171454.fb2 Asesinato en directo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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– Aquí está el line-up, a pesar de todo hemos logrado terminarlo a tiempo -dijo Niva, y dejó sobre el escritorio, frente a Tsadiq, una hoja con la lista de los temas para las noticias de la tarde-. Échale un vistazo -añadió, ahora con cara de sorpresa, mientras le ponía delante una hoja idéntica a Erez, el jefe de edición, que estaba sentando cerca de Tsadiq, y otra frente a la silla vacía que se encontraba a su lado-. Mira esto, es una locura que todo el mundo esté aquí ya, nunca en mi vida había visto este lugar tan lleno a estas horas.

Tsadiq presidía la gran mesa rectangular. Una luz pálida, que entraba en el despacho a través del gran ventanal de vidrio manchado por gotas de lluvia ya secas, iluminó las puntas grises de su pelo corto y las huellas que le habían dejado en el rostro los acontecimientos de la última noche: unos ojos enrojecidos y unas ojeras oscuras que daban a su cara redonda una expresión de libertino extenuado. Miró los rostros de los presentes, que le devolvieron unas miradas muy serias, y luego alzó la vista hacia el reloj que colgaba de la pared de enfrente, detrás de las dos pantallas que emitían los programas de la primera y de la segunda cadena. Quiso darle una respuesta ingeniosa a Niva, la veterana secretaria del departamento de informativos, conocida por su lengua viperina, pero Aviva, su secretaria personal, se le adelantó. Aviva, como siempre, se encontraba sentada detrás de él, en una silla tapizada, como si no estuviera oyendo nada. En aquel momento se examinaba con detenimiento la línea oscura que perfilaba sus carnosos labios, después enroscó la barra de carmín, introdujo el espejo redondo en su pequeña funda y lo metió en el bolso. Cerró la cremallera con un gesto rápido, dejó el bolso debajo de la silla de Tsadiq y dijo:

– Lástima que tenga que morir alguien para que la gente llegue puntual a la reunión de la mañana -y luego movió hacia un lado su larga pierna y añadió-: Aunque ya son la ocho y veinte, así que incluso hoy algunos todavía se retrasan -y fijó la mirada en su muslo y su tobillo fino.

Tsadiq alisó enérgicamente los bordes de la hoja y subrayó las líneas de la tabla con el mismo bolígrafo con el que antes había golpeado la mesa para pedir silencio. Marcó los números que indicaban el tiempo destinado a cada reportaje, y también las letras impresas en la columna de los temas. Puso dos signos de exclamación junto a las palabras «tomando impulso», que estaban escritas al lado del título «Hoy huelga». Miró por el rabillo del ojo el cuero cabelludo rosado de Niva, que asomaba por entre los mechones rojos y cortos de su escaso cabello. Hacía unos días que había aparecido por sorpresa con ese corte de pelo y teñida de rojo, en lugar de los rizos grises y desordenados que llevaba antes.

Entonces Niva se inclinó hacia la pierna de Aviva, tocó su zapato rojo brillante y susurró:

– ¿Es nuevo?

– No me creerás si te digo que sólo me han costado ciento veinte shekel; y son de piel, italianos, y mira qué forma le dan a la pierna -le comentó Aviva mientras le sonreía y se arreglaba con esmero los bordes de su fino jersey azul, cruzaba las manos y se quedaba sentada muy derecha, con el pecho hacia delante.

Tsadiq observó por un instante a aquellas dos mujeres, tan diferentes entre sí; solía pensar que Niva era una persona que «se daba por vencida», expresión que había aprendido de Rubin, y que significaba que era alguien que no hacía ningún esfuerzo por realzar su feminidad. Rubin le explicó una vez, en un viaje al extranjero, que las mujeres que dejaban de teñirse el pelo y de vigilar su figura, aquellas que se cubrían el cuerpo con camisas de franela a cuadros y medias gruesas de lana, aunque repitiesen una y mil veces que estaban a favor de «la naturalidad» y que se habían hartado de actuar como muñecas y estaban luchando por liberarse de todas aquellas tonterías dictadas por los hombres, realmente eran mujeres desesperadas, que se daban por vencidas ante la posibilidad de gustar a los hombres, lo mismo que ante la necesidad, y de mostrarse como mujeres que todavía creían en la existencia de alguien que pudiera amarlas, e incluso de fingir que tenían la esperanza de encontrar a alguien así. Habría que suponer, pues, que Niva envidiaba a Aviva, o que la despreciaba, ya que la apariencia de Aviva era totalmente opuesta a la suya: una rubia guapísima que, según sus cálculos, tendría ya más de cuarenta años y a la que sin embargo nadie echaría más de treinta y cinco, con los párpados tersos, las pestañas larguísimas, y una risa siempre tintineante que brindaba a cualquier hombre que se le pusiera delante mientras se acariciaba con una uña larga y roja el contorno de sus carnosos labios, como prometiendo algo… Si no la conociera desde hace tantos años habría creído que… Pero mejor no pensar en ello… porque sólo le causaría pesares. En vez de eso, mejor sería que empezara con el line-up. Cada mañana tenía que sermonearlos recordándoles lo importante que era que todos estuvieran atentos en la reunión de la mañana, que empezaran a tiempo el repaso de las críticas de la noche anterior para pasar después, rápidamente, a hablar del primer line-up del día, que todavía sería modificado decenas de veces, pero de nada le servía reprenderlos. Llevaba ya tres años intentando llamar su atención con palmadas y gritos, y ahora, de repente, como había ocurrido una tragedia, los tenía a todos disciplinadamente sentados alrededor de la mesa; o a casi todos.

– Qué lástima que haya tenido que ocurrir una tragedia -dijo, y se quitó las gafas-, para que todo el mundo esté aquí a las ocho y veinte de la mañana -y dicho esto volvió a golpear la mesa con su bolígrafo y exclamó-: ¡Señores, señores, ruego silencio!

– No tienes por qué pedir silencio -dijo Niva, y le colocó al lado de la hoja una taza de café-, si hoy reina aquí un silencio sepulcral -y mostrándose de pronto muy azorada, lo miró arrepentida, bajó la mirada y añadió-: Lo siento.

Aviva levantó la mano y exclamó también: «¡Silencio!». Después movió su silla a un lado para que Hefets, el director del departamento de informativos, pudiera abrirse paso y sentarse entre Erez, el editor, y Tsadiq. Este último carraspeó, y justo entonces, cuando todas las miradas estaban puestas en él, se oyó el estruendo de un taladro percutor y de un mazo de los de derrumbar paredes. Tras el vidrio del ventanal apareció la silueta de uno de los empleados de mantenimiento, que se encontraba en el despacho de los cronistas de asuntos exteriores, con el taladro en una mano mientras se cubría la boca con la otra a causa del polvo.

– No me lo puedo creer -murmuró Tsadiq-, ¡justamente ahora! Esto es absurdo, es como… como una… como una película de los hermanos Marx.

– ¡Parad ahora mismo! -gritó Niva-. ¡Detened eso! -añadió, corriendo hacia el ventanal y golpeando el cristal con el puño.

El empleado de mantenimiento se retiró y cesó el sonido de la perforadora. El mazo golpeó un par de veces más hasta que se oyó cómo se derrumbaba la pared.

– Compañeros -dijo Tsadiq, con una voz baja y ronca, mientras garabateaba en la hoja que tenía delante-, primero, quiero decir unas palabras sobre la tragedia que hemos sufrido, porque esto ha sido una verdadera tragedia -suspiró, levantó la cabeza y se topó con la mirada de Dani Benizri, el cronista de temas sociales y sindicales, que estaba sentando al otro lado, casi al fondo de la mesa, con la barbilla apoyada en la mano-. Porque tragedia es la palabra exacta. Hemos perdido a nuestra querida Tirtsa. Quienes trabajaron con ella saben muy bien la pérdida que ello supone. Porque esta mujer…, qué se puede decir… Decir Tirtsa Rubin es decirlo todo. ¿No es así?

El teléfono no dejaba de sonar y Niva se apresuró a descolgar. Medio escuchando, Tsadiq la oyó exclamar en voz baja: «¿Cómo que te ha has confundido en el montaje?», y enseguida miró la cara fina, sombría y larga de Dani Benizri, que se irguió en su asiento y se frotó la cicatriz fina y rosada que le iba desde la ceja derecha hasta la oreja, mientras asentía con la cabeza.

– Hasta se podría decir que ha sido muy simbólica la manera en que… -prosiguió Tsadiq, que no tenía la intención de dejar que el teléfono, Niva, o cualquier otra cosa le impidiera ahora decir lo que había estado preparando y memorizando desde las seis de la mañana para la ocasión-, la manera en que sucedió todo, al otro lado de los bastidores y junto al almacén de los decorados. Un accidente horrible, pero… -ahora ya oían los murmullos que se habían ido formando a su alrededor, frases deslavazadas que resonaban entremezcladas en sus oídos («¿Murió enseguida?», le preguntó Miri, la correctora, a Aviva. «Sí, no sufrió», se entrometió Keren, la locutora).

Tsadiq puso un dedo sobre cada una de sus sienes y apretó con fuerza. Llevaba toda la noche sin dormir. No fue hasta las cuatro de la madrugada, después de haberse sentado con el oficial de policía y haber contestado a todas sus preguntas, cuando avisó a Rubin. Luego estuvo sentado con él una hora o más, en la que Rubin, pálido y tembloroso, no hizo más que asentir con la cabeza, hasta que en un momento dado escondió largamente el rostro entre las manos y después, tras incorporarse y rascarse la frente, dijo exasperado:

– ¿Cómo has dejado que Beni la viera así? ¿Por qué no me habéis avisado? Estaba en la sala de montaje, ni siquiera intentaste buscarme… ¿Quién está con él? Tengo que ir con Beni, tengo que ver a Beni.

