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En la Brigada todo el mundo llevaba el uniforme reglamentario. Danglard paseaba una mirada satisfecha por el centenar de personas reunidas en la Sala del Concilio. Al fondo se había preparado un estrado para el discurso oficial del jefe de división, hoja de servicio, cumplidos, concesión de la nueva medalla. Seguiría su propio discurso, agradecimientos, alguna pizca de humor y emoción. Luego abrazos con todos los colegas, relajación general, manduca, bebida y ruido. Vigilar la puerta, esperando la entrada de Adamsberg. Era posible que el comisario renunciara a poner de nuevo los pies en la Brigada en un ambiente tan formal y festivo.
Allí estaba Clémentine, con su vestido de flores más hermoso, acompañada por Josette, con un traje sastre y zapatillas deportivas. Clémentine se sentía muy cómoda, con el cigarrillo en los labios, al haber encontrado de nuevo a su brigadier Gardon que, tan cortésmente, le había prestado, una vez, un juego de naipes que ella no había olvidado. La frágil hacker, la valiosa forajida sumergida en aquel mundo de pasmas, permanecía pegada a Clémentine, sujetando la copa con ambas manos. Danglard había velado por la excelencia de la calidad del champán y lo había encargado en exceso, como si hubiera querido que la velada fuese lo más intensa posible, llenándola de esas burbujas tan finas que corrían por allí como otras muchas partículas excepcionales. Para él, aquella ceremonia no era tanto la de su ascenso como la del final del tormento de Adamsberg.
El comisario hizo una discreta aparición en la puerta y, por unos segundos, Danglard se sintió contrariado al ver que ni siquiera se había puesto el uniforme. Rectificó de inmediato al ver al hombre avanzar, vacilando entre la multitud. Aquel tipo, de hermoso rostro moreno y rasgos huesudos, no era Jean-Baptiste sino Raphaël Adamsberg. El capitán comprendió cómo había podido funcionar el plan Retancourt a veinte pasos de los puercos de Gatineau. Se lo indicó con el dedo a Sanscartier.
– Él -dijo-. El hermano. El que está hablando con Violette Retancourt.
– Ahora entiendo que pudiera tomarles el pelo a los colegas -dijo Sanscartier sonriendo.
El comisario siguió de cerca a su hermano, con la gorra encasquetada en la tonsura. Clémentine le evaluó sin discreción.
– Ha ganado tres kilos, Josette mía -dijo con orgullo por la obra realizada-. Le sienta bien su uniforme azul, está guapo.
– Ahora que ya no hay filtros, no caminaremos más, juntos, por los subterráneos -dijo Josette lamentándolo.
– No te apenes. Los policías, por su profesión, no hacen más que recoger pejigueras. La cosa no ha terminado, puedes creerme.
Adamsberg estrechó los brazos de su hermano y lanzó una mirada a su alrededor. A fin de cuentas, aquel modo de reintegrarse en la Brigada, de pronto, frente a todos sus oficiales y brigadieres al completo, le convenía. En dos horas, todo habría acabado: reencuentros, preguntas, respuestas, emociones y agradecimientos. Mucho más simple que con un lento peregrinar de hombre a hombre, de despacho en despacho, entre charlas confidenciales. Soltó los brazos de Raphaël, hizo una señal de connivencia a Danglard y se reunió con la pareja oficial formada por Brézillon y Laliberté.
– Hey, man -le dijo Laliberté dándole una palmada en el hombro-. Metí la pata hasta la ingle. Meando fuera de tiesto. ¿Puedes aceptar mis excusas por haberte acosado como a un maldito killer?
– Todo te lo hacía creer -dijo Adamsberg sonriendo.
– Estaba hablando de muestras con tu boss. Vuestro laboratorio ha estado haciendo overtime para que todo estuviera listo esta tarde. Incluso los pelos, man. Los de tu diablo del carajo. No quise creerlo, pero tú andabas en la buena dirección. Un curro de escuadra y cartabón.
Desconcertado por la familiaridad de Laliberté, Brézillon, muy chapado a la antigua con su uniforme, estrechó rígidamente la mano a Adamsberg.
– Me satisface verle vivo, comisario.
– De todos modos nos la jugaste al largarte con aquellas pintas -interrumpió Laliberté sacudiendo vigorosamente a Adamsberg-. Para serte sincero, te aseguro que me subí por las paredes.
– Ya lo imagino, Aurèle. Tú no tienes puerta trasera.
– No te preocupes, no te lo reprocho. Right? Era el único modo de encontrar lo de tu rama. Tienes la cabeza bien puesta sobre los hombros para ser alguien que anda siempre en las nubes.
– Comisario -intervino Brézillon-. Favre ha sido trasladado a Saint-Étienne, bajo control. Sin consecuencias por lo que a usted se refiere. Insistí en lo de una simple intimidación. Aunque no sea lo que creo. El juez le había dado ya un repaso. ¿Me equivoco?
– No.
– Le pongo en guardia, pues, para el futuro.
Laliberté tomó a Brézillon del hombro.
– No te alarmes -le dijo-. No puede haber otro diablo como su demonio del carajo.
Molesto, Brézillon se libró de la manaza del superintendente y se excusó. El estrado le aguardaba.
– Aburrido como la muerte, tu boss -comentó Laliberté, haciendo una mueca-. Habla como un gran libro, rígido como si hubiera cagado una columna. ¿Siempre es así?
– No, a veces apaga su colilla con el pulgar.
Trabelmann se acercaba a él con paso decidido.
