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El entierro de Srulke se celebró la tarde del día siguiente, durante la fiesta.
– No hay alternativa -explicó Zeev HaCohen a Yojeved, que había protestado en nombre de los ancianos padres de Ruti.
Aquella pareja se había instalado años atrás en el kibbutz, donde seguía observando todas las prácticas de la tradición judía, incluida la de tomar alimentos kosher. Y ahora se había quejado de la transgresión que suponía celebrar un entierro en una festividad religiosa.
– No estamos preparados para conservar el cuerpo -susurró Zeev HaCohen, y echó una ansiosa ojeada a Moish para comprobar que no le había oído. Posó la mano en el hombro de Yojeved-. Tendremos que explicarles que lo hacemos sin mala intención. Diles que me pasaré a verlos esta tarde. Yo me encargo de hablar con ellos -concluyó con el tono autoritario y tranquilizador que reservaba para las situaciones de crisis.
Aarón permaneció en el kibbutz hasta después del entierro. Aunque no quería reconocerlo ante sí mismo, albergaba esperanzas con respecto a Osnat. Tampoco quiso establecer ninguna relación entre la muerte y el deseo, pero lo cierto era que el entierro, el gesto flemático de Havaleh y la seriedad de Amit, el sonido de la tos de Moish después de vomitar en plena noche, el abatido silencio de Dvorka, con los ojos enrojecidos después de haber pasado la mañana velando a Srulke, todo eso lo había sumido en un torbellino de emociones y ansiedad que trataba en vano de aquietar. No comprendía sus propios sentimientos. La muerte de Srulke debería haberle producido alivio. Siempre lo había visto como un testigo de sus pasadas humillaciones.
De pequeño se sentía acobardado ante aquel hombre que trabajaba tanto y con tan buenos resultados, cubriendo el kibbutz con alfombras de césped salpicadas de docenas de variedades de flores y dotándole, hasta el día de hoy, de un aire irreal de jardín del Edén en medio de un yermo amarillo y marrón. En la exposición fotográfica que habían colgado en el vestíbulo del comedor con ocasión del jubileo, unas cuantas fotografías antiguas en blanco y negro mostraban un erial donde sólo crecía algún que otro taray. Junto a ellas, una gran fotografía en color del jardín que daba acceso al comedor tenía el siguiente rótulo: «Entonces… y ahora». Bajo las fotografías del invernadero de Srulke, nacido como entretenimiento experimental en una pequeña construcción levantada junto al cobertizo de las herramientas y convertido con los años en auténtica empresa profesional y lugar de peregrinación para los kibbutzim de la zona, el rótulo citaba las palabras de Herzl: «Si lo deseas no es un sueño».
Srulke había sido un hombre taciturno que nunca se tomaba la molestia de hacer más agradable la vida a quienes lo rodeaban, aunque sólo fuera con una sonrisa o una palabra. Pero tampoco pretendía molestar a nadie. Parecía totalmente ajeno a la influencia que pudiera ejercer en su entorno. Cuando regresaba a casa después de un día de trabajo, solía preguntar a los niños cómo habían empleado la jornada, poniendo más hincapié en el trabajo que en los estudios, y después de darse una ducha y vestirse con una camiseta gris claro y unos pantalones azul marino, se encaminaba al jardín, donde, inclinado sobre las flores, acariciaba los pétalos de las grandes rosas, examinaba las hileras de tiestos de fucsias de multitud de variedades, cuyas ramas se doblaban bajo el peso de auténticas cascadas de flores encarnadas, rosas y purpúreas; y sólo entonces, después de haber aspirado el aroma de los jazmines amarillos, tomaba asiento y desplegaba su Al Hamishmar [5]. Y cuando comenzaba a caer la noche, Srulke suspiraba, doblaba cuidadosamente el periódico, echaba un vistazo en torno y luego se levantaba para poner en marcha el aspersor, mover la manguera o, sencillamente, tocar una hoja.
Al irse haciendo mayor, a Aarón cada vez le sorprendía más ver que Moish no demostraba el menor temor hacia su padre. Y, con el paso de los años, también fue comprendiendo que Moish amaba tiernamente a su padre, que aquel hombre cuya industriosa presencia a menudo bastaba para paralizarlo de miedo no asustaba a su hijo. Lo cierto era, pensaba Aarón, que siempre había esperado de Srulke una palabra cariñosa, alguna demostración de afecto y de que apreciaba su valía, pero cuando era niño apenas si había habido relación alguna entre ellos. Srulke casi nunca se dirigía a él directamente y Aarón no recordaba una sola ocasión en que hubieran estado a solas.
Ahora se le ocurría por primera vez que Srulke había sido un hombre muy tímido, y que si rara vez le dirigía la palabra era porque no encontraba nada que decirle que no pareciera forzado. Sin duda había comprendido intuitivamente que cualquier intento de acercamiento a Aarón resultaría hipócrita, falso. Pensó con tristeza que a Srulke le habían sido más fáciles las cosas con Osnat. Con ella tampoco hablaba, pero sí le dedicaba mudas sonrisas de afecto. Era como si aún estuviera viendo el gesto de intensa concentración con que Srulke escuchaba a Osnat mientras ella le contaba a Miriam lo que había hecho durante el día, sentados todos en el césped, frente a la habitación, en las largas tardes veraniegas.
