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Tras un cuarto de hora de espera, Eli Bahar agarró la manilla de bronce que estaba bajo la placa de cerámica adornada con pájaros y flores -en el centro se podía leer «Rubin-Meyujas»- y golpeó la puerta de madera. Le abrió una chica delgada, cuyo pelo largo y negro ocultaba la mitad de su pálido rostro. Permaneció un tiempo en silencio, entornó los ojos y se frotó un pie, enfundado en un calcetín negro, contra el otro pie, después giró la cabeza, como si necesitara autorización para dejar pasar a los desconocidos, y ante la ausencia de toda consigna, se encogió de hombros como diciendo: «Yo he cumplido mi papel», y susurró:
– No os quedéis ahí, hace mucho frío fuera -bajó los ojos y se hizo a un lado para que pudieran pasar.
– Llevamos esperando media hora bajo la lluvia -le dijo furioso Eli Bahar una vez que estuvieron dentro-, Rubin dijo que vendría a buscarnos enseguida y han pasado más de treinta minutos.
– Yo… -dijo la chica, visiblemente cohibida-, yo sólo… No es mi casa, no puedo…
– ¿Quién eres? -le preguntó Eli Bahar.
– Yo… me llamo Sara -contestó mientras se restregaba una mano con la otra-, soy actriz…, participo en la película de Beni, hago de Guemula, pero mi verdadero nombre es Sara…
Una luz pálida que entraba en la habitación por un gran ventanal en forma de arco iluminaba la oscura pared, pintada de azul marino, y también la maqueta de una casa de madera que estaba sobre una lámina de contrachapado, con una etiqueta en la que se podía leer: «La mansión de los Griefenbach». Michael observó la maqueta, las ventanas, los barrotes, las entradas y los pasillos que conectaban diferentes partes de la casa, las habitaciones iluminadas y aquellas que estaban en la oscuridad. Unas tablitas de contrachapado pintado cubrían la parte superior de la casa, que tenía distintas alturas, haciendo las veces de tejado, que en algunos puntos estaba rodeado de unas barandillas oscuras. Las barandillas, así como las diferentes secciones de la casa, estaban unidas por planos ligeramente inclinados. Encima de una cómoda, muy cerca de la maqueta, había un aparato de vídeo encendido cuya pantalla parpadeaba con una luz azul pero sin imagen.
– ¿Qué es esto? -le susurró Eli Bahar-. ¿Una casa de muñecas? No sabía que tuvieran hijos pequeños. Mira, con lámparas y todo…
– Es una maqueta -dijo Michael-, una copia de la casa de Ido y Einam, tal y como aparece en la película que están rodando.
– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó Eli Bahar, con una mezcla de furia y asombro.
– Lo recuerdo de cuando estudiaba. Hice un curso introductorio sobre Agnón en primero de carrera, ya te lo conté, ¿no te acuerdas? Era una asignatura optativa. Estudiamos ese cuento, Ido y Einam -miró fijamente a Eli y añadió enseguida-, pero nunca lo entendí. Es un cuento bonito pero totalmente incomprensible. Muy raro, lleno de símbolos. Me acuerdo de que el profesor nos lo explicó, pero tampoco fue de mucha ayuda o quizá fuera que yo no lo quería interpretar tal y como él lo hacía. Lo que no he olvidado es el nombre de la casa -prosiguió, señalando la etiqueta-, «Griefenbach», ni a la chica que andaba por las noches por las azoteas y cantaba las canciones de Ido y Einam.
Lo que ya no le dijo a Eli era que también se acordaba muy bien del doctor Gamzu, y del doctor Ginat, el bibliófilo y especialista en folklore, lo mismo que de la descripción del encuentro entre Guemula y Ginat; aunque de lo que mejor se acordaba era del final atroz del cuento. Todavía creía poder oír la voz turbia del profesor mientras leía emocionado: «¿Qué fue lo que llevó a Ginat a destruir su obra y a quemar en un momento el fruto de tantos años de trabajo?».
¿Cuántas veces, desde entonces, al ver a esas personas que destrozan en un instante aquello que más aman, no había resonado esa misma pregunta en su cabeza?
Una mujer de unos cuarenta años salió de la cocina. Con unos pantalones vaqueros raídos, el cabello canoso, el rostro duro y arrugado y aquellos ojos grises y pequeños que los miraban con desconfianza, era la viva antítesis de la chica joven.
– He sido yo, yo soy la culpable -les dijo, sin tratar de excusarse-. Arieh Rubin me pidió que os llamara, pero yo quise esperar hasta que… -y señaló con la cabeza hacia una puerta cerrada al fondo del pasillo-. Beni todavía no está en condiciones de… Pensaba que esto podría esperar -concluyó.
– ¿Es usted de la familia, una hermana o algún pariente próximo? -le preguntó Eli Bahar.
– Me llamo Hagar -respondió ella sacudiendo el pelo y llevándose una mano al cuello.
