171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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XXVIII

Liberado de su dolor de cabeza por la mañana, Adamsberg llegó puntual a la GRC, estacionando su coche bajo el mismo arce, saludando a la ardilla, encontrando un purgante consuelo en aquel reencuentro con su corta rutina quebequesa. Todos los colegas le preguntaron cómo estaba pero sin hacer la menor alusión a su borrachera. Calidez y discreción. Ginette le felicitó por la reducción del chichón en la frente y volvió a aplicarle su viscosa pomada. Tanta discreción, se extrañó, que Laliberté no había considerado necesario poner al corriente a la brigada francesa del episodio de La Esclusa. El superintendente se había limitado a la versión sobria, la del accidente nocturno con la rama baja. Adamsberg apreció la elegancia de la omisión, con lo tentador que resulta regodearse con una buena historia de botella. Danglard hubiera sacado ventaja de su excursión alcohólica y Noël habría cedido a unos cuantos chistes pesados. Y, puesto que todo chiste acarrea otro, si el incidente hubiera llegado hasta el entorno de Brézillon, él habría sufrido sus efectos en el asunto Favre. Sólo Ginette había sido informada para procurarle sus cuidados, y había permanecido muda también. Aquí, el pudor y la contención debían de reducir la Sala de los Chismes al tamaño de un medallón, mientras que, en París, tendía a desbordar los muros y correr por las aceras hasta la Cervecería de los Filósofos.

Danglard fue el único que no preguntó por su salud. La inminencia del despegue vespertino le había sumergido, de nuevo, en un estado de estupor que intentaba disimular, del mejor modo, ante los quebequeses.

Adamsberg pasó su última jornada como un alumno aplicado bajo la tutela de Alphonse-Philippe-Auguste, tan humilde como famoso era su nombre. A las tres de la tarde, el superintendente ordenó que cesaran las actividades y reunió a los dieciséis compañeros para una síntesis y una copa de despedida.

El discreto Sanscartier se había acercado a Adamsberg.

– Andabas de cotorreo por allí, ¿no? -le preguntó.

– ¿Cómo? -respondió prudentemente Adamsberg.

– No vas a hacerme creer que un tipo como tú chocó con la rama. Eres un hombre de campo y conocías el sendero mejor que tus propias botas.

– ¿Y entonces?

– Entonces en mi propio libro te las estabas viendo con tu asunto o con algo que te había asqueado. Empinaste el codo y te la diste con la rama.

Un hombre de terreno, Sanscartier, un hombre observador.

– ¿Qué importa eso? -preguntó Adamsberg-. ¿Qué importa cómo te das con la rama?

– Precisamente. A veces, cuando uno se las está viendo con un asunto propio es cuando más choca con las ramas. Y tú, a causa de tu diablo, tienes que evitarlas. No debes esperar al hielo para cruzar a la otra orilla, ¿me sigues? Échalo todo fuera, sube la cuesta y agárrate.

Adamsberg le sonrió.

– No lo olvides -dijo Sanscartier estrechándole la mano-. Prometiste que me avisarías cuando cogieras a tu maldito. ¿Podrías mandarme un frasco de jabón con aroma a leche de almendras?

– ¿Cómo?

– Conocí a un francés que lo tenía. Personalmente, el perfume me gustaba.

– De acuerdo, Sanscartier, te mandaré un paquete.

La felicidad en el jabón. Durante algunos segundos, Adamsberg envidió los deseos del sargento. El perfume a leche de almendras le sentaría perfectamente. Seguro que lo habían inventado para él.

En el vestíbulo del aeropuerto, Ginette comprobó por última vez el hematoma de la frente de Adamsberg, mientras él acechaba por todos lados la aparición de Noëlla. Se acercaba la hora de embarcar y no se veía ninguna Noëlla. Comenzaba a respirar más libremente.

– Si te da punzadas en el avión, por lo de la presión, tomas esto -dijo Ginette poniéndole cuatro comprimidos en la mano.

Luego metió el tubo de pomada en su equipaje ordenándole que siguiera aplicándosela durante ocho días.

– No lo olvides -añadió desconfiada.

Adamsberg la besó y fue, luego, a despedirse del superintendente.

– Gracias por todo, Aurèle, y gracias por no haber dicho nada a los colegas.

– Criss, todos los hombres agarran, de vez en cuando, un buen pedo. Y no sirve de nada proclamar la noticia para que se escuche a través de las ramas. Luego no hay modo ya de lograr que cierren el pico.

El impulso de los reactores produjo en Danglard el mismo efecto calamitoso que a la ida. Esta vez, Adamsberg había evitado sentarse a su lado, pero había puesto tras él a Retancourt, encargándole la misión. Que llevó a cabo dos veces durante el vuelo, de modo que cuando el aparato aterrizó, por la mañana, en Roissy, todos estaban entumecidos salvo Danglard, descansado y en forma. Encontrarse intacto en el suelo de la capital le abría nuevos horizontes y visiones indulgentes y optimistas. Lo que le impulsó, antes de subir al autobús, a acercarse a Adamsberg.

– Siento lo de la otra noche -le dijo-, le presento mis excusas. No es lo que quería decir.

Adamsberg movió ligeramente la cabeza y, luego, todos los miembros de la brigada se dispersaron. Jornada de descanso y recuperación.

Y de adaptación. En contraste con el inmenso espacio canadiense, París le pareció estrecho, los árboles flacos, las calles superpobladas, las ardillas con forma de palomas. A menos que fuera él quien hubiese regresado empequeñecido. Tenía que reflexionar, cortar las muestras en tiras y briznas, lo recordaba.

En cuanto regresó, se preparó un auténtico café, se sentó ante la mesa de la cocina y comenzó aquella tarea, poco común en él, de reflexión organizada. Ficha de cartulina, lápiz, plaqueta de alvéolos, muestras de nubes. No obtuvo resultados dignos de un secuenciador láser. Tras una hora de esfuerzos, había anotado muy pocas cosas.

«El juez muerto, el tridente. Raphaël. Las zarpas del oso, el lago Pink, el diablo en agua bendita. El pez fósil. La advertencia de Vivaldi. El nuevo padre, dos labradores.

»Danglard: “En mi propio libro, es usted un verdadero gilipollas, comisario”. Sanscartier el Bueno: “Busca tu maldito demonio y, a la espera de agarrarlo por la cocorota, no des el cante”.

»Borrachera. Dos horas y media en el sendero.

»Noëlla. Liberado.»

Eso era todo. Y en desorden, además. Algo positivo salía de aquella mezcolanza: se había librado de aquella muchacha pirada y era un punto final satisfactorio.

Al deshacer el equipaje, encontró la pomada de Ginette Saint-Preux. No era lo mejor que podía obtenerse como recuerdo de viaje, aunque en aquel tubo le parecía concentrarse toda la benevolencia de sus colegas quebequeses. Unos tipos del carajo. No debía olvidarse de ningún modo de mandar el jabón oloroso a Sanscartier. Y eso, de pronto, le hizo pensar que no había traído nada para Clémentine, ni siquiera un bote de jarabe de arce.