Aarón se sumó al cortejo fúnebre sin sentir alivio ni dolor, tan sólo la obligación de estar junto a Moish. No podía menos de preguntarse por qué su visita al kibbutz había coincidido precisamente con la muerte de Srulke. Durante su anterior visita, ocho años atrás, se había celebrado el entierro de Miriam, la madre de Moish, que había fallecido tras muchos padecimientos. Fue entonces cuando Aarón se acostó con Osnat por primera y última vez, la noche de después del entierro, en la habitación donde lo alojaron después de que se le averiase el coche. Osnat lo acompañó a la habitación, situada al fondo de la sección de casas prefabricadas, llevando ropa de cama limpia. Era invierno y el informe meteorológico había advertido del peligro de heladas. Aarón recordaba muy bien los comentarios sobre la cosecha de aguacates. De camino al cementerio, la gente hablaba de eso en susurros. Osnat había sacado una estufita eléctrica del armario y la había encendido.
– ¿De quién es esta habitación? -preguntó Aarón.
– De Dave -respondió Osnat-. No lo conoces. Un soltero de mediana edad. Un voluntario de Canadá al que hemos aceptado como miembro hace un año. Ahora lo hemos mandado a un seminario en Guivat Aviva.
– ¿Para que encuentre mujer? -dijo Aarón riéndose.
– No tiene gracia. ¿Te parece divertido vivir aquí solo?
– Seguramente será mejor que vivir solo en la ciudad.
– No estaría yo tan segura -replicó Osnat fríamente mientras dejaba las sábanas limpias y almidonadas sobre la cama individual y empezaba a desdoblarlas. Luego se sentó al borde de la cama y entornó los ojos mientras pasaba lentamente las hojas de un libro que había allí.
– Gurdjieff -leyó Aarón torpemente-. ¿De qué trata? -preguntó, tomando asiento a su lado.
– No lo sé, de algo místico. Una vez Dave trató de explicármelo, e incluso me dejó algo para leer, pero ese tipo de cosas no se me dan bien.
– ¿Es uno de esos tipos que están intentando encontrarse a sí mismos? -dijo Aarón sonriendo. Osnat se encogió de hombros-. Quiero preguntarte algo -se sorprendió diciéndole-, ¿querías a Miriam de verdad?
Osnat se tomó su tiempo para responder.
– Más o menos -dijo por fin-. Quiero más a Srulke. Miriam no era nada especial…
– Pero se portó bien con nosotros cuando éramos pequeños protestó Aarón.
– ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Osnat-. ¿Que le pidieron que acogiera a dos niños forasteros y ella aceptó cuidar de ellos? ¿Qué le veías de bueno? No se podía hablar de nada con ella, y siempre prestaba mayor atención a Moish y a Shula que a nosotros. Y aunque la gente decía que era una mujer cariñosa… ¿te besó alguna vez?
Tras un silencio, Aarón reconoció:
– No lo recuerdo.
– ¿Ves? -dijo Osnat-. Si te hubiera besado, lo recordarías. Además, a mí siempre me dio la sensación de que me tenía miedo.
– ¿Sabes una cosa?, hace pocos años que he empezado a darme cuenta de lo mal que lo pasé. Supongo que tú también debías de pasarlo mal. Nunca hablábamos de eso.
– Hablar no era tu punto fuerte en aquellos tiempos -dijo Osnat, y se puso en pie para colocar una manta de lana en la cama.
– ¿Y es el punto fuerte de Yuvik?
Aarón percibió la amargura de su voz. Osnat no le respondió. Él se quedó mirando sus rizos rubios recogidos con una goma en una especie de moño que dejaba bien al descubierto su bello rostro, sin maquillaje, ancho como el de una campesina eslava, con unos labios gruesos y bien perfilados. Los defectos se hacían evidentes al examinar las facciones una a una: nariz demasiado puntiaguda, pómulos excesivamente anchos, ojos empañados, manchitas sobre la piel oscura; pero, en conjunto, el rostro poseía una belleza salvaje y sensual que no compaginaba con la expresión severa que había adoptado Osnat mientras se concentraba en hacer la cama.
– ¿Cómo se vive siendo la mujer de Yuvik, el semental del kibbutz? -preguntó con una crudeza que a él mismo le sorprendió.
Osnat lo miró con gesto de rabia y tristeza, mordiéndose los labios, y al cabo dijo:
– ¿Quieres dejarlo ya, por favor?
Aarón estaba avergonzado, confuso.
– Lo siento -dijo-. Te pido disculpas, me ha salido sin pensarlo. Nunca hemos hablado de eso. Pero me interesa mucho saber cómo estás.
Osnat le dirigió una mirada seria, las comisuras de su boca se estiraron, volvió a entornar los ojos y dijo:
– Bien, estoy bien. Ahora mismo, muy metida en mis estudios.
Sin saber por qué, Aarón tuvo la impresión de que ella no se resistiría si la atraía hacia sí. De pronto lo invadió un hondo sentimiento de soledad y aflicción y, tomándole la mano, entrelazó los dedos con los suyos; cuando volvió la cara hacia él vio su habitual expresión de seriedad, esa con la que pretendía ocultar toda señal de pena o desamparo, era la expresión que siempre lo había conmovido, la que le decía que Osnat era su compañera de fatigas. Sus manos unidas, posadas sobre los pantalones grises de lana que Aarón se había comprado en Londres durante su último viaje al extranjero, se convirtieron en dos manitas cubiertas de rasguños tras una larga jornada de vendimia. Aarón se vio como un niño y a Osnat como una niña, sentados en una cama de la casa de los niños, y recordó cuánto había anhelado tocar la manita de Osnat. Era una imagen del año de su bar mitzvá [6], de unos meses antes de que oyeran por casualidad la fatídica conversación entre Alex y Riva. Hasta aquella noche, nunca había osado tocar a Osnat.
