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Hacía ya casi media hora que Natacha esperaba en un rincón, cerca del baño de las mujeres, al final del pasillo de la segunda planta, desde donde podía ver a todos los que entraban en el despacho de Aviva y saber quién era recibido por Tsadiq. En dos ocasiones se había paseado discretamente por delante del despacho de la secretaria espiando disimuladamente lo que ocurría en su interior. Aviva, que estaba hablando por teléfono, no se había dado cuenta, y Natacha había vuelto enseguida a su lugar, cerca del baño; cada vez que alguien se acercaba, se escondía en el lavabo. No es que le importara que la vieran, pero no se sentía con fuerzas para hablar con nadie ni para explicar qué hacía allí. Porque la verdad era que ni ella misma lo tenía demasiado claro. Había estado esperando la llegada de Rubin y, ahora que estaba allí, esperaba que saliera del despacho de Tsadiq. A pesar de todo, estaba segura de que no mencionaría su caso, pues lo había visto llegar con Hagar y se daba perfecta cuenta de que todo lo que tenían en mente en ese momento era a Beni Meyujas y la película.
Habría podido hablar con Hefets, manejarlo a su antojo, como se suele decir, pero no se veía con ánimos. ¿Cómo le iba a pedir que le proporcionara un equipo después de haberle soltado: «Me das asco»? Y además era verdad que sentía asco sólo de pensar en Hefets. Ya no podía soportar oírlo hablar otra vez de su mujer, que tenía que haber vuelto pasado mañana pero que había decidido adelantar el vuelo. Ni siquiera había escuchado la frase hasta el final. Lo dejó con la palabra en la boca. Estaba harta de no ser más que un juguete en sus manos. Además, tampoco era tonta. Conocía muy bien a Hefets. Si le contara de lo que trataba el asunto, la apartaría y le confiaría el caso a otra persona. Le prometería, como siempre, que iba a contar con todos los medios, pero finalmente sería él quien firmaría el reportaje y se pondría la medalla. Diría que una cosa es el amor y otra los negocios, y que lo hacía todo por su bien, para protegerla. De todos modos, tampoco se atrevería a darle el visto bueno. Nadie lo haría en aquellas circunstancias. ¿Acaso Tsadiq no le había dicho: «Natacha, está todo parado»? Nadie le iba a llevar la contraria al director de la cadena. Sólo había que ver cuál había sido la reacción de todos tras el accidente y ante la presencia allí de los dos policías: estaban cagados de miedo. Aunque había que reconocer que no se trataba de un simple accidente, sino de una muerte; y que ella haría bien en dejar de comportarse con tanta indiferencia, como si Tirtsa no le importara nada. No era que no le importara, aunque apenas la conocía, pero no hacía falta conocer a alguien para sentir pena; cualquier muerte prematura es lamentable; y lo sentía mucho por Rubin, a quien conocía y apreciaba mucho, porque sabía muy bien lo importante que era Tirtsa para él. Pero estaba claro que, pensando en sus propios intereses, la muerte de Tirtsa lo había arruinado todo. Ahora estaba segura de que nadie le haría caso pues, tal como lo había formulado Tsadiq, desde el momento en que entra en juego la policía hay que bajar la cabeza. Todos debían hacerlo. Además, Tsadiq no estaba dispuesto a tener conflictos con nadie -«sólo me faltaba eso», le dijo, hurgándose entre los dientes con un palillo que se sacó del bolsillo de la camisa, «enemistarme con los ultraortodoxos»-. Como si no tuviéramos ya bastantes problemas. Mientras Rubin estaba en casa de Beni Meyujas con la policía, ella había intentado volver a la carga: había corrido tras él por el pasillo, como un perrito, tratando de explicarle la importancia del caso, repitiéndole que sería muy difícil volver a pillarlos in fraganti. Pero él ni siquiera se había parado a mirarla, y se había limitado a decir: «Hija mía, es que ahora no hay nada que hacer, no es el momento».
Natacha oyó la voz de Rubin al final del pasillo, y después lo vio aparecer con Hagar. Ambos entraron en el despacho de Aviva, y desaparecieron por la puerta del despacho de Tsadiq. Natacha cruzó el pasillo dos veces más, tratando de espiar a Aviva. La primera vez Aviva no se enteró, pero la segunda le dijo: «Natacha, ven aquí, ¿tienes un momento?». Ella entró y se puso ante el escritorio de Aviva, tratando de escuchar, sin que ella se diera cuenta, lo que sucedía dentro del despacho de Tsadiq. Sin embargo, desde allí no se oía nada, habría tenido que pegar la oreja a la puerta, y evidentemente no podía hacer eso en presencia de Aviva y de todo el equipo del programa Bailar en corro, que entraba y salía continuamente del despachito que estaba junto al de Aviva hablando a grandes voces sobre el line-up para el programa de esa tarde.
– Natacha, hazme un favor, no puedo más -le dijo Aviva y miró irritada hacia la puerta de Tsadiq-, no me deja ni moverme, si fuera por él hasta dormiría aquí, se olvida de que la gente tiene ciertas necesidades, sustitúyeme un momento, y no dejes que nadie del equipo de Bailar en corro -y señaló con la cabeza hacia el despachito-, haga ninguna llamada desde aquí. Que no ocupen el teléfono; esta mañana sólo me faltaban ellos -murmuró-, pero, como abajo están haciendo obras, no puedo echarlos. ¿Dónde se reunirían si no?
