171449.fb2 Artorius - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 37

Artorius - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 37

VIII

– Merlín… -susurró con un hilo de voz-. ¿Podría ella curarme?

No entendí lo que Artorius me preguntaba y pensé, profundamente apenado, que había empezado a delirar. Mojé nuevamente el paño que tenía en la mano y lo deposité sobre su frente pálida. Procurando que no lo advirtiera, eché un vistazo a su costado izquierdo. La hemorragia apenas había cesado, pero no me cabía duda de que sus órganos internos -¿cuántos? ¿cuáles?- estaban dañados, quizá de manera irreparable. ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto la espalda a Medrautus? ¿Por qué no se había dado cuenta de que intentaría matarlo a traición? ¿Por qué había pensado que le agradecería el haberle perdonado la vida? Habían bastado apenas unos instantes para que aquel jovenzuelo de cejas de forma extraña se pusiera en pie, echara mano de su espada y se la clavara a Artorius aprovechando que estaba de espaldas hablando conmigo. Había sabido dónde asestar el golpe. En un costado. En el lugar donde la armadura era incompleta y sus mallas podían ser atravesadas por un arma bien utilizada.

¿De qué valía ahora que Betavir, con la rapidez del rayo, se hubiera precipitado sobre Medrautus rebanándole el cuello? ¿Qué utilidad presentaba que, de manera inmediata, Caius, derramando lágrimas de rabia, hubiera decapitado a aquel traidor valiéndose de la primera espada que logró arrebatar a un miles? ¿De qué servía que los equites que habían impuesto la ley y el orden a lo largo y a lo ancho de Britannia hubieran descuartizado aquel cuerpo, para quemarlo y dispersar sus cenizas al viento negándole un entierro digno? De nada. Ni siquiera de un consuelo pasajero porque todos sabíamos que la herida que había ocasionado Medrautus a Artorius era mortal.

Apresuradamente, los hombres lo llevaron a su tienda con la esperanza de que Merlín, el que podía volar por encima de las crestas montañosas convertido en raro halcón, el que podía nadar en la profundidad de los ríos transformado en extraño pez, el que podía realizar prodigios sin cuento que arrancaban de sus arcanos conocimientos, lo curara. Pero yo sabía -sin asomo alguno de duda- que no disponía de poder para mantener el alma en el interior de aquel cuerpo herido. Lo único que estaba en mi mano era quedarme a su lado e intentar que sus últimos momentos transcurrieran en paz. Y ahora, Artorius, el antiguo Regissimus que había decidido proclamarse imperator, había comenzado a pronunciar palabras cuya coherencia no conseguía descubrir.

– Merlín… Merlín… -insistió-. Ella… ella… Vivian… ¿podría curarme?

Hacía tiempo que me subía a la memoria la mujer que, muchos años atrás, había trastornado mi vida, pero, de repente, al escuchar ahora su nombre un océano violento de sensaciones incontrolables se desató en mi interior. Me vi así sometido a una sucesión vertiginosa de imágenes en las que aparecían sus labios y su risa, sus caricias y sus enfados, sus senos y sus manos. Cerré los ojos intentado conjurar una incontrolable sensación de mareo que había empezado a apoderarse de mí. Sólo la súplica, ahora insistente, de Artorius me obligó a salir de la protección que me brindaban mis párpados.

– Merlín… -proseguía trabajosamente-. Me… me han contado cosas tremendas de esa mujer…

Hizo una pausa y percibí que una sombra de pesar se agazapaba tras sus pupilas oscuras.

– Fue entonces cuando ordené que descubrieran lo que había sido tu…

»… vida -dijo en tono de sincera disculpa-. Debes… debes perdonarme por eso, Merlín.

– Olvídalo -respondí oprimiéndole la mano-. No tiene importancia.

– Por… por supuesto que la tiene… -insistió con una voz que salía a golpes irregulares de voz- tú… tú eres el mejor amigo que he tenido nunca…

Al escuchar aquellas palabras, sentí un nudo en la garganta. Sí, quizá ésa era la clave para entender lo que había sucedido durante todos aquellos años. Artorius y yo habíamos sido, sobre todo, amigos. Era cierto que, en ocasiones, habíamos mantenido puntos de vista distintos, que no habíamos visto las cosas de igual manera, que se había producido un doloroso distanciamiento. Sin embargo, esa amistad me había impulsado a ser siempre sincero con él, a decirle la verdad, a no ocultarle nada. Pero ahora sentía, con el corazón desgarrado, que no había servido de mucho.

