171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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III

Sin mugre ya, agotado después de una ducha, Adamsberg decidió cenar en Las aguas negras de Dublín, un bar sombrío cuya ruidosa atmósfera y ácido olor habían salpicado, a menudo, sus deambulaciones. El lugar, frecuentado exclusivamente por irlandeses a los que no entendía ni una sola palabra, tenía la insólita ventaja de proporcionar gente y charlas interminables, al mismo tiempo que una absoluta soledad. Encontró allí su mesa manchada de cerveza, el aire saturado de un olorcillo a Guinness, y la camarera, Enid, a quien encargó un filete de cerdo y patatas fritas. Enid servía los platos con un antiguo y largo tenedor de estaño que a Adamsberg le gustaba, con su mango de madera barnizada y las tres púas irregulares de su espetón. La estaba mirando mientras colocaba la carne cuando el polizón resurgió con la brutalidad de un violador. Esta vez le pareció detectar el ataque una fracción de segundo antes de que se produjera. Con los puños crispados sobre la mesa, intentó resistirse a la intrusión. Tensó su cuerpo y recurrió a otros pensamientos, imaginando las hojas rojas de los arces. No sirvió de nada y el malestar pasó por él como un tornado devasta un campo, rápido, imparable y violento, para luego, negligente, abandonar su presa y proseguir en otra parte su obra.

Cuando pudo extender sus manos de nuevo, tomó los cubiertos pero no fue capaz de tocar el plato. La estela de pesadumbre que el tornado dejaba tras de sí le cortó el apetito. Se excusó ante Enid y salió a la calle, caminando al azar, vacilante. Un rápido pensamiento le recordó a su tío abuelo, que, cuando estaba enfermo, iba a acurrucarse hecho un ovillo en el hueco de una roca de los Pirineos, hasta que la cosa pasara. Luego, el antepasado se estiraba y regresaba a la vida, sin fiebre ya, devorada por la roca. Adamsberg sonrió. En aquella gran ciudad no encontraría madriguera alguna en la que acurrucarse como un oso, grieta alguna que absorbiera su fiebre y se tragara, crudo, su polizón. Que, a estas horas, tal vez hubiera saltado a los hombros de un vecino de mesa irlandés.

Su amigo Ferez, el psiquiatra, sin duda habría intentado identificar el mecanismo por el que se desencadenaba la irrupción. Descubrir la turbación oculta, el tormento no confesado que, como un prisionero, sacudía súbitamente los grilletes de sus cadenas. El estruendo que provocaba los sudores, las contracciones, el rugido que le hacía encorvar la espalda. He aquí lo que Ferez habría dicho, con esa preocupada gula que él le conocía ante los casos insólitos. Habría preguntado de qué estaba hablando cuando el primero de los gatos de afiladas zarpas le cayó encima. ¿De Camille tal vez? ¿O quizás de Quebec?

Hizo una pausa en la acera, hurgando en su memoria, buscando qué le estaba diciendo a Danglard cuando aquel primer sudor le había apretado el gaznate. Sí, Rembrandt.

Estaba hablando de Rembrandt, de la ausencia de claroscuro en el caso de Hernoncourt. Fue en aquel momento. Y, por lo tanto, mucho antes de cualquier discusión sobre Camille o Canadá. Sobre todo, hubiera tenido que explicar a Ferez que ninguna preocupación había logrado nunca que un gato ávido cayera sobre sus hombros. Que se trataba de un hecho nuevo, nunca visto, inédito. Que aquellos golpes se habían producido en posturas y lugares distintos, sin el menor elemento de unión. ¿Qué relación había entre la buena Enid y su adjunto Danglard, entre la mesa de Las aguas negras y el panel de los avisos? ¿Entre la multitud de aquel bar y la soledad del despacho? Ninguna. Ni siquiera un tipo tan listo como Ferez podría sacarle ningún partido a eso. Y se negaría a escuchar que un polizón había subido a bordo. Se frotó el pelo, los brazos y los muslos, reactivó su cuerpo. Luego reanudó la marcha procurando recurrir a sus fuerzas ordinarias, deambulación tranquila, observación lejana de los viandantes, con el espíritu navegando como madera en las aguas.

La cuarta ráfaga cayó sobre él casi una hora más tarde, cuando estaba subiendo por el bulevar Saint-Paul, a pocos pasos de su casa. Se dobló ante el ataque, se apoyó en el farol, petrificándose bajo el viento del peligro. Cerró los ojos, aguardó. Menos de un minuto después, levantaba lentamente el rostro, relajaba sus hombros, movía sus dedos en los bolsillos, presa de aquella angustia que el tornado dejaba en su estela, por cuarta vez. Un desasosiego que hacía afluir las lágrimas a los párpados, una pesadumbre sin nombre.

Y necesitaba aquel nombre. El nombre de aquella prueba, de aquella alarma. Pues aquel día que había comenzado tan banalmente, con su cotidiana entrada en los locales de la Criminal, le estaba dejando modificado, alterado, incapaz de reanudar la rutina de la mañana. Hombre ordinario por la mañana, trastornado al anochecer, bloqueado por un volcán que había surgido ante sus pasos, fauces de fuego abiertas a un indescifrable enigma.

Se apartó del farol y examinó el lugar, como habría hecho en la escena de un crimen del que él fuera la víctima, en busca de una señal que pudiera revelarle la identidad del asesino que le había herido por la espalda. Se separó un metro y volvió a colocarse en la posición exacta donde estaba en el momento del impacto. Su mirada recorrió la acera vacía, el cristal oscuro de la tienda de la derecha, el cartel publicitario de la izquierda. Nada más. Sólo aquel cartel podía verse con claridad en mitad de la noche, iluminado en su marco de cristal. He aquí pues la última cosa que había percibido antes de la ráfaga. Lo examinó. Era la reproducción de un cuadro de factura clásica, cruzado por un anuncio: «Los pintores pompiers del siglo XIX. Exposición temporal. Grand Palais. 18 de octubre-17 de diciembre».

El cuadro representaba a un tío musculoso de piel clara y barba negra, confortablemente instalado en el océano, rodeado de náyades y entronizado en una ancha concha. Adamsberg se concentró un momento en aquella tela, sin comprender en qué había podido contribuir a provocar el ataque, ni tampoco su conversación con Danglard, su sillón del despacho o la humosa sala de los Dublineses. Y, sin embargo, un hombre no pasa de la normalidad al caos con sólo un chasquido de dedos. Es precisa una transición, un paso. Allí como en cualquier otra parte y en el caso de Hernoncourt, le faltaba el claroscuro, el puente entre las riberas de la sombra y de la luz. Suspiró de impotencia y se mordió los labios, escrutando la noche por la que merodeaban los taxis vacíos. Levantó un brazo, subió al coche y dio al chófer la dirección de Adrien Danglard.