171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 61

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LIX

En Clignancourt, Adamsberg metió su chaleco antibalas y su arma en la bolsa, y besó a las dos mujeres.

– Sólo una pequeña expedición -dijo-. Volveré.

No es seguro, pensó al tomar por la calleja. ¿A qué venía ese duelo desigual? A jugarse el último golpe o, tal vez, a adelantarse a la muerte, a exponerse al tridente de Fulgence mejor que empantanarse en la oscuridad del sendero y vivir sin saber, con la empalada Noëlla. Veía, como a través de un cristal empañado, el cuerpo de la muchacha ondulando bajo la cubierta de hielo. Escuchaba su voz quejosa. «¿Y sabes qué me hizo, mi chorbo? Pobre Noëlla, engañada con falsas promesas. ¿Te ha hablado ya de eso Noëlla? ¿Del puerco de París?»

Adamsberg caminó más deprisa, con la cabeza gacha. No podía engatusar a nadie con su vieja jugarreta del mosquito escondido. El yunque de la culpabilidad que le doblegaba desde el crimen de Hull se lo impedía. Fulgence podía rodearse de vasallos y provocar una verdadera carnicería. Cargarse a Danglard, Retancourt, Justin, llenar de sangre toda la Brigada. Sangre que se desplegó ante sus ojos, acarreando en sus pliegues el hábito rojo del cardenal. Ve solo, jovencito.

El sexo y el nombre. La perspectiva de reventar sin saberlo le pareció incongruente, o inaceptable. Sacó el móvil por una de sus patas rojas y telefoneó a Danglard en la calle.

– ¿Algo nuevo? -preguntó el capitán.

– Ya veremos -dijo prudentemente Adamsberg-. Dejando eso al margen, figúrese que le he echado mano al nuevo padre. No se trata de un hombre fiable con zapatos lustrosos.

– ¿Ah, no? ¿De quién, entonces?

– De una especie de tipo raro.

– Me satisface que tenga ya la respuesta.

– Precisamente. Me gustaría saberlo antes.

– ¿Antes de qué?

– Simplemente saber su sexo y su nombre.

Adamsberg se detuvo para grabar correctamente la información. Nada penetraba en su memoria si se movía.

– Gracias, Danglard. Una última cosa: sepa que con las ranas, con las reinetas verdes en todo caso, funciona también. El estallido.

Una nube huraña le acompañó en su marcha hasta el Marais. Se sobrepuso a la vista de su inmueble y observó largo rato los alrededores. Brézillon había cumplido su palabra. Habían levantado la vigilancia y el paso estaba abierto, de la sombra a la luz.

Inspeccionó rápidamente su apartamento y, luego, redactó cinco cartas destinadas a Raphaël, a la familia, a Danglard, a Camille y a Retancourt. Por un impulso, añadió una nota para Sanscartier. Dejó el pequeño paquete fúnebre en un escondrijo de su habitación, que Danglard conocía. Para que las leyeran después de su muerte. Tras una cena fría tragada de pie, comenzó a ordenar las pruebas, a seleccionar la ropa y a hacer desaparecer su correo privado. Te vas vencido, se dijo al dejar la basura en el vestíbulo del inmueble. Te vas muerto.

Todo le parecía en su lugar. El juez no entraría a la fuerza. Sin duda había hecho que Michaël Sartonna le enviara una copia de su llave. Fulgence sabía anticiparse.

Y encontrar al comisario esperándole con el arma en la mano no le sorprendería. Lo sabía, como sabía que estaría solo.

Debía dar al juez tiempo para que le avisaran de su regreso, no aparecería antes de mañana, o pasado mañana por la noche. Adamsberg lo esperaba por un pequeño detalle: la hora. El juez era un simbolista. Sin duda le agradaría terminar con la carrera de Adamsberg a la misma hora en que había herido a su hermano, treinta años antes. Entre las once y la medianoche. Podía prever, pues, un leve efecto de sorpresa sobre este intervalo de tiempo. Atacar directamente el orgullo de Fulgence, donde él lo creía inmaculado aún. Adamsberg había comprado un juego de Mah-Jong por el camino. Dispuso una partida en la mesita baja y expuso en un soporte la mano de honores del juez. Añadió dos flores, para Noëlla y Michaël. La visión de aquel secreto desvelado obligaría a Fulgence, tal vez, a pronunciar algunas palabras antes del asalto. Lo que daría a Adamsberg, tal vez, un respiro de unos segundos.