171454.fb2 Asesinato en directo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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4

– ¿Lo ves? -había dicho el oficial de la policía secreta, Dani Balilti, a Mati Cohen, antes de posar su mano sobre el hombro del hombre alto y delgado que se había levantado de su asiento al entrar ellos en la habitación. El hombre rodeó la mesa, se detuvo delante de Mati y estrechó con cortesía, aunque distante, la mano que le ofrecía Balilti, que, con la otra mano, intentaba colocarse el cinturón de los pantalones sobre la prominente barriga. Cuando estaban juntos, parecían el gordo y el flaco-. Fíjate bien -dijo Balilti a Mati Cohen con orgullo manifiesto, como si le estuviera hablando de un familiar al que él mismo hubiera criado-, aquí tienes a un verdadero artista, no lo olvides. Ilan es pintor, no un simple dibujante técnico, y nos está haciendo un favor ayudándonos; ¿no es así, Ilan?

Después de estar casi una hora sentado frente a Ilan Kats, Mati Cohen empezó a retorcerse los dedos y a moverse incómodo en su asiento, una silla demasiado estrecha para su corpulencia. Tenía que decir algo, no sólo para complacer a ese tal Ilan Kats, que le había suplicado de la manera más conmovedora que le contara todo lo que se le ocurriera acerca del momento en que recorría el pasaje angosto de la segunda planta de Los Hilos y vio a Tirtsa con alguien abajo, sino también porque estaba tan cansado, le dolían tanto los pies y el hombro y el brazo izquierdos, que lo único que deseaba era poder irse a su casa a dormir.

– Ni siquiera estoy seguro de que fuera Tirtsa -dijo Mati Cohen indeciso, cuando por fin empezó a hablar-, porque apenas había luz, ese pasaje está siempre oscuro -les explicó con un tono de súplica, pero Ilan Kats, sentado a su lado, clavó en él unos ojos rasgados que brillaban pacientes, confiados y expectantes, en medio de una red de finísimas arrugas, e hizo como si no hubiera oído nada y no tuviera ninguna intención de dejarlo marchar. De manera que siguió allí sentado y, sin apartar de él la mirada, le repitió por enésima vez:

– Hábleme de cualquier cosa que recuerde, no importa lo que sea, de una mancha en la pared, de una grieta en una baldosa, lo que sea.

Dada su insistencia, y con la única intención de que lo dejara en paz, Mati Cohen dijo:

– Creo que él era más alto -tomó un poco de agua y añadió-, el que estaba de espaldas a mí era más alto que ella.

– ¡Ajá! -exclamó Ilan Kats exultante-. ¿Ve cómo sí se acuerda? -y, apartando el boceto anterior, volvió a dibujar, rápidamente, sobre una lámina nueva, dos figuras: la silueta de una mujer y la de un hombre más alto que ella-. ¿Lo ve? De cada palabra puede sacarse algo -concluyó satisfecho mientras entrecerraba los ojos-: ha dicho usted «él», lo que demuestra que vio usted a un hombre, ha dicho «espalda», lo que indica que la estaba mirando y quizá la atacara, aunque usted no lo viera. Reconstruiremos ahora algunas características más, gracias a su memoria. Siempre recordamos más de lo que creemos -añadió en un tono paternal.

Estos acontecimientos matutinos, tras una noche sin dormir, el rostro enrojecido del niño que estaba ardiendo de fiebre y no dejaba de toser, la histeria de Malka -qué clase de madre tenía su hijo, siempre indefensa-, la noticia de la muerte de Tirtsa, aquella gente que no dejaba de insistir, exigir y presionar, tantas palabras y amenazas…, todo junto hizo que se derrumbara. Asimismo, la conversación con Hagar, que le había localizado por teléfono, mientras volvía con su niño asmático del hospital Hadassah, para disuadirlo de cualquier intento de detener la producción de Beni, le había dejado muy mal sabor de boca. Aunque era verdad que le había advertido a Hagar «no me amenaces», que le había repetido «a mí no me amenaza nadie», y que había acabado por añadir «no te va a servir de nada llevarlo a los tribunales», a pesar de todo eso, aquella conversación le había causado una fuerte angustia.

– No tienes corazón -le había reprochado ella.