Como ilustración de sus palabras, en aquel preciso momento se oyó la voz inconfundible de Yankale Golán, el productor de Bailar en corro, que gritaba:
– ¿Una semana entera de trabajo y esto es todo lo que traéis? No pienso empezar con el presidente del comité del sindicato de la industria aeronáutica… Ese tema no va a dar de sí… Ya son las doce del mediodía, ¿no habéis encontrado nada mejor?
Aviva salió disparada de su despacho mientras los teléfonos empezaban de nuevo a sonar, pero Natacha no contestó. Se colocó entre el escritorio y el despacho de Tsadiq. Se oían el timbre del teléfono y voces en el despachito, una de mujer quejándose: «No fumes aquí, Así, por favor, ¿no puedes estar diez minutos sin fumar?». La puerta del despachito se abrió. Asaf Kuper salió al pasillo y ni siquiera la vio. Se quedó allí fuera, de espaldas a ella, y se puso a hablar por el teléfono móvil que sujetaba entre la oreja y el hombro. «No quiero gritos, quiero que sea algo doloroso y sensible… Estás defendiendo a un asesino… Háblame de ello…», dijo a voces, tirándose del cinturón de los pantalones con una mano y encendiendo un cigarrillo con la otra. Natacha se fijó en su kipá de ganchillo, que estaba a punto de caérsele de la cabeza. «Si se te presenta algún dilema…», continuó por el móvil, «¿Nunca se te ha presentado ningún dilema?… ¿Qué has dicho?… ¿Que todo es sólo cuestión de dinero…? Pues la verdad es que no suena muy bien… ¿Nada más que de dinero?».
Natacha se acercó sigilosa a la puerta del despacho de Tsadiq, de espaldas a la ventana, sin apartar la vista de la entrada, para asegurarse de que nadie la pillara allí escuchando. Sólo así logró oír a Rubin, que decía: «Tsadiq, por lo que más quieras, ve una secuencia, sólo una, no es mucho pedir… y ya verás como es una película sobre el esplendor de la cultura judía oriental… Piensa en el éxito que tienen esas cosas hoy en día». Y también oyó la intervención de Hagar, que se permitió interrumpir las palabras de Rubin como si no fuera su subordinada, con esa voz artificialmente dulce, como la de una parvulista, que decía: «Tsadiq, ¡se trata de Agnón!, un premio Nobel. La película te dará prestigio, y Beni se la dedicará a la memoria de Tirtsa». Resultaba difícil llegar a admitir que hubiera personas que se atrevieran a ser tan descaradamente transparentes como Hagar, porque ésta le hablaba a Tsadiq como si fuera retrasado. ¿Realmente creía que Tsadiq no se daba cuenta de sus intenciones?
Tsadiq dijo algo pero Natacha no lo pudo entender bien, y después se hizo un silencio. De repente, sonó el canto de una mujer, una voz tan límpida y tan pura que sintió un estremecimiento. Cuando oía cantar a Mercedes Sosa sentía calor y frío al mismo tiempo, y se ponía a temblar. Exactamente igual que en ese momento, aunque no se trataba de Mercedes Sosa, sino de un canto en una lengua desconocida, una melodía rara, triste, semejante a una elegía. Natacha se alejó de la puerta y se sentó en el escritorio de Aviva. E hizo bien, pues justo entonces, mientras contestaba al teléfono, Niva apareció agitando un papel y gritando: «Aviva, nos acaba de llegar un fax para Tsadiq, es urgente», y asomándose al interior del despacho dijo, con cierta desilusión: «Ah, Natacha, ¿dónde está Aviva?», para añadir de inmediato: «¿Ha ido al baño? Dile que la estoy buscando». Ya se estaba marchando cuando se volvió de repente y exclamó: «Se me había olvidado por completo, Hefets lleva buscándote toda la mañana… ¿Por qué no contestas al busca?». Antes de que Natacha pudiera responderle, Niva salió corriendo, y pudo oír el ruido de los zuecos a lo largo del pasillo y sus gritos: «Benizri, Benizri, ¿adónde vas? ¡Dani Benizri, no salgas de aquí sin hablar antes con Hefets, que te está esperando!».
