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18

Jack dijo:

– Lo único que podía pensar era que ya había tenido bastante. He mirado por la galería y todavía estabas allí.

– Sí, pegada a esos tipos. Ese borde preguntándome cosas de Miami. Si he estado en el Mutiny, en Neon Leon’s… Quería saber a qué bares voy, si he ido alguna vez al cayo de Biscayne. ¿Dónde está el cayo de Biscayne? Sólo he estado en Miami una vez en mi vida, cuando tenía dieciocho años.

Estaban en el Scirocco de Jack, aparcando al principio de la calle Toulouse. Cerca de ellos se veía el río, más allá del muelle de cemento y de la silueta de una draga que se destacaba contra el cielo nocturno.

– Ha sido la última vez. Nunca más -le dijo Jack-. Ni siquiera sé si podré volver a alojarme alguna vez en un hotel. -Puso el coche en marcha-. Mejor que vayamos a tu apartamento.

– No, es demasiado deprimente… Está algo desordenado.

– Dime qué ha dicho el tipo al volver.

– No ha dicho nada, así que he dado por hecho que, bueno, que al menos no te había pescado. Que te habrías ido ya o estarías debajo de la cama, o en el baño…

– ¿No me has visto salir?

– ¿Cómo iba a verte? Me estaban mirando.

– Ese tipo tiene que haber dicho algo. El indio. Eso es lo que es, un indio misquito.

– Le ha dado la carta a Bertie y éste ha empezado a abroncarle en castellano. Supongo que por haber tardado tanto.

– ¿Qué carta?

– La del presidente Reagan. Primero la ha leído en voz alta, y luego me la ha hecho leer a mí. No he entendido la última frase, estaba en castellano.

– Y ese tío cuando ha vuelto, ¿estaba mojado?

– ¿Mojado? ¿Y por qué iba a estar mojado?

– ¿No ha dicho nada de nada?

– Nada, ni una palabra, simplemente se ha quedado allí de pie. El coronel le ha gritado y luego el otro tipo también se ha metido con él.

– ¿Crispín?

– Sí. A esos canijos arrogantes les encanta gritar. He mirado al piso superior mientras gritaban. Sabía que estabas bien, pero no dónde estabas. Entonces el coronel ha empezado a tocarme, pasándome la mano arriba y abajo por el brazo y diciéndome lo bien que nos lo íbamos a pasar. Jack, tenía que largarme de allí. Le he dicho: «Bertie, lo siento pero no puedo salir contigo.» Y me ha preguntado: «Pero ¿por qué?» Yo le he dicho: «Porque eres un jodido tapón», y me he ido.

Saliendo del aparcamiento hacia la calle Canal, Jack preguntó:

– ¿Y aquel tipo no tenía el pelo mojado?

Tomaron una copa en el Mandina mientras él le explicaba lo de la aparición del indio, Franklin de Dios, en la habitación. Luego tuvo que contarle lo de los fondos que estaba recaudando el coronel. Hasta ahí. Ya le contaría el resto en algún bar tranquilo. Dejaron el coche en el Mandina y se fueron caminando. Ella le preguntó adónde iban y contestó que esperara y lo vería.

Cuando llegaron a Mullen e Hijos, Helene dijo:

– Ah, no, qué va. Yo no entro aquí por la noche. ¿Estás de broma? -Alzó la vista para mirar el edificio gris con forma de torreón, iluminado por las farolas-. Antes vivía alguien, ¿no?

Se quedó en el vestíbulo central, iluminado, sin moverse, mientras Jack miraba en los velatorios. Volvió agitando la cabeza, la tomó del brazo al dirigirse a la escalera y ella repitió:

– Ah, no, qué va.

– Cuando yo no estoy, si hay algún cadáver Leo hace venir a alguien. Llama a alguna agencia de seguridad para que le envíen un tío.

– Jack no quiero ver ningún muerto.

Estaban en el vestíbulo de arriba.

– Aquí no hay ninguno.

Se metió por una puerta y encendió una luz.

– Ésta es la sala de embalsamar. Si hubiera algún cadáver, estaría sobre la mesa.

– Oh, Dios mío -dijo Helene. No se movió-. ¿Qué es eso?

– Es la máquina de embalsamar.

– ¿Porti-Boy? Oh, Dios mío… ¿cómo funciona?

– Vamos.

Jack apagó la luz y la llevó por el pasillo hasta su apartamento.

– ¿Qué es esto?