¿Por qué? ¿Ser una persona responsable significaba no tener corazón? ¿La responsabilidad implicaba, acaso, maldad? Después de todo, no se trataba del dinero de su padre, sino de hacer el trabajo como Dios manda. Pero odiaba tener que ser él quien cerrara el grifo y diera la cara, el odiado por todos. Y es que todos en el trabajo pensaban que él era el malo de la película sólo porque se encargaba del dinero. Nadie sabía que era un buen hombre, que odiaba los conflictos y las peleas. Tenía que haber dejado ese trabajo hacía ya tiempo. No estaba hecho para esa profesión, él debería haber sido contable o asesor fiscal. Empezó a estudiar contabilidad y, si no hubiera sido por Tamar -que, tras dos años de matrimonio, se había largado con la niña, y llevaba ya más de ocho chantajeándolo, haciendo caso omiso de su propuesta: «Si quieres irte, vete, deja a la niña y vete»; por el contrario, ella recurrió a un abogado que le sacó los hígados, tuvo que darle todo lo que pedía, todo, la mitad del piso, la mitad de sus ahorros y la pensión alimenticia, poniendo además a la niña en su contra-, si no hubiera sido por ella, ya habría acabado los estudios hacía mucho tiempo y tendría su título de contable y su propia empresa. Y menuda mañanita, aquella: primero Tirtsa Rubin, luego el inspector de policía que lo interrogó, Eli Bahar, y finalmente esa visita a la comisaría de Migrash Ha-Rusim. Él jamás había estado antes en la policía. ¿Qué se le había perdido a él en la policía? Nunca había infringido la ley. Sólo una vez lo habían citado para declarar a favor de un vecino que había sufrido un atraco. Mientras que ahora había entrado allí como un criminal, por la puerta trasera, por el aparcamiento, desde donde Eli Bahar lo había conducido por un largo pasillo, a la vista de todos -de hecho, por un momento le pareció haber visto de lejos a Epstein, del departamento de mantenimiento-, pidiéndole que lo siguiera hasta el tercer piso. Mati subió tras él. Se estaba quedando sin resuello, se sentía casi asfixiado, y, cuando llegaron a lo que parecía el final del pasillo y Eli Bahar abrió una puerta blanca al fondo, apareció otro pasillo. Allí todo era muy nuevo, olía a madera y a pintura fresca y a los lados se abrían despachos todavía vacíos. En el último de ellos se encontraba un oficial de la policía secreta, Balilti, un tipo de ojos pequeños y grandes ojeras. Los dos se sentaron frente a él -necesitaba urgentemente otro café, aunque sabía que no debía hacerlo, porque sentía cómo la sangre le palpitaba detrás de las orejas martilleándole la cabeza- y siguieron atosigándolo a preguntas: que si Tirtsa era querida o si tenía enemigos, que cómo era su matrimonio con Beni Meyujas, que si alguno de los empleados de los decorados tenía algo en su contra, que si era verdad que Rubin era un donjuán y había mujeres que querían… Hasta llegaron a mencionarle a Niva y al niño. ¡A él, que siempre había odiado los cotilleos y la maledicencia! Un sinfín de veces tuvo que repetirles que Tirtsa era buena, muy exigente en su trabajo, pero justa, y que todos…, que no tenía enemigos y que, además, aquello había sido un accidente. Pero entonces intentaron acorralarlo preguntándole una y otra vez por qué había ido allí aquella noche. Él trató de explicarse; les expuso cuál era el método de trabajo y la razón que lo había obligado a acudir de madrugada: debía detener el rodaje.

– Es que ustedes parecen no entenderlo -les dijo-, tenemos un presupuesto limitado para las producciones de ficción, y él no sólo lo ha agotado, sino que ahora quiere rodar escenas complementarias, que cuestan ni más ni menos que cincuenta mil dólares.

– ¿Qué significa «escenas complementarias»? -le preguntó Eli Bahar-. ¿Mejorar las ya existentes o rodar otras nuevas?

– Las dos cosas; y también consiste en adecuar el rodaje a las correcciones o cambios que hayan podido producirse en el guión.

– He oído que Beni Meyujas es muy perfeccionista, ¿me equivoco? -le preguntó Eli Bahar.

– ¡No lo sabe usted bien! -dijo Mati, dándose cuenta de inmediato de que se había ido de la lengua, porque no era asunto de nadie de fuera la manera en que trabaja Beni Meyujas.

– ¿Qué cantidad han invertido ustedes en ese rodaje? -se interesó Balilti-. ¿Cuál es el presupuesto de una película así?

Mati Cohen odiaba contestar tales preguntas y, sobre todo, no le gustaba hablar de presupuestos con gente que no tenía por qué estar al corriente de ello.

– No me acuerdo bien -dijo al final-, pero créame si le digo que la producción de una obra de ficción como ésa es muy cara. Aunque el dinero no tiene nada que ver con Tirtsa ni con su accidente… -añadió, sintiendo cómo su camisa se empapaba de sudor.

Llovía y fuera hacía frío, pero en aquel despacho el calor era espantoso, hasta el punto de que notó que empezaba a sofocarse. A pesar de que se había desanudado la corbata, se la había quitado, la había doblado y se la había metido en el bolsillo de la chaqueta, sentía que se ahogaba, como si algo le estuviera oprimiendo el cuello. No dijo ni una palabra acerca de cómo, durante años, habían marginado a Beni Meyujas permitiéndole dirigir sólo banalidades, programas infantiles o religiosos, ni mencionó tampoco la donación anónima que había llegado del extranjero, un fondo especial para la adaptación de obras maestras de la literatura hebrea al cine. Si no hubiera sido por aquella donación, Beni Meyujas nunca habría obtenido la autorización para empezar a rodar el cuento de Agnón. Pero para Meyujas nada era suficiente. Se fundió todo el dinero del fondo y también el presupuesto del departamento de producciones de ficción.

Sin embargo, Balilti seguía en su empeño.

– ¿Qué quiere decir con «caro»? ¿De qué cantidad estamos hablando? ¿De un millón? ¿Quizá dos? -le preguntó, y el brillo de sus ojos revelaba que no pensaba rendirse.

– No lo recuerdo exactamente -le contestó Mati Cohen. Nadie lo podía forzar a dar esa información tan fácilmente. Prefería mantener escondidos los trapos sucios.

Pero Balilti no abandonó.

– Le estoy pidiendo un cálculo aproximativo, sin ningún compromiso -insistió.

Era evidente que aquello no tendría fin, de modo que se vio forzado a contestar:

– Varios millones.

– ¿Dólares o shekels?

– Dólares, dólares, en las producciones hablamos sólo en dólares, aunque las cantidades aparezcan en shekels.

Balilti silbó.

– No es un gran presupuesto para una película -se defendió Mati Cohen-, en el extranjero sería una ridiculez, pero para nosotros…

Balilti miró a Eli Bahar y le dijo en voz baja, como si Mati no lo oyera:

– ¿Te das cuenta de las cantidades de dinero que manejan? ¿Has oído? No es ninguna broma, con todo esa pasta de por medio cualquier cosa es posible.

– Nadie recibe ese dinero -le contestó Mati Cohen-, ése es el dinero del presupuesto de la película y nadie puede acceder a él, sino que cada uno tiene su sueldo.

Balilti no respondió, se limitó a garabatear algo sobre la hoja que tenía delante, luego la dobló y dijo:

– Le repito la pregunta: ¿no recuerda lo que vio abajo? ¿Quién estaba ahí con Tirtsa? Después de todo, era muy tarde, de madrugada, y allí no podía estar cualquiera… Eso es lo que he entendido, corríjame si me equivoco.

