171537.fb2 Bandidos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

Bandidos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

14

Estaban en el comedor de arriba, sentados cerca de la cristalera que daba al jardín de palmeras, al verde follaje iluminado por focos de luz. Dick Nichols dijo, dirigiéndose a sus invitados, el coronel y su silencioso amigo de Miami:

– Es como estar todo el año en Navidad, ¿eh?

– Feliz Navidad -dijo en castellano Dagoberto Godoy, con un tono seco, aparentemente no demasiado feliz-. Quisiera pasar las próximas Navidades en Managua, pero creo que no podrá ser.

Dick Nichols miró a Crispín Reyna, sentado frente a él, enmarcado por la cristalera, y le dijo, tratando de lograr que hablara:

– ¿Cómo es eso? ¿No les va bien a tus chicos?

El tipo de Miami se encogió de hombros, pero no abandonó su expresión fría ni dijo nada, lo cual podía significar que no lo sabía o que no le importaba una mierda. Así que Dick Nichols se volvió hacia el coronel:

– ¿Qué problema tenéis, Dagaberta? Creía que teníais la guerra casi ganada.

– Habrás leído en los periódicos que tenemos diecisiete mil luchadores por la libertad -dijo Dagoberto-. Pero debemos de tener unos catorce mil. Los comunistas tienen setenta mil, más de los que están en la reserva, y todos los «chicos plásticos» de Managua, chicos que no trabajan, que no tienen nada que hacer y que pueden meterlos en el ejército cuando quieran. Y tienen helicópteros de combate, Mi-24 soviéticos. Necesitamos misiles tierra-aire, los SA-7, muchos. Pero sobre todo necesitamos algunos de esos monstruos voladores, los helicópteros.

– Eso ya son palabras mayores. -Alzó la vista y casi entabló contacto visual con una bella mujer de una mesa vecina, pero el camarero, al acercarse, se interpuso-. Eh, Robert, creo que tomaremos otros tres de lo mismo. Mira, sírvenoslos dobles y así te ahorras un viaje, ¿vale? ¿Qué te parece?

– ¿Chivas, señor Nichols?

– Claro, Robert. Oye, haz una cosa, ven por aquí cada doce minutos y medio a ver cómo vamos. -Inexpresivo, esperó a que Robert le mostrara su sonrisa de camarero arrogante-. ¿Te parece bien?

– Sí, señor Nichols, será un placer -contestó el camarero con una sonrisa apenas insinuada y sin mirar a los nicaragüenses.

Dick Nichols bebía whisky escocés con ellos porque le parecía que se lo agradecían. Solía beber whisky escocés o bourbon con los hombres de negocios, cerveza con los guías de pesca de Cajun, y whisky con cerveza cuando se sentaba con los perforadores de Morgan City. Era la mejor forma de enterarse de las cosas. Beber y sonreír, tirarles de la lengua y escuchar. Les dijo a Dagoberto y a su compañero de Miami, a quien se moría de ganas de llamar «Crispy», que conseguir el dinero para comprar un helicóptero ya era mucho, pero que luego tenías que mantenerlo, al muy hijo de puta.

– Una revisión del motor te cuesta ya ciento veinticinco mil dólares, o más. Diablos, si te meten una bala en el sistema de control de combustible, que es como el carburador, te vas a los cuarenta y cinco de los grandes para cambiarlo, y eso en un modelo de cuatro plazas.

Le dijo a Dagoberto que era hablar de muchos pavos si quería mantener una flotilla de helicópteros. ¿Iba a conseguir dinero suficiente para financiar una auténtica guerra o no?

– ¿Quieres que te diga lo que cuesta financiar una guerra? -contestó Dagoberto-. Pagar veintitrés dólares al mes a cada luchador por la libertad antes de poder comprar una sola bala… Un amigo tuyo bien situado, de riqueza inconmensurable, me da un cheque de cinco mil. Lo miro… ¿Sabes para qué servirá? Para comprar arroz para unas cuantas semanas y tal vez veinte mil cartuchos de munición AK-47. ¿Quieres que te diga lo que es comprar armas a los israelíes? ¿Contratar un embarque hacia Honduras y tener que pagar a todos los intermediarios?

– No, si eso te va a deprimir, Dagaberta -dijo Dick Nichols. La mujer de la mesa vecina tenía una cara muy bella pero se concentraba en su comida y no parecía que pudiera sacársele mucho jugo; era del tipo de mujer que antes iría a una reunión de un club que se escaparía con un desconocido.

