171490.fb2 Aurora boreal - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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LUNES, 17 DE FEBRERO

Rebecka Martinsson se despertó con la respiración alterada cuando la inquietud le recorrió el cuerpo. Abrió los ojos en la oscuridad. Justo en el espacio entre el sueño y la realidad, tuvo la fuerte sensación de que había alguien en su piso. Se quedó quieta, tumbada, escuchando, pero lo único que podía oír era el sonido de su propio corazón, que le latía en el pecho como una liebre asustada. Buscó el despertador de la mesilla de noche y encontró el pequeño botón que lo iluminaba. Las cuatro menos cuarto. Se había acostado hacía cuatro horas y era la segunda vez que se despertaba.

«Es el trabajo -pensó-. Trabajo demasiado. Por eso, de noche, la cabeza me gira como la chirriante rueda de un hámster.»

Le dolían la cabeza y la nuca. Seguro que había estado apretando las mandíbulas mientras dormía. Lo mejor era levantarse. Se echó el edredón por encima y fue hasta la cocina. Los pies encontraron el camino sin encender la luz. Puso la cafetera y la radio en marcha. La conocida sintonía que marcaba el final de la programación se repetía una y otra vez, como una monótona llamada a la oración mientras salía el café y ella se duchaba.

El largo pelo se le tendría que secar solo. Se tomó el café a la vez que se vestía. El fin de semana había planchado la ropa y la había colgado en el armario. Hoy era lunes. En la percha del lunes colgaba una blusa color hueso y un traje de chaqueta azul marino de Marella. Olió los calcetines del día anterior. Servían. A la altura de los tobillos estaban un poco dados de sí, pero si los estiraba y los doblaba, no se vería. No podría quitarse los zapatos en todo el día pero le daba lo mismo. Una cuida la ropa interior y los calcetines si tiene motivos para creer que alguien la va a ver desnudarse. Actualmente, su ropa interior había sido lavada demasiadas veces y tenía un color grisáceo.

Una hora más tarde, estaba sentada en la oficina, ante el ordenador. El texto fluía como un torrente desde su cabeza hasta los dedos, que volaban sobre el teclado. El trabajo calmaba su mente. El malestar de la mañana había desaparecido.

«Es curioso -pensó-. No paro de quejarme con mis compañeros, los otros abogados jóvenes, de que el trabajo me hace sentir desgraciada. Pero siento paz cuando trabajo. Casi alegría. Es cuando no trabajo cuando me sobreviene la intranquilidad.»

La luz de la calle se introducía penosamente a través de los cuadrados cristales de la ventana. Se podía oír algún que otro vehículo, pero dentro de poco zumbaría el sordo rugido del tráfico. Rebecka se echó hacia atrás en su silla y le dio a la tecla de imprimir. En el pasillo oscuro la impresora despertó y se hizo cargo de la primera orden del día. La puerta de la recepción se volvió a abrir. Ella suspiró y miró el reloj. Las seis menos diez. Se acabó la soledad.

No se podía oír quién había llegado. Las blandas alfombras del pasillo amortiguaban los pasos, pero al cabo de un momento se abrió la puerta de su despacho.

– ¿Molesto?

Era Maria Taube. Había abierto la puerta con la cadera a la vez que hacía equilibrios con una taza de café en cada mano. Llevaba el escrito de Rebecka bajo el brazo derecho.

Las dos mujeres trabajaban como abogadas recién licenciadas en derecho fiscal en la firma de abogados Meijer & Ditzinger. Las oficinas estaban en la última planta de un bonito edificio de finales del siglo XIX, en la calle Birger Jarl. A lo largo del pasillo había alfombras persas bastante antiguas y sofás y sillones de piel vieja y agradable. Todo transpiraba experiencia, influencia, dinero y competencia. Era una oficina que satisfacía a los clientes con una perfecta mezcla de seguridad y atención.

– Cuando nos muramos estaremos tan cansadas que desearemos que no haya otra vida después de ésta -dijo Maria poniendo una taza de café sobre la mesa de Rebecka-. Claro que no me refiero a ti, Maggie Thatcher. ¿A qué hora has llegado? Si es que te fuiste a casa, claro.

Las dos estuvieron trabajando en la oficina el domingo por la tarde. Maria fue la primera en irse a casa.

– Acabo de llegar -mintió Rebecka, cogiendo el trabajo impreso que le ofrecía Maria.

Maria se hundió en el sillón de las visitas, se sacó de una patada sus carísimos zapatos de piel, recogió las piernas en el asiento y se sentó sobre sus pies.

– ¡Vaya tiempo! -exclamó.

Rebecka miró sorprendida a través de la ventana. Una lluvia fría caía sobre los ventanales. No lo había notado antes. No recordaba si llovía cuando fue al trabajo. El hecho era que no recordaba ni si había ido andando o había cogido el metro. Su mirada se quedó fija, como hipnotizada, sobre el agua que tamborileaba y caía a lo largo de los cristales.

«Invierno de Estocolmo -pensó-. No es raro que una casi pierda el sentido cuando está al aire libre. En mi tierra es diferente. Con el constante anochecer azul del invierno y el crujir de la nieve. O el principio de la primavera, cuando vas esquiando por el río desde la casa de la abuela en Kurravaara hasta la cabaña en Jiekajärvi, haces un alto en el camino y te sientas en el primer pedazo de tierra que aparece entre la nieve, debajo de un pino. La corteza del árbol brilla como el cobre rojo al sol. La nieve suspira de cansancio cuando se deshace por el calor. Y en la mochila, café, naranjas y un bocadillo de pan de hogaza.»

La voz de Maria la envolvió. Su mente quería obviar la interrupción y dejarse llevar, pero se esforzó y se encontró con las interrogantes cejas de su compañera.

– ¡Eh! Te he preguntado si querías oír las noticias.

– Claro que sí.

Rebecka se inclinó hacia atrás en la silla y alargó el brazo para conectar la radio que estaba en el alféizar.

«Dios mío, está más delgada que un silbido», pensó Maria observando la caja torácica de su compañera, que sobresalía de la americana; las costillas se le marcaban como las tablas de la quilla de un barco.

Rebecka subió el volumen de la radio y las dos mujeres se quedaron con sus tazas en la mano, agachando la cabeza como si estuvieran rezando.

Maria parpadeó. Tenía los ojos cansados. Hoy debía acabar el recurso del caso Stenman para el tribunal provincial. Måns la mataría si le pedía más tiempo. Sintió que le ardía el estómago. «Se acabó el café hasta después de comer. Aquí está una sentada como una princesa en una torre, días y noches, tardes y fiestas, en este encantador despacho con sus jodidas tradiciones, que podrían irse a tomar por saco lo mismo que los socios del bufete que te atraviesan la blusa con la mirada, mientras la vida simplemente transcurre allí fuera. No sé si es para echarse a llorar o para hacer una revolución. Después, lo único para lo que sirves es para irte a casa a ver la tele y quedarte como un tronco delante de la pantalla.»

«Son las seis y sintonizáis El Eco Matinal. Un conocido dirigente religioso, de unos treinta años de edad, ha sido encontrado asesinado esta mañana en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza de Kiruna. La policía todavía no ha querido comentar el asesinato, pero a lo largo de la mañana ha notificado que nadie ha sido detenido como sospechoso y que tampoco ha sido localizada el arma homicida… Según un nuevo estudio, cada vez más municipios dejan de lado sus obligaciones derivadas de la ley de dependencia…»

Rebecka giró la silla con tanto ímpetu que se dio con la mano en el alféizar de la ventana. Apagó la radio de golpe, salpicándose de café la rodilla.

– ¡Viktor! -exclamó-. No puede ser otro.

Maria la miraba sorprendida.

– ¿Viktor Strandgård? ¿El Chico del Paraíso? ¿Lo conocías?

Rebecka apartó la vista de Maria y se quedó mirando fijamente la mancha de café de la falda. Tenía la cara pálida e inexpresiva y los delgados labios muy apretados.

– Claro que había oído hablar de él. Pero hace años que no voy a Kiruna. Ya no conozco a nadie de allí.

Maria se levantó del sillón y fue hacia Rebecka para quitarle la taza de café de entre sus rígidas manos.

– Si dices que no lo conocías, por mí vale, bonita, pero te vas a desmayar dentro de treinta segundos. Estás completamente pálida. Échate hacia adelante y pon la cabeza entre las rodillas.

Rebecka obedeció como un escolar mientras Maria iba al baño a buscar papel para intentar limpiar la mancha de café del traje de chaqueta de Rebecka. Cuando volvió, ésta se había reclinado en la silla donde estaba sentada.

– ¿Estás bien? -preguntó Maria.

– Sí -respondió Rebecka ausente. Sin fuerzas, miraba a Maria mientras ésta le limpiaba la falda con papel húmedo-. Lo conocía -dijo después.

– Mmm, no hace falta un detector de mentiras -dijo Maria sin apartar la vista de la mancha-. ¿Estás triste?

– ¿Triste? No sé. No, quizá tengo miedo.

– ¿Miedo?

Maria dejó de frotarle la falda.

– ¿Miedo de qué?

– No sé. De que alguien vaya a…

Rebecka no llegó a terminar la frase porque el teléfono empezó a emitir su estridente sonido. Dio un respingo y se lo quedó mirando, sin levantar el auricular. Tras la tercera señal, Maria respondió. Puso la mano tapando el receptor para que la persona al otro lado de la línea no la oyera susurrar:

– Es para ti y tiene que ser desde Kiruna, la que te llama tiene voz de dibujos animados.

Cuando el teléfono sonó en casa de la inspectora jefa Anna-Maria Mella, ella estaba despierta. La luna de invierno llenaba la habitación con su intensa y blanca luz. Los abedules de la montaña, al otro lado de la ventana, formaban en la pared imágenes azules con sus retorcidos cuerpos. Tan pronto como el teléfono empezó a sonar, levantó el auricular.

– Soy Sven-Erik. ¿Ya estás despierta?

– Sí, pero estoy en la cama. ¿Qué pasa?

Oyó que Robert suspiraba y lo miró. ¿Se habría despertado? No, la respiración volvió a ser regular y profunda. Bien.

– Posible asesinato en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza -dijo Sven-Erik.

– ¿Y? Yo trabajo de administrativa desde el viernes, ¿lo has olvidado?

– Ya lo sé -dijo Sven-Erik con voz afligida-, pero joder, Anna-Maria, esto es algo especial. Podrías venir y mirar, simplemente. Los de la científica habrán acabado dentro de poco, así que podremos entrar. El que está allí dentro es Viktor Strandgård y aquello parece un auténtico matadero. Me imagino que tenemos una hora antes de que las putas televisiones lleguen con sus cámaras y toda la parafernalia.

– Estaré allí dentro de veinte minutos.

«Joder -pensó-. Me llama para pedirme ayuda. Ha cambiado.»

Sven-Erik no contestó, pero Anna-Maria oyó un contenido suspiro de alivio antes de acabar la conversación.

Se dio la vuelta hacia Robert y dejó descansar los ojos sobre su dormido rostro. La mejilla reposaba sobre el dorso de la mano y sus labios, rojo arándano, se habían entreabierto. Estaba irresistiblemente sexy y le habían empezado a salir canas en el enmarañado bigote y en las sienes. Él se inquietaba delante del espejo del baño estudiando el avance de las entradas en la frente.

– El desierto se va extendiendo -solía decir.

Le dio un beso en la boca. El vientre se interponía, pero llegó. Dos veces.

– Te quiero -le aseguró él, todavía dormido. Su mano la buscó debajo del edredón para atraerla hacia sí, pero ella ya se había sentado en el borde de la cama. Inmediatamente le entraron ganas de orinar. Como siempre. Aquella noche ya se había levantado dos veces para ir al baño.

Un cuarto de hora más tarde, Anna-Maria salía de su Ford Escort en el aparcamiento de la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Todavía hacía un frío del demonio. El aire pellizcaba y mordía las mejillas. Si respiraba por la boca le dolían la garganta y los pulmones. Si respiraba por la nariz se le helaban los delgados pelillos de las fosas nasales. Se tapó la boca con la bufanda y miró el reloj. Como máximo media hora, después el coche no arrancaría. Era un gran aparcamiento, con capacidad para cuatrocientos coches, como mínimo. Su Escort, rojo pálido, parecía pequeño y miserable al lado del Volvo 740 de Sven-Erik Stålnacke. Había un coche patrulla al lado del Volvo. Por lo demás, sólo había unos diez coches en el aparcamiento, completamente cubiertos por la nieve. Los de la científica debían de haberse ido. Se puso a subir la estrecha cuesta de Sandstensberget hacia la iglesia. La escarcha parecía haberse helado en los abedules, y arriba del todo se levantaba la imponente Iglesia de Cristal hacia el oscuro cielo de la noche, rodeada de estrellas y planetas. Era como un enorme cubo de hielo reluciendo por la luz de la aurora boreal.

«Vaya presuntuosa construcción de mierda -pensó mientras se esforzaba en subir la cuesta-. Sería mejor que esta rica congregación enviara un poco de dinero a los de Aldeas Infantiles. Pero seguro que es más divertido cantar los salmos en una iglesia moderna que cavar pozos en África.»

A lo lejos vio a su compañero, Sven-Erik Stålnacke, el policía Tommy Rantakyrö y el inspector Fred Olsson, delante de la entrada de la iglesia. Sven-Erik, con la cabeza descubierta, como siempre, estaba completamente quieto y un poco echado hacia atrás, con las manos bien metidas en los calientes bolsillos de su anorak. Los dos hombres más jóvenes se movían a su lado intranquilos, como cachorros inquietos. No les podía oír pero, por el vaho que salía de sus bocas como blancas burbujas, parecía que Rantakyrö y Olsson conversaban entusiasmados. Los cachorros la saludaron con ladridos alegres en cuanto la vieron.

– Hola -aulló Tommy Rantakyrö-. ¿Qué tal por ahí?

– Por aquí bien -respondió de buen humor.

– Primero saludamos a la barriga y un cuarto de hora más tarde llegas tú -añadió Fred Olsson.

Anna-Maria se echó a reír.

Se encontró con la seria mirada de Sven-Erik. En su gran bigote de morsa se habían formado pequeños carámbanos de hielo.

– Gracias por venir -dijo-. Espero que hayas desayunado, porque esto no es muy apetitoso que digamos. ¿Entramos?

– ¿Queréis que os esperemos?

Fred Olsson pisoteaba la nieve una y otra vez. Su mirada iba constantemente de Sven-Erik a Anna-Maria. Sven-Erik iba a sustituir a Anna-Maria, de manera que formalmente ahora él era el jefe, pero cuando Anna-Maria estaba presente no se sabía bien quién mandaba.

Anna-Maria se quedó con la boca cerrada y fijó la mirada en Sven-Erik. Ella estaba allí sólo en calidad de acompañante.

– Iría bien que os quedaseis -respondió Sven-Erik-, para que no entre nadie antes de que retiren el cuerpo. Pero podéis entrar si tenéis frío.

– No, joder, nos quedaremos fuera. Sólo quería saberlo -aseguró Fred Olsson.

– Claro -sonrió Tommy Rantakyrö con los labios azules-. Somos hombres y los hombres no tienen frío.

Sven-Erik entró justo detrás de Anna-Maria, cerrando el pesado portón de la iglesia. Pasaron por el guardarropa que estaba a media luz. Las largas filas de perchas vacías sonaban como una campana átona, tocada por el movimiento que se producía cuando el frío se encontraba con el calor de dentro del edificio. Dos puertas giratorias daban a la nave de la iglesia. Inconscientemente, Sven-Erik bajó la voz cuando entraron.

– Fue la hermana de Viktor Strandgård la que llamó a jefatura a eso de las tres. Lo encontró muerto y llamó desde el teléfono que hay en la oficina de la congregación.

– ¿Dónde está? ¿En comisaría?

– No. No tenemos ni idea. Dije en jefatura que la buscaran. En la iglesia no había nadie cuando Tommy y Fred llegaron aquí.

– ¿Qué dijeron los de la científica?

– Mirar pero no tocar.

El cuerpo estaba en medio del pasillo que iba al altar. Anna-Maria se quedó parada un momento antes de llegar allí.

– ¡Me cago en la puta…! -le salió de dentro.

– Ya te lo he dicho -respondió Sven-Erik, que estaba justo detrás de ella.

Anna-Maria sacó una pequeña grabadora del bolsillo interior de su anorak. Dudó un momento. Tenía la costumbre de hablar en lugar de tomar apuntes. Pero no era su trabajo. Quizá debería estar callada y simplemente hacerle compañía a Sven-Erik. «Venga ya y deja de complicar las cosas», se ordenó a sí misma poniendo en marcha la grabadora sin mirar a su compañero.

– Son las cinco y treinta y cinco -dijo en el micrófono-. Es el dieciséis de febrero, no, el diecisiete. Estoy en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza, mirando a alguien que, por lo que yo sé hasta el momento, es Viktor Strandgård, solían llamarlo el Chico del Paraíso. El muerto está tumbado en el pasillo central de la iglesia. Parece haber sido destripado a fondo, porque huele a demonios y la alfombra que hay debajo del cuerpo está mojada. Probablemente la mancha es de sangre, pero es un poco difícil saberlo porque está sobre una alfombra roja. La ropa también está ensangrentada y no se puede ver mucho de la herida del vientre, aunque parece que una pequeña parte del intestino está a punto de salírsele, pero que lo explique el médico después. Lleva vaqueros y un jersey. Los zapatos están secos por la parte inferior y la alfombra no está mojada debajo de los zapatos. Le han sacado los ojos…

Anna-Maria se interrumpió y apagó la grabadora. Caminó alrededor del cuerpo y se inclinó sobre la cara. Estuvo a punto de decir que era un cadáver bello, pero había límites para lo que podía decir en voz alta delante de Sven-Erik. La cara del muerto la hizo pensar en el rey Edipo. Había visto una representación en vídeo cuando iba al instituto. Le había afectado especialmente la escena en que él se sacaba los ojos, y ahora aquella imagen se le aparecía con una fuerza especial. Volvió a tener ganas de orinar. Y no podía olvidarse del coche. Lo mejor sería darse prisa. Puso en marcha la grabadora.

– Le han sacado los ojos y tiene el pelo ensangrentado. Debe de tener una herida en la cabeza. Herida de corte en la parte derecha del cuello, pero ahí no hay sangre, y le faltan las manos…

Anna-Maria se volvió con gesto interrogante hacia Sven-Erik, que señalaba entre dos hileras de sillas. Ella se agachó trabajosamente y miró a lo largo del suelo entre las sillas.

– Vaya, una mano está a tres metros entre las sillas. Pero ¿y la otra?

Sven-Erik se encogió de hombros.

– No hay sillas volcadas -continuó-. No hay señales de lucha, ¿qué dices tú, Sven-Erik?

– No -respondió, aunque no le gustaba que grabaran su voz.

– ¿Quién ha venido de la científica?

– Simon Larsson.

«Bien -pensó-. Tendrán buenas imágenes.»

