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– ¿Estás seguro?
Levanté la mirada del trozo de madera gastada cubierto de signos irregulares trazados con tiza. Sí. La verdad era que sí, que n o tenía duda alguna.
Mi maestro sonrió. Se trataba de una sonrisa satisfecha, amplia, serena, la que produce la enorme alegría de ver a un alumno aprovechado, a uno de esos discípulos que justifican toda tina vida de docencia. Pero no se quiso permitir aquella pequeña debilidad. Borró de golpe el gesto benevolente que colgaba de sus labios y dijo:
-Extremum hunc, mihi concede laborem: pauca mihi sunt dicenda. <strong>[2]</strong>
Reconocí inmediatamente la manera en que había adaptado el inicio de la décima Égloga de Virgilio. Sin duda, se trataba de una manera elegante de pedirme que continuáramos un poco más la tarea de traducir de la lengua de Cicerón.
-Volo certe[3] -respondí.
Esta vez le resultó más fácil ocultar su innegable satisfacción. Bastó con que se inclinara sobre el texto que tenía ante los ojos y me instara a seguir traduciendo. Aunque era duro a decir verdad, muy duro-, aunque el frío era realmente espantoso, aunque la comida dejaba mucho que desear y aunque difícilmente hubiéramos podido estar más incómodos en aquel lugar gélido y húmedo, sentía mucho afecto por Blastus, mi maestro. Desde luego, cuando abandoné con el presbítero la iglesia del apóstol Pedro no podía sospechar que nadie fuera capaz de abrigar en su interior tanta sabiduría. Por aquel entonces, yo sabía leer y escribir, y también podía hacer algunas cuentas, e incluso conocía los rudimentos de latín, la lengua de Roma y de nuestra iglesia, pero ¿cómo hubiera podido imaginar lo que me faltaba por aprender?
Mientras surcábamos prados sin cultivar, bosques espesos y arroyos helados, por mi corazón fueron pasando las más diversas imágenes sobre cómo sería mi futuro mentor. Lo mismo lo imaginaba como un anciano alto y fuerte de luengas barbas blancas, que se me antojaba que tendría que ser un personaje calvo y redondo. Lo mismo pensaba en alguien vestido con atavíos humildes semejantes a los del presbítero, como me lo sospechaba dotado de indumentarias casi lujosas como las que había visto que llevaban Roderick y Maximus cuando estuve con mi madre en el castra de Regissimus. ¿Se trataría de un presbítero como el que se ocupaba de la iglesia del apóstol Pedro o, por el contrario, de algún maestro de la corte? ¿Íbamos hacia una aldea tranquila y modesta como la que acabábamos de abandonar o, más bien, nos encaminábamos a un castra como el del rey Vortegirn? Todas esas preguntas y muchas más se agolpaban en el interior de mi corazón arremolinándose y excitando mi mente para que imaginara las cosas más diversas. No me atreví a formular ninguna pregunta a mi guía y tampoco él me informó de nada. Creo que fue mejor así porque, ocupado en adivinar, no dediqué mucho tiempo a pensar en la madre que quedaba detrás de mí. Tan sólo cuando, por la noche, buscábamos un sueño indispensable que reparara nuestras fatigas me venía a la cabeza su imagen, pálida y llorosa, en el momento de despedirnos.
No tengo una idea muy clara del tiempo que nos llevó aquel viaje. Pienso que no fue menos de cuatro días, pero no podría asegurarlo con total certeza. Sí puedo decir que resultó agotador porque el presbítero caminaba a una velocidad excesiva para mí y ni aminoraba su marcha ni se detenía por muy cansado que yo pudiera estar. A decir verdad, parecía aprovechar su mayor rapidez y así, cuando el sol excepcionalmente nos agobiaba, apretaba el paso para alcanzar la sombra de algún árbol donde esperaba a que yo llegara. Sin embargo, en ese momento, en lugar de concederme que yo pudiera disfrutar también del descanso, emprendía de nuevo la marcha conmigo jadeando en pos de él. No era, ciertamente, muy considerado para conmigo, pero quiero creer que actuaba así por mi bien.