– Sé que es muy poderosa, Merlín -continuó-. Por favor, te lo suplico… pídele que me cure…

¡Curarle! Vivian era capaz de adivinar quizá el futuro -¿acaso no había acertado en todo?- pero yo no creía que tuviera poder ni ciencia para sanar aquella herida por la que, instante a instante, se escapaba la vida de Artorius.

– Llévame a su isla, Merlín -musitó mientras me apretaba la mano-. A esa isla que está llena de manzanos…

Ni negué ni afirmé. ¿De qué hubiera servido?

– Cuando me cure -continuó-. Mi mujer me dará… me dará hijos… Muchos… hijos…

Cedí. No por convicción, sino por amistad. Colocamos a Artorius en un carromato y nos dirigimos todo lo deprisa que pudimos hacia la costa frente a la cual se encuentra la isla de Avalon. Le había colocado un emplasto en la herida del costado y contaba con detener algún tiempo más la hemorragia, aunque no con evitar su muerte. Tampoco me parecía seguro que Artorius alentara aún cuando llegáramos a la orilla del mar y, sin embargo, sobrevivió.

Estábamos subiéndolo a bordo de la embarcación, cuando fuimos alcanzados por un par de equites. Los había enviado Caius para comunicar a Artorius que el limes se estaba desintegrando como un pedazo de sal arrojado en el interior de un guiso.

– Tenemos que hablar con él -me insistió uno que llevaba las insignias de optio-. El asunto es de enorme urgencia. Los scoti, los picti, los angli… incluso barbari que proceden de Hibernia están asaltando las fronteras del reino y el imperator debe saberlo.

Hizo una pausa y con un gesto que me pareció digno de lástima, añadió:

– La única esperanza que nos queda es que regrese y se enfrente con los barbari. ¿Qué podemos hacer nosotros sin él?

Los despedí asegurándoles que Artorius haría todo lo que estuviera en sus manos. Bien sabía yo que eso y nada eran lo mismo porque, en esos momentos, había perdido la conciencia y su rostro se encontraba mortalmente pálido.

De manera sorprendente e inexplicable, volvió en sí cuando ya habíamos zarpado. El aspecto de Artorius era ya el de un moribundo con un pie al otro lado del umbral de la muerte, pero debo reconocer que se esforzaba por mantener una envidiable presencia de ánimo.

– Merlín… -me dijo apretándome la mano-. Tiene… tiene que curarme… esa amiga tuya. Si lo hace… si lo hace, podré arreglar todo…

No respondí a sus palabras. Siempre me ha repugnado mentir y ni siquiera en aquellas circunstancias me veía capaz de hacerlo.

– … sé… sé que hay cosas que he hecho mal… -intentó proseguir-. Es mi… culpa mucho de lo que ha sucedido… pero si me cura… podré arreglar todo. Dios… Dios no puede abandonarme…

Guardé silencio. Demasiadas veces en mi vida había escuchado a los hombres clamando para que Dios no los abandonara o quejándose porque lo había hecho, cuando lo cierto es que eran ellos los que se habían apartado de Dios mucho tiempo atrás.

Aparté el sudor de su frente y le acerqué un sorbo de agua a los labios. En circunstancias normales, no lo hubiera hecho jamás, pero Artorius estaba a punto de morir y aquella leve sensación de frescor no podía hacerle más daño. Bebió golosamente aquellas gotas. Sí, debía de arderle la boca, la garganta, el pecho.

– Pídele a Dios perdón por mis pecados -me suplicó de repente con los ojos ya vidriosos-. Todo… todo lo hice por Britannia…

Estaba seguro de que no mentía. Era cierto que no pocas veces su actuación había distado mucho de ser la más adecuada, pero ¿quién hubiera podido dudar que amaba a Britannia, que a ella había sacrificado todo? Y, a cambio, ¿qué había recibido? Ni siquiera contaba con un hijo que pudiera llorarlo cuando muriera.

– Él lo sabe -le dije intentando que no se me quebrara la voz-. Él lo sabe y tan sólo desea perdonarte.

Artorius, un Artorius que ya no me veía, me sonrió. Fue la suya una sonrisa juvenil, casi de adolescente, que, por un instante, me trajo recuerdos de aquellos meses en que recorrimos Britannia a caballo para fortalecer las defensas contra los barbari, de aquella visita suya a mi studium ya vacío, de aquellos primeros meses en la capital donde se administraba justicia para todos… ¡Qué cercano era todo y, a la vez, qué distante!

