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IV

Mientras veía cómo se alejaban Artorius y Caius, experimenté una extraña sensación de pesar y, a la vez, de amor. De pesar porque en lo más profundo de mi corazón sabía que nada podría evitar el desastre si el antaño Regissimus no desandaba sus caminos; y de amor porque aquel pecado, que podía ser terrible en sus consecuencias, no me llevaba a dejar de sentir afecto por alguien que tanto había hecho por Britannia; que tanto había bregado por reconstruirla, ciertamente, y que tanto podía contribuir para aniquilarla en el mejor momento que había vivido en más de un siglo.

Durante las semanas siguientes, intenté concentrarme lo más posible en mi tarea docente, pero, seguramente a causa de lo que había advertido en Artorius, insistí de manera especial en la forja del carácter por encima de otras consideraciones. Debo reconocerlo. Por primera vez, me di cuenta de que estaba a punto de bordear el fracaso más estrepitoso incluso con mis discípulos. Quizá no les faltaba razón, pero lo cierto es que no entendían, por ejemplo, que no hubiera calefacción en las aulas o que los llevara a pasear bajo el viento más gélido mientras les enseñaba. No actuaba así por deseo de ahorrar leña o por mi gusto, ni tampoco porque con aquel frío recordara más fácilmente épocas de mi infancia más tranquilas y, sobre todo, más dichosas. No. En realidad actuaba así movido, sobre todo, por un deseo de ayudarlos a vivir.

Por supuesto, en ocasiones se mostraban tan animados como en la época anterior a la inesperada visita de Artorius. Sucedía, por ejemplo, cuando destripaba un animal ante sus ojos para explicar cómo circulaban los humores por su cuerpo o cuando les enseñaba las diferentes clases de cañas (ah, Blastus, Blastus, ¿qué había sido de ti? ¿Seguías ocupado en reedificar iglesias?) o cuando disertaba sobre las plantas más diversas dotadas de virtudes curativas inimaginables.

A pesar de todo, las cosas no comenzaron a empeorar de manera intolerable hasta el momento en que se enteraron de que me había opuesto a los propósitos de Artorius. En parte, la culpa fue mía porque ni siquiera consideré que pudiera producirse tal eventualidad. ¿Cómo iba a saber nadie lo que habíamos hablado el antiguo Regissimus y yo? Tenía que haber previsto la respuesta más lógica y natural: por un comerciante de Londinium especialmente lengüilargo.

Llegó un domingo con la decisión inquebrantable de llevarse a su hijo. Nunca me he caracterizado por sentir apego hacia nada y debo reconocer que la posibilidad de perder a aquel discípulo no me ocasionó pesar alguno. A decir verdad, hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que si tenía algún tipo de cualidad debía ser la de enredar y vender como su padre, de manera que incluso sentí como si me descargaran un peso de encima. Pero, lamentablemente, la situación no concluyó ahí. Aquel asno especializado en comerciar con todo lo que se le ponía al alcance se permitió la insolencia de afearme la conducta.

– No creo que seas un mago -me espetó apuntándome con el índice-. Si lo fueras, respaldarías a nuestro imperator Artorius o, de lo contrario, lo habrías fulminado. No has hecho ni una cosa ni otra, luego sólo puedes ser un farsante.

Era cierto, ni era un mago ni me había comportado de ninguna de las dos maneras que señalaba, pero la conclusión a la que llegaba aquel hombre era, como mínimo, defectuosa. Por lo menos, si se examinaba desde una perspectiva lógica. Al parecer, ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que simplemente fuera una persona honrada o un simple cobarde. No. Sólo podía ser un embustero.

– ¿No temes que te convierta en perro? -le dije en voz baja, pero remachando cada sílaba de la pregunta como si mi lengua fuera un martillo que hundiera los clavos hasta la cabeza.

El comerciante de Londinium palideció como un muerto al escuchar mis palabras. Sí, no cabía duda de que lo había impresionado.

– No… no te atreverás… -balbució aterrado-. Los equites del imperator…

– ¿Crees que los equites podrían devolverte tu forma humana? -le corté secamente.