Quedé un tanto desilusionado -lo reconozco- al ver a Blastus. Acostumbrado a lugares más amplios como la iglesia o el dormitorio donde descansaba con otros niños, la cabaña en la que vivía el que iba a ser mi preceptor me pareció minúscula. Aunque, quizá no fue la pequeñez lo que más me llamó la atención, sino la forma en que estaba totalmente atestada de recipientes, escritos y libros. Era difícil caminar por en medio de aquel recinto sin tirar algo al suelo y rayaba lo imposible el poder realizar las labores domésticas como traer agua o cocinar sin causar algún estropicio de mayor o menor envergadura.
Con todo, lo que más me desilusionó fue el aspecto del preceptor. Era un hombre de estatura reducida, delgado, de barba pobre en aquel entonces. Se encontraba lejos, por lo tanto, de la presencia imponente que yo hubiera esperado. Pero más curiosa resultaba su manera de hablar. Se llevaba frecuentemente las manos a las sienes como si deseara sujetarse el cabello, alzaba la barbilla para lanzar alguna orden o insistir en una enseñanza y caminaba de una manera extraña que nunca antes me había sido dado contemplar. Si me hubiera fijado tan sólo en la apariencia externa -y así fue durante algunos días- el pesar más absoluto se hubiera apoderado de mí. Sin embargo, no tardé mucho en percatarme de que tras su comportamiento áspero, tras su habla cortante y tras sus aseveraciones rudas y directas, Blastus encerraba una gran sabiduría que pronto ansié que me transmitiera.
Ahora acababa de cerrar el texto de Virgilio y, al respirar hondo, me había comunicado que pasábamos a otra parte de nuestras clases. El problema es que no resultaba fácil saber por dónde querría llevarme.
– Peer -dijo-. Pasemos al arte de curar. Lo último que estudiamos fue la división que Dioscórides hace de las cañas…
Le escuché sin decir una palabra. Sí, recordaba aquella clase. A ver por dónde salía ahora.
– Las cañas… -repitió con un ligero tono de impaciencia.
– ¿Las… cañas?
La mirada que me lanzó Blastus era una mezcla de «¿Eres tonto?» «¿Estás sordo?» y «¿Te burlas de mí?» en un solo gesto. Tragué saliva y respondí sin lograr, por mucho que lo deseaba, que el miedo me abandonara el cuerpo.
– De las cañas, una se llama compacta y con ella se hacen las flechas. Hay otra que recibe el nombre de hembra y con ella se elaboran las lengüetas para las flautas. Luego existe otra que es gruesa y tiene nudos apretados y se usa para escribir…
– ¿Eso es todo? -indagó con voz irritada Blastus.
– No -respondí acompañando mis palabras de un gesto de cabeza-. Además está la caña que nace junto a los ríos y otra blanquecina, delgada, que sirve para curar.
– Vamos a detenernos en ésa -dijo mi maestro- pero antes dime los nombres de cada una de las cañas.
Respiré hondo. El latín era mi lengua madre de la misma manera que el britannus. Incluso prefería aquél porque poseía una estructura especialmente adecuada para transmitir conocimientos y ordenar el pensamiento. Pensar en latín constituía una gimnasia de la mente que me permitía asimilar mejor cualquiera de las enseñanzas ineludibles que me dispensaba mi maestro. Sin embargo, a pesar de todo, seguía teniendo una considerable dificultad para asimilar el griego. No era un problema de su gramática que, a decir verdad, era más sencilla que la latina, con conjugaciones más simples y un número más reducido de declinaciones. Se trataba de una cuestión de vocabulario. El griego no se parecía a ningún idioma que yo hubiera escuchado antes y memorizar sus términos más simples me exigía un esfuerzo especial. Por supuesto, mi maestro había reparado en ello y, vez tras vez, hurgaba en la herida como si encontrara un placer especial en ello.
– La compacta -comencé a decir atemorizado- se llama nastós. La utilizada para las flautas recibe el nombre de zelys. La que sirve para escribir es la syringuia… la… la que nace junto a los ríos es denominada donax y la curativa… la curativa es la fragmites.
