171454.fb2
Qué poco pueden hacer los padres para preservar la felicidad de sus hijos. Durante su infancia todavía es posible protegerlos, pero al final, mucho antes de lo esperado, se ven forzados, por su propio bien y por el de sus progenitores, a salir de su ala protectora y a arreglárselas por sí mismos. Tienen que vérselas con la vida ellos solos. Como Yuval, su único hijo, que llevaba ya cierto tiempo enredado en una relación con una chica que «le estaba amargando la vida», pero de la que ni quería ni sabía cómo alejarse. (¿Era realmente ella la que le «estaba amargando la vida» a Yuval?, se preguntaba Michael cada vez que esa frase hecha le acudía a la mente y que, invariablemente, una nube de angustia y de pena envolvía el nombre de su hijo.) Ninguna influencia del padre iba a fructificar aquí y se sabía incapaz de ayudarlo ya que su propia experiencia nada podía enseñarle. Su propia vida no podía erigirse en modelo en este tema concreto, ya que, además de que su matrimonio con la madre de Yuval había fracasado, desde el divorcio, hacía dieciocho años, no había encontrado a ninguna mujer que quisiera vivir con él. Y no es que él no se hubiera enamorado, porque ciertamente sí lo había hecho, y en más de una ocasión, pero siempre, por decirlo de alguna manera, de las mujeres «menos adecuadas», dado que la norma era que surgiera algún obstáculo que incluso podría clasificarse de objetivo, como, por ejemplo, que en dos ocasiones esas mujeres estaban casadas.
Sonó el teléfono y, a pesar de que eran casi las dos de la madrugada, la llamada no le molestó. Ojalá lo llamaran, había estado pensando, porque de cualquier modo era incapaz de conciliar el sueño.
– Ya no puedes tener mono, porque a las dos o tres semanas el síndrome de abstinencia desaparece -lo había amonestado su íntimo amigo Emmanuel Shorer, que, además de su jefe, era la persona que desde hacía quince años había asumido el papel de padre en su vida y quien lo había llevado a trabajar a la policía cuando necesitaba desesperadamente dinero para atender las exigencias de la pensión alimenticia que Nira le demandaba (con lo que cortó por lo sano la elaboración de su tesis doctoral, una investigación que versaba sobre las relaciones entre los maestros y los aprendices de los distintos gremios medievales, apartándose así definitivamente de la vida académica).
– Tu sufrimiento es psicológico, créeme, que yo entiendo mucho de eso -le recordó Shorer-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que no te quede más remedio que dejarlo? ¿Esperar, como yo, hasta que te dé un ataque al corazón? ¿No te basta con tener insuficiencia respiratoria?
Y el día anterior, al volver al trabajo después de unas vacaciones de dos semanas que había pasado solo y en casa, Balilti, el jefe de los servicios de inteligencia de la policía, que se consideraba un buen amigo suyo, le había dirigido una mirada escrutadora y le había preguntado:
– ¿Te está costando mucho?
– Muchísimo -le confesó Michael, sin buscar una palabra más precisa, como solía hacer, y le habló de lo mucho que le costaba concentrarse y de la incapacidad para conciliar el sueño.
– Eso sólo está en tu cabeza -sentenció Balilti, como era de esperar-, porque el cuerpo lo tienes ya completamente limpio; pero es lo que suele pasar cuando la dependencia es psicológica.
– ¿Y qué hay de la cabeza? ¿Es que no cuenta, o qué? -le dijo Michael exasperado-. ¿Lo que uno siente en la cabeza no pertenece a la realidad?
Si volvían a mencionarle lo de la psicología, la mente, la falta de materialidad o la dependencia emocional… Desde los dieciséis años, y durante más de treinta, había fumado sin parar a razón de veinte o treinta cigarrillos diarios, y ahora le resultaba imposible verse a sí mismo sin fumar. Si no fuera por el trato que había hecho con Yuval, que también había empezado a fumar a los dieciséis años -¿cómo va uno a impedir que su hijo adolescente cometa los mismos errores que él a su edad?- y que había accedido a dejarlo si lo hacían a la vez, no habría podido aguantar. Había momentos en que la tentación era insoportable. En la casa había cigarrillos porque no los había tirado. En ese momento también estaba pensando en que unos pocos pasos y un mínimo esfuerzo podrían llevarlo a la redención, bastaba con ir a la cocina y meter la mano, incluso sin mirar, en un lado del cajón más bajo. «¿Qué te va a pasar?», lo tentaba una voz turbia, profunda, llena de sabiduría y de ecos misteriosos. «Sólo uno, el último.» Pero esa voz tentadora obviaba el cigarrillo siguiente.
– Ni una sola calada -le advertía Balilti-, te lo digo por propia experiencia, porque ¿cuántas veces lo dejé antes de dejarlo? No es ese cigarrillo el que importa, sino el siguiente. Porque ¿de qué te sirve un cigarrillo si después no te fumas otro? Uno solo no merece la pena. Un cigarrillo es la calada que viene, y la que viene, y así, sin fin. Un cigarrillo es el cigarrillo siguiente. Y así es como en un momento te vuelves a encontrar donde estabas al principio.
Balilti ladeó la cabeza y miró a Michael con mucha atención, para de repente sonreírle y añadir:
– Pero ten cuidado de no engordar, porque solemos buscar consuelo en la comida, y esa pinta tan estupenda que tienes se puede ir a tomar viento. Si engordas, las chicas ya no te perseguirán -le advirtió-; aunque, en realidad -pensó en voz alta-, tú no eres hombre de sacarina en lugar de azúcar, ni de café soluble en lugar de café turco, no te gustan los sucedáneos, como quien dice; así que, con el tiempo, quizá dentro de un año o dos, puedas llegar a fumar un puro después de comer, porque el puro no es peligroso al no tragarse uno el humo…
Pero él ni comía más de la cuenta ni había engordado, porque como no podía dormir por las noches, salía a pasear, al principio por el barrio y después por lugares más alejados, hasta el punto de que en una ocasión llegó al moshav Aminadav y un vigilante nocturno tuvo que salvarlo de una jauría de perros lobo que lo habían acorralado.