Que me maten, pensó Tsadiq, si llego a entender por qué alguien como Arieh Rubin puede estar tan destrozado por la muerte de una mujer que lo dejó hace años y que encima haya quedado como el mejor amigo de Beni Meyujas, el hombre por el que ella lo dejó. Nadie entendía tampoco por qué ella dejó a Rubin. Todos sabían cuánto había querido a Tirtsa, a pesar de no ser una mujer especialmente hermosa y de que él mantenía relaciones frecuentes con otras mujeres. Lo que sí se oía comentar es que él las volvía locas. El mismo Tsadiq lo había visto más de una vez en acción, especialmente durante un viaje de formación que hicieron juntos a Inglaterra, hace más de diez años; nunca olvidará cómo miró a Rubin la joven ayudante de la directora del archivo de la BBC: un bombón, con el pelo rubio platino, igualita que Jane Mansfield -¡quién conoce hoy a Jane Mansfield!- y el cuerpo de una modelo de pasarela; ni cómo desaparecieron durante veinticuatro horas. Pero si hasta el día de hoy, cuando necesita algo de la BBC, le pide a Rubin que utilice sus contactos. Esa chica, según oyó también, fue ascendida más tarde, y aunque había tenido dos maridos desde entonces, por Rubin era capaz de dejarlo todo, de manera que se reunía con él siempre que se presentaba la ocasión -incluso durante una escala que él hizo en Londres de camino a los Estados Unidos-. No es que Rubin se lo hubiera contado, pero alguien los vio -y ahora Tsadiq piensa que había sido el propio Mati Cohen quien se lo había contado después, aunque no puede asegurarlo-. Sin embargo, con Tirtsa era distinto, todos sabían que fue ella quien dejó a Rubin, y no al revés, pero ignoraban el motivo. Si hubiera sido por las otras mujeres, siempre las había habido, así que ¿dónde estaba la novedad? O puede que realmente no supiera nada y de repente se hubiera enterado de la existencia de alguna por primera vez. O puede que alguien se lo contara. Miró a hurtadillas a Niva y se fijó en su perfil: cuánto había envejecido en el último año; se le había aflojado el mentón, tenía más papada, el cuello menos esbelto, todo delataba su edad, no le había servido de nada su nuevo corte de pelo, a lo garçon, ni las mechas de un color rojo intenso; parecía como si se hubiera asustado de repente de aquel aspecto tan descuidado al que se había acostumbrado y hubiera decidido esforzarse un poco por última vez. Pero nada servirá ya, ni siquiera un régimen. Ojalá pudiera preguntarle cómo se sentía ahora, una vez que Tirtsa se había ido, cómo se sentía de verdad, pero no se atrevía. Y además, para qué preguntar, cuando estaba claro que ahora tenía el camino libre y quizá pudiera cazar a Rubin, con el niño y todo eso. Resultaba extraño pensar que Tirtsa se hubiera ido a vivir con Beni Meyujas. Tsadiq nunca había entendido por qué dio ese paso. Aunque todos sabían que Beni Meyujas llevaba años enamorado de Tirtsa y que precisamente por esperarla nunca se había casado. De todos modos, comparado con Rubin, Beni era…, parecía su padre, con la cara pequeña y arrugada. No tenía ni punto de comparación con Rubin, a pesar de que eran de la misma edad. Tsadiq había tenido mucho tiempo para pensar en todo aquello, dado que llevaba toda la noche sin dormir, respondiendo a las preguntas de aquel oficial de policía: Eli Bahar. Éste vino, supuestamente, para averiguar lo que había pasado, para hablar de la posible existencia de cierta negligencia que hubiera desembocado en el accidente, pero, tras recibir una llamada telefónica -Tsadiq no oyó la conversación, sólo lo vio moverse de un lado a otro y susurrar-, había pedido la lista de ingenieros, contratistas, técnicos y Dios sabe quién más, para investigar si se había tratado de una negligencia criminal, según dijo. Al principio al inspector le había parecido que el caso estaba resuelto con el examen médico, pero después, de repente, empezó a hacer preguntas sobre la vida de Tirtsa, como si tuviera alguna relevancia. Qué irónico el que en todo esto, Tirtsa hubiera sido la más negligente. Tsadiq tuvo que explicarle al inspector general Eli Bahar que ella siempre insistía, y en esta ocasión más que nunca, al tratarse de una película de su marido y ser especialmente caros, en dejar los decorados allí donde estaban, y esta vez ni siquiera había accedido a que los guardaran en la carpintería hasta que el rodaje hubiera concluido. Desde luego, si había que hablar de responsabilidad penal, la negligencia podría achacárseles también al propio Beni Meyujas y a Hagar, que era la mano derecha de Beni y su productora. Aquel inspector general también los citó para un interrogatorio, a pesar de que Tsadiq le había explicado varias veces los métodos de trabajo de Tirtsa, cómo era ella misma la que indicaba a los trabajadores de la carpintería dónde poner los decorados y la columna de mármol. ¡Mármol! Cada vez que pensaba en aquel mármol se volvía loco. Pero ¿qué se habían creído, que él estaba nadando en la abundancia? Y todos esos argumentos de Beni, que si un actor actúa diferente si se apoya en una columna de mármol y no en una pieza de contrachapado. ¡Tonterías! Si no hubiera sido por todas esas ideas ninguna columna le habría aplastado el cráneo a Tirtsa. Tsadiq no paraba de decirles que ese gasto loco era el origen de todos sus males. Y hablando de dinero, ¿dónde estaría Mati Cohen, que había prometido acabar con la producción? Dentro de tres cuartos de hora tendría lugar en su despacho una reunión con los directores de los departamentos a la que también asistiría Mati Cohen, pero nadie lo había visto desde el día anterior. Había que detener aquella ridícula producción, que ya había costado más de dos millones -el presupuesto completo destinado al teatro-, aunque ahora dirían que no era el momento, que no sería apropiado anularle una producción a Beni Meyujas justamente cuando acababa de perder a su pareja. Porque a él, a Tsadiq, no le importaba si Tirtsa era su esposa legítima o no, él era muy liberal, no tenía prejuicios: si Beni la había presentado como su mujer, pues eso es lo que era. Lo único que le gustaría es que alguien le pudiera explicar cómo era posible que esos dos, Rubin y Beni Meyujas, siguieran siendo amigos…

Si se hubiera tratado de dos mujeres, nunca habría ocurrido algo así, le dijo a Hefets por la mañana antes de la reunión de las noticias mientras hablaban de la investigación policial: dos mujeres se habrían odiado durante el resto de sus vidas. Eternamente. Sólo dos hombres podían ser capaces de mantener una amistad como ésa.

– Aunque yo, siendo un hombre, no sé si sería capaz de algo semejante -le confesó a Hefets-, no sé si podría seguir siendo amigo íntimo de un hombre que viviera con la mujer que fue mi esposa, ni qué habría hecho si además siguiera amándola.

– Pero es que en su caso se trata de algo más que una simple amistad -le replicó Hefets-, es… como… son como… como hermanos, llevan juntos desde la infancia… Es como algo que hubiera sucedido dentro de la familia, ¿no te parece? Eran como una familia; yo mismo he oído a Rubin decir que Beni era para él como un hermano. Así es que tú, en su lugar ¿qué habrías hecho? ¿Condenar a tu hermano? ¿Qué podías haber hecho? Si eran como una familia, ¿no?

– Más a mi favor -dijo Tsadiq- Así todavía me resulta más difícil de entender, yo no habría podido.

– Nunca digas de este agua no beberé -dijo Hefets-. ¿Quién sabe de lo que es capaz? ¿Hay alguien que pueda estar seguro de eso? Yo creo que no. ¿Acaso puede saberse? ¡No! Yo mismo… -pensó en voz alta y apasionadamente, y, de repente, dejó de hablar.

Tsadiq, que siguió su mirada, vio entonces a Natacha en la entrada de la sala de noticias, con el pelo revuelto y su ropa habitual -el abrigo militar, los pantalones vaqueros y la andrajosa bufanda roja-, quieta, observando a su alrededor como si estuviera buscando a alguien, y posando finalmente en él sus grandes ojos celestes. Por un instante los miró a los dos y después se dio la vuelta y regresó al pasillo. El rostro de Hefets se ensombreció.

Que me maten, se quedó pensando Tsadiq, si entiendo los líos en los que es capaz de meterse la gente. Aunque él mismo tampoco es que hubiera sido del todo… Pero ¿con una chica de 25 años? ¿Sólo un año mayor que la hija mayor de Hefets? Eso era ya demasiado. Y encima en el trabajo, liarse con una chica que trabaja contigo, eso él nunca lo haría. O al menos no allí, quizá en el extranjero, en un sitio donde nadie pudiera… Se oyó otra vez el sonido de la taladradora y, a través de la puerta abierta, una pequeña polvareda salió de la habitación de al lado y se esparció por la sala de redacción.

– Diles que paren -le dijo a Aviva, pero ella se encogió de hombros y exclamó-: ¿Cómo voy a hacer eso? Llevo un mes esperándolos. Fuiste tú el que quisiste hacer reformas en el despacho de los cronistas de asuntos exteriores, ¿o no? Llevo un mes esperándolos y ahora que por fin han empezado no les voy a decir que se vayan. Si quieres díselo tú, llama a mantenimiento.

– ¡Parad ese ruido ahora mismo! -gritó Tsadiq-. Haced un descanso, id a tomar un café y volved dentro de media hora -añadió, mientras los dos obreros lo miraban extrañados desde la entrada de la sala de los cronistas de asuntos exteriores. Tsadiq, entonces, intentó moderar su voz-. ¿No os habéis enterado de lo que ha pasado?

El obrero que tenía la taladradora lo miró en silencio.

– ¿No habéis oído que una de nuestras principales colaboradoras murió anoche? El otro obrero asintió con la cabeza y le susurró algo a su compañero. Salieron del despacho interior, se situaron cerca de la entrada de la sala de redacción y se quedaron mirando a hurtadillas a quienes estaban alrededor de la mesa.

– Volved dentro de un par de horas -se apresuró a decirles Aviva, y dirigiendo luego a Tsadiq una mirada de reproche le espetó-: ¿Justo ahora, cuando había logrado que vinieran, cuando por fin han encontrado el momento, vas tú y los echas?

– Hay que empezar ya con el line-up, porque tenemos algunos problemas y cambios en los temas de esta tarde -dijo Hefets, y Tsadiq asintió con la cabeza, indicando que estaba de acuerdo.

Erez desplegó la hoja ante sí con gesto decidido.

– Sólo unas palabras más -pidió Tsadiq, y carraspeó-, porque tengo algo que añadir.

Erez suspiró y Hefets cubrió la hoja del guión con sus dos enormes manos.

