171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 64

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LXII

Danglard arrastró a Adamsberg a uno de los numerosos cafés del aeropuerto y eligió una mesa apartada. Adamsberg se sentó, con el cuerpo ausente, los ojos estúpidamente fijos en aquel pompón recortado que coronaba la cabeza de su adjunto, como una figura risueña e impropia. Retancourt le habría agarrado en un cuerpo a cuerpo, le habría proyectado como una bala más allá de las fronteras, le habría lanzado a la huida. Era posible aún, pues Danglard había tenido la delicadeza de no ponerle las esposas. Podía aún dar un brinco y escapar, pues el capitán era incapaz de alcanzarle corriendo. Pero la idea de su brazo armado atravesando a Noëlla le arrebataba cualquier pulsión vital. ¿Para qué huir si no podía caminar, petrificado por el terror de golpear de nuevo, de encontrarse titubeando con un cadáver en el suelo? Mejor acabar aquí, en manos de Danglard, que bebía tristemente un carajillo. Centenares de viajeros pasaban ante sus ojos, a la llegada o a la salida, libres, con la conciencia tan limpia como un montón de ropa recién lavada y doblada. Mientras que su conciencia le repugnaba como un jirón de trapo endurecido y sanguinolento.

Danglard levantó de pronto un brazo en señal de bienvenida y Adamsberg no hizo ningún amago de moverse. El rostro vencedor del superintendente era lo último que deseaba ver. Dos grandes manos se cerraron sobre sus hombros.

– ¿No te dije que echaríamos mano a ese maldito? -escuchó.

Adamsberg se volvió para mirar el rostro del sargento Fernand Sanscartier. Se levantó y le estrechó, instintivamente, por los brazos. Dios mío, ¿por qué razón, de entre todos, Laliberté había designado a Sanscartier para encargarse de él?

– ¿Te han soltado, a ti, la misión? -preguntó Adamsberg, desolado.

– He seguido las órdenes -respondió Sanscartier sin abandonar su sonrisa de bueno-. Y tenemos mucho que charlar -añadió sentándose ante él.

Estrechó con fuerza la mano de Danglard.

– Buen trabajo, capitán. Y bienvenido. Criss, hace calor en su país -dijo quitándose la chaqueta forrada-. He aquí la copia del expediente -añadió sacándola de la bolsa-. Y he aquí la muestra.

Agitó una cajita ante los ojos de Danglard, que asintió con un gesto.

– Hemos procedido ya a los análisis. La comparación bastará para cerrar la acusación.

– ¿Muestra de qué? -preguntó Adamsberg.

Sanscartier arrancó un cabello de la cabeza del comisario.

– De esto -dijo-. Son traidores los cabellos. Caen como las hojas rojas. Pero ha sido necesario remover seis metros cúbicos de esa mierda de la hostia para encontrar alguno. ¿Te imaginas? Seis metros cúbicos por unos pocos pelos. Es como buscar una aguja en un pajar.

– No tenías necesidad de hacerlo. Mis huellas estaban en el cinturón.

– Pero no las suyas.

– ¿Qué suyas?

Sanscartier se volvió hacia Danglard, con las cejas fruncidas sobre sus ojos de bueno.

– ¿No está al corriente? -preguntó-. ¿Has dejado que fuera cociéndose?

– No podía decirle nada mientras no estuviéramos seguros. No me gustan las falsas esperanzas.

– ¡Pero ayer por la noche, criss! ¡Podías habérselo dicho!

– Ayer por la noche tuvimos una buena.

– ¿Y esta mañana?

– De acuerdo, he dejado que se cociera. Ocho horas.

– Eres un maldito -gruñó Sanscartier-. ¿Por qué le has soltado un cuento chino?

– Para que supiera lo que Raphaël vivió hasta lo más hondo. El espanto de uno mismo, el exilio y el mundo prohibido. Era necesario. Ocho horas, Sanscartier, no es la muerte para recuperar a un hermano.

Sanscartier se volvió hacia Adamsberg y golpeó la mesa con su caja de muestras.