Natacha no pretendía ganarse la vida fácilmente, estaba dispuesta a trabajar duro y a hacer un periodismo de primera calidad. Igual que Dani Benizri. Había hecho algo formidable metiéndose en el túnel con los huelguistas, sin ningún miedo. Eso sí que era un buen trabajo periodístico. Pero a él lo dejaron hacerlo. No tuvo que luchar ni que convencer a nadie. Ella tampoco tenía miedo. Para hacer su trabajo estaba dispuesta a correr muchos riesgos. A arriesgarlo todo. Sí, sabía el peligro que entrañaba meterse con los ultraortodoxos, sobre todo con los de las kipás negras. Lo sabía perfectamente. Pero no tenía ninguna intención de quedarse de brazos cruzados esperando el permiso. Era impensable que una chica como ella desaprovechara una oportunidad única como aquélla. Y ya se las había apañado en situaciones muchísimo más desesperadas. ¿Acaso no fue ella la única mujer que consiguió montarse en un avión con destino a Tel-Aviv en plena guerra del Golfo, el primer día del ataque de los misiles iraquíes, y con el pasaje del avión completo? ¿No fue ella quien empezó a trabajar como periodista en una época en la que no había ninguna plaza? Es cierto que sólo consiguió un puesto de investigadora free lance -sin derechos y cobrando por horas-, pero ni siquiera eso estaba al alcance de cualquiera. Y no le debía nada a Hefets. El único que la ayudó fue Schreiber. Hefets llegó después y a ella no le reportó ningún beneficio, más bien al contrario, por culpa de la envidia. Pero ¿qué podían envidiarle? ¡Cualquiera diría que estaba tan bien situada! Le habría gustado saberlo para así poder convencerse ella también de ser tan afortunada. No tenían nada que envidiarle; unos polvos abruptos en su despacho, de madrugada, con su mujer acosándolo al teléfono, siempre intentando localizarlo. ¿La había llevado alguna vez a algún sitio? ¿Le había regalado algo? Nada en absoluto, y tampoco la ayudaba con el alquiler; ni siquiera la había invitado nunca a comer en un buen restaurante, por miedo a que los vieran juntos. Ni un perfume. Ni una flor. Ni por su cumpleaños. Nada. Con eso no quería decir que fuera un tacaño, pues a veces había visto cómo invitaba a comer a otros, de su bolsillo, pero lo que era con ella… A ella nunca la había invitado a nada. No se había gastado ni un céntimo. Y ahora… ¿No había sido ella quien había conseguido la dirección secreta del piso en el que el rabino Aljarizi se reunía con el abogado más cercano al primer ministro? ¿O la que había logrado grabar al rabino vestido de sacerdote griego-ortodoxo en el aeropuerto? Nadie le podía negar un olfato periodístico de primerísima fila. Sólo necesitaba una buena oportunidad. Y era aquélla. Otra no volvería a presentársele. Lo sabía. No podía dejarla escapar. Todavía recordaba la voz asustada de la mujer que la había telefoneado asegurándole que aquéllas eran las señas y la hora. Cuando todo se acabara, buscaría a aquella mujer y le daría las gracias como se merecía. Incluso le mandaría unas flores. No sabía cómo encontrarla, ya que por teléfono se había negado a dar explicaciones acerca de cómo había dado con Natacha y por qué la había elegido precisamente a ella. Pero aquello no le preocupaba, sabía que las cosas importantes al final siempre se aclaraban. ¡Si por lo menos la dejaran presentar hoy el caso de los supuestos pagos a pensionistas muertos, antes de que se reuniera la comisión de finanzas de la Knesset y todo estuviera ya perdido! De eso se había enterado por casualidad, no gracias a aquella mujer sino a un chico que se había alejado de la ortodoxia religiosa. No se explicaba por qué se lo había contado precisamente a ella. «Natan me aconsejó que hablara contigo», le aseguró, y ella, aunque no conocía a ningún Natan, no dijo nada, pues sólo pensaba en aprovechar la oportunidad que se le había ofrecido. Todavía no se lo había contado a nadie. Si hoy revelaba el asunto de las pensiones, le darían la posibilidad de investigar otra historia, algo más importante. Si no lo hacía, seguirían pagándose pensiones fraudulentas a los muertos. Nadie podía dudar de la veracidad de sus afirmaciones, pues se había cubierto las espaldas: tenía los nombres completos, los certificados de defunción y la lista de los muertos a los que se hacía pasar por vivos. Y, sin embargo, dudaba de su poder para imponer el caso en los informativos del día, y aún más para conseguir un equipo, un cámara, un iluminador y un técnico de sonido que grabaran al rabino por la noche. En el fondo, sabía que le dirían que no.
– Gracias, guapa -le dijo Aviva, y Natacha salió del despacho y regresó a su rincón al final del pasillo, junto a los baños.
En ese momento oyó la voz de Tsadiq y miró hacia allí. Tsadiq salió del despacho solo y, ya en el pasillo, llamó a los que pasaban por allí:
– Venid, Nahum, Schreiber, Asaf -abrió la puerta del despachito y gritó-: Salid, venid a ver la maravillosa película que hemos hecho para honrar a los judíos orientales, basada en un cuento de Agnón -y todos lo siguieron.
Hefets, que no la había visto, fue también, seguido de Max Levin, el tipo simpático del departamento de atrezo, y Avi, el iluminador. Seguramente estaban allí por el asunto de los robos de los focos. Natacha había oído decir en la sala de redacción que, al mismo tiempo que se investigaba el caso de Tirtsa, se estaban ocupando también del de los focos sustraídos. Schreiber se escabulló un momento y fue al lavabo. A Natacha se le ocurrió una idea.
– Schreiber -le susurró-, ven aquí, ven un momento.
Él se detuvo junto a la puerta del baño de los hombres y la miró sorprendido.
– ¿Que vaya adónde?
Ella le señaló la puerta de los aseos de mujeres.
– Natacha, ¿estás de broma? No puedo entrar en el baño de las mujeres, ¿quieres que me meta en un lío? Me acusarán de acoso sexual -dijo, y se pasó la mano por la cabeza afeitada. Al hacerlo el pequeño anillo de oro que llevaba en el meñique refulgió por un instante.
– Schreiber -le dijo en el tono zalamero que siempre funcionaba con él-, hazme el favor.