– Todos conocemos -continuó Tsadiq con voz ahogada- la pasión que ponía Tirtsa en su trabajo y cómo se implicaba en él. Todos los que trabajábamos con ella sabemos que siempre estaba disponible, día y noche. Podría decirse que, literalmente, dio su vida por…, cómo se dice, que se sacrificó en aras de su trabajo. Creo que no necesito explicaros -Tsadiq miró los rizos rojos de David Shalit, el cronista de sucesos, que estaba sentado no muy lejos de él, y apuntó algo en su agenda de bolsillo- que Tirtsa era una artista, una perfeccionista y también una persona muy íntegra. Como sabéis ella y yo llevábamos treinta años juntos en este edificio; estábamos aquí cuando todavía no había nada, ella y yo, Rubin, Beni Meyujas y tú también, Hefets, estuvimos juntos desde el principio. Y nunca oí salir de su boca una mala palabra acerca de nadie. Sabéis… Tirtsa… Tirtsa era una persona… -se calló y miró a su alrededor porque nunca había habido un silencio como ése en la sala de redacción, jamás había podido concluir allí una frase sin que alguien le hiciera un comentario pedante-… Pero ahora -añadió despacio, subrayando cada palabra- no podemos detenerlo todo. En informativos no hay tiempo para duelos, no podemos permitirnos ese lujo y menos siendo una cadena pública -prosiguió, mirando con los ojos anegados en lágrimas a los presentes, que agacharon la cabeza-. Las noticias no esperan -añadió con solemnidad, después se calló y dejó caer la cabeza cubriéndosela con las manos.

– No tenemos otra opción -dijo en voz baja y pasándose la mano por la cabeza afeitada para después acariciarse la perilla; Hefets se animó a seguir su ejemplo-. Porque ¿tenemos, realmente, otra opción? No, no la tenemos. ¿Quién va a hacer nuestro trabajo? Nadie va a trabajar por nosotros. Lo que quiero deciros es que no tenemos opción.

Cuánto tiempo iba a poder soportar -se preguntó Tsadiq para sus adentros y distraídamente- ver cómo Hefets maquinaba de la manera más desvergonzada para usurparle el cargo. Cualquiera podía darse cuenta de que lo imitaba como un mono y repetía como un disco rayado todo lo que él decía, una y otra vez… Aquello era como para vomitar… Pero, de repente, Hefets se puso rígido y desvió la mirada hacia la puerta de la sala de redacción. Tsadiq siguió su mirada y vio junto a la puerta a Arieh Rubin. Natacha estaba a su lado, agarrándose las solapas del abrigo. La tal Natacha estaba demasiado delgada, pensó Tsadiq, y parecía bastante sucia con esa bufanda de lana que siempre llevaba puesta tapándole el cuello y el mentón y que le daba un aspecto como de huérfana, aunque la verdad era que sus ojos azules… Pero ¿por qué estaría tan pegada a Rubin? Era imposible que Rubin tuviera algo con ella. Primero porque aquella chica era de Hefets, y Rubin jamás le haría… Rubin nunca… Rubin tenía clase, nunca se permitiría liarse con… A Tsadiq le pareció que el silencio se había hecho todavía más intenso mientras todos miraban a Rubin. Entonces Niva se acercó corriendo a él, lo sujetó por los brazos, lo miró fijamente a la cara, como si estuvieran los dos solos en la sala de redacción, igual que en una película americana, y le dijo susurrante, aunque todos pudieron oírla:

– Qué tragedia tan espantosa, estábamos muy preocupados por ti, Arieh. ¿Estás bien, Arieh?

Rubin asintió sin prestarle ninguna atención, limitándose a retirar con delicadeza las manos de ella de sus brazos, después miró a Tsadiq y se dirigió apresuradamente hasta él para susurrarle al oído:

– Tengo que hablar contigo, Tsadiq, lo antes posible.

– Ahora no -le respondió Tsadiq, asustado-, después de la reunión de la mañana tengo otra con los directores de los distintos departamentos. Tendrá que ser después…, después de las diez.

– Nada de después -le susurró Rubin-, antes. En cuanto acabéis con el line-up. Es muy urgente.

– De acuerdo -accedió Tsadiq-. Pero siéntate ya.

Hefets se apresuró a mover su silla hasta pegarla a la de Erez, mientras Rubin se sentaba en un extremo de la mesa. Aviva, que estaba detrás de él, adelantó de inmediato su blanda mano y la apoyó sobre el hombro de Rubin, apretándolo suavemente, y David Shalit, al toparse con la mirada de Rubin, abrió los brazos en un gesto de impotencia. Y es que la situación era ya verdaderamente insoportable. La gente no sabía qué decir ni qué pensar. Arieh Rubin cogió la hoja y la observó, mientras Hefets seguía con la mirada a Natacha, que, tras observar a Rubin con unos ojos llenos de dudas, lanzó el bolso de lona sobre el sofá que había en la esquina, junto al bidón de agua fría.

– No nos queda más remedio que seguir adelante -insistió Hefets, apartando la mirada de Natacha, que se apoyó en la pared contigua al sofá y empezó a juguetear con los extremos de la bufanda roja de lana-, como ya se ha dicho, el duelo es un lujo que nosotros no nos podemos permitir. No, no podemos. Tenemos que hablar del line-up.

– Pues veamos entonces qué es lo que tenemos para hoy -suspiró Tsadiq-. Y lo que veo es que hoy la huelga se va a intensificar, que pasa a ser indefinida y que se adhieren a ella los taxistas y todo el sistema sanitario público, además de que no creo que tarden en echarse a la calle. ¿Cómo tenéis pensado tratar el asunto, exactamente?, ¿qué puntos vais a tocar?

– El aeropuerto y la basura -le contestó Erez-; primero un reportaje sobre la basura en Tel-Aviv, porque tenemos muy buenas imágenes para la apertura del informativo y también muchos testimonios grabados en el aeropuerto.

– Ya dije ayer que, en relación con lo del aeropuerto, hay que presentar un punto de vista interesante, nuevo, tenéis que poner a trabajadores extranjeros, a árabes -se quejó Hefets-. Ya os avisé, que saquéis a extranjeros. ¿Verdad que os lo dije? Sí que lo dije. Quizá también valga la pena telefonear a la gente que se ha quedado tirada en el extranjero, eso es lo que habría que hacer.

– Qué más da lo del extranjero, con la huelga general y la paralización del transporte público tenemos muchísimo material -lo interrumpió David Shalit, y, como siempre que hablaba de cosas que le interesaban, su frente se enrojeció y el rubor fue descendiendo hasta el borde de su mandíbula afilada, ocultando las pecas de sus mejillas-. El uno ocho ocho ya atiende gratuitamente a los viajeros que se han quedado tirados por la huelga en Tel-Aviv…

– Ayer oí que los soldados se peleaban por conseguir un asiento en los autobuses -dijo Niva desde un extremo de la mesa de reuniones, mientras intentaba desenredar el cable del teléfono rojo.

– Chicos -dijo ahora Erez levantando la voz y poniéndose rectas las gafas de montura metálica-, tenemos además el asunto del Mossad del que se va a ocupar Zohar, porque ha reunido un material excelente.

– Pero ¿dónde está Zohar? ¿No estaba en Turquía cubriendo las maniobras del ejército turco?

– Decidme -intervino Miri, la correctora, mientras se quitaba las gafas de lectura-, ¿no os parece que ya es hora de hacer algo con los mensajes que se publican todos los días en el periódico Haaretz con la palabra «mentiroso»? ¿No creéis que sería interesante averiguar quién los paga, porque deben de costar un ojo de la cara, y descubrir a quién están dirigidos? -añadió, mirando fijamente a Hefets.

– No -le respondió Hefets a Erez-, ya ha vuelto y ha llamado para avisar de que hoy se iba a retrasar, ni siquiera se ha enterado de lo de Tirtsa, de lo que ha pasado. Está ocupado en algo, no entendí dónde, sólo que había salido con un equipo, seguro que enseguida llama…

– Todo el mundo sabe a quién van dirigidos esos avisos -dijo Aviva mordisqueándose el labio inferior-, no creo que haya nadie que no sepa que el mentiroso es Bibi Netanyahu.

– ¿Estás segura? -le preguntó Miri, mientras volvía a ponerse las gafas de lectura de lentes gruesos y se inclinaba hacia la hoja que tenía enfrente-, porque en ocasiones, lo que parece más evidente…

– Segurísima, no hay nadie que no lo sepa -le aseguró Aviva.

– Y tenemos también a Betsalel -prosiguió Erez-, que dentro de dos horas se vuelve con el primer ministro. Se ha convocado una reunión extraordinaria del Consejo de Ministros sobre la repercusión de todo ello y por la tarde hay una reunión extraordinaria del Partido Laborista.

– ¿No me digas?, qué emocionante -dijo Niva irónicamente, y conectó el cable ya desenredado al teléfono rojo.

– No te rías -le espetó Hefets-, que todavía existe algo llamado Partido Laborista -y dirigiéndose a Erez, añadió-: ¿O es que ya no existe el Partido Laborista? Pues en mi opinión os diré que sí. ¿O es que ya queréis enterrarlo? Pero ¿os habéis creído que el Partido Laborista es vuestra madre, para que podáis enterrarlo? No, no es vuestra madre. Si ni siquiera habéis incluido nada de Golda Meir en el line-up, y eso que hoy se conmemora su aniversario y dije que quería imágenes. Si no hay imágenes por lo menos que se la mencione.

– ¿Y a qué se refiere este punto donde pone Basyuni? -preguntó Tsadiq-. Porque sólo habéis escrito «El embajador de Egipto y el escándalo». ¿Hay algo nuevo? ¿O tenemos que esperar hasta que Betsalel vuelva de Washington, dentro de un par de horas, con el primer ministro?

– Escuchad -dijo Niva agitando el auricular del teléfono-, no tenemos estudio en Tel-Aviv, ¿lo sabíais? -miró a Hefets, que asintió con la cabeza-. Pues ¿qué vamos a hacer? -preguntó Niva, aunque sin esperar respuesta alguna dada su experiencia, mientras observaba a Hefets, que miró primero a David Shalit y después dirigió sus ojos con cautela hacia el lejano rincón, al bidón del agua fría, donde se encontraba Natacha-. ¿No queríais entrevistar a Amir Peretz en directo desde Tel-Aviv sobre el tema de la huelga? -les recordó. Pero, como nadie contestó, levantó el brazo con un gesto de desesperación mientras se miraba las uñas que llevaba pintadas de un verde fosforescente, porque, tras años sin tocar el maquillaje, de repente le había dado por pintarse las uñas. ¡Y ni más ni menos que de verde!

No había forma de entender a la gente, se dijo Tsadiq, y se estremeció. Ese verde estaba fuera de lugar allí, después de lo que había pasado la noche anterior. Y para colmo tuvo que ver cómo Niva sacaba el pie del zueco de madera y lo posaba, con el grueso calcetín de lana que llevaba puesto, en la silla que tenía al lado.