»Eh, ¿no podéis más? -dijo Nichols. Y contempló cómo se ocupaban de sus bebidas. Un par de machos bananeros-. Una vez tuve un geólogo que examinó un terreno y me dijo: “Señor Nichols, si es capaz de sacar petróleo de ese terreno, me lo beberé.” El miope hijo de puta no lo había examinado lo suficientemente a fondo -dirigió su mirada al coronel, que jugueteaba ociosamente con la cubertería de plata-. Pero nunca he forzado a nadie a beber algo que no quisiera.

Miró hacia el camarero y dijo:

– Robert, llegas a tiempo. -Esperó a que les sirviera y se fuese. Luego se volvió hacia el coronel-. Dagaberta, mi niña dice que te gusta matar a la gente. ¿Es eso cierto?

El coronel dejó de toquetear los cubiertos e intentó dirigirle una mirada tranquila y reposada a Dick Nichols.

– Tu hija veía la guerra desde el punto de vista de un civil. Naturalmente, no lo entendía. En una guerra, el propósito es matar enemigos.

– Dice que matabas mujeres y niños.

– ¿Acaso no lo hacíais vosotros cuando bombardeabais ciudades en vuestras guerras? Son cosas que pasan.

– No sabía que tu gente dispusiera de aviación.

– Quiero decir que es lo mismo. En la guerrilla se trata de disparar y correr, disparar y correr. Como no tenemos prisiones, no hacemos prisioneros. Pero no puedes dejarlos libres, ¿no? Si no, al día siguiente intentarán matarte ellos a ti.

– Hay muertes y hay crímenes a sangre fría, que no es lo mismo.

– Y hay asesinatos, separados de una y otra cosa por una fina línea en la guerra -dijo Dagoberto-. Mira, tu propio gobierno, la CIA, nos instruye en el uso selectivo de la violencia para neutralizar a nuestros enemigos. ¿Qué significa neutralizar? Tu propio presidente, Reagan, nos dice lo que significa: «Bueno, sólo tenéis que decirle al tipo que está sentado en el despacho que ya ha dejado de estarlo.» Qué bonito, ¿no? Él cree que es así de fácil. Me gustaría que tu presidente hubiera estado con nosotros en Ocotal. Vi a uno de los nuestros tan asustado que no podía moverse y se estaba cagando de miedo, pegado a la pared. Le dije: «Venga, hombre, vamos.» Pero no se movía, y había otros detrás, mirándonos. Cogí su revólver y vi que el cargador estaba lleno. «Hombre -le grité-, no has disparado ni un solo tiro.» Por el amor de Dios, ¿qué ejemplo estaba dando aquel hombre? Lo neutralicé con su propio revólver y neutralicé a varios enemigos hasta que arrancamos la bandera sandinista y la quemamos. Lo que quiero decir, es que lo único neutral es el revólver. No le importa a quién mata.

– ¿Cuántos años tenía el hombre al que disparaste?

– Los suficientes para morir por la libertad.

– ¿Qué libertad? Mi hija dice que en Nicaragua nos hemos equivocado de bando y que llevamos setenta y cinco años equivocándonos.

– El 21 de junio de 1979 -dijo Dagoberto-, un hombre de la Guardia Nacional mató en Managua a un periodista de la ABC y todo el jodido mundo lo vio filmado. Eso no tenía que haber pasado, pero pasó y por esa razón no les gustamos a algunos. El 9 de julio los sandinistas tomaron León, y el 16 de julio, el mismo día en que asaltaron la guarnición de Jinotepe, Estelí. Me encontré con un M-16 ante la cara, negándome a cerrar los ojos, mientras Somoza volaba a Miami con su familia y sus jefes y los ataúdes de su padre y su hermano. Nos abandonó a la muerte.

Dick Nichols vio que el nicaragüense miraba a su amigo de Miami.

– Del mismo modo que abandonó a la familia de Crispín a la muerte, en su cafetal, al llevarse a la Guardia Nacional. Anastasio Somoza Debayle, Jefe Supremo y Comandante de la Guardia Nacional, Inspirado e Ilustre Caudillo, Salvador de la República. ¿Quieres más títulos? ¿Qué opinas tú de ese hijo de puta que nos abandonó a la muerte?

Dick Nichols le miró.

Caramba, un poco de Chivas bastaba para inflamarlo. Dick Nichols le vio alzar el vaso, inclinar la cabeza hacia atrás para echar un trago de macho, y golpear un par de vasos de vino vacíos al volver a posar su bebida en la mesa. Su compañero permanecía impasible. Pero en aquel momento la mortecina expresión de Crispín correspondía a la de un hombre enriquecido por los cafetales y bien acostumbrado. Dick Nichols hubiera apostado algo a que había volado de Nicaragua con una razonable cantidad de dinero que ya estaría invertida en alguna aventura en Miami. ¿No era interesante?