– ¿Hagar qué? -insistió Eli Bahar, mientras Michael miraba a su alrededor y observaba atentamente una serie de fotos enmarcadas, todas en blanco y negro, colgadas en la pared, frente a la puerta de la calle. Entre dos fotos de unos hombres uniformados, sentados todos muy juntos en una tierra árida, con las manos cruzadas detrás de la nuca y los ojos rasgados de orientales clavados en la cámara, y una foto más grande, de un grupo de soldados de nacionalidad desconocida, que estaban de rodillas, extenuados, cerca de unas trincheras, sobresalía una muy grande de un grupo de adolescentes. Tres de ellos llevaban pantalones cortos de color caqui, camisas del mismo color con las mangas mal recogidas sobre sus brazos bronceados, botas altas y unas kefiyas rojas. En medio del grupo había una joven de pie, delgada y morena, con unos pantalones cortos azules y una camisa blanca. Estaba jugando con los flecos de la kefiya blanca que le envolvía el cuello. El viento movía su cabellera larga y rubia, y uno de los mechones rozaba el brazo del más alto de los jóvenes situados a su espalda. Michael entornó los ojos. Sólo pudo reconocer al alto, cuyo tupé proyectaba una sombra sobre su frente y su amplia sonrisa. A los otros dos y a la joven nunca los había visto antes. La foto le hizo sentir una punzada, pues no en vano era el testimonio de un tiempo pasado que ya no volvería; como si el encanto juvenil que brillaba en aquellos rostros en blanco y negro, con la arena blanca como fondo, se hubiera perdido para siempre. Arieh Rubin todavía era hoy en día un hombre muy guapo, pero en su rostro ya no quedaba rastro de la alegría de vivir que transmitían aquellas sonrisas, ni del pequeño hoyuelo en la mejilla derecha que se advertía en aquella foto de hacía treinta años. Parecían felices, como si estuvieran en la excursión anual de una organización juvenil. Michael también tenía fotos como ésas, con grupos grandes y pequeños de amigos, de viajes escolares y de excursiones por la Galilea o por el Negev. Parecían tener la misma edad que él, seguro que eran de su generación. Y la chica… qué encanto tenía, con aquella pierna tan larga extendida hacia delante. El labio superior dejaba a la vista unos hermosos dientes, mientras el chico pecoso y bajo de la derecha tenía la cabeza cubierta de rizos y un diente roto.
– Entonces, usted es la productora de Beni Meyujas -le dijo Eli Bahar muy seguro, como si lo supiera todo sobre Beni.
– Su productora, su asistente y también su amiga. Todo a la vez -le respondió, en un tono muy seco, como queriendo dejar claro que era ella quien tomaba las decisiones.
Ahora fue Michael el que habló.
– ¿Quiénes son los de la foto? Éste es Arieh Rubin, ¿verdad? -y señaló la foto.
– Sí, es Rubin, el de la derecha. Y la que está a su lado es Tirtsa. Y aquí -añadió, tocando la imagen del chico bajo y con pecas-, éste es Beni. Beni Meyujas. No ha cambiado nada desde entonces. Estuvieron juntos en el ejército. Es una foto de un viaje al Negev que hicieron al acabar el bachillerato, antes de empezar el servicio militar. Y aquí están ya en el ejército -y señaló otra foto donde se veía a tres chicos uniformados, cogidos por los hombros, con las boinas en la charretera y unas polvorientas botas de paracaidista-. Rubin estaba en el medio. A su derecha se encontraba Meyujas y a su izquierda el tercer joven de la foto del viaje al desierto.
– ¿Y éste quién es? -dijo Michael, volviendo a la foto del viaje al Negev y señalando al chico que aparecía de rodillas delante de Tirtsa, un joven moreno y esbelto con una sonrisa de oreja a oreja y los brazos abiertos, bromeando, como si fuera a abrazarlos a todos.
– A él no lo conozco bien -contestó con desgana-, no tuve ocasión de conocerlo, en realidad. Es Srul, formaba parte de la pandilla. Pasaban todo el tiempo juntos. Como los tres mosqueteros, no se dejaban ni a sol ni a sombra. Crecieron en Haifa, pertenecían al movimiento juvenil Mahanot Olim, asistieron al instituto Gimnasia Realit y fueron paracaidistas del Najal; todo el mundo los conocía.
– ¿Y dónde está ahora Srul? -preguntó Michael.
– En Estados Unidos. Se fue justo después de la guerra de Yom Kippur. Lo hirieron, sufrió unas gravísimas quemaduras, y decidieron llevarlo a un hospital de California. Primero se sometió a cirugía plástica y después decidió quedarse. Oí que se había hecho religioso, ultraortodoxo.
– ¿Y han seguido en contacto con él durante todos estos años? -preguntó Michael, con interés. Hagar se disponía a contestarle cuando se abrió una puerta al final del pasillo, y de repente se iluminaron las baldosas del suelo, que hasta ese momento le habían parecido grises. Fue sólo entonces cuando se fijó en el suelo del pasillo, en el que aparecieron unas preciosas baldosas con dibujos en verde y amarillo, como si de una larga alfombra se tratara. Asimismo pudo apreciar ahora las puertas de madera de color turquesa. Rubin estaba en la puerta.
– Ya puede usted pasar -le dijo a Michael. Y dirigiéndose a Hagar, añadió-: Prepárale, por favor, una taza de té, porque está casi deshidratado. Ponle tres cucharaditas de azúcar. Eso le dará un poco de energía.
– No ha tomado nada desde ayer. Sólo un poco de agua -se lamentó Hagar-. ¿Ha dejado ya de darse cabezazos contra la pared? He llegado a creer que se iba a descalabrar.
– Ya ha parado -dijo Rubin-, ahora está más tranquilo.