– Escuchad un momento -dijo David Shalit, tirándose del cuello del jersey negro y rascándose con cuidado una abombada picadura que tenía en el flaco cuello-, con respecto a lo de Basyuni, en la radio he oído una noticia en la que se mencionaba el nombre del médico que esa mujer llevó a juicio pero no el de ella. ¿Cómo es posible que exija una indemnización de un millón de shekel, que los calumnie a todos, a Basyuni y al médico que la atendió, y que sea la única que se va a ir de rositas? Lo que tenemos que hacer nosotros es no difundir el nombre del médico.

– Pero ¿por qué? ¿Eh? ¿Qué vamos a adelantar nosotros con eso? -preguntó Hefets-. ¿Qué te importa a ti el médico? ¿O te importa mucho? ¿Le debes algo, acaso? ¿Te ha dado a ti algo? Si no has recibido nada de él, no le debes nada.

– ¿Que qué conseguiré con eso? ¿Cómo que «qué conseguiré con eso»? Lo que pasa aquí -dijo el reportero, indignado- es que hay una mujer que afirma ser la víctima, se permite calumniarlos a todos ¿y sólo ella sale limpia? Si no transgredimos la orden de no hacer pública la identidad de la mujer tampoco debemos difundir el nombre del médico, porque de lo contrario los que acaban jodidos son los hombres.

– Un momento, un momento, a ver si lo he entendido bien -dijo Tsadiq mientras se inclinaba hacia delante y miraba a David Shalit, que primero hundió los dedos entre sus rizos pelirrojos, después se los pasó por la sonrojada cara, volvió a estirarse el cuello del jersey y a rascarse la picadura roja, que se le hinchó aún más, y finalmente se recostó en su silla-, ¿de qué es de lo que estamos hablando exactamente?

– De que ella los ha llevado a juicio a los dos, a Basyuni y al médico -le respondió David Shalit golpeando la mesa con la mano-, ¡a los dos!, y no hay ninguna orden judicial que prohíba publicar los nombres de esos dos hombres. ¿A ellos sí se les puede arruinar la vida? ¿Eso sí se puede? ¿Y ella qué? ¿Se va a ir de rositas? Así, claro, mañana llegará cualquier mujer y dirá que tú, o que yo…

– Para empezar, es el juez quien lo ha ordenado, así que no es responsabilidad tuya. No. No lo es. ¿Lo has ordenado tú, acaso? Pues no. No has sido tú, sino el juez quien lo ha hecho -añadió Hefets, desviando de nuevo la mirada hacia Natacha.

– ¡Pues vale, el juez es quien lo ha ordenado! -gritó David Shalit, y la cara se le enrojeció aún más-, pero por una puta vez no le vamos a hacer ni caso, porque estoy hasta los cojones de todas esas parásitas que se pasan el día follando como conejas y después te acusan de violación. Hoy cualquiera puede decir que la han violado y arruinarle la vida a alguien aunque ella sea la que…

– Contra eso no podemos hacer nada -lo interrumpió Tsadiq-; además de que, cuando se publicó el asunto, mencionaron el nombre del médico y el de Basyuni, y creo que ya he dicho que, al tratarse de la televisión pública, somos los últimos que podemos transgredir una decisión judicial…

– Sí, pero han resuelto que no hay pruebas, y ahora viene la mujer y dice que han ensuciado su reputación. Es más, incluso ha presentado una demanda al juzgado…

La puerta de la sala de los reporteros se abrió y Tsipi, una de las ayudantes de producción, preguntó desde el umbral:

– ¿Quién es el traductor que tenía que venir? Porque todavía tengo el texto del ministro de Defensa turco sin traducir.

David Shalit se levantó y se sentó detrás de la mesa de reuniones, al lado de la mecanógrafa.

– Quédate donde estabas, que todavía no hemos terminado -le ordenó Hefets, y se limpió el sudor con la mano-. ¿No habéis notado el calor que hace aquí? Bajad la calefacción.

– ¿Quieres que llame a mantenimiento? -preguntó Niva haciéndose la inocente y volviendo a meter el pie en el zueco-. ¡Como si no supieras que no somos nosotros los que controlamos la calefacción!

– Desde aquí lo oigo todo perfectamente -dijo David Shalit-, y total, para no poder hablar… No tiene sentido que vuelva a abrir la boca porque nadie me escucha, y además, no soy yo quien toma la decisión final.

– ¿Y qué es esto que pone aquí de «documentos militares»? -inquirió Tsadiq-. ¿De qué trata este punto de los «documentos militares»?

Hefets se inclinó hacia delante y se pasó la mano por la nuca.

– Pero si ya te lo he comentado -le dijo en un tono cansino-, te he explicado que han encontrado en la basura unos documentos militares de máximo secreto, que lo hemos fotografiado pero que todavía no tenemos el texto. Como ves le he dedicado ocho segundos, a razón de dos palabras por segundo.

La puerta de la sala de reporteros se abrió otra vez y Tsipi se acercó con su pesado andar hasta donde estaba Hefets, mientras se abrochaba un botón de la camisa de franela que apenas le cerraba y cubría su abultado vientre.

– ¡Qué calor hace aquí! Esto es para morirse, una temperatura no apta para embarazadas -se quejó, y volvió a repetir que tenía un reportaje en turco que había mandado el reportero militar de Turquía y que faltaba la traducción.

El teléfono sonó de nuevo.

– Hefets, llama Betsalel -exclamó Niva-, ¿qué querías preguntarle? ¡Hefets, te estoy hablando! ¿Qué querías preguntarle? Hefets, ¿me oyes? Te estoy hablando, ¿no? Contéstame de una vez -repitió con la impaciencia de una niña e hizo un puchero con sus finos labios para mostrar su descontento.

– Un momento -le gritó Hefets-, que estoy pensando, ¿vale? ¿Qué nos trae? Pregúntale si tiene alguna novedad antes de que acabemos con el line-up. Cuando hayamos sabido algo de él saldrá el line-up definitivo, pregúntale exactamente de qué se trata. No, déjame hablar a mí.

Por un momento a Tsadiq se le nubló la mente, oía las conversaciones a su alrededor como si estuviera sumergido en el agua u observando al otro lado de una mampara de cristal. Vio al realizador de las noticias apartándose a un lado con Keren, oyó a la ayudante de producción llamar a Turquía desde la sala de los reporteros de asuntos exteriores, a Erez inquirir sobre los detalles de la encuesta del programa Popolitica y a Keren preguntar en voz alta:

– ¿Qué es esto de «Clinton» que pone aquí? ¿Que Clinton qué?

– Qui lo sa -le contestó Erez, y se hizo a un lado.

– Compañeros -dijo ahora Tsadiq con firmeza, haciendo valer su autoridad, puesto que eso era lo que estaban esperando, que se mostrara autoritario, sin importar de qué modo-, hoy no vamos a excedernos, por favor, mantened la agenda, nada de demoras porque el Popolitica de hoy será más largo.

– ¿Entonces el line-up te parece bien? Porque como no has dicho nada… -se quejó Erez.

– Excepto por lo de Moshé León, tus temas son pura basura -le contestó Tsadiq.

– ¡Pero si se trata de historias emocionantes y llenas de humanidad que le parten a uno el corazón! -exclamó Erez exaltado.

– Que parten a uno el corazón… ¡Un montón de basura, eso es lo que son!

De repente se oyeron unas voces que salían de los dos televisores colgados de la pared, enfrente de la mesa de reuniones.

– Baja el volumen -le ordenó Tsadiq a Aviva-. ¿Por qué hay imagen con sonido? Tienen que estar mudos.

– Por qué siempre yo -refunfuñó Aviva-, si ni siquiera tengo el mando. Erez lo ha cogido porque quería ver algo en el canal 2. Que alguien baje el volumen de los televisores -dijo, mirando a Erez.

– ¿Cuándo es el encendido de la primera vela de Jánuka? -preguntó alguien desde la sala de infografía-. ¿Antes o después de las noticias?

– Pero ¿a ti qué te pasa? Pues antes, naturalmente, como todos los años -le contestó Niva gritando, al tiempo que recogía una hoja de la impresora del ordenador-. Aquí está el line-up definitivo -anunció, y arrancó los márgenes perforados del papel continuo.

Dani Benizri se levantó de la silla, se desperezó y Tsadiq captó por un instante aquella silueta con el abdomen completamente firme. Así había sido él a la edad de Benizri. Hace veinte años podía meterse la camisa por dentro de los pantalones sin que el estómago le sobresaliera, nada que ver con esa montaña que lo precedía ahora y que ocultaba bajo la camisa y la chaqueta. Benizri se estiró los bordes de su polo negro.

– ¿Qué pasa con los despedidos de Jolit? ¿Por qué lo has colocado en el puesto veintisiete? -se irritó Benizri-. Erez, te estoy hablando, no te hagas el sordo -Benizri miró a Erez exasperado, y cuando éste se encogió de hombros, señalando a Hefets con la cabeza, el reportero de temas sociales y sindicales se volvió para mirar a Hefets-. Dime, Hefets, ¿has visto eso? -quiso saber.

– Eso -dijo Hefets-, eso queda fuera hoy, nada de despedidos de Jolit, porque ya tenemos demasiadas cosas relacionadas con la huelga.

– ¿Y qué hay del asesinato en Petah Tiqwa? -preguntó David Shalit-. Anoche os traje los testimonios de los vecinos y todo lo demás y ahora veo que no aparece en el line-up.

– El asesinato de Petah Tiqwa ha saltado -le dijo Hefets con indiferencia mientras se tocaba la cremallera de su jersey azul.

– ¿Que ha saltado? -preguntó atónito David Shalit-. ¿Cómo puedes dejar fuera una historia como ésa? Un tipo acuchilla a otro sólo por quejarse del ruido de la bocina del coche ¿y a ti te parece normal? ¿Algo cotidiano? ¡Pero si tendría que encabezar las noticias!

– No se puede -le replicó Hefets con la misma indiferencia-. Tenemos a Moshé León en vez de eso. Decidme, ¿alguien ha apagado la calefacción? Hace muchísimo frío.

– ¡Niva! -gritó Tsiviya, una de las ayudantes de producción-, que no nos han dado ningún estudio en Tel-Aviv, ¿me has oído?

David Shalit se sentó al lado de la mecanógrafa.