– El lugar donde he vivido durante los últimos tres años.

– ¡Guau, qué bonito! ¿Quién es tu decorador?

– Helene -dijo Jack-, yo estaba en el cuarto de baño con un tipo a quien pensaba que iba a matar. Intenta imaginarte algo así. No ha llorado, no ha dicho «no, por favor…». Era el mismo fulano de ayer, en el restaurante. Tú estabas allí.

– Seguramente me fui justo antes.

– Bueno, era el mismo tipo. Está allí, en el cuarto de baño, creyendo que le voy a matar, y me pregunta si quiero sus zapatos. ¿Puedes decirme qué clase de persona haría una cosa así?

Helene no contestó. Le vio sacar una botella de vodka de la nevera que había en la habitación pobremente amueblada; se sentó con él en el viejo sofá que procedía del piso de abajo y no dijo nada, ni una palabra, hasta que acabó de contarle todo lo que había pasado desde la visita a Carville hasta aquel jueves por la tarde en el hotel Saint Louis.

– Creo que te has dejado unas cuantas cosas -dijo ella.

– Quizá. No lo sé.

Helene estaba encogida en el sofá, de cara a él.

– ¿Te quedaste en su casa anoche?

– Nos quedamos los tres.

– Ya…

– Ya te lo he dicho. Ese fulano nos vio en el restaurante y sabe dónde vive ella. Pensamos que podría aparecer…

– Pero no lo hizo.

– No. Luego me lo vuelvo a encontrar hoy. Sabe quién soy. Es la tercera vez que me ha visto, empezamos a conocernos. Pero no le ha dicho nada al coronel ni a Crispín. Se lo podía haber dicho después, pero no, ¿pescándome en la habitación? Mierda, se lo hubiera dicho inmediatamente. Pero no lo ha hecho. ¿Por qué?

– ¿Dónde dormiste?

– ¿Qué?

– Anoche, en su casa. ¿Dónde dormiste?

– En una cama, ¿qué creías? En esa casa hay nueve o diez camas, en el piso de arriba.

– ¿Con quién?

– Roy y Cullen tenían una habitación, yo otra… ¿Por qué, crees que me colé en su habitación por la noche?

– Podía haber ido ella a la tuya.

– De hecho, lo hizo -dijo Jack-. Quería hablar conmigo.

– ¿Se metió en la cama contigo?

– Se sentó en el borde, ¿sabes?, a un lado.

– Eh, Jack, y una mierda.

– Ella no es como tú te crees. Es una persona muy devota.

– ¿Quieres decir que la gente devota no lo hace?

– Quiero decir que de hecho no lo sé, ya que es mi primera experiencia con gente que le importa una mierda algo que no sea ella misma.

– Probablemente ella lo llamará «meterse a fondo».

– Helene, no es como una monjita dedicada a la enseñanza primaria. Se pasó nueve años cuidando leprosos. Y ahora lleva un revólver. Le pregunté si deseaba usarlo. Contestó que eso no se puede planear. Pero que si hubiera tenido un revólver cuando el coronel mató a los leprosos, no tenía la menor duda de que habría intentado cargárselo. A pesar de saber que sus hombres le habrían disparado a matar.

– A lo mejor -dijo Helene- quiere llegar a mártir. O sea, un mártir de verdad, para ir directamente al cielo.

– Lo dirás en broma, pero podría ser.

– No lo decía en broma.

– Pero no es una fanática. A veces parece rara, pero sabe las cosas que pasan, está muy enterada. Dice que tienes que tomar partido, comprometerte, y luego… no sé, que pase lo que pase. Como el tipo del cuarto de baño. Está en el otro bando. Desea matar, pero también desea morir por aquello en lo que cree. Lo ve venir y lo acepta. Dios mío, ni siquiera ha pataleado, ni ha gritado, ni nada.

Helene le pasó su vaso vacío.

– ¿Por qué me cuentas todo esto, Jack? ¿Por qué no has llamado a Lucy o a cualquiera de tus colegas?

– Les veré mañana.

– Creo que quieres oírte a ti mismo -dijo Helene-, para ver cómo suena en voz alta.

– Tal vez.

– No me lo estás contando para impresionarme. Como la primera vez que nos vimos, cuando te estabas muriendo de ganas de contarle a alguien tu vida secreta. Esto es muy distinto.

– Por supuesto que lo es. Esos tipos están despiertos.

