y que los ostrogodos se habían aposentado en buena parte de Italia. En los restos, pujantes pero restos a fin de cuentas, del antaño altivo imperio romano se habían ido formando reinos regidos precisamente por los que tanto habían contribuido a aniquilarlo. Vistas así las cosas, quizá no deba sorprender tanto que Artorius prestara oídos a los que le pedían que se proclamara Rex. A fin de cuentas, y a diferencia de los barbari, el Regissimus no era un invasor. Incluso había intentado por más tiempo que nadie evitar que se desplomaran los dañados muros de un edificio derruido. Durante años había ejercido las funciones del Regissimus Britanniarum, había aplicado el ius romanum e incluso se había valido, con alguna modificación, de legiones que eran, esencialmente, romanas. Ahora había decidido ser única y exclusivamente britannus y además serlo como imperator, a semejanza de aquellos caudillos que siglos atrás habían derrotado: Julio César, Claudio y Adriano.
No estaba yo dispuesto a respaldar semejante idea y cuando Artorius anunció -con gran aplauso de todos, no lo olvidemos- que sería coronado imperator en Luguvalium yo adopté la firme resolución de no asistir. Me consta que mi decisión ocasionó al Regissimus un profundo pesar. Sé que fue así porque me envió a Caius y a Betavir, compungidos y, sobre todo, decididos a convencerme de que tenía que asistir a la ceremonia si no por convicción, al menos por sentido del deber o, siquiera, por amistad. Se esforzaron y cumplieron bien con sus órdenes, pero no lograron persuadirme.
Apenas un par de semanas después, solicité de Artorius -al que no me dirigí como imperator- el permiso para marchar al norte y dedicarme allí a proporcionar una educación a algunos jóvenes. Tardó algún tiempo en responder, aunque he de señalar en honor de la verdad que no me vi obligado a reiterarle mi súplica. Un par de legionarios apareció un día ante mi morada para entregarme un permiso del imperator -¡valiente majadería!- y una suma de dinero que, generosamente, me otorgaba para mi futura labor.
Por unos instantes, dudé si debía aceptar o no aquellos fondos. Tentado estuve de rechazarlos pensando que, quizá, Artorius me acusaba indirectamente de marcharme de lo que ahora era su corte tan sólo porque no me había colmado de regalos como a otros de sus antiguos conocidos. Sin embargo, rechacé aquella interpretación porque no me parecía que Artorius pudiera alcanzar un nivel de sutileza semejante. Por otro lado, aunque sólo fuera para conseguir trasladar algunos libros y habilitar algún modesto edificio necesitaba aquel dinero. Así, que rogué al mensajero que comunicara a Artorius -así, Artorius, a secas sin el título de imperator- mi más sincera gratitud y me guardé la bolsa. Creo que hice bien.
Poner en funcionamiento aquel studium me absorbió más de lo que hubiera podido pensar. También me proporcionó una alegría que vino a perfeccionar, suave y firmemente, la paz que ya disfrutaba. Viendo cómo aquellas mentes juveniles se esforzaban por entender el mundo y, partiendo de la filosofía, por vivir recta y justamente en él, me distrajo de cualquier cuita. Estoy convencido de que pocas ocupaciones son más necesarias que las de magister. A él le está encomendado el transmitir el saber, es cierto, pero, sobre todo, el necesario arte de enseñar a pensar de tal manera que nadie pueda engañar a los discípulos.
Durante varios años, no muchos y demasiado veloces, fui tranquilamente feliz sin ocuparme del nuevo regnum de Britannia ni acordarme de su ungido imperator. Ocasionalmente, me llegaban noticias sobre la manera en que, al parecer, andaba yo recorriendo los lugares más insólitos del mundo a la vez que realizaba los más increíbles prodigios. Incluso me enteré de que circulaba la historia sugestiva de que estaba viviendo un amor ardiente, aunque pecaminoso, con una mujer que me había entregado su lozana juventud a cambio de que la iniciara en los arcanos tremendos de mi sabiduría oculta. Por supuesto, nada de aquello era verdad, pero no tenía especial interés en desmentirlo y aunque hubiera acometido esa tarea seguramente nadie me hubiera creído. Con seguridad, hubieran atribuido a la modestia o al sigilo mi deseo de negar los relatos que difundían mil bocas crédulas y escuchaban miríadas de oídos ávidos de cosas nuevas.