Y fue todavía más interesante cuando Dagoberto dijo:

– Volví a Nicaragua para hacer la guerra. Pero te diré algo que podrás entender, Dick. Tú afirmas que en América los negocios son los negocios…

– ¿Yo he dicho eso?

– Si no lo dices, lo sabes. Bueno, pues conmigo pasa lo mismo. Lo que hago, no lo hago en nombre del nacionalismo ni del somocismo, por lealtad a un hombre muerto. Lo que hago es cuestión de economía. Quiero lo mismo que tú. Y lo que es bueno para ti, Dick, lo es para mí.

Wally Scales siguió a Dagoberto al lavabo, vio cómo el coronel casi perdía el equilibrio y tenía que apoyar una mano en la pared para sostenerse. Muy cerca de él, por detrás, Wally Scales dijo:

– ¿Notas que alguien te sopla en el cuello?… ¡Eh! Cuidado dónde apuntas.

– ¿Qué haces aquí?

– Traigo una información muy importante. -Wally Scales se fue al siguiente urinario, porque no le gustaba la etílica mirada del coronel-. ¿Te encuentras bien?

– Después de esto, me siento un poco mejor. ¡Uf, hombre!

Un escalofrío agitó los hombros del coronel.

– ¿Has sabido algo de tu chica?

– Al diablo con ella. No voy a preocuparme por la lepra.

– Yo no me preocuparía. Me preocuparía más agarrar enfermedades venéreas, si me dedicara a entretener a las putas francesas del Quarter como tú. O me preocuparía si un tipo me soplara Bushmill en el cuello. Eso es lo que beben en Irlanda. Les encanta: vino y cerveza Guinness, esa que es negra. Si hueles cualquiera de las dos bebidas en tu habitación, sabrás que ha vuelto a ir. Bueno, nosotros también hemos entrado en la suya; se aloja en tu hotel. Hemos encontrado sus útiles de ladrón, pero no tiene armas, a no ser que las lleve encima. Aunque lo dudo, en su situación legal… No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Sacúdela, pero no la rompas. Eh, te estás meando en los zapatos… Eso es. Ahora, lávate las manos.

El pequeño nicaragüense con ojos vidriosos y bigote de gigoló se subió la cremallera y se impulsó en la pared para acercarse al lavabo.

– No lo sabes, pero llevas un agente del IRA pegado al culo, un terrorista que vive en tu mismo hotel. Le hemos detectado a través de la oficina de Inmigración de Nueva Orleans, desde Shanon pasando por Managua, una de las rutas del IRA. Se detuvo a visitar a sus camaradas, ahora los micks se acuestan con los marxistas latinos. ¿Por qué? Jerry Boylan tragaría incluso a Gaddafi a cambio de un lanzacohetes. Cinco años en Long Kesh, el penal del Ulster, luego voló a los trópicos como mercenario y ahora aparece en Nueva Orleans. Pregúntale, y te dirá que te dirijas a las Holy Name Societies y dones unas cuantas libras para el Sinn Fein y la unificación de la maldita Irlanda. Pero te sigue por todas partes y entra en tu habitación cuando sales a cenar. En fin, ¿qué supones que quiere, además de los dólares de la libertad que tú estás reuniendo?

Dagoberto se echó agua a la cara y se la frotó con fuerza con una toalla, pero eso no mejoró mucho su apariencia.

– ¿Ese tipo es irlandés?

– Irlandés negro… y está cargado de mierda. Se le puede oír en todo el salón contándoles historias a los camareros. Es su tapadera. Nadie tan bocazas podría ser un agente.

– ¿Qué le harás?

– Qué le haré yo, no. Las tres próximas semanas las voy a pasar en Hilton Head, lejos de esta maldita humedad, sin hacer otra cosa que sentirme orgulloso de mí mismo, del papel vital que estoy desempeñando en el destino manifiesto de mi país. ¿Te gusta cómo suena? En cualquier situación puedo brindar una respuesta flexible, hasta cierto punto. Pero una cosa como ésta, pienso que entra dentro de tu labor de oposición a un gobierno opresivo y a sus agentes. Si te joden, yo no tengo nada que perder, salvo un poco de autoestima; podré superarlo, es una pérdida transitoria. Tú, en cambio, te arriesgas a echar a perder tu misión y perderlo todo.

