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Sentado a su lado, Adamsberg observaba, fascinado por su imprevista destreza, cómo Josette manejaba el ordenador, con sus manos menudas y arrugadas temblando sobre el teclado. En la pantalla aparecían, a toda velocidad, innumerables cifras y letras a las que Josette respondía con unas líneas igual de herméticas. Adamsberg no veía ya el aparato como de costumbre, sino como una especie de gran lámpara de Aladino cuyo genio iba a salir para ofrecerle, amablemente, satisfacer tres deseos. Pero era preciso saber manejarlo, mientras que, en los tiempos antiguos, el primer imbécil recién llegado sabía dar a la lámpara un buen restregón con un trapo. Tratándose de deseos, las cosas se habían complicado mucho.
– Su hombre está muy protegido -comentó Josette con su timbre tembloroso, pero que, en su terreno, superaba la timidez-. Una cerca de alambre espinoso, es demasiado para el despacho de un notario.
– No es un despacho ordinario. Un fantasma le tiene agarrado por los cojones.
– En ese caso…
– ¿Lo conseguirá, Josette?
– Hay cuatro filtros sucesivos. Requiere tiempo.
Como sus manos, la cabeza de la anciana temblaba y Adamsberg se preguntó si los temblores de la edad le permitían descifrar correctamente la pantalla. Clémentine, atenta al aumento de peso del comisario, entró para depositar una fuente con tortas y jarabe de arce. Adamsberg observaba la ropa de Josette, su elegante traje beige acompañado por unas grandes zapatillas deportivas de color rojo.
– ¿Por qué lleva zapatillas deportivas? ¿Para no hacer ruido por los sótanos?
Josette sonrió. Era posible. Un vestido de ladrón, flexible y práctico.
– Le gusta la comodidad, eso es todo -dijo Clémentine.
– Antes -dijo Josette-, cuando estaba casada con mi armador, sólo llevaba trajes sastre y perlas.
– De lo más elegante -aprobó Clémentine.
– ¿Rico? -preguntó Adamsberg.
– Hasta no saber qué hacer con el dinero. Se lo guardaba todo para sí. Yo sisaba algunas pequeñas sumas, aquí y allá, para amigos necesitados. Así empecé. Por aquel entonces yo no era muy hábil y me descubrió.
– ¿Tuvo eso consecuencias?
– Grandes consecuencias, y muy ruidosas. Después del divorcio, comencé a hurgar en sus cuentas y, luego, me dije: Josette, si quieres conseguirlo, hay que hacerlo a gran escala. Y tirando del hilo llegó la cosa. A los sesenta y cinco años, estaba ya lista para zarpar.
– ¿Dónde conoció a Clémentine?
– En un mercado de ocasión, hace más de treinta y cinco años. Mi marido me había regalado una tienda de antigüedades.
– Para que no se aburriera -precisó Clémentine, que, de pie, vigilaba que Adamsberg devorase las tortas-. Cosas de lujo, no chucherías. Nos divertíamos mucho, ¿no es verdad, Josette?
– Aquí está nuestro notario -dijo Josette señalando la pantalla con un dedo.
– Ya era hora -dijo Clémentine, que en su vida había tocado un teclado.
– Es éste, ¿no? Don Jérôme Desseveaux y Asociados, bulevar Suchet, en París.
– ¿Ha entrado usted? -preguntó Adamsberg, fascinado y acercando la silla.
– Y estoy tan cómoda como si visitara su apartamento. Es un negocio muy grande, diecisiete asociados y miles de expedientes. Póngase las zapatillas deportivas, comenzamos el registro. ¿Qué nombre ha dicho?
– Fulgence, Honoré Guillaume.
– Tengo varias cosas -dijo Josette tras unos instantes-. Pero nada después de 1987.
– Porque murió. Debió de cambiar de nombre.
– ¿Es obligatorio, después de la muerte?
– Depende del curro que hagas, supongo. ¿Tiene usted algún Maxime Leclerc, comprador en 1999?
