171454.fb2 Asesinato en directo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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– Aquel que no levante la cabeza de su propia basura, nunca podrá saber qué hay detrás de la esquina, aunque sea tan listo como Shimshi no le servirá de nada, porque cuando uno está metido en la mierda no ve nada -dijo Rahel Shimshi, agarró con fuerza la mano de Sarit y la hizo sentarse a su lado, en un extremo del sofá.

De las cinco mujeres que se encontraban en su salón, frente al televisor, mirando quietas los nubarrones de humo negro que envolvían a Dani Benizri en la entrada del túnel, por quien Rahel Shimshi más preocupada estaba era por Sarit; no sólo por los problemas que había tenido para quedarse embarazada, hasta el punto de que habían pensado que nunca lo conseguiría, sino también por la promesa que le había hecho a Adele. En sus últimos días, cuando ya apenas podía hablar, Rahel le prometió que cuidaría de la niña. ¿Acaso por estar casada y embarazada no seguía Sarit siendo una niña? Tras la desaparición de Adele ya no tenía con quién hablar ni a quién confiarle sus cosas, así que lo único que le quedaba era cuidar de Sarit. Sarit acarició los dedos de Rahel Shimshi, volvió a ponerse de pie, señaló el televisor y gritó:

– Dejadme, mirad lo que está pasando ahí.

– No estamos ciegos. Todos vemos lo que está pasando -le dijo Rahel Shimshi mirando el humo negro que salía de la entrada del túnel y envolvía a Dani Benizri, quien unos años antes había estado comiendo en su casa. Por eso Shimshi creía que se pondría de su lado y había exigido su presencia. Cuando Rahel se despertó, a las dos de la madrugada, y vio a Shimshi vistiéndose en la oscuridad, como un ladrón, intentó disuadirlo. Le dijo que no valía la pena. Todavía ahora se alteraba al recordar cómo había intentado escaparse de casa sin que ella lo notara. Se vistió en la cocina, dejó los zapatos en el pasillo, e intentó salir en secreto. No quería problemas. Pero basta con que haya tenido un solo hijo para que el sueño de una mujer se vuelva muy ligero. Y mucho más habiendo criado a seis: siempre mantiene un oído alerta para percibir su llanto. Desde que sus hijos nacieron, Rahel oía todos los ruidos. ¿Ruidos? Bastaba con que alguien se moviera de noche. Shimshi caminó, despacio y de puntillas, hacia la cocina. Ni siquiera se preparó un café ni encendió la luz. Y eso que ella le había advertido un montón de veces que no valía la pena luchar, que los dueños de la fábrica ganarían la partida de todas maneras, como siempre -los ricos cada vez más ricos y los pobres de mal en peor-. Que la vida era lo único que importaba, porque ya lo habían perdido todo, que era mejor aceptar la indemnización y esperar a ver qué pasaba. Pero Shimshi… Él nunca se podía dar por vencido, además de que tenía que dar ejemplo como presidente del comité. Pero ¿por qué tenía que llevarse a Avram, justo cuando Sarit acababa de conseguir quedarse embarazada? Y no sólo a Avram, sino que se había llevado también cuatro camiones de la fábrica.

Desde que lo vio salir de casa la noche pasada -por la cara que puso al ser descubierto, si no lo hubiera conocido habría pensado que se estaba escapando para verse con otra mujer-, no había dejado de pensar en una película que había visto hacía un tiempo por la tele. Una y otra vez volvían a su cabeza las imágenes de esa película de Clint Eastwood, cuyo nombre había olvidado, pero no así el argumento: un hombre iba en busca de su propia muerte, luchando por la justicia aun a costa de sacrificar su vida por enfrentarse a los malvados. ¿O es que los del gobierno no eran también unos malvados? Sabía que eran unos auténticos malvados, lo mismo que la ministra, de quien se veía a la legua que no movería un dedo por nadie. Por eso ella, Rahel, le había dicho a Shimshi: «Sobre mi cadáver», y había intentado tumbarse delante de la puerta. Si se hubiera enfrentado a ella, seguramente habría logrado detenerlo con las uñas. Pero Shimshi no era tonto. La conocía demasiado bien. No se enfrentó a ella, sino que se puso a su lado, junto a la puerta, de rodillas, y le dijo muy tranquilo: «Rahel, hazme el favor, no me queda otra opción; si no, perderé mi dignidad. Están riéndose de nosotros, burlándose, es una cuestión de dignidad, entiéndelo, algo mucho más importante que el dinero». Y no lo pudo detener. Shimshi no quiso explicarle cuáles eran sus planes, de modo que ella se figuró que se encerrarían en la fábrica. Sin embargo, de todo lo que estaba viendo ahora en el televisor, ella no había tenido ni idea, ni de que pensaran utilizar dinamita, ni bombardear el túnel, ni secuestrar a la ministra. No tenía ni idea de todo eso. Tampoco de que reclamarían la presencia de Dani Benizri. Pero Shimshi la había mirado con una expresión de súplica, y ella no era capaz de causarle más problemas, además de que entendió que no podía hacer nada.

Había que vaciar el cenicero y preparar más té. Rahel Shimshi entrecerró los ojos mientras en la tele intentaban dilatar el tiempo, y todas las chicas la miraron como si fuera su mentora, como si no bastara con que su marido fuera el presidente del comité. Fani, que no había dejado de enrollarse en el dedo las puntas de su pelo rubio, sostenía ahora al bebé y le daba golpecitos en la espalda, aunque ya se había callado, mientras fumaba sin parar. También Sarit estaba fumando, porque no había sido capaz de dejar el tabaco a pesar de su embarazo. Y allí estaba también Rosi, con las piernas hinchadas por el azúcar. Cualquiera que las viera así no podría dejar de pensar: ¡pobrecitas! Y los niños… ¿Qué iba a ser de los niños? Mejor no decir nada, ni una palabra acerca de su futuro. Porque ella sabía muy bien lo que iba a ocurrir, que, con la ayuda de Benizri o sin ella, acabarían todos en la cárcel. Todos. Su Shimshi, y Gerard, el marido de Fani, y Meir, el de Simi, y también Avram, el de Sarit. Dejar así a una mujer en mitad de su primer embarazo, después de todas las complicaciones que habían tenido, y marcharse en plena noche con todos esos viejos que ya no tenían nada que perder…; eso es lo que le había dicho a Shimshi cuando lo descubrió intentando escapar de casa a las dos de la noche, creyendo que ella era una vieja que no oiría nada.

– Tú sí que eres un viejo -le dijo-, que ya no tiene energía para estas luchas.

– Precisamente porque soy un viejo -le contestó él-, no tengo nada que perder.

Y no es que ella no lo entendiera; claro que lo entendía. Pero cómo era posible que alguien como él, con la cabeza en su sitio, él, que siempre había pensado en los niños y en los nietos y en el pequeño Dudi, que celebraría su bar-mitzva dentro de un mes, hubiera organizado… fuego y humo… secuestro de la ministra; y todo sin decirle a ella ni una sola palabra. Sólo un suicida secuestraría a la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales y daría un ultimátum con la amenaza de hacerlos saltar a todos por los aires. Y ahí estaban ahora con ella las chicas, lamentándose inútilmente, porque lo que ella opinaba es que la situación se había hecho imprevisible y ya sólo Dios podría ayudarlos.

Sentado en el asiento trasero del coche de la unidad móvil, que prácticamente volaba en dirección a la carretera de los túneles, Dani Benizri se quitó la camisa color celeste y se puso un jersey negro de cuello alto que llevaba en la mochila. Calculó que le quedaban sólo veinte minutos antes de volver a estar ante las cámaras; veinte minutos hasta la entrada de la carretera de los túneles. Veinte minutos en los que tenía que decirle algo a Tikva y tranquilizar a su madre. Debía intentar aparecer ni demasiado bien vestido, y por eso se había puesto el jersey negro de cuello alto, ni demasiado satisfecho de sí mismo, pues eso podía causar mal efecto en la pantalla cuando estuviera sobre el terreno y entrara en el túnel lleno de explosivos. Por suerte tenía esa gabardina de color caqui que le quedaba bien y le daba un aire de cierta urgencia, como si no le hubiera dado tiempo a arreglarse. Antes de haber podido meter el brazo en la manga le sonó le móvil. Ya se lo esperaba: «¿Qué? Tikva, ¿pasa algo?», dijo fingiendo sorpresa, pues quizá ella no hubiera oído aún las noticias y no estuviera al tanto del asunto. Durante unos segundos que se le hicieron eternos oyó los sollozos de ella: «Dani-tengo-tanto-miedo», hasta que pudo decirle:

– Tikva, cálmate, primero tranquilízate. Si no, la pequeña se echará a llorar. Ya está llorando. ¿Te das cuenta? No tengas miedo, ya conoces a Shimshi y a toda su familia, no me van a hacer nada, ni a mí ni a nadie.