Y entonces Mati volvió a explicar que la vio camino de la azotea, que tenía mucha prisa y que después volvió corriendo por el pasaje abierto del segundo piso, echó un vistazo hacia abajo, pero no pudo detenerse a mirar porque le urgía volver a casa a por el niño para llevarlo al hospital. Pero nada conseguía persuadir a sus interlocutores.

– No pasa nada -le dijo Balilti poniéndose en pie-, nosotros le ayudaremos a recordar. Venga por aquí que lo vamos a conducir hasta alguien que sabe estimular la memoria, trabaja con nosotros y es un especialista, pesca los recuerdos como si fueran peces dentro de la barriga.

El hombre alto y delgado que estaba sentado frente a él y cuya rodilla afilada casi tocaba el muslo de Mati, se mesó entonces su barba clara y escasa y se sorbió los mocos que amenazaban con asomarle por la afilada nariz.

– Hable usted rápido, sin pensar. Seguro que le vio usted la cabeza, ¿llevaba gorra? ¿O kipá?

– Creo que no -dijo Mati, y se enjugó el sudor de la cara; sintió un escalofrío, como si tuviera mucha fiebre. Su camisa estaba mojada de sudor, pero ahora tenía frío y empezó a marearse, le dolía el hombro izquierdo, le daban pinchazos en el pecho y sentía náuseas. ¿Qué había comido? Sólo un burekas pequeño y frío y todo ese café… Pero aquella sensación…, parecía que hubiera comido algo en mal estado.

– Entonces no llevaba gorra, pero ¿tenía pelo o era calvo? -le preguntó Ilan Kats, mientras se tocaba la ancha frente, se atusaba la pequeña kipá y volvía a sorber por la nariz. A Mati le recordó a un dibujo de Pinocho de un libro que había leído de niño.

– Calvo no -respondió, y sintió que estaba a punto de vomitar sobre el papel sujeto por una gran pinza a la lámina de contrachapado que el hombre apretaba contra sus rodillas.

– ¿Una kipá? -le preguntó Ilan Kats, al tiempo que garabateaba con un lápiz la cabeza de la silueta más alta hasta que todo su cráneo estuvo cubierto de pelo-, ¿pelo liso?, ¿rizado? -no piense, dígame lo primero que se le ocurra.

– Kipá no -contestó Mati Cohen, y volvió a secarse el sudor de la cara-. ¿Podemos parar? No me encuentro bien -añadió.

– Ya casi estamos acabando, esto avanza -le aseguró Ilan Kats. De repente, Mati tuvo la impresión de que el brazo del delineante, que se movía frenéticamente sobre el papel, se estaba desdibujando y en su lugar aparecían varios brazos borrosos moviéndose de arriba abajo. Al mismo tiempo, su voz entusiasta se volvió lejana, como si viniera del otro lado de una mampara de vidrio-. ¿Pelo rizado o liso?

– Me parece… que liso -dijo Mati Cohen, y se incorporó con esfuerzo, sosteniéndose con ambas manos sobre los brazos de la butaca de madera, luego respiró profundamente, como si así pudiera vencer aquella sensación de dolor en el pecho que le era bien conocida desde hacía años, y que le había acompañado durante las últimas noches, un dolor paralizador, como si una grapadora gigante le oprimiera el lado izquierdo del pecho. Contuvo la respiración y esperó a que se le pasara solo, sin que nadie se percatara de lo que le estaba ocurriendo.

– Lo felicito, Mati, va usted muy bien. Pelo liso. ¿Y qué me dice, claro u oscuro?

Mati no reaccionó a la pregunta. El dolor le impedía hablar, pero el dibujante no se dio cuenta.

– ¿Le vio usted las piernas? ¿Los zapatos? Vayamos a las piernas. ¿Largas? ¿Delgadas? ¿Qué zapatos llevaba? -le preguntó entusiasmado, sin percatarse de las dificultades que tenía Mati para respirar.

Ilan Kats tamborileó con los dedos sobre la mesa, dio un fuerte golpe con el lápiz sobre la hoja que tenía enfrente y, de repente, se levantó de la silla con estrépito empujándola hacia atrás, se colocó ante Mati Cohen y le dijo:

– Tiene usted que hablar rápido, tenemos que moldear la arcilla ahora que está fresca, con el tiempo será más difícil, la memoria sólo puede ir a peor, créame. Las horas que vayan pasando jugarán en contra nuestra -y agitando su dedo largo, esbelto y amarillento frente a la nariz de Mati, añadió-: ¿Alguna idea acerca de cómo iba vestido? ¿Un abrigo? ¿Una chaqueta? ¿Un jersey? ¿Qué llevaba puesto?

Mati oyó su propia voz, también muy lejana, pronunciando algunas palabras:

– No, abrigo no, no me…, no… -y de repente todo comenzó a dar vueltas a su alrededor, el dolor en el brazo se volvió más intenso y se le extendió hasta el pecho. No era una punzada, sino algo continuo, como si lo estuviera pisando una pierna enorme…, incluso peor…, como… oprimiendo…; una opresión en el pecho…, algo gigante…, una fuerza enorme… Estaban a punto de fracturársele los huesos y quedar completamente aplastado. Oía murmullos. Lo tocaban, le desabrochaban los botones de la camisa. Hacía frío. Sentía dolor y frío. Ya no podía respirar. Y, de repente, todo se oscureció.

– Vaya, ¿qué se cuenta por aquí? Esto sí que es una sorpresa -dijo Tsadiq sin la menor alegría, cuando vio al teniente coronel Michael Ohayon en la entrada de su despacho-, no esperaba verlo a usted por aquí.

Se levantó de la silla y se precipitó hacia la puerta, bloqueando con su cuerpo la entrada del despacho y dirigiéndole a Eli Bahar una mirada de interrogación, pero éste, que no tenía intención alguna de explicarle por qué había traído consigo a su superior, le devolvió una mirada inocente.