– Sí -respondió Josette tras unos momentos-. Comprador del Schloss, en el Bajo Rin. Nada más con este nombre.
Quince minutos más tarde, Josette había proporcionado a Adamsberg la lista de todas las propiedades adquiridas por el Tridente desde 1949, el bufete Desseveaux se había encargado de los expedientes anteriores. El mismo vasallo había seguido, pues, los asuntos del juez, no sólo hasta su muerte sino también más allá, hasta la reciente compra del Schloss.
Adamsberg estaba en la cocina y removía una crema de huevos con una cuchara de madera, de acuerdo con las instrucciones de Clémentine. Es decir, remover sin parar a velocidad constante, dibujando ochos en la cacerola. Consignas decisivas para evitar la formación de grumos. La localización y los nombres de las sucesivas propiedades del juez confirmaban lo que ya sabía del pasado de Fulgence. Todas se correspondían con los crímenes de tres puntas que había descubierto durante su larga investigación. Durante diez años, el magistrado había impartido justicia en su circunscripción de Loire-Atlantique, y vivía en el Castelet-les-Ormes. En 1949, atravesaba a su primera víctima, a unos treinta kilómetros de allí, un hombre de veintiocho años, Jean-Pierre Espir. Cuatro años más tarde, una muchacha era asesinada en la misma zona, Annie Lefebure, en condiciones muy parecidas a las del crimen de Elisabeth Wind. El juez reincidía seis años más tarde, ensartando a un joven, Dominique Ventou. Por entonces se había vendido, prudentemente, el Castelet. Fulgence se estableció entonces en su segunda circunscripción, en Indre-et-Loire. Las actas notariales mencionaban la compra de un pequeño castillo del siglo XVII, Les Tourelles. En su nuevo territorio, acabó con dos hombres, Julien Soubise, de cuarenta y siete años, y, cuatro años más tarde, un anciano, Roger Lentretien. En 1967, abandonaba la región y se establecía en la Mansión, en el pueblo de la familia Adamsberg. Había esperado seis años antes de asesinar a Lise Autan. Esta vez, la amenaza que constituía el joven Adamsberg le había obligado a abandonar el lugar de inmediato y a instalarse en Dordogne, en el Pigeonnier. Adamsberg conocía aquella granja señorial a donde, como en Schiltigheim, había llegado demasiado tarde. El juez había huido ya ante él, tras el asesinato de Daniel Mestre, de treinta y cinco años.
Adamsberg le había localizado luego en Charente, a consecuencia del asesinato de Jeanne Lessard, de cincuenta y seis años. Entonces se había mostrado más rápido y había encontrado a Fulgence en su nueva morada de la Tour Maufourt. Era la primera vez que volvía a ver a aquel hombre desde hacía diez años, y su flameante autoridad no se había apagado. El juez se había reído sarcástico ante las acusaciones del joven inspector y había amenazado con toda suerte de machaques y aplastamientos si seguía acosándole. Le acompañaban dos nuevos perros, unos dobermans a los que se oía ladrar furiosamente en la caseta. Adamsberg había sufrido ante la mirada del magistrado, que no le resultó más fácil de aguantar que cuando tenía dieciocho años, en la Mansión. Había enumerado los ocho crímenes de los que le acusaba, desde Jean-Pierre Espir hasta Jeanne Lessard. Fulgence había apoyado la punta de su bastón en su torso, haciéndole retroceder ante él, y había pronunciado unas palabras definitivas en el tono de una cortés despedida.
– No me toques, no te acerques. Arrojaré sobre ti el rayo cuando me plazca.
Luego, dejando su bastón y tomando las llaves de la caseta, había repetido la misma frase que había utilizado diez años antes, en el granero.
– Adelántate, joven. Contaré hasta cuatro.
Como en el pasado, Adamsberg había huido ante la desenfrenada carrera de los dobermans. En el tren, había recuperado el aliento y despreciado con todas sus fuerzas la grandilocuencia del juez. Aquel tipo que se las daba de señor no iba a hacerle polvo con una simple presión de su bastón. Había reanudado la caza pero la repentina desaparición de Fulgence de la Tour Maufourt le había pillado desprevenido. Sólo con el anuncio de su muerte, cuatro años más tarde, conoció Adamsberg su último retiro, una mansión de Richelieu, en Indre-et-Loire.