Por un momento, Tikva dejó de llorar, pero entonces se acordó de lo que había dicho Shimshi por la tele, sus amenazas de hacerlos saltar a todos por los aires.

– ¡Lo han dicho por la tele! -repitió Dani Benizri con desprecio-. ¿Y qué importa que lo hayan dicho? ¿A estas alturas todavía no te has enterado de que lo hacen para llamar la atención? Díselo a mi madre, tranquilízala, dile que todo esto es…, que no…, que no me llame ahora… -y rápidamente, antes de que Tikva tuviera tiempo de pensar en decir algo más o de echarse a llorar de nuevo, él se puso a hablarle de las vacunas, de que tenían hora en el ambulatorio y de las gotas de suero fisiológico que Tikva debía ponerle en la nariz a la pequeña, tal y como les había aconsejado aquel pediatra que a ella le encantaba y que él, por el contrario, no podía soportar.

Después miró por la ventana las calles mojadas por la lluvia que el coche de la unidad móvil recorría a toda velocidad. Quién iba a imaginar que aquella mañana que había empezado con los comentarios sobre la muerte de Tirtsa terminaría de aquella manera, con una unidad móvil precipitándose hacia la entrada del túnel. Aunque, en realidad, nada había terminado. En absoluto, pues en la entrada del túnel, no muy lejos de donde estaban aparcados los coches patrulla de la policía, se veía una columna de humo negro y en medio, con una gorra gris y su mono azul de trabajo, a Moshé Shimshi esperándolo.

Zohar se apartó torciendo el gesto.

– No me deja entrar, el muy cabrón -le susurró a Dani Benizri-, sabe que soy de la tele y no me deja. Todos te están esperando… como a un Mesías.

Dani Benizri abrió los brazos y los dejó caer como en un gesto de modestia, dando a entender que no había hecho nada especial para estar allí. Después miró a Zohar preocupado, le dio una palmadita en el hombro y le dijo:

– Te felicito, Zohar, buen trabajo.

Sin pretenderlo, ni hacer nada reprochable, uno puede suscitar la envidia de un compañero de trabajo y ganarse un enemigo sólo por haber sido elegido en su lugar. Pero ¿qué podía hacer él? Su intención no era usurparle nada a nadie, la culpa no era suya, aunque, por otro lado, tampoco podía permitirse perder una oportunidad como ésa.

– Escucha -le dijo carraspeando-, yo no…

Pero Zohar ya se había dado la vuelta y había empezado a recoger sus cosas.

– Anda, venga, entra ya -le instó Zohar mientras él, por su parte, subía a la unidad móvil-. Todo tuyo -añadió en un tono sarcástico tras posar su mano sobre el hombro de Iyo, el cámara-. Y da las gracias de tenerlo a él, porque nos han pillado desprevenidos, sin técnico de sonido ni nada; Iyo es todo tu equipo.

– ¿Lo dejarán entrar? -preguntó Dani Benizri mirando al policía que tenía el megáfono y que se encontraba situado al lado de Shimshi.

El policía se encogió de hombros, y le preguntó a Shimshi, señalando a Iyo, el cámara:

– ¿Puede entrar él también?

– Sólo Benizri -dijo Shimshi, con la cabeza gacha-, nadie más que él.

– Si quieres me quedo aquí esperándote -dijo Iyo, y le entregó a Benizri la cámara de vídeo y la pantalla que había cogido de la unidad móvil.

Dani Benizri se acercó a Shimshi vacilante, preocupado por que no fuera a permitirle entrar con la cámara o la pantalla, pero Shimshi se lo quedó mirando en silencio y finalmente dijo:

– Ya ves, como no has vuelto por casa… ahora nos tenemos que encontrar aquí.

Benizri se esforzó en sonreír. No tenía por qué sentir miedo. Conocía a Shimshi desde hacía años, cuando él era un novato en el periodismo de investigación y Shimshi un activista principal de la Histadrut. No había razón para tenerle miedo, pero, a pesar de todo, se sentía invadido por el pánico. Quizá fuera por la respiración angustiada y jadeante de Shimshi, que también parecía presa del terror. Y es bien sabido que las personas asustadas y bajo una fuerte presión pueden llegar a ser muy peligrosas.

– Oye -dijo Shimshi en voz baja, haciéndole entrar en el túnel-, tenemos un problema.

Benizri sintió cómo su mano se estremecía y el mango de la cámara se llenaba de un sudor pegajoso. Shimshi entró en el túnel corriendo y él lo siguió. La pantalla y la cámara de vídeo ralentizaron sus pasos. Vio, de lejos, dos camiones bloqueando el camino. Un grupo de hombres con mono azul y gorro de lana se apartó para abrirles paso. Detrás de los camiones estaba el Volvo gris, y pudo reconocer a Azriel, el chófer de Timna Ben-Zvi, la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales, con los codos apoyados en el techo del coche, la cabeza inclinada y el rostro entre las manos. Shimshi se paró en seco al llegar a la altura del coche. Azriel se irguió. Ignoró a Shimshi y clavó sus ojos grandes y claros en Dani Benizri, mientras se acariciaba el mentón con mano temblorosa.

– ¿Dónde está la ministra? -preguntó Benizri.

Azriel señaló con la cabeza hacia la ventanilla trasera del Volvo.

– No se encuentra bien -susurró-, no sé qué hacer.

– Es lo que te decía -le explicó Shimshi a Benizri, y carraspeó-. Tenemos un problema, porque ella no está muy…, cómo lo diría…, no se encuentra demasiado bien, así que es mejor que acabemos rápido -concluyó, quitándose el gorro y hundiendo los dedos en su escaso cabello gris, que ahora estaba completamente aplastado.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Benizri asustado, tomando una profunda bocanada de aire para después toser. Una nube de humo negro y sofocante invadía ahora el túnel.

– Que no se encuentra bien -dijo Shimshi, y Benizri dejó la cámara a los pies de Azriel y se apresuró a mirar dentro del vehículo.

La ministra de Trabajo y Asuntos Sociales estaba tumbada, acurrucada en el asiento trasero. Alguien le había puesto un bolso grande debajo de la cabeza. Tenía los ojos cerrados. Benizri entró en el coche y una vez allí preguntó si estaba consciente.

– ¡Se ha desmayado! -exclamó Shimshi.

– No se ha desmayado -vociferó entonces uno de los dos hombres que estaban cerca del coche-, está fingiendo, todo es puro teatro.

Benizri le tomó el pulso en la muñeca. Era lento y débil. Se fijó en su rostro grisáceo y escuchó su respiración, abrupta y dificultosa. Después miró a los lados y la sentó, le quitó la chaqueta negra de lana y le desabrochó los botones de la camisa celeste.

– Oye, tú -exclamó Azriel, el chófer, escandalizado-. ¿Qué estás haciendo?

– Tranquilo, hice un cursillo de primeros auxilios en el ejército, soy enfermero militar -le replicó Dani Benizri, y, de golpe, levantó la parte superior del cuerpo de la ministra y, sosteniéndolo en sus brazos, le desabrochó el sujetador y se lo quitó, dejando al descubierto unos pechos blancos y pequeños, cuya redondez y firmeza lo sorprendieron. Avergonzado por haberse fijado en ellos, se apresuró a mirar a su alrededor para comprobar si alguien se había percatado. A continuación le golpeó suavemente las mejillas. Estuvo a punto de caérsele, pero la agarró con fuerza, mientras sujetaba con el pie la puerta del Volvo para evitar que se cerrara-. Shimshi -gritó-, Shimshi, esto que estáis haciendo es muy peligroso.