Fue precisamente esa falta de confianza en lo que contaba el pueblo llano en mercados, caminos e iglesias lo que me llevó a rechazar las noticias de que Artorius tenía intención de divorciarse de Leonor de Gwent. Al parecer, el ahora imperator se había enterado de que su esposa, una carga verdadera y agobian te, mantenía relaciones adulterinas con uno de sus caballeros y había decidido cortar por lo sano. Por supuesto, hubiera podido ejecutarla -decía la gente bajando la voz- pero era un varón piadoso que no deseaba mancharse las manos con la sangre impura de su cónyuge indigna y había preferido repudiarla.
– No es una buena mujer… -me aseveró un mercader de Londinium que había venido hasta mi studium para rogarme que admitiera a su hijo como discípulo-. Fíjese, domine, que incluso evitaba dar hijos al imperator. Difícilmente, se puede ser más perversa y además, entre nosotros, ¿en qué le ayudaba? Porque la principal función de una esposa es ayudar a su marido…
Yo mismo me había formulado idéntica pregunta durante años y tenía que reconocer que no había dado con respuesta alguna. Sin embargo, no estaba dispuesto a comentar nada con aquel personajillo murmurador y codicioso.
– En nada, en nada, en nada -se respondió de manera triple el mercader-. Artorius no ha recibido nada de esa mujer. Bueno, quizá su virginidad en el momento de la boda aunque eso nunca se sabe… ¡y además sólo tiene utilidad una vez!
Me pareció que el tema estaba llegando a un terreno no sólo delicado, sino incluso pespunteado por el mal gusto y decidí desviar la conversación haciendo referencia a los costes que debería abonar el chismoso comerciante por la educación de su hijo. Se trató de una maniobra eficaz porque, inmerso en un ruin regateo, el hombre de Londinium se olvidó de la vida de Artorius y de Leonor. Lo mismo me sucedió a mí, aunque no por mucho tiempo.
Una tarde, después de la colación, me encontraba conversando con un par de discípulos sobre algunos aspectos del gobierno de los hombres. No se trataba de una clase formal. Más bien era una de tantas charlas mantenidas tan sólo con algunos de los muchachos más espabilados para comprobar hasta dónde podían dar de sí. Reconozco con algo de pesar que en ese momento mis alumnos no estaban precisamente brillando por la altura de sus razonamientos. Ambos jóvenes insistían en alabar el arte de gobernar como vía para cubrirse de gloria y no parecían captar mis enseñanzas insistentes sobre la necesidad de concebir el gobierno como una forma de servicio.
– Pasáis por alto -les estaba diciendo- las palabras irónicas del Salvador en el Evangelio de Lucas, «los que oprimen a las naciones les dicen que las sirven, pero no debe ser así entre vosotros sino que el que desee ser el mayor ha de ser verdaderamente un siervo».
El argumento resultaba ciertamente sólido, pero mis dos oyentes estaban más cerca del ambicioso Alejandro, el hijo de Filipo el macedonio, que del manso Jesús. Le daba vueltas en la cabeza a la posibilidad de hacerles comprender algo tan importante cuando distinguí, corriendo como un poseso, a Marcus. Era un muchacho no muy avispado, lo reconozco, pero al que había admitido en el studium por su fuerza de voluntad. Podía costarle enormemente ver la diferencia existente entre la declinación de dies-diei y la de cónsul-consulis, pero no era menos cierto que para encontrarla podía pasarse en vela toda una noche. Ahora le distinguía surcando el pradecillo que separaba el studium del claro en que nos encontrábamos.
