171456.fb2 Asesinato En El Kibbutz - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Hasta que su hijo Moti comenzó a darle problemas, Simjá siempre había sido capaz de superar todas las dificultades. Si hubiera oído que alguien la calificaba de «desfavorecida», habría mirado perpleja a esa persona, incapaz de comprender de qué estaba hablando. Simjá había criado sin ayuda a sus seis hijos y había sido la única que traía dinero a casa desde que Albert tuvo un accidente de trabajo y la espalda comenzó a dolerle tanto que apenas se levantaba de la cama, salvo para sus visitas mensuales a las oficinas de la Seguridad Social, donde recogía su menguada pensión de discapacitado, y para sus diarias excursiones al centro de la ciudad, donde veía a sus conocidos y bebía café turco y, a veces, áraq rebajado con agua. A pesar de que trabajaba fuera de casa todo el día después de haber recogido, limpiado y cocinado para su familia, de que cuidaba a los hijos de las vecinas cuando se lo pedían y escuchaba a sus cuñados, cuñadas y a los hijos de su hermana pequeña cuando iban a contarle sus problemas, a pesar de todo esto, Simjá siempre irradiaba una actitud de aceptación del destino combinada con una expresión de satisfacción e incluso de alegría.

Sin contar con el entierro de su madre y su tercer parto, en el que su hijo nació muerto, sólo había estado una vez al borde de las lágrimas. Fue cuando le quitaron la escayola de la mano izquierda, fracturada al caerse persiguiendo a los hijos de una vecina, y le dijeron que necesitaría hacer rehabilitación porque la mano se había quedado rígida. El doctor del ambulatorio que la atendió le preguntó: «¿Dónde trabaja usted, señora Malul?», y una vez que se lo hubo explicado, se interesó por el empleo de su marido, por sus hijos, y, finalmente, le preguntó sin rodeos cómo conseguía llegar a fin de mes. Simjá describió sus ocupaciones diarias, y, cuando hubo terminado, él la miró y suspiró, y ella dijo: «¿Qué le voy a hacer?», y después: «Es duro, doctor, muy duro», y sintió que se le agolpaban las lágrimas en los ojos, no por las dificultades de la vida, sino por la mirada que él le dirigió, colmada de impotencia y compasión. Si se lo hubieran preguntado, Simjá no habría sabido decir por qué aquella mirada había hecho que se le saltasen unas lágrimas que ni ella sabía que guardaba dentro. Tan sólo podría haber dicho que en lugar de aquel joven médico de ojos azules habría preferido al doctor Ben Zakán, quien, como siempre, la habría examinado superficialmente y le habría hecho una receta sin preguntarle nada. Pero el doctor Ben Zakán estaba de vacaciones y le había sustituido aquel médico desconocido, que le dio un mes de baja.

Simjá no se tomó la baja, tenía miedo de que buscaran una sustituta, porque ¿cuánto tiempo podrían dejar a las otras auxiliares a cargo de la enfermería del kibbutz? Tras muchos años trabajando en la limpieza, primero en casas particulares de Kiriat Malaji y luego en el hospital de Asquelón, donde no había mucho trabajo pero las enfermeras eran estrictas, los pacientes sufrían mucho y los largos desplazamientos en autobús la agotaban, Simjá había hecho algo que hasta entonces nunca se le había ocurrido hacer: animada por la enfermera jefe del servicio de medicina interna, donde trabajaba, había solicitado un curso de auxiliar de enfermería para cuidados domiciliarios. El curso duró seis meses y, al concluirlo, hacía un par de años, había conseguido trabajo en el kibbutz.

Y ahora, a los cuarenta y nueve años y ya abuela de cinco niños, a veces podía tomarse un respiro en su lugar de trabajo. De no ser por Moti, podría haber vivido en paz, porque hacía malabarismos con el dinero y se contentaba con comer pollo los viernes e improvisar empanadas vegetales y potajes el resto de la semana y preparar unas deliciosas tortitas con los alones del pollo de los viernes. Pero el problema de Moti le robaba la paz y la tranquilidad.