El inspector que llegó a casa de Natacha después de que Schreiber los hubiera avisado, era quien lo llamaba a las dos de la madrugada:
– He creído que te interesaría, porque me ha dicho Zmira que estás investigando los dos casos de la televisión.
(Zmira, la coordinadora del departamento de homicidios, por cuyas manos pasaba absolutamente todo papel escrito y que era la responsable de encauzar las funciones de cada uno y de que los expedientes pudieran ser correctamente transferidos de una sección a otra, estaba al corriente de todo. Era una mujer corpulenta que rondaba los cuarenta y que, a pesar de tener unas piernas excesivamente gruesas, se empeñaba en ponerse unas faldas muy ceñidas y cortas con unas enormes camisas; llevaba una coleta rubia que oscilaba de un lado a otro y siempre había tenido una relación muy especial con Michael, al que solía contarle sus penas con los hombres y, sobre todo, los problemas con su hijo adolescente.)
– Esto ya no es lo que hicieron con la unidad móvil junto a la casa del rabino Obadia, cuando le acuchillaron los neumáticos -le dijo el inspector de policía-, lo de ahora ha sido terrorífico, yo nunca había visto nada igual. No hemos tocado nada, tú mismo lo verás; aunque creemos que no está relacionado con ninguna otra cosa, ya me entiendes… Creo que no está relacionado, pero después de esas dos muertes… Para estar más seguros.
Aunque hacía un momento que había dejado de llover, soplaba un fortísimo viento. Los charcos brillaban en la desértica avenida Bezeq y, en medio de la oscuridad, las grandes excavadoras que había en aquel nuevo barrio de lujo que estaban construyendo frente al hospital Shaarei Tsedek parecían unos enormes y silenciosos animales. Michael bajó las ventanillas del coche y aspiró a pleno pulmón aquel aire tan limpio cargado de olor a lluvia y a tierra mojada. Por un momento le pareció que Jerusalén olía como el jardín de la casa de su infancia, el olor de los vapores que ascienden de una tierra húmeda, el aroma de una oscuridad en la que no había amenaza alguna, sino pura paz. Hasta podía uno llegar a pensar que se trataba de una ciudad normal cuyos habitantes se encontraban tranquilamente recogidos en sus casas mientras dormían a salvo de cualquier mal. Como las calles estaban vacías -sólo dos coches patrulla circulaban por la carretera que discurre por el Valle de la Crucifixión, junto con unos pocos taxis en busca de posibles clientes trasnochadores-, llegó en tan sólo siete minutos y aparcó el coche, tal y como le había explicado el inspector de homicidios, en la calle Nissim Bahar, muy cerca del mercado de Mahané Yehuda, frente a las escaleras que llevaban a la empinada y estrecha calle Beer Sheva, a la que el vehículo ya no tenía acceso. («Hay una forma de acceder en coche», le había dicho el inspector, «si eres jerosolimitano, pero hasta que acabe de explicártelo ya te ha dado tiempo a ir y a volver un par de veces». A pesar de que Michael llevaba treinta años viviendo en Jerusalén y de que había estudiado la secundaria en un internado de la ciudad, seguían sin considerarlo como un auténtico jerosolimitano.) Salvó con unas cuantas zancadas los estrechos escalones y se detuvo frente al foco que habían encendido delante de la puerta de hierro pintada de blanco y frente a una cabeza de cordero de la que todavía manaba sangre y que se columpiaba al viento colgada de una soga atada en la parte superior del marco de la puerta. Los ojos marrones y redondos del cordero estaban completamente abiertos con una expresión de inocencia y confianza.
– Yosi Cohen, ¿no me recuerda? -le dijo ofendido el inspector de policía-. Pero si nos conocemos de la bar mitzva del hijo de Balilti -añadió, y, con una mano, se cerró el cuello de piel mojada del abrigo militar-. Acaba de llegar -dijo por el receptor-transmisor que llevaba en la otra mano, y a Michael-: Suerte que haya podido usted venir, porque estoy al borde de un ataque de nervios; también he avisado a Balilti, porque todavía tengo que redactar el INCA.
– ¿Qué es lo que tiene que hacer? -le preguntó Schreiber, que en ese momento llegaba a donde estaban ellos y había oído las últimas palabras-. ¿Es eso hebreo? ¿Qué es lo que tiene usted que hacer?
– Pues redactar el informe del caso -le respondió con impaciencia el inspector-, escribir una relación de todo lo que ha sucedido aquí y entregársela al director de los servicios secretos -y dirigiéndose ahora a Michael dijo-: Nuestro amigo Balilti se encuentra de camino hacia aquí, porque, en cuanto se ha enterado de que usted venía, también ha querido asistir. Pero todavía tardará unos minutos -añadió muy satisfecho.
– ¿No piensan ustedes retirarla? -le preguntó Michael, señalando con su cabeza la del cordero, que goteaba sangre al extremo del pedazo de soga y que se balanceaba al viento proyectando una variedad de sombras que bailoteaban a su alrededor, al igual que sobre el oscuro charco de sangre que se había ido formando.
– Ahora la retiraremos, pero no he querido quitarla hasta que… Enseguida vendrán los del departamento judicial. También había una nota ahí atada -y le tendió a Michael un pedazo de cartón en el que aparecían el dibujo de una calavera y, escritas con letras rojas y torcidas, las palabras «Tu fin está próximo»-. Será mejor que también Balilti vea esto -dijo el inspector-; ya que viene, que lo vea. Pero usted puede esperar dentro, yo me quedaré aquí fuera hasta que lleguen.
La estufa de queroseno, que estaba encendida, no servía para nada, porque en la habitación hacía un frío espantoso. El frío típico de las casas antiguas de Jerusalén, construidas con piedra, un frío intenso y espeso. Schreiber se frotó las manos y las acercó a la estufa, ennegrecida por el hollín.