Adamsberg se afanaba haciendo sus ochos en la crema de huevo. En cierto modo, el ejercicio le ayudaba a no verse en la piel diabólica del Tridente, atravesando a Noëlla en el sendero, exactamente como hubiera hecho Fulgence.
Mientras manejaba la cuchara de madera, escuchando su apacible movimiento, comenzaba a disponer el futuro tramo de subterráneo que debía despejar con Josette. Había dudado de su talento, pensando en la exageración de una anciana en declive que rejuvenecía en una vida quimérica. Pero había efectivamente una osada y veterana hacker alojada en el cuerpo, antiguamente burgués, de Josette. Sencillamente, la admiraba. Apartó la cacerola del fuego con la consistencia deseada. Él, por lo menos, había conseguido no estropear la crema de huevo.
Tomó de nuevo el móvil de mafioso de Josette para llamar a Danglard.
– Nada todavía -le dijo su adjunto-. Es largo.
– He encontrado un atajo, capitán.
– ¿Polvoriento?
– Sólido. El mismo notario vasallo se encargó de las adquisiciones de Fulgence hasta su muerte. Y también de las del discípulo -añadió prudentemente-, en todo caso la del Schloss de Haguenau.
– ¿Dónde está, comisario?
– En el bufete de un notario, en el bulevar Suchet. Me muevo con toda comodidad. Me he puesto zapatillas deportivas para no hacer ruido. Moqueta de lana, clasificadores barnizados y ventiladores. Todo es elegante por aquí.
– Ah, bueno.
– Sin embargo, después de su muerte, las compras se efectuaron con otros nombres, como Maxime Leclerc. Tengo pues una posibilidad de descubrirlos durante los dieciséis últimos años, pero siempre que imagine nombres y apellidos que puedan evocar el de Fulgence.
– Sí -aprobó Danglard.
– Pero no soy capaz de hacerlo. No sé ni una palabra de etimología. ¿Podría usted hacerme una lista de todo lo que pueda sugerir el relámpago, el rayo, la luz, y luego la grandeza, el poder, como en Maxime Leclerc? Incluya todo lo que se le pase por la cabeza.
– No necesito anotarlo, puedo decírselo enseguida. ¿Tiene usted algo con que escribir?
– Vamos, capitán -dijo Adamsberg, admirado de nuevo.
– No hay muchas posibilidades. Por lo que se refiere a la luz, busque Luce, Lucien, Lucenet y demás formas, así como Flamme, es decir, «llama», o Flambard. Por lo que se refiere a la claridad, busque entre los derivados de claras, «brillante», «ilustre». Mire si está Clair o Clar, eventualmente algunos diminutivos como Claret o Clairet. Por lo que se refiere a la idea de grandeza, intente con Mesme o Mesmin, formas populares derivadas de Maxime, Maximin, Maximilien. Fíjese también en los Legrand, Majorai, Majorel o, también, Mestrau o Mestraud, formas alteradas de «superior», «excelente». Añada Primat, y eventualmente sus variantes peyorativas como Primard o Primaud. Inténtelo también con Auguste, Augustin, por lo que se refiere a la majestad. No olvide los nombres que recuerden la grandeza por su sentido figurado, como Alejandro, Alex, César o Napoleón, aunque éste sea demasiado chillón.
Adamsberg llevó de inmediato la lista a Josette.
– Habría que combinar todo eso para encontrar eventuales compradores entre la muerte del juez y la adquisición de Maxime Leclerc. En relación con mansiones señoriales, pequeños castillos, casas solariegas o grandes villas, aisladas todas.
– Ya lo he entendido -dijo Josette-. Ahora seguimos al fantasma.
Adamsberg, apretando sus rodillas con las manos, aguardó con ansiedad que la anciana terminara sus manejos subterráneos.
