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19

En el rótulo vertical que había sobre la acera ponía Crom Well’s. Horizontalmente, cruzando la parte inferior, con letras mucho menores, se leía: «Ropa de hombre * Artículos deportivos * Artículos militares nuevos y usados.»

Mientras Jack y Cullen miraban, Alvin Cromwell les preguntó:

– Eh, colegas, ¿queréis buena ropa? ¿Necesitáis ropa de recambio? Decidme en qué puedo ayudaros.

Al dirigirse al fondo del almacén, Jack echó un vistazo a su alrededor. Parecían los únicos clientes. Por decir algo, preguntó si tenía ropa deportiva Hollandia, la que llevaba unos tulipanes pequeños en la etiqueta.

Alvin Cromwell se detuvo a pensar:

– Tengo de esas camisetas que llevan distintos animales. Voy a ver… -Llevaba barba y parecía un levantador de peso, con aquella camiseta negra con unas letras blancas que decían «Olvídese del perro. Preocúpese del dueño». Sin embargo, parecía buen tío-. Creo que no tengo nada con tulipanes -le dijo a Jack.

– Seguro que tienes armas, apuesto algo.

– ¿Sabéis algo de armas?

– Me juego algo -dijo Cullen- a que todavía puedo desmontar un M-1 en la oscuridad y volver a montarlo.

Fue una sorpresa para Jack, pero enseguida se encontró mirando las armas, ordenadas en hileras contra la pared de madera de pino de la trastienda: rifles, pistolas, y unas armas que parecían subfusiles, todos con una etiqueta roja.

Para llegar hasta allí, habían pasado por delante de unas estanterías metálicas que contenían equipos de camuflaje, chaquetas y pantalones. «¡En venta! Rebajado de $29.95 a $24.95.» Había chaquetas de vuelo de la USAF, chalecos de los rangers, «Bonitos y funcionales», camisetas de camuflaje para niños, sombreros de instructor de ala dura, gorras de ranger, de combate y de paseo, pistoleras, prismáticos, cantimploras, cuchillos y bayonetas con el filo dentado…

Al acercarse a los estantes de madera, Alvin Cromwell dijo:

– Si habéis estado en la guerra o sabéis algo de armas de asalto, esto tendría que emocionaros.

– Estuve con el Primero de Caballería en la gran guerra -dijo Cullen-, en la Segunda Guerra Mundial. El primer golpe en la historia del Primero fue cuando saltamos de nuestros caballos y tomamos una isla del Almirantazgo, Los Negros.

Jack le miró. Nunca había oído que Cullen hubiera estado en el ejército. En aquel momento, Alvin Cromwell le daba la mano a Cullen. Así que Jack dijo:

– Yo quería ir al Vietnam al precio que fuese, maldita sea, pero me declararon inútil.

Alvin Cromwell asintió, pero no le dio la mano. Preguntó:

– ¿Sois vosotros los dos colegas que estuvieron aquí ayer preguntando por mí?

– Pasamos por aquí -le dijo Jack-. Mi amigo perdió las llaves del coche. Hemos vuelto para ver si se las había dejado aquí.

– Los tipos de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego también se dejan cosas por aquí y vienen luego a buscarlas. Les explico que sólo vendo armas deportivas y de recreo, semiautomáticas como máximo.

– Si crees que somos agentes -dijo Jack-, saldremos ahora mismo a denunciarte por difamación. Sólo estamos mirando, eso es todo, y ni siquiera sabemos qué miramos.

– No hay nada malo en eso -dijo Alvin Cromwell-. A ver qué hay por aquí… De izquierda a derecha: ésa es la Ruber Mini-14, la Uzi, la Tech-9. Al lado, el H y el K 91. Para disparar el 672 de la OTAN, o un Winchester 308. ¿Habéis reconocido el Thompson? Se hizo famoso entre la gente de la Segunda Guerra Mundial, que pagaría con gusto por tenerlo. Al lado, el AR-15 Armalite de mano. Con un equipo de conversión se puede hacer de él un M-16, si se quiere. Os diré una cosa: en Vietnam duraba menos que una lata de cerveza. «Ya los tenemos» pensaba todo el mundo. «Ah, tío, aquí tengo mi automático de gas.» Pero ¿veis?, el gas se amontonaba en el orificio de salida y volvía hacia atrás y te jodía. O sea, que lo que teníamos que hacer era cargarnos a un vietnamita y apropiarnos de su AK-47, porque, tío, ésa sí que es un arma, sólo inferior a la FN-FAL de los belgas. No sé cómo saben hacerla tan bien, pero, mierda, es buena. Los ingleses la usan y cualquiera puede echarle las manos encima, como esos locos gilipollas del Líbano. Hemos conseguido algunas para los contras, pero no muchas.