Rubin volvió a la habitación y dejó la puerta abierta. Michael entró tras él. La habitación era amplia y de techos altos. Había una cama de matrimonio pegada a la pared, con las sábanas revueltas, donde estaba sentado un hombre esbelto con la cabeza apoyada en la pared, que ni siquiera miró a Michael. Tampoco prestó atención a Rubin, que se sentó en el borde de la cama. Michael observó su rostro pequeño y arrugado, y los ojos azules llenos de legañas clavados en la pared de enfrente. No sólo era imposible distinguir en los rasgos de aquel hombre rastro alguno del joven pecoso de la foto, sino que tampoco resultaba concebible que Rubin y él tuvieran la misma edad. Detrás de la cama había dos ventanas en forma de arco. Tras las persianas levantadas se veían varias macetas grandes llenas de pensamientos. Había dejado de llover. Michael acercó una silla desde un rincón de la habitación y se sentó no muy lejos de la cama. Eli Bahar permanecía junto a la puerta abierta, sin saber qué hacer. Se oían unas voces tenues que provenían del cuarto contiguo. Alguien debió de abrir la puerta, pues de repente las voces se volvieron altas y claras. Michael tardó un rato en darse cuenta de que brotaban de un televisor o de una radio. Escuchó distraído el inicio de las noticias: «El portavoz del hospital ha comunicado que el estado de la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales es estable y que recibirá el alta en los próximos días».
Michael se presentó ante Beni Meyujas, que parpadeó, lo miró fijamente, y torció unos labios secos y agrietados.
– Arieh me ha dicho -murmuró- que queréis posponer el funeral y pedir permiso para hacer la autopsia a… Pero yo no soy… No necesitáis mi autorización…, no estábamos casados. Es Arieh quien os tiene que dar el permiso. Oficialmente él es todavía su marido.
– Ya hablaremos de eso -dijo Michael, y miró a Eli Bahar con una expresión interrogante. Él se encogió de hombros, como dando a entender que no tenía ni idea de quién debía dar el permiso-. Pero en principio, ¿usted no se opondría a una investigación, a este tipo de averiguaciones? -preguntó Michael, y a Beni Meyujas se le volvió a torcer la boca en una mueca.
– Qué más da ya -dijo al final-, Tirtsa ya no está con nosotros. Nos ha dejado.
– Habrá que averiguar quién es el que tiene que poner la firma -le dijo Michael por lo bajo a Eli Bahar, y éste asintió con la cabeza.
– Voy a enterarme -aseguró, e hizo amago de irse-. ¿Quiere usted acompañarme? Es mejor que los dejemos solos -le dijo ahora a Rubin.
Rubin se incorporó.
– ¿Por qué habría de irme? -preguntó Rubin sorprendido-. Tengo que quedarme con Beni.
Beni Meyujas golpeó la pared con el puño. Tenía los nudillos enrojecidos y magullados.
– Arieh no se tiene que ir a ningún sitio -dijo con voz ronca-, con él no tengo secretos.
Eli Bahar se alejó de la entrada y se dirigió rápidamente hacia el vestíbulo. Michael cerró la puerta. En la habitación sólo se oía la respiración profunda de Beni Meyujas, como si estuviera a punto de asfixiarse.
– Lo que también me gustaría preguntarle es si sabía usted que Tirtsa se encontraba en el edificio en mitad de la noche -dijo Michael-. Estamos intentando averiguar qué hacía allí a esas horas. ¿Tenía usted conocimiento de que ella estuviera allí?
Beni Meyujas negó con la cabeza y se pasó las manos por el pelo.
– No lo sabía -dijo al final.
– ¿Cómo es posible? -continuó Michael, sorprendido-. Usted estaba rodando en la azotea de ese mismo edificio, ¿cómo es posible que no lo supiera?
– No me lo dijo -respondió cortante al tiempo que volvía el rostro hacia la ventana.
Michael le preguntó también si tenía idea de por qué ella podía haber estado allí a esas horas.
Beni no se lo explicaba. Tirtsa no le había dicho que estaría trabajando y tampoco tenía noticias de que hubiera nada pendiente en relación con los decorados.
Michael le preguntó si era posible que hubiera quedado con alguien en su despacho.
– Todo es posible, ¿cómo voy a saberlo yo?
– No, lo que le estoy preguntando es si había sucedido ya otras veces -se explicó Michael.
Beni Meyujas hizo una mueca con los labios que indicaba que eso nunca había pasado. Solía quedar con alguna gente, en su despacho o en la cafetería, pero no de madrugada.
– Estoy intentando entender -dijo Michael lentamente, subrayando cada palabra- a qué se refería usted cuando gritó «ha sido por mi culpa», al ver a Tirtsa… sin vida.
Beni Meyujas lo miró estupefacto.
– ¿Recuerda haber pronunciado esas palabras? -le preguntó Michael.
– Lo recuerdo… -y una expresión de perplejidad invadió el rostro de Beni Meyujas, que a continuación apretó los labios con indiferencia-. Pero, ¿qué es lo que tengo que explicar?
– ¿Quizá se refería a que era culpa suya el que estuviera en el trabajo a esas horas?
– No, no era eso.
– ¿Entonces qué? ¿Hizo usted algo que pudiera provocarle la muerte?
Beni Meyujas lo miró irritado.
– El mármol -dijo al final, ocultando el rostro entre las manos-, dijeron que el mármol la había aplastado.