– No le pasa absolutamente nada -exclamó el más joven de los dos hombres que estaban junto a Shimshi, mientras encendía un cigarrillo-, es puro teatro, seguro que lo ha aprendido de la serie esa tan pija: Ramat Aviv Guimel.

– Shimshi -le advirtió Benizri-, te estoy diciendo que fui auxiliar médico en el ejército…, he visto mucho, y esto es peligroso. Tú no sabes si tiene algún problema de salud, no debes asumir ese riesgo, puede que tenga asma o alergia, o incluso diabetes.

– Asma, eso es lo que tiene, un ataque de asma -dijo Azriel, incorporándose por completo-; ya se lo he dicho, pero no me hacen ni caso.

Dani Benizri la cubrió con la chaqueta de lana, salió del coche y se acercó a Shimshi.

– Escúchame -le susurró-, esto puede acabar muy mal, puede… puede llegar a asfixiarse… y entonces estaréis totalmente acabados. Créeme, sé de lo que estoy hablando, hay que sacarla de aquí ahora mismo. Si le llegara a pasar algo, la policía entraría con mucha violencia, a pesar de los explosivos… y de aquí ya no saldrían más que cadáveres; te lo advierto, esto puede convertirse en una catástrofe.

Shimshi miró hacia sus compañeros, que se alejaban en dirección a los camiones, y estrujó el gorro entre los dedos.

– Déjala salir ahora mismo -le aconsejó Dani Benizri-, sácala antes de que sea demasiado tarde, y yo… Sácala y yo me quedaré en su lugar. Seré vuestro rehén.

– No estoy solo en todo esto -susurró Shimshi, mientras seguía retorciendo el gorro-, yo no puedo tomar una decisión así, tengo que consultarlo con mis compañeros.

– Pues consúltalo rápido -dijo Dani Benizri, y miró la pantalla.

El director general del Ministerio de Economía pestañeó con fuerza cuando vio a la asistente social que se sentaba ahora frente a él en el estudio, sustituyendo a Dani Benizri.

Shimshi se hizo a un lado y reunió a sus compañeros. Dani Benizri volvió a entrar en la parte trasera del coche, se sentó y puso la cabeza de la ministra sobre sus rodillas.

– ¿Tienes agua o algo? -le preguntó a Azriel, y éste se apresuró a abrir la puerta delantera y le pasó un botellín de agua mineral.

– Siempre… La llevo siempre por si…

– ¿Sabes si tiene un inhalador? -le preguntó Benizri, al tiempo que cogía el bolso que había estado bajo la cabeza de la ministra y lo abría-. ¿Usa Ventolín o algo parecido?

– Pero qué estás haciendo -le dijo Azriel muy asustado-. ¿Cómo te atreves a cogerlo…? Es el bolso privado de la ministra, tú no puedes…

Pero Dani Benizri revolvió en el interior del bolso y encontró un inhalador, entonces abrió la boca de la ministra, le tapó la nariz y le administró varias pulverizaciones.

Azriel se encontraba de pie junto al coche; desde su posición, Benizri sólo podía verle los puños y los dedos temblorosos, mientras le oía implorar:

– Dios mío, por el amor de Dios…

Shimshi se acercó al coche e hizo un gesto negativo moviendo lentamente la cabeza.

– No sale -dijo-, no se le va a permitir salir si no hay acuerdo.

– Shimshi -le suplicó Dani Benizri-, ¿les has explicado en qué lío os estáis metiendo? Es serio, ¿se lo has dicho? Aquí va a correr sangre, te lo advierto…

– No podemos hacer nada -dijo Shimshi en voz baja-, y ella no saldrá hasta que no haya acuerdo. Si saliera antes, nadie hablaría ya con nosotros, no habría negociación posible.

– ¿Y cómo va a haber un acuerdo? -le preguntó Dani Benizri, mirando la pantalla-, dime, ¿cómo va a haber un acuerdo en esta situación?

– Confiamos en ti -dijo Shimshi-, por eso estás aquí. Nosotros te lo explicaremos y tú lo solucionarás. Ahora todo depende de ti.

Eli Bahar se encontraba en la antesala del despacho del director de la cadena, observando a las personas que se disponían a entrar en el despacho de Tsadiq y viendo cómo, uno tras otro, se detenían, amontonándose, en el despacho de la secretaria, frente a la pantalla. El escritorio de Aviva, con la centralita de teléfonos y el ordenador, estaba situado frente a la ventana, en el centro de un espacio abierto, entre la puerta que daba al despacho del director de la cadena y otra, a la izquierda, que conducía a un cuarto denominado «el despachito», en el que había un escritorio, varias sillas, un sillón naranja de escay y un hervidor de agua grande y vacío, junto al que se encontraban algunas tazas de porcelana y un botecito de edulcorante. Parecía un cuarto destinado a los encuentros privados del director de la televisión o a reuniones de altos cargos. La disposición de las tazas y el polvo acumulado hacían sospechar que nadie había estado allí desde hacía mucho tiempo. Tsadiq abrió la puerta y le pidió a Aviva que hiciera entrar a Max Levin, el encargado del atrezo, y a Avi, el iluminador, pero ambos estaban pegados a la pantalla del despacho de la secretaria; hasta él se acercó a la entrada y miró desde fuera.

Para entender cómo funcionaba todo aquello bastaba con quedarse en el pasillo, observando las idas y venidas entre el despacho de la secretaria y el del director de la cadena. Eli Bahar miró atentamente a Arieh Rubin, que, en su momento, había destapado el escándalo de los sobornos en la policía que acabó con el despido de algunos altos cargos, entre ellos el comandante de la zona norte, y que había convertido a Rubin en el peor enemigo de todos los comandantes de la policía, que, desde entonces, además, se miraban con recelo, pues hasta el momento nadie había dado con el responsable de la filtración. Este hecho había socavado irremediablemente las relaciones entre el director de la televisión y el comandante policial de la zona y también… Pero, justo en ese instante, el mismísimo Arieh Rubin entraba en silencio en el despacho de Tsadiq, cerrando la puerta tras él. A Eli Bahar le habría gustado escuchar la conversación. Ya eran cuatro los que abarrotaban el despachito que precedía al despacho de Tsadiq, pero la secretaria no los iba a dejar pasar hasta que no se abriera la puerta y Tsadiq los llamara. La chica con la bufanda de lana también estaba allí, apoyada en la puerta y mordiéndose las uñas.

Eli Bahar la había visto antes en el pasillo y ahora estaba allí, mirando el reloj y la puerta como si su vida dependiera de ello. No era una chica guapa, debido al gesto de ansiedad que atormentaba su rostro: eso es lo que habría dicho Michael Ohayon de haberla visto, porque no en vano había sido él quien le había enseñado a Eli Bahar a observar a la gente.

Resultaba difícil saber qué pensaría Michael de la tal Aviva, la secretaria, porque estaba para comérsela. Ni por un instante había dejado de menear sus dorados rizos y de mirar a Eli, ni siquiera cuando hablaba entre susurros por aquel teléfono que no dejaba de sonar. Le resultaba complicado reconocer la naturaleza de esa mirada, en un principio de observación y sospecha, aunque después brillaba de una forma… como si le estuviera tirando los tejos.

Todos miraban hacia el pequeño televisor que colgaba de la pared, y desde cualquier despacho se oían las voces de Dani Benizri dentro del túnel y del director general del Ministerio de Economía, que estaba sentado en el estudio junto a una mujer muy gorda, que sin embargo se veía que había sido guapa, y Nejemya, el presentador, mientras en el extremo inferior de la pantalla se podía leer: «Sarit Hermoni, asistenta social». Ambas emisiones se iban alternando, en medio de un silencio total, bajo el que sólo Aviva susurraba al teléfono para no molestar a quienes intentaban escucharlas. Parecían estar esperando órdenes en un cuartel de campaña tras el estallido de una guerra, aunque allí, en realidad, no pasaba nada, ya que todo sucedía exclusivamente en las pantallas. Al lado del escritorio de Aviva estaba sentado Mati Cohen. Tsadiq le propuso a Eli Bahar que hablara con él después de la reunión, pues Mati había pasado por allí la noche antes e incluso era posible que hubiera visto a la difunta. («Hablando del rey de Roma», había dicho Aviva con voz gangosa, «aquí está Mati Cohen. Te andaban buscando, ¿dónde estabas?». Y Mati Cohen se le acercó y dijo: «En urgencias del hospital Shaare Tsedek, con mi hijo, ahí es donde estaba»; y tomando asiento, muy abatido, añadió: «Necesito un café, no he dormido en toda la noche. Ni siquiera he podido cambiarme de ropa, todavía llevo el traje de ayer, mira», y señaló una mancha que tenía en el borde de la corbata. «Al menos quítate la corbata», le dijo Aviva. «¿Por qué vas tan elegante? ¿Tienes alguna recepción? ¿Una entrevista con el ministro?» «Ya te lo he dicho, voy así desde ayer que es cuando tuve la reunión con la dirección de la Radio-Teledifusión, con el ministro no pude…») Ahora se había concentrado en la pantalla, con las manos puestas sobre su gran barriga. Eli aprovechó para observarlo con atención. Le resultaba difícil entender cómo alguien podía llegar a no poder respirar prácticamente por culpa de la grasa. Y eso que Mati Cohen tampoco es que fuera muy mayor, no tendría más de cuarenta o cuarenta y pico.