– En Nicaragua -dijo Jack.

– Sí, mierda. Tío, necesitan toda la ayuda que se les pueda prestar. Si los contras no lo consiguen, tío, tendremos que ir nosotros allí abajo.

– ¿Tú crees?

– Yo ya he estado -dijo Alvin Cromwell-. Te diré lo que me hizo ir. Cuando pienso en el Vietnam, lloro de vergüenza de acordarme de cómo esos mamones nos sacaron de allí. Cuando volví, no sabía qué dirección tomar. Probé en el Klan, pero son una partida de tíos negativos, nada más. Nombras cualquier cosa, negros, judíos, católicos, y ellos están en contra. Les dije: «¿Sabéis cuál es el único diablo al que hay que detener en el mundo? El comunismo.» Odio a los comunistas, siempre los he odiado. Pero el odio no te sirve de nada si no puedes orientarlo. Fue a través de una convención de un club de propietarios de armas como me uní al CVP, el Civilian Volunteer Program, y encontré una nueva orientación para mi vida. Lo que hacemos es ayudar a los luchadores por la libertad allí abajo. Les llevamos suministros, alimentos y equipo, y los entrenamos tácticamente. En el Vietnam estuve de ametrallador en un Cobra… Nos dieron en el aire, en la ofensiva del Test, y me pasé seis meses en el hospital luchando por que mis piernas volvieran a funcionar. En cualquier caso, caí allá… Mira, me he gastado una cuarta parte de mi dinero enseñando a los indios misquitos a disparar una ametralladora M-60. Una mierda de arma, pero es lo único que tenemos. Me los llevé de Honduras a Nicaragua en lo que llamamos «ejercicios de aplicación práctica», ya me entendéis. Pero nunca digáis que os lo he contado. Del mismo modo que no he mencionado para nada a la CIA en este asunto, ¿verdad? Bien, pues en siete semanas con los misquitos perdí catorce kilos, comiendo judías y arroz, lo poco que tenían. Pero, tío, al volver a casa me sentía muy bien. Sé que la cosa se mueve y que nos va a costar ganar ahí abajo. Ya veis, es muy distinto de lo del Vietnam. Aquí los malos tienen las armas y los jodidos helicópteros.

– Estuviste con los indios -dijo Jack.

– Sí, señor, y me di cuenta de que ya no tengo veintiún años. Esos tipos lo están pasando mal, con lo que les hacen los sandinistas.

– ¿No son una gente algo rara?

– Son buena gente. Están allí desde antes de Colón y hasta que llegaron los sandinistas y los jodieron, sólo se metían en sus cosas. ¿Sabéis a quién me recuerdan los comunistas? A los del Klan, porque tampoco son capaces de ver más allá de su nariz. Pienso que son tan malos los unos como los otros.

– ¿Vas a volver?

Alvin Cromwell miró hacia la parte delantera de su vacía tienda.

– Mi mujer no quiere que vaya. Yo le dije: «Cariño, tengo mucho más que hacer allí que aquí.» Tengo dos señoras y un colega que trabajan para mí y ni siquiera los necesito. Ahora se han ido a comer y les he dicho que se estén todo el rato que quieran. Que luego se vayan a casa y echen una siesta. Mi padre siempre se iba a casa a echarse una siesta después de comer. Pero los tiempos cambian, ¿eh? -Volvió a mirar hacia la tienda y luego a Jack-: Te diré una cosa si no te vas de la boca. Tengo la oportunidad de ir este fin de semana y, mierda, la voy a aprovechar. Para hacer algo bueno en este mundo.

Jack dudó.

– ¿Vais en avión?

– Demasiado caro. Tenemos una carga de equipo y suministros y hay una flota de botes bananeros que sale desde aquí mismo. Cogen cualquier carga antes que hacer el viaje en balde.

– Parece que llevas una vida muy excitante -dijo Jack.

– Cuando no estoy aquí -contestó Cromwell.

Cuando salieron, entrecerrando los ojos para protegerlos de la luz, Jack dijo:

– ¡Por Dios, qué tío más increíble!

La respuesta de Cullen le sorprendió:

– Jack, tú no has ido a la guerra, así que no digas nada, ¿vale?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Si te parece increíble que haya gente como Cromwell, eres idiota, simplemente. Ésos son los tipos que se convierten en ejército regular y que están dispuestos cuando llega el momento de librar una guerra. Son los que nos salvan el culo.

– ¿Por qué te cabreas conmigo?

– Porque te crees muy listo. Crees que los tipos que, como éste, creen en su país y están dispuestos a dar la vida por él, son unos bordes. ¿Dónde estabas tú durante la guerra del Vietnam?

