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Adamsberg saludó a dos policías desconocidos que custodiaban el rellano de Camille y les mostró su identificación, con el nombre de Denis Lamproie aún.
Pulsó el timbre. Había pasado la jornada de la víspera recuperándose en soledad y en un formidable aturdimiento, experimentando la dificultad de reanudar el contacto consigo mismo. Después de aquellas siete semanas pasadas en plena tormenta de vientos cardinales, se veía lanzado sobre la arena, vapuleado, empapado y con las heridas del Tridente ya cerradas. Y también atontado y sorprendido. Sabía, al menos, que debía decirle a Camille que él no había matado. Al menos eso. Y, si encontraba un modo, le haría saber que había descubierto al tipo de los perros. Se sentía incómodo con su gorra bajo el brazo, su pantalón con trencilla, su guerrera con charreteras bordadas en plata y la medalla en la solapa. La gorra cubría, al menos, los llamativos restos de su tonsura.
Camille abrió ante la mirada de ambos policías. Les hizo una señal para confirmar que conocía al visitante.
– Dos policías velan permanentemente por mí -dijo cerrando la puerta- y no consigo ponerme en contacto con Adrien.
– Danglard está en la prefectura. Está cerrando un caso monstruoso. Los polis te custodiarán durante dos meses, por lo menos.
Yendo y viniendo por el estudio, Adamsberg consiguió contar, más o menos, su historia, omitiendo lo de Noëlla, mezclando de nuevo los alvéolos. Interrumpió su relato a la mitad.
– Encontré también al tipo de los perros -dijo.
– Bueno -respondió lentamente Camille-. ¿Y qué te parece?
– Como el de antes.
– Está bien que te guste.
– Sí, así es más fácil. Podríamos darnos la mano.
– Por ejemplo.
– Decirnos algunas palabras, de hombre a hombre.
– También.
Adamsberg inclinó la cabeza y concluyó su relato, Raphaël, la huida, los dragones. Le devolvió el reglamento del juego antes de marcharse y cerró a sus espaldas, suavemente, la puerta. El leve chasquido le chocó. Cada uno a un lado de aquella tabla de madera, viviendo en zonas disociadas, con el cerrojo corrido por sus propias manos. Sus dos relojes, por lo menos, no se soltaban, entrechocando en un acoplamiento discreto en su muñeca izquierda.