Moti no tenía más que doce años, pero Simjá sabía que se echaría a perder sin remedio si no lograba alejarlo del barrio cuanto antes. Moti era el menor de sus hijos, y aparte de él sólo seguía viviendo en casa Limor, una niña de trece años, obediente y de buen carácter, que se portaba bien y echaba una mano en las tareas domésticas. Simjá había reconocido enseguida las señales de alarma en Moti: las había visto muchas veces en otros chavales del barrio y siempre había acertado desde el principio. Sabía todo lo que había que saber sobre visitas nocturnas de la policía, gritos, familias deshechas, robos, y también conocía a los chavales en cuestión, que pasaban el día matando el tiempo en el centro comercial, tirando de las palancas de las máquinas tragaperras, o tumbados en casa, mirando el techo con los ojos en blanco. Y más de una vez había acudido en auxilio de Jeannette Abukasi para enfrentarse a su hijo mayor cuando le iba a exigir dinero. Simjá no quería indagar en los motivos de la situación de Moti, pero algo le decía que estaban relacionados con el comportamiento de Albert, y también con su propia debilidad, pues los años habían menguado sus fuerzas. Ya no insistía tanto como antes en decirle a Moti que hiciera los deberes, y cuando lo regañaba por no ir al colegio, su voz no transmitía la misma autoridad que había empleado con sus hermanos mayores.

La palabra «drogas» nunca había salido de sus labios. Y, cuando la asistente social del colegio la citó para hablar con ella, la escuchó con la cabeza gacha y asintiendo. Resistió a la tentación y no pronunció ni una sola vez esa frase que había oído decir a muchas madres desvalidas: «¿Qué puedo hacer?». Una vez que la asistente social, que iba tocada con un elegante pañuelo azul por motivos religiosos, hubo terminado de hablar, Simjá se quedó en silencio y, al fin, dijo: «Sí, lo comprendo»; incluso se había sentido superior a la asistente social, quien no alcanzaba a entender la gravedad del problema. Porque la asistente social, que con gesto nervioso no paraba de recogerse un mechón de pelo bajo el pañuelo, seguramente no era capaz de reconocer a esos jóvenes a quienes Simjá llamaba para sí «los condenados»; Moti aún no estaba irrevocablemente condenado, bastaba con que lo alejara de su pequeña ciudad.

Simjá comentó un par de veces el problema con su hermano mayor y, éste, tras varios intentos infructuosos de hablar con Moti, que siempre se quedaba mirándolo sin decir palabra, le aconsejó que lo enviara al kibbutz. A Simjá le resultaba más que conocido el gesto de desesperación de su hermano tras los intentos de hablar con Moti. También ella había acabado desesperándose por el retraimiento de Moti cada vez que trataba de hablar con él. A medida que hablaba notaba que la pasión iba desapareciendo de sus palabras y que su hijo cada vez se le escapaba más y más de las manos. Cuando intentaba regañarlo los días en que hacía novillos, cuando sus ojos la miraban sin verla, le venía a la memoria la imagen del bebé rellenito que nunca lloraba de noche y la del niño siempre pegado a sus faldas cuya mayor alegría era verla regresar del trabajo. Ahora, al mirar esos ojos inexpresivos, se sentía abrumada por una sensación de fracaso hasta entonces desconocida.

– ¿Dónde está el problema? -le había dicho su hermano-. Trabajas en el kibbutz, puedes conseguir que lo acepten.

Y Simjá lo estuvo meditando durante largo tiempo.

Todas las mañanas, después de prepararles a sus hijos unos bocadillos y enviarlos al colegio, Simjá salía corriendo para coger el autobús que salía de Kiriat Malaji a las ocho y diez, se apeaba en la parada de la autopista y desde allí le quedaban veinte minutos de paseo por la estrecha carretera del kibbutz. De vez en cuando, si tenía suerte, pasaba un coche y la recogía. A las nueve menos cuarto llegaba a la enfermería para relevar a la auxiliar de noche. Por lo general, el doctor Reimer también se presentaba a esa hora para oír el informe de la auxiliar de noche. Luego no volvía a aparecer hasta última hora de la tarde, cuando Simjá ya se había marchado.

