171456.fb2 Asesinato En El Kibbutz - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Nahari no levantó la voz. Pronunció claramente cada palabra, poniendo énfasis en el final de las frases:

– Aquí trabajamos en equipo -repitió varias veces desde detrás de su mesa. Y en el mismo tono frío y autoritario, aunque con mayor calma, añadió-: Tú ni siquiera das a los demás la oportunidad de discutir si tu manera de proceder es correcta, actúas solo como… como una especie de gato. Esto no es el subdistrito de Jerusalén, ¿sabes?; aquí tenemos gente inteligente, creativa. Y la dinámica, como suele decirse, es diferente.

Michael lo miraba en silencio.

– No logro comprender por qué pensaste que tenías que obrar a espaldas de los forenses y sabotear su trabajo de tal manera. Podríamos habernos coordinado con ellos de antemano… -su voz se fue apagando gradualmente-. ¿No tienes nada que decir? -tras unos segundos de silencio, estalló-: ¿No quieres alegar nada por haber interferido en el curso de la investigación? ¿Por haber mencionado el paratión antes de tiempo?

– Ya he expuesto mi punto de vista, para ser exactos, durante un cuarto de hora -le recordó Michael-, y ya hemos convenido en que no había precedentes para la situación en la que me encontré. No tenía otra manera de romper el hielo. Necesitaba aplicarles un tratamiento de choque.

– Pero ¿qué sentido tiene ahora pasarlos por el detector de mentiras, si ya has puesto las cartas sobre la mesa? ¿Es que no has oído hablar de la confidencialidad de las investigaciones en curso?

Michael oyó crujir el picaporte y volvió la cabeza hacia la puerta.

– Ya han llegado -dijo Nahari sin entusiasmo-. Podemos empezar. El daño está hecho, y, al final, serás tú quien sufra las consecuencias -y desvió su atención hacia las personas que entraban en la sala.

Sarit, la coordinadora del Equipo Especial de Investigación, tomó asiento frente a Nahari, y Majluf Levy se sentó en el extremo opuesto de la mesa rectangular de la gran sala de reuniones de las dependencias policiales de Pétaj Tikvá. Benny, un miembro de la sección de Michael incorporado al EEI esa misma mañana y que, según dijo, aún no había tenido tiempo de «revisar la documentación a fondo», se sentó junto a Michael. Michael y Avigail flanqueaban a Nahari, uno frente a otro. Pese al bochorno que hacía en el exterior, Avigail vestía su habitual camisa de manga larga y corte masculino, con los puños bien ceñidos a las muñecas. Estaban examinando las fotografías que Sarit les iba pasando y, de tanto en tanto, uno u otro alzaba la vista.

– ¿Así que no habéis visto nada interesante en el entierro? -inquirió Nahari, mirando a Avigail y luego a Michael.

Michael comentó que las sombras aún habían de tomar cuerpo y concluyó:

– Ya sabes cómo es esto, pasará algún tiempo antes de que las cosas vayan encajando en su sitio y podamos relacionarlas con lo que hemos visto en el entierro. Hay muchísimos implicados, demasiados hilos que unir.

– Pero sí se notaba quiénes estaban más afectados -comentó Sarit.

Michael miró a Avigail. Todavía estaba aprendiendo a interpretar sus expresiones. La comisura derecha de sus labios se torció hacia abajo mientras Sarit hacía ese comentario. Michael adivinó lo que pensaba. Pero Avigail no expresó su opinión. Ni siquiera un comentario delicado sobre las distintas maneras de expresar el dolor. Avigail apenas hablaba en las reuniones.

– Una mujer se puso a parlotear y la hicieron callar -recordó Levy.

– Sí -dijo Michael-, por lo visto ha adoptado esa costumbre en los últimos tiempos. Moish me contó que también se había puesto a hablar en el entierro de su padre. Aquí la tenemos -dijo señalando en una foto a una mujer bajita que estaba junto a la sepultura con la boca abierta-. Se llama Fania y es la encargada del taller de costura, o lo era.

Nahari cogió la fotografía de manos de Michael, la observó y la dejó fuera de la carpeta.

– Entonces -dijo al cabo-, ¿qué novedades hay?

– Lo principal es que una serie de hechos parece tener una explicación racional -repuso Michael-, creo que Avigail debería explicarnos personalmente lo que descubrió anoche.

Todos se volvieron hacia Avigail, que se agarró el codo y se enjugó la frente. Michael la contempló con curiosidad, pensando que seguía siendo un libro cerrado para él. El día en que se había incorporado a su nuevo puesto y habían celebrado un pequeño festejo en la sala de reuniones para presentarle a los miembros de la sección que iba a dirigir, Nahari le había dicho mientras le tendía a Avigail un vino servido en un vasito de plástico:

– Mucho cuidado con ella, aguas mansas.

Y Avigail había entornado los ojos, esbozando una sonrisita sarcástica.

– Es algo relacionado con la auxiliar de enfermería -adelantó Michael.

Avigail se retiró el flequillo de la frente, se mordió el labio superior y dijo en voz baja y titubeante, escogiendo las palabras con cuidado:

– Resulta que sí salió de la enfermería, debió de estar fuera unos veinte minutos.

– ¿Cuándo? -preguntó Nahari poniéndose rígido.

– A la hora de comer, sobre la una y media. Salvo eso, todo ocurrió tal como nos lo había contado.