Poco a poco empezaron a entrelazar frases que comenzaban por «¿Te acuerdas de…?», y durante largo rato revivieron sus tiempos de soledad y animosidad contra los compañeros de su edad y contra el kibbutz en general. Y llegó un momento en que a Aarón le resultó lo más natural decir sin sonrojo: «Entonces ni siquiera yo sabía cuánto te deseaba»; a lo que Osnat replicó titubeante: «Pero yo no podía. No sé si quería o no quería, pero no podía». Y como quien toma lo que en justicia le corresponde, sintiéndose más seguro de sí mismo que nunca en su vida, Aarón la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos, y lo que antes parecía imposible se volvió natural e inevitable aquella noche, después del entierro de Miriam.
A las dos de la mañana Osnat se levantó de la cama y se vistió silenciosa, a toda prisa. No prestó atención a la indecisa sonrisa de Aarón, y cuando ya estaba en la puerta y él le preguntó si podían volver a verse, ella respondió:
– ¿Para qué? ¿Adónde podría llevarnos esto? Así no.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Aarón; se incorporó y se cubrió con la manta de lana, áspera y desagradable al tacto.
– Quiero decir que no quiero verte en estas condiciones.
– Pero vas a ir a estudiar a Tel Aviv, estarás en la ciudad y…
– No quiero -le atajó Osnat con sequedad-. Si vienes al kibbutz, nos veremos, si no, no nos veremos.
Aarón suspiró y la miró en silencio.
– Y no vayas a pensar que suelo hacer este tipo de cosas -añadió Osnat.
– Vamos, no te lo tomes así -protestó él con impaciencia-. No soy un desconocido.
– No -dijo Osnat, entornando los ojos con hostil gesto de desconfianza-. Quiero que sepas que va en contra de mis principios. No tengo la menor intención de volver a hacerlo. No sé qué me ha podido pasar. He perdido la cabeza.
– Tengo entendido que Yuvik no tiene una moral tan elevada como la tuya. Hoy mismo he oído un comentario sobre él y una volun…
Osnat lo interrumpió en un tono contenido que subrayaba su enfado:
– Yuvik y yo no somos iguales -y, antes de salir pegando un portazo, se volvió hacia Aarón y añadió-: Y tú deberías estar avergonzado.
Aquella escena era la repetición de una pelea que habían tenido muchos años y a la que ninguno de los dos había hecho nunca alusión. Ni siquiera durante la sesión de confidencias que acabó llevándolos a hacer el amor. Antes de que se iniciara la relación de Osnat con Yuvik, una noche se habían enzarzado en una acalorada disputa cuando él le confesó que quería marcharse del kibbutz. Aarón no había olvidado que Osnat le acusó de ser un oportunista y un aventurero; ella era libre, libre de verdad, precisamente porque, a diferencia de él, no anhelaba la engañosa libertad ni las mezquinas aventuras del mundo exterior; sólo la vida en el kibbutz podía ofrecer una libertad verdadera, arropada por la comunidad.
– Estás hablando como si tuvieras setenta años… ¡es que no te das cuenta! -recordaba haberle dicho.
– Claro que me doy cuenta. ¡El que no se da cuenta de nada eres tú! -le había replicado ella a voz en cuello.
Ahora Osnat iba a la cabeza del cortejo fúnebre, junto a Havaleh, Moish y la hermana de éste, Shula, venida de Beer Sheva con su marido y sus hijos para el entierro. A diferencia de Aarón, Osnat siempre había sentido que el kibbutz era su casa y, hasta el día de hoy, Aarón no había comprendido cuánto la envidiaba. Osnat nunca le había inspirado celos, ni siquiera cuando le daba la impresión de que Miriam la quería más que a él (que Srulke la quería más a ella era un hecho).
A la cola del cortejo, Aarón, lejos de Moish, Havaleh y Ronit, oía a Fania, del taller de costura, hablando para sí. No distinguía las palabras, pero sí el tono: cruel y rencoroso, al borde del ataque de nervios; era el tono en que se dicen las mayores barbaridades cuando estás decidido a librarte de la carga de amargura acumulada durante años y no te importa envenenar todo lo que te rodea. Palabras funestas que emponzoñan el espíritu y nunca logran olvidarse, como después le diría Dvorka a Fania. Pero, de momento, no había manera de detenerla. Aarón advirtió la emoción que brillaba en los ojos de Bruria, de la lavandería, como si se oliera una escena sensacional, y vio los gestos asustados de Shmiel y Relia, de la sección avícola. Todo el mundo se detuvo pese a que el cortejo aún no había entrado en el cementerio. En el aire flotaba la amenaza de un sacrilegio inminente.
Cuando reanudaron la marcha, ya cerca de la sepultura, Aarón alcanzó a entender los alaridos de Fania:
– Supongo que ahora estarás satisfecha. Lo has matado con mis ideas, con tu bonita palabrería sobre la calidad de vida, las residencias de ancianos y con eso de que los niños duerman con su familia.
– ¡Shh! -chistó una voz.
Y Fania replicó chillando:
– ¡No voy a callarme, nadie me va a tapar la boca! La culpa de todo la tiene la idea de que los niños duerman con sus padres y la de montar una residencia de ancianos, porque no podéis soportar que las cosas sigan siendo como eran antes.
– ¿Dónde está su hermana, dónde está Cuta? -susurró alguien.
– No ha venido. No asiste a los entierros -respondieron.