Él miró a su alrededor y abrió la puerta del despacho de la directora del departamento de ficción que estaba junto al baño de las mujeres. No había nadie, y Schreiber, como era cámara, podía entrar en cualquier sitio. A él no lo iban a despedir por una cosa así. Fue lo que él trató de explicarle mientras ella miraba a ambos lados con preocupación, antes de decidirse a entrar. Ahora estaban los dos solos allí dentro. Schreiber ladeó la cabeza y la miró atentamente, como si pudiera leer sus pensamientos.
– ¿Qué ocurre, Natacha? -le preguntó con una voz tan llena de candor que a ella casi se le saltan las lágrimas, e inesperadamente se dio cuenta de lo sola que estaba, como aquella vez, cuando le había hecho la misma pregunta y ella se había echado a llorar en sus brazos. Él la había llevado, sin que nadie lo supiera, a aquella doctora de la calle Palmaj que le había resuelto el problema. Además, lo había pagado todo y nunca le había vuelto a mencionar el tema.
– Schreiber -susurró-, tienes que ayudarme con el caso del rabino Aljarizi.
– Pero ¿de qué estás hablando? -le preguntó pacientemente, mientras se tocaba la nuca con nerviosismo. Ella sabía que la sola mención del nombre del rabino bastaba para sacarlo de sus casillas, así que le explicó rápidamente lo que sabía.
– Ven, te pongo la cinta, no la ha visto nadie, sólo Rubin, y le pareció excepcional, pero ahora, con lo de Tirtsa y Beni Meyujas, ya no tiene tiempo para…
Schreiber la miró como si se hubiera vuelto completamente loca.
– Natacha -le dijo con voz ronca, y encendió un cigarrillo sin apartar los ojos de ella-, ten mucho cuidado, ¿sabes lo que te ocurrirá si te oyen hablar de esto? ¿Quieres que me despidan? No es ninguna broma. Si te han dicho: ahora no, es que no. Te lo han advertido: la policía está rondando por aquí y no es el momento para meterse con los ultraortodoxos. ¿No te das cuenta?
Pero ella volvió a explicárselo y consiguió que viera la grabación del rabino Aljarizi vestido de sacerdote griego-ortodoxo. Schreiber dio un largo silbido, se echó a reír y apagó la pantalla. Entonces, aunque de una forma que a ella le pareció menos categórica, repitió:
– No, de ninguna manera. No voy a asumir ese riesgo.
– ¿Qué riesgo? -le dijo-. Todo lo que tenemos que hacer es estar detrás de la puerta cuando se pasen el dinero, verlo y grabarlo. No tienes por qué ir conmigo a Givat Shaul, donde están las escuelas rabínicas de los ultraortodoxos, ni tienes que aportar pruebas al Ministerio del Interior, que se muere por obtenerlas. Yo me encargo de todo. El dossier está preparado para las noticias de esta noche, voy a explicar lo de los nombres falsos, tú sólo tienes que acompañarme al piso de Ramot, con una cámara; ¿dónde ves tanto problema?
– Natacha, para eso hace falta llevar todo un equipo, una unidad móvil, un técnico de sonido, un iluminador y todo…
– Schreiber -lo interrumpió ella-, consigue una unidad móvil, sin equipo, trae… Tú serás todo el equipo… Del asunto de los muertos vivientes ya me ocupo yo…
– No entiendo -dijo Schreiber abriendo la puerta y echando un vistazo fuera-. Ahora caigo…, son dos los asuntos. ¿Estás hablando de dos cosas distintas, verdad?
– Creo que están vinculadas -le contestó-, primero está el asunto de los pensionistas ficticios. Eso lo he hecho sola con una cámara de vídeo…, pero es una nimiedad en comparación con…
– Natacha -le caían gotas de sudor de la calva cuando la interrumpió para advertirle-, no puedes actuar en contra del comité; si alguien se entera de que lo grabaste sola, sin equipo…, sabes que tendrás problemas. Tengo prohibido hacerlo sin técnico de sonido e iluminador, prohibido… Se pondrán todos en huelga. ¿Hefets sabe que lo estás haciendo tú sola?
Ella negó con la cabeza y sonrió asustada.
– ¿En qué estás pensando, entonces? -preguntó Schreiber, y la miró con desconfianza-. ¿Qué le dijiste? ¿Que yo…? ¡Natacha! ¡Me vas a volver loco! -y ahora sí parecía ya realmente furioso.
– No tenía otra opción, Schreiber, no me habrían dejado… Si hubiera dicho que estaba sola… habrían mandado a otro, me habrían dicho que no tengo el monopolio de ningún reportaje.
– Natacha, ¡no tienes autorización!
– Rubin me ha prometido que él lo arreglará con Hefets, que conseguirá una autorización retroactiva -murmuró-, y también que te cubrirá las espaldas si el segundo asunto se pusiera feo. Se ha comprometido después de ver los documentos.
– Explícame qué es exactamente lo que crees que vamos a encontrar allí.
Ella le habló del restaurante, de las reuniones y de los fajos de billetes, de los mapas y de la maleta, mientras él la miraba con los ojos como platos.
