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Franklin se había decidido por el camino: no entres en ningún sitio como entraste en aquel cuarto de baño. Ni anuncies tu llegada. Entra rápido y apunta al tipo con tu pistola antes de que se entere de lo que está pasando.
Pero no le salió como quería. Había pensado que la puerta estaría abierta para que la gente pudiera entrar a ver a los muertos; alguna mujer que echara de menos a su marido al acostarse, claro, y quisiera volver a estar con él. Pero la puerta estaba cerrada. De modo que tuvo que romper uno de los pequeños cristales con la empuñadura de su pistola y luego darse prisa, porque había hecho mucho ruido, para coger al tipo antes que se diera cuenta de lo que pasaba y sacara su propia arma.
En aquel momento, Franklin estaba en la escalera.
Llegó al rellano, donde la escalera daba la vuelta, miró hacia lo alto y vio a un tipo arriba de todo, con la camisa desabrochada, bajo la luz del techo. Su cabello parecía mojado. Franklin le apuntó con la pistola porque tenía algo en las manos que brillaba bajo la luz, algo que parecía una pieza de metal. El tipo lo bajó lentamente, viendo que no podía usarlo, lo tiró al suelo sin que nadie se lo pidiera y se quedó con las manos a los costados, sin levantarlas.
– Se supone que has de unir las manos detrás de la cabeza -dijo Franklin.
Pero el tipo no lo hizo. Se cogió la camisa desabrochada, en la parte de arriba de la escalera, y dijo:
– Mira, no llevo nada. Soy tu prisionero, ¿vale? Pero no voy a poner las manos detrás de la cabeza, ni me voy a poner en cuclillas, ni ninguna de esas mierdas. ¿Quieres mis zapatos? No los llevo puestos, pero si ésa es la costumbre te daré un par. Venga.
El tipo se alejaba y Franklin tuvo que subir las escaleras corriendo para alcanzarlo. El tío andaba por el pasillo diciendo:
– ¿Te crees que todavía estás en esa jodida guerra? Tendré que ponerte al día, Franklin, si es que puedo saber de dónde has salido.
Entraron en la habitación del tipo, donde habían hablado por primera vez cinco días antes. Pero en esta ocasión había una mujer pelirroja, con los ojos muy abiertos, la misma mujer que estaba con el coronel la noche anterior en el hotel. El tipo dijo:
– Franklin, ésta es Helene. Creo que ya os conocéis. Siéntate, Franklin. Beberemos algo y aclararemos unas cuantas cosas.
El tipo abrió la nevera, pero luego se volvió hacia él, diciendo:
– Eh, Franklin, pero antes tienes que guardar esa pistola, ¿vale?
– Lo llamaron cena pro luchadores de la libertad, o algo así. Fue en Miami, en un gran hotel. Había gente en todas las mesas de la sala y yo estaba en una mesa larga que había al principio -dijo Franklin-. Primero nos dieron una cena que costaba quinientos dólares por persona. Creo que era pollo. Bastante bueno. Luego oímos los discursos. Un tipo soltó el rollo, dijo mi nombre a todo el mundo y explicó que era un indio misquito que luchaba por la libertad de mi pueblo, y todo el mundo aplaudió. Luego regalaron esculturas de águilas a gente que había dado mucho dinero. Luego, algunas personas, otras, vinieron a hablar conmigo. Uno de ellos, un indio de Estados Unidos, me dijo que no me lo creyese, que todo lo que me decían era pura mierda. Vino gente rica a darme la mano. ¿Sabes lo que me decían? «Buen chico.» ¿Que querría decir eso?
– Significa -explicó Jack- lo que te dijo el indio. Te estaban envainando con el pollo a la reina.
– Un hombre rico me dijo que había dado veinticinco mil dólares y que le encantaría unirse a mí en la lucha por la libertad, pero que su mujer no le dejaría ir. Le contesté que se trajera a su mujer. Podría trabajar en el campo con la mía.
– Buen chico -dijo Jack.
– No puedo creerlo -dijo Helene.
Franklin frunció el ceño, mirando de Helene, sentada al otro lado del sofá, a Jack, que estaba de pie junto a la nevera.
– Quiere decir que es una historia muy curiosa -explicó Jack-. Sigue.
– Había unas personas que un hombre dijo que eran refugiados que habían huido de la tiranía comunista. Les dijo que alzaran las manos y todo el mundo aplaudió.
– ¿Sí? ¿Quiénes eran?
– Algunos de los camareros que trabajan allí.
– ¿Te dieron una medalla o algo?
– Me dieron un uniforme nuevo de combate para que lo llevase en la cena, uno de esos de distintos colores. Me dijeron que me lo podía quedar. Me dieron aquella cena, con pollo, pero yo no tuve que pagar los quinientos dólares. También nos dieron helado.
– ¿Te trajeron de Nicaragua para una cena de recaudación de fondos?
