171537.fb2
Dagoberto Godoy y Crispín Reyna tomaron champaña con sus gambas y hablaron entre sí en castellano, ignorando al hombre de la CIA, Wally Scales. Estaban comentando las películas familiares de Ferdinand Marcos que aparecían en las noticias de televisión.
En aquella película en concreto, de una fiesta, su mujer, Imelda, le cantaba «Feelings» mientras el dictador masticaba un trozo de pizza.
– Ni siquiera deja de comer -dijo Dagoberto- mientras la vaca canta. He oído que ha dejado miles de vestidos y de pares de zapatos…
– Robó miles de millones de dólares, o más -comentó Crispín.
– Escucha -dijo el coronel-. Tenía tantos pares de zapatos que podía llevar uno distinto cada día durante ocho años sin repetirlo jamás. Tenía quinientos sujetadores, casi todos negros, para levantarse esos enormes pechos. Mira -dijo entonces-, ése es Bong Bong, el hijo de Marcos, el que canta ahora. Creo que es maricón.
– El que canta es George Hamilton -le dijo Crispín.
– No, ése no. El otro, el de la cara pintada, el maricón.
– El jodido de Marcos tenía cojones, para ser tan canijo.
– Sabía cómo vivir -añadió Dagoberto-. He oído que tenía más mujeres que Somoza. Bueno, claro, casado con esa vaca… Mírala.
– Sí, y ahora tienen que conectarle los riñones a una máquina -dijo Crispín.
– A veces se acaba pagando. Nadie puede decir lo que le va a pasar. Pero hasta el final… Tío, sabía vivir.
Dagoberto tomó un trago de champaña con una gamba en la boca, luego miró hacia el otro lado de la habitación, y dijo:
– Por favor, Wally, come algo con nosotros, que es nuestra última noche.
Wally Scales se quedó mirando el televisor. Se volvió, meneando la cabeza, se ajustó las gafas y se acercó a la mesa de servicio. Cogió una gamba del plato que había sobre una bandeja llena de hielo picado.
– Probablemente podríamos haberle salvado el culo a Ferdinand, pero se le acabó el tiempo. Hasta el presidente tuvo que admitirlo y pasar el trago. Pero el jodido espabilado sabía vivir, ¿eh?
– Eso le decía a Crispín -explicó el coronel-. Sí, está bien que te diviertas si tu gente no se está muriendo de hambre. Pero llevarse todo lo que él se llevó, todo el dinero, y meterlo en este país, eso es una vergüenza. -Cogió una botella de champaña de la cubitera que tenía junto a la silla y le sirvió una copa a Wally Scales-. Si miro esta mesa, pienso: «Sí, yo también me lo estoy pasando bien.» Ah, pero es distinto. Podría ser mi última comida de este tipo. Dentro de pocos días estaré en las montañas, comiendo cosas enlatadas y luchando por la libertad. -Levantó la copa-. Quién sabe, tal vez ésta sea la última copa de champaña que beba en mi vida.
– Entonces, mejor que te tomes unas cuantas -dijo Wally Scales-. Alegra tu última noche. Eh, pero no te olvides de pagar la cuenta cuando te vayas. -Miró hacia los cinco sacos que había encima del sofá, tres de ellos llenos, dos vacíos, doblados-. ¿Cuánto has dicho que habías conseguido, dos millones y medio?
– No, Wally, dos millones ciento sesenta y cuatro mil -dijo Dagoberto-. Bastante quizá para comprar un helicóptero, a no ser que lo podamos conseguir a mitad de precio. Ya sabes que estamos ofreciendo un millón de dólares al piloto sandinista que nos traiga un Mi-24.
– Y tú sabes por qué no ha picado nadie, ¿verdad? Saben que les pegaríais un tiro.
– No, Wally, nunca haríamos eso.
– Yo sé dónde podríais conseguir algún M-16 por medio millón menos. En el ejército filipino tienen toda clase de sistemas de armas y mierdas de ésas. -Se acabó el champaña y volvió a mirar los sacos-. ¿Crees que es seguro dejarlo aquí por la noche?
