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15

A la una de la tarde, Jack y Lucy estaban en el Quarter, paseando hacia el río por la calle Toulouse, esquivando los grupos de turistas. Jack intentaba explicarle cómo era Jerry Boylan:

– No sabía qué hacer con él. Teníamos que irnos de allí, así que le llevé al bar de Roy.

– Para tener una segunda opinión -dijo Lucy.

– Ayer era el último día de Roy. Nos íbamos a encontrar igualmente cuando yo acabase de registrar la habitación del coronel… Esta mañana he visto a Cullen y le he dado todos los datos.

– Me dijo que iba a quedar contigo. Y algo de controlar las cuentas bancarias.

– Sí, se ingresan diez pavos para ver si aún están abiertas, o se consigue algún otro dato. Cullen estaba un poco nervioso, después de veintisiete años. ¿Te dio algún problema?

– Se pasa la mayor parte del tiempo en la cocina, con Dolores. No ha hecho una comida decente en todos esos años.

– No es eso lo único que no ha hecho. Dile a Dolores que si se pasa le dé con una cacerola.

– Me gusta. Creo que es simpático.

– A ti te gusta todo el mundo. -Le dedicó una sonrisa. Pero ella estaba mirando unas figuras de escayola que representaban a la Madre y el Niño, a María con el pie sobre la serpiente, al Sagrado Corazón, imágenes cubiertas de polvo en un escaparate deslucido. Al pasar por delante, dijo:

– Todo esto te ayudaba a creer, ¿verdad? Te atrapaban con el ritual, con la solemnidad.

– Algún día hablaremos de eso.

Y por fin la vio sonreír; compuesta aquella tarde como la hermana Lucy, con una sencilla blusa azul de algodón y una falda caqui, dispuesta a conocer a Jerry Boylan en el papel de una monja de Nicaragua y no distraerlo con otras cosas. Este le había dicho a Jack que el mes anterior había estado en Nicaragua, y Lucy lo comprobaría.

– Así que me llevé a Boylan al International, ¿sabes?, un espectáculo de mujeres desnudas. Bailarinas exóticas de todo el mundo, Shreveport y East Texas. Entramos, y Roy estaba con Jimmy Linahan, el dueño del local. Roy bebía y Jimmy le servía las copas, intentando convencerle de que se quedase. Le estaba ofreciendo más sueldo, una parte de los beneficios… Cuando llegamos a la mesa, Jimmy le estaba diciendo a Roy que había nacido para ese trabajo. Decía que Dios le había concedido un don especial para tratar con turistas y con borrachos.

– ¿Cuándo lo conoceré?

– Más tarde, probablemente esta noche. Así que nos sentamos. Enseguida pudo verse que Boylan y Jimmy Linahan se iban a llevar bien. Linahan es una especie de irlandés profesional, ¿sabes?, y ésa era la cuestión. Se prendó de todo lo que dijo Boylan, se lo tragó todo. Boylan empezó a hablar de los mundialmente famosos pubs de Dublín, y Roy le interrumpía: «¿Famosos por qué? ¿Por sus borrachos?» Roy ya estaba medio mona, con esa mirada dura que se le pone. Boylan dijo: «¿A qué se va a esos sitios, si no es a agarrar una turca?» Recuerdo que mencionó el Mulligan y el Bailey, pubs que según él eran famosos por Joyce. Roy tal vez sepa quién es James Joyce, no estoy seguro, pero no importa. Si le hablas de libros, se cree que vas de superior. En cuanto Boylan empezó a hablar, se notó que Roy iría a por él. Roy me miró y dijo: «Me voy a ir antes de que coja el nuevo tipo de sida.» Boylan preguntó: «¿Qué tipo?» Y Roy dijo: «El sida de oído. Se coge por escuchar a los gilipollas.»

– ¿Delante de él? -preguntó Lucy.

– Directamente a él. Luego me miró y preguntó: «¿De dónde has sacado a este tipo?» Y Roy contestó: «En este momento no me creo absolutamente nada de él, ni siquiera esa mierda de zapatos que se ha puesto para nosotros.»