Al cabo, Osnat se acercó a Fania y la cogió del brazo. Aarón estaba perplejo. Nunca había oído frases tan largas en boca de Fania, que siempre mascullaba medias palabras, sílabas entrecortadas. Nadie prestaba atención a los sonidos ofendidos que emitía en las sijot. Y también era la primera vez que Fania insultaba a alguien. En pie junto a la sepultura abierta, Aarón pensó que Fania se salía por completo del molde de la típica modista de kibbutz. El taller de costura de este kibbutz distaba mucho de ser un semillero de chismorreos. Fania tenía atemorizadas a todas las costureras. Y así como nunca decía nada malo de sus compañeros del kibbutz, tampoco decía nunca nada bueno. Fania era una modista excelente. Todos se hacían lenguas de su toque mágico. Aarón había oído comentar a Relia que Fania «hacía portentos con las tijeras».
Una imagen le acudió a la mente: era un día de fiesta, Ronit y Osnat estaban junto a la puerta de la habitación y Miriam exclamaba admirada:
– Hay que ver las maravillas que hace Fania, cómo piensa en todos los detalles, cómo saca partido de la telas, y ¡qué idea tan original ha sido vestir a vuestra clase con esa tela roja de cuadros! Niñas, ¿a que son bonitos los vestidos?
Y Osnat, recordaba Aarón, respondió con las manos en los bolsillos:
– Sólo ha hecho dos modelos.
– Pero ¿qué querías? ¿Que hiciera doce? -Miriam rió de buen humor-. Ahí está la gracia, en que haya conseguido hacer dos modelos que le sientan bien a todo el mundo, que hacen resaltar lo mejor de cada persona -y al advertir que Osnat fruncía los labios, añadió con la benevolencia simplona que caracterizaba sus relaciones con el mundo en general-. ¿Qué más da? A tu edad se está guapa se lleve lo que se lleve.
Y Aarón, que había estado hojeando el suplemento infantil de Al Hamishmar en un rincón del cuarto sin perderse una palabra, recordaba muy bien cómo la niña se tragó su desilusión y respondió en un tono digno y comedido:
– Dvorka dice algo más, según ella nuestra belleza interior reluce incluso cuando llevamos ropa de trabajo.
Y aun sin comprender del todo lo que sucedía, Aarón notó que el auténtico significado de las palabras de Osnat no había calado en Miriam cuando ésta asintió vigorosamente y exclamó:
– ¡Tiene razón, cuánta razón tiene Dvorka!
La cólera que encerraban las palabras aparentemente inocentes de Osnat le había pasado totalmente inadvertida.
Qué habría dicho Miriam, se preguntaba ahora Aarón, si hubiera sabido que la sección más rentable de la economía del kibbutz llegaría a ser una fábrica de cosméticos confeccionados a base de cactus plantados en el huerto de donde se habían arrancado los ciruelos. ¿Y Dvorka qué opinaría?; Aarón casi sonrió abiertamente pensando en la filosofía de la vida de Dvorka y en sus sermones sobre la simplicidad. Ahora toda aquella prosperidad que había visto en la ceremonia y en el banquete de la víspera se basaba en una fábrica de cosméticos que exportaba sus productos al mundo entero. ¿Dónde había quedado la belleza interior de Dvorka? ¿Y cómo se sentían las mujeres de la generación de los fundadores, que a la edad de Osnat ya tenían el cutis estragado por la exposición a la intemperie, cómo se sentían al ver a las mujeres de la generación intermedia, quienes, en su mayor parte, estaban tan tersas y lozanas como si no hubieran trabajado en los campos ni un solo día?
La noche anterior, durante la cena, Moish le había contado que a Fania se le hacía muy cuesta arriba aceptar la decadencia del taller de costura fundado por ella. La fábrica de cosméticos lo había relegado a un segundo plano y Fania se resistía a introducir cambios. Cuando Moish le propuso convertir el taller en una fábrica moderna, trayendo expertos y cortadores profesionales, y prometiéndole que ella la dirigiría, Fania se puso hecha una furia y montó una pataleta que paralizó todo el kibbutz, con lo que el proyecto se archivó.
Moish también le había contado que cuanto mayor se hacía Fania, más atrevidos y futuristas se volvían sus diseños, más difíciles de convertir en patrones, y más costaba imaginar quién querría lucir tales modelos.
– Escotes pronunciadísimos -había comentado Moish abochornado-, cosas increíbles. Yo no entiendo nada de ropa de mujer, pero la gente lo comenta, y Havaleh me lo ha dicho.
Al final se habían visto obligados a encargar patrones fuera, y ahora muchas mujeres preferían comprarse la ropa en otro lado, con lo que el taller de costura se había centrado en la confección de ropa de trabajo y trajes para los niños.
– E incluso en ese terreno diseña cosas estrambóticas, Dios sabe de dónde saca las ideas. Por ejemplo -había dicho Moish riendo-, diseñó un traje de safari blanco para el bar mitzvá de los niños, como si quisiera convertirlos en pequeños aristócratas ingleses de las colonias, no sabíamos cómo salir del atolladero -otra vez serio, había añadido casi en un susurro-: No ha logrado adaptarse a los cambios, a la producción en masa. Y además es imposible engañarla. Cuando quise ponerla al frente de una especie de boutique de alta costura, no pasó por el aro. Y, después, cuando le propusimos montar una fábrica de muñecas, no sabes qué escena nos hizo. Personalmente, opino que no está en sus cabales.
Osnat pasó el brazo por los hombros de Fania y los retazos de frases y palabras entrecortadas dieron paso por un instante al sonido ahogado de sollozos. Luego Fania se liberó del cariñoso abrazo de Osnat y empezó a repetir sin pausa:
– Una residencia de ancianos, una residencia de ancianos. Queréis meternos en una residencia, por eso ha muerto Srulke. ¿Qué os habéis creído, que después de haceros el trabajo sucio nos podéis quitar de en medio? Esquimales… salvajes… bárbaros… -y una vez más comenzaron los murmullos ininteligibles.