– Espere unos minutos hasta que se aclare la situación -le había dicho Tsadiq poco antes, dejándolo solo en el despachito.

Pero Eli Bahar no tenía un pelo de tonto, y no se había quedado sentado allí, sino que se había acercado a la entrada y estaba oyendo el «Se han vuelto completamente locos» de Mati Cohen, que, sin apartar los ojos de la pantalla, añadió: «¡Nunca había oído nada parecido!».

– No se han vuelto locos, en absoluto -le contestó Niva, la secretaria de los informativos, que, apoyándose en la mesa de Aviva, sacó el pie con el calcetín de lana del zueco y lo posó en el muslo de la otra pierna, como una cigüeña-. No se han vuelto locos, porque realmente es imposible conseguir nada sin violencia.

– Pero ¡no van a conseguir nada! -exclamó Hefets, el director de la sección de informativos, a quien Eli Bahar había visto antes intentando hablar con la chica que se comía las uñas junto a la entrada y que no apartaba la mirada de la puerta del despacho de Tsadiq. Parecía ser la única a la que no le importaba lo que pudiera llegar a ocurrir en el túnel, ya que toda su atención se centraba exclusivamente en la puerta del despacho de Tsadiq, como si esperara de allí algún tipo de milagro- ¿Qué creerán que van a conseguir? ¿Lograrán algo? ¡Pues naturalmente que no, claro que no!

El teléfono sonó pero Aviva no contestó, inmóvil como estaba y con los ojos clavados en la pantalla.

– Oye -le dijo de pronto Mati Cohen, en voz baja-, quiero decirte algo, cuando acabe esto… -y señaló con la cabeza hacia la pantalla-. Porque Tsadiq me ha dicho que estás como… averiguando qué pasó anoche y yo… -miró a su alrededor con preocupación e hizo un gesto con la mano como si se arrepintiera de haber empezado a hablar-. Después te lo digo, cuando acabe esto… -repitió, luego se enjugó el sudor de la frente y se deshizo el nudo de la corbata.

Hay momentos, aunque escasos, en que los medios de comunicación provocan verdaderos cambios en la realidad, unos cambios palpables e inmediatos. Y uno de esos momentos fue cuando Dani Benizri pasó de ser un reportero que simplemente informa -o, como mucho, hace de intermediario entre las partes- a participar activamente en el esfuerzo por alcanzar un acuerdo entre los obreros y el ministro de Economía. Así, Eli Bahar pudo ser testigo de cómo, de repente, la retransmisión pasaba del estudio de televisión al túnel, donde Dani Benizri hablaba ahora en nombre de los obreros. «Te encuentras allí», le contaría después a Michael, «y de repente ves al director general del Ministerio de Economía contra las cuerdas, ¡en directo, en la televisión! ¡No me lo podía creer! ¡El director no tenía escapatoria! E inmediatamente después ves a Shimshi dictarle un comunicado a Benizri, al mismo tiempo… La pantalla se divide en dos y ves… Cómo explicarlo, me sentí… No podía creer que aquello estuviera ocurriendo… Te lo aseguro…, todos los que estábamos en el despacho nos quedamos clavados, sin aliento».

Y eso no ocurrió sólo en el despacho de Aviva, sino también en los pasillos, en el bar, en las salas de control, en la entrada del edificio y en su interior; parecía que en cualquier rincón del país todo se hubiera detenido para ver aquellas imágenes y oír lo que allí se decía. Y es que Shimshi, con voz grave y ronca, le estaba dictando a Dani Benizri las palabras del acuerdo que debía aceptar el director general del Ministerio de Economía, y Dani Benizri las iba repitiendo una por una. En el despacho de la secretaria del director de la cadena reinaba un silencio absoluto cuando ésta elevó el volumen de las voces de la pantalla:

– Nejemya -oyeron decir a Dani Benizri, que apareció al lado del coche de la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales-, que el señor director general coja una hoja y escriba.

– Dani -lo interrumpió el presentador. La emisión había pasado ahora al estudio, donde el director general del Ministerio de Economía susurraba algo al presentador; éste asintió, demostrando que había entendido, y habló a la cámara-, ¿nos oyes? -y el director general del Ministerio de Economía se apresuró a decir:

– Las cosas no pueden hacerse de esta manera.

Lo normal habría sido que, tras oír las palabras del director general del Ministerio de Economía, se hubiera producido algún comentario sarcástico en el despacho de Aviva, pero todos callaron y se concentraron en la nueva imagen que apareció en pantalla, la de Dani Benizri dentro del túnel.

– Pues no tiene usted otra opción -dijo al micrófono Dani Benizri, aterido de frío, al tiempo que señalaba con la cabeza hacia el Volvo gris-, porque la señora Ben-Zvi debe salir de aquí de inmediato, su estado de salud… -y mientras hablaba se volvió a ver el estudio y un recién llegado puso delante del director general un bolígrafo y una hoja.

– No me lo puedo creer -susurró Mati Cohen sin apartar la mirada de la pantalla y volviéndose a enjugar el sudor de la cara.

Otra vez apareció el túnel, con Benizri y Shimshi al lado de los camiones. El rostro de Shimshi se distinguía con toda claridad cuando dijo, en un tono amenazador:

– Espero que lo esté apuntando, porque no lo pienso repetir -y a continuación se dirigió al grupo de hombres que se encontraba tras él y gritó-: ¡Silencio, estaos quietos! -y ordenó a Benizri-: Empieza ya, dile que empiece.

A pesar de todos los preámbulos, los periodistas reunidos en el despacho de la secretaria se quedaron atónitos cuando el reportero empezó a leer el texto que tenía en la mano:

– El director general del Ministerio de Economía se compromete por la presente -y se volvió hacia Shimshi, esperando su aprobación.

– Personalmente -añadió Shimshi.

– Personalmente -repitió Dani Benizri, y su pálido rostro llenó la pantalla por un instante; después reapareció el plató de televisión, con la expresión de estupefacción del director general del Ministerio de Economía.

– Miradlo -masculló Niva, todavía apoyada en el escritorio de la secretaria-, lo está apuntando de verdad, el director general.

A continuación regresaron a la pantalla las figuras de Benizri y Shimshi:

– … a poner en práctica, en un plazo máximo de veinticuatro horas, los acuerdos completos acerca de los salarios que el propio director general firmó hace siete meses y que no ha respetado -repitió en voz alta Dani Benizri, mirando fijamente a la cámara.

Detrás de él se veía a Shimshi, después se oyó también su voz que decía: «Quiero ver lo que ha escrito».

– Pero ¿cómo se lo van a enseñar? -preguntó Aviva asustada, y miró la pantalla, en la que se veía a Benizri ordenando: «Enséñanos el estudio».

Eli Bahar oyó la respiración pesada de Mati Cohen, que no dejaba de palparse el cuello.

– Vaya producción -masculló cuando la pantalla se dividió en dos. En la parte derecha aparecía el estudio, con la cámara enfocando al director general, que se inclinó hacia la hoja y la firmó, mientras en la parte izquierda se veía a un grupo de hombres arremolinados alrededor de Dani Benizri, mirando la pequeña pantalla que sostenía frente a él.