– Se negaba a llamaros -dijo Schreiber mientras le dirigía a Natacha una mirada reprobatoria-, he tardado un buen rato en convencerla, hasta que al final le he dicho, tú haz lo que te parezca, pero yo no quiero líos con ellos.
– ¿Quiénes son «ellos»? -preguntó Michael.
– Los ultraortodoxos esos -respondió Schreiber mientras se acercaba a la puerta, que se encontraba entreabierta, encendía un cigarrillo y añadía-: porque está más que claro que han sido ellos, ¿no? Créame que los conozco muy bien.
La estancia era minúscula, y la ocupaba casi por completo una cama individual que en ese momento estaba deshecha. A su alrededor había unos cuantos jerséis tirados por el suelo, y enfrente, en una especie de hueco excavado en el grueso muro, aparecían colgadas unas cuantas camisas y un vestido. A los pies de la cama se amontonaban unos cuantos libros y sobre un taburete de bambú descansaba otro abierto, en ruso. Frente a la puerta de entrada había una especie de rincón que hacía las veces de cocina. En la pared que se encontraba junto al infiernillo eléctrico se veían grandes manchas de humedad y de moho, y, debajo, un cacito y una sartén, que colgaban por encima de un escurreplatos con tres platos y dos tazas, unas pocas cucharillas, dos tenedores y un cuchillo. Detrás de una puerta medio abierta se encontraba el servicio, compuesto por un retrete, un lavabo y un grifo al que habían acoplado una ducha.
Michael miró a su alrededor. Todo lo que allí había era completamente indispensable y de pésima calidad, excepto un florero que reposaba sobre la única mesa que había en la estancia y que tenía un ramo de narcisos algo marchitos, y un grabado largo y estrecho con un fino marco de madera que colgaba de la pared, sobre la cabecera de la cama. Se quedó mirando aquella extraña torre que se alzaba en medio de una gran extensión marrón -una torre que tenía un lado fuertemente iluminado, mientras que el otro proyectaba una larga sombra en la que se veía a un grupo de personas-, y se puso a pensar cómo era posible que, a pesar de la luminosidad del blanco de la parte iluminada de la torre, pareciese que aquella luz era incapaz de iluminar el mundo que la rodeaba y que las sombras fuesen mucho más poderosas que ella, dado que el color negro del fondo parecía querer inundar el cuadro entero. En lo más alto de la torre había izadas cuatro banderas que jugueteaban con el viento, a pesar de lo cual carecían de toda alegría. Todos aquellos elementos creaban un ambiente de misterio, de una soledad infinita, inconmensurable. ¿Quién sería el autor de aquella obra?, se preguntó Michael. ¿Por qué le había llamado la atención de esa manera? Justo debajo de ese grabado, entre la pared y la sencilla mesa de madera sobre la que reposaba el florero con los narcisos y unos cuantos platos con restos de jumus y de pan de pita, se encontraba Natacha, acurrucada y sin dejar de temblar, a pesar de estar envuelta en una manta militar de lana gris. Michael vio el purísimo azul de sus ojos y no le pareció que reflejaran miedo alguno.
– Parece que ni se ha inmutado -dijo Schreiber-; sólo al principio, por la impresión, ha lanzado un grito, pero después, como si nada… Ha querido limpiarlo… Dos horas me ha llevado convencerla para que llamara a la policía. Y no le he dejado tocar la sangre ni todo lo demás, porque he querido que lo vieran ustedes tal y como… Además, lo he filmado todo -y añadió con una voz muy apagada-: Eso ha sido idea suya.
– ¿Qué es lo que ha sido idea de Natacha? -preguntó Michael, mientras fuera se oía ya el alboroto de los del departamento judicial y a Balilti, que elevaba la voz-, ¿grabarlo?
– No, lo de grabarlo no, eso se me ha ocurrido a mí -dijo Schreiber-, lo de llamarlo a usted -y, queriéndose explicar, se acercó más a él-; porque Natacha dice que usted…
– Schreiber -lo interrumpió Natacha-, déjalo ya -y la voz pareció haberle brotado de aquellas manos huesudas entre las que se sujetaba el menudo rostro.
– Pero si no he dicho nada de especial. ¿No has sido tú la que me ha pedido que lo llamara porque es la única persona seria, el único a quien merece la pena llamar? -se empeñó en decir Schreiber.
– Me parece innecesario ofender a nadie -murmuró Natacha, mirando en dirección a la puerta, que se encontraba entreabierta-. Porque ahí hay más gente. Todos se merecen una buena palabra.
También las mujeres de los obreros despedidos fueron testigos del fracaso de Natacha en la televisión. En el salón de la familia Shimshi, en una aldea próxima a la frontera del norte del país, frente al enorme televisor que ocupaba la superficie completa de la brillante cómoda, oyeron primero las exaltadas y sorprendentes declaraciones que precedieron a la noticia de la situación en la que quedaban sus maridos y, después, los desmentidos y las excusas de la cadena.
– Son todos unos corruptos, se mire adonde se mire, todo es pura porquería -masculló Esti, la cuñada de Rahel Shimshi, manteniendo las manos sobre su prominente barriga, mientras Rahel la miraba con temor por lo que pudiera añadir a continuación-. No quiero quedarme aquí de brazos cruzados -continuó hablando Esti-, si les van a hacer la vida imposible, yo quiero estar con ellos.
– Una mujer embarazada no puede ir a ningún lado -sentenció Rahel Shimshi, entrecerrando los ojos como solía hacer cuando se enfadaba-. No es para eso para lo que te he llamado, sino para que consigas las llaves, nada más.
Se levantó y se fue a la cocina. También Esti se levantó del sofá que había frente al televisor y la siguió, para quedarse junto a la encimera de mármol mirando cómo su cuñada enjabonaba con verdadera parsimonia las tazas del té.
– No me puedes dejar en casa mientras todos vosotros salís a luchar contra quien sea -protestó Esti.
Rahel Shimshi fue dejando las tazas limpias y las cucharillas encima de un paño de cocina que había extendido sobre la mesa de formica y se quedó mirando a Esti.