– El pelo de tu diablo -dijo-. Que se debatía en seis metros cúbicos de hojas podridas.

Adamsberg comprendió al instante que Sanscartier estaba sacándole a la superficie, al aire libre, fuera de los limos inertes del lago Pink. Tras haber seguido las órdenes de Danglard y no las de Laliberté.

– No lo hice solo -dijo Sanscartier-, porque tenía que hacerlo todo fuera de la oficina. Al anochecer, por la noche o al amanecer. Y sin que el boss me agarrara. Tu capitán se hacía mala sangre, no podía tragarse ese asunto de piernas que se aflojaban, y justo después de la rama. Fui a ver el sendero y a buscar el lugar donde recibiste el trancazo. Caminé como tú desde La Esclusa, tanto tiempo como dijiste. Exploré un centenar de metros. Encontré ramitas recién rotas y algunas piedras que se habían movido, justo delante de la obra. Los tipos habían limpiado el campo pero estaba la plantación de arces.

– Te dije que era cerca de la obra -dijo Adamsberg, con la respiración agitada.

Se había cruzado de brazos, con los dedos contraídos sobre sus mangas y la atención centrada en las palabras del sargento.

– Pues bueno, no había ninguna rama baja por aquellos parajes, tíos. No fue eso lo que te hizo ver las estrellas. Después, tu capitán me pidió que buscara al vigilante nocturno. Era el único testigo posible, ¿comprendes?

– Comprendo, pero ¿lo encontraste? -preguntó Adamsberg, a quien, con los labios casi rígidos, le costaba articular.

Danglard llamó al camarero y pidió agua, cafés, cerveza y cruasanes.

– Criss, eso fue lo más duro. Alegué que estaba indispuesto para poder abandonar la GRC y correr a informarme en los servicios municipales. Imagínate. Eran los federales quienes se habían encargado. Tuve que llegar hasta Montreal para encontrar el nombre de la empresa. Puedo asegurarte que Laliberté estaba hasta las narices de mis repetidas enfermedades. Y tu capitán se ponía como un demonio por teléfono. Conseguí el nombre del vigilante. Estaba en una obra, aguas arriba del Outaouais. Pedí otro permiso para ir y creí que el superintendente iba a estallar.

– ¿Y allí estaba el vigilante? -preguntó Adamsberg vaciando de un trago su vaso de agua.

– No te preocupes, le agarré por los huevos en su pick-up. Pero soltarle la lengua fue otra cosa. Se mantenía erre que erre y me contó, primero, un montón de cuentos chinos. Entonces le agarré por las buenas y le amenacé con meterlo en la trena si seguía soltándome aquellas bobadas. Por negarse a cooperar y por ocultar pruebas. Me molesta contar el resto, Adrien. ¿No quieres decírselo tú?

– El vigilante, Jean-Gilles Boisvenu -prosiguió Danglard-, vio a un tipo que aguardaba en el sendero, abajo, el domingo por la noche. Tomó sus gemelos nocturnos y lo pescó.

– ¿Pescó?

– Boisvenu estaba seguro de que el tipo buscaba hombres y estaba esperando a su chorbo -explicó Sanscartier-. Ya sabes que el sendero de paso es un lugar de citas.

– Sí. El vigilante me preguntó si también yo buscaba hombres.

– Le interesaba mucho -prosiguió Danglard-. Estaba, pues, pegado a su parabrisas. Un testigo de excepción, de lo más atento. Se alegró de oír acercarse a otro tipo. Lo vio todo perfectamente con sus gemelos. Pero la cosa no fue como esperaba.

– ¿Cómo sabía que era la noche del 26?

– Porque era domingo y echaba pestes contra el vigilante de los fines de semana, que le había fallado. Vio al primer tipo, uno alto con el pelo blanco, golpeando al otro, en la cabeza, con una estaca. El otro tipo, usted, comisario, cayó al suelo. Boisvenu se encogió. El alto parecía malvado y él no quería mezclarse en una pelea doméstica. Pero siguió mirando.