Dagoberto escuchó con atención hasta que tiró la toalla a la papelera y el fuego le subió a los ojos, inyectándoselos en sangre.

– ¡Maldita sea! Si tienes algo que decirme, dímelo.

– Se llama Gerald Boylan y está en la 305.

– ¿Quieres que lo neutralice?

Wally Scales posó su mano en el hombro de Dagoberto.

– ¿Has oído que yo dijera eso? No, sería inaceptable que yo dijera una cosa así. Tienes que habérselo oído a otro.

Clovis, el chófer de Dick Nichols, se apartó del cochazo blanco y se acercó a donde estaba un tipejo con traje oscuro, al otro lado de la calle, junto al cementerio. El tipejo se había quedado inmóvil junto al Chrysler negro, y luego se había situado en la puerta del cementerio, también inmóvil, en la misma calle del restaurante, más arriba. Al tipejo se le daba bien eso de quedarse quieto. Clovis le abordó:

– ¿Qué tal?

El tipejo le saludó con la cabeza; una especie de afirmación. Visto de cerca parecía un hermano de piel más clara con un poco de chino, o algo así. Un tipejo de apariencia extraña: chino, con el pelo lanudo.

– ¿Cansa, eh?

El tipejo no dijo si le parecía cansado o no estar allí, como si fuera una estatua del cementerio. Clovis se volvió hacia el restaurante, una vieja mansión con una marquesina rayada en la parte frontal y luces de neón en el tejado.

– Parece un barco, ¿no? Sí, a mí me lo parece, desde luego. -Clovis se volvió hacia el tipejo y siguió hablando-: Me llamo Clovis. Creo que el hombre para quien trabajas, uno de esos dos tipos, o los dos que han salido del Chrysler, están con el hombre para el que trabajo yo. -Clovis esperó un momento, mirando al tipejo, que seguía quieto como la muerte en la entrada metálica del lugar adonde van a parar los muertos-. ¿Hablas inglés? Si no, tranquilo. Pero si hablas inglés me gustaría saber si te han metido algo en el culo que te impide abrir la jodida boca. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Franklin de Dios sonrió.

– Bueno, mierda -dijo Clovis-. El hombre por fin ha renacido.

Franklin de Dios asintió y dijo:

– Aprendí inglés desde la cuna, pero no lo he usado mucho, ni lo he oído, hasta el año pasado. La gente para la que trabajo no lo usa.

– Eres de Nicaragua.

– Sí, soy de allí. Aprendí castellano, pero antes aprendí inglés, en casa y en el colegio.

– Un momento. ¿Quieres decir que eres de allí abajo, pero que no aprendiste castellano de pequeño?

– No, nos obligaron a aprenderlo. Soy misquito. ¿Entiendes? Indio. Los sandinistas nos obligan a aprenderlo, pero yo aprendí antes el inglés.

– ¿No es coña, eres indio?

– No es coña.

– Di algo en indio.

– N’ksaa.

– ¿Qué significa?

– ¿Qué tal?

– Ya. -Clovis sonrió-. No es coña, eres indio de verdad.

– No es coña.

– Tío, ¿y por qué no me hablabas cuando te he dicho hola y te he soltado el rollo antes?

– No sé quién eres.

– Ya te lo he explicado. ¿Eres tímido o qué? Tío, cuando te he visto de cerca he pensado que eras un hermano. ¿Sabes lo que quiero decir? He pensado que eras negro.

– Sí, una parte de mí. El resto, misquito.

– Y el hombre para el que trabajas, ¿también es indio?

– No, era cubano, pero ahora es nicaragüense. El otro también es de Nicaragua, el coronel. Todos luchamos contra los sandinistas, pero no juntos. No sé por qué no le gustan a él. A mí no me gustan porque fueron a mi casa, en Musawas, y mataron a algunas personas, mataron a los animales, las vacas, con ametralladoras, y nos hicieron marchar. Incendiaron todos los poblados misquitos y nos hicieron ir a los asentamientos… Así es como llaman a los campos de concentración, ¿sabes?

– Tío, eso está mal.

– Así que algunos nos fuimos a Honduras, a un sitio… ¿Conoces Rus Rus?

– No, creo que no.

– Pues allí se está mal. Así que me metí en la guerra. ¿Conoces a la CIA?

– Sí, claro, la CIA.

– Nos dieron armas, nos enseñaron a luchar contra los sandinistas. Buenas armas, disparan bien. Pero la guerra no me gustaba, así que me fui a Miami, a Florida.