– No pienso dejarte ir, y punto.
Por primera vez después de todos aquellos años en que la conocía, Esti, agarrada al mármol con las manos a la espalda, osó plantarle cara a su cuñada. Su pesada respiración resonaba muy clara en la cocina cuando dijo:
– Tú no vas a decirme lo que tengo que hacer, porque tengo derecho a hacer lo que quiera.
Aunque nada más decirlo, estuvo a punto de echarse a llorar de arrepentimiento. Ella no había querido que su afirmación hubiera sonado tan agresiva, porque de ningún modo quería herir a Rahel, la hermana mayor de Maxime, que siempre había sido tan buena con ella. A eso lo hubiera llamado su madre, que Dios la tuviera en la gloria, «Escupir en la mano del que te da de comer». Porque Rahel, después de dejar solo en casa a Dudi, simplemente por ir a encender con ella la segunda vela de Jánuka, le había llevado una cazuela llena de col rellena, y también sufganiyas, comportándose como si no tuviera la cabeza llena de preocupaciones, como si Shimshi y todos los demás no estuvieran detenidos… Y todo, para que Esti no estuviera sola en casa; y ahora ella…
Y es que a Rahel Shimshi no le había quedado más remedio que involucrar en todo aquello a la mujer de su hermano pequeño. Porque lo había ido a esperar al aparcamiento cubierto de la fábrica y lo había estado observando mientras maniobraba con el camión hasta aparcarlo en línea con los demás camiones, y apagaba el motor. Después lo había visto bajar pesadamente del vehículo y se había abalanzado sobre él haciéndose un lío con lo que le quería decir (y eso que Esti le había aconsejado que esperara, que esperara a que él llegara a casa, porque «es imposible hablar con un hombre hambriento», le había advertido, pero Rahel no había podido esperar). Se quedó allí plantada delante de él, llegándole apenas a la altura del pecho. ¡Quién hubiera podido creer que aquel niñito se iba a convertir en semejante gigantón! Observó sus ojos fríos, la ancha cara sin afeitar, aquella expresión neutra que parecía repetir su frase favorita: «A mí sólo me interesan los hechos», y a la vista de todo eso Rahel se sintió desfallecer. La mirada indiferente de su hermano la hizo sentir, de repente, como si le hubieran robado la infancia. En varias ocasiones había intentado decirle que no olvidara su infancia en común, que no olvidara cómo lo había llevado en brazos a todas partes, cómo lo cuidaba y cómo iba a buscarlo a la guardería sin retrasarse jamás. Y eso que, ¿cuántos años tendría ella entonces, al fin y al cabo? Pero si no era más que una niña de doce años que no podía oír llorar al bebé, mientras su madre estaba abrumada de trabajo entre los hijos y las casas que limpiaba, una niña a la que le encantaban aquellos ojos tan azules de su hermano, que la miraban esperanzados y confiados, y sus maravillosos bucles, tan claros que habían creído que de mayor sería rubio. ¡Cuánto la había querido él entonces! Cuando creció, también la seguía a todas partes, con el conejito de peluche que le habían regalado y del que jamás se separaba. ¿Adónde habría ido a parar aquel conejito? Sin embargo, ahora la miraba como a una extraña, como si fuera un estorbo, sin prestar apenas atención a lo que ella le quería decir, observándola con incredulidad mientras le pedía el camión y su ayuda para conseguir tres camiones más, oyéndola decir: «No les vamos a hacer nada, a los camiones, será sólo una noche, sólo para esa noche, cargaremos las botellas, las volveremos a descargar, y os devolveremos los camiones como si nada hubiera pasado. Y no diremos que nos los disteis vosotros, sino que os los cogimos sin permiso, así que ni siquiera os vais a ver involucrados, te lo juro»; a lo que él, a punto de soltar una carcajada, pudo contestar finalmente: «Olvídate, no tenemos nada de qué hablar, has perdido el juicio por completo ¿o qué?, en mi vida he oído nada más estúpido».
Y, a pesar de todo, cuando salían del aparcamiento de la fábrica le dijo:
– Dile a Esti que le he hecho la col rellena que tanto le gusta.
– La mimas demasiado -le gritó ya desde lejos-, ¿vas a seguir así toda la vida? ¿Cuando dé a luz también vas a seguir llevándole todo lo que se le antoje?
– Dile que iré dentro de una hora -le dijo Rahel a Maxime-, y que comeremos sufganiyas y encenderemos la segunda vela de Jánuka.
Ahora se encontraba en la cocina frente a Esti, a la que, aunque estaba apoyada en el mármol de la cocina, Rahel escuchaba como si se encontrara a una gran distancia:
– No pienso dejarte sola en esto, porque necesitas el máximo de apoyo, así que vamos a llamarlas a todas para que vayan contigo.
– Sabes que no tengo permiso de conducir -murmuró entonces Rahel Shimshi.
– Pero yo sí y también Sarit y Simi -le recordó Esti-, y hay mucha más gente… Por una vez en la vida, deja que los demás te ayuden…, tú no tienes por qué hacerlo sola… Ahora mismo llamo a Tiki y ya verás la que vamos a armar.
– Pero ¿cómo vas a poder con esa barriga? ¿Cómo vas a cargar con las cajas de botellas? Pero si pesan muchísimo, aunque estén vacías.
– Vale, de acuerdo -le dijo finalmente Esti, mientras marcaba el número de Tiki en el teléfono colgado de la pared de la cocina-, pues no levantaré ninguna carga, eso que lo hagan todos los demás.
– ¿Los ultraortodoxos? -preguntó Michael-. ¿Por lo que ha salido en el informativo?
– No, eso no son más que tonterías, calderilla -dijo Schreiber-, se trata de algo… -y se calló, al tiempo que miraba a Natacha con preocupación.