– No lo pienses, Beni, no pienses en eso -lo interrumpió Arieh Rubin con una expresión de preocupación, arrodillándose encima de la cama y pasándole el brazo por encima de los hombros-, no fue culpa tuya, Tirtsa no se dejaba aconsejar, por mucho que le hubieras pedido que apartara de allí la columna, ella… no te habría hecho caso.
– ¿No solía decirle adonde iba? -tanteó Michael.
– A veces. No siempre. Dependía -le contestó de mala gana.
– ¿De qué dependía? ¿Del lugar al que se dirigía? ¿De la hora? ¿De qué?
Beni Meyujas no lo miraba, sus ojos no se apartaban de sus dedos, que no dejaban de doblar márgenes de la primera página de un ejemplar del Haaretz tirado sobre la cama. Entre el anuncio que rezaba en blanco y negro y en mayúsculas, como todos los días desde hacía varios meses, «MENTIROSO» y el artículo dedicado al peluquero de Jerusalén y a su novia la modelo que habían sido hallados muertos, acribillados a balazos, había una pequeña noticia que anunciaba la muerte accidental de la directora del departamento de decorados de la televisión pública.
Beni Meyujas permaneció en silencio.
– ¿Cómo es posible que no le dijera nada? Estaban ustedes en el mismo sitio, trabajaban juntos; ¡usted también se encontraba allí, en la azotea!
Beni Meyujas torció el gesto.
– Sí, así es, yo también estaba allí.
– ¿Desde qué hora más o menos?
– Desde después de las seis aproximadamente, desde que había empezado a oscurecer. Estábamos esperando a que saliera la luna. Ayer había luna llena y teníamos la esperanza de que apareciera entre las nubes.
– ¿Quién más sabía que estaba usted allí? -preguntó Michael.
Beni Meyujas se encogió de hombros.
– Todo el mundo, no lo sé -dijo sin levantar la mirada de sus dedos-, todos los que debían estar al corriente.
– ¿Sabía usted que Mati Cohen se encontraba de camino hacia…? -preguntó Michael, y se dio cuenta de que Rubin se ponía muy tenso.
– Ya llega el té -le dijo Rubin a Beni Meyujas-, la sequedad de la boca te impide hablar bien -añadió, mientras clavaba en Michael una mirada de advertencia, aunque éste no se dio por aludido.
– Mati Cohen iba hacia el edificio -le dijo a Beni Meyujas-, para detener el rodaje, ¿lo sabía usted?
Beni levantó los ojos.
– No -dijo, con la voz rota-, no lo sabía. Había rumores…, oí que no me iban a dejar rodar las escenas complementarias… Tsadiq ya me había sugerido que… Pero no sabía que él… -un matiz de asombro invadió su voz-. Y tampoco acudió, yo no lo vi.
– Se encontraba de camino hacia la azotea y vio a Tirtsa, alrededor de la medianoche, antes… -Michael hizo un gesto con la mano antes de acabar la frase-. Entonces todavía estaba con vida.
Beni Meyujas lo miró. A diferencia de su voz y del resto del cuerpo, sus ojos redondos y celestes estaban ahora llenos de expresividad y reflejaban un dolor vivo y desbordado. Las ojeras enrojecidas que los rodeaban le conferían el aspecto de un fugitivo.
– No estaba sola, había alguien con ella -dijo Michael con tiento-; y estaban discutiendo.
Beni Meyujas no decía nada.
– Hemos pensado que quizá usted podría tener idea de con quién estaba discutiendo en mitad de la noche -dijo Michael.
– Pues no la tengo -dijo Beni Meyujas-, porque ni siquiera estaba al corriente de que se encontrara allí. Si lo hubiera sabido habría… -se calló y escondió el rostro entre las manos.
– ¿Habría usted qué? -se apresuró a preguntarle Michael.
– Habría hablado con ella, le habría dicho… Da igual.
– ¿Está seguro de que no le dijo que estaría en el trabajo? -insistió Michael.
Beni Meyujas negó con la cabeza:
– No lo sabía.
– Supongo que estaban ustedes… atravesando una crisis, un bache, ¿se trataba de una ruptura? -se arriesgó Michael a preguntarle.
Beni lo miró con asombro manifiesto.
– Nosotros… ¿Cómo lo sabe? -su voz se llenó de desconfianza-. Nadie… -se pasó las manos por la cara.
En el silencio de la habitación sólo se oía su respiración dificultosa. Arieh Rubin puso una mano sobre su hombro.
– En líneas generales, ¿llevaban ustedes una vida agradable juntos? -le preguntó ahora Michael, ignorando la mirada de reproche de Arieh Rubin y examinando el rostro de Beni.
– Maravillosa, teníamos una vida maravillosa -dijo Beni Meyujas-. Dios… cómo… -y ocultó su rostro entre las manos.
– Usted también se encontraba allí -le recordó Michael a Arieh Rubin.
– ¿Cuándo? -preguntó Rubin, sorprendido.
– Ayer por la noche, cuando Tirtsa… Usted estaba en la televisión, ¿no?
– Sí, sí estaba, pero en la sala de montaje, en el edificio central, ni siquiera… No tenía idea… No vi a Tirtsa, estaba concentrado en el trabajo -dijo Rubin.
– ¿No hay ninguna conexión entre esos dos edificios? -preguntó Michael.
