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Era imposible dejar de reconocer a Little One, incluso de noche, cuando su enorme figura aparecía por Bienville, saliendo del hotel en dirección a la calle Royal, cerca de cuya esquina le estaba esperando Jack.
Little One tendió la mano, soltó la llave de la habitación en la de Jack y dijo:
– Ese jodido de Roy… Bueno, ahora estamos en paz. Díselo.
– Te lo agradecemos.
– Sí, será mejor que lo agradezcáis. Deja la llave en la parte de abajo de la cesta de la ropa, donde pueda encontrarla la chica de la limpieza. O sea, como si ese tío la hubiese tirado. Está siempre borracho, divirtiéndose. No se enterará.
– Tal vez tenga que volver a intentarlo.
– Venga, Jack. -Little One ladeó la cabeza, dolorido-. ¿Has visto en qué estado estoy?
– No me llevaré nada. Ese tipo ni siquiera se enterará de que he entrado. Entrar y salir me llevará sólo unos diez minutos.
– Ya, eres muy listo. Eso es lo que todos los tíos de Angola solían pensar de sí mismos, unos tipos calculadores, sí. Si la memoria no me falla, Jack, tú y yo nos conocimos allí, ¿no?
– Cometí una locura una vez -contestó Jack-. Tenía que haberlo evitado. Pero esto es distinto. Sólo otra vez, eso es todo.
– Ya, como dice Count, «otra vez, una vez más». Sólo que eso era en April in Paris y esto es abril en Nueva Orleans; tío, aquí todo se pone caliente y pegajoso.
– No he vuelto a las andadas, ni nada de eso.
– Sólo quieres revisar su habitación.
– Eso es todo. Echar un vistazo.
– El hombre de piel cubana y trajes de quinientos dólares. Barrer su habitación, y ver si tiene alguna chapa o alguna pista antes de reemprender el negocio.
– Nada de eso.
– Jack, cuando vuelvas a la granja, dale recuerdos de mi parte a Smoke y a Too Good, y al pequeño cabrón de Minne Mo, si todavía está. Déjame pensar quién más…
Jack pasó por el vacío vestíbulo y cruzó uno de los jardines que daban al bar, de colores pastel bajo la suave luz, elegante y sin un alma. El camarero oriental volvió a la vida y le sirvió un vodka.
Si esto hubiera sido en la época en que se dedicaba a aquel negocio, habría echado un vistazo, se habría vuelto y se habría ido a buscar un hotel del centro, lleno de ruido, de turistas y de gente con placas con su nombre divirtiéndose en el bar. Se habría transformado al percibir el brillo, al respirar el perfume de las mujeres en traje de noche, aquellas chicas que seguían su propio juego mientras Jack buscaba mujeres que llevaran diamantes respetables, maridos que llevaran talonarios en la chaqueta o carteras con montones de billetes. Se tomaba un par de días para seleccionar: entonces subía en el ascensor con alguna pareja interesante, se bajaba un piso antes del que ellos hubieran indicado y subía corriendo la escalera para ver en qué habitación entraban. Una hora después comprobaba si ponían la cadena en la puerta. Al día siguiente entraba en la habitación mientras ellos sacaban fotos en Jackson Square, revisaba los armarios, las maletas y los neceseres, miraba en los zapatos y tanteaba entre las ropas colgadas en el lavabo. Luego se encargaba de la cadena. Si la pareja la ponía, la cambiaba por una suya, que tenía tres o cuatro eslabones más. Aquella noche, la pareja pondría la cadena sin advertirlo. Él volvería después, abriría la puerta con la llave maestra y podría meter la mano y descorrer la cadena. Luego, al salir, la volvía a poner si había obtenido un botín fuera de lo normal y estaba contento. Si no, la cortaba. Hacer todo eso, salirse con la suya, ¡y no poder decírselo a nadie!