– Es que hay un asunto muy serio -dijo ella finalmente-, que no tiene nada que ver con lo de las subvenciones esas… Me han dado una pista equivocada a propósito, para hacerme quedar mal y que ya no me pueda ocupar del otro asunto, para que ya no me permitan… Porque la verdad es que no sé si ahora me van a dejar investigar nada más…
– Te dejarán, te dejarán… -le prometió Schreiber-, seguro que Hefets te lo permite y que se encarga de convencer a Tsadiq.
– Puede, quizá sea así… -dijo ella mirando hacia la puerta de entrada-, pero ¿quién se lo va a decir a Hefets?
– Comprendo que no quieras revelar las fuentes -le dijo Michael-, pero nos tienes que orientar, darnos un hilo del que tirar, algo… Porque tendríamos que saber, más o menos, de lo que se trata.
Natacha lo miró con recelo y después miró hacia la puerta. Michael corrió a cerrarla.
– Ya está, nadie nos oye, solamente nosotros.
– Lo que pasa es que… -dijo dubitativa- hace un tiempo oí que… Yo… tuve la ocasión de… En resumen, que me enteré de un asunto muy importante acerca de grandes sumas de dinero, un dinero que está en manos del rabino Aljarizi; aunque no es sólo él…, también hay otros implicados… Se trata de mucho dinero, de maletas llenas, de cajas enteras repletas de dólares, de oro, de todo lo que usted se quiera imaginar… Y lo sacan clandestinamente de Israel, se lo llevan al extranjero, lo que se llama evasión de capital.
– ¿Y sabes adónde se lo llevan?
– Creemos que a Canadá, y parece ser que es para hacer algo importante que todavía no está del todo decidido. Se trata de un caso de corrupción sin precedentes aquí.
– Cuesta creerlo -balbució Michael.
– ¿Cómo? -saltó entonces Natacha-. ¿No me cree?
– No, no es eso -se apresuró a responder Michael-, lo que he querido decir es que cuesta creer que pueda todavía existir un caso de corrupción sin precedentes.
– Pues es más que un hecho -dijo Natacha-, y ellos todavía no saben hasta dónde he llegado en este asunto… Schreiber y yo… Pero hoy…, después de haber estado junto a la casa de Aljarizi y de que Schreiber hubiera entrado…, seguro que han empezado a sospechar…
– La vida de Natacha corre peligro -dijo Schreiber-, créame, esto no va a terminar con una cabeza de cordero… esto es… como… como la cabeza del caballo en El padrino, porque de ahí es de donde han sacado la idea.
En ese momento la puerta se abrió de golpe, y Balilti, jadeando, irrumpió en el interior de la estancia y miró a su alrededor.
– Como los estudiantes… -dijo, como si hablara consigo mismo-, así vivíamos cuando éramos jóvenes… Hacía ya años que no… Esto está como para cogerse una pulmonía; dime, ¿no tienes frío, aquí, con toda esta humedad?
Natacha se encogió de hombros.
Balilti se colocó frente a la cama y la apuntó con el dedo.
– Pero ¿no eres tú la de la tele? -le preguntó entusiasmado-. ¿No eres tú la que ha dicho en las noticias lo de las escuelas rabínicas…?
Natacha clavó la mirada en la oscuridad exterior, porque Balilti había dejado la puerta abierta.
– La han engañado -se apresuró a decir Schreiber-, ella no tiene la culpa, la han engañado.
– Eso lo comprendimos de inmediato, no hay que ser ningún lince para darse cuenta -dijo Balilti-. Con ellos no basta tener mil ojos, hay que comprobarlo todo muy bien, porque… -pero mirando de repente hacia atrás, añadió en un susurro con un cierto matiz de alerta-, pero ahora no hablemos de eso, porque el personal del departamento judicial…
Un hombre con barba y kipá entró en la habitación.
– Lo hemos recogido todo -le dijo a Michael-, hemos envuelto la cabeza y el resto de las cosas. Hemos intentado tomar huellas, pero estoy convencido de que han utilizado guantes. No han dejado ningún rastro, ni una bolsa de plástico, nada, han actuado como unos verdaderos profesionales. También hemos limpiado un poco, pero es difícil ver en la oscuridad… Me avergüenza que pueda haber gente así -afirmó cuando se marchaba, y al llegar a la puerta, añadió-: encima se atreven a llamarse religiosos.
Balilti dejó el libro ruso en el suelo y se sentó en el taburete de bambú, mientras Schreiber se quedaba de pie junto a la puerta. Michael estaba apoyado en la mesa y, de vez en cuando, levantaba la vista hacia el cielo negro y verdoso que coronaba la torre del grabado colgado sobre la cabecera de la cama, mientras escuchaba con aire distraído las preguntas que Balilti le formulaba a Natacha.
– No lo entiendo -se empeñaba en repetirle Balilti-, o sea que primero recibiste la información en una cinta, pero ¿quién te la dio?
– Una mujer, no la conozco.
– Pero él dice -y señaló con la cabeza en dirección a Schreiber-, que esta noche también ha aparecido una mujer, también ultrarreligiosa, que te estaba esperando con otra… que le ha entregado a él otra cinta, ¿no es cierto?
Natacha permaneció en silencio.
– ¿Se trataba de la misma mujer? -añadió, dirigiéndose ahora a Schreiber.
Schreiber arqueó los labios como si dijera: «¿Y cómo voy a saberlo yo?».
– ¿No me contestas? -le dijo a Natacha, empezando a ponerse nervioso.
– No puede revelar las fuentes de algo que todavía no… -intentó explicarle Schreiber.
– Dime, ¿es que aún no has aprendido la lección? ¿No has visto cómo se las gastan y cómo te la han dado? -le preguntó Balilti.
– Ahora ya no es lo mismo -acabó por decir Natacha, mientras se frotaba la pálida cara. Por un instante pareció que su fina piel, tan transparente, adquiría un tono rosado, y que una chispa de rebelión destellaba en el inocente azul de sus ojos cuando mirando a Balilti le repitió-, ahora es algo completamente diferente.