No debía creerlo, porque lanzó un alarido animal en medio del cual pude distinguir borrosamente el nombre de su hijo. A continuación, echó a correr hacia el carromato de pesadas ruedas que lo había trasladado hasta nuestro studium. Se volvió un par de veces seguramente para comprobar si le seguía, pero lo cierto es que no tenía la menor intención de hacerlo y me limité a ver cómo se alejaba.

El hijo de aquel personaje desagradable y murmurador fue el primero, pero no el último de los discípulos que perdí. De alguna manera siniestra cuyos términos exactos se me escapaban, alguien había difundido el rumor de que me oponía al hombre de la paz, al imperator que había salvado a Britannia, a Artorius. Así, habían ido llegando a la conclusión de que lo más digno -o simplemente, lo más sensato- era distanciarse lo más posible de mi presencia.

El postrero en abandonarme fue un muchachito menudo y tristón llamado Titius. Se trataba del hijo ilegítimo de un clérigo, al que los no resueltos sentimientos de culpa de su padre y la constancia inquebrantable de su madre habían lanzado a aquel lugar perdido, casi oculto, del nuevo reino de Britannia. Seguramente, su cercanía les resultaba incómoda. Lo verían como recordatorio vivo de un pecado que las gentes consideraban especialmente bochornoso. Pero más desagradable aún debía parecerles la perspectiva de que lo relacionaran con un ser indeseable como, al parecer, era yo. ¿Cuántas frases había llegado a intercambiar con aquel mozalbete en los meses anteriores? Seguramente, le había dirigido varias órdenes e incluso le había ampliado algunas explicaciones, pero él no debió de responderme más allá de algunos monosílabos aislados. Cuando se despidió de mí, no fue más elocuente con las palabras. Agachó la cabeza, como si la vergüenza del acto de sus padres recayera totalmente sobre su cerviz, y se dirigió hacia el camino que lo conduciría hacia cualquier sitio menos a los cuidados normales que se reciben en el seno de una familia.

En el caso de la mayoría de mis discípulos no había consentido en contemplar su marcha. Por el contrario, en los momentos en que estaban abandonando el studium me había esforzado aún más por centrarme en lo que enseñaba y por atraer hacia mí la atención de los alumnos que aún no se habían sumado a la desbandada. Pero Titius era el último y, como si deseara disfrutar del postrer instante dedicado a la enseñanza, me obligué a observar cada paso, doloroso paso, de su marcha.

Lo esperaba a la vera del camino un criado de aspecto clerical que sujetaba las bridas de una mula rojiza y cabeceante. Titius estaba a punto de alcanzarlo cuando, de repente, volvió la mirada hacia mí. Por un instante, se detuvo en esa incómoda postura que le obligaba a posar el mentón casi sobre el hombro. Luego, de la manera más inesperada, lanzó su zurrón contra el suelo, como si deseara deshacerlo con el golpe, y echó a correr hacia mí. Aún no me había percatado del todo de lo que sucedía cuando sentí contra mi cuerpo el impacto de aquellos brazos infantiles que estuvieron a punto de precipitarme contra el suelo.

-Non volo ire, magister! Non volo ire, magister![31] -me dijo mientras se abrazaba a mí y cubría mi pecho de unas lágrimas abundantes y calientes como una cosecha sazonada de ciruelas maduras.

Un calor olvidado emergió entonces de mi corazón y se me enroscó de manera súbita en la garganta para irradiar su fuerza incontenible en dirección a mis ojos. Pero logré contenerme. Hacía mucho tiempo que no lloraba y no estaba dispuesto en ese momento a que me sucediera.

– Debes hacerlo -le respondí con la mayor serenidad de que fui capaz-. Debes obedecer a tus padres.