Cada vez que veía al doctor, se proponía consultarle si podrían acoger a Moti en el kibbutz, pero en el último minuto la vergüenza se lo impedía. Desde el principio, desde que pisó el kibbutz por primera vez llevando consigo las referencias de la última familia para la que había trabajado, Simjá había pensado en Moti. Aun cuando entonces los síntomas todavía no estaban claros, su madre ya advertía en él una peculiar debilidad, una carencia que una persona más culta quizá habría denominado falta de ambición. Ella no le ponía nombre, pero observaba con inquietud los actos y la conducta de su hijo, así como a los amigos que elegía.

Ahora estaba decidida a actuar, y si antes no sabía cómo abordar al doctor Reimer, al fin se había enterado de que era necesario presentar una solicitud a la junta directiva del kibbutz, y así lo iba a hacer, acallando su miedo y su vergüenza con la idea de que allí todos la trataban con gran amabilidad. En los dos años que llevaba trabajando en el kibbutz no había recibido una sola reprimenda, y, cuanto más tiempo pasaba, mayor era la estima en que la tenían, estima que se manifestaba en miradas amistosas y elogios explícitos, en regalos de fruía y otros detalles en las fiestas. Siempre que hablaban de ella, tanto Rickie, la enfermera, como los pacientes y sus familiares le prodigaban halagos. Los propios pacientes le hacían regalos a veces, y también los hijos de los ancianos ingresados en la enfermería.

Al despertarse aquella mañana preocupada por Moti, Simjá pensó en todo esto y llegó a la conclusión de que el único problema era dar el primer paso. Cómo iba a ir a la oficina, se preguntó desesperada, si tenía que estar en la enfermería a las nueve de la mañana y salir corriendo por la tarde para coger el autobús de las tres y media, o bien esperar tres horas y media hasta que llegara el siguiente autobús, lo que supondría dejar solos a los niños hasta muy tarde. Eso sin tener en cuenta que aquella tarde la iban a dejar al cuidado de sus nietos mientras su hija y su marido asistían a una boda en Kiriat Shmonah. En la enfermería no contaba con ninguna ayuda y estaba prohibido dejar solos a los pacientes, norma que nunca había infringido. Se lo habían dicho muy claro desde el principio y ella nunca salía del edificio hasta que llegaba el cambio de turno.

El trabajo no presentaba mayores dificultades. Nunca solía haber más de un puñado de pacientes, algunos en cuarentena, con enfermedades infecciosas, y otros ancianos. De tanto en tanto ingresaban soldados enfermos que preferían quedarse en el kibbutz en lugar de ir al hospital militar. Hasta el momento la enfermería nunca había estado vacía, y eso le confería seguridad y confianza en que las cosas seguirían así para siempre y ya no tendría que preocuparse de buscar empleo en casas particulares.

Desde que comenzó a trabajar en la enfermería, siempre había tenido a su cargo, cuando menos, a un anciano. Algunos pasaban allí meses enteros, y ahora, mirando a Félix y cavilando cómo lo iba a despertar para lavarlo, Simjá pensó en lo triste que era estar allí tumbado esperando pacientemente que te llegara la muerte, sin luchar, como su abuela, que había fallecido pocos años después de que la familia emigrara a Israel desde Marruecos y que había pasado los dos últimos años de su vida en la cama.

– Pobrecitos míos -dijo en voz alta mientras preparaba una palangana con agua caliente.

Zahara, la hija de Félix, acudía a verlo un par de veces al día, pero él ni le dirigía la palabra, era como si no la reconociera. También sus nietos iban a verlo a veces. Lo habían estado cuidando en su habitación durante mucho tiempo, pero, según le había explicado el médico a Simjá, ahora Félix requería vigilancia durante las veinticuatro horas del día.