Si oía a algún vendedor que vacilaba a las chicas e intentaba impresionarlas con la cantidad de ordenadores que había vendido, se sentaba a la barra o intentaba algo como: «¿Tú y yo no hicimos de modelos en un anuncio el año pasado?» O les decía que estaba aprendiendo inglés y hablaba con fingido y estúpido acento francés.
Lo intentó con Helene la primera vez que la vio en el bar del Roosevelt, impresionado por su perfil y sus piernas desnudas, cruzadas, dentro de una falda verde corta. Le dijo que era de «Paguís» y Helene contestó:
– ¿No estará cerca de Morgan City, por casualidad?
Entonces le dijo que no había sido un mal intento, que resultaba original, pero que hasta dónde podía llevarlo. ¿O acaso su vida era tan aburrida que tenía que pretender ser quien no era?
Él le dijo, sin el acento francés, que tenía la nariz y los ojos castaños -enfatizó lo de los ojos- más bonitos que había visto en su vida, y que su vida, su profesión, estaba muy lejos de ser aburrida.
– ¿A qué te dedicas?
– A ver si lo adivinas.
– ¿Vives aquí?
– Sí.
– ¿Tienes mucho dinero?
– Bastante.
– Vendes drogas.
– No vendo nada.
– Compras.
– No.
– Robas.
– Exacto.
Ella dudó.
– ¿Qué robas?
– Adivínalo.
– ¿Coches?
– No.
– Joyas.
– Exacto.
– Ya, seguro -dijo ella-. ¿De verdad? ¡Venga, hombre! ¿Y qué haces con ellas?
– Se las vendo a un tipo por cerca de una cuarta parte de su valor.
– No sé si creerte -dijo ella con un tono de voz diferente, más suave, dubitativo.
Jack se dio media vuelta en el taburete, miró hacia la sala y se volvió a Helene:
– ¿Qué haces mañana?
– Trabajo. Con una abogada.
– Pasa por aquí a la hora de comer. Estoy en la 610.
– ¿Y si no tengo apetito?
– ¿Ves a esa mujer con el traje azul de malla?
– De gasa.
– El tipo que está con ella lleva esmoquin.
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿Ves el anillo que lleva?
Hacia la una y cuarto del día siguiente, en el silencio de la habitación, turbado sólo por los débiles ruidos de la calle, Helene movió su cabeza sobre la almohada y dijo:
– Me parece que me estoy enamorando de ti.
Buddy Jeannette le había dicho: «Ve siempre bien vestido y coge siempre el ascensor. Si te encuentras con alguien en la escalera te recordará, porque normalmente no se ve a nadie por las escaleras. Pero en un ascensor, tío, estás demasiado cerca de la gente para que se te pueda ver.»
Así que Jack subió en un ascensor vacío al quinto piso del hotel Saint Louis, con su traje de trabajo azul marino, salió y encontró la habitación 501 junto a la puerta del ascensor, invisible desde el jardín de la planta baja. Se acercó a la puerta y llamó tres veces, esperando, dándole tiempo al hombre por si estaba dentro. Entonces hizo uso de la llave y entró.
El recaudador de fondos había dejado todas las luces encendidas, incluso la del baño. Little One le había dicho a Roy que había llamado a las siete para ver si podía recoger la mesa de servicio y que no le habían contestado, pero que a las cinco y media, cuando les llevó champaña y licores, estaban él y otros dos latinos, y que entonces habían llegado dos blancas con pinta de putas.
El desorden resultante de la fiesta se notaba en la sala de estar de la suite, llena de botellas y vasos. Había una bandeja con unos cuantos canapés sobrantes, emparedados, huevos duros, un recipiente con hielo derretido y colas de gamba. Había colas de gamba en los ceniceros, servilletas en el suelo, manchas de humedad reciente en la moqueta roja… Varios sobres dirigidos al «Cor. Dagoberto Godoy / Hotel Saint Louis», con remite de Tegucigalpa, Honduras. Las cartas estaban escritas a máquina, en castellano. Al cruzar la sala para acercarse al teléfono, que estaba sobre la mesa, Jack se vio reflejado en el espejo que había encima del sofá. Recordó las cartas de su padre con el matasellos de Honduras. Había recortado los sellos y los había guardado. No había nada junto al teléfono, sólo unas cuantas colas de gamba.