– Pegado a su asiento.

– Exactamente. Pensaba, esperaba que la cosa se convirtiese en una escena de violación de una víctima sin sentido.

– ¿Comprendes? -dijo Sanscartier, con las mejillas enrojecidas.

– Y, en efecto, el alto comenzó a quitarle la bufanda al tipo que estaba en el suelo, y a abrir su chaqueta. Boisvenu se pegó más que nunca a sus gemelos y al parabrisas. El alto agarró sus dos manos y las apretó contra algo. Una correa, dijo Boisvenu.

– El cinturón -dijo Sanscartier.

– El cinturón. Pero el desnudo y los tocamientos se detuvieron ahí. El tipo le clavó una jeringa en el cuello, Boisvenu está seguro. Vio cómo la sacaba de su bolsillo y regulaba la presión.

– El temblor de piernas -dijo Adamsberg.

– Ya le dije que eso no me cuadraba -dijo Danglard inclinándose hacia él-. Hasta lo de la rama, caminaba usted normalmente, titubeando. Pero, al despertar, las piernas ya no aguantaban. Y a la mañana siguiente, tampoco. Conozco, con todos sus matices, las mezclas de alcohol y sus efectos. La amnesia está muy lejos de ser sistemática y, por lo que se refiere a las piernas de algodón, la cosa no encajaba. Necesitaba otro ingrediente.

– En su propio libro -precisó Sanscartier.

– Una droga, un medicamento -explicó Danglard-, para usted como para todos los demás culpables a los que sumió en una segura amnesia.

– Luego -prosiguió Sanscartier-, el tipo viejo se levantó dejándote en el suelo. Boisvenu quiso intervenir en aquel momento, a partir de la jeringa. No le faltan huevos, por eso es vigilante nocturno. Pero no pudo. ¿Puedes decirle por qué, Adrien?

– Porque estaba atrapado, con las piernas trabadas -explicó Danglard-. Se había preparado para el espectáculo, sentado en su asiento, con el mono de trabajo bajado hasta los tobillos.

– Boisvenu se había turbado al contarlo, parecía una gallina mojada -añadió Sanscartier-. Cuando hubo terminado de arreglarse los harapos, el viejo había puesto pies en polvorosa. El vigilante te encontró en la hojarasca, con la cara llena de sangre. Te llevó hasta su pick-up, te tendió dentro y te tapó con una manta. Y esperó.

– ¿Por qué? ¿Por qué no avisó a los puercos?

– No quería que le preguntaran por qué no se había movido. Le era imposible soltar la verdad, no la podía contar. Y si mentía diciendo que se había meado en las botas o echado un sueñecito, le costaría el curro. No contratan a los vigilantes para que se meen como un perro o duerman como un oso. Prefirió callarse la boca y subirte al pick-up.

– Podía haberme dejado allí y lavarse las manos.

– Ante la ley. Pero, a su modo de ver, pensaba que dios le soltaría un buen calvario si veía que dejaba reventar a un tipo, y quiso arreglar su metedura de pata. Con la escarcha que estaba cayendo, podías helarte como un témpano. Decidió ver cómo estabas, con aquel chichón en la frente y la jeringa en el cuerpo. Saber si era un somnífero o un veneno. Lo comprobaría enseguida. Y si la cosa se ponía fea, llamaría a los cops. Te vigiló durante más de dos horas y, puesto que dormías y el pulso era regular, se tranquilizó. Cuando empezaste a dar señales de que estabas despertando, puso en marcha el pick-up, tomó la carretera y te dejó a la salida del camino. Sabía que tú ibas por allí, te conocía.

– ¿Por qué me transportó?

– En el estado en el que estabas, se dijo que no podrías subir por el sendero y que caerías de cabeza al Outaouais helado.

– Un buen tío -dijo Adamsberg.

– Quedaba una gotita de sangre seca en la trasera de su pick-up. Tomé una muestra, ya conoces nuestros métodos. El tipo no se andaba con bobadas, era tu ADN, en efecto. Lo comparé con…

Sanscartier tropezó con la palabra.