– Por lo demás, la iglesia está en orden -continuó-. Es la primera vez que estoy aquí dentro. Cientos de bombillas esmeriladas en las partes de las paredes que no son de cristal. ¿Qué altura debe de haber hasta el techo? Seguro que más de diez metros. Enormes claraboyas. Las sillas azules están perfectamente alineadas. ¿Cuánta gente debe de caber aquí? ¿Dos mil?

– Además del coro -respondió Sven-Erik.

Éste iba por la nave, paseando la mirada por las superficies como si pasara un aspirador.

Anna-Maria se volvió y observó el coro que se levantaba detrás de ella. Los cañones del órgano se alzaban hacia las alturas, encontrando su reflejo en las claraboyas. Era una vista impresionante.

– No hay mucho más que decir. -Anna-Maria tardó en seguir, como si un pensamiento quisiera salir de su conciencia a través de algún hueco entre las sílabas de sus palabras-. Hay algo… algo que hace que me sienta frustrada cuando veo esto. Además de que sea el cadáver más maltratado que he visto…

– ¡Eh! El fiscal jefe en funciones está subiendo la cuesta -dijo Tommy Rantakyrö asomando la cabeza por el hueco de la puerta.

– ¿Y quién cojones lo ha llamado? -preguntó Sven-Erik con resquemor, pero Tommy ya había desaparecido.

Anna-Maria lo miró. Hacía cuatro años, cuando la hicieron jefa del grupo, Sven-Erik apenas habló con ella durante seis meses. Se había sentido profundamente ofendido cuando le dieron a ella el puesto que él había solicitado. Y ahora que se sentía a gusto siendo su mano derecha, no quería dar el paso definitivo. Se recordó a sí misma que debería animarlo en otra ocasión, pero ahora tenía que arreglárselas él solo. En el mismo momento en que el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, atravesaba las puertas de la iglesia como una tormenta, ella le echó una mirada de ánimo a Sven-Erik.

– ¿Qué cojones significa todo esto? -gritó Von Post.

Se quitó bruscamente la gorra de piel, y la mano, por una antigua costumbre, se le fue hacia la melena de león. Caminaba con enérgicas zancadas. El corto paseo desde el aparcamiento había sido suficiente para que los pies se le helaran dentro de sus bonitos zapatos de Church's. Dio unos pasos hacia Anna-Maria y Sven-Erik, pero retrocedió cuando vio el cuerpo sobre el suelo.

– Joder -gritó mirándose intranquilo los zapatos, para comprobar si se los había manchado-. ¿Por qué no me ha llamado nadie? -continuó dirigiéndose hacia Sven-Erik-. A partir de este momento tomo el mando de la investigación preliminar y puede contar con una seria conversación con el comisario de lo criminal sobre por qué me ha mantenido al margen.

– Nadie lo ha mantenido al margen. No sabíamos qué había pasado y en realidad todavía no sabemos nada -intentó responder Sven-Erik.

– ¡Tonterías! -cortó el fiscal-. Y usted, ¿qué hace aquí?

Lo último iba dirigido a Anna-Maria, que tenía la mirada fija en los brazos mutilados de Viktor Strandgård.

– Fui yo quien la llamó -aclaró Sven-Erik.

– Vaya -dijo Von Post entre dientes-. Así que la llamaste a ella pero a mí no.

Sven-Erik se quedó callado y Carl von Post miró a Anna-Maria, que levantó la vista y tranquilamente hizo frente a su mirada.

Carl von Post apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas. Siempre había tenido dificultades con aquella policía enana. Parecía tener a sus compañeros del departamento de investigación cogidos por las pelotas y él no se explicaba por qué. Y el aspecto que tenía. Como mucho, un metro cincuenta descalza, con una jodida cara de caballo que le cubría aproximadamente la mitad del cuerpo. Y encima ahora estaba como para que la llevaran al circo con aquella enorme barriga. Parecía un cubo ridículo, tan ancha como alta. El resultado inevitable de generaciones de endogamia en las pequeñas poblaciones de las aisladas tierras laponas.

Sacudió la mano como para obviar sus duras palabras y empezó con otro tema.

– ¿Cómo está, Anna-Maria? -preguntó con una sonrisa dulce y considerada.

– Bien -contestó ella, inexpresiva-. ¿Y usted?

– Cuento con tener a la prensa tras los talones dentro de una hora, más o menos. Va a ser una bomba, así que explíqueme lo que saben hasta el momento, tanto del asesinato como del muerto. En principio, yo sólo sé que era un religioso famoso.

Carl von Post se sentó en una de las sillas azules y empezó a quitarse los guantes.

– Sven-Erik puede explicarle -respondió Anna-Maria, escueta pero no desagradable-. Yo hago trabajo de oficina de momento. Acompañé a Sven-Erik porque me lo pidió y porque cuatro ojos ven más que dos…, bueno, ya sabe. Y ahora tengo que ir a mear. Si me disculpan.

Notó satisfecha la forzada sonrisa en la cara de Von Post cuando se dirigía hacia el servicio. Era curioso que la palabra «mear» lo ofendiera. Se apostaba algo a que su mujer dirigía la meada hacia la porcelana para que el ruido del chorrito no pudiera llegar hasta las sonrosadas orejas del pobre fiscal. Mierda de tío.

– Bueno -dijo Sven-Erik cuando desapareció Anna-Maria-, puede verlo usted mismo, porque mucho más no sabemos. Alguien lo ha matado. Y bien matado, se podría decir. El asesinado es Viktor Strandgård, o el Chico del Paraíso, como lo llamaban. Era la atracción principal de esta gran congregación. Hace nueve años sufrió un tremendo accidente. Murió en el hospital. Se le paró el corazón y todo eso, pero lo reanimaron y entonces explicó lo que le había ocurrido durante la operación y la reanimación. Cosas como que el médico había perdido las gafas y otras por el estilo. Dijo que había estado en el cielo. Que había visto ángeles y a Jesús. Bueno, y después una de las enfermeras que estaba en la operación y la mujer que lo había atropellado, se redimieron, y de pronto toda Kiruna se convirtió en un encuentro parecido a los de la Iglesia Maranata. Las tres iglesias libres más importantes se unieron en una nueva iglesia, la Fuente de Nuestra Fortaleza. La congregación creció y en los últimos años han construido esta iglesia, han puesto en marcha una escuela, una guardería y han tenido grandes encuentros de renovación religiosa. Les entra el dinero a raudales y viene gente de todo el mundo. Viktor Strandgård trabaja, bueno, trabajaba, quiero decir, a jornada completa en la congregación y había publicado un best seller…

– El Cielo, ida y vuelta.

– Exacto. Es su becerro de oro. Han escrito sobre él tanto en el Expressen como en el Aftonbladet, así que seguro que ahora volverán a escribir. Y la tele.

– Exacto -asintió Von Post levantándose con expresión impaciente-. No quiero que salga nada a la prensa. Me hago cargo de los contactos con ellos y quiero que regularmente me informe de lo que surja en los interrogatorios. ¿Entiende? Se me debe informar de todo. Cuando los periodistas empiecen a llamar, les puede decir que daré una conferencia de prensa en la escalera de la iglesia hoy, a las doce del mediodía. ¿Qué es lo próximo en su agenda?

– Tenemos que buscar a la hermana, ella fue la que lo encontró, y después deberemos hablar con los tres pastores. El forense viene en coche desde Luleå, así que debe de estar al llegar.

– Bien. Quiero un informe del motivo de la muerte, y un posible desarrollo de los acontecimientos a las once y media. A esa hora debe estar disponible para contestar al teléfono. Eso es todo. Si ustedes han acabado, voy a dar una vuelta por aquí.

– Venga, anímate -le dijo Anna-Maria Mella a Sven-Erik Stålnacke-. De todas formas, es mejor esto que estar interrogando a motoristas.

Su Ford Escort no se puso en marcha y Sven-Erik la llevó hasta su casa.

«Así aprovecho -pensó-. Necesita que lo animen para no perder la ilusión por el trabajo.»

– Es esa puta rata apestosa -respondió Sven-Erik con mala cara-. En cuanto tengo algo que ver con él, siento como si lo quisiera mandar todo al carajo y escaquearme el día entero, hasta la hora de irme a casa.

– Pues no pienses en él. Piensa en Viktor Strandgård. El loco de mierda que lo ha matado anda suelto y tú lo vas a encontrar. Deja que ese cabrito meta la bulla que quiera. De cualquier manera, los demás sabemos quién hace el trabajo.

– Y ¿cómo dejo de pensar en él? Lo tengo siempre encima.

– Ya lo sé.

Miró a través de la ventanilla del coche. A lo largo de las calles, las casas estaban todavía sumidas en la oscuridad. Sólo en alguna que otra ventana estaba encendida la luz. Aquí y allá seguían colgadas las estrellas de Navidad de papel color naranja. Ese año nadie había muerto quemado en casa. Naturalmente, sí había habido peleas y otras desgracias, pero no más de lo normal. Se sentía un poco indispuesta. No era raro. Llevaba levantada más de una hora y aún no había comido nada. Se dio cuenta de que estaba perdiendo la concentración en lo que le explicaba Sven-Erik e intentó esforzarse para no perder el hilo. Le había preguntado cómo lograba ella colaborar con Von Post.

– Lo cierto es que nunca hemos tenido mucho que ver -respondió.

– Joder, Anna-Maria, necesitaría que me ayudaras. Va a haber mucha presión sobre los que trabajamos en este caso y encima de todo el tinglado, el tirano ese. Es ahora cuando se necesita el apoyo de un compañero.

– Eso es chantaje -respondió Anna-Maria, y no pudo por menos que echarse a reír.

– Haré lo que haga falta. Chantajear y amenazar. Además, es bueno que te muevas un poco. Por lo menos podrías hablar con la hermana cuando la encontremos. Sólo ayúdame a ponerme en marcha.

– Claro que sí. Llámame cuando la encontréis.

Sven-Erik se inclinó hacia el volante y echó una mirada al cielo.

– ¡Vaya luna! -exclamó con satisfacción-. Sería un buen momento para ir a cazar zorros.

En el bufete de abogados Meijer & Ditzinger, Rebecka Martinsson le cogió el auricular a Maria Taube.

La «voz de dibujos animados», había dicho Maria; en su vida sólo había una persona así. Le vino a la mente la imagen de la cara de un muñeco.

– Rebecka Martinsson -respondió.

– Hola, soy Sanna. No sé si ya has oído las noticias, pero Viktor ha muerto.

– Sí, lo acabo de oír. Lo siento.

Inconscientemente, Rebecka cogió un lápiz de la mesa y escribió: «¡Di no! ¡no!» en un post-it amarillo.

Al otro lado de la línea, Sanna Strandgård respiró profundamente.

– Ya sé que no tenemos mucho contacto pero todavía eres mi mejor amiga. No sabía a quién llamar. Fui yo la que encontró a Viktor en la iglesia y… Pero quizás estés ocupada.

«¿Ocupada? -pensó Rebecka, sintiendo aumentar su confusión lo mismo que sube el mercurio en un termómetro caliente-. ¿Qué pregunta era ésa? ¿Es que Sanna podía pensar que alguien respondería a eso afirmativamente?»

– Por supuesto que no estoy ocupada si me llamas para eso -respondió suavemente, cubriéndose los ojos con la mano-. ¿Así que lo encontraste tú?

– Es horrible -la voz de Sanna era baja y uniforme-. Fui a la iglesia a las tres de la mañana. Aquella noche iba a venir a cenar a casa conmigo y las niñas pero no apareció y pensé que se habría olvidado. Ya sabes cómo es cuando está solo en la iglesia, se olvida del tiempo y del espacio. Le suelo decir que sólo se puede ser un cristiano así si se es joven, varón y no se tiene la responsabilidad de unos hijos. Yo, para rezar, tengo que aprovechar cuando voy al baño.

Se quedó callada un momento y Rebecka se preguntó si Sanna había decidido hablar de Viktor como si éste aún viviera.

– Pero me desperté a medianoche y sentí dentro de mí que había ocurrido algo.

Se interrumpió y empezó a tararear un salmo. «El Señor protege…»

Rebecka fijó la mirada en el titilante texto de la pantalla que tenía delante, pero las letras se separaban, se reagrupaban y creaban una imagen de la cara angelical de Viktor Strandgård cubierta de sangre.

Sanna Strandgård volvió a hablar. Su voz era tan débil como una ramita en septiembre. Rebecka reconocía aquella voz. El agua fría y negra se arremolinaba debajo de la plana superficie.

– Le habían cortado las manos. Y tenía los ojos… Todo era tan extraño… Cuando le di la vuelta tenía la parte de atrás de la cabeza totalmente… Creo que me estoy volviendo loca. Y la policía me está buscando. Vinieron a casa esta mañana, temprano, pero les dije a las niñas que se estuvieran calladas y no abrimos. La policía seguro que se cree que soy yo quien mató a mi propio hermano. Después cogí a las niñas y me fui de allí. Tengo miedo de venirme abajo. Pero eso no es lo peor.

– ¿No? -preguntó Rebecka.

– Sara venía conmigo cuando lo encontré. Bueno, Lova también pero estaba durmiendo en el trineo, fuera de la iglesia. Y Sara está conmocionada. No habla. Intento hablar con ella, pero no hace más que mirar por la ventana y ponerse el pelo detrás de las orejas.

Rebecka sintió un retortijón en el vientre.

– Por Dios, Sanna. Busca ayuda. Llama a atención psicológica y pide que te atiendan de urgencia. Tanto tú como las niñas podéis necesitar apoyo justo ahora. Sé que puede parecer dramático, pero…

– No puedo y tú lo sabes -gimió Sanna-. Mis padres van a decir que estoy loca e intentarán quitarme a las niñas. Ya sabes cómo son. Y la congregación está completamente en contra de psicólogos, de hospitales y de todas esas cosas. No lo entenderían nunca. No me atrevo a hablar con la policía, no harán más que empeorarlo todo. Y no quiero contestar al teléfono porque a lo mejor es un periodista. Ya fue bastante pesado al principio de la renovación de fe, cuando llamaba todo el mundo diciendo que Viktor alucinaba y que estaba loco.

– Pero debes comprender que no puedes esconderte -le suplicó Rebecka.

– No puedo más, no puedo más -dijo Sanna como para sí misma-. Perdóname por haberte llamado, Rebecka. Sigue trabajando.

Rebecka soltó para sí: «Me cago en la puta.»

– Voy para allí -suspiró-. Tienes que ir a la policía. Voy para allí y te acompañaré. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -susurró Sanna.

– ¿Puedes conducir? ¿Puedes ir hasta la casa de mi abuela, en Kurravaara?

– Le puedo pedir a un amigo que me lleve.

– Bien. Allí no hay nadie en invierno. Llévate a Sara y a Lova. Ya sabes dónde está la llave. Enciende el fuego. Llegaré por la tarde. ¿Aguantarás hasta entonces?

Rebecka se quedó mirando fijamente el teléfono después de haber colgado el auricular. Se sentía vacía y confusa.

– Joder, es increíble -le dijo, rendida, a Maria Taube-. Ni siquiera necesita pedírmelo.

Rebecka se miró el reloj de pulsera y cerró los ojos. Respiró profundamente a la vez que levantaba la cabeza, expulsaba el aire por la boca y bajaba los hombros. Maria le había dicho que hiciera eso. Antes de negociaciones y de reuniones importantes. O cuando estuviera trabajando por la noche con un deadline que cumplir.

– ¿Cómo estás? -preguntó Maria.

– Creo que no quiero hacerme esa pregunta.

Rebecka sacudió la cabeza y posó la mirada en la ventana para evadirse de los preocupados ojos de Maria. Se mordía los labios por dentro. Había dejado de llover.

– Bonita, no deberías trabajar tan duro -dijo Maria suavemente-. A veces es bueno aflojar las riendas y gritar un poco.

Rebecka se apretó las rodillas con las manos.

«Aflojar las riendas -pensó-. ¿Qué pasa si una descubre que nunca deja de caer? Y ¿qué pasa si una no puede dejar de gritar? De pronto tienes cincuenta años. Hasta las cejas de drogas. Internada en un manicomio. Y con un grito que no calla nunca dentro de la cabeza.»

– Era la hermana de Viktor Strandgård -dijo, sorprendiéndose a sí misma de lo calmada que parecía-. Por lo visto, lo encontró en la iglesia. Parece que ella y sus hijas necesitan ayuda inmediatamente, así que cojo unos días y me voy para allá. Me llevo el ordenador y trabajaré desde allí.

– ¿Ese Viktor Strandgård era bastante importante en Kiruna, verdad? -preguntó Maria.

Rebecka asintió con la cabeza.

– Había tenido una experiencia cercana a la muerte y, después de eso, hubo una explosión religiosa allí arriba.

– Lo recuerdo -respondió Maria-. Escribieron de ello los periódicos sensacionalistas de la tarde. Había estado en el Cielo y explicó que uno no se hacía daño si se caía, por ejemplo, porque el suelo te acogía como en un abrazo. Me pareció estupendo.

– Mmm -continuó Rebecka-. Y dijo que lo habían enviado de nuevo a la Tierra para explicar que Dios tenía grandes planes para la cristiandad de Kiruna. Iba a haber una gran renovación religiosa que se extendería desde el norte por todo el mundo. Si las congregaciones se unían y creían, ocurrirían milagros y prodigios.

– ¿En qué creían?

– En la fuerza de Dios. En las visiones. Al final lo que ocurrió fue que los que creían todo eso se unieron y formaron una nueva congregación, la Iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Y a partir de ahí, la roja Kiruna se convirtió en una comunidad religiosa. Viktor escribió un libro que fue traducido a un montón de idiomas. Dejó de estudiar y se puso a predicar. La congregación construyó una nueva iglesia, la Iglesia de Cristal, que debía recordar al templo y a las esculturas de hielo que construyen en Jukkasjärvi cada invierno. Sobre todo no tenía que recordar a la iglesia de Kiruna, cuyo interior es muy oscuro.

– Y tú, ¿qué? ¿Estuviste en todo eso?

– Yo pertenecía a la Iglesia de la Misión antes del accidente de Viktor. Así que estuve desde el principio.

– ¿Y ahora? -preguntó Maria.

– Ahora soy una infiel -sonrió Rebecka sin alegría-. Los pastores y el Consejo de Ancianos me invitaron a que dejara la congregación.

– ¿Por qué?

– Es una larga historia.

– De acuerdo -aceptó Maria-. ¿Qué crees que va a decir Måns cuando le digas con tan poco tiempo de antelación que te vas unos días?

– Nada. Sólo me matará, me descuartizará y echará mi cuerpo como comida a los peces de la bahía de Nybro. Tengo que hablar con él en cuanto llegue, pero primero voy a llamar a la policía de Kiruna para que no detengan a Sanna, porque no lo superaría.

El fiscal jefe en funciones, Carl von Post, estaba en la puerta de la iglesia, observando a las personas que recogían el cuerpo de Viktor Strandgård. El forense y médico jefe, Lars Pohjanen, como era habitual, fumaba un cigarrillo a la vez que murmuraba unas palabras a su asistente, Anna Granlund, y a los dos recios hombres de la camilla.