– Sabía que vendría la policía a preguntar por… -prosiguió Tsadiq atropelladamente mientras se pasaba la mano por la barbilla, en la que apuntaban unas cerdas grises, para añadir finalmente-, pero no pensaba que fueran a mandar a una estrella.

Michael Ohayon abrió los brazos y señaló a su alrededor, como intentando recordarle lo que había pasado, e inmediatamente se explicó:

– Hemos venido por el asunto de…, del accidente de Tirtsa Rubin -y, volviendo la cabeza para examinar el rostro preocupado de Tsadiq, añadió-: Y hay… un asunto más.

– ¿Qué asunto? ¿De qué se trata? -le preguntó Tsadiq-. ¿Algo que justifique el que entréis así?

Michael dudó. No habían avisado a Tsadiq del ataque al corazón de Mati Cohen y, en la reunión de emergencia que habían convocado el comandante del distrito y el comisario jefe de la policía, después de haber llamado a una ambulancia y de que el corazón de Mati Cohen estuviera aparentemente estabilizado, aunque no hubiera recuperado la conciencia, Emmanuel Shorer advirtió a Balilti y a Ilan Kats de la denuncia que les podía llegar por parte de la familia, e incluso mencionó la posibilidad de un proceso judicial por daños y perjuicios, para acabar preguntándoles cómo era posible que no se hubieran dado cuenta del estado de Mati Cohen. «Créame usted», dijo Balilti, con la mano en el corazón, «no dio ninguna señal, respiraba con dificultad, pero con su peso era…». Michael, que sabía muy bien que Mati Cohen se había quejado de que no se encontraba bien, permaneció en silencio, y al final, después de manifestar su esperanza en la recuperación de Mati Cohen, y de prometerles que la retomarían de forma ordenada "cuando las cosas se calmen un poco", el comisario jefe zanjó la discusión recordándoles que no era momento para excusas y salió del despacho, dejando tras de sí un aire de amenaza que Emmanuel intensificó al dirigirse a Michael y pedirle que le contara a Tsadiq, con delicadeza y sensibilidad, lo que le había ocurrido a Mati Cohen «antes de que llevemos a cabo nuestra propia investigación interna».

Eli Bahar, que se encontraba detrás de Michael, vio cómo Aviva se humedecía los labios hasta revestirlos de un cierto brillo y cómo dejaba la punta de su lengua rosada en la comisura, sin apartar de Michael sus grandes ojos, que se había maquillado con una sombra de color turquesa. Eli se volvió a dar cuenta de la razón que llevaba Michael cuando le decía: sea cual sea la situación, la verdadera personalidad de la gente siempre acaba aflorando más allá de las circunstancias. Aviva ni siquiera reconocería que estaba buscando amor y nunca confesaría que deseaba encontrar un marido. Hay gente que piensa que el matrimonio es sinónimo de amor, pero ése no era el caso de Eli Bahar. A él era imposible tomarle el pelo. Conocía muy bien la diferencia. La mujer que va en busca del amor es más…, menos…, menos práctica que Aviva. Hasta la llegada de Michael, ella había estado considerando a Eli para desempeñar ese papel, mientras que ahora lo había descartado por completo.

Observando a Michael a través de los ojos de Aviva era posible advertir -como al mirar a alguien por primera vez, o al fijarse de nuevo en alguna persona cercana que hace ya tiempo que habíamos dejado de ver- lo impresionante de su gran estatura y de su silueta juvenil; el aire de duro que le daba el cabello gris y corto y el misterio que encerraban aquellos ojos oscuros, bajo sus pobladas cejas. Eli Bahar lanzó una mirada a su nariz aguileña -«viril», diría Tsila, su esposa, que ya había colaborado con ellos en un equipo especial de investigación y a la que no le importaba hacer de secretaria o coordinadora siempre que Michael fuera el jefe del equipo-, a aquellos pómulos prominentes y al mentón algo curvado. «Si tuviera un hoyuelo en la barbilla sería Kirk Douglas en moreno», había comentado Tsila una vez, y Eli no lo había olvidado ya que despertó en él unos ligeros celos, que reaparecían cada vez que oía resonar esas palabras con la voz de su esposa, y que ahora se esforzaba por refrenar. No podía sentir celos de Michael tras tantos años de intimidad. Él era el tutor de sus hijos en caso de que ellos faltaran. También Eli lo quería, no sólo Tsila. Pero había que reconocerlo… ¿Cuántos años tenía? Cuarenta y seis o cuarenta y siete y, sin embargo, parecía que no tuviera edad, y es que nada más verlo cualquiera comprendería que era un hombre libre, sin ataduras…, que no había ninguna mujer en su vida, porque según… Eli no pudo explicarse a sí mismo el porqué. Quizá se trataba de esa mirada retraída, exigente, que a veces fijaba en un punto por encima del hombro de su interlocutor, esa mirada que Aviva estaba espiando ahora a través del espejo redondo que guardaba en el cajón de la mesa… Pero también era posible adivinar, quizá por su sonrisa -aunque en ese momento no estaba sonriendo-, que tenía un trato especial con las mujeres y que no le daban ningún miedo. Eli se fijó también en la mirada que le dirigió Michael a Aviva cuando entraron en su despacho. Vio que los ojos de Michael se entrecerraban por un instante, que se daba cuenta de su voluntad de seducir, a la que no era indiferente.

– Vamos dentro -le propuso Michael a Tsadiq en un tono tranquilizador-, sé que estás atravesando un momento difícil, pero tenemos que… -y miró hacia Aviva, que apoyó el codo sobre su escritorio y se sujetó la barbilla con la mano mientras lo observaba con sus grandes ojos verdes y húmedos, sin intentar ocultar que estaba escuchando la conversación.