– El esperma -completó Danglard-. De modo que entre las once y la una y media de la madrugada, usted no estaba en el sendero. Estaba en el pick-up de Jean-Gilles Boisvenu.

– ¿Y antes? -preguntó Adamsberg, frotándose los fríos labios-. ¿Entre las diez y media y las once?

– A las diez y cuarto, saliste de La Esclusa -dijo Sanscartier-. A y media, tomaste el sendero. No podías llegar a la obra y al tridente antes de las once, cuando Boisvenu te vio llegar. Y no agarraste el tridente. No faltaba ninguna herramienta. El juez llevaba su arma.

– ¿Comprada en el país?

– Eso es. Seguimos la pista. Sartonna se había encargado de la compra.

– Había tierra en las heridas.

– Tienes dura la mollera esta mañana -dijo Sanscartier, sonriendo-. Pero es que no te atreves a creerlo aún. Tu diablo se cargó a la muchacha en la piedra Champlain. Le había dado una cita de tu parte y la esperaba. La golpeó por detrás, luego la arrastró una decena de metros hasta el pequeño lago. Antes de ensartarla, tuvo que romper el hielo del lago lodoso, lleno de hojas. Eso ensució las puntas.

– Y mató a Noëlla -murmuró Adamsberg.

– Mucho antes de las once, tal vez a las diez y media. Sabía hacia qué hora tomabas tú el sendero. Le quitó el cinturón y hundió, luego, el cuerpo en el hielo. Más tarde, fue a sorprenderte.

– ¿Por qué no junto al cuerpo?

– Demasiado arriesgado si alguien pasaba y quería charlar. Del lado de la obra había grandes árboles, podía esconderse fácilmente. Te golpeó en la frente, te drogó y fue a dejar el cinturón junto al cuerpo. El capitán fue el que pensó en los cabellos. Porque nada probaba que había sido el juez, ¿me sigues? Danglard esperaba que hubiera perdido algunos cabellos en los pocos metros que separaban la piedra Champlain del pequeño lago, mientras arrastraba el cuerpo. Podía detenerse para respirar, pasarse la mano por el cráneo. Tomamos muestras de la superficie hasta la pulgada y media de grosor. Había vuelto a helar, después de tu huida. Había muchas posibilidades de que los cabellos no se hubieran dispersado en el hielo. Así me encontré con seis metros cúbicos de aquel montón de mierda, hojas y ramitas. Y eso -dijo Sanscartier señalando la caja-. Al parecer tienes algunos cabellos del juez.

– Encontrados en el Schloss, sí. Mierda, Danglard, ¿Michaël? Había escondido la bolsa en mi casa. En el armario de la cocina, con las botellas.

– Cogí la bolsa al mismo tiempo que los documentos sobre Raphaël. Michaël no sabía que existiese y no la buscó.

– ¿Y qué hacía usted en la alacena?

– Buscaba algo para reflexionar.

El comisario asintió con un gesto, satisfecho de que el capitán hubiera encontrado su ginebra.

– Se dejó también el abrigo en su casa -añadió Danglard-. Encontré dos cabellos en el cuello, mientras usted dormía.

– ¿No lo tiró? ¿Su abrigo negro?

– ¿Por qué? ¿Lo quiere?

– No sé. Es posible.

– Hubiera preferido tener al demonio más que su hábito.

– ¿Por qué me acusó de asesinato, Danglard?

– Para hacerle sufrir y, sobre todo, para que aceptara usted saltarse la tapa de los sesos.

Adamsberg inclinó la cabeza. La perversidad del diablo. Se volvió hacia el sargento.

– ¿No habrás revisado solo los seis metros cúbicos, Sanscartier?