– Intentad recogerle el pelo para que no se os enrede con la cremallera. Poned plástico alrededor de toda la camilla e id con cuidado cuando la levantéis para que los intestinos se queden dentro del cuerpo. Anna, busca una bolsa de papel para la mano.

«Un asesinato -pensó Von Post-. Y un asesinato de cojones. No la triste historia de un alcohólico que al final mata a su mujer borracha, más o menos por error, tras una semana de embriaguez. Una muerte horripilante. Aún mejor. El horripilante asesinato de un famoso.»

Y era todo suyo. Le pertenecía. Era sólo cuestión de coger el timón, dejar que el mundo entero encendiera los focos y… a navegar hasta la fama. Después se podría ir de aquella cueva. Nunca pensó en quedarse pero, al finalizar los estudios, las notas sólo le habían alcanzado para un puesto en los juzgados de Gällivare. Luego le salió el trabajo de la fiscalía. Había pedido plaza en Estocolmo un montón de veces pero nunca se la habían concedido. Sin darse cuenta, habían pasado los años.

Dio un paso hacia un lado y dejó pasar a los chicos que llevaban la camilla con el cuerpo en la bolsa gris, perfectamente cerrada. El médico jefe, Lars Pohjanen, iba detrás, arrastrando los pies, con los hombros un poco encogidos, como si tuviera frío, y mirando hacia el suelo. El cigarrillo le colgaba todavía de la comisura de los labios. El pelo, como siempre, peinado sobre la calva brillante, le caía lacio por detrás de las orejas. Su asistente, Anna Granlund, lo seguía. Apretó los labios cuando vio a Von Post. Éste los saludó cuando salían.

– ¿Y? -preguntó con tono exigente.

Pohjanen parecía que no entendía nada.

– ¿Qué puede decir hasta el momento? -preguntó Von Post con impaciencia.

Pohjanen cogió el cigarrillo entre el pulgar y el índice, y le dio una buena calada antes de permitirle abandonar sus delgados labios.

– Bueno, aún no he hecho la autopsia -respondió despacio.

Carl von Post sintió que el pulso se le aceleraba de golpe. No iba a permitir que nadie pusiera ninguna traba.

– Pero ya debe de haber observado algo. Quiero información inmediata, completa y constante.

Chasqueó los dedos como para ilustrar la rapidez con la que la información debía llegarle.

Anna Granlund lo miró y pensó que ella les hacía lo mismo a sus perros.

Pohjanen estaba quieto, mirando al suelo. Su respiración, sonora y rápida, sólo callaba cuando se llevaba el cigarrillo a los labios y se concentraba en tragarse el humo. Carl von Post se encontró con la mirada de Anna Granlund.

«Mírame bien -pensó-. Hace un año en la fiesta de Navidad la mirada que me echaste era bien diferente. Dios santo, estoy rodeado de tullidos y de idiotizados. Pohjanen está peor ahora que antes de la operación y la convalecencia.»

– ¡Eh! -exclamó cuando le pareció que el forense había estado callado lo suficiente.

Lars Pohjanen volvió la cara y se encontró con las alzadas cejas del fiscal.

– Lo que sé por ahora -dijo con su voz rota, que no era mucho más que un susurro con sonido ampliado- es, en primer lugar, que está muerto; y, en segundo lugar, que la muerte probablemente ha sido ocasionada por una violencia externa. Es todo, así que ya nos puede dejar pasar.

El fiscal vio que la comisura de los labios de Anna Granlund se desplazaba hacia abajo en un intento de dominar una sonrisa cuando pasaban delante de él.

– ¿Y cuándo me dará el informe de la autopsia? -resopló Von Post, que le iba pisando los talones mientras el otro se dirigía hacia la salida.

– Cuando hayamos acabado -respondió Pohjanen, dejando que la puerta de la iglesia se cerrara en la cara del fiscal jefe en funciones.

Von Post levantó la mano derecha y frenó la puerta giratoria, a la vez que se vio forzado a buscar el móvil, que había empezado a vibrar, con la izquierda.

Era la chica de la centralita de la policía.

– Tengo a una tal Rebecka Martinsson en la línea y dice que sabe dónde está la hermana de Viktor Strandgård y que quiere reservar hora para un interrogatorio. Tommy Rantakyrö y Fred Olsson están buscándola, así que no sabía si pasársela a ellos o a usted.

– Has hecho bien, pásamela.

Von Post dio un vistazo a la entrada de la iglesia mientras esperaba que le pasaran la llamada. Era obvio que el arquitecto había tenido una idea muy clara en la cabeza: la alfombra roja, tejida a mano, cubría todo el camino hasta el altar y el coro; a ambos lados se alineaban sillas azules con un dibujo en forma de ola en el respaldo. Un símbolo que hacía inevitable pensar en el relato bíblico que narraba cómo el mar Rojo se abrió para Moisés. Echó a andar por aquel camino.

– Hola -dijo una mujer al teléfono.

Él contestó con su cargo y nombre, y ella respondió:

– Soy Rebecka Martinsson. Llamo en nombre de Sanna Strandgård. Tengo entendido que querían hablar con ella en relación al asesinato.

– Sí, y usted tiene información sobre dónde la podemos encontrar.

– No exactamente -continuó la amable y casi demasiado bien articulada voz-. Dado que Sanna Strandgård quiere que la acompañe durante la declaración y por el momento yo estoy en Estocolmo, pensé consultar con el que dirige la investigación preliminar si le va bien que vayamos esta noche o si es mejor mañana.

– No.

– ¿Perdone?

– No -repitió Von Post sin importarle demostrar su irritación-. No me va bien esta noche ni tampoco mañana. No sé si lo entiende, Rebecka o como se llame, pero lo cierto es que aquí estamos llevando a cabo la investigación de un asesinato, de la cual yo soy el responsable y quiero hablar con Sanna Strandgård ahora. Le aconsejaría a su amiga que no se esconda; estoy dispuesto a declararla prófuga y emitir una orden de busca y captura. Y en cuanto a usted, sepa que ayudar a un prófugo de la ley es un delito. Si le juzgan a uno por eso, puede acabar en la cárcel. Así que ahora quiero que me diga dónde se encuentra Sanna Strandgård.

Al otro lado de la línea se hizo un silencio que duró unos segundos. Después se oyó de nuevo la voz de la joven. Ahora hablaba tremendamente despacio, casi adormilada y con un claro autocontrol.

– Siento que haya habido un malentendido. No le estoy llamando para pedirle permiso para ir con Sanna Strandgård a un interrogatorio, sino para informarle de que tiene la intención de prestar declaración en la policía y que esto podrá ser esta noche como muy pronto. Sanna Strandgård y yo no somos amigas. Yo soy abogada en el bufete de Meijer & Ditzinger, si es que el nombre resulta conocido ahí arriba…

– Claro que sí, lo cierto es que yo nací…

– E iría con mucho cuidado antes de amenazar a nadie -lo interrumpió la mujer-. Intentar asustarme para que diga dónde se encuentra Sanna Strandgård raya la prevaricación y si la ponen en busca y captura sin ser sospechosa de ningún delito y porque espera a que llegue su representante jurídico para ir a declarar, le garantizo que habrá una denuncia contra usted ante el Defensor del Pueblo.

Antes de que Von Post tuviera tiempo de contestar, Rebecka Martinsson continuó con un tono que de repente se había vuelto amistoso.

– Meijer & Ditzinger no tiene ningún interés en causar problemas o pelearse. Solemos llevarnos muy bien con la fiscalía. Al menos por la experiencia que tenemos aquí en Estocolmo. Me presento como aval para garantizar que Sanna Strandgård irá a declarar según lo acordado. Digamos esta noche, a eso de las ocho, en la comisaría.

Después, colgó.

– Joder -gritó Carl von Post cuando se dio cuenta de que había pisado sangre y algo pegajoso que prefería no saber qué era.

Se restregó los zapatos en la alfombra que había camino de la puerta que daba al exterior. De aquella tía engreída se ocuparía cuando apareciera esta noche. Pero ahora era el momento de arreglarse para la conferencia de prensa. Se pasó la mano por la cara. Tenía que afeitarse. Dentro de tres días se enfrentaría a la prensa con barba incipiente para tener el aspecto del hombre cansado que lo da todo por la caza del asesino. Pero hoy había que llegar completamente afeitado y un poco despeinado. Lo adorarían. No podía ser de otra manera.

El abogado Måns Wenngren, socio de Meijer & Ditzinger, estaba sentado tras su escritorio mirando enojado a Rebecka Martinsson. Le molestaba toda su actitud. Rebecka no tenía una postura a la defensiva, con los brazos cruzados sobre el pecho. Por el contrario, los brazos le colgaban a los lados, como si estuviera guardando cola para comprar un helado. Le había explicado lo que pasaba y esperaba respuesta. Tenía la mirada fija en el grabado de madera japonés con motivos eróticos que colgaba en la pared. Un hombre joven, tan joven que todavía llevaba el pelo largo, de rodillas delante de una prostituta, los dos enseñando el sexo. Otras mujeres evitaban mirar aquel grabado que tenía doscientos años. A menudo, Måns Wenngren veía que sus ojos buscaban inconscientemente el cuadro como perros curiosos olfateando. Pero nunca olfateaban mucho rato. Las miradas inmediatamente bajaban o se dirigían hacia otro lugar del despacho.

– ¿Cuántos días estarás fuera? -preguntó-. Tienes derecho a dos días de fiesta con sueldo por cuestiones familiares. ¿Es suficiente?

– No -respondió Rebecka Martinsson-. No es familia mía. Se puede decir que soy una vieja amiga de la familia.

Por su forma de hablar, Måns Wenngren tenía la sensación de que mentía.

– No puedo decir con seguridad el tiempo que estaré fuera. Lo siento -añadió Rebecka mirándolo tranquilamente a los ojos-. Todavía me quedan muchos días de vacaciones y…

Se interrumpió.

– ¿… y qué? -completó su jefe-. Espero que no vayas a decirme que tienes horas extras, Rebecka, porque entonces sí que me sentiré decepcionado. Lo he dicho antes y te lo vuelvo a decir, que si vosotros, los asesores, os dais cuenta de que no tenéis tiempo para hacer el trabajo en horario normal, podéis dejar algunos casos. Todas las horas extras son voluntarias y sin remuneración. De lo contrario, podría dejar que estuvieras fuera un año entero y con sueldo.

Esto último lo añadió con una conciliadora risa pero, cuando no recibió por respuesta ni siquiera la insinuación de una sonrisa, recuperó de inmediato su expresión de desagrado.

Rebecka observó a su jefe en silencio antes de contestar. Éste había empezado a hojear unos papeles que tenía delante para demostrarle que la audiencia había finalizado. El correo del día estaba en un pulcro montón. Había algunas cosas del diseñador danés Georg Jensen expuestas a lo largo del lado corto del escritorio. No había fotos. Ella sabía que había estado casado y que tenía dos hijos mayores. Pero eso era todo. Nunca los nombraba. Tampoco nadie hablaba de ellos. En el bufete se iban sabiendo las cosas poco a poco. A los socios y a los abogados de más edad ciertamente les encantaba chismorrear, pero eran lo suficientemente sabios como para hacerlo entre ellos, no con los abogados jóvenes. Las secretarias eran tan prudentes que nunca revelarían nada que fuera secreto. Pero de vez en cuando ocurría que se emborrachaban en alguna fiesta y explicaban lo que no debían y, poco a poco, uno se iba iniciando. Sabía que Måns bebía demasiado, pero eso lo sabía casi todo el mundo que se lo cruzara por la calle. Lo cierto era que tenía buen aspecto, con el pelo oscuro y rizado, y los ojos azules como los de un husky. Aunque empezaba a vérsele algo ajado, con bolsas bajo los ojos y un poco de sobrepeso, todavía era uno de los mejores del país en litigios fiscales. Tanto en fraudes fiscales como en delitos administrativos. Y mientras entrara dinero, sus socios lo dejaban beber cuanto quisiera. Lo que contaba era la facturación. Hacer que alguien dejara de beber le costaría demasiado al bufete. Clínicas de desintoxicación y baja por enfermedad. Eso significaba, ante todo, ingresos perdidos. Probablemente le pasaba lo mismo que a mucha gente: la vida privada era lo primero que se descomponía cuando alguien bebía demasiado.

Todavía se sentía humillada cuando pensaba en la penúltima fiesta de Navidad del bufete. Måns había bailado y coqueteado con todas las abogadas a lo largo de la noche. Al final de la fiesta se dirigió hacia ella. Agotado, bebido y lleno de autocompasión, le puso una mano en la nuca y le soltó un incoherente discurso que desembocó en un patético intento de llevársela a casa, o quizá simplemente al despacho, qué más daba. De todas formas, a partir de ese momento ella supo lo que significaba para él. El último asalto. El último empujón cuando has estado en todas partes y estás a medio milímetro de caer inconsciente. Desde entonces, la relación entre ella y Måns era fría. Él ya no se reía y hablaba sin reservas con ella como hacía con otras. Ella se comunicaba con él principalmente a través del correo electrónico y notas que le dejaba sobre la mesa cuando él no estaba. Ese año no había ido a la fiesta de Navidad.

– Entonces diremos que son vacaciones -añadió sin levantar la comisura de los labios-. Y me llevaré el ordenador para trabajar desde allí todo lo que pueda.

– Bueno, a mí me da lo mismo -dijo Måns con notable hastío en la voz-. Son tus compañeros los que tendrán más trabajo. Le daré Wickman Industrimontage AB a otro.

Rebecka se obligó a no cruzar las manos. Qué cabrón de mierda. La estaba castigando. Wickman Industrimontage AB era su cliente. Los había localizado ella, había conseguido una buena relación con ellos y, en cuanto la declaración de impuestos paralela estuviera solventada, empezaría a preparar el cambio generacional de la empresa. Además, la apreciaban.

– Haz lo que te parezca oportuno, Måns -respondió con un imperceptible encogimiento de hombros recorriendo con los ojos los flecos desgastados de la alfombra keshan-. Ya tienes mi correo electrónico por si hiciera falta.

Måns Wenngren sintió el impulso de ir hacia ella, cogerla de los pelos, echarle la nuca hacia atrás y obligarla a que lo mirara. O simplemente darle un guantazo.

Ella se dio la vuelta para abandonar el despacho.

– ¿Y cómo vas a ir allí arriba? -le preguntó antes de que a ella le diera tiempo de cruzar la puerta-. ¿Hay aviones hasta Kiruna o te vas con algún rebaño de renos desde Umeå?

– Hay aviones -respondió con un tono de voz neutral, como si él hubiera hecho la pregunta completamente en serio.

La inspectora jefa Anna-Maria Mella se reclinó en su silla mirando con apatía los informes que había esparcidos delante de ella. Ropa vieja. Investigaciones que siempre habían estado allí. Robos de coches y robos en tiendas sin resolver desde hacía años. Toqueteó el informe que tenía más cerca. Maltrato doméstico, grave, pero la mujer retiró la denuncia asegurando que se había caído por la escalera.

«Fue un caso jodido», pensó Anna-Maria, recordando las desagradables fotos que se tomaron en el hospital.

Cogió otra carpeta. Robo de ruedas en una empresa del polígono industrial. Un testigo vio a alguien cortar la tela metálica y cargar las ruedas en su Toyota Hilux, pero en un posterior interrogatorio el testigo, de pronto, no recordaba nada. Estaba claro que fue amenazado.

Anna-Maria suspiró. No había dinero para la protección de testigos u otros refuerzos por el robo de unas cuantas ruedas. Tecleó Toyota Hilux en el ordenador y memorizó el nombre del propietario. Chulillos de barrio que cogen lo que quieren. La probabilidad de que en un futuro se topara con él por alguna razón era grande. Hizo una pregunta múltiple sobre el propietario. Juzgado por maltrato y posesión ilegal de armas. Unos cuantos resultados encontrados en el registro de sospechosos.

«Venga, vamos -se ordenó a sí misma-. Deja ya de navegar y de abrir y cerrar carpetas.»

Dejó a un lado el expediente del robo de ruedas. No la llevaba a ningún sitio. El fiscal haría bien en cerrar el caso. Oyó el sonido de un vaso de plástico al caer en la máquina de café y el ruidoso gruñido del aparato llenándolo de triste café instantáneo. Por un momento creyó que era Sven-Erik y que entraría en su despacho con alguna noticia sobre Viktor Strandgård, pero, por los pasos que desaparecían por el pasillo, intuyó que se trataba de otra persona.

«No pienses en eso», se dijo casi en voz alta, cogiendo otra carpeta del montón.

Levantó inmediatamente la vista del texto y sin querer la paseó por el escritorio. Le echó una mirada lánguida a la taza con té frío. Actualmente, sólo pensar en el café le producía náuseas, pero tampoco le gustaba mucho el té. Siempre se le quedaba frío. Y la coca-cola le provocaba flatulencias.

Cuando sonó el teléfono levantó el auricular. Pensó que podría ser Sven-Erik pero era Lars Pohjanen, el médico forense.

– Ya estoy listo con el informe preliminar de la autopsia -dijo con su cascada voz-. ¿Quieres venir?

– Bueno, es que Sven-Erik es quien lleva el caso -respondió indecisa-. Y Von Post.

Pohjanen dijo con cierta brusquedad en la voz:

– Bueno, no pienso ir detrás de Sven-Erik por toda la ciudad y el señor fiscal puede leer el informe. Así que hago las maletas y me voy a Luleå.

– No, joder. Ya voy -dijo Anna-Maria justo cuando oyó que la conversación terminaba al otro lado del hilo con un clic.

«Espero que ese viejo gruñón haya oído lo que le he dicho -pensó mientras se ponía las botas de piel acabadas en punta, típicas de la zona-. Seguro que ya se ha ido cuando yo llegue al hospital.»

Encontró a Lars Pohjanen en la sala de fumadores del personal de conserjería. Estaba hundido en un moteado sofá verde de los años setenta. Tenía los ojos cerrados y sólo el cigarrillo encendido en su mano indicaba que estaba despierto, o por lo menos, con vida.

– Vaya -dijo sin abrir los ojos-. Así que no te interesa el fallecido Viktor Strandgård. Hubiera creído todo lo contrario de ti, Mella.

– Hasta el parto voy a estar cambiando papeles de sitio -dijo desde la puerta-. Pero será mejor que hable contigo antes de que te vayas, si no lo hace nadie más.

Se echó a reír con ganas y luego le entró la tos. Cuando se le pasó, la miró fijamente con sus penetrantes ojos azules.

– Vas a soñar con él por las noches, Mella. Ven y hablemos de ello. Si no, tendrás que ir con el cochecito del niño a interrogar sospechosos durante toda tu baja por maternidad. ¿Vamos?

Hizo un exagerado gesto invitándola a que fuera con él hasta la sala de autopsias.