– ¿Puedes explicarlo con mayor detalle? -solicitó Benny.

– Lo importante es eso -replicó Avigail, sujetándose el codo derecho con la otra mano-. Os he dicho lo que es relevante.

Michael dejó el cigarrillo en el cenicero de cristal y dijo con una suavidad que ni él mismo sabía de dónde procedía:

– No es necesario que escuchemos la cinta, pero tenemos una transcripción del interrogatorio aquí mismo, en la página cuatro; del interrogatorio que le ha hecho Avigail a Simjá Malul y de su declaración firmada. Aquí están todos los detalles pero, en todo caso, podrías ampliárnoslos un poco, contarnos qué paso, explicarnos esas cosas que no quedan reflejadas por escrito.

Avigail enroscó sus finos dedos en torno al vaso de plástico vacío.

– ¿Qué puedo contar? -dijo reticente-. Está todo escrito. Vive en Kiriat Malaji y lleva algún tiempo trabajando en la enfermería del kibbutz. Están contentos con ella. Se dedica principalmente a cuidar ancianos, porque en la enfermería siempre hay al menos un paciente geriátrico, por lo visto tienen un problema con la gente de edad -tragó saliva-. Pero eso no hace al caso, la cuestión es que hablé con ella, hicimos buenas migas, y lo que descubrí fue que después de que le pusieran la inyección a Osnat, sobre la una y media, Simjá Malul fue a consultar una cosa a la secretaría del kibbutz; no sabía que Osnat era la secretaria de asuntos internos -explicó, y Michael se dio cuenta de que, por encima de todo, Avigail pretendía proteger a Simjá Malul de alguna oscura amenaza.

– ¿Para qué fue a la secretaría? -preguntó-. Y, ya que estamos en ello, ¿por qué no has mencionado el motivo en tu informe?

– Para arreglar un asunto -repuso Avigail con un aire distraído que no engañó a Michael.

– ¿Para arreglar qué? -insistió, sintiendo una impaciencia creciente; ahora se reprochaba no haber hablado con Avigail antes de la reunión.

Avigail callaba revolviéndose inquieta en su asiento.

– ¿Para arreglar qué? -repitió Nahari como un eco-. ¿Qué asunto la llevó a la secretaría?

Fijó los ojos en Avigail, que se mordió los labios y después descargó como una metralleta:

– Tiene seis hijos y el menor le está dando problemas. Quería solicitar que lo admitieran en el kibbutz.

– ¿Qué problemas? -preguntó Michael-. No puedes expurgar los hechos. Tenemos que formarnos una idea de conjunto antes de decidir qué es importante y qué no lo es, qué es relevante o irrelevante para el caso.

Mientras hablaba, Michael notó que Nahari miraba a Avigail con desconfianza, hasta que al fin estalló impaciente:

– Vamos, suéltalo ya, ¿qué es lo que te preocupa? ¿A quién estás tratando de proteger?

Avigail no perdió la calma. Se cruzó de brazos, cubriéndose los codos con ambas manos, y empezó a hablar en tono inexpresivo:

– Ya que insistís, os voy a contar toda la historia, la historia que tanto me costó sonsacarle y que le prometí no contar a nadie.

– Eso ya lo hemos oído otras veces; hacer promesas no nos cuesta nada -dijo Nahari, y sacó un puro largo y grueso del cajón de su mesa y empezó a quitarle la funda de celofán sin apartar la vista de Avigail.

– Su hijo menor tiene doce años y, por lo visto, ha empezado a jugar con las drogas, por eso Simjá Malul quiere alejarlo del barrio -Avigail continuó con la mirada fija en la pared-: ¿Qué tiene de raro? Tendríais que ver su casa, atestada de gente, y a ese marido suyo que se pasa el día holgazaneando, y cómo ella lo mantiene todo limpio y ordenado… Es una mujer muy sencilla, pero llena de fuerza. La dignidad es lo único a lo que puede agarrarse.

Nahari suspiró.

– Lo que estás diciendo -intervino Michael- es que abandonó un rato la enfermería para ir a secretaría, ¿no es eso? -Avigail asintió con la cabeza-. ¿Y no sabe cuánto tiempo estuvo fuera exactamente?

– Me dio a entender que unos veinte minutos, o un cuarto de hora. Se quedó esperando un momento en la secretaría. Está en la otra punta del kibbutz, según dice. Probablemente tú lo sabrás mejor, yo no he estado allí. Y dice que fue corriendo, pero no creo yo que corra muy deprisa, ya no es ninguna niña.

– ¡Menuda historia! -comentó Benny, acariciándose la calva-. ¡Menuda historia! Media hora sería tiempo de sobra.

– ¿Es posible que ella encontrara el paratión? -preguntó Nahari.

– No, se lo pregunté -dijo Avigail con aplomo-; se lo pregunté varias veces. Lo que sí me dijo es que había dejado un plato de compota en la enfermería y que no lo encontró a su regreso. Conseguí sonsacárselo después de muchas horas de conversación.

– ¿Compota? ¿Formaba parte del menú del día? -preguntó Nahari poniéndose muy tieso-. ¿O se la llevó alguien?

– También se lo pregunté -le aseguró Avigail-; no lo sabía. Pero me dijo que, por lo general, los ancianos y demás pacientes suelen tomar comida especial, la misma que sirven en el comedor a quienes están a régimen -se enderezó-. ¿Qué más da? ¿Ha habido otros casos de envenenamiento en el kibbutz?