– Ya, joder, si no te gustaba la guerra… ¿Cómo fuiste?

– Cogiendo el avión. Les dices que volverás, y no vuelves.

– Ajá -dijo Clovis, pensando: «Inteligente; ¿cómo sabrá tanto un indio de Nicaragua?»

– Pero cuando llegué a Miami no me gustó demasiado. Allí también tienen una guerra, pero de otro tipo. Una vez me arrestaron y querían deportarme.

Pasó un coche por la calle en dirección al restaurante y Clovis pudo ver la cara del indio iluminada por los faros. Luego volvió a hacerse la oscuridad junto al cementerio, pero había podido ver lo suficiente como para darse cuenta de que el hombre hablaba porque le apetecía, no para demostrar que estaba tranquilo.

– Así que intentaron deportarte.

– Sí, pero el tipo para el que trabajo habló con alguien… no sé. Dijeron que no pasaba nada, y entonces vinimos aquí… Esta ciudad me gusta. Es un poco como la ciudad de Honduras, la que tiene aeropuerto. No como Miami. Podría vivir aquí. Pero se necesita dinero para comer.

– Se necesita en cualquier sitio -dijo Clovis-. Me estaba preguntando si mataste a alguien en la guerra.

– A unos cuantos.

– ¿Sí? ¿Lo suficientemente de cerca como para verlos?

– A algunos sí.

– ¿Con un revólver?

– Sí, claro, con un revólver.

– Yo nunca he pasado por esa experiencia. -Clovis miró hacia el restaurante-. Entonces, ¿sólo eres su chófer?

Franklin de Dios dudó.

– ¿O tienes que hacer cosas en la casa? Ya sabes a qué me refiero, limpiar el garaje, acompañar a los niños, cosas así.

– No tiene garaje, ni niños. Tiene mujeres.

– Ya sé qué quieres decir. Pero lo tuyo es conducir y esperar, ¿eh? Esperar y volver a conducir.

– Conduzco, pero no espero tanto. Voy con él… O a veces voy solo.

Hubo un momento de silencio. Clovis tenía una pregunta lista. ¿Iba solo adónde? ¿Qué quería decir?

Pero entonces el indio preguntó:

– ¿Te gusta el hombre para el que trabajas?

– Está bien -dijo Clovis-. Está lleno de mierda, pero no puede evitarlo. Tiene tanto dinero que nadie puede negarle nada.

Allí estaba, como por arte de magia, llamándole desde el coche. Y ése fue el fin de la charla con el indio.

Generalmente, Dick Nichols se sentaba delante, y el enorme espacio de los asientos traseros quedaba libre, salvo cuando trabajaba o hablaba por teléfono.

– El chófer del que estaba con usted es indio -dijo Clovis-. Misquito. He intentado hablar con él, y no soltaba ni una palabra, como si fuera un indio de madera. Pero luego, fíjese, luego sí, luego ha estado simpático. Le he dicho: «¿Cómo es que no me has dicho nada cuando te hablaba antes?» Y me ha contestado que, bueno, que no me conocía, que ésa era la razón. No, lo que ha dicho es: «No sé quién eres.» Y yo le he dicho: «Hombre, si te lo he explicado.» ¿Sabe lo que quiero decir, señor Nichols? ¿Por qué habrá cambiado de idea de repente?

– Ha dicho que no te conocía.

– Exacto: «No sé quién eres.»

– Yo diría que estaba mostrándose educado -dijo Dick Nichols-. No quería que tú supieras quién era él.

– Ya, pero me ha contado muchas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Pues que ha estado en la guerra y que ha matado gente. Y que se fue a Miami…

– ¿Qué hace ahora?

– Conduce para uno de esos colegas nicaragüenses.

– ¿Y a qué se dedica el colega nicaragüense?

– No lo ha dicho.

– Entonces, ¿qué has averiguado de verdad?

Clovis cerró la boca y se pegó al volante. Dick Nichols enseguida inclinaría la cabeza y se dormiría hasta que llegaran a Lafayette, soñando con lo inteligente que era. Aquel hombre veía las cosas desde su elevada posición, desde el nivel del jefe. Demasiado alto para notar las cosas del suelo que no andaban bien.

Hubo un rato de silencio, mientras la carretera se estiraba delante de ellos bajo el brillo de las luces.

Surgiendo de la oscuridad, la voz del hombre preguntó:

– ¿Cómo llegó el indio a Miami?

Clovis sonrió. Porque, realmente, aquel hombre era sorprendente.

– Señor Nichols, ésa es una buena pregunta.