Era una sala muy pulcra. Suelo enlosado, tres mesas de acero inoxidable, cajones rojos de plástico clasificados por orden de tamaño debajo del banco de trabajo, dos lavabos donde Anna Granlund comprobaba constantemente que las toallas estuvieran inmaculadas. La mesa de disección estaba limpia y seca. En otra habitación estaba en marcha un lavavajillas. Lo único que recordaba la muerte era la larga línea de tarros de plástico transparente con etiquetas de identificación que contenían trozos grises y amarronados de cerebro y órganos internos en formalina, con los cuales posteriormente se harían pruebas. Y el cuerpo de Viktor Strandgård. Estaba tumbado de espaldas en una de las mesas de autopsia. Un corte le abría la cabeza de oreja a oreja y el cuero cabelludo había sido separado hasta la frente, dejando a la vista el cráneo. Tenía dos grandes heridas en el abdomen que estaban cosidas con gruesas suturas. Una la había hecho la asistente forense, para explorar los órganos internos. También había unas cuantas heridas cortas que Anna-Maria ya había visto otras veces. Heridas de cuchillo. El cuerpo estaba limpio, cosido y enjuagado, pálido a la luz de los fluorescentes. A Anna-Maria le afectaba ver aquel esbelto cuerpo desnudo sobre el frío banco de acero. Ella llevaba un anorak.

Lars Pohjanen se puso una bata verde de operaciones, metió los pies en sus gastados zuecos con restos fragmentarios del color blanco original y se puso unos delgados y flexibles guantes de látex.

– ¿Cómo están los críos? -preguntó.

– Jenny y Petter están bien. Marcus sufre de enamoramiento y se pasa el día en la cama con los auriculares puestos, provocándose una sordera.

– Pobre -dijo Pohjanen con sinceridad y se dio la vuelta hacia Viktor Strandgård.

Anna-Maria se preguntó si se referiría a Marcus o a Viktor Strandgård.

– ¿Puedo? -preguntó sacando la grabadora del bolsillo-. Así pueden oírlo luego los demás.

Pohjanen se encogió de hombros pero se lo permitió. Anna-Maria puso en marcha el aparato.

– Cronológicamente -dijo-. Primero violencia con algo romo en la parte posterior de la cabeza. Tú y yo no estamos en condiciones de darle la vuelta, pero aquí puedes verlo.

Sacó una imagen hecha con escáner y la sujetó a una pantalla de radiografías. Anna-Maria la miró en silencio, pensando en la ecografía en blanco y negro que había visto de su hijo.

– Aquí puedes ver la grieta del cráneo. Y el hematoma subdural. Aquí.

El médico jefe señaló con el dedo la zona oscura de la imagen.

– Es posible que se le hubiera podido salvar la vida si sólo hubiera recibido el golpe en la cabeza, aunque quizá no -dijo-. Tu asesino es probablemente diestro -continuó Pohjanen-. Bueno, después de que le dieran el golpe en la cabeza, le asestaron estas dos cuchilladas en el vientre y en el pecho -dijo señalando las dos heridas en el cuerpo de Viktor Strandgård-. Es imposible decir nada de la altura del autor de los hechos teniendo en cuenta el golpe en la cabeza y, lamentablemente, tampoco las cuchilladas aportan ninguna pista. Han sido asestadas desde arriba, así que yo opino que Viktor Strandgård estaba de rodillas cuando las recibió. Eso o el asesino era un gigante, como un jugador de baloncesto americano. Pero probablemente lo que ocurrió es que primero Strandgård recibió el golpe en la cabeza. ¡Zas! -El médico jefe se dio una palmada en la despejada coronilla para ilustrar el impacto.

– El golpe le hace caer de rodillas, aunque no hay arañazos ni hematomas porque la alfombra era bastante blanda. Después, el asesino le clavó el cuchillo dos veces. Por eso entró inclinado desde arriba. Por tanto, es difícil definir la altura del asesino.

– ¿Así que murió del golpe y de las dos cuchilladas? -preguntó Anna-Maria.

– Exacto -continuó Pohjanen, ahogando la tos-. Esta herida de cuchillo pasa a través de la caja torácica, divide la séptima costilla por la parte izquierda, abre el pericardio…

– En cristiano.

– … la envoltura del corazón y el ventrículo derecho, es decir, la cámara intraventricular. Produce una hemorragia en la envoltura del corazón y en la pleura del pulmón derecho. La otra cuchillada pasa a través del hígado, lo que da lugar a una hemorragia en la cavidad abdominal y el peritoneo.

– ¿Murió en el acto?

Pohjanen se encogió de hombros.

– ¿Y el resto de las heridas? -preguntó Anna-Maria.

– Han sido hechas después de la muerte. Mira toda esta costra en las heridas en el cuerpo. Los cortes han sido hechos desde delante y después del momento de la muerte. Opino que Viktor Strandgård estaba tumbado de espaldas cuando se las hicieron. Aquí tienes este corte largo que abrió el abdomen -dijo señalando la larga y rosada herida en el vientre, que ahora estaba cosida con puntos descuidados.

– ¿Y los ojos? -preguntó Anna-Maria, observando los huecos abiertos en la cara de Viktor Strandgård.

– Mira esto -dijo Pohjanen poniendo una radiografía en la pantalla-. Aquí. ¿Ves la esquirla que se ha desprendido del cráneo justo en la cavidad ocular? Y aquí. Apenas se veía en las imágenes, pero después limpié los huecos de los ojos un poco y miré el cráneo. Las marcas de rascadas en el cráneo, en los cantos de las cavidades oculares. El asesino ha metido el cuchillo en los ojos y lo ha hecho rotar. Se puede decir que los ha perforado hasta sacarlos.

– ¿Por qué cojones lo habrá hecho? -se le escapó a Anna-Maria-. ¿Y las manos?

– También separadas del cuerpo después de que hubiera ocurrido la muerte. Una estaba todavía en el lugar.

– ¿Huellas?

– Quizá en los muñones, pero lo dirán los de Linköping. Aunque yo no tendría muchas esperanzas. Hay un par de buenas marcas en las muñecas pero, por lo que yo sé, no hay huellas. Creo que los de Linköping dirán que el que cortó las manos llevaba guantes.

Anna-Maria sintió que se desanimaba. Dentro de sí notó un fuerte deseo de apresar al asesino. De pronto se dio cuenta de que si ella no estaba en la investigación preliminar, dentro de unos años el caso pasaría a la tumba del archivo por falta de resultados. Pohjanen tenía razón. Acabaría soñando con Viktor Strandgård.

– ¿Qué clase de cuchillo utilizó? -preguntó.

– Uno grande de caza. Demasiado ancho para ser un cuchillo de cocina. Sin sierra.

– ¿Y el objeto romo con el que le dieron en la parte de atrás de la cabeza?

– Puede ser cualquier cosa -respondió Pohjanen-. Una pala, una piedra grande…

– ¿No es raro que le dieran un golpe por detrás con algo y que después lo acuchillaran por delante? -preguntó Anna-Maria.

– Sí, pero tú eres la policía -contestó Lars Pohjanen.

– Quizá fueran varios -pensó Anna-Maria en voz alta-. ¿Algo más?

– No por el momento. Nada de drogas. Nada de alcohol. Y no había comido desde hacía días.

– ¿Qué? ¿Hacía días?

Anna-Maria pensó que ella tenía que comer una vez cada dos horas.

– No estaba deshidratado, así que no tenía gastroenteritis ni padecía anorexia, pero parece que sólo había ingerido alimentos líquidos. El laboratorio dirá qué tenía en el estómago. Ya puedes apagar la grabadora.

Le entregó una copia del informe de la autopsia preliminar. Anna-Maria apagó el aparato.

– No me gusta adivinar -dijo Pohjanen carraspeando-. No cuando se puede documentar.

Señaló con la cabeza la grabadora que, de inmediato, desapareció en el bolsillo de Anna-Maria.

– Pero los cortes de las muñecas estaban bastante bien hechos -añadió-. Quizás estés buscando a un cazador, Mella.

– Así que estás aquí -se oyó decir a una voz desde la puerta.

Era Sven-Erik Stålnacke.

– Sí -respondió Anna-Maria, descubriendo cómo le incomodaba el miedo a que su compañero creyera que actuaba a sus espaldas-. Pohjanen llamó y estaba a punto de irse, así que…

Se quedó callada, irritada por haber empezado a dar explicaciones y a excusarse.

– No pasa nada -dijo Sven-Erik, contento-. Ya me lo explicarás en el coche. Tenemos problemas con los pastores. Joder, te he buscado por todas partes. Al final le pregunté a Sonja, la de la centralita, quién te había llamado. Tienes que venir.

Anna-Maria miró a Pohjanen con gesto interrogante, y él se encogió de hombros, a la vez que levantaba las cejas como para decir que ellos ya estaban listos.

– Al Luleå le dieron una buena paliza los del Färjestad -dijo sonriendo Sven-Erik a modo de saludo al jefe médico, aficionado al hockey sobre hielo, a la vez que se llevaba de allí a Anna-Maria.

– Eso, sí, recuérdamelo, no te prives -suspiró Lars Pohjanen, buscando el paquete de cigarrillos en el bolsillo.

El avión a Kiruna iba casi lleno. Rebaños de turistas extranjeros que irían en trineos tirados por perros y dormirían en cabañas hechas de piel de reno en el hotel de hielo de Jukkasjärvi, se apretujaban junto a cansados hombres de negocios que volvían a casa con frutas y periódicos conseguidos gratuitamente.

Rebecka se hundió en su asiento y se abrochó el cinturón de seguridad. El murmullo de las voces, el sonido de las instrucciones que se encendían y apagaban en la parte superior y el rugir de los motores la indujeron a un intranquilo sueño. Durmió todo el viaje.

En el sueño se vio corriendo por un campo lleno de moras de los pantanos. En un caluroso día de agosto. El calor del sol hace que salga la humedad del musgo. El sudor mezclado con el aceite antimosquitos le cae por la frente, hasta los ojos. Le escuecen. Los ojos se le llenan de lágrimas. Una oscura nube de picor le va invadiendo la nariz y los oídos. No puede ver. Hay alguien detrás. Muy cerca. Y como siempre en sus sueños, las piernas no la quieren sostener. No tienen fuerza ninguna y aquello es una ciénaga. Los pies se le hunden cada vez más en la turba y alguien, o algo, la persigue. Ya no puede levantar los pies. Se hunde en la pantanosa ciénaga. Intenta llamar a su madre pero de su garganta sólo sale un débil gemido. Y entonces siente una mano pesada que se posa sobre su hombro.

– Perdone, ¿la he asustado?

Rebecka abrió los ojos y vio a una azafata inclinada sobre ella. La azafata sonrió un poco insegura y le apartó la mano del hombro.

– Estamos preparándonos para aterrizar en el aeropuerto de Kiruna. Tiene que poner recto el respaldo del asiento.

Rebecka se llevó la mano a la boca. ¿Se le había caído la baba? O aún peor, ¿había gritado? No se atrevía a mirar a la persona que tenía al lado, así que volvió la cabeza hacia la oscuridad de la ventana. Estaba allí abajo. La ciudad. Como una joya brillante en el fondo de un pozo, resplandecía con sus luces, rodeada del oscuro mundo de las montañas. Se le encogieron el estómago y el corazón.

«Mi ciudad», pensó con una extraña combinación de nostalgia, alegría, ira y miedo al volverla a ver.

Veinte minutos más tarde conducía un Audi de alquiler hacia Kurravaara. El pueblo estaba a quince kilómetros de Kiruna. De niña, muchas veces había hecho el camino en trineo desde Kiruna hasta el pueblo. Era un trineo al que se le daba impulso con el pie. Lo recordaba con alegría. Especialmente al final del invierno, cuando el camino estaba cubierto de un hielo grueso y brillante que nadie podía eliminar con arena, sal o gravilla.

A su alrededor, la luna lucía por encima del bosque vestido de blanco, y la nieve amontonada formaba una valla a lo largo de toda la carretera.

«No hay derecho -pensó-. No debería haber permitido que me quitaran todo esto. Antes de irme, juro que volveré a ir en trineo.

»¿Desde cuándo debería haber actuado de forma distinta? -se preguntó mientras el coche avanzaba por el bosque-. Si pudiera volver a aquel tiempo, ¿tendría que volver hasta el primer verano? ¿O aún más atrás? Entonces tendría que ser en primavera. Cuando conocí a Thomas Söderberg. Cuando vino al instituto Hjalmar Lundbohm. Ya entonces debería haber actuado de forma diferente. Debería haberlo descubierto. No haber sido una inocente de mierda. Las otras chicas de mi clase fueron todas mucho más listas. ¿Por qué no las convenció a ellas?»

– Hola a todos, os quiero presentar a Thomas Söderberg. Es el nuevo pastor de la Iglesia de la Misión. Lo he invitado como representante de las iglesias libres.

La que habla es Margareta Fransson. La profesora de religión.

«Siempre sonríe -piensa Rebecka-. ¿Por qué? No es una sonrisa alegre, sino sumisa y mansa. Compra toda su ropa en Una Mano que Ayuda, una tienda sin ánimo de lucro que vende productos de colectivos de mujeres de países subdesarrollados.»

– Ya han estado aquí Evert Aronsson, pastor de la Iglesia Sueca, y Andreas Gault, sacerdote de la Iglesia católica -añadió Margareta Fransson.

– Yo opino que debería venir un budista o un musulmán, o algo así -replica Nina Eriksson-. ¿Por qué sólo vienen cristianos?

Nina Eriksson es la portavoz y líder de la clase. Su voz fuerte y dura se oye en toda la sala. Muchos apoyan lo que ha dicho asintiendo con un sonido gutural.

– La oferta en Kiruna no es muy grande -se disculpa Margareta Fransson débilmente.

Y después le cede la palabra al pastor Thomas Söderberg.

Es guapo, así de simple. Tiene el pelo rizado y castaño, y las pestañas largas y oscuras. Ríe y bromea pero de vez en cuando se pone muy serio. Es joven para ser sacerdote, o pastor, como él dice. Y va vestido con vaqueros y camisa. Dibuja en la pizarra. Dibuja un puente. Dice que Jesús ha dado la vida por ellos. Ha construido un puente hacia Dios. Ya que Dios amaba al mundo, entregó a su único hijo. Se dirige a la clase diciendo «tú», aunque habla con veinticuatro personas a la vez. Quiere que elijan la vida. Que digan «sí». Y tiene respuesta a todas las preguntas que le hacen al final. Algunas preguntas hacen que se quede callado un momento. Arruga las cejas y asiente pensativo. Como si fuera la primera vez que alguien se las plantea. Como si fuera algo que le hiciera pensar. Algún tiempo después, Rebecka se entera de que distaba mucho de ser la primera vez que oía aquellas preguntas. Que las respuestas ya hacía mucho que estaban preparadas. Pero de ese modo el que pregunta se siente especial.

Acaba la visita con una invitación al curso de verano de la iglesia de la Misión de Gällivare. Tres semanas de trabajo y estudios de la Biblia, sin sueldo, pero con la estancia gratis y pensión completa.

– Atrévete a ser curioso -les anima-. No puedes saber que la fe cristiana no es para ti si antes no te informas de lo que en verdad significa.

Rebecka cree que la mira directamente a ella cuando habla. Ella también lo mira directamente. Puede sentir el fuego.

El camino hasta la casa de la abuela estaba despejado de nieve. Había luz en el primer piso. Rebecka cogió su maleta y la bolsa de plástico de Konsum con comida. De paso, había ido a comprar. Igual no hacía falta, pero nunca se sabía. Cerró el coche con llave.

«Ahora soy así -pensó-. Lo cierro todo.»

– Hola -gritó cuando llegó a la puerta.

No recibió respuesta pero probablemente Sanna y las niñas habían cerrado la puerta de la escalera y por eso no la oían.

Dejó lo que llevaba en las manos y dio una vuelta por la planta baja sin encender las luces. Olía a casa vieja. Suelo de linóleo y humedad. Sin ventilar. Los muebles parecían fantasmas cansados apoyados contra la pared, en la oscuridad, tapados con las sábanas blancas de la abuela, hechas a mano.

Subió con cuidado las escaleras, con miedo a caerse, ya que la nieve deshecha debajo de las suelas hacía que los zapatos resbalaran.

– Hola -gritó mirando hacia arriba, sin recibir respuesta tampoco esta vez.

Rebecka abrió la puerta del piso de arriba y entró en el estrecho y oscuro recibidor. Cuando se agachó para bajarse la cremallera de las botas, algo negro fue directamente hacia su cara. Dio un grito y cayó hacia atrás. Un par de ladridos y unos ojos negros y alegres dieron forma a la bonita cabeza de una perra. La lengua rosada aprovechó la ocasión para familiarizarse con su cara. Dos ladridos más y la perra la volvió a lamer.

– Chapi, ¡ven aquí!

Una niña de unos cuatro años apareció en el vano de la puerta. La perra hizo una pequeña pirueta encima de Rebecka, fue correteando hasta la niña, le dio un lametazo y volvió de nuevo hacia Rebecka. Pero Rebecka ya se había puesto en pie, así que la perra metió el hocico dentro de la bolsa de la comida.

– Tú tienes que ser Lova -dijo Rebecka, encendiendo la luz del recibidor a la vez que con el pie apartaba a la perra de la bolsa de Konsum.

La luz iluminó a la niña. Iba envuelta en un edredón y Rebecka se dio cuenta de que en la casa hacía frío.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Lova.

– Me llamo Rebecka -respondió, escueta-. Vamos a la cocina.

Se quedó en el umbral, en un estado de muda sorpresa, mirando la cocina. Las sillas estaban volcadas y las alfombras de trapo de la abuela estaban arrugadas debajo de la mesa de la cocina. Chapi se acercó corriendo con una sábana en la boca que, probablemente, estaba sobre los muebles de la habitación. Gruñía mientras la sacudía juguetona. Olía muy fuerte a jabón. Cuando Rebecka miró con más detalle, vio el suelo lleno de detergente.

– Pero ¿qué ha pasado aquí? -exclamó-. ¿Dónde están tu madre y tu hermana?

– Me he lavado -confesó Lova-. Y Chapi también.

Del gran envoltorio en el que estaba arrebujada, salió una pequeña mano que toqueteó un brillante botón del abrigo de Rebecka. Rebecka apartó impaciente la mano de la niña.

– ¿Dónde están tu madre y tu hermana? -preguntó de nuevo.

Lova señaló el sofá de la recámara. Allí había una niña de unos once años, vestida con una larga piel gris de oveja, quizá de Sanna. Apartó sus pequeños ojos de un ejemplar de la revista Hemmets Journal y se mostró con la boca cerrada y los labios apretados. Rebecka sintió un nudo en el pecho.

«Sara -pensó-. Se ha hecho mayor. Y es igual que Sanna. El mismo pelo rubio, pero lo tiene lacio, como Viktor.»

– Hola -la saludó Rebecka-. ¿Qué ha estado haciendo tu hermana? ¿Dónde está Sanna?

Sara se encogió de hombros para demostrar que no era asunto suyo saber lo que hacía su hermana.

– Mamá está enfadada -dijo Lova cogiendo a Rebecka de la manga del abrigo-. Está en la burbuja. Está tumbada ahí dentro -dijo señalando la puerta del dormitorio.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Sara, desconfiada.