– Natacha -le dijo con una voz ahogada-, estás jugando con fuego. No sabes con quién te estás metiendo. No olvides de dónde vengo. Los conozco más que bien, no saldrás indemne, se vengarán, los conozco mejor que nadie, fui uno de ellos -le dijo, mientras se tocaba el pequeño pendiente que llevaba en la oreja izquierda-, te matarán, harán que parezca un accidente, te maldecirán. Si has descubierto algo así, y es cierto, estás acabada.
– Es mi trabajo de periodista, Schreiber, yo me lo tomo en serio -le suplicó.
– A mí no me gusta el periodismo, sino hacer películas, ¿no lo sabías? -dijo irritado-. Lo que yo quiero es filmar Ido y Einam para Beni Meyujas, así que no tengo tiempo para ti -añadió, ahora ya con una sonrisa y dándole un toquecito en la nariz con el dedo.
Ella lo agarró por la camisa, como si estuvieran en una película.
– ¡Schreiber, te lo estoy pidiendo por lo que más quieras!
– Natacha, no puedo -le suplicó Schreiber, y, en ese momento, se oyeron carreras y gritos en el pasillo-. Ha vuelto a pasar algo -y Schreiber se sacó un cigarrillo de un bolsillito de su chaleco de safari y se frotó la barbilla. Su pequeña boca se contrajo y casi le desapareció de la cara, al oír el enorme jaleo que había fuera-. Dios sabe qué habrá pasado ahora, a lo mejor ha habido un atentado. No puedo dejarlo todo y quedarme aquí hablando contigo, entiéndelo, Natacha.
– Schreiber -le dijo, y, sin pensarlo, se quitó la bufanda roja y el abrigo negro, después el jersey y finalmente hasta la camiseta negra, se puso delante de la puerta, obstruyéndole el paso, con los pequeños pezones muy erguidos-, venga, Schreiber… ¿quieres follar?
Él la miró horrorizado y, por un momento, Natacha creyó que la abofetearía, pero después apareció un brillo familiar en su ojo derecho, el que bizqueaba un poco, y un temblor recorrió sus finos labios, empezó a sonreír y soltó una risa ahogada. Si no lo conociera, se habría sentido ofendida.
– ¿Qué estás haciendo, Natacha? -y tosió mientras le formulaba la pregunta-. Vístete ahora mismo, ponte el jersey, ¿qué te pasa?… O sea, ¿que estás dispuesta a cualquier cosa para…? -las voces que provenían del pasillo se hicieron más fuertes-. Está pasando algo -le dijo, mientras le metía el jersey por la cabeza y hasta le introducía la mano por la manga, como si fuera una niña pequeña-, Natacha, salgamos de aquí.
– Antes prométeme que me vas a ayudar -le suplicó ella.
Schreiber levantó la vista hacia el techo.
– Si no estuvieras así… tan… nadie… en el mundo… -y meneó la cabeza en señal de reproche-. Si no te conociera y no supiera que lo vas a hacer de todas formas, te diría que fueras a hablar con Hefets, pero no vas a ir, ¿verdad?
– No tengo nada que hablar con él -respondió irritada-, pero si vienes conmigo… Mira, te pagaré.
– ¿Cómo que me pagarás, con dinero? -dijo Schreiber y se rió más alto, movió la cabeza de un lado a otro, se limpió la boca con la manga de la camisa de franela a cuadros, se tiró de los bordes del chaleco y a continuación cerró la cremallera de uno de los bolsillos-. ¿Cómo me vas a pagar? ¿Me darás tus ahorros? ¿Te vas a poner a limpiar casas? ¿O acaso vas a hacer la calle? Vale, de acuerdo, pronto tendrás una respuesta, ¿te parece bien?
Pero ella no dejaba de insistir, sujetándolo por el brazo:
– ¿Cuándo? ¿Cuándo me vas a dar una respuesta? ¿Cuando sea demasiado tarde?
Schreiber le retiró la mano de su brazo.
– ¿Qué hora es? Las once y cuarto. A las dos te daré una respuesta, ¿vale? -y sujetó con fuerza la mano de Natacha al tiempo que se la acariciaba- Pero no hagas nada antes, no te marches, no hables con nadie, nada. ¿Me has oído?
Natacha asintió y lo siguió mientras él, después de guardarse el cigarro en el bolsillo del chaleco, abría la puerta y echaba un vistazo al pasillo.
– Sal -le dijo-, primero tú y luego yo, para que no nos vean salir juntos de aquí y piensen que… No me encuentro con ánimos para pelearme con Hefets por su chica.
– Yo no soy su chica -le susurró irritada, y salió al pasillo, donde se dio de bruces con Hefets. Estaba muy serio, y Natacha no consiguió verle los ojos tras las gafas de sol.
– Te llevo buscando toda la mañana, ¿dónde andabas? -y sin esperar respuesta añadió-: ¿Sabes lo de Mati Cohen?
Natacha negó con la cabeza.
– Mati Cohen ha muerto -se quitó las gafas y se frotó con la mano el ojo derecho, que estaba completamente enrojecido. A ella ahora le importaba un comino que volviera a tener conjuntivitis, ojalá se le pasara también al otro ojo-. Ha sido hace media hora, así, sin más. ¿Qué me dices a eso?
¿Qué podía ella decirle? Casi se encoge de hombros, porque, en realidad, apenas había conocido a Mati Cohen. Ella no era nadie, y él uno de los capitostes de la empresa. A pesar de eso, forzó una expresión de máxima seriedad mientras Hefets seguía diciendo:
– Uno se despierta sano por la mañana… Bueno, puede que no completamente sano, pero digamos que sólo con un poco de sobrepeso, pero nada más, y en unas horas, se acabó todo.