– A partir de entonces, avisé a Laliberté. Tenía el testimonio del vigilante y el ADN de la gota de sangre. Criss, me soltó un buen rapapolvo por las mentiras que le había contado sobre mis enfermedades. Puedo asegurarte que me zurró la badana y me apretó las tuercas. Incluso me acusó de haber sido tu cómplice y haberte ayudado a darte el piro. Hay que decir que yo había puesto los pies en el cepo. Pero intenté hacerle razonar y conseguí que bajara el diapasón. Porque, ya sabes, con el boss el rigor es lo primero. De modo que se le enfrió la sangre y captó que había algo en todo aquello que no cuadraba. De pronto, lo puso todo patas arriba y autorizó la toma de muestras. Y levantó la acusación.

Adamsberg miraba, sucesivamente, a Danglard y Sanscartier. Dos hombres que no le habían abandonado en ningún momento.

– No busques las palabras -dijo Sanscartier-. Regresas de muy lejos.

El coche avanzaba penosamente por los atascos de la entrada a París. Adamsberg se había sentado detrás, medio tendido en el asiento, con la cabeza apoyada en el cristal, los ojos entornados, atento a un paisaje ya conocido que desfilaba ante él, atento a la nuca de los dos hombres que le habían sacado de aquello. Se acabó la huida de Raphaël. Y se acabó la suya. La novedad y la calma eran tales que le abrumaban con una incontenible fatiga.

– No puedo creer que hayas reconstruido esa historia de Mah-Jong -le dijo Sanscartier-. Laliberté estaba pasmado, dijo que era un curro de escuadra y cartabón. Te hablará de ello pasado mañana.

– ¿Viene?

– Es normal que lo hayas olvidado, pero pasado mañana ascienden a tu capitán. ¿Lo recuerdas? Tu pez gordo, Brézillon, invitó al superintendente, para colocar juntos las piezas que faltan.

A Adamsberg le costó creer que, si lo deseaba, podía entrar aquel mismo día en la Brigada. Caminar sin su gorro polar, empujar la puerta, decir buenos días. Estrechar manos. Comprar pan. Sentarse en el parapeto del Sena.

– Busco un modo de agradecértelo, Sanscartier, y no lo encuentro.

– No te preocupes, está resuelto. Vuelvo ahora a Toronto, Laliberté me ha nombrado inspector. Gracias a tu borrachera de la hostia.

– Pero el juez se ha evaporado -dijo Danglard, sombrío.

– Será condenado en rebeldía -dijo Adamsberg-. Vétilleux saldrá de la trena y los demás también, a fin de cuentas, eso es lo que vale.

– No -dijo Danglard moviendo la cabeza-. Está la decimocuarta víctima.

Adamsberg se incorporó y puso los codos en los respaldos de los asientos delanteros. Sanscartier exhalaba un perfume de leche de almendras.

– A la decimocuarta víctima, la he agarrado por la nariz -dijo sonriendo.

Danglard le echó una ojeada por el retrovisor. La primera sonrisa de verdad, observó, desde hacía más de seis semanas.

– La última ficha -dijo Adamsberg-, es el elemento importante. Sin ella nada se ha hecho, nada está decidido y nada tiene sentido. Determina la victoria de la mano de honores, soporta todo el juego.

– Es lógico -dijo Danglard.

– Y esa ficha fundamental y valiosa entre todas será un dragón blanco. Pero un dragón blanco supremo para la conclusión, el honor por excelencia. L’éclair, es decir, el relámpago, el rayo, la luz blanca. Será él mismo, Danglard. El Tridente uniéndose a su padre y a su madre en un trío perfecto, de tres fichas, una vez consumada la obra.

– ¿Va a empitonarse? ¿Con un tridente? -dijo Danglard frunciendo el ceño.

– No. Su muerte natural cerrará la mano por sí misma. Lo dijo en su confesión, Danglard. «Ni siquiera en la cárcel, ni siquiera en la tumba, se me escapará esa última ficha.»

– Pero debe matar a sus víctimas con el jodido tridente -objetó Danglard.

– Ésta no. El juez es el tridente.

Adamsberg se tumbó en los asientos traseros y se durmió de pronto. Sanscartier le lanzó una mirada pasmada.

– ¿Se duerme a menudo así, por las buenas?

– Sólo cuando se aburre o cuando está conmovido -explicó Danglard.