– Tengo tres que podrían adecuarse -anunció-. Tengo también un Napoléon Grandin, aunque en un pequeño apartamento de Courneuve. No creo que sea su hombre. Su fantasma no es un espectro proletario, si lo he comprendido bien. En cambio, he encontrado un Alexandre Clar que adquirió una mansión en Vendée, en 1988, municipio de Saint-Fulgent precisamente. Vendida en 1993. Un Lucien Legrand, propietario de un dominio en Puy-de-Dôme, municipio de Pionsat, de 1993 a 1997. Y un Auguste Primat en una mansión señorial del norte, municipio de Solesmes, de 1997 a 1999. Y luego el tal Maxime Leclerc, de 1999 hasta hoy. Las fechas se suceden, comisario. Voy a imprimirle eso. Concédame tan sólo un momento para borrar nuestros pasos de la moqueta.
– Ya lo tengo, Danglard -dijo Adamsberg, jadeando por su carrera subterránea-. Sobre los nombres, compruebe primero que no estén en el registro civil: Alexandre Clar, nacido en 1935, Lucien Legrand, nacido en 1939, y Auguste Primat, nacido en 1931. Sobre los crímenes, busque en un radio de cinco a sesenta kilómetros alrededor de los términos municipales de Saint-Fulgent, en Vendée, Pionsat, en Puy-de-Dôme, y Solesmes, en el norte. ¿Lo tiene?
– Así será mucho más rápido. ¿Tiene las fechas?
– Para el primer crimen, período de 1988 a 1993; para el segundo, de 1993 a 1997 y, para el tercero, de 1997 a 1999. No olvide que los últimos crímenes, muy probablemente, se cometieron poco tiempo antes de la venta de las propiedades. Es decir, en la primavera de 1993, el invierno de 1997 y el otoño de 1999. Céntrese primero en esos períodos.
– Siempre años impares -comentó Danglard.
– Le gustan. Como el número tres y el tridente.
– Tal vez la idea del Discípulo no sea tan mala, empieza a tomar forma.
La idea del fantasma, corrigió Adamsberg al colgar. Un espectro que comenzaba a tomar, violentamente, forma a medida que los manejos de Josette iban desvelando sus antros. Aguardó la llamada de Danglard con impaciencia, recorriendo de un lado a otro la pequeña casa, con la lista en la mano. Clémentine le había felicitado por su crema de huevo. Al menos, algo bueno.
– Malas noticias -anunció Danglard-. Brézillon se ha puesto en contacto con Laliberté -es decir, Légalité, con él no hay manera- para aclarar algunas cosas. Brézillon me anuncia que uno de los dos puntos en su favor acaba de derrumbarse. Laliberté asegura que sabía lo de su amnesia por el guarda del inmueble. Usted le habló de una pelea entre puercos y chusma. Pero al día siguiente, concretó el guarda, quedó usted muy sorprendido por la hora en que había regresado. Sin mencionar que el enfrentamiento entre puercos y chusma era una mentira y que tenía usted las manos llenas de sangre. Así pues, Laliberté llegó a la conclusión de que había perdido la memoria durante unas horas, puesto que creía haber regresado mucho antes y había mentido al guarda. De modo que no hay llamada anónima, no hay denunciante, nada de nada. La cosa se derrumba.
– ¿Y Brézillon retira su aplazamiento? -preguntó Adamsberg, conmocionado.
– No lo ha mencionado.
– ¿Y los crímenes? ¿Sabe usted algo?
– Sólo sé que Alexandre Clar nunca ha existido, ni tampoco Lucien Legrand o Auguste Primat. Son seudónimos, efectivamente. No he tenido tiempo para lo demás con todo este lío del jefe de división. Y acaba de caernos encima un homicidio en la calle Château. Personalidad relacionada con la política. No sé cuándo encontraré tiempo para encargarme del Discípulo. Lo siento, comisario.
Adamsberg colgó, abofeteado por una sacudida de desesperación. El guarda insomne, sencillamente. Y las muy evidentes deducciones de Laliberté.