– Lo vigilaremos con nuestras vidas -dijo Dagoberto. Levantó la botella de champaña, ofreciéndole más.
– No, basta -dijo Wally Scales dejando su copa sobre la mesa-, tengo que irme, pero me llamarás mañana desde Gulfport, ¿verdad? Antes de subir al barco. Me llamas por la línea privada y luego te comes el papel donde te he apuntado el número. -Wally Scales vio que el coronel ponía una expresión de idiota y siguió-: Es broma, Bertie; un poco de humor negro. Todo el mundo sabe lo que estamos haciendo. Podría añadir que algunos de los nicaragüenses residentes aquí están cabreados porque no les has llamado. -Dagoberto inclinó la cabeza hacia Crispín.
– Utilizo a aquellos en quienes confío. Claro, conozco a algunos, pero la gente puede cambiar de idea. Crispín es leal, y conozco a su familia.
– ¿Confías en Franklin?
– Sí, claro. Hace lo que le dicen.
– Bueno, él no se siente muy seguro con respecto a vosotros por vuestra forma de actuar.
– ¿Qué? ¿Te lo ha dicho él?
– Dice que sólo habláis de Miami, de lo grande que es, de lo lleno que está de felpudos rubios.
– ¿Eso ha dicho Franklin?
– Os diré un par de cosas, chicos. Primera, que tenéis una persona que os vigila, un chico en el que yo puse mucho interés y que me quiere como a un hermano blanco. ¿Entendéis lo que significa eso? El chico es constante, come lo que le den y nunca protesta. Segunda, que creo que tendríais que daros cuenta de lo solo que se siente Franklin. Creo que el único motivo por el que os la tiene jurada es que no le habláis bastante. ¿Entiendes? Invítale a subir y ofrécele unas copas, por el amor de Dios, si el dinero no es tuyo. ¿Qué opinas?
Dagoberto se encogió de hombros:
– Claro, ¿por qué no?
Wally Scales empezó a darse la vuelta, miró hacia el televisor y se detuvo.
– ¿Sabéis lo que me parece más interesante de ese número de las Filipinas? Me refiero a cómo echaron a Marcos. Lo pensaba ayer mientras leía lo de Jerry Boylan, ese tipo al que asesinaron en el lavabo. Hace tiempo, cuando su gente, los del IRA, se rebelaron contra los británicos, en 1916 (el Levantamiento, como lo llaman ellos), asaltaron y tomaron la oficina de Correos de Dublín. Pero cuando los filipinos se levantaron contra Marcos, ¿qué tomaron? La jodida emisora de televisión. Los tiempos han cambiado, señores; vivimos en la era de la inteligencia electrónica instantánea. Si la cámara de vídeo no te coge, te cogerá la computadora.
En aquel momento, el coronel nicaragüense y el nicaragüense cubano de Miami hablaban otra vez en castellano y seguían bebiendo champaña, y comiendo gambas. Dagoberto se quedó mirando el televisor. Por un momento, pensó que seguían dando películas familiares de los Marcos, pero era la serie «La rueda de la fortuna».
– ¿Crees que Franklin le cuenta cosas? -preguntó Crispín.
– Creo que Wally se lo ha inventado -contestó el coronel- para que pensemos que la CIA nos controla. Tendría que haberle dicho que eso era insultarnos. Tendría que haberme ofendido, quizás incluso haber montado en cólera.
– Olvídalo -dijo Crispín-. Hoy, en el periódico, un hombre que escribía sobre la ayuda a los contras hacía esta pregunta: ¿irá el dinero a los patriotas anticomunistas, o a cuentas privadas en Miami? Yo creo que es mejor que no protestemos, que les demos algo en que pensar.
– Mañana le diré que me he sentido insultado.
– Mañana sólo tienes que decirle a Wally una cosa: «¡Me han robado!» Con sentimiento. Practícalo: «¡El muy hijo de puta se ha llevado el dinero!» Así.
Dagoberto estaba pensando, mirando hacia la ventana que destacaba bajo la luz del atardecer en un balcón del Hotel Royal Sonesta, al otro lado de la calle.