– De acuerdo, Dani -exclamó Nejemya, el presentador, desde el estudio, y mostró la hoja a la cámara-, el director general ha firmado, ahora sólo faltáis vosotros…

En la parte izquierda de la pantalla se vio la mano de Shimshi deslizarse sobre la hoja, vacilante, para finalmente acabar firmándola sobre la espalda de uno de los hombres, que le servía de apoyo. Después, Benizri cogió la hoja y la mostró ante la cámara.

Todos los que estaban en el despacho de la secretaria -menos Aviva, que se precipitó a revolver el interior de su gran bolso, como si hubiera estado esperando un momento libre para hacerlo- aplaudieron, y entonces se abrió la puerta del despacho de Tsadiq, que con la cara radiante dijo a los presentes:

– ¡Para que ahora digáis que siempre fallamos! ¿Habéis visto quién ha salvado la situación?

Y Hefets, que se encontraba no muy lejos de él, dijo con una gran sonrisa y los ojillos pestañeando tras las gruesas lentes de sus gafas:

– Buen trabajo, compañeros, buen trabajo. Hoy ha sido un gran día para el departamento de informativos.

– ¿De qué os alegráis? -protestó Aviva, tirando su bolso con enfado-. Ya veréis como de esto no sale nada bueno, acordaos de lo que he dicho; acuérdate Niva, ¿me estás oyendo?

– ¿Por qué eres tan aguafiestas? -le dijo Niva ofendida, y volvió a meter el pie en el zueco-. Siempre tienes que arruinar los mejores momentos, como si…

– No es culpa mía -protestó Aviva-, sino de la vida, que siempre acaba por darme la razón.

Se abrió la puerta, Rubin salió y se dirigió hacia la chica de la bufanda. Eli Bahar sólo pudo oír un «Todo está arreglado», al tiempo que veía cómo le ponía la mano sobre el hombro y a ella se le iluminaba el semblante de alegría mientras Hefets los miraba a los dos. Por un momento a Eli Bahar le pareció también que el oscuro rostro de Hefets palidecía cuando la chica abrazó a Rubin.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó a Aviva en voz baja, y ella, distraída, como si la hubieran interrumpido, los miró a ambos y dijo:

– ¿Quién? ¿Natacha? Es Natacha -y a continuación llamó en voz muy alta-: ¡Hefets, Mati, Yaakobi!, venid todos, todos los directores de los departamentos -mientras daba palmas como una maestra de escuela- podéis entrar ya, empieza la reunión, vamos muy retrasados.

Hefets todavía se entretuvo un momento y vio en la pantalla a Benizri mirando al Volvo de la ministra y al coche patrulla de la policía que viajaba delante de él, con la sirena encendida. Meneó la cabeza y musitó:

– Madre mía, la que nos espera -y entró en el despacho de Tsadiq, desde donde se le oyó exclamar-: No diréis que no os he avisado, de aquí no saldrá nada bueno, es imposible que salga nada bueno.

– Vosotros también -les ordenó Aviva a Rubin y a Mati Cohen-. Max entrará después, cuando haya acabado con el policía -dijo, señalando hacia la puerta abierta del despacho de Tsadiq.

Eli Bahar se quedó de pie donde estaba, mirando a los que pasaban. En la entrada del despacho, Rubin detuvo a Mati Cohen y le preguntó en voz baja -aunque Eli Bahar hizo un esfuerzo y pudo oír la pregunta-: «¿Estuviste aquí anoche?», y vio que Mati asentía con la cabeza y se daba la vuelta para esquivar la mirada de Rubin. En su lugar se encontró con la de Eli Bahar, y bajó los ojos rápidamente hacia la moqueta marrón que cubría el suelo del despacho.

– ¿Intentaste detener la producción? -le preguntó Rubin a Mati en un tono amenazador-. ¿Detener ahora la producción de Ido y Einam? -y Mati Cohen retiró las manos de su enorme barriga, respiró hondo y extendió los brazos hacia los lados como diciendo: no tuve otra opción-, ¿Ahora? ¿Cuando ya está casi todo hecho? -insistió Rubin.

Mati Cohen se encogió de hombros e hizo un gesto de impotencia.

– Después lo hablamos -añadió Rubin.

– Después de la reunión tengo que hablar con la policía -le contestó Mati Cohen, desviando la mirada hacia Eli Bahar.

– ¿Por qué tienes que hablar con la policía?

Mati Cohen se volvió a encoger de hombros y echó un vistazo a su alrededor.

– Me han dicho que eso es lo que tengo que hacer, es que… -dijo balanceándose, pasando su peso de una pierna a la otra-, ya sabes, por lo de Tirtsa.

– Pues después -le dijo Rubin.

– ¿Dónde estáis? ¿Qué es lo que os pasa? -les gritó Tsadiq desde la entrada de su despacho-. ¿Por qué no entráis? Estamos todos esperándoos.

Mati Cohen miró a Tsadiq con una expresión interrogante.

– ¿Entonces hablo con él ahora o no? -preguntó, y señaló hacia el despachito con la cabeza.

– Primero, antes que nada, tienes que hablar conmigo -se le adelantó Eli Bahar desde la entrada del despachito, y se hizo a un lado para dejar pasar a Mati Cohen.

– Un segundo -le replicó Mati Cohen-, tengo que traerme un café del despacho de Tsadiq, no he dormido en toda la noche… Yo… Sólo es coger un café.

Al principio, se quedaron allí sentados sin decir nada. Cada vez que la pantalla del despacho de Aviva quedaba en silencio, o entre una llamada telefónica y otra, lo único que se oía en la estancia eran los ruidosos tragos de Mati Cohen o su respiración dificultosa. El rostro enrojecido y aquella penosa respiración inquietaron a Eli Bahar. Parecía que Mati fuera a ahogarse en cualquier momento. Michael Ohayon le había enseñado a callar y esperar. Pero tenían poco tiempo y Mati Cohen no era sospechoso de nada; pronto tendría que hablar con Max Levin y con el iluminador; además, después de todo, se trataba de un accidente y no hacía falta armar jaleo. (Eso fue también lo que Michael le había dicho la noche anterior, cuando Eli lo llamó: «No hace falta que vaya yo, se trata de un accidente, es un caso de rutina. ¿Qué te pasa? ¿Estás sobrecargado de trabajo?». Y Eli, en un momento de inspiración, le contestó: «Es pura añoranza, sin ti no soy nada». Michael se rió y le contestó: «Aguanta. Es la una de la noche, nos veremos dentro de siete u ocho horas».)

– Según tengo entendido, usted estuvo ayer en el escenario de los hechos -le dijo finalmente Eli Bahar y, para su disgusto, se dio cuenta de que había interrumpido el silencio justo cuando Mati Cohen se disponía a hablar.

Mati Cohen abrió y cerró la boca como un pez en apuros.

– ¿Escenario? ¿Qué esc…? Ajá, ¿se refiere usted al sitio donde Tirtsa…?

Eli Bahar asintió.

– ¿Estuvo usted allí anoche, antes de que muriera? ¿La llegó usted a ver?

Mati Cohen le explicó que, justo antes de la medianoche, había estado en el pasaje que discurre por encima de las salas de los decorados y que Tirtsa se encontraba abajo, junto a los bastidores.

– ¿Le vio ella a usted? -preguntó Eli Bahar.

– No lo sé, no creo -respondió Mati Cohen, que parecía pensar en voz alta-; yo iba de camino a la azotea, donde estaban rodando la película de Beni Meyujas y no podía entretenerme. Ella tampoco… Eso es lo que… Tampoco estaba sola.

– ¿No estaba sola? -dijo Eli Bahar, disimulando su asombro y repitiendo la pregunta para ganar tiempo. Eso también lo había aprendido de Michael hacía años: no muestres un asombro excesivo porque si lo haces el interrogado aprenderá a morderse la lengua, ya no será espontáneo y no oirás toda la verdad-. ¿Quiere decir que había alguien con ella?

– Sí, había alguien con ella y estaban hablando, pero no sé quién sería porque estaba bastante oscuro abajo y los bastidores la ocultaban. Apenas si la pude entrever, sólo las botas, y reconocí su voz.

– ¿Habló? -preguntó Eli Bahar con interés.

– No era exactamente… No es que hablara…, sólo dijo… como…; me parece que dijo «No, no», o algo así.