Aquello era como en las visitas de preparación de la tarde, no tenía nada que ver con la viva sensación que provocaba entrar cuando sabías que había gente en la oscuridad, cuando oías su respiración y una cantidad inimaginable de variedades de ronquidos. Se lo había explicado a Helene:
– ¿Sabías que las mujeres roncan tanto como los hombres? Incluso he hecho un estudio. Las mujeres no resultan tan sonoras, pero son más originales. Algunas hacen «chit… chit», como un ligero estornudo. Otras al espirar, hacen «pisssssss».
– Eres fascinante -había dicho Helene, intensificando la mirada de sus ojos castaños, con el mentón apoyado sobre la mano en que estaba la piedra azul, el zafiro.
Jack le dijo que era la única persona del mundo, aparte de Buddy Jeannette, que sabía lo que él hacía. Eso le gustó a ella; alzó los hombros. Jack le dijo que había sabido que se lo iba a contar; que ya lo supo aquella misma noche en que empezaron a hablar. Ella contestó que desde el principio se había dado cuenta de que había algo distinto en él, algo misterioso.
– Tiene que dar mucho miedo hacer eso, ¿no? -preguntó Helene.
Jack le explicó que a veces, cuando todo estaba en silencio, se imaginaba que el hombre y la mujer estaban tumbados escuchándole y que eso era lo que daba miedo de verdad.
– Por eso lo haces, ¿eh? Porque da miedo.
Contestó que no pensaba demasiado en el porqué de lo que hacía. Pero sí pensaba, de vez en cuando, que a lo mejor si lo hubieran enviado al Vietnam no lo haría. Lo declararon inútil en las pruebas físicas: tenía mononucleosis. Luego no volvieron a llamarlo. Le explicó que a veces, cuando ya había salido de la habitación con su bolsa y tenía que esperar a que llegara el ascensor, le entraba más miedo que cuando estaba en la habitación. Lo mejor era cuando llegaba a su habitación y cerraba la puerta, o cuando salía del hotel, si no se alojaba allí. ¡Jesús, qué tranquilidad!
– Como si no hubieses robado a nadie -dijo Helene.
Y él contestó que, bueno, tenía que haber algo que ganar: no ibas a jugarte el cuello sólo por la emoción. Eso era lo bueno, hacerlo. Sí, porque él nunca pensaba en eso como, bueno, como un robo. ¿Tenía sentido, todo eso?
– Quiero ir contigo. ¡Sólo una vez, por favor! -imploró Helene.
Durante unas cuantas semanas no quiso ni oír hablar de eso. Después se pasó los siguientes treinta y cinco meses preguntándose cómo podía haber sido tan jodidamente loco. Cuando se lo explicó a Roy, éste le dijo:
– Jesús, te tienes merecido el estar aquí. Has caído simplemente por estúpido.