– Por ahí viene el tonto de Marcus… -comenzó a decir con una mezcla de burla y desprecio uno de mis discípulos, pero la mirada que le lancé bastó para que bajara los ojos, avergonzado y guardara silencio.
– Domine, domine… -dijo jadeando cuando se encontraba a un par de docenas de pasos de mí-. Equi… equites…
Reconozco que la noticia me sorprendió ¿Qué podían desear unos equites en mi studium?
– Podéis retiraron -señalé a mis discípulos mientras emprendía el camino de regreso.
»¿Cuántos son? -pregunté a Marcus mientras intentaba aminorar la velocidad de la marcha para evitar que se desplomara agotado.
– Dos -me respondió el muchacho intentando con todas sus fuerzas no quedarse sin resuello.
Dos. Quizá se trataba de una simple patrulla a la busca de algún huido. Claro que también podían ser los portadores de un mensaje, pero ¿cuál?
Lo distinguí con enorme nitidez. Era Caius y parecía como si los años no hubieran pasado por él, como si todavía nos encontráramos en la época en que yo aún era un joven que apenas entraba en la madurez y él, un legionario gallardo y curtido. Su acompañante, que estaba de espaldas acariciando el pescuezo de su caballo, no era, en esta ocasión, Betavir. De hecho, aunque fuerte resultaba menos alto.
– ¡Viejo lobo! -grité alzando los brazos-. ¿Qué trae al terreno sagrado de la sabiduría a alguien tan bruto como tú?
Al escuchar mis palabras, el compañero de Caius se volvió. Llevaba el mismo uniforme de piezas gastadas y desiguales que mi antiguo conocido. Ni siquiera su capa era mejor. Ni su yelmo, un yelmo grande que le tapaba casi por completo el rostro. Con la seguridad que proporciona el haber repetido un gesto miles de veces, se llevó las dos manos a aquella indispensable pieza de metal y tiró de ella hacia arriba para quitársela. Lo conocí al instante e incluso me reproché no haber sospechado la identidad oculta por aquel yelmo, porque quien me sonreía, burlón, alegre y juvenil, como antaño lo había hecho tantas veces no era otro que Artorius, el ahora imperator de Britannia.
Continuo has leges aeternaque foedera certis imposuit natura locis… Ocasionalmente, Dios permite que algunos seres perversos se encaramen hasta la cima del gobierno. Generalmente, tan inicuos individuos creen que tienen el poder o, por lo menos, la legitimidad del mismo Dios. Entonces actúan como si las estructuras de la creación pudieran modificarse a su antojo. Deciden ir contra la estabilidad del reino, socavan sus instituciones más importantes, sueñan con cambiar todo de la misma manera que se vuelve del revés una prenda. Estoy convencido de que si estuviera en sus manos obligarían a los ríos a discurrir en dirección opuesta al mar, cambiarían de sexo a los seres humanos, convertirían a los simios en hermanos de los hombres e incluso aniquilarían la familia.
Por supuesto, sé de sobra que semejantes posibilidades no se corresponden con ejemplos históricos porque nadie ha sido tan soberbio ni tan inicuo como para comportarse así. Sin embargo, estoy convencido de que, si contaran con esa posibilidad, lo harían. En todos y cada uno de los casos, estos gobernantes indignos olvidan algo tan elemental como lo que dejó escrito el admirable Virgilio al referirse a unas normas eternas de la Naturaleza que son anteriores a cualquier ley humana. En la medida, en que los reyes y senados se apegan a esas leyes eternas cuyo origen se encuentra en Dios actúan con justicia, equidad y sabiduría. Sin embargo, cuando las desprecian e intentan sustituirlas con sus propios criterios lo único que consiguen es labrarse su desgracia. Lo terrible es que no pocas veces antes de consumar la propia provocan la de sus pueblos.