– Está bien. Qué más puedo decirte, que cada palo aguante su vela, ¿no te parece? Pero luego no vengas a decirme que no te lo advertí -y dirigiéndose a Michael añadió-: Libero a Yosi Cohen y me quedo con la cinta en la que Schreiber ha grabado todo esto -y haciéndole una señal a Schreiber para que lo acompañara, salió con él de la habitación.
– Lo mejor sería que te fueras de aquí por unos días -le dijo Michael a Natacha, mirando a su alrededor-, porque, aun suponiendo que no estés amenazada de muerte, no tienes por qué aguantar algo así cada vez que vuelvas a casa por la noche.
Natacha apartó la manta a un lado, estiró las piernas, se sentó en la cama y lo miró con el candor más absoluto. Pero las comisuras de sus largos y estrechos labios adoptaron un gesto de rebeldía que le confería al rostro una expresión amarga y madura. Columpió los pies -a pesar del frío estaba descalza, tiradas en el suelo, debajo de la cama, había unas botas y unos calcetines de lana-, y él se fijó en que eran muy estrechos en su desnudez. Aquellos pies tan delicados y vulnerables tenían algo que lo movía a uno a la compasión.
Natacha inclinó la cabeza y se quedó mirando las losas de piedra del suelo.
– No entiendo por qué les ha afectado tanto, cualquiera diría que nunca han visto ustedes… Pero si se pasan la vida viendo cadáveres de personas, y esto, al fin y al cabo, no ha sido más que…
– Tienes toda la razón -reconoció Michael-, es que ha sido la sorpresa. Cuando lo llaman a uno para ir a ver un cadáver -continuó pensando en voz alta-, ya sabe a lo que atenerse. Pero esto ha sido algo inesperado… ¿No quieres decirnos nada más? ¿Aunque sea algo muy pequeño por lo que empezar a tirar del hilo?
– No puedo -le dijo Natacha-, es demasiado… No hasta que… Es que se trata de un delito… criminal…
– ¿Cómo que criminal?
– Lo que he descubierto ahora.
– ¿Y no hay nadie que lo sepa excepto Schreiber?
– Arieh Rubin también lo sabe -dijo finalmente-, pero también él se ocupa de unos casos… De él me puedo fiar por completo, porque no teme a nadie, no tiene ni Dios ni amo.
– Pero supongo que ahora no estará de humor para estas cosas, con lo de la muerte de…
– Rubin siempre está de humor para cualquier cosa -lo interrumpió Natacha-, Rubin es… ¿Cree usted que porque Tirtsa haya muerto él va a dejar de trabajar? Él sigue muy ocupado con su reportaje sobre los médicos y con la película de Beni Meyujas…
– Escúchame, querida mía -le gritó Balilti desde la puerta-, tú aquí hoy no te quedas, ¿me has entendido?
Natacha se quedó callada.
– ¿No tienes adonde ir? ¿Algún familiar, algún amigo?
– No tiene a nadie -se entrometió Schreiber-, está sola en el mundo, como suele decirse. Déjelo, que dormirá en mi casa.
– Ni hablar -intervino Balilti-, con todos mis respetos, pero eso va a ser de todo punto imposible, porque también usted, si no he entendido mal…
– ¿Se lo has contado? -le gritó Natacha-. ¿Qué es lo que le has dicho?
– Nada, te lo juro -le respondió Schreiber, poniéndose la mano sobre el corazón-, sólo me ha preguntado dónde hemos estado y le he dicho… Él ha deducido por sí mismo que hemos estado al lado de la casa de Aljarizi…
– No tienes por qué preocuparte -le dijo Balilti a Natacha-, que nadie se va a enterar por mí de nada. Pero lo de ir a dormir a su casa, no va a poder ser, porque cualquiera sabe lo que os puede estar esperando allí -y señaló a Schreiber-. Es muy probable que en su casa esté la otra parte del cordero, el cuerpo, así que mejor será que pasemos por allí y veamos cómo está la situación antes de que nos vuelvan a llamar. En cuanto a ella, ¿y si nos la llevamos con nosotros al despacho, y así, de paso, puede prestar declaración? -le dijo a Michael.
Schreiber permanecía en silencio mirando a Natacha.
– ¿No podría llevársela usted a su casa? -le preguntó, de repente, a Michael-. Yo ya me las arreglaré -añadió enseguida-; puedo ir a casa de mi hermana, aunque sea a medianoche. Vive en Shaarei Hesed, muy cerca de aquí. Pero lo que no puedo es llevar allí a ninguna chica, ni siquiera… Mi hermana es muy religiosa y tiene un montón de niños, no entendería que…
– Tú no eres nadie para decirme adonde tengo que ir -le dijo Natacha furiosa-, sé cuidar muy bien de mí misma y…
– Tú te vienes conmigo -sentenció Michael-, porque de cualquier modo tenemos que tomarte declaración, así que lo podemos hacer ahora.
Natacha cogió su bolso de lona, le dio una palmadita en el brazo a Schreiber, que en ese momento salía por la puerta, esperó a que Michael saliera a continuación y echó la llave a la puerta blanca de hierro. Después la dejó debajo del tiesto vacío que había a la entrada, y siguió obedientemente a Michael hasta el coche.
En menos de diez minutos estaban en la comisaría de Migrash Ha-Rusim. Una vez allí, él la guió hasta su despacho, puso encima de la mesa las carpetas de cartón apiladas en una silla al otro extremo de la mesa y le indicó que se sentara.
– ¿Un café? -le preguntó Michael, y ella asintió con la cabeza-. ¿Azúcar? ¿Leche?
– Solo -le respondió Natacha, y él le miró las huesudas manos y el flaquísimo cuerpo, y estuvo a punto de decirle que bien podría permitirse tomarlo con azúcar, aunque se limitó a dirigirse al termo del agua caliente que estaba en el pequeño cuarto adyacente.
Cuando regresó a su despacho con los dos cafés, vio que ella había colocado los brazos encima de la mesa y que tenía la cabeza apoyada en ellos. En el silencio que se hizo al cerrar la puerta tras de sí, oyó su respiración, muy rítmica, y creyéndola dormida se sentó en su silla, frente a ella, y empezó a remover el azúcar de su propio café. También ahora necesitaba (deseaba, ansiaba, anhelaba) un cigarrillo, se dijo a sí mismo, mientras miraba el desangelado café. Desde que había dejado de fumar le parecía que el café había perdido su sabor. Natacha alzó la cabeza. Tenía los ojos abiertos de par en par.