El cortejo continuó adelante pese a que mucha gente se arracimaba en torno a Fania, queriendo tranquilizarla no sin aprensión y vacilaciones, porque el número azul tatuado en su brazo les hacía rehuir su contacto. Y es que todo el mundo tenía miedo de Fania y de su hermana, aunque Guta no resultaba tan terrorífica, y a veces incluso reía y contaba anécdotas. De pequeño, las dos hermanas inspiraban pánico a Aarón, cuya mirada siempre acababa por posarse en el tatuaje azul de sus brazos, y entonces le daba la sensación de que lo tenían todo permitido, de que cualquier cosa se les disculparía.
A pesar de todo, ambas mujeres eran un verdadero modelo de la ética laboral del kibbutz: nadie negaba su capacidad de trabajo. En una ocasión, cuando estaba en el duodécimo curso, a Aarón le tocó trabajar junto a Guta en la campaña de recolección de melocotones. Guta trabajaba como una posesa, sin detenerse un solo minuto, y las cajas que tenía al lado se iban llenando a velocidad vertiginosa. Era la segunda cosecha del año y las ramas se doblaban por el peso de las rosadas frutas. La recolección se hacía a primera hora de la mañana, antes de que apretase el calor, y, al concluir, todos iban a desayunar al comedor, donde Aarón tampoco conseguía desviar la vista de Guta. Lenta y metódicamente, ensimismada, con el mismo gesto de concentración con que había recogido la fruta, Guta devoró hasta la última migaja de su plato lleno a rebosar. Aarón sintió miedo.
«¿Qué esperabas después de todo por lo que han tenido que pasar?», decía Miriam cada vez que alguien se quejaba de que Guta les había hecho trabajar sin reposo en la vaquería y sin que nada de lo que hacían le pareciese bien. Las vacas lecheras de Guta tenían fama en todo el Néguev. En las piezas cómicas que escribía para las celebraciones del kibbutz, Yoopie solía bromear sobre la relación de Guta con sus vacas, a las que distinguía por su nombre y personalidad. Pero, en privado, la gente decía sin bromear que Guta quería más a sus vacas que a sus hijos, a los que nunca acostaba sin antes haber ido a inspeccionar el establo para ver cómo iba el ordeño. Una mañana Aarón se había quedado dormido y había llegado tarde a su turno, jadeante y muerto de miedo. Guta no había pronunciado una palabra, y ni siquiera había levantado la vista del cubo sobre el que estaba inclinada, pero cuando Aarón fue a buscar heno, le dijo:
– No te preocupes, ya he ido a buscarlo yo. ¿Crees que tengo todo el tiempo del mundo para esperarte hasta que decidas llegar?
Fania era peor que Guta y Aarón la temía aún más. Hacer el turno de cocina con ella siempre era un infierno. Nunca te hablaba, limitándose a mascullar crípticamente, y trabajaba como una lunática, sin tomarse el menor respiro. Cuando la gente terminaba de desayunar y una vez que habían fregado el suelo del comedor, quienes estaban de turno de cocina al fin podían sentarse a tomar café. Fania nunca se unía a ellos, pues siempre encontraba alguna tarea por hacer, como restregar y sacar brillo a un oscuro rincón, y mientras trabajaba profería sonidos intimidantes con los dientes apretados. En el comedor se organizaba entonces un guirigay, pues todos alzaban la voz para ahogar los gruñidos en yidish lanzados por Fania a la vez que frotaba los marcos de las ventanas.
Al igual que su hermana, Fania tenía dos hijos. La hija, que se había marchado a vivir a Haifa, iba de visita al kibbutz raras veces, casi siempre en vacaciones, acompañada de su marido y sus hijos. En esas ocasiones Fania reventaba de orgullo y, cuando llevaba al comedor a su familia, amontonaba en sus platos montañas de comida, dirigiendo miradas agresivas y desafiantes en torno suyo, como si estuviera retando a cualquiera que pusiera en entredicho su derecho a ofrecerles hospitalidad.
De Yankele, su hijo, se decía que era un «problema». Aarón lo había visto en la ceremonia, esbelto y juvenil, aparentando muchos años menos de los que tenía -sólo uno menos que Moish y él-, y, como siempre, luciendo su perenne sonrisa, una contorsión de los labios que parecía petrificada en su rostro y nada tenía que ver con sus sentimientos o estado de ánimo. Yankele vivía solo en la sección de los solteros, en las afueras del kibbutz, junto a los voluntarios extranjeros, y trabajaba exclusivamente en la fábrica de cosméticos, llamada por todos «el complejo». «Es la mejor solución para él; ese tipo de trabajo le va como anillo al dedo», había comentado Moish la noche anterior. Aarón no le preguntó qué quería decir con «solución». El comentario de Moish unido a la sonrisa de Yankele le hicieron estremecerse, pues le trajeron el vivido recuerdo de cómo había ayudado a Moish a ir renqueando a la clínica del kibbutz después de que Yankele le mordiera la pantorrilla.
Nadie se enteró de que Yankele había agredido a Moish. Ocurrió cuando éste regresaba con Aarón de los campos, donde habían estado instalando cañerías de riego, muchos años antes de que se implantaran los métodos modernos de irrigación que, sin duda, habrían terminado con aquellas románticas excursiones nocturnas en jeep y con la maravillosa sensación de ruda camaradería masculina que inspiraban a Aarón. Yankele se había abalanzado sobre Moish y le había clavado los dientes en la pierna cuando regresaban al jeep, jadeantes y bromeando. Había surgido de la nada, como salido de la tierra del algodonal donde estaba tumbado. Aarón nunca logró averiguar si se había quedado allí dormido o si estaba esperándolos.