– Pero tú no estás en esto sólo por dinero, ni por diversión.

– No sé… -Jack se levantó, se acercó a la nevera con los vasos, sirvió otros dos vodkas helados y se quedó allí, con los vasos en la mano-. Esta tarde, en las noticias, Tom Brokaw le ha preguntado a Richard Nixon, ¡por el amor de Dios!, qué opinión le merecía que diéramos cien millones de dólares a los contras. A Nixon, que tenía una banda de ladrones trabajando para él y que no pasó ni un jodido día en el talego. Nixon dice: «Por supuesto, necesitan nuestra ayuda.» Brokaw le pregunta: «¿Pero no podría eso provocar que nos involucremos militarmente?» Y Nixon contesta: «No, eso nos evitará tener que enviar a nuestros jóvenes allí más adelante.» Y Brokaw dice: «Gracias, señor presidente.» No le dice: «¿Se ha vuelto usted loco? ¿Y por qué íbamos a enviar a nuestros jóvenes? Si quiere ir usted, vaya. Y llévese a todos esos asesores gilipollas de la Casa Blanca con usted.» No, Brokaw dice: «Gracias, señor presidente.»

– ¿Y qué quieres que diga?

– Ya lo sé, pero me ha cabreado. Preguntarle su opinión a ese jodido chorizo… Ni siquiera recogió basuras en una granja penitenciaria.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo Helene.

– ¿Qué?

– Que ya has tomado partido.

Jack abrió los ojos y se encontró con una visión que, fantaseada, hubiera bastado para ayudar a cualquier preso a sobrellevar días y noches: Helene saliendo del cuarto de baño cubierta sólo por su braguita. Le dijo que sería mejor que se metiera enseguida en la cama si no quería coger un catarro.

– ¿No has de recoger a alguien a las diez?

– A Cullen. Nos vamos a Gulfport.

– Creía que habías ido ayer.

– Fuimos, pero el tipo no estaba. Ven.

Levantó la sábana.

– Son menos veinte. -Empezó a hacer ejercicios gimnásticos, con los pies separados, las manos sobre las caderas, los pechos a medio palmo de sus hombros-. ¿Te das cuenta de que no hicimos el amor? Nos quedamos dormidos. No me lo puedo creer. Me parece que te estás haciendo viejo, Jack.

– Yo estoy listo… Eres tú quien se ha levantado.

– ¿Sabes que es la primera vez que hemos dormido juntos sin hacerlo?

– Me parece que tienes razón.

– Como si estuviésemos casados.

– Hay una cocinita al fondo del recibidor, junto a la sala de embalsamar…

– Oh, cielos, allí.

– Por si quieres hacer café.

Jack se duchó, se puso una camisa y unos pantalones de algodón y salió al vestíbulo. La cocina estaba a oscuras. Advirtió que las puertas de la sala de preparación estaban abiertas, las luces encendidas, y vio a Helene al tiempo que oía la voz de Leo:

– No, ése es arterial, el Permaglo. Se pone en lugar de la sangre. Ahora, lo que estoy inyectando con el trocar es fluido para las cavidades. Es un producto químico que se usa para endurecer los órganos.

Leo tenía un cuerpo sobre la mesa de embalsamar. Un hombre, según parecía. Helene estaba junto a la cabecera de la mesa, con su vestido negro, mirando.

– También se les puede inyectar en la boca, para que no se les hunda.

– Es fascinante -dijo Helene.

– ¿Ves esto? Es un trocar.

– Ah, para rellenar el agujero.

– Exacto, así no tienes que suturar cuando haces incisiones o laceraciones. Luego se cubren con una cera especial.

– Supongo que nadie ha hecho café -dijo Jack.

– Eh, ahí está Jack -dijo Leo-. Le estaba explicando a tu amiga cómo preparamos a los muertos.

– Leo, ésta es Helene.

– Sí, ya nos hemos presentado.

– Si nadie ha hecho café -dijo Jack-, me tengo que ir.

– ¡Oh, qué rollo! Yo quiero ver cómo los maquilláis.

– Quédate -dijo Leo-. Luego te llevaré. Seguro, no hay problema.

– Me voy a Gulfport -dijo Jack.

Salió de la habitación mientras Helene decía: «¿Y eso qué es?» y Leo le contestaba: «Son tapas oculares. Se ponen bajo los párpados.»

La gente actuaba de forma extraña. Todos sus conocidos. O serás tú, pensó Jack, tu forma de verlos.