Natacha asintió con la cabeza.
– ¿De qué ha muerto?
– De un ataque al corazón en la comisaría de Migrash Ha-Rusim, durante un interrogatorio sobre Tirtsa. Anoche no durmió y esta mañana lo del interrogatorio… Demasiados esfuerzos y tensiones, según los doctores… -y mirando hacia las escaleras observó a dos personas que subían por ellas y añadió torciendo el gesto-: Ahí vuelven.
– ¿Quiénes? -preguntó Natacha con voz sofocada.
– ¿No los has visto? Los policías. Los dos que estaban aquí antes, han vuelto.
Todo lo que se le ocurrió pensar a Natacha en aquel momento era que ya no tenía ninguna oportunidad. ¿Quién iba a escucharla ahora? Ni siquiera estaba segura de que la fueran a dejar presentar en las noticias el asunto de los estudiantes de las escuelas rabínicas. Miró a los dos hombres y se dio cuenta de que eran los mismos que habían estado en la sala de redacción por la mañana. El más alto, de ojos y cejas oscuros, le hizo a Hefets una señal con la cabeza y a Natacha le pareció que la miraba de un modo especial, de una forma que a ella le inspiró el deseo de ser buena, muy buena. De parecer buena. El otro hombre habló con Aviva y todos salieron del despacho de Tsadiq. Rubin estaba explicándole algo a Hagar y, cuando Natacha volvió a tocarle el brazo, repitió: «Ahora no, Natacha, un poco más tarde».
– ¿Una reunión fija? ¿Todas las semanas y el mismo día, en tu despacho? -preguntó Michael.
– Siempre que me encuentre aquí, en Israel, sí -le confirmó Tsadiq.
– ¿Y siempre tomáis café? -le preguntó Michael.
– Cada uno lo que quiera -respondió Tsadiq-, aquí está el hervidor del agua, hay infusiones de hierbas, té, descafeinado, café soluble y café turco, azúcar, edulcorante y leche, vasos desechables, para quienes los soporten, yo los detesto, también tenemos tazas… ya ves. Antes teníamos hasta café de filtro y chocolate pero había que restringir un poco.
– ¿Y Mati Cohen tomaba café? ¿Siempre?
– Café turco con dos sacarinas y media cucharadita de azúcar, sin leche. Se solía tomar dos. Pero ¿qué es lo que te pasa con el café de Mati? No lo entiendo, ¿no estarás pensando que…?
– ¿Y todos estaban al tanto de lo que tomaban los demás? -le preguntó Michael a su vez, haciendo caso omiso del tono de reproche que había notado en la pregunta de Tsadiq.
– Más o menos -dijo Tsadiq-, hay gente que se acuerda y otra que no. Yo siempre he sabido muy bien lo que toma cada uno y cómo le gusta, Hefets también, y creo que Amsalem, el de la cafetería, porque antes tenía un café propio, así que es natural que… En cuanto a los demás… no sé qué decirte, nunca me he parado a pensarlo.
– ¿Y por lo general cada uno se preparaba lo suyo?
Tsadiq miró a Michael con verdadero asombro.
– Pero ¿a qué vienen todas estas preguntas? ¿Qué crees, que el café estaba podrido o envenenado? Te lo repito: ese hombre era una bomba de relojería, un muerto ambulante, con ese sobrepeso y tanto café…
– Entonces ¿cómo funcionaba la cosa normalmente? -insistió Michael-. ¿Era uno solo el que preparaba el café de todos?
– Unas veces sí y otras no. A veces también había burekas y galletas -dijo Tsadiq de mala gana-, a veces uno preguntaba a todos qué quería cada uno y otras nos apañábamos solos; pero hazme el favor… ¿Quién se fija, normalmente, en esas cosas?
– Sé muy bien que uno no suele fijarse, tienes toda la razón, cuando todo es normal nadie se fija, pero te pido que ahora hagas un esfuerzo por recordarlo.
– ¿Recordar el qué? ¿Quién preparó el café de Mati Cohen? ¿Es eso lo que tengo que recordar?
Michael asintió con la cabeza.
– Yo se lo preparé, ¿estás contento? No me mires así, te lo repito: yo mismo le preparé el café. En persona. ¿Pasa algo?
– ¿Le preparaste el café y después se lo serviste? -preguntó Michael.
– Exactamente tal y como te lo digo -respondió-. ¿Crees que porque sea el jefazo no voy a poder hacerles un café a mis amigos? A mí el cargo no se me ha subido a la cabeza. No se me ha olvidado quién soy.
– ¿Y se lo preparaste tú con tus propias manos? -repitió Michael.
– ¡Ya te lo he dicho! -dijo Tsadiq, furioso-. Se lo dejé encima de la mesa. ¿Algún problema?
– Pues que ese café va a haber que analizarlo -advirtió Michael-; es el procedimiento habitual, igual que la autopsia.
– Pero ¿esto qué es? ¿Qué está pasando aquí? -quiso saber Tsadiq-. ¿Qué autopsia? ¿Quién la ha pedido?