Blastus clavó su mirada en mí. Fruncía de tal manera los ojos que no tenía la menor idea de si había recitado correctamente el nombre de cada una de las cañas o había incurrido en algún error digno de que me propinara una docena de azotes.
– Está bien -dijo al fin-. Volvamos ahora a la caña fragmites. Recítame sus propiedades.
Me sentí aliviado, pero sólo por un instante. A fin de cuentas, ahora tenía que adentrarme en las cualidades específicas de una planta, a decir verdad de una de las docenas de diferentes frutos de la tierra cuyas virtudes debía dominar de la misma manera que controlaba el movimiento de mis piernas al caminar o de mi garganta al tragar.
– La caña fragmites tiene una raíz que se m a y puede aplicarse como cataplasma. Si se usa con bulbos f sirve para extraer espinas y aguijones…
– ¿Eso es todo? -preguntó imperioso Blastus.
– No, no, domine -respondí inmediatamente-. Con vinagre, esta caña sirve para mitigar las luxaciones y los dolores de lomos. Además sus hojas verdes, majadas y aplicadas encima, curan las erisipelas y otras inflamaciones. La corteza, quemada y en cataplasma con vinagre, sana las alopecias.
– No tiene más que virtudes esta planta, ¿verdad? -me dijo Blastus con una sonrisa curiosamente burlona.
– Pues… pues sí -respondí contento de haber pasado la prueba.
– ¡Pues no, pues no! -gritó, casi aulló mientras me cogía de la patilla izquierda y tiraba hacia arriba hasta obligarme a ponerme de puntillas.
– ¡A! -me quejé.
– Escucha bien esto porque no volveré a repetírtelo -escupió más que pronunció Blastus-. Cualquier medicina, cualquiera por muy buena que pueda ser, tiene siempre algo malo. ¿Sabes lo que pasaría si el penacho de estas cañas se te metiera en las orejas? ¿Lo sabes?
Hubiera deseado negar con la cabeza, pero, suspendido entre el cielo y la tierra, comprendí que si la movía mi maestro se quedaría con mi patilla izquierda en la mano.
– Pues te quedarías sordo. ¡SORDO! -gritó presa de una profunda indignación.
Me soltó, pero no dejó de hablar.
– Imagínate que un tribuno de las legiones te llama al castra porque necesita que lo ayudes -comenzó a decir-. Quizá no padece gran cosa. Sólo… sólo sufre porque se está quedando calvo. Puede que te parezca una estupidez, pero el gran Julio César sufría de esa misma dolencia. Cuando lo escuchas, le dices: domine, tengo el remedio para tus males. Se trata de una caña y bla, bla, bla… y entonces le aplicas la sustancia en un cuero cabelludo que cada día está más desnudo, pero… pero estás tan entusiasmado que no reparas en que un diminuto fragmento de penacho entra en las orejas, grandes y peludas, de tu paciente. A él le pica, le molesta, se rasca desesperado y ¡paf! se queda sordo. No oye ni palabra. Para siempre. Y así, nosotros perdemos a uno de nuestros defensores frente a los barbari simplemente porque el niño ha olvidado que uno se puede quedar sordo con la misma caña que sirve para curar la calvicie. Ya no se le cae el pelo, eso es verdad, pero a cambio puede llegar una jauría ladrando y no enterarse de nada hasta que empiece a propinarle dentelladas.
Blastus era así. Me consta que sus clases eran ásperas, duras, no exagero si las califico incluso de terribles. Sin embargo, con el paso del tiempo, y a pesar de que no se me olvida lo mucho que sufrí en ellas, no puedo dejar de experimentar un enorme agradecimiento hacia mi inflexible maestro. Él era consciente -y acabó consiguiendo que yo también lo fuera- de que no se trataba de aprender por el mero gusto de acumular conocimientos o de satisfacer la vanidad personal. No. En realidad, lo que perseguía era conocer algo que nos permitiera llevar una vida mejor y, gracias a ello, servir a nuestros semejantes. Precisamente por eso, estaba más que justificada la rudeza continua con que me dispensaba una educación que muy pocos podían tener. A fin de cuentas, de que yo hiciera bien las cosas en el futuro iba a depender no sólo mi destino sino también el de otros.
