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26

Franklin salió del ascensor, con su bolsa de viaje, se encaró hacia la 501, inmediatamente a la izquierda, y llamó a la puerta. Esperó, volvió a llamar, esperó y volvió a llamar. No se oía ningún ruido dentro. Pero estaban allí, o tal vez abajo, en el comedor, o en algún otro sitio, porque el coche seguía en el garaje. Se volvió y vio a una negra delgada vestida con un uniforme de la limpieza que le colgaba, sin forma, con las manos apoyadas en una carretilla llena de toallas y sábanas, un cubo de plástico y varias botellas de detergente. Franklin le dijo:

– Déjame que te pregunte, madre, ¿les has visto salir por aquí?

La mujer se quedó ladeada, mirándole como si en realidad no le estuviera mirando, con la cabeza sólo un poco girada.

– Trabajo para ellos -explicó Franklin-. Pero lo voy a dejar y quiero decírselo.

La mujer se apartó de la carretilla para mirarle directamente. Tenía en la mejilla algo que Franklin pensó que sería rapé o tabaco.

– Lo vas a dejar, ¿eh?

– No me gusta trabajar para ellos.

Dio unos pasos hacia ella, hasta llegar al ascensor.

– ¿No te tratan bien?

Franklin negó con la cabeza.

– No me gustan. ¿Crees que están dentro?

– Creo que sí. ¿De dónde eres?

– De Nicaragua.

– Ya. Imaginaba que eras de por allí, por tu manera de hablar. Te vas, ¿eh? -Cuando Franklin asintió, ella siguió-: ¿Ellos también se van? -Franklin volvió a asentir-. Bien. Nunca había visto tanto follón como lo que he tenido que ordenar por ese hombre, Por su culpa, no me da tiempo a acabar.

– Son así -dijo Franklin-. Me pregunto, madre, si podrías abrir la puerta.

– Claro, cariño. Encantada.

Franklin le dio un dólar.

Dentro, oyó música y les oyó hablar en el dormitorio mientras echaba un vistazo. Vio la mesa de servicio, el desorden de vasos y platos sucios, los cojines del sofá en el suelo. Notó el olor a tabaco concentrado. Cruzó la sala de estar hasta llegar a la mesa de la esquina. El maletín del coronel estaba allí, pero las llaves del coche no. Las sacas de los bancos, lo advirtió entonces, estaban en el suelo, detrás de la mesa. Dejó su bolsa sobre la silla y se agachó para tocar una de las sacas redondas y observar la grapa metálica que la cerraba. No le costaría abrirla. Se puso de pie, mirando de nuevo la mesa, preguntándose si debería abrir el maletín del coronel, de piel de cocodrilo.

La voz del coronel dijo, en castellano:

– ¿Qué haces aquí?

Franklin se dio la vuelta. El coronel estaba de pie, no lejos de la puerta del dormitorio, con su ceñida ropa interior brillante.

– ¿Cómo has entrado?

– He estado una hora llamando a la puerta.

– ¿Cómo has entrado? -repitió el coronel, esta vez en inglés.

– La camarera. Ha abierto con su llave -explicó Franklin-. He llamado a la puerta, pero nadie me oía.

Miró a aquel hombre, con su ropa interior, sacando pecho, con el ceño fruncido. Entonces apareció Crispín, procedente del dormitorio, con una toalla atada a la cintura. Franklin deseaba preguntarles qué hacían oyendo la música de la radio. ¿Estaban bailando? Casi sonrió sólo de pensarlo.

– Dice que la camarera le ha abierto -le explicó el coronel a Crispín.

Éste parecía enfermo, muy delgado; le sobresalían los huesos. Cruzó la habitación para llegarse hasta la mesilla de café, sin decir nada, y cogió un paquete de cigarrillos. Franklin volvió a mirar al coronel, que seguía sin quitarle los ojos de encima.

– ¿Has devuelto el coche?

Franklin asintió.

– ¿Qué? No te he oído.

– Sí, he devuelto el coche.

– ¿Dónde está mi resguardo?

– No lo tengo. No me dijiste nada.

– Te dije que cogieras el resguardo. ¿Eres estúpido?

En castellano, Crispín dijo:

– No nos hace falta.

– Tanto si lo necesitamos como si no, le he dicho que lo cogiese.

– No sabe nada de resguardos -dijo Crispín-. No reconocería un jodido resguardo ni aunque le mordiera.

– Le dije que lo cogiera… Quería que vieran quién había devuelto el coche.

– Sí, por un momento lo había olvidado.

Franklin miró a uno y a otro. Al coronel, que decía:

– Porque bebes demasiado, y luego hablas demasiado. No sabes nada de autodisciplina. ¿Sabes cuánto durarías en la jungla?