Fue una dentellada profunda, que desgarró la carne. Después del primer alarido de dolor, Moish no protestó más, pese a que le manaba sangre de la herida. Aarón aún creía sentir agujetas al recordar la fuerza que necesitó para apartar a Yankele de su presa. Pero ni siquiera llegó a pegarle. Algo los llevó a no contarle a nadie la verdad, ni siquiera a Riva, la enfermera, pese a que la marca de los dientes era muy visible y ella no cesaba de repetir: «Puede que haya sido un chacal; tengo que ponerte la antitetánica». Pero Moish insistía: «No, te digo que me lo he hecho en la alambrada. No es un mordisco, ha sido el alambre de espino». E incluso cuando Riva le estaba poniendo la antitetánica, él seguía hablando del alambre de espino. Desde aquel día, Aarón se estremecía cada vez que veía a Yankele con su sonrisa.
Fania se portaba como si no pasara nada. Nunca reconoció, de palabra u obra, que Yankele era un bicho raro. Jamás se refería a sus problemas y, por supuesto, no permitía que el tema se comentara explícitamente. Atribuyó el hecho de que lo eximieran de prestar el servicio militar a los ataques de asma que había sufrido en la infancia; y el alivio con que recibió la noticia se hizo patente en el orgullo con que arrastró a Yankele al comedor y en la atención con que le llenó el plato de comida, escogió los tomates más maduros y los pepinos más tiernos, y le instó con gesto vehemente a comer muchas verduras.
El padre de Yankele, Zjaria, tampoco hablaba de él, pero es que Zjaria no hablaba de nada. Menudo y sumiso, cumplía sus funciones en la sección avícola, junto a Relia, y por las noches seguía a Fania y a su hermana al comedor, y simplemente por su manera de caminar se veía que tan sólo aspiraba a desaparecer, a que nadie lo viera ni lo oyera.
En la guardería, recordaba Aarón, los niños trataban a Yankele con extremado tacto, como si estuviera enfermo o fuese un discapacitado. Y años después, cierto día en que Aarón pasaba de largo ante la granja, adonde los pequeños habían ido a ver un corderito recién nacido, vio que Yankele, que estaba haraganeando por allí, comenzaba a tirar palitos contra la jaula del conejo. Rinat le amonestó, llevándose las manos a las caderas y diciendo, igualita que Lotte, su madre: «Eso no está bien, ésa no es manera de comportarse». Aarón recordaba que incluso en aquel entonces -él tenía doce años y Rinat cuatro- le había hecho gracia reconocer el tono con que Lotte los regañaba cuando dejaban el suelo de las duchas manchado de barro, y también recordaba que Oded, el hijo menor de Yojeved, le había dicho a Rinat en un susurro: «Sé amable con él; si no, Fania te va a hacer la vida imposible».
– No me va a hacer la vida imposible -replicó Rinat con aplomo-. Lotte no le dejará.
– Pero esta noche te asustará, porque le toca ser la guardiana -dijo Oded medroso-. Sé que le toca hoy, porque yo no duermo en la casa infantil cuando está ella de guardia.
– No puedes dormir en otro lado -dijo Rinat en tono inapelable.
– Sí puedo -le aseguró Oded-. Me lo ha dicho Yojeved.
– No te lo ha dicho -replicó Rinat-, y, además, ella no lo decide. Las madres no lo deciden.
Hasta Oded interpretó que la decisión con que había hablado Rinat en el fondo era inseguridad.
– Sí, Yojeved me ha dicho que esta noche puedo dormir con ella y con mi padre, porque cuando está Fania de guardia me da miedo dormirme. Nunca viene a verme si lloro, ¡nunca!
Aarón no acertaba a comprender qué le había llevado a recordar aquel largo diálogo que hasta aquel momento ni siquiera sabía que guardaba en la memoria. Dirigió la vista hacia Fania, que sollozaba sin tregua. «Si lo único que tiene es a sus hijos, ¿cómo es que les deja dormir en grupo en vez de llevárselos con ella?», había preguntado Aarón en una ocasión. Y, sin el menor titubeo, Osnat había señalado que para Fania era algo que se daba por supuesto, un hecho que se aceptaba sin ponerlo en cuestión. Fania había llegado al kibbutz muy joven y sus hijos eran «sabras», como ella decía con orgullo; que durmieran con los demás niños y no con sus padres era un mandato de las alturas, la voluntad de Dios, como también lo era el hecho de que su hija Nejama se hubiera marchado a vivir a Haifa con su marido, sin que de Fania saliera una sola palabra de protesta.
Fania defendía a sus hijos de toda ofensa o palabra ingrata como una fiera que desenvaina las uñas y ellos se acogían a su protección. Había resuelto el problema de la separación nocturna presentándose voluntaria para los turnos de noche en la casa infantil, con lo que tenía aterrorizados a los demás niños del kibbutz, pese a que, en realidad, siempre era amable con ellos. Aquel miedo se lo habían transmitido en parte sus padres, a través de conversaciones o comentarios que los niños oían por casualidad, y en parte derivaba de los sonidos que Fania emitía al recorrer los caminos del kibbutz, de aquel incoherente barboteo hecho de gruñidos y murmullos en polaco y en yidish.