Sólo existía un terreno en el que Blastus experimentaba una transformación absoluta y su correosa manera de enseñar resultaba totalmente distinta. Era cuando hablaba de las Escrituras. Podía manejar a Platón y a Dioscórides, a Virgilio y a Salustio, con la misma soltura experta con que un campesino perito arrea a un buey para que apresure su paso o a una oveja para que no le niegue la lana. Sin embargo, cuando se refería a la Biblia… Por supuesto, era rígido y severo a hora de exigirme que memorizara pasajes enteros o e aprendiera listas interminables de reyes y levitas, pero, a la vez, trataba aquellos textos con un amor y una ternura que no manifestaba hacia otros. Recuerdo como si ahora lo estuviera viendo la manera en que sus ojos se llenaron de lágrimas al relatar cómo el profeta Oseas se vio obligado a tomar como esposa a una prostituta y de esa forma simbolizar la traición de Israel para con su Dios.
Recuerdo, como si ahora lo estuviera viendo, la emoción conmovedora que transmitía hablando de la manera intrépida en que la bella reina Esther había salvado a los judíos de las asechanzas siniestras del perverso Ammán. Recuerdo, como si ahora lo estuviera viendo, la cálida luminosidad que cubrió totalmente su rostro al relatarme cómo un hombre que había fallecido hacia cuatro días y cuyo cuerpo corrupto hedía fue resucitado por Jesús mediante una simple orden verbal. Si cierro los ojos y pienso en Blastus puedo ver todo eso y mucho más. Me parece percibir cómo de sus labios brotaban las historias del juez Gedeón y su vellocino que se humedecía y se secaba, de Salomón y sus juicios, de David y su lucha desigual con el gigante altivo o del feroz Saulo sorprendido en el camino de Damasco por Jesús resucitado.
– El principio de la sabiduría -solía repetir- es el temor de Dios. Por supuesto, mucho de lo que nos han transmitido los paganos es útil. Incluso se puede decir que muy necesario. Por eso debemos conservarlo y no destruirlo como pretenden los barbari. Hay mucho de bueno y de bello en lo que nos dejaron romanos y griegos. Pero también debemos tener presente que la vida buena es la que se vive de manera adecuada y esa manera adecuada Dios nos la ha dejado expuesta en las Escrituras.
– ¿Y qué deberíamos hacer cuando dos enseñanzas no… no coinciden? -pregunté.
– Examina todo y retén lo bueno -me respondió sin asomo de titubeo-. Eso es lo que dijo el apóstol Pablo, pero voy a explicártelo de manera más sencilla. Cuando te ordeno que encuentres un pescado para la comida, ¿qué haces?
– Obedezco -respondí.
– Sí, claro que obedeces. Como es tu obligación -dijo apenas ocultando una sonrisa-, pero sitúate ahora en el momento en que ya has atrapado un par de peces. ¿Qué haces?
– Bueno… los traigo y… y los limpio. Sí, claro, los lavo y los limpio para poder comerlos.
– ¿Y también te comes las espinas?
Reconozco que aquella pregunta me desconcertó. ¿Adónde quería llegar con esas palabras?
– No… -respondí, aunque dudando de si aquella respuesta era la adecuada.
– Por supuesto que no -comentó mi maestro tranquilizándome-. Por supuesto que no. Quitas las espinas con todo el cuidado posible y te comes la carne sabrosa del pescado. Lo mismo sucede con Cicerón o con Homero. No podemos aceptar su pléyade de dioses inmorales que van detrás de mujeres o de hombres con la única finalidad de yacer con ellos o de hacerles la vida imposible con sus caprichos. Tampoco podemos creer que el emperador sea un dios en la tierra ni vamos a entregarnos a prácticas nocivas como la adivinación, la sodomía o el adulterio, pero… pero, una vez que les quitamos esas molestas espinas, devoramos con placer lo que nos han transmitido. ¿Comprendes?