Franklin de Dios, que vigilaba la casa de Lucy Nichols, vio llegar el viejo coche, el de color claro que él creía que era un Volkswagen que necesitaba reparación, algo que lo hiciera más silencioso. Sabía de quién era el coche.

Éste se metió por el camino. Pasaron treinta y cinco minutos. Luego, el Mercedes azul oscuro salió por el camino y giró hacia Saint Charles. Franklin de Dios estaba aparcado en una bonita calle, Prytania, cerca de la esquina con Audubon. Le dio al Mercedes una manzana de ventaja antes de salir tras él: hacia la avenida Clairbone, y luego por la interestatal, la número diez, dirección este… Se alejó bastante de la ciudad y cruzó el lago, en un día precioso, siguiendo al Mercedes en el Chrysler Fifth Avenue de alquiler. Si pudiera comprarse el coche que quisiera, se compraría uno como aquél. O como el Cadillac que había conducido para Crispín Reyna en Florida. Nunca había conducido un Mercedes. Había llevado un camión y un vehículo armado de transporte de tropas desde que, en 1981, había aprendido a conducir. Un hombre que trabajaba para el señor Wally Scales le había enseñado a conducir, y le había dicho delante de él al señor Wally Scales que era un conductor nato, respetuoso con el vehículo, no como aquellos otros que se volvían locos cuando estaban tras el volante y destrozaban cualquier cosa que condujeran.

El señor Wally Scales había dicho que se olvidaran de Lucy Nichols, pero el coronel había insistido: «Vigila su casa. Si sale el coche, síguelo.»

En aquel momento cruzaban la frontera del estado de Misisipí.

Franklin había perdido confianza en el señor Wally Scales, en su habilidad para calar a la gente; pero se fiaba de él y podía hablar con él. No podía hablar con el coronel Godoy ni con Crispín. El motivo era sencillo: no le escuchaban cuando les decía algo. Era socialmente inferior a ellos, estaba mucho más abajo, con su sangre mezclada de indio y de negro.

Pero era Wally Scales, el hombre de la CIA, quien le había llevado a Miami; en cierto modo, eran amigos. O podían serlo. El señor Wally Scales le escuchaba si le decía algo. Le había escuchado aquella misma mañana, cuando le había dicho que ya no se fiaba de la palabra del coronel, ni de Crispín Reyna. El señor Wally Scales le había contestado:

– ¿Cómo es eso, Franklin?

– Siempre hablan de Miami, pero no de la guerra.

– Ah, ¿de veras? -había contestado el señor Wally Scales, intentando mostrar que le interesaba-. Bueno, entonces será mejor que no los pierdas de vista.

¿Lo ves? Era agradable y escuchaba, pero no tenía intuición con respecto a la gente. O no le importaba.

Cuando Franklin de Dios le preguntó sobre Lucy Nichols, el hombre dijo:

– Ah, es una pacifista. Uno de esos corazones enormes. Se la tenía jurada al coronel, así que probablemente se llevó a su novia del pueblo. Nada importante.

Cuando le preguntó sobre el tipo de la funeraria, el señor Wally Scales dijo:

– ¿Jack Delaney? Ella le debe de haber comido el coco, eso es todo. Lo utiliza. Es un ex presidiario duro sin cerebro.

Entonces fue cuando Franklin de Dios se dio cuenta de que podía confiar en el hombre de la CIA como amigo, pero que no debía fiarse de su juicio. Decidió no hacer más preguntas ni decirle a Wally que se había encontrado al tío sin cerebro cinco veces en la última semana.

Y tal vez la sexta estaba cercana.

El tipo, Jack Delaney, iba con otro individuo en aquel coche, el Mercedes azul oscuro, que en aquel momento salía de la autopista por la segunda salida de Gulfport.

Cualquier otra cosa que quisiera saber tendría que preguntársela al propio tipo de la funeraria.

Preguntarle por qué no lo mató.

Preguntarle qué estaba haciendo.

Preguntarle en qué bando estaba.

Siguió al Mercedes a lo largo de unos diez kilómetros. Cuando la carretera se convirtió en calle principal, Vigesimoquinta avenida, de cuatro carriles y limitada al fondo por un edificio alto que se recortaba contra el cielo, Franklin de Dios se preguntó si estaba seguro en cuanto a los bandos se refería. Si estaba en el bando que a él le parecía, o en otro. Empezaba a tener la creciente sensación de estar solo.