– ¿Qué dijo Boylan?

– Boylan siempre te sale con rollos de ésos. Si le da por hablar de los pubs de Dublín, puedes creerle. Pero en lo demás, no sé, a lo mejor tú puedes sacar algo en claro. Sólo cuando habla de haber estado en la cárcel. Eso lo supe en cuanto le vi.

– ¿Cómo?

– Es algo que sólo sabe quien ha sido presidiario. -Estaban llegando a la entrada de Ralph & Kacoo’s. Jack se detuvo, tomando a Lucy del brazo-. No sabe qué hacemos nosotros, pero te pinchará para intentar enterarse.

– Seré dulce e inocente -dijo Lucy.

– La cuestión es si nos sirve o no. A ver qué opinas.

Jerry Boylan se comía las ostras con limón: despegaba la carne, se llevaba la concha a la boca, dejaba caer la ostra y, al empezar a masticar, tomaba un trago de cerveza. Jack y Lucy le contemplaban, después de haber acabado sus ostras y su pastel de cangrejo, y, mientras, Lucy removía su té helado, fascinados ambos por el ritual del hombre: a lo largo de dos docenas de ostras masticar, beber, hablar, mover la lengua por la boca… Hasta que finalmente se dirigió a Lucy:

– Hermana, me está poniendo a prueba, ¿no? Quiere saber por qué fui a Nicaragua, pero no se atreve a preguntar. Yo tenía una prima que se hizo monja y tomó el nombre de Virginella. Le dije -Boylan frunció el ceño-: «¿Por qué diablos quieres que te conozcan como la virgen pequeña? Chica, ya que vas a ser una virgen, considérate como una gran virgen, una virgen de clase mundial.» Pero ¿se da cuenta de la paradoja, hermana? Un voto supone un impedimento para el otro. La humildad le impide proclamar su virginidad.

Un trozo de pan untado con mantequilla desapareció en su boca.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Jack.

– Por favor.

– ¿Qué hacías en Nicaragua?

– Al grano, ¿eh, Jack? Claro, te lo explicaré. -Boylan se recostó con el vaso de cerveza en la mano-. El domingo de Ramos, apenas hace un mes, yo estaba en el cementerio de Miltown. En la carretera de Falls, saliendo de Belfast hacia Antrim. -Pasó la mirada de Jack a Lucy-. Yo estaba allí en observancia del septuagésimo aniversario del levantamiento de 1916. Allí, bajo el frío mordiente y la lluvia, para honrar a nuestros muertos…

– ¿Eso es lo que hacías en Nicaragua?

– Pregunta lo que quieras, ahora no llevas una pistola en la mano -dijo Boylan, y sonrió-. Ah, Jack, eres una monada, pero te dejas llevar por las alas de la impaciencia, si no te juzgo mal. No sabes qué hacer conmigo en la actual situación, así que te traes a esta encantadora hermana para que me eche un vistazo, ¿eh? Pero luego tu inseguridad te lleva a interrumpirme cuando estoy a punto de explicarte cómo entré en contacto con los nicaragüenses. -Se volvió de nuevo hacia Lucy-. Podría parecer, hermana, que me ando por las ramas, que soy amigo de la retórica, lo cual suele ser propio de los revolucionarios; pero les ahorraré la paja. Lo que usted espera saber es qué hacían los sandinistas en Irlanda en un frío domingo de Ramos.

– O cuando fuera -contestó Lucy.

– Si oye decir que tratamos con terroristas, es mentira. Hay un grupo de músicos nicaragüenses que se llama Héroes y Mártires; son unos revolucionarios que libraron su lucha y vencieron en ella y vienen a contárnoslo con sus canciones, sus baladas. Bueno, es lógico que un hombre que está luchando por su propia causa se sienta inspirado. Yo quería saber más. Así que me las arreglé para ir a Nicaragua con los Héroes y Mártires. De paso tendría la oportunidad de visitar a un hermano mayor al que no había visto en casi diez años. Un humilde jesuita que cumple su misión en el pueblo de León.