Entraron en la suite a las tres de la madrugada y ni siquiera había cruzado la sala cuando Helene tropezó con algo y gruñó. «¡Por Dios!», y una voz preguntó desde la cama «¿Quién hay ahí?», y se encendió una luz y huyeron bajando por las escaleras desde la decimoquinta planta, y los agentes de seguridad del hotel les esperaban en el vestíbulo. Jack abrió mucho los ojos y dijo «¿De qué va esto?», haciéndose el sorprendido. «Se están equivocando.» Puso cara de ofendido y dijo: «Nosotros nos alojamos aquí.» Y el tipo de la bata insistió: «Sí, estoy seguro de que son ellos». Jack le dijo a los de seguridad del hotel que ya oirían a su abogado. El único abogado a quien oyeron fue el de Helene, el tipo para quien trabajaba, un abogado especialista en divorcios que no sabía ni una mierda sobre cómo negociar con la justicia en cuestiones de derecho criminal. Pero eso es lo que hizo, meter la nariz, y les ofreció un trato cuando no tenía que haberlo hecho, la inmunidad para Helene si ella declaraba contra Jack Delaney, y los polis del fiscal del distrito pudieron engancharlo. Consiguieron una orden judicial de registro y encontraron sus llaves maestras y un maletín con las iniciales RDB que había robado unos meses antes y que había olvidado que estaba en su lavabo. Querían endosarle los treinta robos cometidos en los dos últimos años, así que Jack y su abogado de Broad Street propusieron su propio trato.
De acuerdo, confesaría los treinta y podrían cerrar esos casos a cambio de una acusación de allanamiento, unos cinco años y la posibilidad de salir a los tres si se portaba bien. Helene dijo: «Jack, lo siento muchísimo».
Había toallas mojadas en el suelo del cuarto de baño, y un par de calzoncillos, ambos de color rojo vivo; cinco billetes de cien dólares enrollados y un carrete de treinta y cinco milímetros lleno de cocaína en el neceser del coronel. Su cama estaba deshecha, parecía devastada, con las sábanas y la almohada tiradas por el suelo. Había al menos una docena de calzoncillos, todos del mismo rojo vivo, en el armario. Escondida entre las camisas, una Beretta automática.
Lo más interesante estaba en la mesa de la habitación, junto al teléfono. Resguardos de depósitos bancarios, un montón de ellos en diferentes tonos pastel… Un momento. Algunos eran resguardos de reintegros. Aparecía la misma cantidad ingresada, reintegrada y vuelta a ingresar en fechas distintas… y Jack advirtió que se trataba de operaciones en cuatro o cinco sucursales distintas de Whitney e Hibernia. Aquel tipo no lo estaba metiendo todo en la misma cuenta. Jack copió los datos, con sus signos más y menos en un papel del hotel. En otro papel del hotel había un nombre y un teléfono: «Alvin Cromwell (601) 682-2423.» Jack lo anotó también, extrañado por el prefijo de Misisipí. En una carpeta había una docena o más hojas grapadas, con nombres de personas y empresas, la mayoría de ellas de Nueva Orleans, Lafayette y Morgan City. R. W. Nichols, Nichols Enterprises, era uno de los nombres señalados con una marca… Y había una hoja en la carpeta que Jack empezó a leer al ver impreso en la cabecera «La Casa Blanca, Washington, D.C.».
Era una carta para el coronel, de… ¡Jesús!, de Ronald Reagan. Decía:
Querido coronel Godoy:
Para apoyarle en su misión de llevar un mensaje de libertad a todos mis buenos amigos de Louisiana, he escrito personalmente a cada uno de ellos para garantizar sus credenciales como auténtico representante del pueblo nicaragüense, y para ayudarle a confirmar su determinación de obtener una gran victoria en favor de la democracia. Porque sé que es usted de la madera de que están hechos los héroes, tengo la seguridad de que su modestia no le permitiría describir personalmente la extrema importancia de su liderazgo en esta lucha a muerte contra los marxistas que tienen ahora estrangulado a su amado país.
He solicitado a mis amigos del Estado del pelícano que le concedan su generosa ayuda, ayuda que usted convertirá en una victoria sobre el comunismo. Les he pedido que le ayudaran a cargar con la lucha por medio de su ayuda y que en su corazón se den cuenta de que «no es pesado, es mi hermano».
Y allí, debajo de «Sinceramente», la firma del presidente.