– Me llamo Rebecka y ésta es mi casa. En parte, por lo menos.

Se volvió hacia Lova.

– ¿Qué quieres decir con lo de la burbuja?

– Cuando está en la burbuja no contesta y no mira -aclaró Lova, volviendo a toquetear los botones de Rebecka.

– ¡Oh, Dios mío! -suspiró Rebecka. Se quitó el abrigo y lo colgó en una percha del recibidor.

Realmente hacía frío en la casa. Tenía que encender el fuego.

– Conozco a vuestra madre -dijo Rebecka poniendo bien la sillas-. Mis abuelos vivían aquí. ¿También tienes jabón en el pelo?

Miró los mechones pegajosos de Lova. La perra se sentó intentando lamerse el lomo. Rebecka se agachó y llamó a la perra de la misma forma en que solía hacerlo su abuela.

– ¡Chis!

La perra fue inmediatamente hacia ella y, para mostrar sumisión, intentó lamerle la boca. Era una perra husky mestiza. Tenía el pelo grueso y negro como una especie de marco alrededor de su femenina y pequeña cabeza. Los ojos eran brillantes, negros y alegres. Rebecka le pasó las manos por el pelo y luego se olió los dedos. Olía a detergente.

– Bonita -le dijo a Sara-. ¿Es tuya?

Sara no respondió.

– Dos terceras partes son de Sara y una tercera parte es mía -respondió Lova como el que tiene una lección bien aprendida.

– Ahora quiero hablar con Sanna -dijo Rebecka levantándose.

Lova la cogió de la mano y la llevó hasta la habitación. El piso de arriba se componía sólo de una gran cocina con una recámara y una habitación. Ésta había sido el dormitorio de los niños. Los abuelos dormían en la recámara. Sanna estaba tumbada en una de las camas, con las piernas recogidas, de manera que las rodillas casi le tocaban la barbilla. Tenía la cara vuelta hacia la pared y sólo llevaba puesta una camiseta y unas bragas floreadas de algodón. El pelo largo y rubio de ángel se extendía sobre la almohada.

– Hola, Sanna -dijo Rebecka débilmente.

La mujer de la cama no respondió, pero respiraba.

Lova cogió una manta que estaba doblada a los pies de la cama y se la puso a su madre por encima.

– Está en la burbuja -susurró.

– Entiendo -dijo Rebecka, conteniéndose.

Pinchó a Sanna en la espalda con el dedo índice.

– Ven aquí -dijo Rebecka, llevándose a Lova a la cocina.

Chapi las seguía después de comprender que no le pasaba nada a su ama, que estaba tumbada en la cama, quieta y callada.

– ¿Habéis comido? -preguntó Rebecka.

– No -respondió Lova.

– Tú y yo nos conocemos desde que eras pequeña -le explicó Rebecka a Sara.

– Yo no soy pequeña -gritó Lova-. Tengo cuatro años.

– Vamos a hacer una cosa -decidió Rebecka-. Vamos a limpiar la cocina, voy a preparar comida, vamos a calentar agua en el fuego y vamos a lavar a Lova y a Chapi.

– Y necesito otro jersey -dijo Lova-. ¡Mira!

Abrió el edredón y apareció con una camiseta llena de detergente.

– Y necesitas un jersey -suspiró Rebecka cansada.

Una hora más tarde Lova y Sara estaban comiendo salchichas con puré de patatas. Lova llevaba unos vaqueros de los primos de Rebecka y un descolorido jersey rojo pálido, con Astérix y Obélix en la parte delantera. Chapi estaba sentada a los pies de las niñas, esperando pacientemente su ración. En la cocina chisporroteaba el fuego.

Rebecka le echó un vistazo al reloj. Las siete ya. Ella y Sanna tenían que ir a la comisaría. La tensión le encogió el estómago.

Sara se reía del jersey de Lova.

– Hueles mal -le dijo.

– No es eso -suspiró Rebecka-. La ropa huele un poco rara cuando ha estado doblada en un cajón durante mucho tiempo. Pero su ropa aún está peor, así que eso es lo que hay. Dadle a Chapi las salchichas que sobren.

Dejó a las niñas en la cocina, fue hasta la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– Sanna -llamó.

Sanna no se movió. Estaba en la misma postura que antes, con la vista clavada en la pared.

Rebecka se acercó a la cama y se quedó de pie, con los brazos cruzados.

– Sé que me estás oyendo -dijo con voz dura-. No soy la misma persona que antes, Sanna. Me he vuelto más mala y más impaciente. No pienso sentarme y pasarte la mano por el pelo y preguntarte qué te pasa. Levántate inmediatamente y vístete. Si no, llevo a tus hijas al servicio de urgencias de la asistencia social y les digo que, por el momento, no te puedes hacer cargo de ellas. Después cojo el primer avión que me lleve de nuevo a Estocolmo.

Ninguna respuesta. Ningún movimiento.

– De acuerdo -dijo Rebecka al cabo de un momento.

Respiró hondo, como para dejar claro que ya había esperado bastante. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta que daba a la cocina.

«Bueno, pues eso es todo -pensó-. Voy a llamar a la policía y les voy a decir dónde está. Que se la lleven a rastras.»

Justo acababa de poner la mano en el pomo de la puerta cuando oyó que Sanna se sentaba en la cama.

– Rebecka -dijo.

Rebecka tardó un segundo. Luego se dio la vuelta y se apoyó en la puerta. Volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Como una madre, con la expresión de «¿Qué es lo que quieres en realidad?».

Y Sanna permanecía como una niña pequeña, mordiéndose el labio inferior, suplicando con los ojos.

– Perdón -murmuró con voz ronca-. Ya sé que soy la peor madre del mundo y la peor amiga. ¿Me odias?

– Tienes tres minutos para vestirte y salir a la cocina a comer -le ordenó Rebecka, y cruzó la puerta.

Sven-Erik Stålnacke había aparcado el coche delante del servicio de urgencias. Anna-Maria se apoyó en la puerta mientras él buscaba la llave en uno de los bolsillos de su chaqueta. No era fácil respirar profundamente cuando el aire pinchaba como agujas, pero tenía que relajarse. El vientre se le había puesto duro como una bola de nieve en el corto paseo desde la sala de autopsias hasta el coche.

– En la Fuente de Nuestra Fortaleza hay tres pastores -dijo Sven-Erik, buscando en otro bolsillo-. Han accedido a recibir a la policía para que los interroguemos. No podrán estar más de una hora. Y no piensan dejarse interrogar de uno en uno, sino los tres a la vez. Dicen que quieren colaborar pero…

– … pero no quieren colaborar -añadió Anna-Maria.

– Exacto, y ¿qué cojones hacemos? -preguntó Sven-Erik-. ¿Vamos a tener que ir de duros o qué?

– No, porque toda la congregación se cerraría como una ostra. Pero me pregunto por qué no quieren hablar con nosotros de uno en uno.

– Ni idea. Aunque uno de ellos me lo explicó, Gunnar Isaksson, pero no entendí ni una palabra de lo que decía. Se lo puedes preguntar cuando los veas. Joder, Anna-Maria, los debería haber sacado de la cama esta mañana bien temprano.

– No -respondió Anna-Maria sacudiendo la cabeza-. No podías hacer otra cosa.

La aurora boreal reinaba todavía en el cielo con sus velos blancos y verdes.

– Es increíble -dijo echando la cabeza hacia atrás-. Ha habido aurora boreal todo el invierno. ¿Habías visto algo así antes?

– No. Son esas tormentas solares -respondió Sven-Erik-. Es bonito pero dentro de poco nos enteraremos de que también producen cáncer. En realidad deberíamos ir por ahí con una sombrilla de esas metalizadas para prevenir la radiación.

– Estarías guapo -se rió Anna-Maria.

Se sentaron en el coche.

– A propósito -continuó Sven-Erik-, ¿cómo está Pohjanen?

– No sé. No era momento de preguntarle.

– No, claro.

«Que le pregunte él mismo», pensó Anna-Maria, huraña.

Sven-Erik aparcó al pie de la iglesia y subieron andando la cuesta. Los montones de nieve a los lados del camino habían desaparecido y por todas partes había huellas de gente y de perros. Habían estado inspeccionando la zona en busca del arma homicida. Se esperaba que quien hubiera matado a Viktor Strandgård se hubiera deshecho del arma cerca de la iglesia o quizá que la hubiera enterrado debajo de uno de los montones de nieve. Pero no habían encontrado nada.

– Imagina que no encontramos el arma -dijo Sven-Erik aminorando el paso cuando se dio cuenta de que a Anna-Maria le faltaba el aliento-. Actualmente, ¿se puede juzgar a alguien por asesinato sin pruebas técnicas?

– Bueno, acuérdate de Christer Pettersson * -dijo resollando Anna-Maria.

Sven-Erik se echó a reír ruidosamente.

– Sí, es un ejemplo para consolarse.

– ¿Aún no habéis encontrado a la hermana?

– No. Von Post ha dicho que ha conseguido que venga a declarar a las ocho, así que veremos lo que sacamos.

Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke entraron en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza a las cinco y diez de la tarde. Los tres pastores estaban sentados en la primera fila de la iglesia mirando hacia el altar. Había además otras personas en la nave. Una mujer de mediana edad utilizaba un pesado aspirador que hacía un ruido tremendo al pasar sobre las alfombras. A Anna-Maria le pareció que estaba muy delgada con sus anticuados vaqueros y una sudadera de algodón color lila que le llegaba casi hasta las rodillas. De vez en cuando la mujer tenía que arrodillarse para recoger alguna basura demasiado grande y evitar que entrara por el tubo del aspirador. Había otra mujer de mediana edad, con una elegante y pulcra falda, una blusa muy bien planchada y una americana a juego. Recorría las filas de sillas poniendo una hoja en cada asiento. La tercera persona era un hombre joven. Iba de un lugar a otro de la nave, aparentemente sin rumbo y parecía hablar solo. En la mano llevaba una Biblia. De vez en cuando se quedaba parado delante de una silla, alargaba la mano, como si estuviera charlando enojado con el mueble, pero su boca permanecía cerrada. O se quedaba parado con la Biblia levantada hacia arriba, recitando una serie de frases incomprensibles para Sven-Erik y Anna-Maria. Cuando pasaron cerca de él, les echó una mirada. La alfombra manchada de sangre seguía en el pasillo de la iglesia, pero alguien había movido las sillas, de manera que se podía pasar sin pisar la zona donde había estado el cuerpo.

– Bueno, aquí tenemos a la trinidad -dijo Sven-Erik en un intento de romper el hielo cuando los tres pastores se levantaron con expresión seria para saludarlos.

Ninguno de los tres sonrió.

Cuando se sentaron, Anna-Maria escribió sus nombres con algunos datos en su cuaderno de notas, de manera que pudiera recordar después quién era quién y lo que habían dicho. Lo de la grabadora era impensable. Ya iba a ser bastante difícil hacerles hablar.

«Thomas Söderberg -escribió-. Moreno, guapo, con gafas modernas. Unos cuarenta. Vesa Larsson, unos cuarenta, el único que no lleva traje ni corbata. Camisa de franela y chaleco de piel. Gunnar Isaksson. Gordo, con barba. Unos cincuenta.»

Se fijó en la forma de estrechar la mano de aquellos hombres. Thomas Söderberg se la había apretado y la mantuvo así un momento mientras la miraba a los ojos con firmeza. Estaba acostumbrado a inspirar confianza. Se preguntó cómo reaccionaría si la policía decidía que había dicho algo sospechoso. El traje que llevaba parecía caro.

El apretón de manos de Vesa Larsson era blando. No estaba acostumbrado a saludar así. Cuando sus manos se encontraron, en realidad él ya había saludado con un discreto gesto de cabeza y su mirada estaba sobre Sven-Erik.

Gunnar Isaksson casi le había roto la mano con el apretón. Y no con una fuerza inconsciente, como la que a veces se observaba en algunos hombres.

«Tiene miedo de parecer débil», pensó Anna-Maria.

– Antes de empezar me gustaría saber por qué queréis que os preguntemos a los tres a la vez -inquirió Anna-Maria como introducción.

– Es tremendo lo que ha ocurrido -respondió Vesa Larsson tras un momento de silencio-. Pero sentimos firmemente que la congregación debe permanecer unida en estos momentos. Sobre todo los pastores. Hay una fuerza que intenta sembrar la discordia y no pensamos darle la mínima oportunidad.

– Entiendo -respondió Sven-Erik en un tono con el que claramente reconocía que no entendía nada en absoluto.

Anna-Maria miró a Sven-Erik, que cerró la boca, pensativo, haciendo que su gran bigote pareciera una escoba debajo de la nariz.

Vesa Larsson se toqueteaba un botón del chaleco de piel, mirando de soslayo a Thomas Söderberg. Éste no le devolvía la mirada, sino que asentía con la cabeza, como para sí.

«Vaya -pensó Anna-Maria-. La respuesta de Vesa ha sido aprobada por el pastor Söderberg. No es difícil ver quién es el jefe de la manada.»

– ¿Cómo está organizada la congregación? -preguntó Anna-Maria.

– Arriba de todo está Dios -respondió Gunnar Isaksson alzando la voz y señalando convencido hacia el techo-. Después la congregación tiene tres pastores, nosotros, y cinco hermanos en el Consejo de Ancianos. Si fuéramos una empresa, se podría decir que Dios es el propietario; nosotros tres, los directores; y el Consejo de Ancianos, el consejo de administración.

– Creía que querían preguntarnos sobre Viktor Strandgård -interrumpió Thomas Söderberg.

– Ya llegaremos a eso, ya llegaremos -aseguró Sven-Erik casi como en un susurro.

El joven de la Biblia se había parado al lado de una silla y salmodiaba en voz alta, esgrimiendo una mano hacia la silla vacía. Sven-Erik parecía asombrado.

– ¿Puedo preguntar qué hace? -dijo haciendo un gesto con el pulgar en dirección al hombre.

– Está rezando por el encuentro de esta noche -aclaró Thomas Söderberg-. Esa forma de orar puede parecer extraña si no estás acostumbrado, pero no es magia, lo prometo.

– Es importante que la sala de la iglesia esté preparada espiritualmente -aclaró el pastor Gunnar Isaksson mientras se mesaba su poblada y bien arreglada barba.

– Entiendo -respondió Sven-Erik, buscando la mirada de Anna-Maria.

Ahora tenía el bigote en un ángulo de casi noventa grados respecto a la cara.

– Bueno, a ver si me explican algo de Viktor Strandgård -dijo Anna-Maria-. ¿Cómo era como persona? Vesa Larsson, ¿qué le parecía a usted?

El pastor sufría aparentemente, y tragó saliva antes de responder.

– Era entregado, humilde, querido por toda la congregación. Dejaba que Dios lo utilizara, sencillamente. Se puede decir que, a pesar de su elevada posición en la comunidad, también servía en cosas prácticas. Estaba en la lista de la limpieza, así que se le podía ver pasando el trapo del polvo por las sillas. Pegaba carteles antes de los encuentros…

– … cuidaba a los niños -completó Gunnar Isaksson-. Bueno, tenemos un programa rotativo, de manera que los que tienen niños pequeños pueden escuchar la palabra de Dios de forma directa.

– Sí, como ayer -continuó Vesa Larsson-. Después del encuentro no fue a tomar café en el local, sino que se quedó aquí para volver a poner las sillas en su sitio. Es lo malo de no tener bancos de iglesia, que si no se ponen las sillas en línea recta, enseguida parece que todo esté en desorden.

– Tiene que ser un trabajo tremendo -se sorprendió Anna-Maria-. Hay un montón de sillas. ¿No se quedó nadie a ayudarlo?

– No. Dijo que quería estar solo -respondió Vesa Larsson-. Normalmente no se cierra con llave si hay alguna persona dentro, así que alguien tuvo que…

Se interrumpió y sacudió la cabeza.

– Parece que Viktor Strandgård era un alma bondadosa -dijo Anna-Maria.

– Sí, sí que lo era -dijo Thomas Söderberg, sonriendo tristemente.

– ¿Saben si tenía enemigos o estaba a malas con alguien? -preguntó Sven-Erik.

– No, con nadie -respondió Vesa Larsson.

– ¿Parecía preocupado por algo? ¿Intranquilo? -continuó Sven-Erik.

– No -volvió a contestar Vesa Larsson.

– Teniendo en cuenta que trabajaba a jornada completa aquí, ¿cuáles eran sus obligaciones para con la congregación? -inquirió Sven-Erik.

– Trabajar al servicio de Dios -respondió Gunnar Isaksson pomposamente, poniendo énfasis en la palabra «Dios».

– Y trabajando para Dios también hacía ganar dinero a la congregación -dijo Anna-Maria, tensa-. ¿Adónde iba a parar el dinero de su libro? ¿A quién irá ahora, después de muerto?

Gunnar Isaksson y Vesa Larsson se volvieron hacia su compañero, Thomas Söderberg.

– ¿Qué puede importar eso en la investigación del asesinato? -preguntó Thomas Söderberg con voz amable.

– Bueno, simplemente conteste a la pregunta -exigió Sven-Erik suavemente, pero con una cara que no permitía que le llevaran la contraria.

– Hace tiempo que Viktor Strandgård cedió los derechos del libro a la congregación. Tras su muerte, los ingresos continuarán yendo al mismo sitio. Es decir, no habrá ninguna diferencia.

– ¿Cuántos ejemplares del libro se han vendido? -preguntó Anna-Maria.

– Más de un millón, incluyendo las traducciones -respondió el pastor Söderberg escueto-. Pero todavía no entiendo…

– ¿Venden otras cosas? -interrumpió Sven-Erik-. ¿Fotos o así?

– Esto es una congregación y no un club de fans de Viktor Strandgård -respondió Thomas Söderberg con aridez-. No vendemos retratos, pero sí, ha habido otros ingresos, por ejemplo, de la venta de cintas de vídeo.

– ¿Qué clase de cintas?

Anna-Maria cambió de postura. Le habían entrado ganas de orinar.

– Grabaciones de nuestros sermones, de Viktor Strandgård o de predicadores invitados. Encuentros y misas -respondió el pastor Söderberg mientras se quitaba las gafas y se sacaba un pañuelo pequeño y blanco del bolsillo del pantalón.

– ¿Graban los encuentros en vídeo? -preguntó Anna-Maria volviendo a cambiar de postura en la silla.

– Sí -respondió Vesa Larsson, ya que Thomas Söderberg parecía demasiado ocupado en limpiarse las gafas para contestar.

– Ayer tuvieron un encuentro -afirmó Anna-Maria- y Viktor Strandgård estuvo presente. ¿Está ese encuentro grabado en vídeo?

– Sí -respondió el pastor Larsson.

– Queremos que nos den esa cinta -exigió Sven-Erik-. Y si hay previsto otro encuentro esta noche, también nos gustaría que nos dieran la cinta. Bueno, todas las grabaciones de los últimos meses; o ¿qué dices tú, Anna-Maria?