– ¿Quieres los titulares? -le gritó a Erez-. Pues venga, anota.

– Venga, díctamelos y los escribo -le respondió Erez.

– ¿Sabes lo que te digo?, que te las apañes tú solo -le respondió entonces David Shalit, desafiante, y volvió la cabeza en otra dirección. Sus pequeños ojos azules, que los gruesos cristales de las gafas empequeñecían aún más, parpadearon y se encontraron con la mirada de Eliyahu Lutfi, el reportero de medio ambiente, un veterano cuyo indeciso tono de voz revelaba impotencia. A Tsadiq siempre le incomodaba su presencia, como si se sintiera culpable por no haberle ascendido en todos aquellos años-. ¿Querías algo de mí, Eliyahu? -le preguntó David Shalit.

– No, nada, sólo si… Si no le vas a dictar ahora el primer párrafo, si tienes un momento, ven a ver mi reportaje sobre la basura en la playa de Tel-Aviv -le pidió Eliyahu Lutfi-. Necesito la opinión de alguien para contrastar pareceres.

Niva cogió el teléfono, que acababa de sonar.

– Es Liat, ha tenido algún problema con el satélite, no logro…

– Este hedor es inhumano -leyó Erez en voz alta-. Es del texto del reportaje sobre la basura -le aclaró a Tsadiq.

Tsadiq le echó un vistazo a la hoja que le acababa de entregar Niva.

– Miri -preguntó mientras leía-, ¿ya lo has revisado? No hay ninguna marca de que lo hayas revisado.

La correctora se levantó perezosamente y se acercó a Tsadiq.

– Lo que pone aquí es todavía más crítico que lo que anunciaron anoche -le dijo Tsadiq mostrándose muy sorprendido-, no podéis hablar así del congreso mundial del Likud.

Pero Miri no llego a oír las últimas palabras porque en ese preciso momento sonó el teléfono, que estaba junto a ella, y Benizri, que se encontraba cerca del otro teléfono, abrió los ojos desorbitadamente mirando al techo, en señal desesperación, y gritó por el auricular, como si estuviera hablando con un sordo o con un demente: «No te voy a hacer un guiño, sólo voy a tocarme la corbata…», y el resto de la frase fue eclipsado por la voz de Niva, que gritó: «Un momento, un momento, ¿qué pasa aquí? Mirad», y algo en su voz hizo que todos dejaran de hablar; todas las miradas se alzaron hacia las pantallas colgadas de la pared, frente a la mesa de reuniones. Se abrieron las puertas de las salas laterales y aparecieron Tsipi, Tsiviya y Liat, las ayudantes de producción, e Irit, que estaba de prácticas en el departamento de asuntos exteriores. En la entrada de la sala de infografía se encontraba Tamari, que dijo:

– En el canal 2 han dicho que hay unos terroristas en la carretera de los túneles, o algo por el estilo.

– Yo he oído por la radio que han secuestrado a alguien -dijo Yaalá, la cronista de cultura, que acababa de entrar en la sala de noticias en aquel momento con la respiración acelerada.

Todos miraron la pantalla, pero no la del canal 1, en la que se veía, en un estudio, a un moderador y dos comentaristas -un hombre mayor y una mujer joven-, sino la del canal 2, donde aparecía un reportero con un grueso anorak militar y que, micrófono en mano, estaba entrevistando a un policía.

Hefets se dio una palmada en el muslo.

– Otra vez el canal 2 está en antena antes que nosotros -se quejó en voz alta.

Nadie fue hasta el monitor para subir el volumen. Bajo la imagen apareció el rótulo «Comisario en jefe Moljo».

– ¿Dónde está? ¿Quién es? -preguntó Niva, nerviosa.

– ¿No lo ves? Es la carretera de los túneles, míralo -le dijo David Shalit con impaciencia.

– ¿Y qué es lo que está pasando ahí? -preguntó Aviva.

– Callaos un momento y dejad oír -exclamó alguien, al tiempo que aparecía otro rótulo en el que se podía leer: «La entrada del túnel de la carretera de circunvalación al sur de Jerusalén».

Durante un momento la sala permaneció en silencio, sólo interrumpido por el fuerte sonido del teléfono.

– Está sonando el teléfono, ¿estáis sordos o qué? -dijo Niva-. Es el teléfono rojo, tenemos que contestar. ¿Alguien lo va a coger? ¡Aviva, cógelo, que es el rojo! -y sin apartar la mirada de la pantalla levantó el auricular del teléfono que estaba a su lado y que también había empezado a sonar-. No entiendo -dijo por el auricular-, explícate mejor, ¿son de Hamas o qué?

En aquel preciso momento sonaron a todo volumen los primeros acordes de la Sinfonía 40 de Mozart -la melodía de un móvil- y Niva se apresuró hacia su gran mochila de cuero negro y empezó a buscar dentro hasta que dio por fin con un aparato plateado. Miró la pantalla, frunció los labios y dijo:

– Sí, mamá, ¿qué quieres?

Tsadiq estaba frente a la pantalla que colgaba de la pared y miraba al tranquilo moderador y a los dos interlocutores que movían los labios sin sonido.

– ¿Qué haces en el supermercado de la calle Agron? -gritó Niva por el móvil-. ¡Mamá, ya habíamos acordado que no saldrías de casa hasta que yo llegara!

– ¿Dígame? -dijo Aviva, a su vez, por el auricular del teléfono rojo-. Hola, sí, está aquí, un momento, por favor -y se lo pasó a Tsadiq diciendo-: Es para ti.

Tsadiq escuchó un momento, levantó la cabeza y dijo en voz alta:

– Silencio, por favor, podéis estar tranquilos, no son terroristas.

Sólo entonces alguien subió el volumen del televisor y fue posible oír al reportero militar del canal 2 resumiendo los acontecimientos. «Bueno», dijo visiblemente emocionado, y miró directamente a la cámara, «ahora tenemos una confirmación oficial de que no se trata de un acto terrorista; haciendo un resumen de los acontecimientos, podemos decir que a las 6: 45 de esta mañana el túnel de la carretera de circunvalación que une los asentamientos de Gush Etsiyon con Jerusalén ha sido bloqueado por cuatro camiones, y según sabemos el coche de la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales ha quedado atrapado».

– ¡Bajad el volumen! -gritó Hefets-. ¡No entiendo por qué Zohar no está en antena! ¿Por qué su reportero militar puede estar ahí y el nuestro no?

– Lo que necesitas ahora mismo no es un reportero militar -le dijo Aviva rezumando veneno mientras sacaba de su bolso una pequeña funda-, ¿no lo has oído? No es una operación militar, sino de un puñado de huelguistas que han secuestrado a su excelencia la ministra ésa, a Ben-Zvi.

– Sí -dijo Hefets-, pero eso no lo sabíamos antes. Zohar estaba de camino hacia allí, y ahora entiendo adonde se fue antes con tanta prisa. Pero el caso es que ahora debería estar allí, exactamente igual que su reportero militar. De todas formas, poco importa. Benizri, baja al estudio, haremos una pausa en la retransmisión. ¡Baja ya!

– ¡Ahí está, mirad! -exclamó Aviva, y todos miraron la pantalla del canal 1, en la que se veía a Zohar con un micrófono en la mano y una bufanda gruesa de lana enrollada al cuello, hablando a la cámara, aunque su voz no se oía; de pronto desapareció también la imagen, que fue sustituida por el letrero de rigor: «Rogamos disculpen esta interrupción».

– ¿Qué más nos podía ya pasar? -se rió Tsipi irónicamente desde la sala de los cronistas de exteriores-, ¿Por qué íbamos a tener la fortuna de poder retransmitir, por una sola vez, sin interrupciones? ¿Qué habrá pasado?

– A mí explicadme cómo se puede trabajar así y mantener una cuota de audiencia -refunfuñó David Shalit.

– Lo que yo no entiendo -dijo Hefets con voz ronca y un tono desesperado, sin apartar los ojos de la pantalla- es por qué siempre pasa justo en estos momentos; a veces… os juro que…; a veces creo que es intencionado.

– Y lo que yo no entiendo -le dijo Dani Benizri a Hefets-, lo que no entiendo es qué hace ahí un reportero militar. ¿Me oyes? Porque si se trata de los despedidos el que tendría que estar ahí soy yo, ¿no te parece?

– Tú, amigo mío -concluyó Hefets-…, ¿dónde está tu chaqueta?… Baja ahora mismo al estudio, que vamos a interrumpir la emisión, ¿me has entendido?

– Yo -protestó Benizri- no tengo nada que hacer en el estudio, ya te lo he dicho, donde tendría que estar es…

– Tú haz lo que se te dice -le ordenó Hefets-. Y tú, Niva, ¿me oyes?, consígueme el documental sobre los trabajadores de Jolit, el que pasó Benizri en el programa de Rubin hace medio año más o menos. Búscalo urgentemente.

Niva pulsó los botones del teléfono interno.

– La línea de la filmoteca está ocupada -dijo en voz baja, y Tsadiq habría jurado que en su voz captó un matiz de satisfacción cuyo motivo se le escapaba-, y puede llegar a estar ocupada horas -avisó sin quitar los ojos de las pantallas, en las que de nuevo se veía a Zohar con un micrófono en la mano, en la entrada del túnel, con varias columnas de humo a sus espaldas. Sin embargo, de pronto volvió a esfumarse y en su lugar apareció, ocupando la pantalla entera, el letrero: «En breve se recuperará la retransmisión». En la otra pantalla se veía a otro reportero con anorak militar.

– Es Sivan Gibron, el nuevo fichaje del equipo de redacción de noticias del canal 2, el reportero militar -dijo Hefets, suspirando con desánimo-. Mirad qué suerte ha tenido en su primer día -se quejó, aunque justo en aquel momento regresó la imagen y se volvió a ver y a oír a Zohar. Todos se quedaron paralizados y escucharon lo que Zohar anunciaba con una voz ahogada de emoción, que todo había sido planeado como una operación militar: cuatro camiones con trabajadores de la fábrica Jolit le habían tendido una emboscada al coche de la ministra de Trabajo y que fue el chófer de la ministra quien llamó a la policía.

– Nunca habíamos tenido nada parecido -exclamó Hefets, dándole una palmadita a Tsadiq en el hombro.