– Creo que sí…
Se dedicaba Blastus a este tipo de enseñanza el día del Señor, el primer día de la semana y ese aliciente, aún más que el del ansiado descanso, lo convertía en una jornada especialmente grata para mí. Porque durante un tiempo que, creo, no fue muy largo me moví en medio de sus enseñanzas sagradas como un ciego al que un muchacho debe guiar para que no tropiece, pero, de repente, de forma totalmente inesperada, comencé a comprender todo con una claridad meridiana. Como si la luz más limpia hubiera penetrado profundamente en las oscuras habitaciones de mi corazón, caí en la cuenta de que ya no sólo escuchaba sino que preguntaba e incluso discutía. Recuerdo a la perfección una tarde de domingo lluviosa y fría en que Blastus y yo conversábamos acerca de un pasaje del libro que los judíos denominan Qohelet y los cristianos, Eclesiastés. Recordar el agua que golpeaba furiosamente contra los muros tiene cierto mérito, pero en lo que se refiere al frío… Bueno, Blastus es taba sometido siempre al frío de una manera tan intensa que hubiérase dicho que lo rodeaba una nubecilla gélida. Necesitaba aquel aliento helado en torno de él de la misma manera que las plantas precisan del agua. Aquel domingo helado el pasaje que estábamos estudiando parecía -no, no parecía, era- muy enrevesado. Y, de repente, fue como si una saeta luminosa y veloz atravesara la estancia y se clavara en las líneas que estaba comentando con mi maestro. Comprendí todo. Entendí todo. Capté todo y en los términos más sencillos le dije a Blastus lo que me parecía evidente y hasta obvio.
Mi maestro me escuchó con atención. Siempre lo hacía así, a decir verdad, pero ahora sé que, por primera vez, no oía mis palabras a la espera de descubrir en ellas una imperdonable equivocación que había que corregir. Todo lo contrario. Estaba escuchando para comprender, incluso… sí, incluso para aprender.
Cuando terminé mi exposición -fue muy breve, de eso estoy seguro- Blastus colocó su diestra de palma ancha y dedos cortos sobre mi mano y dijo:
– Lo que voy a decirte es muy importante y conviene que no lo olvides nunca. Existen varios niveles de conocimiento. Primero, está el natural. Deriva del simple hecho de que Dios nos creó a Su imagen y semejanza. Por eso, lo puede tener un pagano si evita que las tinieblas de la ignorancia y de la mentira cieguen su corazón. No sólo eso. Si se esfuerza por ver la luz que ilumina su interior invisiblemente llegará con seguridad a captar muchas verdades importantes cuyo valor es eterno.
Hizo una pausa y yo intenté aprovecharlos soplándome los dedos ateridos sin que se percatara. Blastus veneraba tanto el frío que le molestaba profundamente que otros no pudieran entender su devoción por aquellas gélidas temperaturas.
– Después -prosiguió mi maestro- viene el conocimiento revelado. Ése procede de una comunicación directa de Dios. Lo poseen en parte los judíos y de manera más completa nosotros porque hemos aceptado a Jesús como el mesías, el Cristo, que es Hijo de Dios y nos ha revelado muchas cosas sobre Dios Padre que nunca hubiéramos podido conocer por nuestros medios. Pero… pero existe un tercer tipo de conocimiento.
Hizo una pausa, retiró la mano y se echó hacia atrás mientras en sus pupilas oscuras se agudizaba aquella expresión que no lograba descifrar.
– Ese conocimiento -prosiguió ahora con un tono de voz grave- no se puede obtener con el esfuerzo personal. No es cuestión de leer, de trabajar, de luchar con textos y textos. No. Es algo… algo muy diferente. Se trata de un conocimiento limitado, pero muy importante. Únicamente Dios puede darlo y además sólo se lo concede a algunos. Estoy hablando del conocimiento profético.
– ¿Te refieres, domine, a que pueden ver en el porvenir? -indagué desconcertado mientras me percataba de que con el frío ya no sentía los pies.
– En ocasiones, sí -respondió Blastus que parecía no percatarse lo más mínimo de la humedad helada que inundaba la habitación como si se tratara de un diluvio semisólido- pero eso no es lo más importante. El Príncipe de las Tinieblas, el señor de las potestades del aire, también puede impulsar a adivinos y, de hecho, lo hace valiéndose del poder maligno que tiene desde su caída. No, querido… amigo, no es eso lo más importante.