En aquellos momentos sólo había dos ancianos ingresados y Simjá cuidaba de ambos. Físicamente no era difícil; lavarlos era lo único que a veces resultaba fatigoso. Sobre todo lavar a Félix, a quien había que convencer con mucha paciencia y firmeza. Se negaba a colaborar como un niño cabezota. Simjá sabía por experiencia que tenía los días contados. Cada vez que lo alimentaba a través de la nariz, en los ojos de Félix fulguraba una airada desesperación, y ella sabía que aquélla era una de las señales del principio del fin. Después vendría el más absoluto abandono. Aquella desesperación, así como el tono amarillo grisáceo de su rostro y la piel que le colgaba flácida y arrugada de los huesos resecos, indicaban que el final estaba próximo. Pero, como es natural, Simjá no decía nada. Cuando miraba a Félix solía pensar en Moti y en que no se atrevería a pedirle consejo al médico. Sobre todo porque el médico siempre estaba en tensión, apremiado, con prisas por irse corriendo a otro lado.

Aquel día estaba resuelta a ir a la secretaría. Iba a solicitar que admitieran a Moti en el kibbutz aunque al hacerlo perdiera el autobús de vuelta. O, quizá, podría marcharse un poco antes de que terminara su turno, antes de que llegara a relevarla la auxiliar de la tarde, pensó, asustándose de esa ocurrencia.

A Simjá le gustaba su trabajo. Al ver la ropa de cama sucia apilada en un rincón y al paciente bien aseado después del lavado matinal, tumbado entre las sábanas limpias y almidonadas, sentía una satisfacción semejante al agradable cansancio de los viernes por la noche, de aquellos momentos de bienestar en que toda la familia se reunía en torno a la mesa en la casa recién arreglada. Ahora, al sumergir un paño suave en el agua tibia de la palangana, no pudo menos de chasquear la lengua y suspirar. Félix estaba cada vez más distante, menos dispuesto a colaborar, se resistía más y más.

– Van a salirle escaras de estar siempre en la cama, la higiene es muy importante -le repetía al anciano, quien, tumbado en posición fetal, se negaba a moverse-. Le hará sentirse mejor, ya verá qué bien le sienta -le dijo a la vez que retiraba las sábanas de sus hombros-. Zahara vendrá enseguida a traerle el periódico, y luego también vendrán los niños. ¿No le da vergüenza que lo vean así? -murmuró mientras escurría el paño en la palangana-. ¿No le da vergüenza? -repitió.

No conseguía desterrar de sus pensamientos la palabra «vergüenza», pero ya no pensaba en la higiene, sino en la vergüenza de ser tan viejo y estar tan desvalido. No era de su incumbencia idear otras soluciones y recibía sin rechistar las instrucciones del médico con respecto a la alimentación forzosa, pero a veces, cuando veía una mirada de desesperación en los ojos del viejo mientras volcaba cuidadosamente el puré por la sonda, sentía una inmensa lástima, un poderoso deseo de no verlo en aquella situación deshonrosa.

Después de atender a Félix le tocaba el turno a Braja. Aunque tampoco hablaba, Braja era más dócil. Ambos ancianos ocupaban habitaciones contiguas, separadas por un par de grandes puertas plegables que sólo se cerraban cuando la situación era crítica en uno u otro lado. Si había más de dos ancianos ingresados, se veían obligados a compartir habitación, pese a que la intención original había sido concederles intimidad, pero Simjá a veces se preguntaba para qué la necesitaban dado que vivían ajenos a lo que los rodeaba, encerrados en sí mismos, en el más íntimo de los mundos.

Había otra habitación, más pequeña y aislada, destinada a los pacientes en cuarentena. El último ocupante había sido un soldado aquejado de una hepatitis infecciosa, pero ya le habían dado el alta para reincorporarse al servicio activo y ahora la habitación estaba vacía. ¡Qué jaleo se había montado la semana en que estuvo en la enfermería!, pensaba Simjá. Siempre había gente entrando y saliendo, y también música. Lo cierto es que había resultado muy agradable y que ahora volvería a reinar el silencio hasta que de nuevo ingresara algún joven.