– Sí, eso es -respondió, escueta.

Cuando cesó el ruido del aspirador miraron hacia arriba. La mujer que estaba limpiando lo había desconectado y se dirigió hacia la dama bien vestida. Susurraron algo entre ellas, mirando hacia los pastores. El joven se había sentado en una de las sillas y hojeaba la Biblia. Sus labios se movían incesantemente. Cuando la mujer bien vestida vio que los pastores y la policía habían hecho una pausa en la conversación, aprovechó la ocasión y se dirigió hacia ellos.

– ¿Puedo interrumpir? -dijo amablemente y continuó, ya que nadie se lo impidió-. Para el encuentro de esta noche, ¿qué vamos a hacer con…?

Se quedó callada haciendo un gesto con la mano derecha hacia el ensangrentado lugar donde había estado el cuerpo de Viktor Strandgård.

– Dado que el suelo no está barnizado, no creo que se puedan borrar todas las huellas… Quizá se podría enrollar la alfombra y poner algo encima hasta que nos traigan una nueva.

– De acuerdo -respondió Gunnar Isaksson.

– No, por favor, Ann-Gull -interrumpió el pastor Söderberg a la vez que miraba rápidamente a Gunnar Isaksson-. Yo lo arreglaré dentro de un momento. Déjalo así, por ahora. La policía acabará enseguida ¿no es cierto?

Lo último iba dirigido a Anna-Maria y a Sven-Erik. Al ver que éstos no contestaban, Thomas Söderberg sonrió a la mujer, con lo que parecía dar por acabada la conversación. Ella desapareció como un espíritu servicial, en dirección a la otra mujer. Al cabo de un momento volvió a oírse el aspirador.

Los pastores y la policía se quedaron sentados en silencio, observándose unos a otros.

«Típico -pensó Anna-Maria, enojada-. Suelo de madera sin tratar, gruesa alfombra hecha a mano, sillas sueltas en lugar de bancos. Es muy bonito, pero estoy segura de que no es fácil mantener esto limpio. Menos mal que hay tantas mujeres sumisas que le hacen la limpieza gratis a Dios.»

– La verdad es que no tenemos demasiado tiempo -dijo Thomas Söderberg. Su voz había perdido toda la amabilidad.

– Tenemos una misa esta noche y, como comprenderán, debemos preparar un montón de cosas -añadió al ver que ninguno de los policías le respondía.

– Bueno -aclaró Sven-Erik, como si tuvieran todo el tiempo del mundo-. Si Viktor Strandgård no tenía enemigos, sí que tendría amigos. ¿Quiénes estaban más cerca de Viktor Strandgård?

– Dios -respondió el pastor Isaksson con una sonrisa triunfal.

– Su familia, naturalmente, su madre y su padre -rectificó Thomas Söderberg, ignorando el comentario de su compañero-. El padre de Viktor, Olof Strandgård, es el presidente del Partido Demócrata Cristiano y comisionado municipal. La congregación tiene bastantes representantes en el concejo municipal, sobre todo del Partido Demócrata Cristiano, que es el partido con más adeptos entre la clase media de Kiruna. Nuestra influencia en el municipio es cada vez más grande y tendremos la mayoría absoluta en las próximas elecciones. También esperamos que la policía no haga nada que pueda dañar la confianza que hemos alcanzado entre nuestros electores. Después está la hermana de Viktor, Sanna Strandgård. ¿Han hablado con ella?

– No, todavía no -respondió Sven-Erik.

– Vayan con cuidado cuando lo hagan; es una persona muy frágil -informó el pastor Söderberg-. También debo incluirme entre sus allegados.

– ¿Era su confesor? -preguntó Sven-Erik.

– Bueno -contestó Thomas Söderberg sonriendo de nuevo-. No lo llamamos así. Más bien, mentor espiritual.

– ¿Saben si Viktor Strandgård estaba a punto de descubrir algo antes de morir? -inquirió Anna-Maria-. ¿Sobre sí mismo, quizás? ¿O sobre la congregación?

– No -respondió Thomas Söderberg tras un segundo de silencio-. ¿Qué podría ser?

– Perdonadme -dijo Anna-Maria levantándose-. Tengo que ir al baño.

Abandonó a los hombres y se dirigió hacia los aseos, al final de la iglesia. Orinó un poco pero siguió sentada, descansando la mirada sobre las blancas paredes alicatadas. Había una idea que le volvía una y otra vez a la cabeza. Durante los años que había trabajado como policía había aprendido a notar las señales de la tensión. Todas, desde sudores a mareos. Normalmente, la gente se pone nerviosa cuando habla con la policía. Pero cuando empezaba a intentar esconder esa tensión, era cuando convenía poner atención.

Y había un síntoma de tensión que sólo se presentaba una vez. Aparecía una única vez. Y ella acababa de notarlo. Justo después de haber preguntado si Viktor Strandgård estaba a punto de descubrir algo antes de morir. Uno de los tres pastores, no pudo darse cuenta de quién, había respirado hondo. Una única vez. Una inspiración.

– Bueno, joder -dijo en voz alta pero para sí misma, sorprendiéndose de lo bien que le sentaba soltar tacos en secreto dentro de la iglesia-. Puede ser que no signifique una mierda. La gente respira. Lo que está claro es que no son trigo limpio. A ver qué directiva de una organización lo es. Ni la policía. Y seguro que esta pandilla tampoco. Pero eso no les convierte en asesinos -continuó Anna-Maria mientras accionaba el mando de la cisterna.

Pero había algo más. Por ejemplo, ¿por qué contestó Vesa Larsson que no había nada que preocupara a Viktor Strandgård si Thomas Söderberg era su «mentor espiritual» y, por tanto, quien lo conocía mejor?

Cuando Sven-Erik y Anna-Maria abandonaron la iglesia e iban camino del aparcamiento, la mujer que estaba pasando el aspirador salió corriendo tras ellos. Llevaba calcetines de deporte y zuecos, por lo que iba bajando la cuesta a veces corriendo y a veces resbalando.

– He oído que preguntaban si tenía enemigos -dijo resollando.

– Sí, ¿por qué?

– Sí que los tenía -dijo aferrándose convulsivamente al brazo de Sven-Erik-. Y ahora que está muerto, el enemigo será más fuerte. Yo siento cómo me acosa a mí también.

Soltó a Sven-Erik y se abrazó a sí misma en un intento infructuoso de protegerse del incisivo frío. No se había puesto ropa de abrigo. Dobló un poco las rodillas para mantener el equilibrio en la cuesta. La mínima inclinación de los zuecos hacia atrás la hacía resbalar.

– ¿Acosada? -preguntó Anna-Maria.

– Por los demonios -dijo la mujer-. Quieren que vuelva a fumar. Antes yo estaba poseída por el demonio del tabaco, pero Viktor Strandgård puso sus manos sobre mí y me liberó.

– Tomamos nota -dijo la policía, y reemprendió la marcha hacia el coche.

Sven-Erik se quedó allí y sacó un bloc de notas del bolsillo interior de su anorak.

– Él fue quien mató a Viktor -dijo la mujer.

– ¿Quién? -preguntó Sven-Erik.

– El príncipe de los demonios -susurró-. Satán. Intenta abrirse paso.

Sven-Erik se volvió a guardar el bloc de notas y cogió las frías manos de la mujer entre las suyas.

– Gracias -le dijo-. Ahora será mejor que entre para que no se quede helada.

– Sólo quería decírselo -les gritó la mujer cuando se alejaban.

Dentro de la iglesia los pastores discutían en voz alta.

– No se puede hacer de esa manera -gritó Gunnar Isaksson, indignado, mientras seguía los pasos de Thomas Söderberg alrededor de la mancha de sangre que había en el suelo. Söderberg iba apartando las sillas para que la oscura huella de la muerte de Viktor Strandgård quedara en medio, como en el centro de una pista de circo.

– Claro que sí -respondió Thomas Söderberg, tranquilo. Volviéndose hacia la mujer bien vestida añadió-: Quita la alfombra del pasillo pero deja que la mancha de sangre que hay debajo siga ahí. Compra tres rosas y ponlas sobre el suelo. Cambiaremos la disposición. Yo predicaré al lado del lugar donde murió. Las sillas deben ponerse alrededor.

– Tendrás oyentes por todos lados -gritó Gunnar Isaksson-. ¿Es que la gente va a estar mirándote la espalda?

Thomas Söderberg se acercó al hombre bajo y grueso y le puso las manos sobre los hombros.

«Mierdecilla -pensó-. No tienes retórica suficiente para hablar desde una palestra. Necesitas un teatro. Una plaza. Tienes que tener a todo el mundo delante y un atrio donde agarrarte por si las cosas se ponen feas. Pero no puedo dejar que tu incapacidad sea un impedimento para mí.»

– ¿Recuerdas lo que dijimos, hermano? -preguntó Thomas Söderberg a Gunnar Isaksson-. Tenemos que mantenernos unidos. Te prometo que esto saldrá bien. La gente tiene que poder llorar, rezar, gritar a Dios y nosotros esta noche vamos a triunfar. Dile a tu mujer que traiga una flor y la ponga en el lugar donde estaba tendido su cuerpo.

«Va a haber un ambiente increíble», pensó Thomas Söderberg.

Tenía que acordarse de decirle a más gente que llevara flores para ponerlas en el suelo. Sería como el lugar donde asesinaron a Olof Palme.

El pastor Vesa Larsson estaba sentado inclinado hacia adelante, en el mismo lugar donde estaba cuando hablaron con la policía. No participaba en la acalorada discusión, sino que se tapaba el rostro con las manos. Probablemente lloraba, pero era difícil saberlo.

Rebecka y Sanna iban en el coche en dirección a la ciudad. Los pinos cargados de nieve pasaban deprisa a la luz de los focos. El violento silencio que reinaba era como una habitación que iba encogiéndose por momentos. Las paredes y el techo se movían hacia dentro y hacia abajo. A cada minuto que pasaba se hacía más difícil respirar con libertad. Conducía Rebecka. Sus ojos iban del velocímetro a la carretera. El tremendo frío hacía que el firme no estuviera resbaladizo en absoluto, a pesar de estar cubierto de nieve apisonada.

Sanna iba sentada con la mejilla apoyada en el frío cristal de la ventanilla, enroscándose un mechón de pelo en un dedo.

– ¿No puedes decir algo? -preguntó al cabo de un rato.

– No estoy acostumbrada a conducir por carretera -respondió Rebecka-. No puedo hablar y conducir a la vez.

Ella misma se dio cuenta de que su mentira se traslucía tan bien como la suciedad bajo el agua. Pero daba lo mismo. Quizás ésa era su intención. Miró el reloj. Las ocho menos cuarto.

«No te vayas a pelear ahora -se ordenó-. Has subido a Sanna al barco, así que ahora haz el favor de llevarla a puerto.»

– ¿Crees que las niñas estarán bien?

– No tienen más remedio -respondió Sanna, acomodándose en el asiento-. Y estaremos de vuelta pronto, ¿no? No me atrevo a pedir ayuda a nadie. Cuantos menos sepan dónde estoy, mejor.

– ¿Por qué?

– Tengo miedo a los periodistas. Sé cómo son. Y luego mis padres… Bueno, vamos a hablar de otra cosa.

– ¿Quieres hablar de Viktor? ¿De lo que pasó?

– No. Dentro de un momento se lo explicaré a la policía. Hablemos de ti, así me tranquilizaré. ¿Cómo te van las cosas? ¿De verdad hace siete años que no nos veíamos?

– Mmm -respondió Rebecka-. Pero hemos hablado por teléfono alguna que otra vez.

– Y pensar que todavía tenéis la casa de Kurravaara.

– Sí, mis tíos, Affe e Inga-Lili, dicen que no tienen dinero para comprarme mi parte. Creo que están enfadados porque son los únicos que la cuidan e invierten en ella. Claro que, por otra parte, también son ellos los únicos que la disfrutan. Yo la vendería. A ellos o a cualquiera, me da lo mismo.

Se quedó pensando en lo que acababa de decir. ¿No disfrutaba ella de la casa de la abuela o de la cabaña de Jiekajärvi? ¿Qué importaba que nunca fuera allí? Simplemente con recordar la cabaña, que poseía un refugio, lejos de la civilización, en un lugar desierto, más allá de los bosques y de los pantanos, ¿no era alegría suficiente?

– Ahora eres tan…, ¿cómo lo podría decir? Tan encantadora -dijo Sanna-. Y se te ve tan segura, de alguna manera. Siempre he creído que eras guapa, pero ahora pareces sacada de una serie de televisión. Y llevas el pelo muy bonito también. El mío lo dejo crecer a lo salvaje hasta que me lo corto yo misma.

Con toda la intención, Sanna se metió los dedos entre sus rizos, gruesos y rubios.

«Ya lo sé, Sanna -pensó Rebecka, enojada-. Ya sé que eres la más guapa del mundo. Y eso sin necesidad de que te gastes el dinero en ropa o en peluquerías.»

– Cuéntame algo -pidió Sanna, quejumbrosa-. Me siento tan tremendamente avergonzada, pero ya te he pedido perdón. Y estoy completamente paralizada de miedo. Mira qué frías tengo las manos.

Se quitó la manopla de piel de oveja y alargó la mano hacia Rebecka.

«Está loca -pensó Rebecka enojada, con las manos apretando el volante-. Me cago en la hostia, está completamente chiflada.»

«Nota mi mano, Rebecka, está temblando. Está completamente fría. Te quiero tanto, Rebecka. Si fueras un chico, me enamoraría de ti, ¿lo sabes?»

– Tienes una perra muy bonita -comentó, Rebecka esforzándose por mantener la voz tranquila.

Sanna retiró la mano.

– Sí -respondió-. Chapi. Las niñas la adoran. Nos la dio un chico sami que conocemos. Su dueño no la cuidaba. Por lo menos cuando bebía, y siempre estaba bebido. Pero no logró echarla a perder. Es tan alegre y obediente. Y la verdad es que adora a Sara, ¿te has dado cuenta? Siempre le pone la cabeza en las rodillas. Es divertido porque las niñas han tenido muy mala suerte con las mascotas este último año.

– No me digas.

– O no era mala suerte. A veces son muy irresponsables. No sé lo que es. Esta primavera se escapó el conejo que teníamos porque Sara se olvidó de cerrar bien la puerta de la jaula. Y no hubo manera de que reconociera que había sido culpa suya. Después nos hicimos con un gato. Y desapareció en otoño. Claro que esta vez no tuvo la culpa Sara. Eso es lo que pasa con los gatos callejeros. Lo atropellarían o algo así. Hemos tenido jerbos, que también han desaparecido. No me atrevo a pensar dónde estarán ahora. Seguro que viven detrás de las paredes o debajo del suelo comiéndose la casa, lentos pero seguros. Sara y Lova me tienen loca. Como ahora que Lova se ha rebozado en detergente, a ella y a la perra. Y Sara se la queda mirando sin hacer nada. Yo es que no puedo más. Lova siempre está haciendo cochinadas así. Bueno, vale, vamos a hablar de algo más divertido.

– Mira qué aurora boreal tan formidable -dijo Rebecka, acercando la cabeza al volante para ver mejor el cielo.

– Sí, ha sido increíble todo el invierno. Debe de haber tormenta en el sol, por eso pasa esto. ¿No echas de menos estar aquí?

– No, quizá, no sé.

Rebecka se echó a reír.

A lo lejos se veía la Iglesia de Cristal. Parecía flotar como una nave espacial sobre la luz de la calle. Cada vez se veían más casas. La carretera se convirtió en una calzada y Rebecka apagó las luces largas.

– ¿Estás a gusto allá abajo? -preguntó Sanna.

– No hago más que trabajar -respondió Rebecka.

– ¿Y la gente?

– No sé. No me siento cómoda entre ellos, si es eso lo que quieres saber. Siempre siento que vengo de una familia sencilla. Puedes aprender las reglas de urbanidad, como mirar hacia donde se tiene que mirar cuando se brinda y dar las gracias por escrito a los anfitriones cuando has estado en una fiesta, pero no puedes esconder quién eres en realidad. Así que te sientes siempre un poco apartada. Y cultivas cierto resentimiento hacia la gente bien. Además, no se sabe qué opinión tienen de ti. Son igual de agradables con todo el mundo, tanto si les caes bien como si no. Aquí en casa por lo menos se sabe cómo es la gente.

– ¿Lo sabemos? -preguntó Sanna.

Se quedaron calladas, ensimismadas en sus pensamientos. Pasaron por delante del jardín de la iglesia y se aproximaron a la gasolinera de Statoil.

– ¿Compramos algo de beber? -preguntó Rebecka.

Sanna asintió con la cabeza y Rebecka giró hacia la gasolinera. Se quedaron sentadas en el coche, sin decir nada. Ninguna hizo gesto alguno de salir del coche para ir a comprar y ninguna miraba a la otra.

– No deberías haberte ido nunca -dijo Sanna con voz triste.

– Tú sabes por qué me fui -respondió Rebecka mientras volvía la cabeza hacia su ventanilla, de manera que Sanna no le pudiera ver la cara.

– Creo que fuiste el único amor de Viktor, ¿lo sabes? -estalló Sanna-. Creo que nunca pudo olvidarte. Si te hubieras quedado…

Rebecka se dio la vuelta. Sintió que la ira la atravesaba como la llama de un soldador. Estaba temblando, tiritando, y las palabras que le venían a la boca eran confusas e imprecisas. Pero le salieron. No pudo contenerse.

– Espera un momento -gritó-. Y cállate de una puta vez, que vamos a aclarar unas cuantas cosas.

Una mujer que llevaba a un perro labrador con exceso de peso sujeto con una correa se quedó parada cuando oyó el grito de Rebecka y miró curiosa hacia el interior del coche.

– No tengo ni idea de lo que estás hablando -continuó Rebecka sin bajar la voz-. Viktor nunca me quiso, ni siquiera estuvo enamorado de mí. No quiero oírte hablar más de esto en la vida. No pienso asumir ningún tipo de culpa por no haber sido su pareja. Y la verdad es que no pienso asumir tampoco el hecho de que lo asesinaran. Joder, tía, tú estás loca si es eso en lo que estás pensando en estos momentos. Vive, si quieres, en tu universo paralelo, pero a mí déjame fuera.

Se quedó callada. Primero golpeó la ventanilla con las dos manos. Después se golpeó la cabeza. La mujer del perro, asustada, dio un paso hacia atrás y desapareció.

«Dios mío. Debo calmarme -pensó Rebecka-. No puedo conducir así. Me voy a salir de la calzada.»

– No quería decir eso -se quejó Sanna-. Yo no he pensado nunca que tú tuvieras la culpa de nada. Si alguien tiene la culpa, ésa soy yo.

– ¿Qué dices? ¿De que asesinaran a Viktor?

Algo se detuvo en el interior de Rebecka. Aguzó el oído.

– De todo -murmuró Sanna-. De que tú te tuvieras que ir. ¡De todo!