– Mañana, Nacio cogerá un billete en el aeropuerto, a nombre de Franklin de Dios. -Estaba pensando en voz alta-. A las nueve y diez de la mañana, embarcará en el vuelo a Atlanta. Luego, cambiará el billete por otro para Miami.
– Nacio no se parece en nada a Franklin.
– Tanto da. Nos llamará desde Atlanta, cuando esté seguro de que sale el avión hacia Miami. Justo antes.
– Mientras te fíes de él…
– Nacio estuvo en la Guardia Nacional, fue mi ayudante hasta 1979, y entonces se vino aquí. No hace preguntas… Está bien. Franklin irá mañana al aeropuerto, a la misma hora, a devolver el coche.
– ¿Reconocería a Nacio si lo viera? -preguntó Crispín.
– No hay ninguna posibilidad de que se conozcan. Nacio es de Managua. Bueno, Franklin vuelve al hotel en taxi y nosotros nos vamos con el Mercedes nuevo. Sí. Sí -dijo Dagoberto-, antes de que Franklin se vaya al aeropuerto podría llamar a Wally y decirle que ha sido un insulto.
– Si no te olvidas de eso, es que estás loco -dijo Crispín. Estaba tranquilo, con la pierna estirada sobre el brazo del sillón-. Escucha, lo único que tienes que decirle es que Franklin estaba vigilando el dinero en la habitación mientras nosotros desayunábamos abajo. Cuando hemos vuelto, se había ido con el dinero. Y con el coche, el Chrysler.
– No le digo que Franklin lo ha devuelto a la compañía de alquiler en el aeropuerto.
– ¡Madre de Dios! -dijo Crispín-. El aeropuerto, ni lo menciones. Le dices que se ha llevado el dinero y el Chrysler, el amigo fiel del hombre de la CIA, ¡maravilloso!, y que nos vamos a buscarle.
– Wally me preguntará adónde.
– No lo sabes. Estás histérico, tío, excitado. Entonces sí que montas en cólera. Le dices a Wally que le volverás a llamar.
– ¿Y qué pasa si avisa a la policía?
– Que busquen, qué más da. Luego, cuando le vuelvas a llamar, ya sabremos que tu hombre, Nacio, habrá abandonado Atlanta, ¿eh? Le dices a Wally que has llamado a varias líneas aéreas, pero que nadie te puede dar información sobre Franklin de Dios, así que exiges que investigue él y le dices que le volverás a llamar.
– Por tercera vez.
– Sí, estás muy ansioso.
– ¿Desde dónde le llamo?
– Desde donde estemos, no sé. Ya habremos salido de aquí. Supongo que estaremos en el estado de Misisipí.
– ¿Le llamo cuando hayamos matado al indio?
– Por supuesto, después.
– De acuerdo, llamo a Wally por tercera vez…
– Y te dirá que Franklin se ha ido a Miami.
– ¿Y si todavía no lo sabe?
– Lo sabrá, no te preocupes. Le dices que nos vamos inmediatamente hacia allí y cuelgas el teléfono. ¿Sencillo, no? Eso es todo lo que tienes que hacer.
– Sí, pero no te adelantes. Hemos matado al indio… ¿qué hacemos con el cadáver?
– Eso es nuevo para ti, ¿eh? -dijo Crispín-. Cuando lo hacéis vosotros, dejáis los cadáveres tirados por ahí, ¿no?
– Quiero saber dónde lo meteremos.
– Ya lo veremos. En Misisipí, en algún bosque.
– No quiero sangre en el coche.
– Si se mancha, te compras otro.
– Hombre, me ha costado sesenta mil dólares.
Crispín alzó su copa y bebió champán, dejando que pasara un momento de silencio.
– ¿Qué es lo que te preocupa por matar a ése?
– El indio me tiene sin cuidado. No significa nada para mí.
– Entonces, ¿qué te preocupa?
– Soy un soldado. Esto no es como luchar en la guerra.