– No, que nosotros sepamos -repuso Michael-, pero habrá que verificarlo.

– Si los hubiera habido lo sabríais -afirmó Avigail-. Creo que podemos descartar esa posibilidad. Más bien podría haber sido algo que le pusieron a ese plato de compota en concreto.

– ¿Qué más? -preguntó Michael, y amplió la pregunta cuando Avigail lo miró interrogante-: ¿Qué más diferencias advirtió a su regreso?

– Ah, las puertas estaban cerradas. Pero eso está en el informe.

– ¿Qué puertas? -inquirió Nahari.

Las puertas plegables entre las habitaciones contiguas -explicó Avigail-. No me hago una idea precisa, porque no conozco el lugar.

Michael hojeó la documentación y masculló que faltaba un plano del kibbutz. Luego sacó la servilleta de papel de debajo del sándwich que aún no había tenido oportunidad de probar y, con el lápiz amarillo que Nahari tenía delante, dibujó un plano aproximado de la enfermería.

– Y Simjá Malul me juró por la vida de sus hijos que ella no las había cerrado.

– ¿Dónde había ido a parar el plato de compota? -preguntó Benny.

– No lo encontró -repuso Avigail con un encogimiento de hombros-, pero tampoco lo buscó, porque estaba ocupada con Osnat, que empezó a vomitar en cuanto ella llegó. Pero eso ya lo sabemos -tras un breve silencio, añadió-: Y tuvo que ponerse a limpiar.

– ¿Y no vio a nadie saliendo de la enfermería? -preguntó Nahari.

– Un respeto, por favor, ¿crees que no os habría dicho algo así?

– Hay otras cosas que no nos has dicho -señaló Nahari dando vueltas entre los dedos al grueso puro.

Sarit exhaló un largo suspiro que le salió de muy dentro y dijo:

– Así que todo estaba limpio, sin restos de paratión ni de compota, y además no vio a nadie.

– Maravilloso -dijo Nahari, y miró a Michael de una manera que le hizo preguntarse de nuevo si todo aquello no sería una trampa.

Al entregarle la documentación en la reunión de jefes de sección de Grandes Delitos, Nahari le había dicho: «Ahora que Uri está en el extranjero, y todos los demás jefes de sección tienen otros casos entre manos, creo que tú eres el hombre adecuado». Y Michael no pudo menos de sospechar que aquello era una maniobra para ponerlo en apuros. «Estarán esperando que metas la pata», le había advertido Shorer. La UNIGD, Unidad Nacional para la Investigación de Grandes Delitos, la «joya de la corona», como la había llamado su antiguo jefe al presentarle las alternativas de ascenso a su disposición, era «harina de otro costal», según él mismo se había dicho al tratar de explicarse lo ajeno que se sentía a su nuevo entorno.

No había ni rastro de las tensiones declaradas ni de los sentimientos encontrados que lo embargaban siempre que abordaba un caso nuevo en el Departamento de Investigación Criminal. Allí, cada nuevo caso entrañaba una amenaza y un reto, pero ahora se sentía en tierra extranjera. Los modales exhibidos por Nahari poco tenían que ver con los estallidos del jefe de la subdivisión de Jerusalén, Ariyeh Levy. Aquí no había tensiones en la superficie y resultaba imposible desechar los conflictos subterráneos entre unos y otros haciendo una mueca y diciendo algo así como «es que hoy nuestro amigo está con la regla». Tampoco había aquí nada parecido a la confianza que lo había unido a Eli y Tzilla. Si alguien le hubiera dicho que llegaría un día en que añoraría las desapariciones y demás irregularidades de Danny Balilty, su panza abultada y su desaliño, nunca lo habría creído. Pero la eficacia de su nuevo lugar de trabajo, la terminal de información confidencial, e incluso la pequeña sección encargada de investigar los crímenes nazis, le hacían sentirse incómodo, como si estuvieran poniéndolo a prueba.

Se tomaba como una afrenta la misma necesidad de demostrar su valía, necesidad que, a su vez, le hacía medir todas sus palabras. Una vez terminado el trabajo, no pasaba más tiempo con la docena de personas que tenía a sus órdenes, y por las noches echaba en falta las largas sesiones en el restaurante de Meir, el cafetín donde dejaba pasar las horas sin prisa sentado en un taburete frente a Emanuel Shorer, a espaldas de Ariyeh Levy, quien nunca disimulaba su disgusto por la relación especial que mantenían.

Aquí nadie se enfadaba con él, pero tampoco nadie le demostraba un falso respeto. «Cola de león o cabeza de ratón», le había dicho Shorer riéndose cuando, después de una de sus primeras jornadas laborales en su nuevo cargo, Michael fue a verlo y, sin palabras, pidió consuelo al hombre que le había echado encima aquella carga.

– Ya te acostumbrarás -le había dicho Shorer-; no vayas a empezar a perder el ánimo. Cuento con que algún día seas comisario jefe, el primer comisario jefe licenciado en letras. Es una suerte que no seas asquenazí. Si lo fueras, habría sido imposible que ascendieras así, al menos en investigación. Ya va siendo hora de que te des cuenta de que tus responsabilidades son tuyas y nadie te las puede quitar de encima. Y aunque Nahari pueda ser un chinchorrero de mucho cuidado, al menos tendrás gente con quien hablar. Son profesionales, gente con clase.