– Dubricius… -musitó mi nombre, el real, el que no correspondía a un halcón prodigioso, el que no arrancaba de leyendas, el que me había dado mi madre o quizá un padre al que nunca había conocido, el que Vivian había pronunciado como nadie y entonces supe que Artorius había partido definitivamente al encuentro de su Creador.

Nos hallábamos apenas a doscientos cincuenta pasos de Avalon cuando cerré los párpados de Artorius y comencé a musitar una oración por su alma. En ese momento, hubiera podido dar la orden de regresar al punto de la costa del que habíamos partido. Sin embargo, no me costó mucho llegar a la conclusión de que el cadáver de Artorius tendría más garantías de ser sepultado dignamente y de librarse de una profanación en la isla de las manzanas.

Mentiría si dijera que me sorprendió ver en la playa a Vivian. Estaba de pie, con la rizada cabellera rubia cayéndole en cascada sobre unos hombros desnudos. El color púrpura de su vestido resaltaba su belleza singular, una belleza que me pareció en ese momento mayor que nunca. Era obvio que, a pesar de no haber sido advertida, a pesar de no haber recibido mensaje alguno, sabía todo y que consideraba que había llegado el momento de zanjar una historia que se había prolongado durante décadas. También yo lo veía así.

– Por fin regresas a mí, Dubricius, conocido ahora como Merlín -me dijo con aquel tono de voz tan especial nada más salté de la nave.

– Vivian -le dije-. Vengo a suplicarte que des sepultura a Artorius. Aquí nadie vendrá a buscar su cadáver.

– Lo haré con mucho gusto -me respondió con una sonrisa que apenas lograba ocultar la sensación de triunfo que la embargaba.

– Gracias, Vivian -le dije y comencé a dar órdenes para que bajaran el cuerpo del antiguo Regissimus Britanniae. Todo fue muy rápido. Al cabo de apenas unos instantes, pude contemplar cómo media docena de siervos de la domina de Avalon se adentraba en la isla llevando a hombros el cuerpo exangüe de Artorius. Apenas tardaron unos momentos en perderse de vista y en ese mismo instante me dirigí hacia la nave.

– Pero… pero ¿adónde vas? -me preguntó Vivian con la sorpresa pintada en sus pupilas.

Miré con dulzura aquellos ojos de los que había estado prendido tanto tiempo atrás, pero no respondí a su pregunta.

– No pretenderás marcharte… -indagó más que afirmó-. ¿Acaso… acaso no se ha cumplido todo lo que te dije?

Recordé aquel día en que había arrojado ante mí los inmundos huesecillos de animales que le servían para invocar a los espíritus mánticos. ¿Se habían cumplido sus anuncios? En apariencia, sí. En apariencia, todo parecía fracasado y estéril, inútil y estúpidamente desperdiciado. En apariencia, Vivian no había errado en una sola de sus predicciones. En apariencia, la única posibilidad que restaba para redimir mi existencia no exenta de amarguras y de fracasos consistía en permanecer en Avalon. Pero hasta un niño espabilado sabe que las apariencias engañan, que son ficticias, que no se corresponden con la realidad, sino que la ocultan.

Yo sabía que no era poco lo que quedaba de provecho al examinar toda mi vida y también la de Artorius. Quedaba el aprender de nuestros fracasos, quedaba lo que habíamos enseñado a las nuevas generaciones y quedaba, por encima de todo, la misericordia indescriptible de Dios que, a pesar de nuestros errores, nos permite volver a empezar. Era consciente, por supuesto, de que Roma no regresaría a Britannia de que y, sin lugar a duda alguna, proseguirían los ataques barbari, pero, a la vez, no se me ocultaba la importancia de la ley y del orden; no se me ocultaba la relevancia de la justicia que ha de regir también sobre los reyes; no se me ocultaba que ciertas renuncias son dolorosas, pero indispensables; no se me ocultaba la importancia de respetar la palabra dada; no se me ocultaba la trascendencia de transmitir el conocimiento que no sólo acumula datos sino que forja el carácter.

La alegría que había podido proporcionar a mi madre al saber que poseía un don; la satisfacción que brotó del corazón de Blastus al ver mi exaltación en el castra; la gratitud que desbordaba el corazón de Titius; el aprecio de Artorius y sí, por supuesto, el amor hacia Vivian que había cobijado durante décadas en mi corazón, proporcionaban a mi existencia un sentido mucho más profundo de lo que yo hubiera podido intuir.

– Merlín -insistió con una voz en la que descubrí una súplica más poderosa que ninguna que hubiera contemplado jamás-. No se trata tan sólo del final de Roma… Los barbari han cruzado las fronteras… No tiene sentido que continúes esa lucha. Quédate a mi lado.