– Ninguna -le aseguró Rubin-, es difícil moverse hasta entre las distintas plantas del mismo edificio. Pero de todas formas siempre hay gente en el edificio central. Además de los vigilantes de seguridad, algunas salas funcionan las veinticuatro horas. La sala de los radioescuchas, por ejemplo, podría comprobar quién se encontraba haciendo el turno de radioescucha de las noticias de interior y quién el turno de las noticias del extranjero. Allí siempre hay alguien.
– ¿Cuál era el motivo por el que discutieron? ¿Sucedió algo concreto? -le preguntó Michael a Beni de sopetón.
Beni Meyujas lo miró asustado.
– Se trataba de una cuestión personal, no tiene que ver con… Era algo personal.
Michael cogió el periódico. Le llamó la atención un artículo al final de la página, sobre unos explosivos que habían aparecido en la puerta del piso de unas estudiantes árabes en la zona occidental de la ciudad. Se había descubierto que los habían colocado unos extremistas ultraortodoxos y un artificiero de la policía había sufrido heridas leves al tocar la bolsa.
– Nunca se puede asegurar que una cosa no tenga nada que ver con otra -dijo tras un momento de silencio-, porque en ocasiones lo que parece tener una clara relación se revela luego como…
– No quiero hablar de eso -le espetó Beni Meyujas.
– ¿Fue una pelea seria? -dijo Michael, tanteando la situación-. ¿Podría haber afectado al futuro de la relación? ¿Hablaron ustedes de una posible separación, por ejemplo?
Beni Meyujas se tumbó, replegó las piernas en posición fetal y rompió a llorar. El rostro de Arieh Rubin adquirió una expresión de auténtico estupor y, pasados unos instantes, se acercó a Beni y le tocó el hombro.
– ¿Estaba usted al corriente de todo esto? -le preguntó Michael a Rubin, como si Beni no se encontrara en la habitación, y Rubin negó con la cabeza.
– No tenía ni idea.
La puerta se abrió y entró Hagar. Llevaba un plato con una taza de té y una cucharilla tintineante. Michael se apartó rápidamente para dejarle el paso libre y se colocó junto a la ventana. Desde allí vio cómo dejaba el té sobre la cómoda, cerca de la cama, y le dirigía a Rubin una mirada acusadora. Él se encogió de hombros, adoptando un aire inocente. Después Hagar tocó el hombro de Beni Meyujas, que se descubrió el rostro y la miró con extrañeza, como si fuera la primera vez en la vida que la veía.
Michael miró por la ventana y a continuación sus ojos se desviaron hacia la cama, deteniéndose en un par de botas negras de terciopelo y con bordados que estaban medio escondidas debajo de la cama. Se preguntó si serían de Tirtsa, aunque tenían un toque infantil y cursi que no cuadraba con la imagen que tenía de ella; mientras pensaba en ello, oyó a Rubin que decía:
– Tómatelo, Beni, bebe un poco, porque, si no, te tendremos que poner suero; te estás deshidratando. Si no quieres comer, no comas, pero tienes que beber algo.
El ruido que hizo la cabeza de Beni al golpearse contra la pared horrorizó a Michael.
– Nos ha dejado, Arieh -sollozó-, ya no me quería.
La puerta se volvió a abrir y apareció Eli Bahar, que miró un momento a los dos hombres sobre la cama de matrimonio y le dijo a Michael:
– Me han dicho que quien tiene que firmar es Arieh Rubin. Si acepta.
Rubin lo miró sorprendido y asintió con la cabeza. Le dijo a Beni:
– Voy a firmar la autorización para la autopsia… si estás de acuerdo. ¿Qué te parece?
– Tengo que irme -dijo Eli Bahar con impaciencia-, ya lo llamará a usted una chica… Lo llamarán y le traerán todos los papeles, ¿de acuerdo? -y salió de la habitación sin esperar una respuesta.
– Beni -vaciló Rubin-, ¿estás de acuerdo? ¿No hay inconveniente por tu parte?
– Nos ha dejado, Arieh, ya no quería vivir conmigo. No tengo por qué… Yo no tenía por qué…
– Así está todo el rato -dijo Hagar desde un rincón de la habitación frunciendo el ceño, lo que marcó aún más la arruga que tenía entre los ojos-, eso es lo que dice todo el tiempo -y salió del dormitorio.
Michael se fue tras ella, que se detuvo en el vestíbulo, junto a la puerta de la cocina, y apoyó un brazo en el marco de la puerta y la cabeza en el brazo.
– Me da la impresión de que es usted la persona más cercana a él -le dijo Michael, abordándola sin rodeos-, así que he pensado que quizá sepa lo que sucedió entre los dos.
Hagar levantó la cabeza y se alejó un poco de la puerta.
– ¿Entre quiénes? -preguntó con suspicacia.
– Entre Beni y Tirtsa.
– ¿Qué quiere que pasara? ¿Cuándo?
– Rubin me ha dicho que es posible que usted conociera los detalles -dijo Michael- sobre la crisis de pareja por la que estaban pasando; seguro que percibió algo, aunque… aunque Beni no se lo contara a usted directamente… Me ha dicho que es usted la única persona que conoce los sentimientos de Beni…
Una expresión de alivio se apoderó de su rostro.