Como siempre, Shorer había formulado con ruda franqueza lo que Michael sólo le había comunicado sin palabras: el miedo a estar «fuera de su elemento», el malestar que sentía al despertarse por las mañanas, aquella aguda ansiedad, indefinible, imprecisa, la misma que le provocaba el insomnio característico de las etapas en que trabajaba en casos particularmente difíciles.

– ¿Cuál es tu quinta columna? Supongo que Nahari tendrá secretaria -le había dicho Shorer, y Michael se había echado a reír. Pero la risa se apagó en cuanto arrancó a hablar, con una vehemencia que a él mismo le sorprendió.

– Todo ese lugar apesta a Tel Aviv, es un terreno completamente distinto. No los entiendo, están hechos de otra pasta. Nahari tiene secretaria, claro, pero la chica siempre parece recién salida de la peluquería, con el pelo de punta. Yuval me dice que ahora hay una especie de gel que se echa en el pelo y que es la última moda. Al verla nadie pensaría que trabaja en la policía. En cualquier otro sitio… en el teatro, en un café…, pero no en la policía. No soporto tanta sofisticación, me saca de quicio. Yo qué sé -dijo suspirando-, está a leguas de distancia de la Gila de Ariyeh Levy, sentadita con su bocata y pintándose las uñas; es algo totalmente distinto.

– Deja de decir tonterías -lo amonestó Shorer-. No estoy preocupado por ti. Ya te acostumbrarás. En cualquier caso, no es eso lo que de verdad me preocupa.

Michael no le había preguntado qué quería decir. Las cosas que preocupaban a Shorer eran las cosas de las que no hablaban. Como el hecho de que a los cuarenta y cuatro Michael siguiera solo. Catorce años habían pasado ya desde su divorcio, durante siete de los cuales su relación clandestina con Maya había colmado sus anhelos románticos. Nunca le había hablado de ella a Shorer, aunque el viejo lince sospechaba que Michael estaba liado con una mujer casada y en una ocasión se lo llegó a preguntar, sin que Michael le respondiera. Desde la ruptura con Maya, no había habido nadie más en su vida. En cierta ocasión Shorer le había dicho con mirada crítica:

– Todo hombre necesita una esposa. ¿Quién te has creído que eres, Sherlock Holmes? Ni siquiera tienes violín. Ya sé que se supone que los detectives no se enamoran, pero no es necesario que seas tan perfeccionista. Hace meses que no te veo con una chica -y Michael había sonreído azarado.

Por primera vez en su vida, el único sentimiento que despertaba en él un nuevo caso era el anhelo de resolverlo. Él mismo se extrañaba de la desbordante energía que le inundó desde el momento en que Nahari le habló por primera vez de la muerte de Osnat Harel, aunque sabía que no era más que el lado frívolo de su sentimiento de alienación, de aquella falta de melancolía, de abatimiento y de todo lo que no fuera la voluntad de demostrar algo. Ese algo indefinido que había de demostrar para poner a cada cual en su sitio generaba en él una inquietud que no sabía expresar con palabras. Tenía la vaga sensación de que ganarse el respeto era lo que estaba en juego, como en los inicios de su carrera. Pero, esta vez, el miedo al fracaso no sólo derivaba de sí mismo, sino de lo que él representaba, y, eso, por muy responsable que se sintiera, se negaba a analizarlo.

– Jugar en un campo que no es el tuyo no es ningún plato de gusto -le había dicho Shorer-, pero también tiene sus ventajas, ya lo verás.

La fatiga, la desesperación y el miedo que tanto le abrumaban siempre que le asignaban un caso complicado se habían traducido ahora en la determinación pura y dura, alimentada por la ansiedad, de pasar la prueba con éxito. Nahari, con su título de licenciado en Económicas y Empresariales por la Universidad de Tel Aviv, ciertamente no empleaba la frase favorita de su exjefe del subdistrito de Jerusalén, Ariyeh Levy: «Esto no es la universidad», y sin embargo Michael tenía la sensación de que Nahari se sentía amenazado… por su reputación, por su vertiginosa carrera ascendente y, sobre todo, por los rumores sobre la relación especial que lo unía al jefe del Departamento de Investigación Criminal, Emanuel Shorer.

Había aún otro factor amenazante, y así lo comprendió Michael al advertir que Nahari siempre ponía buen cuidado en hablar con él estando sentado. Nahari era bajito, sólido sin ser grueso, de constitución robusta. A lo largo de los años Michael había aprendido a reconocer el lenguaje corporal de los hombres bajos, que expresaban la inquietud generada por su presencia haciendo lo imposible por estar sentados siempre que hablaban con él y pidiéndole que tomara asiento en cuanto lo veían entrar. La apariencia de Nahari proclamaba su narcisismo. La camiseta verde fosforescente que hacía resaltar sus bíceps y todos sus intentos desesperados de conservar una imagen juvenil lo volvían patético a ojos de Michael, sobre todo porque sus cincuenta y tres años saltaban a la vista en su cara y en el vello blanco que asomaba por el cuello de su camiseta.