Todo se derrumbaba, el delgado hilillo de su esperanza se rompía en seco. Si no había denunciante, no había jugada. Nadie había informado al superintendente de que él había perdido la memoria. Y nadie, por lo tanto, había procurado arrebatársela. No había tercer hombre en el asunto, maquinando en las sombras. Estaba fatalmente solo en aquel sendero, con el tridente al alcance de la mano y Noëlla, amenazadora, frente a él.
Y con su locura asesina en el cráneo. Como su hermano, tal vez. O tal vez siguiendo a su hermano. Clémentine fue a colocarse a su lado tendiéndole, silenciosa, un vaso de oporto.
– Cuenta, muchachito.
Adamsberg contó con voz átona y los ojos clavados en el suelo.
– Eso son ideas de pasma -dijo suavemente Clémentine-. Y las ideas de la pasma y las suyas son dos cosas distintas.
– Estaba solo, Clémentine, solo.
– Bueno, no puede usted saberlo porque no lo recuerda. Bien que ha echado mano al jodido fantasma, con la Josette.
– ¿Y en qué cambia eso las cosas, Clémentine? Yo estaba solo.
– Eso son ideas oscuras, y no otra cosa -dijo Clémentine poniéndole el vaso en la mano-. Y de nada sirve remover el cuchillo. Más valdría seguir por los subterráneos con la Josette, y luego beber ese oporto.
Pareció que Josette, que había permanecido en silencio junto a la chimenea, quería decir algo, pero cambió de opinión.
– No dejes que se enmohezca, Josette, te lo digo siempre -aconsejó Clémentine con el cigarrillo en los labios.
– Es delicado -explicó Josette.
– No estamos ya para delicadezas, ¿no lo ves?
– Me decía que si el señor Danglard, se llama así, ¿no?, no puede encargarse de los crímenes, podríamos hacerlo nosotros mismos. Lo malo es que la cosa nos obligaría a hurgar en los archivos de la gendarmería.
– ¿Y qué te molesta?
– Él. Es comisario.
– Ya no lo es, Josette. Es una lata tener que repetírtelo cien veces. Y, además, los gendarmes y la pasma no son lo mismo.
Adamsberg dirigió una mirada perdida a la anciana.
– ¿Podría hacerlo, Josette?
– Entré en el FBI una vez, sólo para jugar, para divertirme.
– No te excuses, Josette. No es malo hacer el bien.
Adamsberg contempló con creciente asombro a aquella mujer menuda, burguesa en un tercio, vacilante en otro y hacker en el tercero.
Después de la cena, que Clémentine había hecho tragar por la fuerza a Adamsberg, Josette la emprendió con los ficheros policiales. Había puesto a su lado una nota con tres fechas, primavera de 1993, invierno de 1997 y otoño de 1999. De vez en cuando, Adamsberg echaba una ojeada al progreso de su trabajo. Por la noche, cambiaba sus zapatillas deportivas por unas enormes pantuflas grises que le hacían unas frágiles patas de cría de elefante.
– ¿Muy protegidos?
– Miradores por todas partes, era de esperar. Si yo tuviera un expediente allí, no me gustaría que la primera vieja que llegara pudiera huronear en él, con zapatillas de tenis.
Clémentine había ido a acostarse y Adamsberg permaneció solo ante la chimenea, cruzando y descruzando sus dedos, con los ojos clavados en el fuego. No oyó acercarse a Josette pues las pantuflas apagaban sus pasos. Grandes pantuflas de hacker, precisamente.
– Aquí está, comisario -dijo simplemente Josette mostrándole una hoja, con la modestia del trabajo bien hecho y la inconsciencia del talento, como si hubiera conseguido una simple crema de huevo formando ochos en su ordenador-. En marzo de 1993, a treinta y dos kilómetros de Saint-Fulgent, una mujer de cuarenta años, Ghislaine Matère, asesinada en su domicilio, de tres puñaladas. Vivía sola en una casa de campo. En febrero de 1997, a veinticuatro kilómetros de Pionsat, una joven muerta de tres heridas de punzón en el vientre, Sylviane Brasillier. Esperaba sola en la parada del autobús, un domingo por la noche. En septiembre de 1999, un hombre de sesenta y seis años, Joseph Fèvre, a treinta kilómetros de Solesmes. Tres puñaladas.