– Bueno, dentro de poco ya no serás un soldado -dijo Crispín, y sonrió-. Puedes considerar esto como un aprendizaje de nuevos negocios.
Dagoberto guardó silencio durante un rato.
– Necesitaremos una pala.
– ¿Para qué?
– Para enterrar al indio.
– Sólo enterraremos las manos y la cabeza. Para eso no hace falta una pala.
– Necesitamos un hacha.
– La conseguiremos.
– O un machete.
– Será más fácil conseguir el hacha.
– Ese jodido indio, mira que irse de la boca.
– Has dicho que creías que Wally se lo había inventado.
– En parte. Pero sé que ese jodido indio se ha ido de la boca. Es una vergüenza que no podamos fiarnos de nadie, ¿no?
Wally Scales salió del hotel y cruzó la calle Bienville para llegar hasta Franklin de Dios, que estaba junto al Chrysler negro, con su traje negro, con el cuello abotonado pero sin corbata; el chófer indio, salido de las tierras salvajes de Río Coco, vía Miami, para llegar a una calle de barrio francés. «Vaya, vaya -pensó Wally Scales-, y no hay manera de saber qué ronda por su cabeza.»
– ¿Por qué no nos tomamos una copa de despedida, amigo?
– Tengo que estar aquí.
– Es posible que tengan compañía, pero dudo que salgan hoy, con tanta pasta ahí dentro.
– Me han dicho que tengo que quedarme aquí fuera.
– Y usar la puerta de atrás, ¿eh? Y sacudirte el polvo de los pies.
– ¿Qué?
– Nada, hablaba por hablar. ¿Te has de quedar aquí toda la noche?
– Me han dicho que vigile, eso es todo.
– ¿Para qué?
– No lo sé.
– No he notado que estuviesen preocupados por nada. ¿Y tú?
– Sólo se ven a sí mismos.
Ahí, por un segundo, el indio se mostró abierto.
– ¿Me quieres decir algo, Franklin?
Wally Scales percibió cierta duda en el indio, antes de que éste negara con la cabeza.
– ¿Nada extraño o inusual? ¿Adónde has ido hoy? -preguntó.
– He seguido el coche de la mujer.
– ¿Sí? ¿Adónde ha ido, a algún sitio especial?
– Por ahí.
– Puedes decirme lo que quieras, amigo, cualquier cosa que te preocupe. -Wally Scales le dio tiempo para que se descargara, pero no lo consiguió. Siguió hablando en tono cálido, de confesión-. Supongo que fuiste tú quien tuvo que cargarse a ese hombre. Al del lavabo.
Franklin no dijo nada.
– Siento que tuvieras que hacerlo. Ya debes de saber que era un tipo muy peligroso. Hubiera intentado robaros el dinero. De eso estoy seguro, y hubiera matado a quien se interpusiera en su camino. De hecho, sabemos que estuvo en Managua… Bueno, tanto da.
»En fin, ¿estáis preparados? ¿Listos para el viaje en el barco bananero?
– Sí, creo que ya es hora de volver a casa y ver a la familia.
– ¿Y volver a tu guerra?
Franklin movió los hombros, como encogiéndolos, de nuevo encerrado en sí mismo.
– Si quieres quedarte, puedo arreglarlo.
– Quiero ir a casa.