Hoy se había mencionado la palabra «régimen» cuando alguien trajo una bolsa de burekas. El corto cabello de Nahari, al estilo «romano», y su impecable bronceado ponían nervioso a Michael en tanto en cuanto delataban la energía invertida en mantenerlos. «Hace ejercicio y natación todas las mañanas, corre por la playa», le había contado Benny admirativamente, sin asomo de ironía. «A las seis de la mañana, sábados y vacaciones incluidos. No ha fallado un solo día en veinte años.»

Shorer lo había resumido así:

– Cuida mucho de su palmito. Y no vayas a creer que es un enclenque que pretende ponerse en forma. Se entrena como un atleta, sin permitirse el menor relajo.

Michael contempló su cuadrada cabeza, los gestos viriles, el puro que Nahari humedeció con la lengua antes de encenderlo; reparó en su manera de hacer caso omiso de las ostentosas toses proferidas por Sarit mientras él sujetaba el puro entre los dientes, como un actor de película estadounidense, y también en la mirada inerte y deslustrada de sus ojos claros, casi transparentes, que fueron a posarse en Michael provocándole escalofríos y convenciéndolo por un instante de pánico de que Nahari sólo pretendía tenderle una trampa; luego consiguió sobreponerse y oyó a su nuevo jefe repitiendo: «Maravilloso». Esta vez los ojos de Nahari fueron a posarse sobre Majluf Levy, quien, sentado junto a la esquina de la larga mesa, tenía el aspecto de quien ha renunciado a tratar de imponerse o salvar su autoestima.

– Y tú, ¿encontraste el plato de compota? -preguntó Nahari.

– No, no lo encontré -respondió Levy pausadamente-, pero tampoco lo busqué porque ¿cómo iba yo a suponer que allí había un plato de compota?

– Creía que ya habías hablado con como se llame, Simjá Malul -dijo Nahari lentamente, dando una despaciosa calada a su puro.

Levy lo miró con aprensión. Luego dijo:

– Pero no le sonsaqué que había abandonado el lugar de los hechos -volvió sus ojos inquietos y agresivos hacia Avigail, y ella inclinó la cabeza y dirigió la vista hacia el cristal que cubría la mesa-. A veces -continuó a la defensiva-, hace falta que sea una mujer quien consiga que otra mujer se sincere.

Michael, que incluso antes de la reunión ya había empezado a reconvenirse severamente por su costumbre de precipitarse a salir en defensa del más débil, no pudo menos de disimular en lo posible la vergüenza de Majluf Levy.

– En todo caso -dijo-, yo diría que el suicidio queda descartado. Es un poco difícil que una persona aquejada de una grave neumonía se levante para echar un trago de paratión y luego esconda el frasco fuera de su cuarto. Y no digamos un plato de compota.

Nahari quiso informarse sobre el registro. Con pocas palabras Michael describió las horas que había pasado en el cobertizo de los productos venenosos, y, mientras exponía los hechos fríamente, veía ante sí la imagen de Moish en el momento en que meneó la cabeza desesperado y dijo: «No está aquí». Ambos estaban encorvados dentro del cobertizo en cuya puerta se veía una calavera y un aviso explícito, «Veneno – No acercarse», encima del endeble candado.

Y Yoyo, que les había abierto la puerta después de presentarse diciendo: «Soy Elhanan, pero todo el mundo me llama Yoyo», había comentado:

– Aquí sólo había un frasco. Lo sé porque Srulke -dirigió a Moish una mirada turbada- se lo llevó para sus rosales; estaban infestados de pulgones. Y recuerdo que me dijo que debíamos encargar más porque era lo mejor contra el pulgón.

– ¿Cuándo sucedió eso? -había preguntado Michael.

– No lo recuerdo con exactitud -respondió Yoyo, rascándose la cabeza-; pocos días antes de que falleciera, dos o tres días, pasamos por aquí a buscar algo y se llevó el frasco.

– ¿Y no lo devolvió? -preguntó Michael.

– Cómo voy a saberlo, por lo general siempre devolvía las cosas, pero puede que con todo el jaleo del cincuentenario y la fiesta de Shavuot se despistara.

Los tres -Michael, Moish y Yoyo- se habían quedado en silencio. Michael examinó el candado, que no presentaba señales de haber sido forzado, se lo guardó mecánicamente, con un aire poco entusiasta que delataba su falta de esperanzas en que fuera a servir de algo, volvió a escuchar el recitado de los nombres de quienes tenían la llave del cobertizo y siguió a sus acompañantes al granero vecino. De pie junto a Moish, dio una patada a las grises semillas de algodón, que parecían duras, pero al sentarse sobre un montón, siguiendo el ejemplo de Moish, que se agarraba el estómago mascullando: «Esta úlcera me está matando», notó que eran blandas y tuvo la sensación de que se hundía. Recordó que Moish le había dicho que aquél era el rincón favorito de los chavales del kibbutz, que se lanzaban al montón de semillas desde el altillo y se sumergían en él como si fuera de mullida arena de la playa.

– Les encanta -le había dicho Moish-, incluso a los mayores, a los adolescentes; la semana pasada celebramos el Día del Niño como parte de las festividades del cincuentenario, y la gran atracción, la busca del tesoro, terminaba aquí, el tesoro estaba escondido en el montón de semillas. Tendría que haber visto el follón que se organizó.

Michael removía el grano con los dedos, tratando de llegar al fondo con la mano, preguntándose si no estaría allí escondido el frasco, pero no tenía sentido. El granero era enorme y habría que retirar todas las semillas para registrarlo a conciencia.