No pude reprimir un escalofrío pero esta vez no se debió a la destemplada temperatura. Estaba más bien relacionado con el hecho de que Blastus no me había denominado discípulo o puer sino amigo. ¿Se había equivocado o quería indicarme algo?
– Lo verdaderamente relevante es que las personas a las que Dios les concede ese don pueden, no siempre, no a voluntad, no según su gusto, pero sí cuando Él lo desea y dispone, ver las cosas exactamente como Él las contempla.
No estaba seguro de entender lo que me estaba diciendo mi maestro. ¿Qué significaba ver las cosas exactamente como Dios las ve?
– Sé que no es fácil entender lo que te estoy diciendo -dijo Blastus como si acabara de leer mis pensamientos- pero resulta esencial que lo entiendas. Para ayudarte a comprender, piensa en los ejemplos que aparecen en las Escrituras. En la época del profeta Amós, por ejemplo, el reino de Israel se complacía en su prosperidad material y pensaba que duraría para siempre, pero el profeta…
– … el profeta -reflexioné en voz alta- captó que vivían de una manera totalmente impía y apartada de Dios y que, por lo tanto, serían objeto de Su juicio.
– Exacto -dijo Blastus con el rostro bañado por la luz de la satisfacción- y en la de Elías…
– El perverso rey Ajab había decidido aliarse con los paganos y el pueblo se complacía pensando que aquello les proporcionaría la paz, pero Dios castigó a Israel enviándole una sequía como no habían conocido hasta entonces.
– Exacto -repitió Blastus todavía más feliz- y en la de Isaías…
– En la de Isaías -proseguí contagiado por su satisfacción- el profeta indicó que aunque el pueblo creía saber, perecería por su falta de conocimiento.
– Y aunque se aliaran con los paganos…
– Aunque se aliaran con los paganos, si no creían en el único Dios verdadero, no podrían permanecer.
– Sí -dijo Blastus con una dicha que rozaba el entusiasmo-. Yo no estaba equivocado. ¡No lo estaba! Entiendes a la perfección lo que deseaba decirte. Ése es el tercer tipo de conocimiento… Ése es el conocimiento especial que Dios ha decidido darte.
A pesar del frío tremendo, nada más escuchar aquellas palabras, se enroscó a mis orejas un calor insoportable, tanto que sentí que ardían como un trozo de leña. Abrí la boca una, dos, tres veces, sin lograr pronunciar una sola palabra. ¿Qué estaba diciendo Blastus? ¿Le había escuchado bien?
– También en la época de otro gobernante, un gobernante llamado Vortegirn…
– No -dije con un hilo de voz-. No… yo no…
– Por supuesto que sí, hijo, por supuesto que sí -cortó dulcemente Blastus.
Hizo una pausa y dijo:
– Debes estar helándote con este frío. Quizá deberíamos encender el fuego.
Ante mi perpleja mirada, Blastus interrumpió la conversación y se dedicó a quebrar algunas ramitas con las que alimentó una fogata diminuta, diminuta sí, pero que me pareció tan cariñosamente entrañable como el abrazo de una madre. Examinó con cuidado la manera en que las llamitas negruzcas se esforzaban por lamer los pedazos de leña y acababan transformándose en lenguas rojas y entonces, con una sonrisa, se volvió hacia mí y dijo:
– Tu destino, el destino que te ha marcado la Providencia, no es fácil. A decir verdad, es uno de los más duros y difíciles que se pueden vivir. La mayoría de la gente no te entenderá e incluso se sentirá molesta con tus palabras; los gobernantes te odiarán porque dejarás de manifiesto que sus corazones no son siempre limpios y los hombres de Dios, bueno, que dicen representar a Dios… ésos pueden llegar a ser los peores. Los que verdaderamente busquen Su voluntad acabarán reconociendo tarde o temprano que tus palabras son un rayo de luz, pero los que sólo se escudan en Dios para medrar te odiarán y querrán acabar contigo.
– No estoy seguro… -intenté razonar con mi maestro, abrumado por lo que estaba escuchando.