– Intenté alistarme, ya te lo he dicho.

– Y una mierda.

– No huí a Canadá, ni quemé mi cartilla. Me llamaron y me declararon inútil.

– Lo cual te encantó.

– Bueno, claro, por supuesto. Cully, ¿qué te pasa? Sólo he dicho que era increíble.

– Ya sé lo que has dicho.

Llegaron al Mercedes, abrieron las puertas y esperaron a que el aire circulara por dentro. Jack miró a Cullen por encima del brillo ardiente del techo del coche.

– ¿Estuviste allí toda la guerra?

– Tres años y medio -dijo Cullen.

Y se quedó recorriendo la calle con la mirada, más allá de los pocos coches que había, aparcados en batería frente a los bloques comerciales. Luego, se dio la vuelta, despacio, para mirar hacia la zona del puerto, los cargueros pequeños y los pesqueros comerciales. Luego, con inquietud en la voz, dijo:

– Por Dios.

– ¿Qué pasa?

– El primer banco que atraqué en mi vida, y solo, estaba aquí, en Gulfport.

– ¿De veras?

– Pero ya no está. No lo veo.

– Ese edificio grande por el que hemos pasado al venir era un banco.

– No, era un banco viejo.

Jack se acercó protegiéndose los ojos del sol con la mano.

– Mira allá arriba, Cully, a aquel lado del edificio nuevo. El Hancock Bank.

Cullen se puso detrás del coche.

– Ah, Dios mío, ése es. Hemos pasado justo por delante.

Jack volvió al coche, repasando con la mirada la amplia Vigesimoquinta avenida. Se detuvo y volvió a mirar hacia abajo, al hombre que había en la acera, a unos quince metros, detrás de un coche aparcado al mismo lado de la calle que el suyo. Le costó un momento darse cuenta de que era el indio con pinta de criollo, que le devolvía la mirada.

– Sí, eso es -dijo Cullen-. Recuerdo las columnas de la entrada.

Franklin de Dios, con traje oscuro y camisa blanca, con la chaqueta abierta, se quedó quieto, sin moverse, mirándoles.

– Cully, vámonos -dijo Jack.

Se metieron en el coche e hicieron marcha atrás. Entonces lo veía por la ventana trasera. No se había movido. Cuando pasaron junto a él, les siguió con la mirada. Allí estaba, en el retrovisor, mirando todavía.

– ¿Cully? -dijo Jack.

– Si lo pienso, creo que la mejor época de mi vida fue cuando estuve en el ejército -dijo Cullen.

Condujeron por la zona del puerto y giraron hacia la derecha, junto a los camiones vacíos que llenaban el aparcamiento de camiones bananeros. Siguieron por delante del almacén de la Standard Fruit y luego pasaron por el muelle de cargueros pequeños y pesqueros. Enseguida se encontraron con la arena blanca y limpia que se extendía por el golfo de México, y Jack empezó a mirar por el retrovisor a uno que hacía surf en el golfo, una vela azul y naranja que levantaba espuma, y otra vez al espejo.

Cullen seguía hablando:

– En aquella isla vi morir a tíos que eran colegas míos. Mierda, sólo tendría unos once kilómetros, no sé para qué queríamos aquella isla de mierda. Pero estábamos juntos, en la misma guerra. Era una sensación que nunca he vuelto a experimentar, porque estábamos haciendo algo. O sea, algo importante. El tamaño de la jodida isla no importaba para nada.

– Ahora también estamos haciendo algo -dijo Jack.

– Tengo mis dudas de que salga bien. ¿Pero sabes una cosa? Creo que ni siquiera me importa.

– Quiero decir que ahora mismo tenemos algo en que pensar. Nos están siguiendo.

– ¿Un poli? No has hecho nada.

– Un poli no, el indio. El… ya sabes.

– ¿Sí? -dijo Cullen. Pero no pareció lo suficientemente interesado para volverse y mirar. Sin embargo, preguntó-: ¿Y qué vas a hacer?

– Llegaremos al otro lado de Pass Christian…

Jack calló y volvió a mirar por el retrovisor.

– Me encantaban las casas grandes que había allí -dijo Cullen-. Siempre pensaba: «Sí, chico, éste sería un buen lugar para vivir.»

– Luego apretaré -dijo Jack-. Lo pondré a doscientos por hora…

– ¿En esa curva? -dijo Cullen-. Hay una curva larga antes de llegar a la bahía.

– Mierda -le dijo Jack-. Tienes razón. Bueno, pues pasaré la curva y luego apretaré. Vamos a volar por encima del puente. Luego giraremos de golpe a la derecha en North Beach y lo perderemos de vista.

Y eso hicieron.