– Vale, de acuerdo -accedió Tsadiq con un suspiro mientras entraba en su despacho. Se acercó a la silla que estaba detrás de la mesa grande con paso pesado-, es que todavía estoy en estado de shock -dijo, mientras Michael y Eli Bahar se sentaban frente a él-; aparentemente, os hablo como si nada hubiera ocurrido… pero no es así, estoy muy atormentado. Aunque, la verdad, ¿qué más hay que investigar? No se trata de un asesinato, es un caso de… Además, he creído que…, creía que la policía en pleno estaría hoy ocupada con el asunto de los huelguistas… No importa, me estoy yendo por las ramas… ¿Para qué…? ¿Para qué has venido?

Michael señaló con la cabeza hacia Eli Bahar.

– Me han llamado para ayudar.

– ¿Tú también, como aquel ministro de cuyo nombre no quiero acordarme, si tus amigos te llaman, vienes de inmediato? -murmuró Tsadiq-. No es que no me alegre de verte… -añadió enseguida irónicamente-, pero créeme…, se trataba de una mujer que…, una persona que trabajaba conmigo así -y cruzó dos dedos para dar a entender lo estrecha que era su relación-. Todavía no…, todavía no puedo… ¿Es que no tenías nada mejor que hacer hoy?

– Los obreros de la fábrica Jolit ya han dejado la protesta -le dijo Eli Bahar-, se acabaron sus problemas -y a continuación añadió con cierta amargura-: Créeme que les tocará pagar caro lo que han hecho y que sólo a los verdaderos culpables no les pasará nada.

– Eso es lo que siempre pasa en este país -admitió Tsadiq, con la boca chica, mientras apretaba una tecla del teléfono y les preguntaba-: ¿Qué vais a tomar?

– Café -dijo Eli Bahar y miró a Michael con una expresión interrogante a la que éste respondió encogiéndose de hombros y dándole a entender que le parecía bien.

– ¿Con leche? ¿Con azúcar?

– Lo que haya -dijo Eli Bahar.

Esperaron a que Tsadiq le pidiera a Aviva que preparara el café.

Eli Bahar miró a Michael y éste asintió con la cabeza.

– Queríamos… necesitaríamos… que se pospusiera el funeral.

– ¿Posponerlo? -exclamó Tsadiq atónito-. ¿Qué? ¿El funeral de Tirtsa? ¿Cómo que posponerlo? Pero si ya hemos avisado a todo el mundo, ¿cómo lo vamos a posponer? ¿Y por qué? Pero ¿por qué? ¿Posponerlo hasta cuándo?

– Verás -le dijo Eli Bahar-, es que… el forense ha encontrado ciertas cosas que…

– ¿Qué? ¿Qué cosas? -dijo Tsadiq asustado-. ¿Qué es lo que ha visto? ¿Dónde?

– Ciertos indicios que han llamado su atención -le explicó Michael con tiento.

– ¿Qué indicios? -preguntó Tsadiq.

– Ciertas magulladuras en el cuello, por ejemplo.

– ¿En el cuello de Tirtsa? -inquirió Tsadiq.

– Sí -dijo Michael-, un tipo de magulladuras, ¿sabes?, como si alguien hubiera puesto las manos alrededor de su cuello y hubiera apretado. Dos. A ambos lados.

Tsadiq abrió la boca y la cerró de inmediato, después la volvió a abrir y a cerrar de nuevo. En el silencio que cayó sobre la habitación pudo oírse su respiración pesada y también las voces al otro lado de la puerta.

– ¿Qué significa eso? -susurró Tsadiq.

– Significa -Michael habló despacio, sin apartar los ojos del rostro de Tsadiq- que es posible que lo que Mati Cohen vio de camino a la azotea cambie por completo el estado actual de la investigación. Sólo una autopsia indicará la hora de la muerte, y tenemos que saber la hora exacta… o al menos muy aproximada… porque así podremos empezar a tirar del hilo.

– Pero… él no vio nada que… no me dijo que… ni siquiera sabía si era Tirtsa, dijo que estaba oscuro y que… no…

– A veces la gente ve más de lo que cree -lo interrumpió Eli Bahar.

Tsadiq se disponía a decir algo cuando Aviva empujó la puerta con el hombro e irrumpió en la habitación. Llevaba una bandeja.

– No he querido que viniera Menash, de la cafetería, para que no os interrumpiera -explicó, y dejó la bandeja sobre la mesa de Tsadiq-, he creído que… Seguro que necesitáis intimidad o… -y sonriéndole dulcemente a Michael le puso delante una taza de cristal-. ¿Café turco? -preguntó, como si ya conociera la respuesta-. ¿Azúcar? ¿Sacarina? ¿Leche? -continuó muy cerca de él, casi codo con codo, y a Eli le llegó el olor de su perfume de limón, delicado y sorprendente, advirtió las rugosidades de la piel de sus mejillas y una pelusa clara que le cubría el labio superior-. Tsadiq, se me ha olvidado decirte -le informó mientras se incorporaba- que han llamado del hospital Shaare Tsedek, te están buscando, pero no han querido explicar de qué se trata. Les dije que llamaran dentro de una hora. ¿Sabes si ha ocurrido algo? -le preguntó, y Tsadiq negó con la cabeza.

– Dos de azúcar por favor -dijo Michael, y cogió él mismo dos sobres de azúcar de la bandeja, los abrió y los echó en la taza.

– Hay gente que se puede permitir no preocuparse por su peso -dijo Aviva, y colocó una taza delante de Tsadiq-. Te he echado sacarina -añadió, como si fuera una canguro que conoce bien los caprichos del niño que tiene a su cargo-, y os he traído también burekas calentitas -explicó, ofreciendo otra taza a Eli Bahar.

– Bien hecho -murmuró Tsadiq-. Pero ¿qué es eso del hospital Shaare Tsedek? Me preocupa, entérate de qué es lo que quieren.

– Vale, ahora mismo lo averiguo. No os creáis que las burekas son de cualquier cosa, no, son de espinacas -se jactó Aviva-. Están recién hechas, Tsadiq, tal como te gustan, porque te advierto que aún queda mucho trabajo por delante.