– Habrá que hacer un registro sistemático del granero -dijo ahora Michael-, pero va a ser imposible si queremos mantenerlo en secreto.

– ¿En secreto? -se burló Nahari-. ¡En un kibbutz es imposible mantener nada en secreto!

– No estoy tan seguro -repuso Michael con gesto escéptico-; en el entierro crucé algunas palabras con Aarón Meroz. Él sí parece habérselas arreglado para ir al kibbutz unas cuantas veces sin que nadie lo supiera.

– Eso es lo que él cree -apostilló Nahari sonriendo-. Eso es lo que él cree. Cualquiera que conozca la vida de un kibbutz opinaría lo contrario. Quizá él cree que nadie lo sabe, pero puedo aseguraros que alguien como esa mujer… -señaló a una de las mujeres que estaban al borde de la sepultura en una fotografía ampliada.

– Se llama Matilda; es la encargada de cocinas -dijo Michael.

– ¿Tienes memoria para los detalles, o es que hablaste con ella? -preguntó Nahari, tomando notas en un papel.

– No hablé con ella -repuso Michael, y, sin pausa, siguió describiendo el registro que habían efectuado en la casa de Srulke. Habló con concisión, rememorando la imagen de lo que Moish denominaba «la habitación de Srulke», una casa de dos habitaciones semejante a la de Dvorka, situada en otra fila de adosados. La puerta no estaba cerrada con llave y, salvo por el polvo acumulado y el comentario que Moish hizo suspirando: Debería limpiarla, pero no tengo ánimo», se podría haber pensado que la persona que vivía allí acababa de salir hacía un rato.

– En resumen -dijo-, registramos todo lo que pudimos dadas las circunstancias, y no encontramos nada.

– Hay tres cargos principales en un kibbutz -anunció Nahari a la concurrencia en general-. Osnat Harel era la secretaria. ¿Sabes cuáles son las funciones del secretario de un kibbutz?

preguntó a Michael, y sin esperar la respuesta, continuó-: En algunos kibbutzim, el secretario de asuntos internos es la figura clave, en otros el mandamás es el director general. El secretario se ocupa del funcionamiento cotidiano del kibbutz, de la parte social; nunca le queda un minuto para sí. Hay comisiones de todo tipo, pero cuando los miembros no están de acuerdo con la decisión de una comisión, ¿a quién creéis que acuden? Al secretario. El director se ocupa más bien de las cuestiones generales, la política económica y ese tipo de cosas. Pero, en el fondo -dijo, y una mirada maliciosa asomó a sus ojos mientras examinaba la tapa de la carpeta que tenía delante-, la dinámica queda determinada, allí como en todas partes, por la personalidad de quien desempeña el cargo. Eso es lo que determina las relaciones de poder.

Nahari guardó silencio un instante y luego siguió hablando con precipitación, como si estuviera perdiendo la paciencia.

– El director general es el tal Moish. Y el tesorero, ¿quién es? ¿Lo sabes? -se volvió hacia Michael, que señaló en silencio a un hombre que estaba cerca de Moish y su mujer-. ¿Él? -exclamó Nahari sorprendido-. ¿No es el mismo tipo, el tal Yoyo? -se volvió irritado hacia Sarit-. ¿Por qué están tan borrosas tus fotografías? Harías bien en que te revisaran la cámara.

– No creo que sea la cámara -dijo Sarit, agitando sus rizos-. Más bien creo que me temblaba la mano. La escena de un asesinato en un kibbutz me tenía muy impresionada, la mera posibilidad de que ocurriera algo así. Estaba disgustada. No es como un entierro cualquiera. Y todo el mundo te mira, y ves que se están preguntando qué pinta ahí una desconocida.

– Hazme el favor de no mezclar en esto los sentimientos. Ya tengo las cosas bastante complicadas como para que encima montemos un melodrama sobre qué nos está pasando y dónde va a ir a parar nuestro país.

– Es el tesorero desde hace seis años -informó Michael.

– ¿Qué importancia tiene? -preguntó Levy.

– Ahora mismo os lo explico -prometió Nahari-. Pero, antes de que se me olvide, ¿quién está a cargo de organizar los turnos de trabajo?

– Una mujer llamada Shula -respondió Michael.

– Pues bien -dijo Nahari-, quiero que los cuatro, incluido el nuevo secretario, vengan aquí esta tarde. Les explicaremos la situación y ellos podrán organizamos el registro.

Michael carraspeó y dijo:

– Disculpa, no me parece una buena idea.

Nahari se enderezó y dijo en un tono a todas luces provocador:

– ¿Por qué no?

– Yo opino que deberíamos dejar que se encargaran del registro las personas que ya están al tanto de la situación, y, de momento, ser tan discretos como sea posible, sin que se entere todo el kibbutz -Michael miró de frente a Nahari, que agitó el puro en el aire y desparramó la ceniza sobre la mesa mientras respondía.

– Tú mismo has saboteado la posibilidad de ser discretos -se examinó las uñas y luego, alzando la vista, añadió-: En todo caso, puedes irte olvidando de la discreción. En un kibbutz es imposible guardar ningún secreto.

– Pues ha habido alguien que lo ha conseguido -apostilló Michael.