Dvorka no derramó ni una lágrima sobre la sepultura abierta, ni tampoco lloraron los demás ancianos. Los amigos de Srulke, Bezalel, Shmiel y otros supervivientes de la generación de los fundadores, formaban una piña junto a la tumba. Aarón contempló las lápidas de alrededor. Srulke iba a yacer junto a Miriam, en cuya tumba reposaba aún el ramo de gerberas que él había depositado la víspera, justo antes de morir. Aarón sintió un deseo apremiante de cubrirse con aquellos terrones de tierra, seguro de que aquél era el lugar donde quería reposar, entre los esbeltos cipreses, en el silencio sólo roto por los cantos de los pájaros.
Dvorka hizo un elogio de Srulke y Zeev HaCohen también pronunció algunas palabras en su memoria. La ceremonia, pese a ser laica, resultaba sobrecogedora, misteriosa, y, recordando otros entierros a los que había asistido durante los últimos años, en Holón, en Kiriat Saúl y en Jerusalén, Aarón pensó que a Srulke se le había hecho justicia, pues había muerto de repente, sin darse cuenta de nada y mientras se ocupaba en el trabajo que amaba. Y con esa idea trató de consolar a Moish. «El beso de la muerte en un lecho de flores», dijo Osnat cuando todos se reunieron en la habitación tras el entierro. «Todos» eran Moish, Havaleh y los niños, Osnat, Bezalel, de la sección agrícola, Shmiel y Zeev HaCohen. Dvorka se retiró a su habitación con la espalda aún más encorvada que la víspera.
El silencio reinante en la habitación resultaba opresivo. Aarón hojeó los semanarios del kibbutz apilados en una estantería, bajo el televisor, y echó un vistazo a las actas de las sijot. Ya sólo pensaba en marcharse y esperaba el momento adecuado para hacerlo. En los boletines informativos encontró artículos de Osnat, secretaria del kibbutz desde hacía un año y antes directora del instituto regional y representante del kibbutz en el seminario de Guivat Aviva, cargos todos ellos con los que pretendía cumplir su aspiración de «realizarse y cambiar el rostro de los kibbutzim de hoy día», según le había dicho. También había en los semanarios artículos de Dvorka. Mientras Bezalel llenaba la tetera eléctrica, sólo por romper el silencio diciendo cualquier cosa, aunque fuera inoportuna, Aarón preguntó:
– ¿Qué le ha pasado a Fania?
El silencio persistió, como si nadie hubiera oído la pregunta, hasta que al fin, Moish, incómodo bajo la mirada expectante de Aarón, dijo:
– Es duro para ella. Estaba muy unida a Srulke; fue él quien trajo aquí a Fania y a Guta después de la guerra.
– No tenía ni idea -dijo Aarón.
– Srulke no era muy dado a contar cosas.
– ¿Cómo las trajo? -preguntó Aarón- ¿De dónde?
– En Milán había un campo de detención donde los refugiados esperaban que les concedieran permiso para venir a Eretz Israel -explicó Shmiel- Srulke y yo estuvimos allí trabajando para la Brijá… ya sabes, la organización clandestina de rescate montada por la Haganah, la Agencia Judía y el Comité Conjunto de Distribución para traer inmigrantes ilegales al país. Ahora no vamos a entrar en detalles, es una larga historia. Daba pena mirarlas. Les conseguimos los permisos y las trajimos aquí… Shmuel y Rocheleh también vinieron con ellas, y algunas otras personas a las que distribuimos por el país.
– ¿Cuántos años tenían entonces? -preguntó Aarón, aliviado porque se hubiera iniciado una conversación.
– Unos dieciocho o veinte, veintitantos, quizá. No lo recuerdo con exactitud, pero eran jóvenes, muy jóvenes. Y Fania estaba enferma de tuberculosis. Y Guta tenía siempre tanta hambre y tanto miedo a quedarse sin comida que escondía bajo una manta todo lo que le dábamos y lo iba almacenando. Fue horrible. Al verlas hoy, es imposible imaginar todo lo que han tenido que aguantar.
– Es cierto. Pero ¿qué era eso que decía Fania de la residencia de ancianos? -insistió Aarón.
– Tonterías -respondió Shmiel airado-. Nada más que tonterías. Un montón de ideas estúpidas de las que no saldrá nada. Hay gente que prefiere pasarse el día hablando en lugar de trabajar -añadió, lanzando una inquieta ojeada a Osnat.
– En primer lugar -dijo Osnat con serena autoridad-, no es una residencia de ancianos; y, en segundo lugar, no es ninguna tontería.
– ¿Y qué es si no es una residencia de ancianos? -intervino Bezalel furioso-. Estáis hablando de estupideces, de cosas que no se llevarán a la práctica. Haced el favor de no traer aquí esas ideas horribles. ¿Qué tiene de malo la manera en que vivimos ahora? ¿Por qué tenéis que estar cambiándolo todo siempre? ¿Hacia dónde vais tan deprisa?; eso es lo que no comprendo.
– Es toda una filosofía -dijo Osnat con la misma confianza de antes-, y se trata de salvar vidas. Fijaos en los kibbutzim de la zona… ¿Se puede envejecer con dignidad en Mayanot, por ejemplo? Sólo pretendemos hacer lo que sea mejor para todos, ya veréis cómo al final nos dais la razón.
– Ya lo veremos -replicó Shmiel, amenazador-. Ya veremos cómo sale la votación. Gracias a Dios, no todo el mundo piensa como tú.
Osnat no contestó y Zeev HaCohen intervino conciliador:
– No tiene por qué ser algo tan terrible. Tenéis que superar vuestros prejuicios.
– Y tendréis casas nuevas -terció Havaleh de pronto-, y cesarán las murmuraciones sobre las casitas que nos construimos la gente de nuestra generación mientras sólo arreglábamos vuestras habitaciones.
– Pero ¿qué residencia de ancianos es ésa? ¿A qué llama residencia de ancianos? -preguntó Aarón una vez más.