– ¿Culpables? -preguntó Adamsberg tomando la hoja.
– Aquí -indicó Josette señalando con su dedo tembloroso-. Una mujer borracha, algo pirada, que vivía en una choza del bosque, considerada como la bruja del lugar. Por lo de la joven Brasillier, agarraron a un parado, un cliente habitual de los bares de Saint-Eloy-les-Mines, no lejos de Pionsat. Y el crimen de Fèvre se lo cargaron a un guarda forestal, derrumbado en un banco en los arrabales de Cambrai, con el cuerpo lleno de alcohol y la navaja en el bolsillo.
– ¿Amnésicos?
– Todos.
– ¿Armas nuevas?
– En los tres casos.
– Es magnífico, Josette. Ahora le seguimos los pasos desde el Castelet-les-Ormes, en 1949, hasta Schiltigheim. Doce crímenes, Josette, doce. ¿Se da usted cuenta?
– Trece con el de Quebec.
– Yo estaba solo, Josette.
– Hablaba usted de un discípulo con su adjunto. Si ha actuado cuatro veces después de la muerte del juez, ¿por qué no puede haber matado en Quebec?
– Por una razón muy sencilla, Josette. Si se hubiera tomado el trabajo de ir hasta Quebec, lo habría hecho para tenderme una trampa, como hizo con los demás chivos expiatorios. Si un discípulo o un émulo ha tomado el relevo de Fulgence, lo hace por veneración al juez, por un imperioso deseo de concluir su obra. Pero ese hombre, esa mujer, aunque esté intoxicado por Fulgence, no es Fulgence. Él me odiaba y deseaba mi caída. Pero el otro, el discípulo, no me guarda el mismo odio. Ni siquiera me conoce. Terminar la serie del juez es una cosa, pero matar para ofrecerme como regalo al muerto, es otra. No lo creo. Por eso le digo que yo estaba solo.
– Clémentine dice que eso son ideas oscuras.
– Pero ciertas. Y si hay discípulo, no es viejo. La veneración es una emoción de juventud. Podemos estimar que ahora tendría entre treinta y cuarenta años. Los hombres de esta generación no fuman en pipa, o muy pocas veces. El ocupante del Schloss fumaba en pipa y sus cabellos eran blancos. No, Josette, no creo en el discípulo. Estamos en un callejón sin salida.
Josette movía cadenciosamente su pantufla gris, golpeando con el pie el viejo enlosado de ladrillos.
– A menos -dijo tras un momento- que creamos en los muertos vivientes.
– A menos, sí.
Ambos se sumieron en un largo silencio. Josette agitaba el fuego.
– ¿Está usted cansada, mi Josette? -preguntó Adamsberg, sorprendido al oírse utilizar las palabras de Clémentine.
– A menudo navego por la noche.
– Piense en ese hombre, Maxime Leclerc, Auguste Primat o como se llame. Desde la muerte del juez, se considera invisible. O el discípulo intenta prolongar la imagen remanente de Fulgence, o nuestro muerto viviente no quiere desvelar su rostro.
– Porque está muerto.
– Eso es. En cuatro años, nadie ha podido ver a Maxime Leclerc. Ni los empleados de la agencia, ni la mujer de la limpieza, ni el jardinero, ni el cartero. Todas las gestiones exteriores se encargaban a la asistenta. Las indicaciones del propietario se transmitían por notas, por teléfono eventualmente. Una invisibilidad posible, pues, porque lo logró. Y sin embargo, Josette, me parece imposible librarse por completo de ser visto. Tal vez dos años, pero no cinco, y menos dieciséis. La cosa puede funcionar, pero siempre que no se tengan en cuenta los imprevistos de la vida, las urgencias, lo imponderable. Y, en dieciséis años, se producen. Recorriendo esos dieciséis años, deberíamos poder encontrar un imponderable.