Lucy le interrumpió:

– Yo no llamaría a León exactamente «pueblo».

Y Jack aprovechó:

– Ni yo he conocido nunca a un jesuita que fuera especialmente humilde.

La satisfacción fue muy breve. Boylan, impasible, dijo:

– Todo es relativo. Las ciudades, los clérigos, incluso los revolucionarios, según de qué lado se mire. Ahora, los contras son los rebeldes, y yo pienso: «¿No es ése un nombre precioso para los carniceros, los malditos asesinos de gente inocente?» Luego me enteré de que gente que vive muy cómodamente está financiando sus atrocidades.

Llevaba la misma chaqueta deformada de espiga, la misma corbata de dibujos grises y rojos, probablemente la misma camisa… En aquel momento miraba a Jack, y su cabello, peinado hacia atrás, brillaba bajo el efecto de las luces del techo del restaurante.

– ¿Has visto asesinar a gente inocente, Jack, como lo hemos visto la hermana y yo? ¿Sabes lo que es eso? -Boylan se echó hacia atrás para mirar a Lucy-. La primera vez, hermana, hará doce años el mes que viene. Estaba sentado en el Mulligan, tomándome una cerveza, cuando oí estallar la bomba, el terrible, duro e irredento «bang»… Aún hoy lo recuerdo, como recuerdo, muy vivamente, lo que vi en la calle Talbot cuando doblé la esquina y oí los gritos entre el humo, espeso como la maldita niebla.

Jack paseó la vista por detrás del rostro grave de Boylan. Sus ojos volvieron a centrarse en él cuando siguió hablando, volvieron a desplazarse… y se quedaron fijos mirando detrás.

– Había otra cosa, además: el olor, que quedó implantado para siempre en mi nariz. No ese olor de la muerte del que se habla, sino el olor de las vísceras de la gente expuestas en el pavimento. Vi a una mujer sentada contra una farola, mirándome a mí, o a nada, con las dos piernas amputadas por la explosión.

Jack se levantó de la mesa.

– No tienes estómago para esto, ¿eh, Jack?

– Ahora vuelvo.

– Tienes que verlo, como yo y esta hermana. ¿No es cierto, hermana?

Jack recorrió un pasillo hasta el fondo de la gran sala, llena de gente ocupada en su comida, saludando a los camareros que conocía mientras se acercaba a una mesa situada junto a la pared del fondo.

Helene estaba sentada delante de una taza de café, los platos ya recogidos, con la cabeza inclinada sobre un libro abierto. El cabello pelirrojo, ensortijado por la permanente, le caía a ambos lados de la cara.

– ¿Qué lees?

Sus ojos castaños se alzaron, reflejando la luz, y ahí estaba la nariz que le fascinaba, la tierna y delicada nariz. Helene cerró el libro dejando un dedo dentro y miró la cubierta antes de volver a alzar la vista, con una expresión distinta, casi astuta, de chica con un secreto.

– El amor a uno mismo y la sexualidad.

– ¿Es bueno?

– No está mal. Dice que si no te gustas a ti mismo no puedes estar bien en la cama. O que tienes que amarte a ti mismo antes de poder amar a nadie.

– Si no se gusta uno a sí mismo… ¿Y por qué no? Quiero decir que todo lo que uno tiene es uno mismo.

– No sé, Jack. Habrá gente que no se gustará a sí misma.

– ¿Crees que los que son gilipollas se dan cuenta? No, piensan que están bien. Pero incluso si fuera posible no gustarse a uno mismo, te acuestas con alguien. ¿Qué estás haciendo, analizarte a ti misma?

– Agradezco que me aconsejes en ese terreno -dijo Helene-. ¿A qué te dedicas ahora?

– Ya no trabajo en la funeraria. -Helene esperó, y Jack siguió-: Ya encontraré algo.