– Créame si le digo que no tengo ni idea. Yo soy una persona muy próxima… De hecho soy íntima, pero no en asuntos de… No me hablaba de Tirtsa -rascó con la uña una mancha invisible en el marco de la puerta-. Estaba al tanto de todo lo relacionado con… -señaló con la cabeza hacia la maqueta- cuestiones de trabajo. En eso podría decirse que tengo un doctorado. Pero no sé nada de su vida privada con Tirtsa.
– Pero seguro que intuyó usted algo, que tuvo alguna sensación, la gente sensible percibe ese tipo de cosas en las personas que le son cercanas sin necesidad de que se las cuenten, ¿no cree?
Hagar miró hacia el pasillo como para asegurarse de que nadie los estaba oyendo.
– ¿Dónde está Sara? -murmuró-. Aquí está su abrigo, así que probablemente no se haya ido aún, quizá esté en la otra habitación… viendo la tele -y señaló hacia el salón-. Había tensión entre ellos últimamente. A Beni había algo que lo tenía muy agobiado, de eso estoy segura, porque lo conozco como si lo hubiera parido. No le pregunté nada porque no me atrevía, pero estaba más que claro, sólo había que ver la actitud de Tirtsa… incluso por cómo me hablaba últimamente… Pero no tengo ni idea de qué… -y miró su reloj asustada- ¿Tiene usted intención de quedarse aquí un rato más? -preguntó rápidamente, y sin esperar respuesta añadió-: Porque, si es así, quisiera… Mire, ahora me voy de nuevo a la televisión para hablar con Tsadiq de la continuación del rodaje, porque ahora no se puede suspender… Sólo nos quedan las escenas complementarias… Tenemos que… Me voy a ver a Tsadiq con Rubin para… ¡Sara! -se volvió hacia la chica que acababa de salir de la habitación contigua-, ¿puedes quedarte aquí hasta que yo vuelva? No quiero dejar solo a Beni.
– No hay ningún problema -le respondió la joven, frotándose de nuevo los pies, el uno contra el otro.
– ¿Dónde tienes los zapatos? -le preguntó Hagar sorprendida de verla descalza, y la joven palideció.
– Ahí dentro, me los he quitado -y señaló hacia el salón-. Ahora mismo voy a… Hace frío aquí… Pero estaban llenos de barro y… -se calló, pero Hagar ya se había puesto el abrigo y no la estaba escuchando.
– ¡Arieh!, ¡Arieh! -llamó en dirección al dormitorio-, venga, vamos -y se fue hacia allí.
– ¿Dónde tienes, realmente, tus zapatos? -le preguntó Michael por lo bajo, y Sara, muy roja, señaló con la cabeza hacia la habitación de la que acababa de salir, y se calló.
– ¿Unas botas negras? ¿Con bordados?
Ella lo miró preocupada y asintió.
– ¿Las has perdido?
Sara se encogió de hombros con un gesto ambiguo.
– Yo sé dónde están -dijo Michael-, ¿quieres que te lo diga?
– No hace falta -susurró, y miró asustada hacia el dormitorio-, pero no quiero que Hagar lo sepa. Si se entera… -e interrumpió la frase.
– ¿Qué va a pasar si se entera?
– Pensará que nosotros… que yo… -y abrió los brazos con un gesto de impotencia.
– ¿Que qué? ¿Que tú qué?
– Que yo, ya sabes, que estaba con él -dijo, y desvió la mirada.
– Mientras que la verdad es otra, ¿no?
– Sí, en realidad, no hay nada… es decir él… lloraba tanto y me pidió que… Hagar no estaba… así que yo… Tan sólo me tumbé a su lado, me abrazó y lloró mientras hablaba, y yo… qué podía hacer… lo dejé hablar.
– ¿Y qué te dijo?
– La verdad es que la mayor parte de lo que dijo no lo entendí muy bien -confesó-, pero dijo que ella ya no lo quería, que Tirtsa… se había marchado… lo había dejado… Pero no entiendo por qué dijo «No me pudo perdonar», no sé lo que tendría que haberle perdonado.
Rubin y Hagar salieron del dormitorio.
– Vamos a ver a Tsadiq -dijo Hagar-. ¿Se va usted a quedar aquí mucho más?
– No, no mucho -le aseguró Michael, aunque no tenía ni idea de cuánto tiempo se quedaría.
– Pero tú sí te quedas -ordenó Hagar a Sara y ésta aceptó entusiasmada.
– Por supuesto, lo que haga falta.
Cuando la puerta se cerró, lo miró preocupada.
– ¿No le va a decir nada a Hagar? -le pidió.
– ¿Por qué le tienes tanto miedo? -preguntó Michael-. ¿Crees que está celosa? ¿Que se enfadaría contigo?
– Seguro -dijo la joven, y lo miró como si fuera duro de entendimiento-, todo el mundo lo sabe. Ella… él… desde el principio, es lo que me han contado.
– ¿Y Tirtsa?
– ¿Cómo que «y Tirtsa»? Beni y Hagar no tenían una aventura… Ellos no… no se acostaban, sólo que he oído decir que ella siempre lo quiso. Tirtsa no… No lo sé.
– ¿Es agradable trabajar con él? -preguntó Michael, y el rostro de Sara se iluminó.
– Es un hombre excepcional… Todos lo dicen… Un director maravilloso, con el que se puede aprender muchísimo, pero también muy exigente.
– ¿Y quién ha hecho esta maqueta de la casa? ¿Tirtsa?
