171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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IV

Tuvo que llamar tres veces antes de que Danglard, atontado por el sueño, fuera a abrirle la puerta. El capitán se contrajo al ver a Adamsberg, cuyos rasgos parecían más pronunciados, la nariz más aguileña y un brillo sordo bajo los altos pómulos. Por lo tanto, el comisario no se había relajado tan rápido -como de costumbre- como se había tensado. Danglard se había pasado de la raya, lo sabía. Desde entonces, le daba vueltas a la eventualidad de un enfrentamiento, de una bronca incluso. ¿O de una sanción? ¿O de algo peor aún? Incapaz de frenar el mar de fondo de su pesimismo, había rumiado sus crecientes temores durante toda la cena, procurando no mostrar nada a los niños, ni eso ni el problema del reactor izquierdo tampoco. La mejor defensa seguía siendo contarles una nueva anécdota de la teniente Retancourt, algo que sin duda les divertía, empezando por el hecho de que aquella mujer gorda -que parecía pintada por Miguel Ángel, que, fuera cual fuese su genio, no era el más hábil para plasmar la flexible sinuosidad del cuerpo femenino- llevase el nombre de una delicada flor silvestre, Violette. Aquel día, Violette hablaba en voz baja con Hélène Froissy, que pasaba una mala racha. Violette había soltado una de sus frases golpeando con la palma de la mano la fotocopiadora, lo que provocó una inmediata puesta en marcha de la máquina, cuyo carro se había bloqueado, firmemente, hacía cinco días.

Uno de los gemelos de Danglard había preguntado qué hubiera sucedido si Retancourt hubiese golpeado la cabeza de Hélène Froissy y no la fotocopiadora. ¿Habría sido posible poner de nuevo en marcha los buenos pensamientos de la triste teniente? ¿Podía Violette hacer que funcionaran los seres y las cosas tocándolos con fuerza? Todos habían apretado, luego, el televisor estropeado para probar su propio poder -Danglard había autorizado una sola presión por niño-, pero la imagen no había regresado a la pantalla y el benjamín se había hecho daño en un dedo. Una vez acostados los niños, la inquietud le había llevado, de nuevo, a negros presagios.

Ante su superior, Danglard se rascó el torso en un gesto de ilusoria autodefensa.

– Deprisa, Danglard -susurró Adamsberg-, le necesito. El taxi espera abajo.

Serenado por esa rápida vuelta a la normalidad, el capitán se puso a toda prisa la chaqueta y el pantalón. Adamsberg no le guardaba rencor alguno por su rabia, olvidada ya, enterrada en los limbos de su indulgencia o de su habitual despreocupación. Si el comisario iba a buscarle en plena noche, es que un asesinato acababa de caerle a la brigada.

– ¿Dónde ha sido? -preguntó reuniéndose con Adamsberg.

– En Saint-Paul.

Ambos bajaban la escalera, Danglard intentando anudarse la corbata al tiempo que se ponía una gruesa bufanda.

– ¿Alguna víctima?

– Dese prisa, amigo mío, es urgente.

El taxi les dejó a la altura del cartel publicitario. Adamsberg pagó la carrera mientras Danglard, sorprendido, contemplaba la calle vacía. Ni luces giratorias ni equipo técnico, una acera desierta y los edificios dormidos. Adamsberg le tomó del brazo y tiró de él, presuroso, hacia el cartel. Allí, sin soltar a su adjunto, le señaló el cuadro.

– ¿Qué es esto, Danglard?

– ¿Cómo? -dijo Danglard, desconcertado.

– El cuadro, carajo. Le pregunto de qué se trata. Qué representa.

– Pero ¿y la víctima? -dijo Danglard volviendo la cabeza-. ¿Dónde está la víctima?

– Aquí -dijo Adamsberg señalando su torso-. Respóndame. ¿Qué es esto?

Danglard agitó la cabeza, entre desconcertado y escandalizado. Luego, el absurdo onírico de la situación le pareció de pronto tan agradable que un puro sentimiento de alegría barrió su cólera. Se sintió lleno de gratitud hacia Adamsberg, que no sólo no había tomado en cuenta sus insultos sino que le ofrecía esta noche, de una forma completamente involuntaria, un instante de excepcional extravagancia. Y sólo Adamsberg era capaz de descoyuntar la vida ordinaria para extraer de ella estos despropósitos, estos cortos fulgores de descabellada belleza. ¿Qué le importaba, pues, que le arrancara del sueño para arrastrarle con un frío cortante ante Neptuno, pasada la medianoche?

– ¿Quién es ese tipo? -repetía Adamsberg sin soltarle el brazo.

– Neptuno saliendo de las olas -respondió Danglard sonriendo.

– ¿Está usted seguro?

– Neptuno o Poseidón, como prefiera.

– ¿Es el dios del mar o el de los infiernos?

– Son hermanos -explicó Danglard, contento de estar dando un curso de mitología en plena noche-. Tres hermanos: Hades, Zeus y Poseidón. Poseidón reina sobre el mar, sobre sus azures y sus tormentas, pero también sobre sus profundidades y sus amenazas abisales.

Adamsberg había soltado ahora su brazo y, con las manos a la espalda, le escuchaba.

– Aquí -prosiguió Danglard paseando su dedo por el cartel- podemos verlo rodeado de su corte y de sus demonios. He aquí los beneficios de Neptuno, he aquí su poder para castigar, representado por su tridente y la serpiente maléfica que arrastra hacia los abismos. La representación es académica, la factura blanda y sentimental. No puedo identificar al pintor. Algún desconocido oficiante para los salones burgueses y probablemente…

– Neptuno -interrumpió Adamsberg en tono pensativo-. Bien, Danglard, infinitas gracias. Regrese ahora, vuelva a dormirse, y perdón por haberle despertado.

Antes de que Danglard hubiera podido pedir explicaciones, Adamsberg había parado un taxi y había metido en él a su adjunto. Por el cristal, vio al comisario alejándose con paso lento, una delgada silueta negra y encorvada, bamboleándose levemente en la noche. Sonrió, se frotó maquinalmente la cabeza y encontró el pompón cortado de su gorro. Presa de la inquietud, bruscamente, tocó por tres veces el embrión de aquel pompón para que le diera suerte.