– ¿Cuándo te has citado con él? -preguntó Nahari.

– ¿Con quién? -preguntó Benny- ¿Con quién se ha citado?

– Con Meroz -explicó Sarit.

– Esta tarde, en el Hilton -dijo Michael.

– ¿Qué Hilton?

– El Hilton de Jerusalén -respondió Michael-. Es donde se aloja cuando está en Jerusalén.

– No me importaría ponerme en su lugar -suspiró Sarit, estirándose la camiseta sobre el pecho.

– Al menos podrías haberte citado con él en Tel Aviv -gruñó Nahari-. ¿Qué dice el forense sobre el lapso de tiempo entre el envenenamiento y la muerte?

– Media hora como máximo -contestó Michael consultando el informe forense.

Avigail levantó la vista de las fotografías que examinaba, aparentemente ajena a la conversación, y afirmó con una autoridad poco común en ella:

– No más de un cuarto de hora.

– ¿Cómo lo sabes? -inquirió Nahari con desconfianza.

– Lo sé.

– ¿Cómo? -insistió Nahari.

– Creía que tenías por costumbre leer los currículos de las personas que entraban a trabajar en el departamento -comentó Avigail secamente.

– Lo he leído. ¿Y qué? -dijo Nahari impacientándose.

Avigail mordisqueó el lápiz amarillo que tenía en la mano y volvió a bajar la vista hacia las fotos.

– ¡Avigail! -gritó Nahari-. ¿Cómo sabes lo de los quince minutos?

– Porque fui enfermera durante diez años. Y trabajé seis meses de enfermera en un kibbutz. Lo sé. He visto casos después de que se fumigara con paratión. No dura más de quince minutos.

– ¿Enfermera? ¿Eres enfermera profesional? -preguntó Michael. Avigail asintió y volvió a ensimismarse.

– Pues bien, volvamos al registro -dijo Nahari.

– Cero. Nada de nada -intervino Levy-. Anteayer volvimos a dedicarnos por completo a eso, mis hombres y yo. Buscamos por todos lados, en el cobertizo de productos venenosos, en la enfermería por enésima vez, en casa de ese señor, el padre de Moish, y en su casa, claro está, la de Osnat Harel, y no descubrimos nada. Tendremos que registrar el kibbutz de arriba abajo, inspeccionar todas las habitaciones, y anoche ya comenzamos a hacerlo, pero con discreción; nadie sabe qué andamos buscando.

Miró a Michael en busca de confirmación y Michael volvió a decir:

– Es importante retrasar en lo posible el momento de difundir el motivo de la muerte. Ya sé que es imposible realizar una investigación y mantenerla en secreto a la vez, pero lo intentaremos cuando menos hasta que estemos seguros de que el paratión ha desaparecido; aunque he de decir que deshacerse del frasco no me parece tan sencillo; es metálico -echó un vistazo a su reloj-. No tardarán en llegar.

– ¿Quiénes? -dijo Nahari.

– La familia, y Moish y Yoyo, y la enfermera del kibbutz y el médico, todos los que ya están implicados. He pensado pedirles que, si es factible, se encarguen ellos del registro. No quiero que el resto del kibbutz sepa que estamos hablando de paratión.

– ¿No crees que antes deberíais confirmar sus coartadas? -preguntó Nahari, los ojos más fríos que nunca.

– Ya lo hemos hecho -intervino Majluf Levy-. Están en la segunda página, antes de las fotos -señaló la carpeta que tenía abierta ante sí.

– El hijo estaba de servicio en el ejército -empezó a recitar Benny, con el tono de quien ha hecho los deberes-, y la hija estaba en Tel Aviv; estudia allí. Dvorka, la suegra, estaba en el comedor, y de allí se fue a descansar a su habitación. Todavía trabaja, a pesar de su edad -comentó con asombro-, es profesora.

– De estudios bíblicos -dijo Majluf Levy reverentemente-. Enseña la Biblia; y también dirige grupos de estudio para amantes de la Biblia.

– Dios mío, sálvame de los grupos de estudio de los kibbutzim -suspiró Nahari-. Así pues, según parece, ¿no estuvo allí en ningún momento? ¿En la enfermería?

– No -aseveró Levy con firmeza-. Se lo preguntamos muy claro. A mediodía hace calor; pensaba «pasarse a verla» a última hora de la tarde, tal como dice aquí.

– ¿Y el tesorero, el tal Yoyo, que tiene acceso al cobertizo de los productos venenosos?

– Estuvo en la secretaría, en los campos de algodón, en la fábrica, en todas partes, siempre acompañado de alguien. Lo hemos verificado -aseguró Levy.

– Puede que lo tuviera planeado de antemano. No estoy seguro de que podamos tacharlo de la lista de sospechosos -masculló Nahari.

– Por alguien hay que empezar -dijo Benny titubeante-. Pero si es alguno de ellos, ya hemos metido la pata.

– ¿Te ha visto alguien del kibbutz? -preguntó Michael a Avigail.

Después de meditar un instante, Avigail hizo un gesto negativo y dijo:

– No, ¿cómo me iban a ver?, si no he pisado el kibbutz. Entrevisté a Simjá Malul en su casa, y después aquí, una vez que ya habían hablado con ella en Asquelón.

– Muy bien -dijo Michael-. Estupendo. Quiero que no te dejes ver.