– Si eso es lo que quieres, Franklin, lo tendrás. Tendrás a los malditos murciélagos golpeando en tu ventana, malaria, hepatitis, diarrea (la venganza de Somoza, el hijo de puta) e insectos. Todos los insectos que el hombre conoce y algunos más. Nunca en mi vida he visto tantos insectos. Parecen bestias salvajes más que bichos. Pasé dos años allí abajo y no volveré nunca. Ni por un sueldo ni a punta de pistola. Cuando oigo a esos dos luchadores por la libertad decir que podría ser su última comida de trescientos dólares, se me rompe el corazón. El coronel, hablando con la boca llena…
Wally Scales miró hacia la calle Bourbon, a los turistas, se quedó un rato mirando mientras ponía orden en sus ideas, y siguió hablando:
– Te diré una cosa, Franklin, ya que es posible que nunca volvamos a vernos. Hablo bastante buen castellano y casi puedo entender todo lo que oigo, pero nunca lo he dicho. Si te haces el idiota y escuchas, siempre se aprenden cosas. Por ejemplo, he oído al coronel decir una cosa en castellano y otra totalmente distinta en inglés. Incluso su tono de voz, según hable con uno u otro, le delata, y él no se da ni cuenta. No he conseguido enterarme de ningún auténtico secreto, pero he observado que ese hombre es avaricioso y te lo diré claro, Franklin: mantén los ojos muy abiertos. Si no te han incluido en su conversación puede ser por algo más que por simple esnobismo. Tal como se lo pasan esos dos cowboys, cuesta mucho imaginárselos luchando en los bosques. Son capaces de dejarte tirado en una esquina y desaparecer. Si esos sucios cabrones te dejan colgado, llámame. Te voy a dar un número de Hilton Head, en Carolina del Sur. Mira, puedo hacer que te recojan y llevarte a casa de alguna manera. Te lo prometo. O, por otro lado, si te llevan con ellos, pero dicen que van a Miami o algún sitio así, al cayo de Biscayne, por ejemplo, te agradecería que también me lo dijeras. Me importa una mierda el dinero que se llevan, no lo han sacado precisamente de viudas y huérfanos, pero odio pensar que se me utiliza. ¿De acuerdo? ¿Me llamarás?
Franklin asintió.
– ¿Te han enseñado el dinero?
Franklin negó con la cabeza.
– Ahí arriba hay cinco sacos de banco, tres de ellos, según dicen, llenos de dólares americanos. -Wally Scales frunció el ceño y se ajustó las gafas-. Un momento… ¿se han vuelto locos? Dudo que sepan cuál es la capital de Nebraska, pero no están pirados, ¿verdad? Dejar dos millones de pavos tirados en el sofá e irse a la cama… Si tú fueras el coronel, Franklin, ¿cómo los guardarías?
– ¿Quiere decir si no fuera sentándome encima con el arma en la mano? -preguntó Franklin.
– Sí, ¿hay alguna forma mejor?
– ¿Esconderlo?
– Podría ser, pero ¿dónde?
Wally Scales le dio tiempo para que lo pensara.
– Franklin, ¿recuerdas cómo te enseñamos a utilizar una granada? Abres una puerta o una persiana, y… ¡pumba…! Creo que el coronel neutralizó a un cura mediante esa técnica. El cura abrió el maletero de su coche y encontró su premio. ¿Sabes por qué te digo esto? Si te entra la curiosidad, amigo mío, y esos dos no te dicen nada, ten muchísimo cuidado con lo que abres, ¿entiendes? Di que sí.
Franklin asintió.
– Me han dicho que tienen algo más de dos millones de pavos. ¿Cuánto es eso en córdobas? Añádele unos cuantos ceros y llévalo al mercado negro. Mierda, eso serviría para comprar algunas latas y plátanos fritos, ¿verdad? Si no fueran a comprar armas y municiones.
El indio ni siquiera pestañeó.
– Pero en eso estamos, Franklin, en el asunto de la guerra silenciosa. -Wally Scales volvió a mirar hacia la esquina al oír débilmente la música dixieland que salía de algún lugar de la calle Bourbon. Mirando de nuevo a Franklin, dijo con el tono de voz más bajo posible:
»Te diré algo más. Sólo entre nosotros, ¿vale?… Voy a dejar este jodido trabajo. El hombre que me contrató ha ido ascendiendo hasta director, el mayor nivel profesional en la agencia, y ha presentado la dimisión. Lo ha dejado porque estaba hasta el moño de toda esta mierda, y eso es exactamente lo que voy a hacer yo. ¿Sabes por qué?
Esperó a que Franklin de Dios, mirándole con sus ojos oscuros y solemnes, negara con la cabeza.
– Porque, hagamos lo que hagamos, siempre tenemos la jodida razón. ¿Sabes qué quiero decir?
– Está cansado -dijo el indio.
– Hombre, que si lo estoy.