Sorprendente. Escribía como hablaba. O hablaba como alguno de sus asesores, que creía en eso o que podía hacerlo con una sola mano o con la mitad de la boca, escribir o hablar. Todos decían lo mismo, los presidentes: todos parecían presidentes de algo. Pero allí estaba su autógrafo. Jack se humedeció un dedo con la lengua, tocó «Ronald Reagan» y vio que la tinta se corría, aunque no mucho.
Empezó a leer la carta otra vez, inclinado sobre la mesa, llegó hasta «una gran victoria en favor de la democracia», y oyó que se encendía la televisión en la sala de estar.
Voces. Un hombre y una mujer que hablaban casi al mismo tiempo, soltando frases rápidamente, sin pausas, con voces irritantes. ¿De qué iba la cosa? Un tío y una tía, detectives…
Visualizó mentalmente la habitación. Desde la puerta del dormitorio a la de entrada, que estaba a su izquierda, cerrada, había unos tres metros. El televisor estaba a la derecha, en el rincón, detrás de la mesa. Escuchó. No se oía ninguna otra voz, aparte de las de la televisión. A lo mejor era la chica de la limpieza. Debía de encender la televisión mientras limpiaba. «Seguro -pensó Jack-, ha de ser ella.» Rodeó la cama para acercarse a la puerta y mirar hacia la sala de estar.
No era la chica de la limpieza.
Tampoco un nicaragüense. Era un individuo que estaba de perfil, con cabello negro peinado hacia atrás y apariencia enfermiza, vestido con un traje viejo de lana gris que a Jack le hizo pensar en el de los mendigos de la sopa de Lucy y que le dijo que aquel tipo no pertenecía al hotel. Estaba a un par de metros del televisor, mirando cómo la detective y su compañero se gruñían el uno al otro en broma, haciéndose los chiflados. El tipo de la chaqueta de espiga soltó una risa entrecortada y se frotó un ojo.
En aquel momento, Jack habría apostado diez pavos a que aquel fulano había estado alguna vez a la sombra; veinte pavos a que no era de los nicaragüenses. Aunque parecía saber muy bien lo que hacía.
Entonces Jack saltó hacia el armario y sacó la pistola del coronel, una Beretta del mismo modelo que las que habían confiscado la noche anterior. No comprobó si estaba cargada: no pensaba disparar. No le importaría pegarle un tiro al televisor, o a los agobiantes ruidos, pero no al tipo. Por algún motivo, le daba pena. Jack volvió a la puerta del dormitorio y se quedó aguardando, con la Beretta a un lado. Aquel hombre parecía rondar los cuarenta años, vestido con aquel traje ajado cuyos pantalones llegaban al suelo, cubriendo casi sus destrozados zapatos. Cuando empezó un anuncio se dio la vuelta.
Se quedó parado y dijo:
– ¡Oh, vaya! Me he equivocado de habitación, ¿verdad?
Buddy Jeannette había dicho que estaba seguro de que se había equivocado de habitación. La frase del tipo era parecida, y en cualquier caso requería mucho equilibrio. «Oh, me he equivocado de habitación», decía el tipo al tiempo que salía con su ropa ajada. Jack le vio dudar, con la mano en el pomo de la puerta, y mirar hacia atrás por encima del hombro, con el ceño fruncido y una pregunta en el gesto.
– ¿O no? -preguntó-. Puede que nos hayamos equivocado los dos.
Su acento era de alguna isla británica. ¿Qué era, irlandés?
– Apártate de la puerta y date la vuelta -dijo Jack.
El hombre abrió los brazos y mostró la barriga, escondida tras una corbata horrible.
– Como quieras, pero, créeme, no ando por tu ciudad con armas.
Era irlandés. Jack dijo:
– Quítate la chaqueta.
– Encantado de obedecerte.
Se quitó la chaqueta, y bajo ella aparecieron una camisa blanca arrugada y sucia y una corbata de dibujos en rojo y gris. Tiró la chaqueta al suelo al tiempo que daba una vuelta completa para encararse de nuevo con Jack.