– Sí, es la maqueta de la casa -dijo, y cerró sus labios rojos y carnosos, lo que confirió a su rostro un aire de excesiva seriedad-. Ahí es donde se desarrolla toda la acción. ¿Ha leído usted Ido y Einam?
Michael murmuró algunas palabras ininteligibles.
– Yo hago el papel de Guemula… -dijo, y sus ojos brillaron de orgullo-, por eso tenía que entender bien el cuento. Ido y Einam trata de los orígenes hebreos del pueblo judío -declamó Sara-. Beni dice que es un cuento sobre el eslabón perdido en la historia de los antiguos hebreos y sobre el intento de los intelectuales asquenazíes de…, digamos…, de castrar a los judíos de Oriente… y destruir su eslabón perdido en la historia de los antiguos hebreos. Él tiene… Nos habló de eso antes de los rodajes… No lo entiendo muy bien, pero Hagar dice que, en realidad, el cuento habla de una mujer y dos hombres que luchan por ella y que, al final, todos mueren por culpa de las rivalidades.
– ¿Todos?
– No, es decir, que Guemula y Ginat mueren y Gamzu los entierra, pero… espiritualmente… emocionalmente podría decirse que él también muere.
– Así que ¿estás contenta de participar en la película?
– Es una experiencia única -dijo, mientras se colocaba el cabello largo y brillante detrás de las orejas-. Es un gran privilegio -añadió, y lo miró con sus enormes ojos negros y resplandecientes-. Me seleccionaron entre…, entre muchas…, en el casting había muchas chicas, cantantes también… Ojalá no se acabara nunca, porque no se puede usted imaginar lo bonito que es…
Michael echó un vistazo a la cinta que estaba metida en la ranura del reproductor de vídeo y apostó por seguir su investigación por ella.
– Veo que, además, ya tenéis una cinta -dijo, y acercándose al aparato apretó el play.
– No, no -se escandalizó la joven-, no lo toque, no se puede…, es sólo una copia de trabajo para corregir nuestros errores, para aprender cómo rodar las escenas, yo no… No está montado… Beni se enfadará mucho si alguien de fuera lo ve sin…
Los compases de un canto en una lengua desconocida invadieron la habitación; salían de la boca de Sara-Guemula, que caminaba sobre la baranda de la azotea con un vestido blanco, ancho y ligero, y las manos extendidas a ambos lados del cuerpo. Las amplias mangas parecían alas y el cabello negro le brillaba bajo la luna llena y redonda. Entonces se cortó la secuencia y aparecieron en la pantalla, de forma intermitente, fragmentos de otras grabaciones. Después surgió otra imagen: un hombre barbudo, alto y muy moreno, que llevaba una vestimenta pesada y plateada de la que colgaba una especie de pectoral. Tenía algo en los brazos y Michael tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba de un cordero degollado del que manaba sangre a borbotones. Guemula también estaba allí, con el vestido blanco y la cabeza inclinada, y a su lado había un hombre con un traje claro y sombrero; ambos se encontraban frente al barbudo.
– ¿Quién es? -susurró Michael, señalando al hombre que sostenía entre los brazos, bañados en sangre, el cordero muerto.
– Es el doctor Gamzu -contestó en voz baja, mientras el hombre del sombrero hacía una señal con sangre en la frente de Guemula-. Es justo antes de la ceremonia matrimonial. No sale en el cuento, es una imagen que… Beni añadió. Usted no debe… Nadie puede todavía… -los sonidos agudos de una flauta y los murmullos incomprensibles que salían de la boca del hombre barbudo acompañaban la escena.
No se habían dado cuenta de que Beni, descalzo, había atravesado el pasillo y que ahora se encontraba en el vestíbulo. Michael sólo se percató cuando ya estaba muy cerca de él. Beni apretó un botón y detuvo la cinta sin mediar palabra. De pronto irrumpió en la habitación la aguda música de una orquesta, y un grupo de niños, sentados alrededor de un candelabro de Jánuka, respondió a coro la pregunta del presentador, Adir Bareket, que Michael pudo reconocer gracias a su hijo. Hacía catorce años, cuando tenía diez, Yuval era un fan incondicional de los programas de Adir Bareket y suplicaba a su padre que lo llevara a participar en ellos, aunque sólo fuera como público, insistiendo en los premios y las sorpresas que allí recibían, y afirmando entre lloriqueos, con cierta picardía abocada al fracaso, que todos los demás padres habían llevado ya a sus hijos. Pero Michael, a quien normalmente le gustaba complacer los deseos de su hijo, se negó en redondo y explicó a su único hijo, al que en aquella época veía sólo dos veces por semana y un fin de semana de cada dos, por qué le parecía horrible aquel programa en que algunos niños recibían premios y regalos a cambio de hacer el ridículo a gusto del presentador y para diversión de los otros niños presentes en el estudio, tras haber mostrado sus debilidades ocultas, o su ignorancia o ingenuidad ante toda la audiencia. Ahora se fijó por un momento en Adir Bareket, que pronunció unas cuantas palabras introductorias y contó un chiste sin gracia al encender la primera vela, y pudo comprobar cómo se le había hinchado la cara con los años, cómo los ojos se le hundían ahora entre un sinfín de pliegues de carne, aunque eso no había, en absoluto, mermado su popularidad, muy al contrario, había llegado a convertirse en la estrella de un programa de entretenimiento para adultos que emitían los viernes por la tarde, en el que, al igual que en el programa original americano, se aireaban las intimidades de distintas parejas.