– De Honduras. Me trajo en avión un hombre de la CIA. Luego tenía que volver. -Franklin se estiró y sacó la Beretta de la cintura de sus pantalones-. Me hace daño, cuando me siento se me clava -dijo dejando la pistola en el sofá, entre él y Helene.
Jack vio que Helene miraba la automática azul metálica, fascinada o temerosa de moverse, era difícil adivinarlo. Le gustaba verla allí, a la vista. El tipo empezaba a sentirse cómodo.
– Quítate la chaqueta, si quieres.
– No, estoy bien.
– Así que te trajo un tipo de la CIA. ¿Fue Wally Scales?
– No, otro tipo. -Franklin abrió aún más los ojos-. ¿Pero conoces a Wally?
– Lo conozco -dijo Jack, dirigiéndole una sonrisa estúpida y dejando que se lo pensara mientras salía de la habitación.
Volvió con una silla de aluminio y plástico que había comprado tres años antes por 9,95 dólares. Sirvió otro vodka para Franklin. Al sentarse miró a Helene y se dio cuenta de que ella le observaba. Helene le conocía. Cruzó las piernas y jugueteó con los dedos de sus pies descalzos. Estaba seguro de que si volvía a mirar a Helene ella pondría los ojos en blanco.
– Entonces te quedaste y empezaste a trabajar con Crispín.
– Me dijo que no volviera, que le iría bien un luchador por la libertad porque Miami estaba lleno de sandinistas.
– Tengo entendido que una vez disparaste a tres tipos. O que tuviste algo que ver con eso.
– ¿Cómo lo sabes?
– Wally Scales lo sabía, ¿no?
Vio que Franklin se tomaba unos segundos para contestar, mirándole.
– Quizá sí. Pero creo que tú sabes más que Wally.
Jack tomó un trago de su vodka y le dejó que dudara.
– Crispín me dijo que aquellos tipos eran sandinistas. Dijo que teníamos que matarlos o que nos matarían ellos a nosotros. Pero la policía me dijo que no, que eran de Colombia y que hacía mucho tiempo que se dedicaban al tráfico de drogas con Crispín. Dijeron que era un delincuente.
– Eso también lo sabía -dijo Jack-. Pero no llegaste a ir a la cárcel…
– Nunca en mi vida.
– Disparas a la gente… Pero eso es lo que se hace en la guerra, cuando se es soldado, ¿eh?
– Sí, por supuesto. Ya te lo he dicho antes. He venido aquí, quería saber por qué no me mataste. Pero ahora ya lo entiendo.
– Yo no estoy en la guerra.
– Sí, como Wally. Él tampoco puede matar a nadie.
– No, te tienen a ti. Te pasan a ti el trabajo asqueroso y se quedan con las manos limpias. Pero ¿por qué no me denunciaste cuando me cogiste en la habitación del coronel?
Franklin pareció sorprendido.
– Porque no me habías matado. O sea, entonces supe que no eras sandinista. Si no lo eres, entonces no me incumbe pensar en ello.
– ¿Se lo has dicho a Wally?
– Si le interesara, ya lo sabría. Y si no le interesa, ¿para qué iba a decírselo? Te veo más a ti que a él.
– ¿Y él qué te dice, Franklin?
– Yo no sabía si eras de la funeraria o de la policía, o qué. Pero ahora, bueno, vale. No trabajas en el mismo sitio que Wally, pero… Bueno, a mí me parece bien, lo entiendo. -Miró a Helene-. La vi en el hotel con el coronel y pensé que era amiga suya. Pero ahora veo que trabaja para ti. De acuerdo, no tienes que explicarme nada. -Franklin se inclinó hacia delante para levantarse del sofá-. ¿Puedo usar tu lavabo?
– Está allí.
Franklin se levantó y se dirigió al dormitorio.
Jack miró la pistola, que había quedado sobre el sofá. Y luego miró a Helene, cuando ella le dijo:
– Jack, eres de miedo. Tendrías que haber sido actor.
– Ya lo sé.
– Confía en ti.
– Está confundido. Sé tanto de él… Cree que debo de ser una especie de agente secreto.
– Incluso le caes bien.
– ¿En serio?
– Jack, tal como le tratan esos gilipollas arrogantes… Debes de ser la única persona que conoce que al menos habla con él.
– ¿Tú crees?
– Le tratan fatal.
– No es mal tipo.
– Parece simpático.
– Sí, cuando se le conoce.
– Son todos bajitos, ¿verdad?
– Pero es duro, te lo aseguro.
– El traje le va demasiado grande.
– Si les falla algo, se las cargará él.
– Pobre tipo.
– Primero lo utilizan, y luego lo dejarán tirado.
– Pero tú no lo harás, ¿eh?
– Estoy intentando ayudarle.
– Eh, Jack…
– De verdad.
– Acaba de tirar de la cadena.
– Bien, me alegro de que sepa hacerlo.
– Chico, si alguien ha nacido para actor, eres tú.