– Ya está. Dime que no eres un poli, por favor, es todo lo que pido.
– ¿Acaso tengo pinta de poli?
Vio que el rostro del hombre se relajaba y empezaba a sonreír.
– No, la verdad es que no la tienes. Das la sensación de ser un actor, hay una tonalidad suave en tu voz. Eso me hace pensar que eres un hombre razonable, no un chiflado animal, y lo digo por experiencia. La última vez que hablé con un tipo de la pasma fue en Belfast, un salvaje de la RUC. Me preguntó cómo me llamaba y le contesté en irlandés. El cabrón contestó: «Habla en el inglés de la reina», y me pegó con un palo. Te enseñaré las marcas.
– ¿Cómo te llamas?
Sonrió.
– Tú lo preguntas de otra forma. Primero me pegó, luego me detuvo por alteración del orden. Me llamo Jerry Boylan. ¿Me vas a decir cómo te llamas tú?
Jack estaba a punto de decírselo. Desde el momento en que había abierto la boca, Jack sintió que tenían algo en común, que aquel hombre le resultaba familiar. No como alguien conocido, sino como si fuese un redivivo personaje de una fotografía: imágenes de una merienda familiar en Bayou Barataria en los años veinte, antes de que él naciera; las mujeres cubiertas con sombreros de paja, y aquellos vestidos que parecían de papel; pero lo que en aquel momento recordaba eran los hombres, aquellos hombres con el cabello peinado como Jerry Boylan, hombres que posaban en camisa blanca sin cuello, con rostro de bobalicón irlandés sonriendo a la cámara en un día soleado; el padre de su padre, o algún tío, se llevaba musgo a la cara para simular una barba. Aquel hombre, Jerry Boylan, podría ser cualquiera de ellos, redivivo en el hotel Saint Louis.
– Jack Delaney.
Vio que esgrimía aquella sonrisa que le resultaba familiar porque aparecía en las fotos -apenas una hendidura la boca, los ojos brillantes por un instante-, y luego la deshacía para preguntar:
– ¿En serio que eres un Delaney? ¿De dónde?
– Creo que de Kilkenny, el abuelo de mi padre…
– Claro -dijo Boylan-. De Castlecomer, en North Kilkenny. Hubo un Ben Delaney que tocaba la trompeta en la Castlecomer Brass Band… Ah, espera, también podía ser en Ballylinan. Seguro, Michael Delaney era de allí. Dios mío, fue segundo comandante de la brigada de North Kilkenny, del IRA, entre 1918 y 1921, antes de la tregua, cuando jodían a la corona. Hacían bombas con cacerolas de acero llenas de gelignita. Antes de que salieran las bombas de plástico -se le inflamaba la voz al explicarlo- y esos lanzacohetes que se pueden esconder debajo del abrigo…
– ¿Cómo sabes todo eso?
– Soy de allí. De Swan, un lugar de paso, junto a la carretera, no sé si habrás oído hablar de él.
– Me refiero a lo que pasaba hace tantos años. ¿Cómo sabes eso de un Delaney, y toda esa historia del IRA?
– ¿Que cómo lo sé? Porque es mi jodida vida. Pregúntame dónde he estado este último mes, ya que no estaba volando patrullas británicas ni dándoles palos a los malditos polizontes. -Boylan frunció el ceño-. ¿Sabes de qué estoy hablando? La pasma de Belfast, Jack, la Royal Ulster Constabulary. Su idea de un gran golpe es acorralar a cualquiera como yo en solitario. Pero tú hablas de «historias del IRA» y de «hace mucho tiempo», como si no supieras de qué va. Todavía existe, Jack, más que nunca. Dios mío, ¿es que no lees los periódicos?