Ella mantuvo la mirada fija en él, esperando todavía. En el escote abierto de su blusa, Jack podía ver pecas que en otro tiempo había recorrido con un dedo, inventando constelaciones, bajando hasta sus soles gemelos y desde allí al centro de su universo. Algo sucedido entre dos personas que se gustaban a sí mismas y que tal vez se habían amado mutuamente y ahora lo recordaban… ambas, si había de dar crédito a lo que le decían sus ojos.

– Es muy guapa, la chica que está contigo.

– Pensaba que no nos habías visto.

– Al entrar.

– Antes era monja.

– ¿De verdad? ¿Y ahora qué es?

– Está buscando algo.

– Supongo que como todo el mundo. Me pasé la mitad de mi vida en entrevistas. Acabé pasando cartas a máquina para un tipo que ni siquiera sé exactamente qué hace. Los despachos están llenos de gente que hace esas cosas ya que si no las hicieran daría lo mismo. O la empresa está haciendo cualquier chorrada que no le importa a nadie y ellos, los de arriba, se creen que le están haciendo un favor a la humanidad. He pensado en ti, Jack -añadió-. Desde el día en que corrimos el uno hacia el otro. Bueno, incluso antes de eso… Te echo de menos.

Había algo en la facilidad con que sus ojos castaños cambiaban de expresión, del chispeo a la tristeza, pasando por una especie de luz llena de fuerza… Sus ojos le iban trabajando, le ablandaban.

– Pero todavía me culpas, ¿verdad?

– Nunca te he culpado. Culpé al payaso del abogado para el que trabajabas.

– Eso es lo que dices. Sea como fuere, Jack, eres educado. -Dejó arder la fuerza de sus ojos a fuego lento-. ¿Me llamarás algún día?

Jack sonrió. Estaba bien dejarse ablandar -y se lo decía la sonrisa que ella le dedicaba- mientras ella se diera cuenta de que él sabía lo que estaba haciendo. Helene era divertida. Dijo que sí, que la llamaría.

Y volvió a su mesa.

Lucy alzó la mirada. Boylan seguía hablando, diciéndole que en la revolución había algo más que asaltar palacios, poner las botas sobre la mesa del rey y beberse su vino. Dejó de hablar, mirando a Jack cuando éste se sentó.

– ¿Cómo te encuentras?

– Bien.

Luego se volvió de nuevo hacia Lucy, diciendo:

– Ésa es la parte de la gloria. Luego viene el trabajo de cambiar las costumbres de la gente, empeñada en mantener vetustas tradiciones. Perdone, hermana, pero piense que hay gente que ha llegado a creer que no pasa nada por volarle las piernas a una mujer con una bomba, pero que considera un pecado mortal abrírselas.

– Pero vosotros todavía no habéis asaltado el palacio -dijo Lucy.

Boylan se recostó y por primera vez pareció cansado.

– Ya llegará.

– Lo seguiréis intentando.

– Se ha convertido en un ritual, hermana. Si no lo observo, ¿qué hago? ¿Barrer basura y vaciar papeleras? -Se quedó unos instantes mirando a la mesa, en silencio, y prosiguió-: Jack, visitaré el lavabo si me indicas la dirección.

– Junto a la entrada.

Vio levantarse a Boylan con esfuerzo y echar a andar. Entonces se volvió hacia Lucy, que mantenía su expresión tranquila. Ella le estaba mirando, lo cual le sorprendió.

– Bueno, ¿qué opinas?

– Anoche ibas armado. Boylan ha dicho: «Esta vez no llevas pistola.»

– Sí, tenía que averiguar quién era.

– ¿Llevabas pistola?

– No, era del coronel. La volví a dejar donde estaba. -Jack hizo una pausa-. Pero cuando lo hagamos, no será pedirle el dinero y que nos lo dé. ¿Entiendes? Tendremos que ir armados. No hay otra forma de hacerlo.

Ella pareció pensárselo antes de decir, en voz baja:

– No. No la hay, ¿verdad?