– ¿Qué? ¿De qué se trata? -le preguntó Tsadiq incorporándose.

– Dani Benizri te está esperando fuera, y Rubin y Natacha también, es urgente… Dice que le has prometido… Y están los dos muy nerviosos, quieren verte rápido porque se van con Beni Meyujas y el policía… -Aviva señaló con el dedo a Eli Bahar, porque se le había olvidado su nombre de repente-. Quiere hablar con Beni Meyujas y Rubin tiene que acompañarlo. ¿Lo he dicho bien? -le preguntó a Eli Bahar, y éste asintió con la cabeza.

– ¿No ves que estoy…? Tendrán que esperar hasta que acabe con la policía… -dijo Tsadiq-. Y en cuanto a Rubin, ya he hablado con él una vez, pensaba que… -agitó la mano con resignación-. Dile que cuando acabe con ellos…

– Dejo aquí la bandeja, ya la devolveremos después -dijo Aviva, despidiéndose de Eli Bahar con un movimiento de cabeza y dirigiéndole una sonrisa a Michael. Cuando ya casi había salido, se detuvo, miró a Tsadiq y le dijo-: La gente está empezando a hablar -y Tsadiq esperó a que continuara-, dicen que… dicen que no fue un accidente…, que Tirtsa…

– Déjalo ya, Aviva, gracias -la interrumpió Tsadiq, y ella lo miró muy ofendida y salió del despacho.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó Tsadiq unos segundos después de que se cerrara la puerta.

– En lo que vio o no vio Mati Cohen -contestó Eli Bahar.

– Eso es -dijo Tsadiq-, en que no vio nada, porque tampoco había nada que ver…

– Tsadiq -dijo Michael, necesitamos el permiso de la familia para una autopsia, eso es todo.

Tsadiq apartó a un lado el plato de burekas, recogió las semillas de sésamo que se habían desperdigado sobre el cristal de la mesa y se quedó en silencio.

Eli Bahar se inclinó hacia delante y explicó:

– El forense dice que…

– Ya lo he entendido, lo he entendido -dijo Tsadiq, nervioso-. La familia de Tirtsa es Beni Meyujas. Se lo tenéis que pedir a él. Pero no tenéis ninguna… Mati Cohen dijo que ni siquiera…

– Pensábamos que podríamos ayudarlo a recordar -dijo Eli Bahar. Michael le dirigió una mirada de advertencia y Eli se apresuró a añadir-; no me estoy refiriendo a nada malo, ni mucho menos, es sólo que a veces la gente ignora lo que ha visto o no se acuerda de ello hasta que alguien lo ayuda.

– ¿Y qué vais a hacer, hipnotizarlo? -se burló Tsadiq-. ¿Haréis que de pronto haya luz allí abajo, donde estaba Tirtsa?

– La verdad es -dijo Michael despacio, e inclinándose hacia delante- que la llamada del hospital Shaare Tsedek se debe al estado de Mati, y teníamos la intención de…

– ¿Por qué? ¿Qué le ha pasado a Mati? -preguntó Tsadiq asustado.

– Ha sufrido un infarto, y grave -lo interrumpió Eli Bahar-. Pero antes pudo recordar algunas cosas.

– ¿De verdad? ¿Cómo fue? -exclamó Tsadiq.

– Se sintió mal en plena reconstrucción de los hechos y llamamos a una ambulancia -explicó Eli Bahar.

– ¡Es culpa vuestra! -se puso a gritar Tsadiq levantándose de la butaca y apartando la taza de café-. Seguro que lo volvisteis loco; después de la noche que había pasado en Urgencias y de lo de Tirtsa sólo le faltaba… ¿Por qué lo habéis acosado así? Eso es lo que yo quisiera saber ahora. ¿Lo intimidasteis?

– No digas tonterías, Tsadiq -replicó Michael rápidamente-, ¿para qué lo íbamos a intimidar? No hubo presiones. Un experto en memoria trabajó con él un rato, hasta que Mati pudo acordarse de algunos detalles de la escena de Tirtsa por la noche…

Tsadiq se palpó la cara como si hubiera perdido la sensibilidad y estuviera intentando recuperarla.

– Qué detalles… Y por qué… Oye, tengo que irme al hospital, Mati es… Tenemos una relación muy estrecha, estuve mezclado en lo de su divorcio y en… Yo… -y se calló.

– Ahora no hay razón para correr -dijo Eli Bahar-, está en cuidados intensivos, todavía no han conseguido estabilizarlo, pero dicen que se pondrá bien. Aunque pasará un tiempo antes de que permitan las visitas.

– No puedo… -replicó Tsadiq y, levantándose de nuevo, empujó hacia atrás la gran butaca de cuero-. No voy a quedarme aquí sentado mientras… ¿Habéis avisado a su mujer?

Eli asintió con la cabeza.

– La hemos avisado. Está allí.

– ¿Y el niño? -preguntó Tsadiq, asustado.

– El niño está bien -le aseguró Eli Bahar-, su abuela materna está en el hospital Hadassah con él, por ese lado está todo arreglado.

– No me lo puedo creer… -dijo Tsadiq y descolgó el teléfono.

– Espera un momento, Tsadiq -le pidió Michael poniendo una mano sobre su brazo-, quiero que volvamos al asunto de antes, déjanos averiguar algunas cosas, sólo te pido tu colaboración y que se posponga el funeral, no unos días sino tan sólo unas horas.

– No sé de qué estás hablando -exclamó Tsadiq, volviendo sin embargo a sentarse-, ¡pero lo de Tirtsa ha sido un accidente! -insistió y se secó el sudor de la frente-. No quiero que empecéis ahora con vuestras investigaciones y sospechas infundadas, aprovechando el momento, que te conozco. ¿Hace cuántos años que nos conocemos? -le preguntó a Michael mientras lo miraba con los ojos entrecerrados y se tocaba alternativamente el lóbulo de la oreja y la pequeña cicatriz que tenía al lado de la ceja derecha-. Pero si hasta somos paisanos, te recuerdo de antes de que te saliera barba, ibas dos años por detrás de mí en la escuela, estudiaste con mi primo Uzi, eras como de la familia, te conozco bien… Así que no me cuentes historias, hazme el favor. No quiero a la policía rondando por aquí sin motivo, husmeando en cosas que no debe.