– Van a detener mi rodaje -dijo Beni Meyujas, con más sorpresa que amargura-, sólo me faltan cincuenta mil dólares y deciden pararlo todo. ¿Cuánto cuesta un programa como el de Bareket? Una emisión en directo con cinco cámaras, el estudio grande en Los Hilos, y todos esos espectáculos que les ofrecen antes a los niños. Seguro que una fortuna, y eso que es repugnante -dijo con desprecio-. Pero es lo que demanda el populacho, en todo el mundo, y si no hubiera sido por el donativo especial que recibimos de la Sociedad para la Defensa de la Cultura Oriental… no me habrían dejado ni empezar… – y haciendo un gesto de desprecio con el brazo se calló.
– Lo que he visto aquí es realmente impresionante -dijo Michael, vacilante-, me imagino que… ¿De cuánto dinero se trata?
– Tan sólo de cincuenta mil dólares más -repitió Meyujas mecánicamente-, por una cantidad como ésa quieren detener la producción más importante de los últimos años. Pero ahora ya todo da igual, nada importa ya.
La joven empezó a decir algo, como si fuera a protestar, pero enseguida se calló y bajó dócilmente la cabeza.
– Al final ampliarán el presupuesto -le dijo a Michael, con una voz débil-, al final…
– Sara me ha contado -dijo Michael dirigiéndose a Beni Meyujas- que antes de empezar el rodaje les explicó usted a los participantes el significado del cuento de Ido y Einam, pero no me ha quedado muy claro, podría usted, quizá…
– ¿Ahora? -preguntó Beni Meyujas sorprendido-. Ahora no estoy para… Y, además, ¿qué tiene que ver eso?
Michael lo miró expectante y sin contestar a su pregunta.
– Pues mire -dijo Beni Meyujas, y clavó sus ojos en la pared que había detrás de la pantalla, como si estuviera leyendo un discurso escrito allí-, en su momento descubrí que este cuento, Ido y Einam, no trataba de textos judíos antiguos ni de la tribu de Gad que, supuestamente, no volvió del exilio de Babilonia. Me di cuenta de que hablaba sobre los judíos orientales en Israel, y la forma en que los ha tratado el sionismo. El Oriente está representado por Guemula, que canta un himno a la luna, y el sionismo, el Occidente, percibe ese Oriente como un hallazgo folklórico, en el mejor de los casos, y trata de encontrar una gramática…, una gramática, ¿me sigue? Intenta encontrar una gramática en sus cantos, inventados por un padre y su hija. ¿Y sabe qué es lo más hermoso en todo eso?
Michael lo miró fascinado y negó con la cabeza.
– Lo más maravilloso de Agnón es que a él le encantan las diferentes comunidades que componen el país y, lo que es todavía más maravilloso, no pretende que sean perfectos.
– ¿Quiénes? -le preguntó Michael-. ¿Quiénes piensa él que no tienen por qué ser perfectos?
– Pues los judíos de las comunidades orientales. Agnón opina que también ellos han pasado por un proceso de decadencia. Este cuento es una auténtica tragedia y trata del misterio, si me permite la palabra, de nuestra vida aquí. En mi opinión es el cuento más hermoso y triste que se ha escrito acerca del sionismo, y no tengo ni que decirle que Agnón es un genio que está a la altura de Shakespeare, y para mí…
Michael quiso decir algo. Pero todo lo que había dicho Beni sobre Agnón y sobre su relación con los judíos orientales lo había emocionado de una manera insospechada. Lo que acababa de oír era muchísimo más sugerente que los comentarios apagados de su profesor de literatura en la universidad, hacía veinte años. Las palabras de Beni, y la manera en que se adaptaban a las delicadas imágenes proyectadas en la pantalla un rato antes, lo habían llenado de emoción, de una tristeza profunda y, ante todo, de un tipo de sinceridad que no había esperado encontrar ya en ningún sitio, y mucho menos en nada relacionado con una producción televisiva.
Un pitido del buscapersonas interrumpió el discurso de Beni Meyujas, que se calló y miró asustado a su alrededor. Michael esperó un momento, pero entendió que Beni Meyujas no volvería a abrir la boca. Consultó el aparato y preguntó si podía utilizar el teléfono. Beni Meyujas asintió distraído y pulsó un botón del mando a distancia. La voz de Eli Bahar se mezcló vagamente con el sonido de fondo, proveniente del televisor, en el que se anunciaba el arresto de los obreros despedidos de la fábrica Jolit y su probable comparecencia a juicio. Michael escuchó a Eli Bahar y después dijo:
– Me voy. Tengo que hablar con Tsadiq.
– ¿Pasa algo? -preguntó la joven.
– Sí -dijo Michael, y miró a Beni Meyujas, que apagó el aparato de vídeo-, Mati Cohen ha muerto hace un cuarto de hora.
Sara sintió un escalofrío y se tapó la boca con las manos, como intentando ahogar un grito, mientras el rostro de Beni Meyujas ni siquiera se inmutó, como si no hubiera oído lo que allí se acababa de decir. Agachado como estaba junto al televisor, se levantó muy despacio y, sin mediar palabra, se dirigió hacia el dormitorio.