– Pues de eso se trata -dijo Michael y carraspeó-, que hemos estado hablando con la mujer de Mati Cohen… en principio parece un ataque al corazón, pero su médico lo examinó hace dos o tres semanas y todo estaba bien. Y su mujer dice que durante los últimos días se encontraba perfectamente, que hasta había empezado un régimen, así que ha sido algo totalmente inesperado.
Tsadiq permaneció un momento en silencio, para decir finalmente:
– No hay por qué hacerle una autopsia, te lo digo, seguro que ha sido un ataque al corazón, me apuesto el sueldo de un mes a que ha sido eso.
– Es posible -dijo Michael-, naturalmente que puede haber sido eso, y hasta parece lo más lógico, pero por si acaso…
De repente la puerta se abrió y apareció Aviva, que miró en dirección a Tsadiq.
– Discúlpenme -dijo dirigiéndole a Michael una media sonrisa un tanto recelosa-, no quería interrumpirlos, pero Benizri está aquí, y tú me has pedido que lo hiciera pasar en cuanto llegara. Estoy agotada, Tsadiq. Agotada. Todos están aquí… Benizri lleva un cuarto de hora esperando, y hay alguien al teléfono que… no quiere identificarse pero dice…
– Pero ¿no ves que estoy ocupado? Ahora no puedo… Aviva, arréglatelas, hazme el favor.
– Pero ¿qué le digo? -preguntó Aviva- Está esperando al teléfono, y Benizri también.
– Estamos a punto de acabar, dile a Benizri que espere, y al del teléfono también. ¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué asunto llama…? -y dirigiéndose ahora a Michael y a Eli Bahar añadió-: Ya está, os he dicho todo lo que sabía, utilizadlo como queráis… Si mandáis hacer una autopsia y… Da igual, porque de todas formas después iré a verla.
– ¿A quién vas a ir a ver? -preguntó Aviva, que seguía en el umbral de la puerta-. ¿Y qué pasa con…?
– A Malka, voy a ver a Malka, la mujer de Mati Cohen. ¿Es raro que quiera hacerle una visita? -dijo Tsadiq, mientras se apoyaba en su mesa y empujaba la silla hacia atrás.
Dani Benizri se había acercado a la puerta del despacho y Tsadiq lo llamó:
– Ven, Dani, ¿sabes lo de Mati Cohen? ¿Te has enterado de lo que ha pasado?
Benizri asintió con la cabeza, con una expresión muy seria, y dijo:
– Me he enterado y es realmente espantoso.
– No sé cómo vamos a poder soportar todo esto -suspiró Tsadiq-, pero tú has hecho un trabajo maravilloso, te felicito; ven aquí que te dé un abrazo. ¿Lo habéis visto? -les preguntó a Michael y a Eli Bahar, que ya se habían levantado de sus asientos y estaban camino de la puerta-, ¿habéis visto cómo ha conseguido hacerse con la situación? Y aun así nos hacen reproches, cuando si no llega a ser por nosotros…
– Lo de Mati Cohen… ¿ha sido el corazón? -preguntó Benizri, y Tsadiq asintió extendiendo los brazos.
– No sé qué decir -se disculpó Benizri.
– Es que no hay nada que decir -dijo Tsadiq muy serio, y echando la cabeza hacia atrás y poniendo los ojos en blanco añadió muy filosófico-: ¿Qué vas a poder decir? Son los días del hombre como el heno… lo roza el viento y ya no existe. Eso es todo cuanto se puede decir, y hazme el favor de dejar de fumar. ¿Cómo ha terminado todo aquello? ¿Los han detenido?
– A la ministra la han llevado al hospital Hadassah de Ein Kerem, y a Shimshi y a los demás los han detenido.
– Bueno, eso era previsible -dijo Tsadiq-. Ven, toma un puro -y sacó una caja grande de puros. Dani Benizri cogió uno y lo examinó con desconfianza-. No le tengas miedo, que no muerde, al menos huélelo -le dijo, y Benizri se colocó el puro entre los labios y lo encendió con una cerilla-. ¿Quieres uno? -le preguntó a Michael, que estaba al lado de la puerta, esperando que Tsadiq la abriera.
– No, gracias -contestó Michael-, a cada uno su veneno.
Tsadiq hizo una mueca y sujetó el picaporte, esperando a que salieran.
– ¿Te llamo sobre las dos? -le preguntó Michael, y Tsadiq asintió con la cabeza y cerró la puerta. Una vez fuera, Michael oyó a Tsadiq murmurar: «Mira que morirse así, de repente… Es incomprensible».
Junto a la puerta del despachito, en el despacho de la secretaria, Arieh Rubin intercambiaba susurros con Natacha. Eli Bahar se los quedó mirando mientras Michael cogía un paquete del escritorio de Aviva.
– Menos mal que han dejado aquí los vasos. Siempre se enfadan porque nadie viene a recogerlos y ahora… Qué suerte que se hayan quedado aquí… No hay mal que por bien no venga -suspiró Aviva-. He metido el vaso en un sobre marrón y después en una bolsa de plástico, sin tocarlo, primero en el sobre marrón y después en la bolsa, como en el cine, ni lo he tocado. ¿He hecho bien? -y pestañeó al mirarlo.
– Muy bien -le aseguró Michael.