Simjá calentó el puré de Braja, comprobó la temperatura metiendo un dedo en el cuenco, y cuando al fin la estimó correcta, incorporó a Braja, la recostó sobre una gran almohada, extendió una toalla limpia sobre la manta y le dio de comer. Retiraba cuidadosamente los grumitos de puré que se le pegaban a las comisuras de la boca y le hablaba sin pausa. En el curso de auxiliar de enfermería le habían enseñado que convenía hablar a los pacientes. Aun cuando no reaccionaran, era importante que sintieran el contacto humano. Simjá seguía las instrucciones al pie de la letra y parloteaba con Braja, sin que le resultara difícil, porque Braja le gustaba. Una vez que hubo limpiado el suelo y el armario de la cocina, levantó la vista hacia el gran reloj de pared y vio que ya eran las doce; pronto traerían la comida y, a continuación, se recordó, iría a la secretaría.

Oyó ruidos, no el sonido habitual del carrito de la comida, sino voces; luego entraron el doctor Reimer y Rickie, la enfermera, con una nueva paciente, una mujer joven. Simjá la reconoció como la hermosa rubia a la que había visto hablando por teléfono en la oficina el día que la entrevistaron para el puesto de trabajo. Aun ahora, pálida y con los ojos cerrados, se la veía hermosa. La llevaron medio en volandas a la habitación para cuarentenas. Simjá se hizo a un lado, dispuesta para ayudar, y se preguntó si sería otro caso de hepatitis, pero se quedó a la espera del carrito de la comida sin decir nada.

Cuando llegó el carrito, el doctor Reimer y la enfermera Rickie aún estaban en la habitación para cuarentenas y Simjá, ocupada en calentar la comida y separar las porciones de Félix y de Braja, apenas si oía lo que ocurría allí. Al cabo, el doctor salió y le dijo:

– Simjá, acabamos de traer a Osnat, va a pasar aquí unos cuantos días. Tiene una neumonía muy grave y quiero que se quede en la enfermería. Sólo tendrá usted que preocuparse de que beba mucho, de tomarle la temperatura y, si ella quiere, de ayudarla a lavarse. Ahora está muy débil, pero en un par de días mejorará y podrá salir. Rickie le va a poner una inyección ahora mismo.

Simjá asintió y preguntó sobre la dieta de Osnat, y el médico le respondió que sin duda no querría comer nada, pero que era importante que bebiera mucho.

– ¿Tal vez el jugo de la compota? -sugirió Simjá vacilante.

El doctor Reimer asintió y respondió:

– Lo que le apetezca, siempre que beba mucho. Como está consciente se lo puede consultar a ella.

Y, con esto, el médico y la enfermera se fueron y volvió a hacerse el silencio. Simjá entró sigilosa en la habitación para cuarentenas. La paciente no era tan joven como le había parecido en un principio, pero tampoco era mayor. Y, desde luego, era una belleza. Parecía adormilada. El doctor Reimer había dicho que Rickie volvería inmediatamente para ponerle la inyección. Simjá decidió pedirle permiso para ir a la secretaría mientras ella se quedaba de guardia. Cuando Rickie regresó, Simjá estaba fregando los platos con la vista pegada al reloj. La enfermera entró en la habitación y Simjá oyó murmullos y retazos de frases que no trató de comprender. No podía dejar de pensar en Moti y en la asistente social y en lo que Limor le había preguntado esa misma mañana: «¿De dónde vas a sacar el dinero para pagarle a Víctor, el del ultramarinos? Dice que no piensa fiarnos más hasta que hayamos saldado las cuentas».

– Ya está, le he puesto la dosis de penicilina de hoy -dijo Rickie saliendo de la habitación-. Esta tarde me pasaré a verla otra vez; cuando venga Yafa, no se olvide de decirle que le dé mucho de beber.

– Sí, sí, no se preocupe -dijo Simjá, y no se atrevió a preguntar nada más.