– Te he despertado -se disculpó Michael.
– Qué va, si no estaba dormida, sólo descansaba un momento -le dijo, y de repente le sonrió, dejando a la vista unos dientes blancos y menudos, unos dientes de niña pequeña-; mira por dónde resulta que aquí se puede descansar -se sorprendió-, porque se siente uno seguro.
Michael se rió.
– ¿De qué se ríe? ¿Qué va a poder pasarme aquí?
– Nunca he oído a nadie decir que se sintiera seguro en mi despacho. La palabra seguridad no es precisamente la que más he oído aquí -le dijo pensando en voz alta-, hay que ser realmente… No temer nada… Lo que quiero decir es que quien diga algo así no puede sentirse culpable de nada…
– ¿Y por qué iba a sentirme culpable? -se sorprendió Natacha-. ¿He hecho algo malo?
– ¿Desde cuándo tiene que ver una cosa con la otra? -le sonrió Michael-. Porque basta con estar vivo para que uno se sienta culpable.
Natacha cogió la taza de café con las dos manos y clavó la mirada en un punto indeterminado de la mesa.
– Habría que hacerle a alguien muchísimas perrerías para que dejara de sentirse culpable -le dijo Michael.
– Ah, pues en eso de hacerle a uno perrerías podría decir que tengo hasta una cátedra -dijo Natacha-; pero lo que no puedo soportar es que la gente se compadezca de sí misma. La mayoría de las cosas que te suceden desde que dejas de ser niño son responsabilidad tuya. No puedo con las personas que lloran por lo que les han hecho y que no piensan en su parte de responsabilidad.
– ¿Ni siquiera si las amenazan de muerte cuando están desempeñando su trabajo? -le preguntó Michael, y tomó un trago de su café sin apartar la mirada de la cara de ella.
Natacha miró el interior de su propia taza y después lo miró a él, antes de espetarle fríamente:
– Qué forma más elegante de volver a nuestro asunto.
Michael abrió los brazos con un gesto que quería indicar que no le quedaba otro remedio.
– Ya te lo he dicho: estás aquí para que declares y nos aclares ciertos puntos. No puedes seguir guardando secreto sobre los informadores que…
– No sólo puedo, sino que debo hacerlo -dijo Natacha-: no me queda más remedio, mi carrera estaría completamente acabada si ahora digo aunque sea media palabra. Y, además, ¿qué me va usted a hacer?, ¿encerrarme?
– Pues entonces -le dijo Michael después de un breve silencio-, sin entrar en detalles, dime quién puede estar interesado en dejarte de recuerdo un regalito como ése. ¿Alguien te odia? ¿Tienes algún enemigo?
Natacha se rió por lo bajo.
– ¿Quién no los tiene? -preguntó al instante-. Basta con que… ¿Cómo lo ha formulado antes? Basta con estar vivo para que alguien te odie o sea tu enemigo, aunque no hayas hecho nada. Pero si encima quieres ser periodista, eres joven, y tienes un lío con el director de los informativos de la cadena, entonces ya…
– Crees que has podido despertar envidias -le dijo Michael tranquilamente.
– Sí, pero eso no tiene nada que ver con… -empezó a decir, pero se arrepintió.
– ¿No tiene nada que ver con la cabeza de cordero?
– Sí, eso es por lo de la investigación que estoy llevando a cabo ahora, es como si… quisieran meterme miedo porque he descubierto algo importante. Pero yo no tengo miedo, sino todo lo contrario, porque sé muy bien que los he puesto muy nerviosos.
– Con esas sumas de dinero, no es de extrañar -dijo Michael-, habrá incluso que pensar en ponerte protección policial.
– ¡Protección! -clamó ella-. ¿Un guardaespaldas, o algo parecido? ¿Alguien que me siga a todas partes y sepa siempre lo que estoy haciendo?
– Tenemos que pensarlo -dijo Michael-; ya veremos.
Después de un momento de silencio, Natacha le preguntó con un tono infantil si se podía quitar las botas.
Michael abrió las manos como dándole a entender que tenía su permiso y se quedó mirándola mientras se las quitaba con gran esfuerzo y estiraba las piernas hacia delante.
– Natacha -le dijo de repente Michael, y ella se incorporó en su silla y lo miró con unos ojos abiertos como platos-, ¿crees que la muerte de Tirtsa Rubin fue un accidente?
– Yo… -se sorprendió-, yo… Pues no tengo ni idea… No es una gente que… Yo no sabía nada de ella.
– Sí, ya lo sé, pero ¿tú que crees?
Natacha se quedó en silencio.
– Porque a Rubin sí lo conoces bien -le dijo Michael.
– A Rubin sí, pero él… -se detuvo como si estuviera buscando la palabra adecuada-, es la persona más…, de verdad, la más… No hay mucha gente como él, créame, y sé cosas personales suyas que… -y un tono de orgullo se había mezclado en sus últimas palabras.
– ¿Como qué, por ejemplo? -le preguntó Michael, como quien le pregunta a un niño por sus logros.
– Por ejemplo…, por ejemplo… lo mucho que ha ayudado a Niva, sobre todo desde el punto de vista económico…; porque no podía reconocer al niño así como así para que todo el mundo se enterara, pero nunca la ha abandonado… O con su madre, por ejemplo.
– ¿Qué le pasa a su madre? -le preguntó Michael.
– Que está en una residencia, en Baka. ¿Conoce usted esa residencia de ancianos que está en la carretera de Belén? ¿Esa que es para los que vinieron de Europa? ¿Tiene usted idea de lo que cuesta al mes? ¿Y quién cree usted que se lo paga?
– Es hijo único -le recordó Michael.