Estiré la mano derecha y deslicé amorosamente las yemas de los dedos por el rostro de Vivian. ¡Qué hermosamente suave era aquella mejilla! Se hubiera dicho que el mismo Dios en persona la había cincelado. Me incliné y puse mis labios sobre los suyos y aquel breve contacto me pareció más dulce que la miel que destila del panal e infundió a mi corazón un calor más intenso que el derivado del mejor vino. Sonreía cuando aparté mi rostro del suyo.

– Adiós, Vivian -le dije-. Aún me queda mucho por hacer, pero te querré siempre.

Sé que intentó ocultar el negro pesar que la invadía, pero a través del color prodigioso de sus ojos se filtró un miedo como, quizá, nunca había sufrido.

-Erunt etiam altera bella, atque iterum ad Troiam mittetur Achilles[36]- le recité.

– Tú no eres Aquiles -me espetó conteniendo a duras penas una mezcla insoportable de dolor e indignación.

– No, no lo soy -reconocí-. Ni siquiera soy ese Merlín del que hablan. Mi nombre, como tú bien sabes, es Dubricius.

Me di la vuelta y de un salto entré en la embarcación que me había llevado hasta aquellas costas.

– Regresamos -dije al piloto de la nave.

No rechistó y obedeció mi orden. En apenas unos instantes, sentí cómo bajo nosotros sólo había agua.

Levanté la mano en un adiós definitivo y me llevé la punta de los dedos a los labios para lanzar un último beso a Vivian. Supe entonces, con más claridad que nunca, que había cumplido con mi deber.

– ¡Merlín! -gritó mientras hundía sus pies blancos, pequeños e increíblemente hermosos en la arena ya lamida por las aguas-. ¡No te vayas! ¡Quédate conmigo!

Desde mi juventud, quizá desde mi infancia, había intentado ser fiel a lo que Dios deseaba de nil y, a pesar de mis desviaciones puntuales, de mis errores graves, de mis feos pecados, en esa senda, estrecha y angosta, seguía. Permanecía en ella incluso aunque el costo de amar a mi Salvador y a mi prójimo se hubiera traducido en renunciar al amor de aquella a la que había querido más que a nadie.

– ¡Dubricius! -clamó y la manera en que dijo mi nombre me supo a un vino cálido, del que sólo podía beber un sorbo-. ¡Regresa! ¡Has fracasado! ¿No te das cuenta? ¡Vuelve! Los barbari destruirán ahora Britannia. No quedará nada. ¡Nada!

Le lancé un nuevo beso y le volví la espalda convencido de que nunca más la vería. No. Nunca más. Me amaba, pero eso no había evitado que se equivocara. Yo no había fracasado. Ahora, sucediera lo que sucediese no abrigaba la menor duda de que Dios intervenía en la Historia aunque lo hiciera de maneras que no pocas veces se escapaban a nuestra comprensión. Pero no importaba. Lo auténticamente relevante era que Él sí entendía todo y que pespunteaba nuestra existencia de amor inmerecido esperándonos además al otro lado del umbral de la Muerte.

Ahora he regresado para enfrentarme a los barbari que, procedentes de los cuatro puntos cardinales, ansían despedazar Britannia y repartirse los despojos como aves de rapiña. Ignoro cuál será el resultado final de esta nueva guerra. Lo que sí sé es que algún día -y no tardará mucho- yo también recorreré esos últimos pasos que Artorius ya ha cruzado y que llevan ante el trono de Dios. Entonces, ante Su presencia inefable, no mencionaré los enfermos curados ni los combates en los que intervine; no me referiré a los heridos a los que atendí o las horas que entregué a la enseñanza; ni siquiera pretenderé demostrar mi dominio de la cultura de Roma o mi conocimiento de las ciencias. Convencido de que he llegado a casa, a la última y verdadera morada, caeré de rodillas ante Él y me encomendaré a Su inmenso Amor, ese Amor que se manifestó de manera suprema en una cruz.

Sé, por supuesto, que entonces no me será dado encontrarme con mi admirado Virgilio, pero suplicaré humildemente para que toque el corazón de Vivian y me permita pasar a su lado todo el tiempo al que renuncié cuando me encontraba en este mundo. Y entonces una Luz inmensa, viva, creadora, me rodeará y veré todo, no sólo lo que no comprendí, sino incluso lo que nunca sospeché. E inmerso en ese Amor, inefable e indescriptible, me diré que es más que suficiente.


  1. <a l:href="#_ftnref36">[36]</a> Todavía habrá otras guerras y una vez más el gran Aquiles será enviado a Troya.