Aquella palmadita habría podido interpretarse como una expresión de emoción y entusiasmo, pero el brillo amarillento de los ojos marrones de Hefets dejaba traslucir una emoción de otro tipo, un deseo que no era del todo ajeno al propio Tsadiq pero que resultaba bastante inapropiado en aquella mañana, tras la tragedia. Tsadiq le iba a recordar a Hefets que sólo hacía unas horas que habían perdido a Tirtsa, cuando vio en la entrada de la sala de redacción, no muy lejos de Natacha, que estaba apoyada en el marco de la puerta sin manifestar ningún interés por los acontecimientos de la carretera de los túneles, al inspector Eli Bahar, que lo miró a la vez que le hacía una señal con la mano. Tsadiq se abrió paso entre los reporteros, las ayudantes de producción, los dos trabajadores de mantenimiento que estaban en la entrada de la sala de los reporteros extranjeros, la correctora, la infografista, y todos aquellos que habían oído que había ocurrido algo y se habían presentado allí para informarse. Se plantó, pues, ante Eli Bahar, y con una maliciosa alegría por el hecho de que las circunstancias no le permitieran dedicarle toda su atención, le dijo:

– Pues ya ve usted cómo están las cosas -y el inspector asintió con la cabeza y respondió:

– Ya estoy enterado, me lo han dicho mientras venía hacia acá, es una verdadera catástrofe.

– Pues concédanos, entonces, unos minutos -le pidió Tsadiq-, que todavía no he tenido tiempo de preparar a la gente.

Seguidamente alzó los ojos hacia la pantalla y vio que había un policía al lado de Zohar, escuchándole.

– Es uno de sus hombres, ¿lo conoce usted? -le preguntó a Eli Bahar, que parpadeó repetidamente (tenía las pestañas largas y oscuras, como una mujer, los ojos verdes rasgados y la frente ancha; sólo la mandíbula era demasiado pequeña para el conjunto de la cara) y contestó con desgana-:

– Sí, es el inspector Shlomo Moljo, un buen chico -dijo, mientras al fondo se oía aún la voz de Zohar, que, ahora a máximo volumen, dominaba la sala de noticias.

– Así que -dijo Zohar con voz gangosa, en la entrada del túnel- la policía tiene indicios para sospechar que los despedidos cuentan con explosivos… Es imposible predecir hasta dónde llegarán… Todavía no se han abierto negociaciones entre ellos y la policía. De momento -dijo al micrófono, y miró a un lado-, nos han pedido que avisemos a la audiencia de que la carretera de los túneles está cerrada a la circulación y que se ruega a los conductores que la eviten y busquen trayectos alternativos.

– Benizri -gritó Hefets en dirección a la mampara de vidrio de la sala de infografía-, ¿qué haces aquí, todavía? ¿No te he dicho que bajaras al estudio para interrumpir la emisión? Nehemia ya está allí y Niva ha ido a traer de la filmoteca la cinta que filmaste hace medio año sobre los trabajadores de Jolit. ¿Por qué sigues ahí? Te he dicho que bajes, ¿no? Todos lo han oído. ¡Que bajes!

Dani Benizri, que estaba en el interior de la sala de infografía, no contestó de inmediato. Tsadiq lo vio inclinarse hacia la pantalla del ordenador y explicarle algo a Tamari; después se apresuró a entrar en la sala y vio en su pantalla del ordenador el boceto que ella había hecho, con las vías, el túnel y los camiones, dos en un extremo del túnel y los otros dos en el contrario. Menos mal que hay gente que trabaja como Dios manda, iba a decirle Tsadiq a alguien, cuando volvía a su silla, pero tras apartar la mirada de la pantalla vio que Arieh Rubin se había puesto a su lado, y le dirigía una mirada esperanzada.

– Tan sólo necesito dos minutos -le dijo Arieh Rubin-, como mucho tres.

Tsadiq se encogió de hombros y extendió los brazos en un gesto de impotencia.

En la entrada de la sala, el inspector Eli Bahar se echó para atrás y dejó pasar a Benizri, que salió corriendo hacia el estudio, en la planta baja.

– Sólo dos minutos -imploró Rubin, y Tsadiq notó que Natacha los estaba mirando desde un rincón de la sala de reuniones.

– Un momento, Rubin, por favor -dijo Tsadiq, y señaló a la pantalla. La imagen se cortó otra vez y Zohar desapareció; en su lugar se vio a unos policías corriendo de un lado a otro-. No entiendo nada -se exasperó Tsadiq-, ¿adonde van ahora tan corriendo? ¿Por qué están filmando? Mirad dónde está el cámara del canal 2 y dónde está…

– Tranquilízate, Tsadiq, cálmate -le dijo Hefets, que súbitamente se plantó a su lado y miró primero hacia la pantalla y después al inspector Eli Bahar, que estaba apoyado en la pared, junto al tablón de anuncios, y que al ir vestido de paisano es posible que nadie excepto él mismo supiera lo que estaba haciendo allí, en la sala de redacción.

– Como sabrás, Zohar se encuentra en contacto permanente con la policía -dijo Hefets-, y por eso siempre acude el primero. Cuando ha llegado todavía no había allí ningún otro reportero, pero ¿de qué nos sirve? ¿Nos sirve de algo eso? ¡De nada! ¿Quién dirige aquí las cosas? ¿Nosotros? No. Nosotros no. ¿Quién las dirige? Los técnicos. Y no me digas después que es una vergüenza que el canal 2 nos gane la partida. Ellos no tienen un sindicato de técnicos.

Tsadiq tenía la esperanza de que, a causa del jaleo que se había organizado -el ruido de las dos pantallas, los teléfonos que no dejaban de sonar y las interminables conversaciones-, nadie hubiera oído esas palabras, pero desde la sala de los cronistas de exteriores asomó una cara desconocida y un hombre corpulento con un mono azul exclamó: «¡Dejad de echarles la culpa de todo a los técnicos!». En aquel mismo momento David Shalit se acercó al inspector Bahar, le dio una palmada en el hombro, y en un tono amistoso y algo burlesco, dijo:

– ¡Pero si es el mismísimo inspector Eli Bahar en persona! ¿A qué se debe este honor?

Eli Bahar le sonrió confuso, entornó los ojos y, sin decir nada, se encogió de hombros y señaló con la cabeza al director de la cadena.

– ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Que te ha llamado nuestro gran jefe? -le preguntó Shalit, incrédulo-. Pero ¿por qué? ¿Qué pinta aquí la policía? Y, hablando de la policía, ¿dónde anda tu jefe, Ohayon? He oído que está de vacaciones, ¿Lo estás sustituyendo tú?

– Puede que haya venido a buscar a su confidente -ironizó Aviva, que también se acercó y se puso detrás de Rubin, como esperando su turno con Tsadiq-. Ya se sabe, la policía siempre llega cuando ya no hace falta…

– Yo, en tu lugar, si se me acabara de morir una compañera, no estaría tan alegre a la mañana siguiente, y sería incapaz de bromear de esa manera -le espetó Eli Bahar.

Hefets se volvió ahora hacia Tsadiq y lo imprecó:

– ¿Lo has citado tú? ¿Por qué ha tenido que venir ahora la policía?

– Señoras y señores -exclamó Tsadiq desde su silla, a la entrada de la sala de redacción-, os ruego un momento de atención -y milagrosamente todos se callaron-. El señor que está a mi lado es el inspector Eli Bahar, de la policía del distrito de Jerusalén, y ha venido por lo de Tirtsa; la policía está investigando la posibilidad de que se haya producido alguna negligencia, así que… Resumiendo, hablará con algunos de vosotros, con los que él decida; os pido a todos la máxima colaboración con el inspector Eli Bahar o con cualquier otro miembro de la policía, porque queremos que esta investigación acabe pronto.

Natacha, que estaba detrás de Rubin, le tiró de la manga, y Rubin posó una mano tranquilizadora sobre su brazo.

– Tsadiq… -dijo Rubin.

– Un momento, Rubin, un momento, ¿no ves que estoy…? -Natacha retrocedió unos pasos.

– No lo entiendo -dijo Hefets, visiblemente nervioso-. ¿Qué es lo que hay que investigar? Pero ¿es que es necesario investigarlo? ¿Alguien ha hecho algo mal? Quedó sepultada bajo unos bastidores y la columna de mármol, ¿no?

– Pero ¿qué es lo que te pasa? -le susurró Niva-. Hablas como si no conocieras el protocolo ante una muerte por causas no naturales.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? -preguntó uno de los encargados de mantenimiento, que acababa de salir de la sala de los cronistas de asuntos exteriores con un gran cubo de plástico y una espátula de metal llena de manchas blancas, y casi se choca con el cámara Elmaliaj, que se disponía a entrar en la sala de redacción con un gigantesco bocadillo en la mano.

– Mira por dónde andas -le reprochó Elmaliaj al de mantenimiento-, que casi me tiras el bocadillo -y dirigiéndose a Hefets-: ¿No sabes que cuando alguien no muere en la cama, ni de alguna enfermedad, ni en el hospital, donde un médico certifica su fallecimiento, hay que llamar a la policía para que investigue si es un accidente y, en tal caso, encontrar al responsable del mismo?

– A veces se enjuicia al ingeniero responsable, si se trata de un edificio, por negligencia penal -intervino David Shalit, y dejó un vaso de poliexpán vacío en un rincón de la mesa-; y hasta puede ser procesado.

Eli Bahar susurró algo al oído de Tsadiq, y éste levantó la cabeza y preguntó:

– ¿Alguien ha visto a Max?

– ¿A Max Levin? -dijo Aviva, sorprendida-. ¿Qué tiene él que ver con…? Ajá… -asintió con la cabeza-, fue él quien encontró… Seguro que está en Los Hilos, en su despacho.

– Pues ésa es precisamente la cuestión, que allí no está -recalcó Tsadiq-. Encuéntralo, Aviva, lo necesitamos urgentemente, y también a Avi Lajman, el iluminador que estaba con Max cuando… -y, dirigiéndose ahora al inspector de policía, añadió-: Vaya con ella, con Aviva, porque le ayudará a encontrar a todas las personas que necesita. Además, mi despacho es más silencioso y mientras tanto pueden…

Aviva le brindó una dulce sonrisa a Eli Bahar, se enroscó uno de sus rizos rubio platino en el dedo y el inspector la siguió sin rechistar.

– Niva -dijo Hefets-, ¿has llevado el magnetoscopio al estudio?

– Sí, sí lo he llevado -refunfuñó Niva con la respiración entrecortada-, he ido corriendo como una loca a la filmoteca, para que ese Jezi… Lo mato si vuelve a… No pienso volver nunca más a la filmoteca por encargo vuestro, es un tipo repugnante.

– ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho? -se interesó David Shalit, haciéndose el inocente.

– Ya está, han interrumpido la retransmisión -dijo Tsadiq, satisfecho de ver a Nejemya, el presentador, a Dani Benizri y al director general del Ministerio de Economía en la pantalla del canal 1-. Bravo, Hefets -añadió-, has traído al director general del Ministerio de Economía. Mi enhorabuena por la rapidez.

– No es por quitarme mérito -le respondió Hefets-, pero con la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales secuestrada, cosa que no es ninguna broma, y la amenaza de inmolarse todos juntos, ¿qué podía haberme dicho? ¿Que no tiene tiempo para venir al estudio? Mirad a ése, a Sivan… ¿Qué?

Ahora volvían a verse solamente las imágenes sin sonido en la pantalla del canal 2. Ahí estaba su reportero militar, envuelto en un abrigo, temblando de frío, secándose las gotas de lluvia de la frente, con el micrófono pegado a la boca y los labios moviéndose en silencio.

Hefets subió el volumen de la pantalla del canal 1. «Señor», dijo Dani Benizri al director general de Economía, que apretó sus gruesos labios y se secó con un pañuelo celeste el sudor de la calva brillante, «no tiene por qué sentirse atacado, porque lo único que quiero entender es adonde ha ido a parar el dinero que el gobierno prometió el pasado julio, durante la última crisis, para salvar de la quiebra a la fábrica Jolit»…

«Para empezar», lo interrumpió el director general mientras se subía el extremo de la manga de su abrigo azul de lana, dejando al descubierto el puño de la camisa, y desplazaba, a continuación, su silla a un lado, «quiero expresar mi más firme condena contra lo que está sucediendo en estos momentos, porque no se trata tan sólo de un hecho muy grave, sino que sienta también un precedente muy peligroso»…

Los ojos oscuros de Dani Benizri echaban chispas. Se dirigió al presentador y éste le indicó con la mano que esperara un poco, pero Dani Benizri se negó a esperar e interrumpió el discurso de su interlocutor: «No ha respondido a mi pregunta», exclamó. «Lo que hay que entender», alzó la voz el director general, «es que este tipo de violencia es inadmisible». «Todavía no habido ninguna violencia», dijo Dani Benizri, y paseó su dedo por encima del primer botón de la camisa azul que se había puesto un momento antes de que empezara la transmisión.

– Ahora sí que se ha pasado, y mucho -dijo Niva en la sala de redacción-. Y esto -añadió, señalando la pantalla del canal 2, en la que se veían columnas de humo a la entrada del túnel-, ¿acaso no es esto violencia?

Clavó la mirada en Arieh Rubin, que estaba junto a Tsadiq, atento a la pantalla, hasta que al final Rubin asintió ligeramente con la cabeza, como dando su aprobación.

– Hefets -dijo Niva-, pídele a Dalit que le diga a Nejemya que interrumpa a Benizri, porque no puede decir que eso no es violencia…

Hefets señaló con el dedo a Tsipi, la ayudante de producción:

– Ven aquí -le dijo-, baja y mira a ver qué pasa con el magnetoscopio que Niva ha traído de la filmoteca, entérate de si lo han preparado ya, pregúntaselo a Dalit -y a continuación volvió a mirar a la pantalla.

En ella se veía a los tres participantes del debate improvisado para la ocasión: el director general del Ministerio de Economía, el reportero de asuntos laborales y sindicales, Dani Benizri, y el presentador, Nejemya, un veterano de los informativos, conocido por su honestidad, su buena educación y el estupor, que en ocasiones, provocaba en los telespectadores. Por un momento, pareció que Nejemya había perdido el control, y Dani Benizri clavó unos ojos centelleantes en su interlocutor.

– Me va usted a perdonar… -dijo el director general, tocándose los bordes de la corbata-, perdone usted, pero…

El gesto que hizo el presentador con la mano -se tocó el lóbulo de la oreja en la que llevaba el auricular que le permitía recibir las instrucciones de la sala de control- dejó entrever que le habían ordenado que frenara un poco al reportero de asuntos laborales y sindicales.

– Dani, Dani -le dijo Nejemya a Benizri-, te lo ruego, por favor, sólo…

Pero Dani Benizri lo ignoró por completo, e inclinándose hacia el director general, con toda tranquilidad, le dijo:

– Dígame, por favor, ¿qué alternativa tienen?

Las cejas claras y pobladas del director general se le subieron hasta la mitad de la frente, confiriendo a su cara redonda una expresión de asombro y estupefacción.

– Señor Benizri -le dijo, haciendo un evidente esfuerzo por ser comedido-, ¿se da usted cuenta de lo que está diciendo? ¿De manera que ésa es la única opción? Se trata de gente que durante años ha estado ganando fortunas, haciendo turnos y guardias, y hoy algunos de ellos viven en zonas residenciales…

– ¡Señores! -exclamó el presentador, pero ambos lo ignoraron.

– ¿Qué? -dijo sorprendido Benizri-. Pero ¿qué es lo que está diciendo? ¿Que son millonarios?

Nejemya volvió a tocarse la oreja y frunció el ceño, hasta que un profundo surco se dibujó entre sus cejas.

– Eh, Dani, te lo ruego -dijo, agitando la mano hacia un lado, como si apuntara en dirección a la mesa de la sala de control, que se encontraba tras la mampara de vidrio y no aparecía en la pantalla. En la sala de control estaban sentadas la directora, la productora y el resto del equipo del estudio. Miró hacia ellos suplicante, como pidiendo auxilio, pero nadie podía prestarle ayuda. Era una emisión en directo y, si él no lograba moderar el debate, sus invitados seguirían discutiendo de aquella forma caótica y desordenada.

– Yo sólo puedo hablar de hechos -dijo el director general, examinando las hojas que había desplegado sobre la mesa.

Siendo como era un buen presentador de televisión, Nejemya sabía que debía controlar la situación, de modo que se inclinó también sobre aquellos papeles, pero su gesto resultó algo patético al oírse al fondo la voz de Benizri, que inquirió:

– ¿A qué urbanizaciones se refiere usted?

El director general puso la mano sobre los papeles que tenía delante y dijo:

– Algunos de los obreros cobraron más de treinta mil shekel al mes durante las semanas en las que hacían turnos…

– Está usted engañando deliberadamente a la opinión pública -exclamó Dani Benizri, dirigiéndose al director general, al tiempo que le lanzaba a Nejemya una mirada de reproche-, está engañando a los telespectadores, porque ninguno de ellos es rico -recalcó-, y nadie ha ganado las fortunas que ha mencionado. Hubo un solo caso, se llamaba Baruj Hason, aunque aquello sólo duró un mes, hace tres años y medio, cuando llegó un gran pedido desde Grecia…

En la sala de control se produjo un gran revuelo. La productora agitó los brazos y le gritó a Nejemya que controlara el debate. Nejemya carraspeó, se movió incómodo en su silla, se tocó la oreja como queriendo sacar fuerzas y autoridad del pequeño auricular transmisor por el que le llegaba la voz de la productora, e interrumpió bruscamente al director general:

– Estos graves eventos nos recuerdan el terrible caso de Hanna Cohen -y, dirigiéndose a Dani Benizri, añadió-: ¿Cree que las cosas podrían deteriorarse hasta llegar a una situación semejante?

Benizri también miró por un instante a un lado, hacia la mampara de vidrio.

– Ya que me lo pregunta -le dijo con mucha parsimonia y recalcando cada sílaba-, si una actuación inadecuada de la policía llegara a causar otra vez una desgracia y una traged…

El director general también se movió incómodo en su asiento y gesticuló enérgicamente con las manos.

– Me va usted a perdonar, con todos mis respetos -insistió-, pero cuando un puñado de gente decide tomarse la justicia por su mano, a la policía no le queda más remed…

– ¡A ellos tampoco les queda más remedio! -exclamó Dani Benizri.

Los que estaban en la sala de redacción miraron la pantalla.

– Pero ¿qué es esto? ¿Benizri se ha vuelto majara o qué? -exclamó Elmaliaj, el cámara, con la boca llena, y dejó las sobras del bocadillo sobre la mesa de reuniones-. ¿Por qué se estará tomando tan a pecho la discusión?

En el monitor apareció bien grande el rostro del director general del Ministerio de Economía, un rostro que dejaba traslucir una gran incomodidad.

– Me va usted a perdonar -le gritó a Benizri-, me va usted a perdonar la pregunta, pero ¿es usted reportero de asuntos laborales y sociales o líder sindical? Se supone que usted debería ser neutral, ¿no?

Dani Benizri se disponía a decir algo pero Nejemya, tras palpar el auricular transmisor que llevaba en la oreja y volver a sacar de él renovadas fuerzas, posó una mano sobre el brazo del reportero y tomó la palabra.

– Con su permiso, señor director general, un momento -exclamó-. Dani, Dani, te lo ruego, Dani, vamos a poner una parte del documental que hiciste sobre la fábrica Jolit hace un año para el programa de Arieh Rubin El aguijón de la justicia.

Pero el director general no quiso callarse, al contrario, agitando un dedo amenazador hacia Dani Benizri, exclamó:

– ¡No toleraré más sus insultos!

La salvación vino de la sala de control, donde la directora interrumpió el debate y mandó proyectar la cinta en la que se veían los acontecimientos ocurridos un año antes en la fábrica de botellas Jolit. Antes de que Nejemya lograra decir algo inteligible o anunciar el paso a la grabación, apareció en la pantalla una mujer en una azotea, gritando. Sólo los muy enterados percibieron que se trataba de una grabación antigua.

La sala de noticias permaneció en silencio hasta que Hefets se acercó al teléfono, marcó y dijo en voz baja por el auricular: «Pásame a Dalit». Al cabo de un momento todos oyeron sus gritos:

– ¿Por qué no aparecen los letreros? Pensarán que es una grabación actual, quiero que vuelvan a decir que se trata de una parte de un reportaje de archivo. Arréglalo, ¿me has oído? -y después, dirigiéndose a Niva, rojo de rabia-. ¡Ahí la tienes! -le gritó-. ¿No querías a una mujer como editora de los informativos? ¡Pues ya lo ves, un fallo detrás de otro! ¿Estás contenta?

Pero Niva no se inmutó, sino que sonrió levemente y dijo:

– ¿Y qué? ¿Un hombre lo habría hecho mejor?