Rickie se fue. Los dos ancianos dormían. Simjá se asomó a la habitación para cuarentenas, donde Osnat estaba tumbada con los ojos cerrados. Vaciló un instante, mirando el reloj y a la paciente, y al fin se acercó a ella y le puso la mano en la frente. Osnat abrió los ojos y sonrió, Simjá le devolvió la sonrisa y le preguntó si quería beber algo. Y después de que Osnat bebiera unas cuantas cucharadas del jugo de la compota de Braja y cerrara los ojos de nuevo, diciendo con dificultad que le gustaría dormir un rato, Simjá dejó el platito de compota en la mesilla de noche, se quitó la bata y salió del edificio. La secretaría estaba en el otro extremo del kibbutz y recorrió casi todo el camino a la carrera; pero, al llegar, se encontró la puerta cerrada, con un cartel pegado donde se notificaba que había reunión en el club social.

Suspiró y volvió sobre sus pasos. En todo el tiempo que llevaba trabajando allí nunca se había detenido a mirar a su alrededor, ni siquiera de camino al autobús, pero ahora, pese a que tenía tanta prisa, reparó en los edificios, las flores, la tranquilidad, oyó el canto de los pájaros, y pensó en lo agradable que era allí la vida y en lo bien que le sentaría a Moti, o a cualquiera, educarse en el kibbutz.

Regresó a la enfermería tan deprisa como se lo permitieron las piernas, que no fue mucho, y al entrar en el pequeño edificio blanco echó un vistazo al reloj de pared y vio que ya eran las dos, había estado fuera media hora. Desvió la vista del reloj, tomó aliento y, ya repuesta del susto, enseguida advirtió que la puerta que daba a las habitaciones de ambos ancianos estaba cerrada; al abrirla vio que alguien había cerrado asimismo la puerta divisoria y el corazón se le aceleró pensando que en su ausencia había sucedido algo. Pero al abrir la puerta vio a los dos ancianos dormidos, como de costumbre, y a nadie más. La puerta de la habitación para cuarentenas también estaba cerrada; alarmada, Simjá quiso recordar, mientras se ponía la bata que había dejado en la silla de la cocina, si había sido ella quien la había cerrado al salir; mientras titubeaba junto a la puerta, extrañamente atenta a los cantos de los pájaros, oyó gemidos y entró.

La paciente tenía la cabeza colgando por el borde de la cama y respiraba aceleradamente, emitiendo un sonido ronco y silbante. Paralizada en el umbral, sin saber si lo mejor sería telefonear inmediatamente a la clínica, Simjá vio que la paciente estaba a punto de caerse de la cama, corrió hacia ella, la enderezó y, haciendo un gran esfuerzo, logró decir:

– Aquí estoy, cariño, tranquila.

Luego Osnat empezó a vomitar mientras Simjá le sostenía la cabeza. La enferma tenía los ojos cerrados; era imposible saber si estaba semiconsciente o totalmente inconsciente. Continuó vomitando espasmódicamente en el regazo de Simjá mientras ésta le sujetaba la cabeza con mano firme, el oído atento a su respiración estentórea. Cuando le pareció que los vómitos habían cesado, le acarició la cabeza, retirándole el cabello sudoroso de la frente, y se dispuso a ir a por agua y toallas. Pero entonces Osnat emitió una especie de gruñido a la vez que la cabeza se le vencía hacia atrás.

Simjá había visto suficientes muertos en su vida para saber sin sombra de duda lo que se negaba a creer: que aquella mujer había expirado. Se quedó muy quieta, tratando de averiguar si respiraba, pero los labios de Osnat, torcidos en un rictus de dolor, no se movían, y cuando Simjá acercó la oreja al rostro contorsionado, no oyó nada.

Sabía lo que debía hacer. Fue corriendo al teléfono y marcó el número de la clínica, situada al otro lado del kibbutz, donde Rickie estaría en ese momento administrando medicamentos, vendando heridas y ocupándose de las demás tareas que tenía a su cargo cuando el médico no estaba en el kibbutz. Rickie llegó resollando y, al cabo de un instante, apareció un hombre que se precipitó hacia la habitación para cuarentenas, desde donde Rickie lo llamaba a voces:

– ¡Moish, Moish, ven aquí!