– Llegarás a estarlo. Descubrirás que en tu interior arde un fuego que te impulsa a decir la Verdad aunque preferirías callarte y llevar una vida tranquila. Quizá intentes reprimirlo, pero entonces descubrirás que no puedes, que es más fuerte que tú, que su poder te sobrepasa. Y también te darás cuenta de que ésa es la razón por la que viniste a este mundo. Otros llegaron para sacar a la tierra sus frutos y alimentar a los hombres, o para defender a los débiles, o para transmitir los conocimientos del pasado. Tú has nacido para una era muy especial, para una época tenebrosa y oscura. De esa manera, en algún momento, cuando más necesaria sea la luz, podrás darla, pero recuerda siempre que esa luz no es tuya.
– Creí que… -le interrumpí sorprendido por aquellas palabras.
– No, no es tuya -explicó Blastus con una extraña, casi conmovedora indulgencia- porque si fuera tuya tu misión carecería de sentido y quedaría falseada. Esa luz no nace de ti. Solamente la reflejas.
Una sensación extraña se había ido apoderando de mi ser mientras escuchaba aquellas palabras. Por un lado, sentía un frío distinto del que, habitualmente, llenaba la estancia. Se había encaramado a mi espalda, alargaba sus gélidos dedos sobre mis brazos y mis piernas. Sin embargo, al mismo tiempo, en el pecho podía percibir un calor especial, fuerte, sereno, que parecía neutralizar cualquier malestar.
– Y ahora, si te parece -dijo Blastus adoptando su tono habitual de voz- me gustaría seguir escuchando lo que ves en ese pasaje del Eclesiastés…
Creo que no exagero al afirmar que nada fue igual desde aquella tarde de domingo. Por supuesto, Blastus continuó enseñándome acerca de las plantas más diversas y sus virtudes más increíbles, prosiguió ayudándose a desentrañar los recovecos de la literatura de griegos y romanos, y no dejó de conversar conmigo sobre las Escrituras. Pero nunca volvió a mirarme como antes. Dejó de contemplarme como a un discípulo para observarme como a alguien que había alcanzado, o estaba a punto de alcanzar, su nivel. Poco a poco, de manera tan natural e inadvertida que ahora, al recordarla me sorprende, fue él quien comenzó a formularme cada vez más preguntas. Incluso, aunque yo necesitaba aprender todavía mucho de él, aunque pasarían años antes de que concluyera mi aprendizaje, aunque le escucharía todavía centenares de horas de enseñanzas y lecciones, había empezado a realizarse un cambio. No podía imaginarlo entonces y aún las estaciones tendrían que venir y marcharse muchas veces, pero, al fin y a la postre, llegó un día en que me pidió consejo. Y entonces yo supe que tenía razón y que el tiempo que había pasado con él se acercaba, de manera acelerada, a su conclusión.
Optima quaeque dies miseris mortalibus aevi prima fugit… sí, no le faltaba razón a mi maestro de latín cuando dejó escrito que también para los infelices mortales los días que antes se van son los mejores. Aunque, bien pensado, quizá Virgilio no resultó tan atinado en sus conclusiones. No es que el tiempo pasado con más rapidez sea el mejor, es que, precisamente el tiempo mejor es el que pasa de una manera más rápida. Aquellos momentos en que disfrutamos de un hermoso día de campo, en que jugamos con nuestra madre, en que contemplamos a nuestros amigos defendiéndonos de un peligro, en que gustamos brevemente la suave bebida que proporciona el Amor… todos ellos desaparecen y, en ocasiones, nos preguntamos si verdaderamente existieron alguna vez o son sólo fruto de un sueño mal recordado. Pero no deberíamos sentir pena o amargura por ello. Todo lo contrario. Deberíamos más bien percatarnos de que nuestra vida es un soplo; que en todas las épocas hay razones, diferentes, pero ciertas, para dar gracias a Dios por la hermosura de la existencia y que, muy posiblemente, aquellos tiempos teñidos en algún momento por la belleza nos indican que es posible, después de esta vida, encontrarla de manera más plena y real.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Concédeme esta última labor. Aún debes decirme algunas cosas más.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Ciertamente quiero hacerlo.