Josette escuchaba, como hacker concienzudo, aguardando consignas más precisas y moviendo la cabeza y su pantufla.
– Pienso en un médico, Josette. Una súbita enfermedad, una caída, una herida. La circunstancia que nos obliga a llamar urgentemente a un doctor. Si el caso se produjo, él no habría recurrido al médico local. Habría acudido a un servicio anónimo, a un equipo de médicos de urgencia, de los que te ven una sola vez y te olvidan enseguida.
– Ya veo -dijo Josette-. Pero estos servicios no deben conservar sus archivos más de cinco años.
– Y eso nos llevaría a Maxime Leclerc. Es decir, a circular por los centros de urgencia de la zona del Bajo Rin, y descubrir una eventual visita de un médico por el Schloss del muerto viviente.
Josette volvió a colgar el atizador, se arregló los pendientes y se subió las mangas de su jersey de lana. A la una de la madrugada, encendía de nuevo su máquina. Adamsberg permaneció solo ante la chimenea, alimentándola con dos troncos, tan tenso como un padre que espera el parto. Era una nueva superstición eso de mantenerse alejado de Josette mientras ella tecleaba en la lámpara de Aladino. Temía demasiado sorprender, a su lado, muecas de desaliento, expresiones de decepción. Aguardaba inmóvil, hundido en el obsesivo paso por el sendero. Y agarrado sólo a la ínfima esperanza que ofrecían, eslabón tras eslabón, las furtivas exploraciones de la anciana. Y que él depositaba, brizna a brizna, en los alvéolos de su pensamiento. Rogando que los filtros cayeran como plomo fundido ante la genial llama de su pequeña hacker. Había anotado los términos que ella utilizaba para evaluar los seis grados de resistencia de aquellos filtros, por orden creciente de dificultad: trabajo chupado, duro, coriáceo, alambres de espino, cemento, miradores.
Y había pasado todo un día en los miradores del FBI. Se incorporó al oír el roce de las pantuflas por el pequeño corredor.
– Ya está -anunció Josette-. Bastante coriáceo, pero pasable.
– Dígalo pronto -dijo Adamsberg.
– Maxime Leclerc llamó a un servicio de urgencias, hace dos años, el 17 de agosto, a las catorce cuarenta. Siete picaduras de avispa habían provocado un grave edema en el cuello y en la parte baja del rostro. Siete. El doctor acudió en cinco minutos. Volvió a las ocho de la tarde y le dio una segunda inyección. Tengo el nombre del médico que intervino: Vincent Courtin. Me he permitido hurgar un poco en sus datos personales.
Adamsberg puso sus manos en los hombros de Josette. Sintió los huesos a través de sus palmas.
– En estos últimos tiempos, mi vida circula por las manos de unas mujeres mágicas. Se lanzan como una bala y una y otra vez la salvan del abismo.
– ¿Es molesto? -preguntó Josette con seriedad.
Despertó a su adjunto a las dos de la madrugada.
– Quédese en la cama, Danglard. Sólo quiero darle un mensaje.
– Sigo durmiendo y le escucho.
– Cuando el juez murió, aparecieron muchas fotos en la prensa. Elija cuatro, dos de perfil, una de frente y una de tres cuartos, y pida que el laboratorio lleve a cabo un envejecimiento artificial del rostro.
– Tiene usted excelentes dibujos de cráneo en cualquier buen diccionario.
– Es serio, Danglard, y prioritario. En un quinto retrato, de frente, pida que realicen también una hinchazón del cuello y del rostro, como si el hombre hubiera sido picado por avispas.
– Si eso le divierte -dijo Danglard con voz fatalista.
– Haga que me lo envíen lo antes posible. Y deje estar la investigación de los crímenes que faltan. Los he encontrado los tres, le enviaré los nombres de las nuevas víctimas. Vuelva a dormirse, capitán.
– Si no me he despertado.