Franklin de Dios, junto a la puerta de acceso, vio entrar a Boylan en el lavabo. Lo había seguido desde el hotel, lo había visto sentarse a una mesa y había visto llegar al hombre y la mujer que recordaba del coche fúnebre y la gasolinera de Saint Gabriel y sentarse con él. El hombre del traje oscuro, se acordaba bien, el que había hablado con él en la funeraria y le había ofrecido cerveza. Se había preguntado si era el mismo de aquella noche, uno de los policías que los habían metido en el maletero del coche hasta que otros dos policías de uniforme los sacaron, escucharon con paciencia a Crispín y luego les desearon buenas noches. ¿Pero cómo podía ser que éste fuera policía? No… aunque tenía la sensación de que era uno de los dos primeros policías, que eran como los de Miami. O quizá, como pensaba Crispín, los dos primeros no tenían nada que ver con la policía. En tal caso, ése podría ser el de la funeraria. Le había dicho a Crispín que no entendía nada de eso y Crispín le había contestado: «No te hace falta pensar ni saber nada. Haz lo que te digan.»

Lucy estaba inclinada hacia la mesa. Dijo:

– ¿Cuando robabas en las habitaciones de los hoteles, ibas armado?

Jack estaba a punto de levantarse, con las manos apoyadas en la mesa.

– Nunca jamás. ¿No pensarás que si alguien se despertaba le iba a pegar un tiro?

Ella asintió, pensativa:

– Pero esto es diferente. Necesitaremos armas.

– Es un delito más grave, robo a mano armada. Si quieres considerarlo así. Y con tu permiso, me voy al lavabo.

Vio su expresión sorprendida al levantarse.

– No estamos planeando ningún robo, Jack.

Parecía sinceramente sorprendida.

– ¿Cómo lo llamarías tú?

– No somos bandidos.

– Pues ya me dirás qué somos. Pero cuando vuelva.

Franklin de Dios se situó detrás de Jerry Boylan, que estaba de pie ante la taza del urinario. Tendió la Beretta para colocar la boca del cañón en la mitad de la chaqueta de lana de espiga y la empujó hasta notar la espina dorsal, mientras el hombre volvía la cabeza para mirar por encima del hombro y decía:

– ¿Qué…?

Y le disparó. Cuando el cuerpo del hombre se retorció y luego se aflojó y empezó a desplomarse sobre la taza del urinario, Franklin de Dios alzó la pistola, la colocó en la nuca, apretó la boca del cañón contra ella, volvió a disparar y se apartó, volviéndose, sin ganas de ver la pared manchada de sangre o el hombre que caía muerto al suelo.

Franklin de Dios se metió la Beretta en la cintura del pantalón, junto a la cadera izquierda, se abrochó la chaqueta y se la alisó. Oía un silbido en sus oídos, pero ningún sonido procedente de detrás de la puerta, del restaurante. En la guerra registraban a quienes mataban, si les daba tiempo: si había suerte, encontraban unos cuantos córdobas. Éste podía llevar dinero o no, era difícil adivinarlo por su apariencia, pero no tenía tiempo para comprobarlo. Crispín le había dicho que lo matara porque «quiere robar un dinero que es para tu gente, los contras». Franklin de Dios había contestado: «No son mi gente.» Y Crispín había dicho: «Hazlo, o te enviamos a Nicaragua.» N o había manera de abandonar la guerra.

«Ahora, a caminar», se dijo a sí mismo.

Abrió la puerta. Salió del lavabo. Vio al hombre del traje oscuro de la funeraria ir hacia él, sin quitarle los ojos de encima. Se tocó la chaqueta para desabrocharla y el hombre de la funeraria se detuvo a unos pasos de él.

Franklin de Dios dijo:

– ¿Qué tal?

El hombre no contestó, ni se movió. Así que Franklin de Dios se alejó de él, salió del restaurante y se mezcló con los turistas que se dirigían a ver la Jackson Square y el cabildo y la catedral de San Luis.