– ¿Qué cosas, Tsadiq? -le preguntó Michael, muy tranquilo-, ¿qué son esas cosas en las que no tenemos que husmear?

– Ohayon -dijo Tsadiq en un tono de advertencia-, te lo pido por favor… Y además, sabes muy bien a lo que me refiero.

Michael se calló.

– Estoy hablando de la filtración, vais a aprovechar la situación para dar con la persona que nos dio el chivatazo, lo sé perfectamente, y no tengo por qué ayudarte a encontrar a quien le pasó la información a Arieh Rubin. El papel de la prensa es revelar esas cosas. Un alto oficial vuestro malversó fondos y abusó de su cargo. Nuestro papel… Arieh Rubin es un periodista de primerísima fila y tú no nos vas a cortar sus fuentes.

– No tengo nada que ver con aquello, ni siquiera sé bien de qué me hablas -dijo Michael con manifiesta indiferencia-. Hay un caso claro de muerte violenta y lo que no está tan claro es si se trata de un accidente o de… Suponía que tendrías interés en saber qué pasó y que no te opondrías a… Pero quizá es que tienes algún otro interés, ¿es eso?

Tsadiq se cruzó de brazos.

– ¿Cómo no te da vergüenza? -exclamó-. ¿Por qué dices que no sabes de lo que hablo? ¿En qué mundo vives? -y levantando la voz-: ¿Te crees que soy tonto? ¿Qué es lo que no sabes? ¿No sabes que revolucionamos a toda la policía con el caso de la gasolinera? ¿Que gracias a nosotros barristeis a los corruptos? ¿Que el inspector general no descansará hasta que dé con quien nos filtró la información sobre el soborno del comandante del distrito? -el volumen de su voz fue en aumento hasta que se puso a gritar-. Si me hablas así -y golpeó la mesa con el puño-, entonces ten en cuenta que… sólo vas a poder entrar aquí con una orden judicial, ¿lo has entendido? ¿Tienes una orden o no?

Michael negó con la cabeza.

– Tsadiq, cálmate, pensaba que, tratándose de nosotros, no hacía falta una orden judicial -le dijo amablemente-. Tranquilo, que en este momento no me interesa nada esa historia de la gasolinera, porque he venido para esclarecer la muerte de Tirtsa Rubin, a quien conocí personalmente, por casualidad. Ahora, gracias a las pistas que nos ha dado Mati Cohen… Como acabo de decirte, tú también deberías tener interés en que las cosas se aclararan, a no ser que haya algo…

– ¿Qué estás insinuando? ¿Qué tengo cosas que ocultar?

Michael permaneció en silencio.

– ¿Te has vuelto loco? -gritó Tsadiq-. ¿Qué voy a estar escondiendo yo? Ayer por la noche le indiqué a tu gente el lugar exacto donde… ¿Y a ti? -señaló con el dedo a Eli Bahar-. ¿No te he prestado la ayuda que me pediste? ¿No les he pedido que…?

– Sí, has colaborado -dijo Eli Bahar, intentando poner calma-, pero entiéndelo, Mati Cohen vio ciertas cosas. No podemos ignorarlo.

– ¿Qué? ¿Qué vio?

– Lo suficiente como para que pidamos una autopsia -dijo Eli Bahar.

Tsadiq observó el teléfono, apretó los labios y volvió a mirarlos en silencio.

– Oye, Tsadiq -dijo Michael-, está claro que la policía va a tener que entrar aquí. Tú verás si prefieres que me encargue yo u otra persona. Te voy a hacer la pregunta de otro modo: ¿estás seguro de que quieres que me vaya?

Tsadiq se calló.

– Vale, pues -dijo Michael-, entonces supongo que estamos de acuerdo, que empezamos a entendernos. Y ya que esto es así, necesito aclarar algunas cosas.

– ¿Qué cosas? Está todo muy claro -protestó Tsadiq.

– No del todo -insistió Michael-, ese asunto de la puerta trasera de Los Hilos, el vigilante ni siquiera vio a Mati entrar en el edificio porque lo hizo por detrás.

– Claro que entró por detrás -explicó Tsadiq con impaciencia-, porque iba a ver a Beni Meyujas, que estaba en la azotea de Los Hilos. Dejó el coche en el aparcamiento trasero. ¿Por qué iba a pasar delante del vigilante?

– Pero, entonces, cualquiera puede tomar ese camino -argumentó Eli Bahar.

– Cualquiera no -dijo Tsadiq palpándose la mejilla-, sólo los que tienen la llave, los directores de los distintos departamentos, los altos cargos y otros… Sólo quienes trabajan en el edificio de Los Hilos.

– Necesitamos todos sus nombres -continuó Eli Bahar-, los nombres de las personas que pueden entrar por detrás sin que el vigilante los vea.

– Aviva os los dará y los trabajadores de Los Hilos también os podrán proporcionar información al respecto, Max Levin sabe… Pero ¿qué estáis pensando, que alguien tiró encima de Tirtsa…?

– En la reconstrucción de los hechos realizada por Mati ha surgido la posibilidad de que se hubiera desarrollado una pelea -dijo Michael con tiento-. Queremos hablar también con su marido, con Beni Meyujas… a quien de todos modos debemos ver por la cuestión de la autopsia…

Tsadiq lo miró con atención.

– De acuerdo, estoy dispuesto a ayudarte, pero con una condición -dijo finalmente.

– Te escucho -dijo Michael-, no me suelen gustar las condiciones pero estoy dispuesto a escucharte.