– Vale ya -resopló Rebecka, llena de una nueva ira que le arrebató los temblores que sufría su cuerpo y que convirtió sus huesos en hierro y hielo-. No pienso quedarme aquí consolándote y diciéndote que nada fue culpa tuya. Ya lo he hecho cien veces. Yo era una persona adulta, hice lo que me pareció mejor y asumí las consecuencias.

– Sí -asintió Sanna, sumisa.

Rebecka puso el coche en marcha y salió dando bandazos hacia la avenida Malm. Sanna se tapó la boca con las manos cuando un coche que venía en dirección contraria pitó furiosamente. Desde la avenida Hjalmar Lundbohm vieron las oficinas iluminadas de la empresa LKAB, delante de la mina. A Rebecka le pareció que no eran tan grandes como las recordaba. El edificio siempre le había parecido enorme cuando vivía en aquella ciudad. Pasaron por delante de la fachada de obra vista del Ayuntamiento, con su curiosa torre del reloj levantándose hacia el cielo como un esqueleto negro de acero.

«Lo que pienso es verdad -se dijo Rebecka-. Nunca estuvo enamorado de mí, pero puedo entender que todos creyeran que sí. Dejamos que lo creyeran, Viktor y yo. Todo empezó el primer verano. En el curso de la iglesia, con Thomas Söderberg, en Gällivare.»

Al final son once jóvenes los que van a empezar el curso de verano de la iglesia. Durante tres semanas trabajarán, vivirán y estudiarán la Biblia juntos. El pastor Thomas Söderberg y su esposa, Maja, son quienes lo dirigen. Maja está embarazada. Tiene el pelo largo y brillante, y siempre va sin maquillar. Es bonita y alegre. A veces, Rebecka ve que se aparta y se sujeta los riñones con las manos. A veces, Thomas la abraza y le dice:

– Podemos hacerlo sin ti. Ve a acostarte y descansa un poco.

Entonces ella lo mira con alivio y agradecimiento. Es un trabajo duro ser esposa sin sueldo de un pastor.

La hermana de Maja, Magdalena, también está allí, ayudando. Es de movimientos rápidos, como un ratón alegre. Sabe tocar la guitarra y les enseña a cantar himnos.

Viktor y Sanna Strandgård están entre los once. Llaman la atención. Se parecen mucho. Los dos tienen el pelo largo y rubio. El de Sanna es rizado. Su nariz chata y sus grandes ojos hacen que su cara tenga la expresión de una muñeca.

Tendrá cara de niña aunque tenga ochenta años. Con diecisiete ya tiene una hija pequeña, Sara, de tres meses.

– Jesús y yo tenemos una interesante relación de amor -dice Sanna con una sonrisa ladeada.

Sanna y Thomas Söderberg tienen formas diferentes de sentir la fe. Thomas pone su fe a prueba en diferentes situaciones.

– La palabra «fe» -dice- es lo mismo que confiar y estar convencido de algo. Si digo: «Creo en ti, Rebecka», quiero decir que estoy convencido de que vas a colmar las esperanzas que tengo depositadas en ti.

– No sé -protesta Sanna-. Yo opino que creer es precisamente creer. No saber. Dudar a veces pero invertir en la relación con Dios. Escuchar su susurro en el bosque.

Viktor se inclina hacia adelante y le alborota el pelo a su hermana mayor.

– Es en tu cabeza donde hay susurros y murmullos, Sanna -le dice riéndose.

Él no tiene fe pero le gusta discutir. Suele llevar su rubio pelo recogido en una coleta. Tiene una piel tan transparente que casi parece azulada. Las otras chicas lo miran, pero enseguida se le ocurrirá la manera de mantenerlas a distancia. Está jugando con Rebecka.

Rebecka no es tonta. Ya se ha dado cuenta de que sus miradas no significan nada y que a ella no le está permitido responder a las ligeras caricias que le hace en el pelo o en la mano. Aprende a quedarse quieta, sentada, con la fantasía de ser objeto de su anhelo. De ese juego no sale sin premio. La admiración que le profesa Viktor le da cierto estatus entre las otras chicas del grupo. Las ha desplazado y ello hace que le tengan respeto.

Al principio, Thomas y los estudiantes tienen opiniones diferentes en cuanto a la Biblia. Los jóvenes no pueden entender algunas cosas. ¿Por qué la homosexualidad es pecado? ¿Cómo se puede estar seguro de que la fe cristiana sea la verdadera? ¿Qué pasa con los mahometanos, por ejemplo? ¿Irán al infierno? ¿Por qué no se pueden tener relaciones sexuales antes del matrimonio?

Thomas escucha y da explicaciones. «Uno tiene que escoger -dice-. O se cree en todo el contenido de la Biblia o se eligen unas cuantas cosas y se cree en ellas. Pero ¿qué clase de fe es ésa? Ésa es una fe diluida y desdentada.»

Las claras noches de verano se sientan en el embarcadero, al lado del mar, matando los mosquitos que aterrizan en sus brazos y piernas. Discuten y reflexionan. Sanna se siente segura con su Dios. Rebecka tiene la impresión de ir contracorriente.

– Es porque has recibido la llamada -le explica Sanna-. Él te quiere a ti. Si no lo aceptas, te habrás perdido para siempre. No puedes aplazar la decisión para el futuro porque nunca más sentirás este anhelo.

Cuando han transcurrido las tres semanas, todos los participantes, menos dos, se entregan a Dios. Entre los nuevos redimidos están Viktor y Rebecka.

– Y tú y Viktor, ¿qué? -pregunta Thomas a Rebecka cuando el curso de verano de la iglesia casi ha terminado-. ¿Qué hay entre vosotros?

Van paseando hasta el supermercado ICA-Renen a comprar leche. Rebecka aspira el agradable olor a asfalto caliente. Está contenta de que Thomas quiera acompañarle. Lo normal es tener que compartirlo con los demás.

– No sé -responde Rebecka eludiendo explicar la verdad-. A lo mejor está interesado en mí, pero en estos momentos no tengo tiempo para nada más que Dios. Quiero dedicarme a Él al cien por cien durante un tiempo.

Al pasar por delante de un abedul, ella rompe una pequeña rama. Las delgadas y verdes hojas huelen a la alegría del verano. Se mete una hoja en la boca y la mastica.

Thomas coge también una hoja y se la mete en la boca. Sonríe.

– Eres una chica sensata, Rebecka. Dios tiene grandes planes para ti, lo sé. Es una época muy bonita cuando uno se acaba de enamorar de Dios. Es bueno que aproveches este momento.

Oyó la voz de Sanna, primero a lo lejos, después cerca. Sintió la mano de Sanna en la parte superior de su brazo.

– Mira -gimió Sanna-. Oh, no.

Habían llegado a la comisaría. Rebecka había aparcado el coche. Primero no se dio cuenta de lo que estaba viendo Sanna. Después descubrió a una periodista que había ido corriendo hasta su coche con el micrófono en ristre. Detrás de la reportera había un hombre. Éste levantó la cámara contra ellas como si fuera una oscura arma.

En la Iglesia de Cristal, Karin, la mujer del pastor Gunnar Isaksson, aparentaba rezar con los ojos medio cerrados. Faltaba una hora para el encuentro de la noche. Delante, en el escenario, el coro de gospel ensayaba. Treinta jóvenes, mujeres y hombres. Pantalón negro, jersey lila y, en la parte delantera, una pastilla de color amarillo y naranja y la palabra «Joy».

Antes, aquella nave le gustaba tanto que le dolía. La acústica era divina. Como ahora. Las vocales alargadas serpenteaban hacia el techo y después caían hasta una profundidad donde sólo llegaban los barítonos. La cálida luz. La noche polar de fuera, los enormes ventanales de cristal. Una burbuja de la fuerza de Dios en medio de la oscuridad y el frío.

Los guitarras y el del bajo afinaban los instrumentos. Hubo un ruido sordo cuando el técnico de las luces encendió los focos del escenario. Los chicos que se encargaban del sonido se estaban peleando con un micrófono que no quería funcionar. Hablaban a través de él sin que se oyera nada y, de pronto, salió un sonido metálico y penetrante.

Le picaban los brazos. Esa mañana la erupción estaba hinchada y roja. Se preguntaba si no tendría psoriasis. Que no lo viera Gunnar. No le apetecía oírlo.

Habían cambiado la disposición de los asientos de la sala de la iglesia. Las sillas estaban puestas alrededor del lugar donde había estado el cuerpo de Viktor. Era como un auténtico circo. Miró a su marido, sentado en la primera fila, su robusta nuca le sobresalía por el blanco cuello de la camisa. A su lado estaba Thomas Söderberg intentando concentrarse en el sermón de la noche. Ella vio que Gunnar se obligaba a fijar la vista en la Biblia, decidido a no estorbar. Después olvidaría lo que quería decir y se perdería en su discurso. Con la mano derecha trazaba en el aire unos dibujos circulares.

Después de Navidad había decidido adelgazar. Hoy se había saltado la comida principal. Mientras ella, sentada a la mesa de la cocina, le daba vueltas a los espaguetis de su plato con el tenedor, él, de pie, se comió tres peras junto al fregadero. Con sus anchas espaldas, inclinado sobre la pila. Sorbiendo y engullendo, el sonido del jugo de la pera al gotear. Con la mano izquierda se sujetaba la corbata contra el cuerpo.

Miró el reloj. Dentro de un cuarto de hora abandonaría su lugar al lado de Thomas Söderberg, se iría a hurtadillas hasta el coche y se acercaría hasta el Empes, para comerse una hamburguesa a escondidas. Volvería con la boca llena de chicles.

«Miéntele a alguien a quien le importe -quería gritar-. A mí me es igual.»

Al principio era otro hombre. Hacía una sustitución como conserje de la escuela de Berga, donde ella trabajaba como profesora de segundo ciclo. Ella había ido a la universidad y aquello a él le parecía muy bien. Fue un cortejo clamoroso, manifiesto. Él se inventaba recados que hacer en la sala de profesores cuando ella estaba libre. Bromas y risas y una serie sin fin de chistes malos. Y detrás de todo aquello, una inseguridad que a ella la conmovió. Los comentarios de los compañeros, que estaban fascinados. Cómo la alababa cuando ella se cortaba el pelo o estrenaba una blusa. Lo vio con los niños en el patio. Los niños lo adoraban. Un conserje que era buena persona. ¿Qué le importaba a ella que no le gustara leer?

Fue después, al quedarse a la sombra de Thomas Söderberg y Vesa Larsson, cuando se dio cuenta de que él no sabía imponerse.

Pero ya era tarde. Empezó a ir con él a la iglesia baptista. En aquel tiempo era una congregación a punto de sucumbir. No, mentira, ya había sucumbido. La gente que iba a misa parecía ir para descansar un rato camino de la tumba. Signe Persson, con su fino y transparente pelo, peinado con cuidado. El cuero cabelludo le brillaba debajo, rosado con manchas marrones. Arvid Kalla, en un tiempo obrero de LKAB. Ahora, medio dormido en el banco de la iglesia, con sus enormes puños impotentes sobre las rodillas.

Lógicamente, no tenían dinero para permitirse un pastor, y apenas había para calentar la iglesia. Gunnar Isaksson cuidaba de la congregación como un empresario. Reparaba y mantenía lo que se podía pagar. Suspiraba cuando no se podía. Por ejemplo, la humedad de la entrada. La pared se abultaba como un vientre hinchado. El papel se caía constantemente. La idea era que los feligreses se turnaran para hacer el sermón cuando se celebraba la misa, cada dos domingos. Pero dado que nadie se apuntaba voluntariamente, siempre lo hacía Gunnar Isaksson.

Su sermón era fácil de seguir. Pasaba de una cosa a otra hablando de la iglesia libre, un tema que conocía desde que era joven. Sin embargo, la base siempre era la misma, con las obligadas alusiones al «espíritu santo», «mi vida empieza de nuevo» y «el agua nos cae directamente del manantial». El sermón, siempre y sin excepción, terminaba con el tema del despertar de la fe para unos oyentes que ya hacía tiempo habían sido redimidos.

Era un consuelo que los sermones no fueran mucho mejores en las demás iglesias de la ciudad. El templo de Dios de Kiruna era una cabaña a punto de derrumbarse donde el olor a cerrado se había quedado para siempre.

Gunnar se levantó y fue hacia la salida. Por respeto, aminoró la marcha cuando pasó por delante del lugar donde había estado el cuerpo de Viktor Strandgård. Ya había muchas flores y tarjetas. A ella le sonrió haciéndole un guiño, una señal que parecía significar que sólo iba al baño o a intercambiar unas palabras con alguien en la entrada.

No era tonto. En absoluto. Si no, no hubiera llegado hasta allí. A la cima de esa congregación, junto a Thomas Söderberg y Vesa Larsson. Sin haber estudiado para pastor. Sin talento como pescador de almas. Hacía falta cierta capacidad para eso.

Recordaba cuando Gunnar le explicó que había un nuevo pastor, con su mujer, en la congregación de la Misión. Una pareja joven.

Unas semanas más tarde, Thomas Söderberg fue a una misa en la iglesia baptista. Se sentó en la segunda fila y asintió con la cabeza al sermón de Gunnar, con una sonrisa de ánimo, reflexionando seriamente. Su mujer, Maja, estaba a su lado, como una alumna modelo.

Después se quedaron a tomar café. Fuera había una oscuridad invernal. Nubes cargadas de nieve. Días que se acababan antes de que les diera tiempo a llegar.

Maja le hablaba alto, despacio y directamente al oído, a Arvid Kalla. Le pidió también la receta de los panecillos dulces a Edit Svonni.

Thomas Söderberg y Gunnar charlaban con entusiasmo con dos hermanos mayores de la iglesia. Había un intercambio que iba desde serios asentimientos de cabeza a grandes carcajadas, como un baile bien ensayado. La hermandad.

Y la pregunta obligada a la gente que venía del sur: «¿Estáis a gusto con el frío y la oscuridad?» La respuesta, como si de una sola boca se tratara: «Estamos la mar de bien. No echamos de menos en absoluto el barro y la lluvia. La próxima Navidad la celebraremos con la familia en Kiruna.»

Eso era todo lo necesario. Que no pareciera que habían sido desterrados a un lugar distante, más allá de la frontera de lo soportable. Nada de quejas ante la adversidad del cortante viento y la oscuridad que se asentaba en los sentidos. Las respuestas hicieron que las caras de los feligreses se relajaran.

Cuando se fueron, Gunnar le dijo:

– Gente agradable. El chico tiene muchas ideas.

Fue la última vez que llamó «chico» a Thomas Söderberg, que tenía diez años menos que él.

Dos semanas más tarde se encontró con Thomas Söderberg por la ciudad. Ella iba con el cochecito, luchando contra el viento y la nieve. Andreas tenía dos meses y medio e iba durmiendo. Paseaban por las calles de Kiruna. A Anna, de dos años, la arrastraba en un trineo, como un bulto que se quejaba todo el tiempo de frío en las manos y los pies.

Ella se sentía desgraciada. El cansancio le iba en aumento, lo mismo que crece la masa del pan. En cualquier momento podía reventar y venirse abajo. Odiaba a Gunnar. Constantemente perdía la paciencia con Anna. Sólo tenía ganas de llorar.

Thomas apareció detrás de ella. Le pasó el brazo izquierdo por el hombro en cuanto llegó a su altura. Durante un segundo, justo al andar juntos, sintió su abrazo. Fue un medio abrazo, un poco demasiado largo. Ella volvió la cara y lo vio sonriéndole abiertamente. Se saludaron como si fueran viejos amigos. Saludó a Anna, que se pegó a las piernas de su madre, negándose a contestar. Echó un vistazo a Andreas, que dormía como un ángel envuelto en su edredón.

– Intento convencer a Maja para tener niños -confesó-, pero… -No acabó la frase. Respiró hondo y dejó que la sonrisa desapareciera. Después recuperó su buen humor de siempre-. La verdad es que la comprendo -dijo-. Luego sois vosotras las que tenéis que hacer todo el trabajo. Será cuando Dios quiera.

Andreas se movió en el cochecito. Se había hecho la hora de volver a casa, a darle el pecho. Quería invitar a Thomas a comer pero no se atrevió a decírselo. Él la acompañó una parte del camino. Era fácil hablar con él. Aparecieron nuevos temas de conversación, de manera espontánea, que se unieron a los antiguos como en cadena. Sin darse cuenta estaban en el cruce donde debían separarse.

– Quisiera hacer algo más por Dios -dijo-, pero con los niños no tengo ni tiempo ni energía más que para ellos.

La nieve volaba a su alrededor como una nube de afiladas flechas. Hizo que él parpadeara. Un arcángel de pelo oscuro y rizado con un anorak azul, aparentemente barato, hecho de crujiente tela sintética. Los vaqueros metidos en las botas altas y puntiagudas. El gorro de lana hecho a mano, con dibujos incas. Se preguntó si se lo habría hecho Maja, la que no quería tener hijos.

– Pero, Karin -dijo-, ¿no entiendes que estás haciendo justo lo que Dios quiere? Cuidar de los niños. Ahora eso es lo más importante. Tiene planes para ti, pero justo ahora… justo ahora debes estar con Anna y con Andreas.

Medio año después Thomas lideraba su primer curso de verano de la iglesia. Le seguían los jóvenes recién redimidos, como un grupo de pequeños patitos meciéndose detrás de él. Con su sello de padre espiritual. Uno de ellos era Viktor Strandgård.

Ella, Gunnar, Vesa Larsson y su mujer, Astrid, fueron invitados a compartir la alegría cuando celebraron el bautismo. Gunnar asistió tragándose su amarga envidia. Se dio cuenta de que era mejor jugar con el equipo ganador. A la vez, no hacía más que comparar, siempre anhelando brillar por sí mismo. Su mirada tenía un resplandor de astucia.

Ella tampoco estaba libre de culpa. Lo cierto es que le había dicho a su marido mil veces:

– No dejes que Thomas se te adelante. No tiene por qué decidirlo todo.

Se había convencido a sí misma de que estaba apoyando a su marido, pero, en realidad, ¿no quería que él fuera otro?

Thomas Söderberg se levantó y fue hacia el coro. Vestía un traje negro. Habitualmente llevaba corbatas de alegres colores, casi atrevidas. Aquella noche llevaba una discreta de color gris. Parecía un cierre de interrogación bajo la americana.

«Lleva la riqueza de manera tan desenvuelta como antes llevaba la…, no pobreza -pensó ella-… la falta de dinero. Dos personas con el sueldo de un pastor. Pero no parecía afectarles. Ni siquiera cuando tuvieron hijos.»

Después las cosas cambiaron. Ahora estaba allí, con aquel bonito traje de lana, hablando con el coro. Explicando que lo sucedido era horrible. Una de las chicas se puso a llorar ruidosamente. Los que estaban a su lado le pasaron el brazo por los hombros.

– Se puede llorar así -dijo Thomas-. Hay que vivir el duelo, pero -y aquí respiró hondo haciendo una pausa entre cada palabra-, no es bueno perder, no es bueno echar marcha atrás, no es bueno retroceder.

– Hola, Karin, ¿dónde tienes a Gunnar?