– ¿Lo crees de verdad?
– Es una pena, tantos años perdidos.
– No me va mal.
Al volver, Franklin se paró y se quedó mirando su arma, sobre el sofá, antes de sentarse. Luego miró a Jack e insinuó una sonrisa. Jack se levantó y le sirvió otro vodka.
– ¿Estás contento, Franklin?
– Me siento bien.
– Mañana, de vuelta a casa, ¿eh?
Jack supo que el vodka estaba empezando a funcionar por la forma en que Franklin le sonrió.
– Déjame que te pregunte una cosa, Franklin. ¿Entiendes de qué va la guerra, allí en Nicaragua?
– Claro, luchamos contra los sandinistas.
– Ya. ¿Pero tenéis motivos para ello?
– Son gente de la peor calaña -dijo Franklin-. Queman nuestras casas, nos roban la tierra, matan a nuestra gente y nos hacen vivir donde no queremos.
– ¡Oh! -exclamó Jack.
Hubo un momento de silencio y Franklin siguió mirándole.
– Déjame que te haga otra pregunta -le dijo Jack-. ¿Crees que el coronel va a coger mañana el bananero, con esas sacas llenas de millones?
Le cogió con el vaso levantado, a punto de beber.
– ¿Y con su Mercedes nuevo de color crema? ¿Tú crees que es posible?
Franklin siguió mirándole, pero no contestó.
– Si no puede meter el coche en el barco, ¿crees que lo llevará por carretera hasta Nicaragua? Le ha costado sesenta y cinco mil dólares. No lo va a dejar aquí. Mierda, si lo compró ayer.
– Creía que a lo mejor era de Crispín.
– Eso creías, ¿eh? ¿Y entonces por qué está a nombre del coronel? Lo compró él, Franklin, y eso significa que es suyo… ¿Qué ha dicho Wally de eso?
– Wally sólo ha dicho que le llame si me dejan aquí.
Jack tuvo que pensar sobre eso.
– Tómate una copa y te contaré otra cosa.
Vio que Franklin se tragaba la mitad del vodka, gesticulaba, abría y cerraba los ojos y se pasaba la mano por la boca.
– Wally se interesa personalmente por ti, y me alegro de saberlo -dijo Jack-. Eres un buen tipo, Franklin. No queremos verte metido en ningún lío. Pero creo que será mejor que no esperes.
Franklin se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Que me vaya?
Jack se mordió el labio inferior.
– Maldita sea, me gustaría poderte explicar exactamente cómo trabajo. Supongo que te confundirás, con todas las entradas y salidas que tiene esta especie de juego. ¡Uf, hasta yo me confundo a veces! -Miró de reojo a Helene, su audiencia, que le observaba con la boca ligeramente abierta, sin mover ni un músculo.
Jack volvió a morderse el labio inferior-. Franklin, si te digo algo que no debería, ¿me prometes que no se lo repetirás a nadie, ni siquiera a Wally?… Me has de dar tu palabra de honor.
Franklin asintió.
– Dilo.
– Sí, lo prometo.
– Por tu honor.
– Sí, por mi honor.
– Vale. Primero, ¿sabes dónde está el dinero?
– A lo mejor está en la habitación del hotel.
– ¿Tú crees?
– A lo mejor.
– ¿En qué otro sitio podría estar? Estaba pensando que a lo mejor está en el coche, pero eso no sería tan seguro como tenerlo en la habitación, ¿verdad?
Franklin no contestó. Pareció encoger los hombros y Jack no estaba seguro de que le gustara la forma en que le miraba ahora.
– Tanto da. Éste es el trato, Franklin. Parece que el coronel y su compinche se van a largar a Miami con la pasta. Creemos que será mañana. -Jack le dirigió una pequeña sonrisa-. Tú también lo sospechabas, ¿eh? ¿Hablaste con Wally de esa posibilidad? Pero estoy seguro de que él no te dijo lo que les va a pasar a ese par de gilipollas, ¿no? Comprenderás que no te puedo dar detalles, Franklin, porque son confidenciales. Pero sí te diré algo. Si no quieres pasarte el resto de tu vida en la cárcel, condenado por un delito serio, tendrás que hacerme otra promesa ahora mismo. ¿Lo harás, por tu propio bien?
Pareció que Franklin iba a asentir, estaba a punto de hacerlo, pero esperó.
– Una vez visité una prisión estatal y te puedo decir que no son muy divertidas -dijo Jack-. Sólo te pido que me prometas que mañana por la mañana subirás a ese bananero y te irás directamente a casa a ver a tu familia.
Esta vez asintió.
– ¿No te parece bien? Librarte de este follón y volver a casa… Hombre, claro que está bien. Te deseo buen viaje, Franklin.
Seguía asintiendo.
– Y que Dios te bendiga.
Jack mantuvo su mirada reverente en el indio misquito. No se atrevió a mirar a Helene.