– Y no tienen más familia, porque son supervivientes del Holocausto. Y ella tiene ya… Todos los días tiene que ir a visitarla, para hablar con los médicos y todo lo demás. Hace unos días tuvo que… porque se le había terminado una de las medicinas… Y Rubin lo dejó todo, el reportaje a medio montar, y salió corriendo para llevarle lo que necesitaba…
– ¿De qué medicamento se trataba?
Ella lo miró muy sorprendida.
– No tengo ni idea -le dijo-, ¿qué más da? Era algo para el corazón, pero no me acuerdo, sólo que era algo muy urgente, no sé… Yo estaba allí por casualidad cuando lo llamaron, y eso es lo que me pareció entender… Pero eso no tiene importancia, lo que importa es que Rubin es una persona maravillosa…
– ¿Y Beni Meyujas?
– A él no lo conozco tanto… Aunque es el mejor amigo de Rubin, así que seguro que…
– ¿Y Hefets? -le preguntó Michael.
– Hefets -dijo Natacha poniendo los ojos en blanco-, Hefets es otra historia.
– ¿En qué sentido? -le preguntó Michael.
– Es uno de esos tipos que… No se lo puedo explicar, es que no es una persona fácil, no es como… La gente sólo le hablará de lo ambicioso que es, pero puede llegar a ser una persona muy… cálida y atenta. Es que yo no… En resumen, que es muy complicado…
– Habéis mantenido una relación muy estrecha -le recordó Michael-, una relación íntima, ¿podría decirse que fue una relación amorosa?
– No podría -sentenció Natacha-, nunca lo he amado, ni por un solo instante, él sólo… yo… Si alguien mayor y tan importante como él simula interesarse por alguien como yo, pues… Fui incapaz de permanecer impasible…, indiferente…
– ¿Como si lo estuviera de verdad pero sin estarlo? -preguntó Michael.
– ¿Cómo? -dijo ella confundida.
– Que simulaba estar interesado por ti sin estarlo -le explicó.
– Pues ¿qué se había creído usted? -le preguntó ella en tono burlón-, ¿que alguien que me dobla la edad, que es el director de los informativos, casado desde hace un millón de años y con hijos ya mayores, podía ir en serio conmigo?
– ¿No crees que alguien pueda enamorarse de ti de verdad? -le preguntó Michael.
Ella se quedó mirándolo largamente, bajó los ojos y dijo:
– Ni siquiera sé lo que es eso, es decir… que una persona ame a otra. ¿Qué es lo que eso significa, exactamente?
– ¿Y qué hay de Schreiber? Él se preocupa por ti y hasta se pone en peligro.
– Él… -dijo confusa-, lo suyo es compasión, o… incluso podría decirse que… Schreiber es simplemente una persona con un corazón de oro, eso es lo que es, pero eso no tiene nada que ver con el amor -y volvió a apoyar la cabeza sobre los brazos-. Estoy muerta de cansancio -le dijo, ahora con una voz muy apagada-, así que si quiere algo escrito por mí, hagámoslo ahora, antes de que me quede dormida aquí en la mesa.
A las seis de la mañana, cuando el cielo estaba todavía completamente oscuro y la lluvia volvía a hacer su aparición, ya estaban también Balilti y Schreiber en el despacho de Michael, removiendo el azúcar de sus respectivos cafés. Balilti, además, estaba muy atento a las carreras que oía por los pasillos, a los ruidos chirriantes de los walkie-talkies y a las sirenas de los coches patrulla.
– ¿Qué habrá pasado ahora? -preguntó Balilti-. Llama tú a vuestros radioescuchas y yo llamo al mío -le dijo a Schreiber-, y a ver quién se entera antes -lo picó-. Aquí no hay cobertura -masculló Balilti y salió al pasillo, acompañado de Schreiber.
Pasados unos minutos regresaron de nuevo.
– No me lo puedo creer -dijo Balilti-, no hay… ¿Cómo sueles decirlo tú, Michael? Ah sí, «Los caminos de Dios son inescrutables».
– Eso no es exactamente lo que yo digo -lo corrigió Michael.
– Vale, pues ¿qué es lo que dices?
Michael suspiró.
– De acuerdo, perdona, «Los milagros son ilimitados», eso es lo que dice. ¿Me oyes? -y miró a Schreiber.
– Pobrecillas -dijo Schreiber-, me dan muchísima pena.
– Pero ¿qué es lo que ha pasado? -preguntó Natacha, mientras se ponía una de las botas.
– Las mujeres de los despedidos de la fábrica Jolit -le dijo Schreiber.
– ¿Qué es lo que les ha pasado? -preguntó Natacha.
– Pues que se han metido en un buen lío -dijo Balilti rascándose la coronilla-. Las entiendo muy bien, pero en menudo lío se han metido… ¿Lo habéis oído? Todos los vehículos de la fábrica, unos siete camiones…
– Pero ¿qué es lo que han hecho?
– Yo te voy a contar lo que han hecho -le dijo Balilti-: los han robado… Han cogido los camiones de la fábrica…, los han cargado con botellas vacías… Han vaciado todos los almacenes de la fábrica… Cuando los chóferes han llegado a la fábrica ya no había nada, ni camiones ni…
– ¿Y dónde están ahora? -le preguntó Natacha.
– Van a ponerse en algún cruce…, todavía no se sabe cuál… Quieren tirar todas esas botellas en algún cruce, bloquear las carreteras; en resumen… problemas.
– ¿Y nadie puede detenerlas? -preguntó Natacha.
– Todavía no las han detenido, por cuestiones organizativas…
– ¿Está Dani Benizri con ellas?
– ¡Cómo va a estar con ellas! ¿Qué te crees, que se va a arriesgar por ellas?
Natacha se encogió de hombros y optó por callarse.
– ¿Harías tú una cosa así? -le preguntó Schreiber-. ¿Irías con ellas?
– No lo sé -dijo Natacha-, pero esto sí que da para un buen reportaje, eso seguro.
– No le haga caso -le dijo entonces Schreiber a Michael-, la ambición le ha hecho perder el juicio.