Osnat tosió, se enderezó en su sillón y dijo:
– Tienes que cambiar de terminología, eso lo primero. No estamos hablando de una residencia de ancianos. Se trata de una institución regional basada en el mismo principio que el del colegio regional de los kibbutzim, una especie de centro para la generación mayor, con su fábrica anexa y todo lo necesario. Aún no se ha formulado la propuesta formalmente; de momento, sólo queremos que se vote la creación de una comisión planificadora, y luego todo el mundo podrá votar los planes que presente. Aún no hay nada decidido -dirigió una mirada tranquilizadora a la par que admonitoria a Shmiel-, pero, en principio, la idea es crear alojamientos comunes y una fábrica, una especie de kibbutz para la tercera edad -se cruzó de brazos y miró en torno suyo con expresión grave.
– Pero ¿para qué demonios? -preguntó Aarón sorprendido-. Lo bonito de este lugar es precisamente eso, que todos vivís juntos, los ancianos al lado de los jóvenes. ¿Qué necesidad hay de esa institución?
– Es complicado, muy complicado de explicar -dijo Osnat-, pero créeme si te digo que en el Kibbutz Artzi no les ha parecido mala idea. Es un proyecto nacido de las dificultades económicas del movimiento y de las rigideces estructurales que deben modificarse. No es momento para explicarlo a fondo. Sólo puedo decirte que ya hay kibbutzim donde la gente puede envejecer con dignidad y que algunos kibbutzim de esta zona están en quiebra. ¿No has oído que el Movimiento Unido de Kibbutzim ya ha decidido vender a la gente de la ciudad pisos de esos centros?
Aarón hizo un gesto negativo.
– Así que todavía podemos darnos por satisfechos con lo que ocurre aquí -comentó Bezalel con sonrisa amarga.
– No nos interesan los beneficios -prosiguió Osnat-, y no pretendemos hacer negocio vendiendo pisos a los ciudadanos de edad. Pero -se volvió hacia Aarón- lo cierto es que la idea se ha propuesto; si te interesa, puedo facilitarte material de lectura sobre el proyecto.
– Me interesa -dijo Aarón sin saber por qué. Su propia madre se había ido a vivir a una residencia de Ramat Aviv y parecía encontrarse muy bien allí, pero, aun así, el proyecto le escandalizaba. Pensó en Srulke-. Y a Srulke ¿qué le parecía esta idea? -preguntó quedamente.
– Nunca hizo ningún comentario -respondió Osnat-. Ya sabes cómo era.
– Srulke era un ángel -dijo Shmiel alzando la voz-. Un lamed-vavnik, uno de los treinta y seis hombres justos de su generación. Pero no se sabía cómo respiraba. Era imposible saber qué pensaba. Sobre todo, a partir de la muerte de Miriam.
Havaleh hizo un gesto de impaciencia y dijo:
– Voy a preparar café. ¿Quién quiere?
Nadie respondió.
– La razón es que os estropeamos los planes con nuestros votos -exclamó Shmiel-. Y os creéis que ni de eso nos damos cuenta.
Osnat se volvió hacia Aarón y dijo sosegadamente:
– Entonces, ¿te envío el material?
– ¿Por qué no me lo das ahora? -propuso Aarón vacilante, buscando la oportunidad de estar a solas con ella.
– No, antes tengo que prepararlo -respondió Osnat con un gesto grave que él recordaba muy bien, el mismo gesto que años atrás exhibía durante las actividades de la comisión cultural de su curso y, más adelante, cuando era la encargada de la nueva unidad Nájal del kibbutz.
Al fin Aarón se puso en pie y masculló que tenía compromisos previos y debía volver a casa, confiando en que Osnat saliera a despedirlo, pero fue Moish quien se levantó, ya más entero, y lo acompañó al coche.
– Quería decirte que me has ayudado mucho -le dijo Moish cuando se aproximaban al coche.
Aarón contempló sus plateados mechones, su gesto de dolor, la expresión de dulzura poco habitual en sus ojos grises, los grandes pies bronceados que sobresalían de sus sandalias y el aspecto saludable que irradiaba toda su persona. Pensó en el Alumag y las pastillas de Tagamet que había visto en el cuarto de baño y quiso comentar algo al respecto, pero, por miedo a revelar que había estado curioseando, no dijo nada.
Sintió que el dolor le traspasaba el brazo izquierdo cuando lo agitó a la vez que decía:
– No digas eso, es natural. Me alegra haber estado aquí y haber podido echar una mano. Al fin y al cabo, estoy en deuda con Srulke.
E, inmediatamente, le pareció que en sus palabras había algo inoportuno, aunque no sabía qué. No lograba pensar en Moish como en un hermano o un amigo, y, desde luego, era incapaz de ver en Srulke a un padre. No podría haber dicho nada más afectuoso sin que a él mismo le sonara falso.
Ya eran las siete y media de la tarde cuando llegó a casa, y el brazo seguía doliéndole. Le recibió un piso vacío, donde no podía dejar de pensar en Osnat y en que no había cruzado con ella ni una palabra íntima. Llevado por un impulso que no logró reprimir, marcó el teléfono de su habitación, lo había copiado del directorio del kibbutz que había junto al teléfono de Srulke. Colgó sin haber pronunciado una palabra después de oír la cristalina voz de Osnat.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Periódico del partido de izquierdas MAPAM, al que está afiliado el Movimiento Kibbutz Artzi.
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Ceremonia en la que los varones judíos se incorporan a la comunidad religiosa a la edad de trece años y asumen todas las obligaciones de un creyente adulto. (N. de la T.)