Mientras tanto se veía en la pantalla a Hanna Cohen en la azotea de la fábrica, y debajo el letrero: «Imágenes de archivo», que ocultó las palabras «Hanna Cohen» y «Fábrica Jolit en el sur de Israel». Se oía, además, una voz que decía: «Hace seis meses que todas las mañanas le ruego, de rodillas, que nos pague el sueldo… No es una limosna… es nuestro trabajo… Y él… ven mañana… ven mañana… ¡Ya no hay mañana! ¡No hay mañana! ¡Viven en urbanizaciones y conducen Volvos, mientras nosotros no tenemos dinero ni para dar de comer a nuestros hijos! ¡No hay mañana! ¿Qué les voy a dar de comer a mis hijos?». Al pie del edificio se veía a unas cuantas personas mirando hacia la azotea. Después aparecieron unos policías que golpearon la puerta y amenazaron con abrirla a la fuerza, y unos manifestantes que forcejeaban con ellos, intentando detenerlos, hasta que los policías irrumpieron en la azotea y los manifestantes huyeron… En la pantalla se veía a algunos de ellos gritando: «No os acerquéis por aquí» y «Vamos a quemar la fábrica»… Y en medio de todo aquel caos se veía a Hanna Cohen empujada por los manifestantes, intentando mantener el equilibrio, y dos policías que se abrían paso hacia ella para bajarla de la azotea… Hasta que finalmente se veía a Hanna Cohen cayéndose al vacío.

– Señor director general, ¿quiere hacer algún comentario acerca de lo que acabamos de ver? -le preguntó Nejemya al director general del Ministerio de Economía, que bajó la mirada.

La sala de redacción permaneció en silencio durante un buen rato, hasta que Elmaliaj, el cámara, que estaba junto al hervidor de agua removiendo el azúcar en un vaso de poliexpán, dijo:

– ¿Es éste el momento de mostrar estas cosas? ¡Siempre buscando audiencia!

– ¿Y tú qué sugieres? -exclamó Niva-. ¡Está muy bien que lo pongan! -y tras consultar alarmada el reloj, alargó la mano hacia el gran bolso de cuero y, sin mirar, sacó el teléfono móvil y pulsó un botón-. Mamá -refunfuñó al cabo de un rato-, ¿por qué no me has llamado? ¿Cuándo has llegado a casa?

– Como si a alguien le importara -murmuró Tsipi desde la entrada de la sala de los cronistas de exteriores-. Si a nadie le importa un pepino.

– Pues no salgas más -dijo Niva en voz alta-, ¿me oyes? Mamá, te pido que no salgas de casa -insistió. Volvió a meter el teléfono en el bolso, suspiró, miró a su alrededor como si quisiera comprobar si había algún testigo de la conversación que acababa de mantener, meneó la cabeza con resignación y levantó la vista hacia la pantalla.

– Un momento, un momento, ¡mirad lo que está pasando ahí! -gritó Erez, señalando la pantalla del canal 2.

Un policía que estaba en la entrada del túnel vociferaba por un megáfono: «Shimshi, entro solo, nadie más que yo, mírame». Al fondo, en la entrada del túnel, por entre los camiones, asomó la cabeza de un hombre mayor con barba, que gritó: «Elias, lárgate de ahí, ¿quieres otra Hanna Cohen?». Después se oyó la voz del reportero del canal 2, que estaba explicando, como quien intenta llenar los momentos muertos de un partido de fútbol, que previamente los huelguistas ya habían advertido a los policías que no tenían nada que perder y que si entraban iban a saltar todos por los aires, con la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales, su chófer y el coche incluidos. «Según sus propias palabras», informó el reportero con excitación, «el líder de los huelguistas, Moshé Shimshi, ha asegurado a la policía que si entran en el túnel "sólo encontrarán cadáveres" y… un momento», alzó la voz, «parece que hay nuevos acontecimientos». Entonces ocurrió algo en la pantalla del canal 1: se interrumpió el debate en el estudio y Zohar, con un abrigo militar y una bufanda da lana alrededor del cuello, temblando de frío, apareció en la entrada del túnel, flanqueado por unas columnas de humo negro, diciendo: «Como podéis ver, en la entrada del túnel se están quemando neumáticos… Los obreros huelguistas exigen la presencia del reportero del canal 1, Dani Benizri, en calidad de delegado para las negociaciones… Neumáticos quemados amenazan con saltar por los aires, la vida de la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales está en peligro…».

– ¿Qué es lo que acaba de decir? -preguntó Hefets estupefacto-. ¿Qué es lo que quieren?

– Lo que acabas de oír. Quieren que Dani Benizri sea su delegado en las negociaciones con el gobierno -dijo Erez.

– Bajo al estudio -dijo Hefets, y salió corriendo de la sala de redacción.

Tsadiq abrió la boca pero al final no dijo nada, y se apresuró a seguir a Hefets.

Hefets se encontraba de pie, detrás de la mesa de control, y observaba el estudio a través de la gran mampara de vidrio. Tsadiq se puso a su lado y ambos captaron la expresión de asombro en el rostro de Nejemya. Zohar acaparó la atención de los tres.

– ¿Has oído lo que ha dicho? -exclamó Nejemya, mirando hacia la mampara de vidrio. En ese momento Dani Benizri se levantó, se arrancó el micrófono del cuello de la camisa con un gesto rápido y se dirigió a la entrada del estudio.

– Dani -le dijo Nejemya asustado-, ¿adonde vas?

Pero Benizri no le contestó y se fue a coger la chaqueta que colgaba del perchero de la puerta del estudio.

– Dani -exclamó Nejemya-, ¡no puedes dejarnos en plena retransmisión!

En la pantalla se veía a un policía que sujetaba el megáfono exclamando:

– Shimshi, Shimshi, ¡no cortes la comunicación! Si traemos aquí a Benizri, ¿lo dejarás entrar?

Dani Benizri salió del estudio y atravesó la sala de control.

– ¿Adónde te crees que vas? -exclamó Hefets, pero Tsadiq asintió con la cabeza, en señal de aprobación, sin que Hefets lo notara, y Dalit, la editora, corrió tras él con una cámara y un equipo de iluminación-. ¡Tú no vas a ninguna parte! -exclamó Hefets, aunque Dani Benizri ya estaba fuera. Entonces sonó el teléfono en el puesto del editor. Requerían a Tsadiq para que subiera, porque los directores de los departamentos ya le estaban esperando en su despacho. En la puerta, Rubin le dirigió una mirada acusatoria; Natacha estaba de pie en el pasillo, al lado de la entrada, como si fuera la sombra de Rubin-. Ni hablar, ahora no tengo tiempo, ya has visto lo que ha pasado -le reprochó Tsadiq-. Mati -exclamó dirigiéndose a Mati Cohen, que acababa de entrar en el despacho de la secretaria, y que, después de mirar a Aviva muy apenado, dijo:

– No me he enterado de lo de Tirtsa hasta ahora mismo, al entrar y ver la esquela, no sabía nada. Tsadiq, tengo que hablar contigo.

– Otro -suspiró Tsadiq-. Pero ¿qué os pasa hoy? Tenemos una reuni…

– Tsadiq -dijo Mati Cohen, respirando con dificultad y enjugándose los chorros de sudor que le escurrían por las mejillas enrojecidas-, tengo que hablar contigo un momento -miró preocupado a su alrededor, agarró a Tsadiq por el brazo y le susurró- o con alguien de la policía. Es con respecto a algo… Yo… anoche… -Tsadiq también miró a su alrededor: los directores de los departamentos se encontraban ya en la entrada, de pie, el encargado de mantenimiento había entrado para hacerse un café, y Max Levin y el inspector Eli Bahar se dirigían a una habitación interior que Aviva, la secretaria, les había asignado.

– Vale -le respondió a Mati Cohen-, pero sólo un minuto, y después pasamos a la reunión. Vamos fuera.

Se quedaron en el pasillo. Mati Cohen echó una mirada hacia las escaleras y también hacia el otro lado del pasillo, como para asegurarse de que nadie pudiera oírles.

– Oye -le dijo a Tsadiq, en un tono de urgencia-, anoche vine a Los Hilos, iba camino de la azotea para detener el rodaje de Beni Meyujas, pero tuve que marcharme porque mi hijo…, el pequeño, ya sabes, te conté que tiene asma, mi mujer no sabía qué hacer… Tenía que llevarlo a Urgencias… Por eso no me he enterado de lo de Tirtsa hasta que he llegado esta mañana. He visto la esquela, y de repente…

Tsadiq lo miró impaciente.

– Pero ¿qué tiene que ver eso con Tirtsa? -le preguntó-. ¿Y qué es lo que le quieres contar a la policía?

– De eso se trata, que yo… -Mati Cohen vaciló y se pasó la mano por la prominente barriga. Por un instante sólo se oyeron las voces que salían de los televisores de los distintos despachos; fragmentos de frases entre los que llegó a oídos de Tsadiq el nombre de la fábrica Jolit y el de Dani Benizri, como ruido de fondo de la respiración profunda y entrecortada del director del departamento de producción, que susurró-… vi ahí a Tirtsa, junto a los bastidores; yo estaba arriba, ya sabes, en el pasaje abierto que lleva a la azotea, me apoyé en la baranda y miré. La vi con alguien, estoy casi seguro de que era ella, aunque no podría garantizarlo, y había otra persona, no sé si hombre o mujer, sólo la oí diciendo: «No, no, no».

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Tsadiq.

– Te lo puedo decir exactamente, porque, como te he contado, por el niño tuve que… Mi mujer justo… un minuto después me llamó y eran las doce menos diez, desde el principio insistió en que era una locura salir a esas horas, en plena noche, para pillarlos en mitad del rodaje como si…

Tsadiq sintió un escalofrío. Se apoyó contra la pared y preguntó con voz temblorosa:

– ¿Las doce menos diez? ¿Estás seguro?

– Seguro, ya te lo he dicho, mi mujer justo…

– Han dicho que probablemente murió sobre las doce -dijo Tsadiq, como si estuviera pensando en voz alta-. Eres consciente de que… Pero ¿estás seguro de que era Tirtsa?

– No estoy del todo seguro -confesó Mati Cohen-, pero casi, aunque no sé quién estaba…

– Dejémoslo por ahora -le sugirió Tsadiq-; más tarde, después de la reunión, lo hablaremos. Quizá haga falta… Pero entonces la policía empezará a marearme… Esperemos un poco.

– Tsadiq -exclamó Aviva malhumorada desde su despacho, situado enfrente del de su jefe-, ya están todos dentro, ¿qué les digo?