– Que, si no encontráis nada, nos dejéis en paz con el asunto de la filtración, que no volvamos a oír una palabra sobre eso.

– ¿Y si ocurriera lo contrario?

– ¿Cómo que lo contrario? -preguntó Tsadiq sin entender.

– ¿Si encontramos algo?

– ¿Si encontráis algo?

– Sí -dijo Michael cruzándose de brazos-, si encontramos algo sospechoso, ¿entonces qué? ¿Nos darás el nombre de quien os dio el chivatazo?

– No, ¡claro que no! -exclamó Tsadiq-, no os daré nada, sólo os prestaré mi ayuda, ¡y gracias!

– Era una broma -aclaró Eli Bahar.

– Pues no ha tenido ninguna gracia -dijo Tsadiq-. Podéis hablar con Beni Meyujas, pero dudo que vayáis a sacarle algo. No puede colaborar, he oído que está en un estado catatónico. Acostado en la cama, incapaz de hablar.

– ¿Quién es la persona más cercana a él? -preguntó Michael-. ¿Tú?

– Yo… -Tsadiq vaciló-, es un tipo muy introvertido, no… Pero Hagar, su productora, está ahora mismo en su casa, con esa actriz india que tampoco lo deja ni a sol ni a sombra.

– Creí que tenía una relación muy íntima con Rubin -comentó Eli Bahar-, eso es lo que yo tenía entendido.

– Con Rubin, sí -Tsadiq miró hacia la puerta-; si vas a hablar con alguien, que sea con Rubin.

– Es que hemos pensado que quizá podríamos llevarnos a Rubin con nosotros -dijo Eli Bahar.

– Está ahí fuera -murmuró Tsadiq, y apretó una tecla del teléfono.

– ¿Sí? -respondió Aviva, con una voz fuerte y metálica.

– Pídele a Rubin que entre un momento -ordenó Tsadiq.

Al cabo de un momento se abrió la puerta y Rubin se asomó desde la entrada; los bordes de la bufanda roja de Natacha aparecieron tras él.

– Espera un momento fuera, Natacha -le pidió Tsadiq-. Entra tú solo un momento, Arieh, ven, te presento al… ¿teniente coronel? -Michael asintió-, al teniente coronel Michael Ohayon.

– He oído hablar de usted -dijo Rubin, y le tendió la mano.

Michael se la estrechó y dijo, algo incómodo:

– Yo soy un viejo fan de tus programas, también el inspector Eli Bahar, de hecho todos nosotros.

– ¿De verdad? -dijo Rubin sin sonreír y se tiró hacia abajo de las mangas de su deportiva americana de lana.

Eli Bahar observó el rostro alargado de Arieh Rubin, los dos profundos surcos de las mejillas, los ojos pequeños y marrones, y la mirada ardiente que brillaba en ellos. Rubin también estrechó la mano de Eli Bahar y dirigió a Tsadiq una mirada interrogante.

– Natacha está esperándote desde hace… -dijo, y miró hacia la puerta.

– Lo sé, pero de momento, que siga esperando -le contestó Tsadiq impaciente.

– Tengo que decirle algo, lo que sea. Me da pena dejarla así -dijo Rubin, y se pasó la mano por el pelo gris y corto-. Además, Tsadiq, tiene algo sensacional.

Eli Bahar no pudo ocultar su emoción. Se preguntó si Michael recordaría que Arieh Rubin era el gran héroe de Tsila. Había que reconocer que de cerca, en persona, era aún más impresionante que en la televisión. Y modesto, como si fuera una persona normal. Verdaderamente extraordinario.

Impresión y modestia, humildad y admiración silenciosa: ésos fueron los sentimientos que acompañaron a Eli Bahar de camino a su coche. La radio estaba encendida y los ruidos de los intercomunicadores no impedían oír el reportaje de asuntos sociales de la cadena radiofónica Reshet Bet, que describía en directo cómo los obreros despedidos salían esposados del coche policial, acompañados del reportero de la televisión Dani Benizri, mientras sus mujeres los estaban esperando cerca de la comisaría central de la policía, en Migrash Ha-Rusim. «Es el héroe del día», dijo el locutor, «y está aquí con nosotros. Saludamos a Dani Benizri».

– Gracias, Gidi -dijo el reportero de la televisión.

– Dani Benizri, ¿qué ocurrirá ahora? ¿Cuáles serán las consecuencias? -preguntó el locutor de la radio, pero Eli Bahar no oyó la respuesta de Dani Benizri, porque en ese momento Michael le estaba contando a Rubin lo importante que era su programa semanal La justicia del aguijón, y añadió:

– Hace mucho tiempo que me intriga ese nombre, La justicia del aguijón, ¿de dónde viene?

– Es el título de un poema que me gusta mucho -dijo Rubin.

– ¿Cuál? -preguntó Michael.

– Uno de Dan Pagis sobre las abejas, que en el poema tienen un significado simbólico -murmuró Arieh Rubin mientras miraba por la ventanilla-, es muy largo de explicar, pero tiene relación con el programa.

– Un programa con dos cojones -se atrevió a decir Eli Bahar, desde el asiento de atrás, al tiempo que se imaginaba cómo le contaría a Tsila su encuentro con Rubin.

Cuando se detuvieron a la entrada del edificio de Beni Meyujas, y Rubin dijo voz alta: «Quizá sea mejor que entre primero yo solo y vosotros esperéis un momento antes de seguirme, ¿qué os parece?», Eli seguía pensando en cómo le contaría todo aquello a Tsila. Porque no debía omitir ni un solo detalle.

– Sí, mejor, porque tú eres su mejor amigo -dijo Michael-, o eso me ha parecido entender, ¿no? Tsadiq dijo que erais íntimos.

– Desde que teníamos diez años, en la escuela primaria -dijo Rubin-, siempre hemos estado juntos. Beni es… como mi hermano -ya estaba fuera del coche, cuando les prometió-: Os llamo dentro de unos minutos.