– Pero no entiendo para qué lo necesita -dijo Aviva, y movió la cabeza agitando ligeramente sus rizos-. Y querría saber también si te hace falta alguna otra cosa. Tsadiq me ha dicho que os diera todo lo que… Números de teléfono, direcciones -su voz era suave y seductora y Eli Bahar percibió la curiosidad que se dibujaba en el rostro de Arieh Rubin, cuya mirada pasaba de Aviva a Michael Ohayon como si asistiera a un espectáculo que lo tuviera fascinado.
– Teniente coronel Ohayon -dijo Rubin-, no he tenido aún la ocasión de decirle que soy un viejo admirador suyo. Pregúnteselo a ella -y señaló a Aviva con la cabeza-, se lo he dicho muchas veces -y ella asintió enérgicamente.
– ¿Ah, sí? -le dijo Michael un poco incómodo-, no sabía que nosotros… creía que…
– ¿Por qué se sorprende? -le preguntó Rubin-. Yo estaba en un grupo del Najal cuando lo del kibbutz M. -y evocó el asesinato que había tenido lugar en aquel kibbutz, aunque añadió que desde entonces ya había llovido mucho-. Hoy se puede decir que el kibbutz es una reliquia, pero en aquel momento… Fue el primer asesinato que investigó la policía en un kibbutz, la primera vez que la policía entró en uno, de hecho. Otro día le contaré dos o tres casos más, que ni siquiera llegaron a oídos de la policía y que se resolvieron en el propio kibbutz. Natacha, ven, te presento al teniente coronel Michael Ohayon, seguramente lo volverás a ver.
Michael estrechó su mano huesuda y seca y le presentó a su vez a Eli Bahar.
– ¿Podemos pasar? -le preguntó Rubin a Aviva-. Estoy seguro de que a Benizri no le molestará que estemos ahí, y así todos ganaremos tiempo, ¿no? ¿Qué opinas, Aviva? Habíamos quedado a las diez y entre tanto… la gente va cayendo como moscas…
La secretaria se encogió de hombros.
– No sé por qué tanta prisa, Rubin -dijo, y miró con frialdad a Natacha-, la gente muriéndose y vosotros a lo vuestro, pero puedes intentarlo.
Rubin agarró el picaporte, pero Tsadiq se le adelantó y abrió la puerta desde dentro. Estaba ahí de pie, con una mano sobre el hombro del reportero de temas laborales y sindicales, y sus mejillas, normalmente sonrosadas, habían palidecido por completo.
– Rubin -dijo con un tono muy serio-, tenemos otro funeral, ¿estás enterado? -y Rubin asintió con la cabeza-. Una desgracia, esto es una verdadera desgracia -prosiguió Tsadiq, y se secó el sudor de la frente-. Pero mira, ¿qué opinas de nuestro querido Benizri? -le preguntó ahora, intentando darle un tono solemne a la pregunta-, en medio de tanta desgracia, un respiro… ¿Qué tienes que decirle?
– Que lo felicito -dijo Rubin distraído-. Pero tendremos que seguir pendientes del caso -propuso-, porque lo difícil no es cubrir el expediente en el momento de la crisis, sino ver qué pasa con ellos después; pero bravo por la valentía…
– Valentía no -dijo Benizri en un alarde de modestia-, es parte del trabajo, tú me lo enseñaste… Y sobre lo de hacer un seguimiento, justo ahora vengo de la comisaría de Migrash Ha-Rusim, porque sus esposas, la de Shimshi y las de los otros, ya han llegado, y hay un jaleo increíble… Les prometí que le pediría a la ministra que retirara la denuncia, porque, si no, acabarán en los tribunales.
– No pierdas el tiempo con eso -le dijo Rubin-, de los tribunales no hay quien los libre y eso no está en manos de la ministra. Se trata de un secuestro y una amenaza de asesinato, ya habrá llegado a la fiscalía, no tienes por qué…
– Lo prometido es deuda -dijo Benizri.
– ¿En qué hospital está la ministra? ¿En Hadassah? Allí está también Malka, la mujer de Mati Cohen; te acompaño -dijo Tsadiq-. Pero espérame un momento, que acabe con… -y el teléfono de Aviva empezó a sonar justo cuando Tsadiq invitaba a Rubin y a Natacha a que entraran en su despacho.
– ¿Qué? ¿Quién? -le oyeron preguntar-. Casi no lo oigo, ¿cómo dice que se llama?
Escuchó un momento en silencio mientras su rostro iba adoptando una expresión de horror.
– Tsadiq, Tsadiq, espera un momento, es…
– No me interrumpas ahora, Aviva -dijo Tsadiq poniendo la mano en el picaporte-, apáñatelas sola, aprende a tomar decisiones, asume responsabilidades por una vez en la vida, ¿sí?
Y sin ni siquiera mirarla entró y cerró la puerta tras de sí. Aviva observó el teléfono y después dijo por el auricular: «Hola… ¿hola?», pero ya habían colgado. Se sentó y miró a su alrededor.
– Todavía no he comido nada hoy, no he probado bocado -dijo mirando hacia el espacio vacío del despachito, y sacando lentamente una fiambrera de su enorme bolso de plástico, la puso encima de la mesa, la abrió y echó un vistazo dentro como si no supiera lo que contenía. Después suspiró y sacó una tira de zanahoria, después otra, y dos tallos de apio, los observó con tristeza y, mirando al vacío, se puso a masticar lentamente.