El hombre modulaba su voz como un sistema de alta fidelidad, por arriba y por abajo, los agudos y los graves. En aquel momento estaba callado, tranquilo, pasando la vista por la mesilla de café, las botellas, los vasos y la bandeja de restos de canapés. Jack le vio cruzar la habitación para inclinarse sobre la bandeja y estudiar los emparedados antes de escoger uno.
Míralo.
Despreocupado, se dio la vuelta para mirar la televisión y se metió un emparedado en la boca, se chupó dos dedos y se los secó en la camisa, mientras las voces chirriaban.
Aquel individuo creía que ya eran colegas, como si hubieran marchado juntos un mes antes en el día de San Patricio. Cierto era que Jack sentía que tenía lazos comunes con él, que le había recordado a los Delaneys que le precedieron, pero aquel fulano asumía demasiadas cosas. Jack se acercó al televisor, en el cual aún competían aquellas voces agobiantes, y las acalló.
Boylan, inclinado sobre la bandeja, alzó la vista.
– ¿Qué haces ahí?
– Siéntate en el sofá.
Boylan se metió medio huevo duro en la boca.
– Si lo hago, seguro que me quedo dormido. Son las nueve y media, y el tío de esta habitación debe de estar a punto de llegar.
Jack se acercó hasta él levantando la Beretta y se la puso en la cara. Boylan movió la cabeza, todavía inclinado, abrió los ojos, y Jack pudo ver el huevo duro dentro de su boca cuando dejó de masticar y se quedó mirándole.
– Claro, Jack, encantado.
Bajó el arma hasta sentirla apoyada contra su pierna.
– Has estado a la sombra, ¿verdad?
El hombre dio la vuelta a la mesilla de café para dejarse caer con cuidado sobre el sofá, cubierto por un zaraza. Suspiró.
– En Long Kesh. Allí llenábamos las paredes de mierda y los colegas de la galería H despertaron al mundo con su huelga de hambre. «El laberinto maldito», lo llamaban algunos.
– ¿Por qué te encerraron?
– Por hablar en la iglesia -dijo Boylan-. A un hijo de puta que me estaba soltando un pregón. Llegaron por la noche, como siempre, le partieron los dientes a mi mujer al abrir de golpe la maldita puerta, encontraron un revólver entre la colada y ése fue mi pecado. Me echaron cinco avemarías y cinco años en Kesh. -Boylan se inclinó hacia delante y escogió sin prisas un canapé-. ¿Cómo es que sabes algo de esto, Jack? ¿Cuál fue tu pecado? No me digas que sólo eres un ladrón. Has venido aquí con tu mejor ropa y oliendo a espliego… ¿Qué robarías, sus camisas? Joder, pues tiene unas cuantas.
– Tú ya habías estado aquí.
– Alguna vez. -Boylan se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas-. Si vamos a hablar, podríamos hacerlo abajo. Viendo bailar a las chicas desnudas y tomando una cerveza. ¿No te gustaría?
– Estás lejos de casa, ¿eh?
– Veo que prefieres poner mis nervios a prueba. Mantenerme sobre ascuas hasta que te diga lo que pretendo. A ver quién de los dos aguanta más. ¡Oh, Jack, me encantaría saber a qué juegas tú antes de decirlo! -Le dirigió una mirada y asintió-. Me gustaría poder creer que políticamente estamos muy cerca. -Y sus ojos volvieron a abrirse con un brillo esperanzado-. ¿Me habías visto antes? ¿Me habías oído hablar en los desayunos de la Holy Name Communion?
– ¿Quieres dejarte de mierdas y decirme qué haces aquí?
Boylan soltó un suspiro.
– De acuerdo, me arriesgaré y te lo diré claramente. El nicaragüense ha venido en busca de armas, ¿lo sabías?
Jack asintió.
– Bueno, pues yo también he venido en busca de armas.
– Sólo que él las va a comprar.
Jack había dejado caer la frase y vio nacer una sonrisa en el rostro del irlandés.
– Ah, pero nuestras mentes corren juntas, ¿verdad, Jack?