– Pero no quiero…

Llevé la mano hasta el mentón de Titius y lo levanté suavemente para que su mirada se encontrara con la mía. Aquel muchacho jamás me había llamado la atención, nunca había merecido mi predilección y en ningún momento había sido objeto de los instantes cuidadosamente escogidos que prodigaba a los mejores. ¡Qué estúpido e injusto había sido! Sin duda, lo que aquel niño albergaba en su corazón merecía más que en ningún caso que le hiciera objeto de aquella preferencia.

– Escúchame, Titius -comencé a decirle lentamente porque temía que si no hablaba muy despacio las lágrimas acabaran interrumpiendo mis frases-. En esta vida no hacemos lo que queremos, sino lo que debemos. Porque el mérito no está en hacer lo que nos agrada sino en hacer lo que debemos hacer tanto si nos agrada como si no. Non voluptas, sed voluntas. [32]

Realicé una pausa suave para aquietar la agitación dolorosa que se había apoderado por completo de mi pecho.

– Ahora tienes que irte -le dije mientras sujetaba con firmeza una barbilla que ansiaba rebelarse a mi orden-. Lo harás no porque te guste, sino porque es tu obligación. Y…

Callé y tragué saliva.

– Y algún día, si ahora te comportas como debes, tú también podrás enseñar a otro la manera en que ha de conducir su vida.

Solté la cara de Titius y le sonreí.

– Y ahora vete en paz -dije-. En la paz que el Salvador da a los que le obedecen.

-Gratias ago, magister[33] -musitó Titius apartándose de mí. »Merito te amo[34] -me gritó cuando se hallaba a unos pasos apenas de su mula.

»Gratiam habeo maximam![35] -aún dijo a voces cuando su montura había iniciado el camino hacia un lugar desconocido del futuro.

Le vi convertirse en una diminuta figurilla parda y luego en un punto difuso y, finalmente, desaparecer. Y entonces, como si se tratara de algo creciente e incontenible, el sollozo que desde hacía semanas había conseguido reprimir subió desde mi vientre hasta los ojos y los desbordó. Fue sólo un instante porque respiré hondo y porque, de la misma manera que hubiera espantado a un bichejo inmundo, me enjugué las lágrimas con ambas manos en un gesto seco.

Siempre había sentido una sensación agradablemente especial al penetrar en la parte del studium donde vivía. Los libros acumulados en estantes que rebosaban o incluso apilados en el suelo me infundían una calma serena que podía compararse con muy pocas cosas. Ahora, sin embargo, tras despedir a Titius tan sólo experimenté una asfixiante y fría soledad. Era como si el mundo se hubiera helado y, lejos de proporcionarme disfrute aquella temperatura baja que tanto hubiera agradado a Blastus, sintiera que mi sangre perdía su calidez como un anticipo de la muerte. Por un momento, el vértigo saltó sobre mi cerviz y tuve que aferrarme a la jamba para no desplomarme.

Parpadeé para no perder el conocimiento e intenté encaminarme hacia mi lecho. Seguramente, todo volvería a lo normal si me tendía un rato a descansar. Estaba a punto de llegar a mi revuelto aposento cuando noté un aroma… ¿cómo podría definirlo? Sin duda, era especial. Súbitamente inquieto me dije que no podía ser, que resultaba inverosímil, que mi imaginación me engañaba. Pero, en lo más hondo de mi corazón, sabía que se trataba de una indiscutible realidad.

Vivian. Estaba igual de bella que como yo la recordaba. Bueno, quizá bajo los ojos, hermosamente verdes, se percibían ahora unas bolsas ligeramente pronunciadas; quizá su rostro era menos firme, quizá había ganado algo de peso… quizá. Pero, a pesar de todo, seguía siendo excepcionalmente hermosa. Al contemplarla, sentí cómo la sangre, aquella sangre que había temido que se coagulara en mis venas, se caldeaba en mi interior. Y entonces, sin desearlo, pero sin poder impedirlo, me vi arrastrado hacia atrás en el tiempo. Reviví, como si hubiera bebido un mágico licor dotado de una prodigiosa virtud, docenas de imágenes que me llevaban hasta unas horas tejidas de caricias inefables y de un deseo, satisfecho una y otra vez, pero nunca colmado del todo.