– Se acabó su recuerdo de infancia -dijo el comandante estrechándole la mano-. A veces los príncipes pueden escupir fuego.
– Los príncipes oscuros.
– Los príncipes oscuros, simplemente.
– Gracias por estar aquí, Trabelmann.
– Siento lo de la catedral de Estrasburgo. Sin duda estaba equivocado.
– No lamente nada, sobre todo. Me acompañó a lo largo de todo el viaje.
Adamsberg advirtió, examinando la catedral, que el zoo había abandonado el lugar, incluso el campanario, las altas ventanas, las ventanas bajas y el pórtico. Las bestias habían regresado a sus lugares habituales, Nessie a su lago, los dragones a los cuentos, los labradores a las fantasías, el pez a su lago rosa, el boss de las ocas marinas al Outaouais, y el tercio del comandante a su despacho. La catedral era de nuevo la pura joya del arte gótico que se elevaba libremente hacia las nubes, mucho más alta que él.
– Ciento cuarenta y dos metros -dijo Trabelmann tomando una copa de champán-. Nadie puede alcanzarlos. Ni usted ni yo.
Y Trabelmann soltó una carcajada.
– Salvo en los cuentos -añadió Adamsberg.
– Evidentemente, comisario, evidentemente.
Terminados los discursos y condecorado Danglard, la Sala del Concilio se llenó de efusiones, discusiones, voces y gritos realzados por el champán. Adamsberg fue a saludar a los veintiséis agentes de su brigada que, desde su huida, le habían estado esperando casi sin aliento durante veinte días, sin que ninguno se hubiera inclinado por la acusación. Escuchó la voz de Clémentine, que estaba rodeada por el brigadier Gardon, Josette, Retancourt, a quien Estalère pisaba los talones, y Danglard, que supervisaba el nivel de las copas para llenarlas en cuanto las consideraba en quiebra.
– Cuando decía que ese fantasma estaba bien agarrado, ¿no tenía yo razón? ¿De modo que es usted, niña mía -añadió Clémentine volviéndose hacia Retancourt-, la que se lo puso bajo las faldas, ante las narices de toda la pasma? ¿Y cuántos eran?
– Tres, en seis metros cuadrados.
– ¡Fue una suerte! Un hombre así puede levantarse como una pluma. Siempre he dicho que las ideas más sencillas son, a menudo, las mejores.
Adamsberg sonrió, Sanscartier se reunió con él.
– Criss, es un gusto ver todo esto -dijo Sanscartier-. Todo el mundo se ha vestido de veintiún botones, ¿no? Estás muy guapo con tu forty-five. ¿Qué son esas hojas de plata en tu charretera?
– No son de arce. Son de roble y de olivo.
– ¿Qué significan?
– La Sabiduría y la Paz.
– No me lo tomes en cuenta, pero yo no diría que eso te convenga. La inspiración sería mejor, y no lo digo para que te devanes las meninges. De todos modos, no hay hojas de árbol para representar eso.
Sanscartier entornó estudiosamente sus ojos de bueno en busca de un símbolo de la inspiración.
– Hierba -sugirió Adamsberg-. ¿Qué te parecería la hierba?
– ¿O los girasoles? Pero parecería bobo en los hombros de un puerco.
– Mi intuición es, a veces, pura mierda, como dirías tú. Mala hierba.
– ¿Es posible?
– Ya lo creo. Y a veces mete la pata hasta el fondo. Tengo un hijo de cinco meses, Sanscartier, y sólo lo comprendí hace tres días.
– Criss, ¿perdiste el tren?
– Por completo.
– ¿Fue ella la que te dio boleto?
– No, yo.
– ¿No estabas ya enamorado?
– Sí. No sé.
– Pero corrías detrás de las chicas.
– Sí.
– Entonces la engatusabas y la cosa dolía a tu rubia.
– Eso es.
– Y luego, en un momento dado, te cagaste en tu palabra y te diste el piro sin la menor cortesía.
– Nadie podría decirlo mejor.
– ¿Y por eso te agarraste aquella borrachera en La Esclusa?
– Entre otras cosas.
Sanscartier bebió de un trago su copa de champán.
– No te lo tomes como algo personal, pero si la cosa sigue saltando en tus tripas es que estás hecho un buen lío. ¿Vas siguiéndome?
– Muy bien.
– No soy adivino, pero yo diría que te agarraras con ambas manos a tu lógica y encendieras todas tus luces.
Adamsberg sacudió la cabeza.
– Ella me mantiene a distancia porque soy un peligro de la hostia.
– Bueno, si te apetece recuperar su confianza, siempre puedes probarlo.
– ¿Y cómo?
– Bueno, como en la obra. Arrancan los troncos muertos y plantan arces.
– ¿Cómo?
– Como acabo de decirte. Arrancan los troncos muertos y plantan arces.
Sanscartier dibujó con el dedo unos círculos en su sien, como para decir que la operación exigía reflexión.
– ¿Siéntate encima y dale vueltas? -le dijo Adamsberg sonriendo.
– Eso es, tío.
Raphaël y su hermano regresaron a pie a las dos de la madrugada, con el mismo paso, al mismo ritmo.
– Me voy al pueblo, Jean-Baptiste.
– Te sigo. Brézillon me ha concedido ocho días de vacaciones obligatorias. Al parecer estoy trastornado.
– ¿Crees que los chiquillos seguirán haciendo estallar sapos, allí, junto al lavadero?
– Sin duda, Raphaël.