Simjá permaneció en el umbral observando cómo la enfermera Rickie hacía la respiración boca a boca y masajeaba el pecho a la paciente, a quien Simjá ya llamaba mentalmente «la difunta» o «la pobrecilla», porque era obvio que no había manera de devolverla a la vida, aunque a la mujer de Ben Yaakov, el carnicero, sí habían logrado reanimarla golpeándole el pecho tal como ahora Rickie se lo golpeaba a aquella pobre mujer, pero aquello sucedió después de que la mujer de Ben Yaakov se ahogase en el mar y no después de estar enferma con una fiebre tal vez de cuarenta grados.

Entretanto, el hombre a quien la enfermera Rickie llamaba Moish había salido a telefonear y Simjá le oyó gritar:

– ¡Mordie, trae la ambulancia inmediatamente, Osnat está muy mal! -y después-: ¡No, no, Eli Reimer va de camino al hospital, salió hace un cuarto de hora, es imposible dar con él!

La ambulancia llegó al instante y, entre todos, trasladaron a Osnat al vehículo. En el último momento, la enfermera Rickie regresó a la habitación para cuarentenas, rebuscó en la papelera y sacó la ampolla y la jeringa que había empleado para ponerle la inyección.

Déme una bolsa de plástico -le pidió a Simjá.

Luego salió corriendo y montó en la ambulancia, cuyas ruedas rechinaron sobre la estrecha carretera, y de pronto se hizo un silencio absoluto; hasta entonces Simjá no se dio cuenta de que debería haberles dicho que había salido un rato de la enfermería; tenía la certeza de que Osnat estaba muerta, nada podría devolverle la vida, y ahora le echarían a ella la culpa, pues si hubiera estado presente todo el tiempo quizá podría haber avisado a la enfermera Rickie a tiempo para que la salvara. Ojalá hubiera estado allí para informar a la enfermera inmediatamente, en cuanto Osnat se sintió mal. La idea de que tendría que haber confesado que había dejado solos a los pacientes para ir a la secretaría la llenó de pánico: una vez hecha esa confesión ya se podía ir despidiendo de su empleo en el kibbutz y de la posibilidad de que aceptaran a Moti.

Miró a Félix, quien, como si nada hubiera sucedido, continuaba tumbado contemplando la pared con los ojos muy abiertos, en la misma posición fetal en la que llevaba todo el mes. Por su parte, Braja dormía apaciblemente, como era su costumbre después de comer, y Simjá sabía que no se despertaría antes de que llegase su relevo. Puesto que nadie sabía que había salido, tal vez no iba a ser necesario que dijese nada y lo echara todo a perder.

Se enjugó el rostro, se quitó la bata azul manchada de vómito, entró en la habitación para cuarentenas y, en un arranque de fuerza nacida de la angustia, quitó la ropa de la cama, lavó las manchas de vómito de las sábanas y de su bata y las echó en el cesto de la ropa sucia. Luego frotó bien el colchón, le dio la vuelta, volvió a hacer la cama con sábanas limpias y fragantes y fregó un par de veces el suelo. Cuando hubo terminado y la habitación se veía tan pulcra como antes de que todo comenzara, se sintió aliviada. La angustia remitió y se dijo que aun cuando hubiera estado allí todo el rato no habría podido ayudar a Osnat, porque ¿qué habría sido capaz de hacer por sí sola la enfermera Rickie si la hubiese avisado con más tiempo? Pero otras voces interiores le advertían que eso no era necesariamente cierto. Limpió los restos de vómito que le habían manchado el vestido a través de la bata mientras una profunda inquietud se apoderaba de su ánimo; las piernas le flaqueaban cuando roció la habitación con el atomizador del cuarto de baño para eliminar los últimos vestigios de mal olor. Se sentó junto a la mesita de la cocina, reclinó la cabeza en los brazos y se quedó a la espera.