– ¿Con quién hablaba? -le preguntó ahora Eli Bahar delatando su agitación, y es que se le había acelerado el pulso porque, de repente, la historia estaba dando un vuelco absoluto- ¿Quién estaba con ella?

– Pues ésa es justamente la cuestión -le respondió Mati Cohen tirándose de las mangas de su abrigo azul y clavando la mirada en uno de los botones dorados-, que no lo sé.

– ¿Era un hombre o una mujer? -le preguntó Eli Bahar amablemente, como si no hubiera urgencia en responder.

Mati Cohen hizo una mueca que denotaba su sorpresa.

– Que me maten si lo sé, no se lo puedo decir porque estaba oscuro y la otra persona no habló.

– Pero ¿qué fue lo que vio, exactamente? -inquirió Eli Bahar-. Descríbamelo como si yo…, como si fuera un reportero que le estuviera preguntando por lo que ha ocurrido.

– Sucedió así: me llamaron para decirme que Beni Meyujas estaba rodando por la noche…

– ¿Quién lo llamó? -preguntó Eli Bahar, y garabateó algo en la libreta amarilla que tenía apoyada en las rodillas.

– Qué más da, me llamaron y punto -dijo Mati Cohen con desgana-. Se había llegado a un acuerdo por el que Beni Meyujas tenía que dejar de rodar porque se había acabado el presupuesto… No importa, son cosas de… De todos modos, vine para pillarlo in fraganti y sabía que estaba en la azotea de Los Hilos.

La mano de Eli Bahar se detuvo sobre la hoja.

– ¿A qué se refiere? ¿Qué es eso?

– Pues Los Hilos -dijo Mati Cohen con impaciencia-, el otro edificio, donde se hacen los decorados, donde el… Venga, Los Hilos, ¿no ha estado en el otro edificio? ¿Todavía no ha estado usted donde encontraron a Tirtsa…?

– Sí, ya he estado, ¿eso es Los Hilos?

– Así es como se llama porque antes era una fábrica de hilos -le explicó Mati Cohen-. No sé si se habrá dado cuenta, pero hay allí unas escaleras estrechas que llevan a la segunda planta, y un pasaje angosto, abierto, con una baranda, por encima de las salas donde están los decorados y la carpintería, por encima de… No importa, el caso es que puedes ir al pasaje ese y ver lo que ocurre debajo sin hacer ningún esfuerzo, desde el otro lado, porque no está cerrado; total, que me encontraba apoyado en la baranda, porque había caminado muy rápido y me encontraba muy cansado y bastante deprimido, porque sabía que… No me gusta cortar los rodajes a medias…, y menos con un tipo como Beni Meyujas que… -Mati Cohen se calló, se levantó de la silla con dificultad, sacó un pañuelo de cuadros arrugado del bolsillo de los pantalones y se secó el sudor de la cara-. ¿Tú también tienes calor o soy sólo yo? Hace un calor de muerte -se quejó.

– No especialmente -le respondió Eli Bahar-, pero cada uno reacciona de una forma distinta; aquí hay calefacción central -y, tocando el radiador, desconchó con el dedo una capa de pintura amarillenta-. Pues no, está completamente frío -comentó asombrado-, la calefacción está apagada.

– Eso es ahorrar -dijo Mati Cohen satisfecho-. La encienden entre las cuatro y las cinco, dependiendo de la temperatura. Pero ¿dónde nos habíamos quedado? -añadió, y miró el reloj con impaciencia.

– En que le daba apuro detener el rodaje de Beni Meyujas -le recordó Eli Bahar-, y estaba usted caminando por el pasaje de la segunda planta y miró hacia abajo.

– Sí, pero no me detuve, porque le iba a decir a Beni Meyujas… -suspiró-, y al final no se lo dije.

– ¿Y cómo fue eso?

– Pues porque no llegué hasta allí. A medio camino llamó mi mujer, tuve que llevar al peque a Urgencias, estaba con un ataque de asma, tiene bronquitis asmática, y yo no podía…, imposible esperar, era urgente, cuando tiene un ataque así se ahoga, una vez se puso azul, y el que tenía el coche anoche era yo. Además, mi mujer no conduce, así que no había otra opción, ella también… Está en su segundo embarazo y no… Ya hemos perdido… No importa -e hizo unas muecas como si se disculpara por dar tantos detalles, por resultar demasiado charlatán-. Tuve que volver urgentemente.

– ¿Y volvió usted sobre sus pasos por el mismo camino por el que había llegado? -le preguntó Eli Bahar.

– Sí, claro, no hay otro cami… Hay otro camino, por detrás, más corto, que lleva al aparcamiento, y hay… hay también un pasaje por dentro, por el edificio central…; pero había dejado el coche en el aparcamiento pequeño…

– ¿Así que volvió usted por el mismo pasaje?

– Sí. ¿Tan importante es eso? -se interesó Mati Cohen mirándolo con asombro.

– ¿Y entonces todavía estaba ahí?

– ¿Quién? ¿Tirtsa?

– Tirtsa y ese alguien que estaba con ella.

– No me fijé -dijo Mati Cohen sorprendido, como si él mismo se diera cuenta del absurdo-, ya no miré hacia abajo, estaba preocupado por…

– Tenía usted prisa -lo ayudó Eli Bahar.

– Eso mismo, tenía mucha prisa, por el niño, porque mi mujer me había dicho que ya era… Eso es, tenía prisa, y no le puedo decir si ella todavía estaba ahí o no, tampoco sé dónde la encontraron, porque me he enterado esta mañana… -y abrió los brazos en un gesto de impotencia.

– La han encontrado al lado de los decorados, junto a la columna. Una columna blanca de mármol.

– Me parece recordar algo parecido -dijo Mati Cohen-. ¿Con una bola arriba, en la parte superior? Debí de verla alguna vez.

– Esa bola le aplastó la cara y el cráneo -comentó Eli Bahar, sin apartar la mirada del rostro de Mati Cohen, que palideció al instante.

– ¡Qué me dice! -musitó Mati Cohen, y se pasó la lengua por los labios, que se le habían quedado secos de golpe-. ¿Hay aquí?… ¿Hay agua? -preguntó, y mientras hablaba se levantó y se acercó dando tumbos al hervidor, miró dentro, echó agua tibia en un vaso de poliexpán y se la tomó de un trago-. Lo siento mucho -dijo, tomando nuevamente asiento-. Al volver no miré hacia abajo, no sé si todavía estaría en el mismo lugar, pero cuando llegué sí se encontraba allí con alguien, hablando, quiero decir… -y se calló. Eli Bahar, que percibió un matiz de vacilación en su voz, se cruzó de brazos y esperó; tenía la esperanza de que, si aguardaba pacientemente, oiría el final de la frase. La gente -le había enseñado Michael- no puede soportar los silencios. Pero Mati Cohen seguía en silencio. Su rostro enrojecido se había contraído por un esfuerzo que Eli Bahar no lograba interpretar, y los ojos entrecerrados parecían estar intentando descodificar los detalles de una imagen que sólo él veía.

– No se trataba de una simple conversación -aventuró Eli Bahar, y Mati Cohen le dirigió una mirada asustada.

– No sé qué significa exactamente eso de «no se trataba de una simple conversación» -dijo Mati Cohen, y a Eli Bahar le pareció percibir en su voz un matiz de pesar o de desesperación-, no le puedo decir que…; porque en verdad que no sé con quién hablaba…, no tengo ni idea…

– ¿Ni siquiera si era hombre o mujer? -insistió Eli Bahar.

– Ni eso. Nada. Estaba oscuro, yo apenas… Si Tirtsa no hubiera hablado nunca habría sabido que era ella… Incluso ahora no estoy totalmente seguro…

– Pero es muy importante que esté seguro de que era Tirtsa y de lo que dijo exactamente -insistió Eli Bahar al tiempo que oía el tono de desilusión de su propia voz-. No sabe usted la importancia que eso tiene.

Mati Cohen lo miró confundido, pero al final su rostro se relajó y pareció haber entendido.

– ¿Por qué, por lo del seguro?

– Sí -dijo Eli Bahar, que no tenía intención de descubrir en aquel momento ninguno de sus pensamientos-, es por lo de las condiciones del seguro, porque, si se trata de un accidente, las condiciones son completamente diferentes.