– He venido a buscarte, Merlín -me dijo con los labios abiertos en aquella sonrisa que tan bien conocía.

Me sentí defraudado al escuchar cómo había cambiado mi nombre por aquel absurdo mote.

– ¿Fuiste tú la que inventó esa costumbre de identificarme con un pez? -indagué.

– No te queda tiempo -ocultó la respuesta.

– ¿Para qué, Vivian? -le dije-. Ahora que me he quedado con el studium vacío temo que el tiempo es algo de lo que voy a disponer en abundancia.

– Te pones imposible cuando te empeñas en no entender -comentó con un amago suave de irritación-. Sabes de sobra a lo que me estoy refiriendo. Artorius no podrá sobrevivir.

Sentí una enorme ansiedad al escuchar aquellas palabras. Pero ¿hasta qué punto podía estar seguro de que Vivian no me mentía? ¿Se debía su anuncio al ejercicio de sus ilícitos poderes mánticos o tan sólo pretendía enredarme con un bien urdido engaño?

– ¿Qué tiene que ver que Artorius no sobreviva con el hecho de que me vaya contigo?

– ¡Oh, vamos! -protestó Vivian-. ¿Por qué no aceptas las cosas como son? Has fracasado. Has perdido el tiempo. A decir verdad, todo lo que has intentado se ha venido abajo. ¿Roma? Desapareció entre las llamas hace años. ¿Artorius? Ha decidido, no es tan tonto como tú, ser un imperator. ¿Tus discípulos? El más agradecido, o el menos ingrato, según se mire, es el más estúpido.

Hizo una pausa y dio unos pasos hacia mí, los suficientes como para que sintiera un deseo doloroso de tenerla entre mis brazos.

– Reflexiona en el tiempo que has perdido -dijo con un tono de voz embriagadoramente suave-. Ése ya no tiene remedio, por supuesto. Pero piensa en lo que aún te queda de esta vida. Son tus últimos años y podrían resultar los más hermosos, los más dulces, los más cálidos…

– No iré contigo, Vivian -la interrumpí.

Los ojos de aquella mujer, bella como ninguna que yo hubiera conocido o soñado jamás, relampaguearon por un instante.

– ¿Estás seguro? -me preguntó con una voz tan neutra que hubiera podido brotar de una piedra o de un árbol.

– Jamás lo estuve tanto -mentí.

La imagen de Vivian se desvaneció de la misma manera que la nocturna neblina suave cuando el sol ardiente se va elevando en el firmamento. Su aroma, sin embargo, permanecería hasta bien adentrado el día siguiente.

Non ignara mali miseris succurrere disco… Al conocer la desgracia, sé cómo socorrer a los desdichados, afirmaba uno de los personajes de la Eneida. Se equivocaba. El conocimiento de la desgracia no nos abre el camino para saber cómo remediarla. Puede convertirnos en resentidos o en piadosos, pero no nos proporciona de por sí el conocimiento de la cura. ¿Quién sabe incluso si el padecimiento no cegará su entendimiento para entender cuáles son las causas del dolor y cuáles las mejores maneras de abordarlo? En ese sentido, el apóstol de los gentiles acertaba al decir que podemos consolar a los demás si antes hemos sido objeto de consuelo. Eso sí es cierto. Cuando uno ha sufrido y ha comprobado en su alma cómo se puede librar de ese sufrimiento y lo que proporciona una vía de salida, tiene alguna posibilidad de ayudar a otros. Siquiera puede dar testimonio de su propia experiencia no de haber sufrido, sino de haberse visto libre.


  1. <a l:href="#_ftnref31">[31]</a> No quiero marcharme, maestro.

  2. <a l:href="#_ftnref32">[32]</a> No ha de prevalecer el deseo, sino la voluntad.

  3. <a l:href="#_ftnref33">[33]</a> Te doy las gracias, maestro.

  4. <a l:href="#_ftnref33">[34]</a> Muchísimas gracias.

  5. <a l:href="#_ftnref35">[35]</a> Te estoy muy agradecido.