Todos lo miraron, pero Michael permaneció callado. En los fríos ojos de Nahari titiló un instante un brillo acerado; luego dijo con calma y firmeza, aplastando el puro en el cenicero:

– Olvídate de eso. Ni lo pienses.

Michael no reaccionó. En la sala reinaba el silencio. Tras una breve confrontación de miradas, Nahari repitió:

– No hay ni que pensar en eso. Se montaría tal escándalo que no sabrías dónde meterte. En todo caso, no te lo van a permitir, así que olvídalo.

– ¿De qué estáis hablando? -inquirió Benny.

Avigail agachó la cabeza, pareció encogerse y, cuando se llevaba las manos a los codos, Nahari dijo:

– Está pensando en introducirla en el kibbutz.

Transcurrió casi un minuto antes de que Avigail rompiera el silencio diciendo con calma:

– Antes deberías preguntarme si estoy de acuerdo, ¿no te parece?

– ¿Por qué no ibas a estar de acuerdo? -preguntó Michael.

– Porque no dejé la enfermería y me vine aquí para volver a ser enfermera otra vez -replicó Avigail, mirando el cristal de la mesa y borrando de él una mancha invisible con el dedo.

– No hay nada que discutir -zanjó Nahari con ademán decidido-. Da igual que estés o no estés de acuerdo. Nos encontraríamos metidos en un segundo Watergate si llegara a salir a la luz. ¿Una policía introducida clandestinamente en un kibbutz? ¿Quién sería el loco que lo autorizaría? -y tras una breve pausa-: Yo no, desde luego. No voy a dar la cara por eso. No esperes que te respalde. Mi respuesta es no. Y el comisario jefe… -dejó la frase inacabada y sonrió. Sólo las comisuras de su boca se movieron, revelando una dentadura blanca y regular.

– Pero ¿cómo? -preguntó Majluf Levy con voz ronca-. ¿Cómo?

– En lugar de la enfermera Rickie, que va a dejar su puesto -explicó Benny-. Quiere dejarlo, ¿no te acuerdas?

– ¿Te vas a empeñar entonces en meterla en el ajo? -dijo Nahari.

– Aún no lo sé -respondió Michael-, habrá que ver cómo se van desarrollando los acontecimientos. Pero un par de cosas las tengo muy claras: la primera es que no lograremos descubrir nada si no tenemos a alguien trabajando desde dentro; y la segunda es que tenemos que encontrar el frasco y posponer tanto como sea posible el alboroto en el kibbutz.

– ¿No te parece que antes podríamos pinchar unos cuantos teléfonos? ¿No se te había ocurrido? -preguntó Nahari.

– Imposible -repuso Michael quedamente-. Tienen una centralita automática; habría que pinchar todos los teléfonos del kibbutz, y hay uno en cada habitación. Es imposible. Lo he verificado, no funcionaría.

Nahari se echó hacia atrás, recostándose en el negro cuero de imitación de su sillón, se cruzó de brazos y dijo:

– No voy a darte permiso. Puedes solicitarlo al jefe del DIC, claro está. Adelante, hazlo. Si él está dispuesto a asumir la responsabilidad de lo que pueda suceder, yo no pondré impedimentos. Pero te digo desde ahora que tengo la intención de dejar constancia de que opino que es un plan que se volverá en contra nuestra.

Para Michael aquello era un claro desafío, significaba que la competición se había hecho pública.

Sonó el teléfono y Nahari se inclinó para cogerlo del suelo y lo colocó al borde de la mesa. Al propio tiempo, llamó la atención de Michael con un ademán y, antes de hablar por el auricular, le advirtió:

– Por escrito. Quiero ver el permiso por escrito, para que luego no se pueda poner en duda lo que ha dicho cada cual -después refunfuñó por el teléfono-: Que esperen un momento, enseguida acabamos -y, volviéndose hacia Michael, preguntó-: ¿Cómo quieres hacerlo? ¿Uno por uno? ¿Todos juntos? Están aquí, todas las personas a quienes has convocado. ¿Cuánto tiempo te queda antes de salir hacia tu cita con Meroz en Jerusalén?

– Han llegado pronto -repuso Michael consultando su reloj-. Estupendo, así nos conceden más tiempo -y, tras una breve reflexión, dijo en tono autoritario-: Quiero que pasen todos a mi despacho, y te invito a hablar con ellos si quieres estar presente.

– Gracias -dijo Nahari-, pero tengo otras cosas que hacer. Este caso no es el gran acontecimiento de mi vida, ¿sabes? Sabrás arreglártelas tú solo.

Ya con la mano en el picaporte, Michael dijo:

– Avigail, quédate aquí hasta que hayan pasado a mi despacho. Y vosotros, Sarit y Benny, venid conmigo. No te preocupes añadió volviéndose hacia Nahari-, no lo haré sin haber recibido autorización.

– Eso habrá que verlo -replicó Nahari en tono amenazante, y, poniéndose en pie, se estiró.

– ¿Y yo qué? -preguntó Majluf Levy-. ¿Dónde encajo yo?

Nahari hizo como si no le hubiera oído. Michael, azarado, consultó su reloj y luego dijo:

– Tú también puedes venir conmigo, pero también puedes marcharte a Asquelón si te necesitan allí.

– Voy contigo -dijo Majluf Levy con aplomo-. Nunca se sabe cómo se van a desarrollar los acontecimientos.