– Pero si le estoy diciendo todo lo que sé -dijo Mati Cohen, en tono de súplica-, de verdad que lo estoy intentando, qué más puedo hacer. Cuando iba para allá estaba pensando en Beni Meyujas, y a la vuelta ni eso, y todo aquello, al fin y al cabo, sumando la ida y la vuelta, no fueron más que unos minutos, hasta que llegué cerca de la azotea, y después cuando regresé tras la llamada…

– ¿Los que estaban en la azotea rodando no oyeron la llamada?

– ¿Qué? ¿Cómo? ¿La del móvil? ¿Quiénes?

– La gente que se encontraba en la azotea -dijo Eli Bahar- e incluso Tirtsa, si estaba abajo, ¿no oiría el sonido y reaccionaría, dándose cuenta de que estaba usted ahí? ¿No lo llamó o algo así?

– No -negó Mati Cohen moviendo la cabeza de lado a lado como para reforzar sus palabras-, no quería que nadie supiera que iba… Pensaba presentarme allí en pleno rodaje, y puse el móvil en vibración, para que no se oyera, sólo yo lo sentí en el bolsillo. Estaba cerca de la puerta de la azotea, vi que era mi mujer, por el número, y sólo dije «qué», ella habló y yo respondí en voz baja «ya voy», eso fue todo. Nadie pudo oírme. Y mucho menos desde la azotea, que está totalmente abierta y no se puede… Pero desde abajo tampoco, nadie…

– ¿Y entonces volvió usted corriendo?

– Ya se lo he dicho, tenía miedo de que el niño…

– ¿Nadie sabía que estaba usted allí? -insistió Eli Bahar.

– No, era algo secreto, como… Quería…, tenía que llegar y pillarlos in fraganti, la decisión de detener el rodaje ya estaba tomada.

– ¿Cómo? -preguntó muy asombrado Eli Bahar-, ¿se decide detener una producción y sin embargo continúa? ¿Cómo es eso posible desde un punto de vista técnico?

– Para empezar -Mati Cohen bajó la cabeza y se examinó los dedos meticulosamente-, la decisión se tomó en secreto, no queríamos que… Sólo estaban al corriente el propio Beni Meyujas, su productora, Hagar, y quizá Max Levin, no estoy seguro… No queríamos armar jaleo, pero estoy convencido de que Hagar se lo contó a alguien más. Está tan entregada a Beni Meyujas que… Ya hace muchos años que ella…

– Ahora entiendo -masculló Eli Bahar. Sacó una nota doblada del bolsillo de su camisa, la desdobló y volvió a leer en silencio los nombres que estaban escritos en ella-. Por eso no está usted en la lista.

– ¿En qué lista? -se sorprendió Mati Cohen.

– La lista de los que se encontraban en el edificio ayer por la noche, cuando sucedió el accidente, usted no aparece porque nadie sabía… Pero Tsadiq estaba al corriente, fue él quien me dijo que…

– Tsadiq lo sabía -admitió Mati Cohen-, por supuesto que lo sabía, él… Claro que yo no habría decidido algo así solo… Pero no estaba enterado de que iba a venir precisamente ayer, eso nadie lo sabía.

– ¿Y el guarda de seguridad? ¿No lo vio entrar?

Mati Cohen vertió agua en el vaso de poliexpán, negó con la cabeza y dio un gran trago.

– No, no me vio -explicó-, porque entré por el aparcamiento trasero.

Eli Bahar lo miró confundido.

– ¿Qué aparcamiento trasero?

– Detrás de Los Hilos hay un aparcamiento pequeño, bien conocido por los trabajadores veteranos; desde allí se puede entrar directamente al edificio, subiendo por las escaleras traseras hasta una puerta cerrada, pero hay gente…, altos cargos, que tienen la llave y así pueden aparcar detrás y entrar por la puerta sin que nadie…

– ¿Qué quiere decir con eso de «altos cargos»? ¿Quiénes son los altos cargos? -inquirió Eli Bahar.

– Por ejemplo, los directores de los departamentos pueden…, tienen la llave, pero también todos los empleados de carpintería, los de decorados, y los de las grandes producciones que se hacen en Los Hilos…; yo qué sé… Por ejemplo, los que hacen el programa Popolitica y otros parecidos… Hay un estudio grande abajo, para los programas de las tardes de los viernes… Los que están fijos también tienen… Ya es imposible saber quién tiene la llave y quién no.

– Quisiera pedirle -le dijo Eli Bahar mirando el reloj de reojo- que venga conmigo a la comisaría general de Migrash Ha-Rusim después de la reunión, porque se me ha ocurrido algo…

– Pero no puedo -dijo Mati Cohen con manifiesto disgusto-, después tengo que hablar con Rubin para ver qué pasa con la producción de Ido y Einam, y por la tarde está… No puedo faltar al funeral, ya es suficiente con que no me enterara…

– Volverá usted a tiempo para el funeral -le prometió Eli Bahar-, yo mismo lo llevaré al funeral a tiempo.

– Pero para qué tengo que… ¿Para qué me necesita?

– Lo primero que necesito es que firme usted una declaración -le respondió Eli Bahar- y, después, se me ha ocurrido una idea para estimular su memoria. Hace algún tiempo hablé con… Ya verá, confíe en mí.

– Pero antes he de entrar en la reunión -le advirtió Mati Cohen-, hay varios asuntos urgentes.

– Lo esperaré aquí -le aseguró Eli Bahar-, en este despacho o en el de Aviva.

– ¿Le parece bien que le diga a Max Levin que quiere usted verlo? -le propuso Mati Cohen.

– Me parece una idea estupenda -le contestó Eli Bahar y lo acompañó hasta la puerta, donde se detuvo para verlo entrar en el despacho de Tsadiq, al tiempo que Aviva, que estaba hablando por teléfono, hacía girar la silla hacia la ventana y bajaba el tono de voz.

En cuanto la puerta del despacho de Tsadiq se hubo cerrado, Eli Bahar le pidió a Max Levin que entrara en el despachito.

– Estoy agotado -dijo Max Levin, y se sentó en una de las dos butacas tapizadas, cerca de la pared-, ya no tengo sangre en las venas, sólo café, estoy muerto. Completamente extenuado -miró a Eli Bahar con expresión de cansancio-. Ya os lo conté todo ayer por la noche, no puedo añadir nada -Eli Bahar miró su cara menuda, encogida y arrugada mientras se frotaba los párpados enrojecidos-. Treinta años, desde el principio, todos esos años trabajando con alguien, muy cerca el uno del otro, y de repente, un día… ya no está…

– Sólo quiero que repasemos juntos lo que nos dijo usted ayer y la declaración que firmó -le explicó Eli Bahar, y procedió a leerle en voz alta los detalles que Levin había dado acerca del momento en que descubrió el cadáver de Tirtsa bajo la columna de mármol, de que se encontraba allí porque había ido a buscar un caballo azul para la producción de Beni Meyujas, y el guardia no había dejado entrar a Avi, el iluminador, y Max Levin le había facilitado el paso-. ¿Fue así? -le preguntó al final, y Max Levin asintió con la cabeza y agregó-: Tenía toda la cara aplastada…, sangre…, era… -y se calló.

– Entonces ¿usted no tiene la llave de la puerta trasera de Los Hilos? -le preguntó, como sin darle importancia, Eli Bahar.

– Se va usted a reír -suspiró Max Levin-. Yo fui quien inventó esa entrada lateral, siempre entro por allí porque hago la mayor parte de mi trabajo en Los Hilos, que es donde tengo mi despacho…, pero había metido las llaves en el bolsillo de la chaqueta y por la noche me puse un impermeable, así que las llaves… Porque Beni Meyujas me había llamado…

– Pero dígame, ¿es eso normal? -preguntó Eli Bahar-, ¿suelen ustedes trabajar de madrugada?

– Es que Beni Meyujas me llamó urgentemente porque… -se calló un momento y titubeó-. Trabajo con Beni Meyujas desde hace ya más de… casi treinta años, así que tenemos una relación especial…, me puede llamar en mitad de la noche… y sé que si lo hace es porque se trata de algo urgente -le explicó Max Levin mientras se pasaba la mano por las mejillas llenas de arrugas, en las que apuntaban los pelos grises de una barba de un día, y apretaba los dientes, tan grandes y blancos, que no parecían reales.