Maja, la mujer de Thomas Söderberg, se sentó a su lado. Pelo brillante, de color arena. Un discreto maquillaje. Nada de pintalabios. Nada de sombra en los ojos. Sólo un poco de rímel y colorete. No porque Thomas tuviera nada en contra de que las mujeres se maquillaran, pero Karin suponía que prefería que su mujer no se pusiera nada. Hacía unos años que Maja quiso cortarse el pelo muy corto, pero Thomas se opuso rotundamente.

– Hace un momento que estaba aquí. Volverá enseguida.

Maja asintió.

– Y ¿dónde están Vesa y Astrid? -preguntó.

«Vaya control esta noche», pensó Karin con una ceja levantada y sacudiendo la cabeza como respuesta negativa.

– Es tremendamente importante que ahora estemos unidos -dijo Maja a media voz.

Karin se quedó mirando la rosa roja que Maja tenía sobre las rodillas.

– ¿La vas a poner junto a las otras?

Maja asintió.

– Pero espero a que empiece el encuentro. No puedo entender lo que ha pasado. Es tan irreal.

«Sí, es irreal -pensó Karin-. ¿Cómo va a funcionar todo esto sin Viktor?»

Viktor, que se negaba a cortarse el pelo y a ponerse traje. Que no aceptaba un aumento de sueldo y que hacía que Thomas mandara ese dinero a Médicos sin Fronteras. Recordaba cuando asistió a un congreso en Estocolmo hacía siete años. Lo sorprendida que estaba cuando vio a un montón de jóvenes con el mismo aspecto que Viktor. En el metro y en las cafeterías. Con gorras horribles hechas con tricotosa o a ganchillo. Con bolsas de tela al hombro. Vaqueros que les colgaban de las estrechas caderas. Chaquetas de ante de los años sesenta. La forma de andar desdeñosa. Una especie de antimoda reservada a los guapos y a los seguros de sí mismos.

Viktor había formado parte de la corte de Thomas Söderberg, pero nunca había sido el espejo de Thomas. Prácticamente todo lo contrario. Sin propiedades ni ambiciones. Casto. Aunque esto último quizá se debía a que Rebecka Martinsson le rompió el corazón con su locura. Era difícil saberlo.

Maja se inclinó hacia ella. Le susurró al oído:

– Bueno, aquí viene Astrid, pero ¿dónde está Vesa?

La esposa del pastor Vesa Larsson, Astrid, cruzó las puertas de la Iglesia de Cristal. En el escenario, Thomas Söderberg dirigía el coro para abrir el encuentro de la noche.

La marcha rápida por la cuesta desde el aparcamiento hizo que la blusa se le pegara a las axilas. Menos mal que llevaba la chaqueta encima. Se pasó rápidamente los dedos índices por debajo de los ojos por si se le había corrido el rímel. Una vez se había visto en una de las grabaciones de vídeo de la congregación. Nevaba cuando ella entró en la iglesia y, en la filmación, parecía un oso panda domesticado mientras hacía la colecta. Después de eso siempre se miraba en el espejo de la entrada, pero en aquellos momentos la iglesia estaba llena de gente y ella iba muy estresada.

Delante, en el centro de un círculo, había un montón de flores y de tarjetas.

«Viktor está muerto», pensó.

Intentó sentir que aquello era real.

«Viktor está muerto de verdad.»

Vio a Karin y a Maja. Maja la saludó efusiva con la mano. No había ninguna posibilidad de librarse de ella. Habría que ir para allá. Llevaban trajes oscuros. Ella había estado buscando en el armario y estuvo probándose ropa durante una hora. Todos sus trajes eran rojos, rosa o amarillos. Tenía un solo traje oscuro. Azul marino. Pero no se podía subir la cremallera. Al final, se puso una chaqueta de punto larga que la hacía más delgada y le disimulaba los muslos y el trasero. Cuando vio a Karin y a Maja se sintió desaliñada. Desaliñada y sudada.

– ¿Dónde está Vesa? -susurró Maja antes de que le diera tiempo a sentarse.

Sonrisa amable. Ojos peligrosos.

– Enfermo -respondió-. Tiene la gripe.

Se dio cuenta de que no la creían. Maja cerró de nuevo la boca y respiró profundamente por la nariz.

Tenían razón. Sintió en todo su ser que no quería estar allí, pero se hundió todo lo que pudo en la silla al lado de Maja.

Thomas había acabado la oración con el coro y se dirigió hacia ellas.

«Ahora tendré que disculparme también con él», pensó.

Le molestó que Thomas posara una mano sobre el brazo de Maja y a ella, como saludo, la mirara rápidamente sonriéndole con amabilidad. Después le preguntó por Vesa. Astrid volvió a responder:

– Enfermo. Tiene la gripe.

Él la miró compasivamente.

«Pobre de mí, tener un marido tan débil», pensó.

– Si estás preocupada por él, vete a casa -dijo Thomas.

Ella sacudió la cabeza, sumisa.

Pronunció la palabra para sí: «preocupada».

No, debería haberse preocupado hacía años, pero entonces estaba muy ocupada con la construcción de la casa y los críos. Y cuando descubrió que tenía motivos para preocuparse, era demasiado tarde y hora de empezar a sentir pena. Superar la pena de verse abandonada en su matrimonio. Aprender a vivir con la vergüenza de no servir para Vesa.

Era aquella vergüenza. Era aquello lo que la hacía sentarse al lado de Maja aunque no quería hacerlo. Lo que la hacía ponerse delante del frigorífico a mordisquear bollos congelados cuando los críos estaban en la escuela.

Claro que aún tenían relaciones sexuales, aunque raras veces. Y era en la oscuridad. En silencio.

Y esta mañana. Los críos se habían ido a la escuela. Vesa había dormido en el taller. Cuando le llevó el café lo encontró sentado en el borde de la cama y con el pijama de franela. Sin afeitar y con los ojos cansados. Una línea profunda en la comisura de los labios. Con las bonitas y alargadas manos de artista descansando sobre las rodillas. El suelo alrededor de la cama estaba cubierto de libros. Caros libros de arte de gruesas y brillantes páginas. Varios sobre la pintura de iconos. Varios libros de bolsillo de su propia editorial. Al principio, Vesa había hecho las cubiertas hasta que, un buen día, decidió que no tenía tiempo.

Puso la bandeja con el café y las tostadas en el suelo. Después se subió a la cama y se arrodilló detrás de él. Las caderas de él entre sus muslos. Dejó resbalar el albornoz y apretó el pecho y la mejilla contra su espalda a la vez que las manos se deslizaban por sus duros hombros.

– Astrid -dijo él.

Molesto y atormentado, completó su nombre con excusas y sentimientos de culpabilidad.

Ella huyó a la cocina. Puso en marcha la radio y el lavavajillas. Cogió a Balú, lo puso sobre sus rodillas y lloró sobre el pelo del perro.

Thomas Söderberg se inclinó hacia las tres mujeres y bajó la voz.

– ¿Habéis sabido algo de Sanna? -preguntó.

Astrid, Karin y Maja negaron con el mismo gesto de la cabeza.

– Pregúntale a Curt Bäckström -dijo Astrid-. Siempre va detrás de ella.

Las esposas de los pastores volvieron la cabeza como si se tratara de un periscopio. Maja fue la primera que vio a Curt. Lo saludó con la mano, haciéndole señales hasta que él, a su pesar, se levantó y fue hacia ellos arrastrando los pies.

Karin lo miró. Siempre parecía angustiado. Andaba lentamente. Casi de lado. Como si acercarse de frente fuera demasiado agresivo. Miraba por el rabillo del ojo y los esquivaba si intentaban mirarlo directamente.

– ¿Sabes dónde está Sanna? -preguntó Thomas Söderberg.

Curt negó con la cabeza. Para mayor seguridad, también dijo:

– No.

Estaba claro que mentía. Se le veía el miedo en los ojos a la vez que parecían decididos. No pensaba descubrir su secreto.

«Como un perro que ha encontrado un hueso en el bosque», pensó Karin.

Curt los miró por debajo del flequillo. Arrugó la nariz. Como si Thomas, de pronto, hubiera gritado «suelta» a la vez que le pegaba en el hocico.

Thomas Söderberg parecía molesto. Movió el cuerpo como si quisiera quitarse de encima a las esposas de los pastores.

– Sólo quiero saber si está bien -dijo-. No le puede ocurrir nada.

Curt asintió con la cabeza y paseó la mirada por la nave que empezaba a llenarse de gente. Levantó la Biblia que llevaba en la mano y se la apretó contra el pecho.

– Quiero testimoniar -dijo en voz baja-. Dios tiene algo que decir.

Thomas Söderberg asintió.

– Si ves a Sanna, dile que he preguntado por ella -dijo.

Astrid miró a Thomas Söderberg.

«Y si ves a Dios -pensó-, dile que siempre pregunto por Él.»

El jefe de Rebecka Martinsson, el abogado Måns Wenngren, llegó de madrugada a casa. Se había pasado la noche en el Sophie's, invitando a beber a jóvenes damas junto al representante de un cliente, una empresa de informática que había empezado a cotizar en Bolsa hacía poco, especializada en tecnologías de la información. Era agradable tener que tratar con clientes así. Agradecidos por cada corona que consiguieran ahorrar en impuestos. Los clientes que eran denunciados por delitos contables o fiscales pocas veces tenían ganas de salir a pasar el rato con su abogado. Preferían quedarse en casa, emborrachándose.

Después de que cerraran el Sophie's, Måns le enseñó a una de las jóvenes damas, Marika, su bonito despacho, y más tarde la puso en un taxi con dinero en la mano y él se subió en otro.

Cuando entró en el oscuro piso de la calle Flora, pensó, como era habitual, que debería cambiarse a un piso más pequeño. No era extraño que sintiera lo mismo cada vez que entraba en casa. ¿Cómo cojones se iba a sentir cuando la casa estaba tan desierta?

Tiró el abrigo de cachemira sobre una silla y encendió todas las luces camino de la sala de estar. Como casi nunca llegaba a casa antes de las once de la noche, el vídeo lo tenía siempre programado para grabar las noticias. Lo puso en marcha y mientras sonaba la sintonía de las noticias del canal TV4 fue hasta la cocina y abrió el frigorífico.

Ritva había hecho la compra. Bien. Limpiar aquel piso debía de ser el trabajo más fácil que tenía, además de controlar que siempre hubiera comida fresca en casa. Él nunca desordenaba nada, menos en las raras ocasiones en que invitaba a gente. La comida que compraba Ritva seguía intacta cuando era reemplazada. Se imaginaba que ella llevaba la comida pasada a casa, para su familia, antes de que le diera tiempo a estropearse. Había orden y eso era lo que él quería. Abrió un cartón de leche y bebió de él directamente mientras escuchaba las noticias de las que informaban en la sala de estar. El asesinato de Viktor Strandgård era la noticia más importante de la noche.

«Por eso Rebecka se ha ido a Kiruna», pensó Måns Wenngren volviendo a la sala. Se hundió en el sofá, delante del televisor, con el cartón de leche en la mano.

«El conocido religioso Viktor Strandgård fue hallado asesinado la pasada madrugada en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza, de Kiruna», dijo la presentadora del noticiero.

Era una mujer de mediana edad bien vestida que había estado casada con un conocido de Måns.

– Hola, Beata, ¿cómo va todo? -dijo Måns levantando el cartón de leche hacia la pantalla del televisor a modo de brindis, y echó otro trago.

«Según fuentes policiales, fue la hermana de Viktor Strandgård quien lo encontró en la iglesia y las mismas fuentes informan de que el asesinato fue brutal», añadió la locutora.

– Todo esto ya lo sabemos, Beata, venga ya -dijo Måns.

De pronto se dio cuenta de lo ebrio que estaba. Tenía la cabeza embotada y decidió darse una ducha después de las noticias.

Pasaron un reportaje. Una voz de hombre hablaba mientras se veían las imágenes. Primero una toma azul claro de invierno de la imponente Iglesia de Cristal, arriba, en la montaña. Después imágenes de la policía quitando nieve alrededor de la iglesia. También había tomas del encuentro de la congregación cantando himnos y una corta presentación de quién era Viktor Strandgård.

«No existe duda alguna de que lo ocurrido ha despertado profundo dolor en Kiruna -continuó la voz del periodista-. Prueba de ello han sido las reacciones que se han producido cuando la hermana de Viktor Strandgård, Sanna Strandgård, ha ido a declarar esta noche a la comisaría, en compañía de su abogada.»

En la imagen se veía ahora un aparcamiento cubierto de nieve. Una jadeante y joven reportera iba corriendo hacia las dos mujeres que bajaban de un Audi rojo. El pelo de la periodista le salía del gorro como la cola de un zorro. Parecía una versión joven y enérgica de la actriz Claire Wikholm. Era de noche pero se podía distinguir en el fondo una fachada roja de obra vista, sin mayor interés. No podía ser otra cosa que una comisaría. Una de las mujeres que salió del Audi llevaba la cabeza baja y no se le veía más que un largo abrigo de piel de oveja y un gorro de la misma piel, calado hasta los ojos. La otra mujer era Rebecka Martinsson. Måns subió el volumen y se echó hacia adelante en el sofá.

– Me cago en…

Rebecka le acababa de decir que iba allí porque conocía a los familiares, pensó. Lo de que era la abogada de la hermana tenía que ser un error.

Observó la cara seria de Rebecka cuando, a paso rápido, se dirigía hacia la entrada de la comisaría con un brazo sobre los hombros de la otra mujer, que tenía que ser la hermana de Viktor Strandgård. Con el brazo que tenía libre intentaba apartar a la mujer del micrófono que corría detrás de ellas.

– ¿Es verdad que le han sacado los ojos? -preguntó la periodista con un claro acento de Luleå-. ¿Cómo te sientes, Sanna? -continuó cuando vio que no le respondían-. ¿Es verdad que tus hijas iban contigo cuando lo encontraste en la iglesia?

Ya en la puerta de la comisaría, la de la coleta de zorro les cortó el paso con decisión.

– Dios mío, qué chica -suspiró Måns-. ¿Qué es esto? ¿Periodismo amarillo americano a la lapona?

– ¿Creéis que es un asesinato ritual? -preguntó la reportera.

La cámara enfocó de cerca el perfil de la cara enrojecida de la otra mujer. Sanna Strandgård, asustada, se la tapó con las manos. Los ojos color gris arena de Rebecka fulminaron primero la cámara y después a la periodista.

– Apártate -le dijo, áspera.

La orden y la expresión de la cara de Rebecka le trajeron un desagradable recuerdo a Måns. Fue en una fiesta de Navidad de la empresa, hacía dos años. Intentó hablar y ser agradable, y ella le echó una mirada como si él fuera lo que se encuentra al limpiar el váter. Si no recordaba mal, ella había dicho exactamente lo mismo con la misma áspera voz:

«Apártate.»

Después de aquello había mantenido las distancias. Lo último que quería era que se sintiera molesta y se despidiera. Y tampoco quería que se imaginara nada. Si no quería nada, pues no había más que hablar.

De pronto, todo ocurría a mucha velocidad en la pantalla. Måns prestó más atención con el dedo preparado sobre la tecla de pausa en el mando a distancia. Rebecka levantó el brazo para pasar y, al instante, la periodista desapareció de la imagen. Rebecka y Sanna Strandgård casi le pasaron por encima y continuaron su camino hacia la comisaría. La cámara las siguió enfocándoles las espaldas, y se oyó la voz de la enojada reportera diciendo antes de cortar la conexión:

– ¡Ay, mi brazo!, joder. ¿Has podido grabarlo?

Se oyó de nuevo la voz del periodista del canal TV4.

– La abogada trabaja en el conocido bufete Meijer & Ditzinger, pero nadie de allí ha querido comentar los acontecimientos de esta noche.

Måns parecía impresionado. Habían sacado una foto de archivo de la fachada del edificio donde se encontraba el bufete. Apretó la tecla de pausa.

– ¡Los cojones! -maldijo, levantándose del sofá tan deprisa que se salpicó de leche la camisa y los pantalones.

«Pero ¿qué coño está haciendo? -pensó-. ¿Está actuando realmente como la abogada de aquella Sanna Strandgård sin que lo sepan en el bufete? Tiene que ser un malentendido. Es imposible que sea tan inconsciente.»

Cogió su móvil y marcó un número. Sin respuesta. Se apretó la punta de la nariz con el índice y el pulgar intentando aclarar las ideas. Mientras se dirigía hacia el recibidor a buscar el ordenador portátil, marcó otro número de teléfono. Tampoco recibió respuesta. Estaba jadeante y sudoroso. Puso de cualquier manera el ordenador encima de la mesa del salón y accionó de nuevo el vídeo. En imagen ahora salía el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, delante de la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza.

– Maldito sea -se quejó Måns, que intentaba abrir el ordenador a la vez que sujetaba el móvil entre el hombro y la oreja.

Sentía las manos torpes e inseguras.

Måns encontró el manos libres y pudo llamar a la vez que tecleaba en el ordenador. En todos los números que marcó sonaba la señal, pero nadie descolgó el teléfono. Seguramente los teléfonos habían estado bastante ocupados durante la noche después de las noticias. Con toda probabilidad los demás accionistas se preguntarían cómo cojones una de sus adjuntas en derecho fiscal estaba allí arriba apaleando periodistas, uno tras otro. Examinó su teléfono y vio que tenía quince mensajes. Quince.

Carl von Post miró directamente a Måns desde la pantalla del televisor e informó de cómo iba la investigación. Eran los comentarios obligados acerca de los trabajos que se estaban realizando: llamar a las puertas, interrogar a los miembros de la congregación y buscar el arma homicida. El fiscal iba elegantemente vestido con un abrigo gris de lana, con guantes y bufanda a juego.

– Jodido pijillo -comentó Måns Wenngren sin darse cuenta de que Von Post iba vestido casi exactamente como él mismo.

En esos momentos alguien levantó el auricular. Era el marido de una de las socias del bufete, y no estaba muy contento. Esta mujer se había vuelto a casar con un hombre mucho más joven que ella, el cual vivía muy bien a su costa, mientras aparentaba estudiar o no se sabía qué coño hacía.

«Joder, a ver si para de quejarse», pensó Måns.

Cuando la compañera cogió el auricular hubo una conversación muy corta.

– ¿Podríamos vernos de inmediato? -dijo Måns irritado-. ¿Qué quieres decir con que es de madrugada?

Se miró el Breitling. Las cuatro y cuarto.

– De acuerdo -respondió-. Pues nos vemos a las siete. Una reunión temprana para desayunar. A ver si conseguimos que vayan los demás.

Cuando acabó la conversación envió un correo a Rebecka Martinsson. Ella tampoco había contestado al teléfono. Cerró el ordenador y cuando se levantó notó que tenía los pantalones pegajosos. Se los miró y descubrió la leche que se había salpicado encima.

– Jodida niñata -gruñó mientras se quitaba los pantalones-. Jodida niñata.


  1. <a l:href="#_ftnref1">*</a> Sospechoso del asesinato del primer ministro sueco Olof Palme. (N. de los t.)