– ¿Y qué era tan urgente? -preguntó Eli Bahar-. Aquí había mucha gente, actores, técnicos de iluminación, Tirtsa, usted mismo… ¿Por qué a esas horas de la noche?

– Son tomas nocturnas, ya lo expliqué ayer -dijo Max Levin -, de Ido y Einam, un gran proyecto en el que Beni Meyujas lleva años trabajando. Estuvieron mucho tiempo escribiendo el guión y hace tres meses empezaron el rodaje. Estábamos prácticamente al final.

– Pero ¿por qué de madrugada? -insistió Eli Bahar-. Estamos en diciembre, oscurece a las cinco de la tarde, ¿para qué rodar en mitad de la noche?

– No, es que usted no lo ha entendido bien -respondió Max Levin, inclinándose hacia el polvoriento cristal que protegía la mesa y apoyando allí su codo-. ¡Nos hacía falta la luna! Estábamos rodando unas escenas en las que Guemula, la protagonista de la historia, anda por la noche sobre la azotea, es sonámbula. Así sucede en el cuento de Agnón -continuó explicando, y a Eli Bahar le pareció percibir un matiz de soberbia en la última frase, como si Max Levin supiera muy bien que él, Eli Bahar, no conocía el cuento de Agnón, algo que, aunque era cierto, no estaba dispuesto a admitir.

– Entiendo -dijo Eli como dándolo por sentado-, así que Mati Cohen estaba ahí ayer por la noche, pero ¿qué hacía?

– Me lo han contado esta mañana -dijo Max Levin, ahora ya con precaución y mirando a Eli Bahar con desconfianza-. Él es el director del departamento de producción, el responsable de los presupuestos, ¿no ha hablado con él? Estaba aquí con usted hace un momento, ayer por la noche vino para… Pero ¿qué tiene eso que ver?

– Pues puede que nada -le aclaró Eli Bahar-, yo sólo he creído entender que vino para detener la producción; ¿lo hizo?

– No, nadie lo vio, debió de marcharse igual que había venido, si es que llegó a estar aquí -dijo Max Levin con desprecio-. Nadie puede parar esta producción a la mitad, ni siquiera por problemas presupuestarios… Eso no… Porque se trata de un proyecto en el que hay demasiada gente implicada…, es demasiado importante como para que…

– Pero ¿cómo puede ser -preguntó Eli Bahar- que, habiendo tanta gente implicada, y también tanto dinero, y trabajando todos incluso de madrugada…, cómo es posible que se haya producido semejante negligencia?

Entonces Max Levin le explicó con todo lujo de detalles la gestión y los métodos de trabajo de Tirtsa, que podían resumirse en que ella no permitía que nadie tocara sus creaciones, ni siquiera él, Max Levin, que llevaba más de treinta años trabajando con ella.

– Y créame si le digo que ella sabía que yo era una persona responsable, lo sabía muy bien, y sin embargo no me dejaba… -y entrelazando sus dedos, llenos de callos, se examinó con detenimiento unas uñas negras y largas-. Nadie podía tocar lo que ella hacía -dijo Max Levin-, la responsabilidad es, pues, sólo suya… Y no quisiera tener que decir la culpa…, pero ocurrió por su culpa, ella misma se lo habría dicho.

Después empezó a hablar largo y tendido del perfeccionismo de Tirtsa y de cómo insistía en cada detalle, de las horas de trabajo que ambos compartieron, él como director del departamento de vestuario y ella como directora del departamento de decorados, y de que a pesar de su inflexibilidad todos la apreciaban y se esforzaban en ayudarla -«todos, los obreros, los sastres, todos»-, especialmente en este proyecto de Ido y Einam, y no tanto por aprecio a Beni Meyujas -«y no es que no lo valoraran, porque lo valoraban mucho; aunque lleve años sin poder hacer nada de su gusto, es un director importante, pero… es una persona que mantiene las distancias, que en realidad no… establece relaciones personales…»-, como por ella, porque Beni era su marido -«como su marido», se apresuró a precisar, «porque vivían juntos desde hacía seis o siete años, desde que se divorció de Rubin; aunque Rubin ha seguido siendo amigo de Beni Meyujas, a pesar de que su mujer…». Se frotó los ojos y permaneció un momento en silencio.

– Pero qué importan ahora todos estos detalles, es una horrible desgracia -dijo finalmente-, para la que no hay que buscar culpables. Es terrible decirlo, pero sólo Tirtsa tuvo la culpa. No «culpa», sino responsabilidad…, quiero decir… -dejó de hablar y miró a Eli Bahar con tristeza-. Por muchas vueltas que se le dé -concluyó-, es terrible pero cierto, se lo digo yo, y cualquier otro podría confirmarlo, también Avi, el iluminador, que está aquí, todos estarían de acuerdo…

– ¿Sabe una cosa? -dijo finalmente Eli Bahar, adoptando un tono de voz intencionadamente reflexivo y provocador-, los expertos del departamento forense han estado midiendo los ángulos de la columna, han calculado su caída y creen que es imposible que se desplomara por sí sola. ¡Una columna de mármol! ¡Caerse así y aplastarle el cráneo! ¿Por qué no la esquivó?

Max Levin volvió a restregarse las mejillas, ocultó el rostro entre las manos, se las frotó como si se acabara de despertar y dijo, con las palmas tapándole la boca:

– Créame que yo tampoco lo entiendo, no lo entiendo. Aunque puede ser que estuviera cansada… Cuando uno está cansado los movimientos son más…, no presta atención… Quizá por eso…

– ¿No es posible que alguien tirara la columna sobre ella?

Max Levin apartó las manos del rostro, se irguió en el asiento, aunque aún así seguía dando la impresión de ser bajo y menudo, sensación que ahora se veía reforzada al tener el cuerpo estirado, y lo miró con asombro:

– ¡Qué va…! ¿Para qué…? ¿Cómo? ¿Por casualidad? ¿Por accidente?

Eli Bahar permanecía en silencio.

– No, no puede ser -se resistió a admitirlo Max Levin-, ni hablar.

Clavó sus ojos en Eli Bahar y éste, a pesar de los años de experiencia, se sintió un poco incómodo, porque se había limitado a formular la pregunta mecánicamente, sin intención de llegar a la verdad, y no se esperaba una reacción tan airada, ni aquella expresión de agravio, ni tampoco el tono ofendido de Max Levin. Se preguntó de dónde sería su acento -no era ruso, resultaba difícil de identificar-, tanto más marcado cuanto más alzaba la voz. Max Levin volvió a decir:

– ¡Qué va! Eso no hay ni que decirlo, ¿quién podría querer…? ¡Ni que estuviéramos en Hollywood! Como si Tirtsa… ¿Sabe lo querida que era Tirtsa? Llevaba treinta años aquí y no se había ganado ni un solo enemigo, créame; no era una mujer con quien fuera fácil trabajar, porque era muy exigente, pero se trataba de una persona justa, muy cabal, hoy no se suele encontrar a gente así, tan pendiente de los demás, y cómo ayudó a…, pregúnteles usted a los de vestuario, e incluso a los de la tintorería, a los carpinteros, a todos los empleados; ¡ni hablar! Pregúntele a Avi, el iluminador, y le dirá exactamente lo mismo que yo.

Eli Bahar asintió, se levantó, hizo una señal con la cabeza y dijo:

– Sí, está aquí fuera, también voy a hablar con él, pero… ¿dónde está Beni Meyujas?

Max Levin se encogió de hombros.

– Supongo que en su casa, seguro que… Seguro que lo han dejado solo ahí con Hagar, su ayudante de producción desde hace años, y con… algunos amigos, en su casa. Aunque quizá lo mejor sería que le pida usted a Aviva que lo averigüe -dijo, y se levantó apresuradamente para dirigirse hacia la puerta, la abrió de par en par y exclamó-: Aviva, ¿puedes ayudar al policía a localizar a Beni?

– Naturalmente que sí -respondió Aviva-. Venga, Eli. Se llama usted Eli, ¿"verdad? Intentaremos localizarlo en su casa, porque Arieh Rubin me ha dicho antes que estaba allí. Pase, siéntese -y, quitando unas carpetas de cartón de la silla que estaba junto a su escritorio, dio un golpecito sobre ella invitándolo a que tomara asiento. Eli Bahar la miró y, obedientemente, se sentó.