A Crispín, que decía:

– Cuéntame lo que quieras acerca de la vida de campaña, no oí bastante de eso anoche. ¡Madre de Dios, contarle a esas putas toda esa historia de tu vida militar! ¿Sabes lo que eso les importaba? Nada. ¿Sabes adónde quieren ir? A Miami, ahí es adonde quieren ir.

Al coronel, que decía:

– Claro, por supuesto. Tú invitaste a esas putas a venir con nosotros. No te acuerdas, ¿verdad?

Franklin vio que el coronel se volvía y se le quedaba mirando, como pensando en algo que decir. Pero al parecer sólo se le ocurrió preguntar:

– Bueno, ¿qué quieres?

– ¿Llevo algo al coche?

– Todavía no he hecho mi maleta.

Franklin, sentado en el borde de la mesa, miró hacia abajo y tocó una de las sacas con el pie.

– ¿Y si me llevo una de éstas?

El coronel seguía mirándole.

– ¿Por qué? ¿Crees que el dinero está ahí?

– No lo sé.

– Nunca sabe nada -dijo Crispín, caminando por la habitación.

Cuando se metió en el dormitorio, dejándolos solos, Franklin dijo:

– Pero no lo creo. Creo que lo tenéis en el coche nuevo.

El coronel se puso las manos en las caderas, sobre los ceñidos calzoncillos rojo brillantes.

– ¿Ah, sí? Eres bastante despabilado, Franklin. ¿Dónde aprendiste? Con las misioneras, ¿eh? -El coronel habló por encima del hombro hacia el dormitorio, elevando la voz-: Franklin dice que cree que el dinero está en el coche.

Franklin oyó correr el agua en el cuarto de baño y la voz de Crispín, que decía:

– Pregúntale cómo lo sabe.

– ¿Cómo lo sabes, Franklin?

– Sé que no lo podéis guardar aquí.

– ¿Y lo guardamos en el coche, sin nadie que lo vigile?

– Creo que tenéis algo que lo vigila.

El coronel volvió a gritar hacia detrás:

– Dice que cree que tenemos algo que lo vigila.

– ¿Qué? -se oyó que decía la voz de Crispín.

Franklin esperó a que el coronel se lo repitiera y luego volvió a oír a Crispín.

– ¿Y eso cómo lo sabe?

«Están locos -pensó-. No lo saben y no lo sabrán nunca.»

El coronel, todavía con las manos en las caderas y con sus disparatados calzoncillos, le preguntó:

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Y qué más da? -contestó Franklin-. Dejo de trabajar para vosotros.

Franklin vio cómo al coronel le cambiaba la cara, se volvía fría y como de piedra, y se acercó a su bolsa de viaje, que seguía sobre la silla. Luego oyó la voz del coronel:

– ¿Qué has dicho? ¿Qué?

Franklin sacó la Beretta de la bolsa de viaje y vio que la expresión del coronel volvía a cambiar y que sus ojos se abrían desmesuradamente cuando le apuntó con la pistola de nueve milímetros al centro del pecho.

– He dicho que lo dejo -repitió Franklin.

Le disparó y lo vio caer hacia atrás y girar los brazos al derrumbarse. Se acercó al coronel, dijo «adiós», volvió a disparar y le vio agitarse. Oyó a Crispín antes de que apareciese en la puerta de la habitación con la toalla anudada a la cintura, también con los ojos muy abiertos. Franklin dijo:

– Lo dejo, Crispín.

Le disparó al pecho y luego tuvo que entrar en el dormitorio para decirle «adiós» y volver a dispararle.

Las llaves del coche estaban en el armario.

Roy se había situado en un lugar desde el cual podía mirar hacia el vestíbulo a través de la puerta de cristal y ver el ascensor. Si giraba la cabeza unos cuarenta y cinco grados, veía también la galería de la quinta planta, que era como una valla que daba la vuelta al patio. Estaba mirando hacia arriba, desde que había oído el débil pero claro «pop»; luego nada, luego otro «pop», y luego dos más, espaciados, de procedencia indefinida. Él ruido no había sido fuerte, pero lo había oído venir de alguna parte, y creyó que podía ser de arriba. Aunque también podía haber venido de la calle y haber sonado en el patio entrando por arriba. Ninguna de las personas que estaban desayunando en el hotel miró hacia arriba o pareció hacer comentarios al respecto.

Había una sirvienta negra allí arriba -le pareció que era negra-, que se había quedado junto a la carretilla y miraba hacia el ascensor. Roy la observó. Si los disparos venían de allí, los habría oído. Pero en aquel momento parecía haber perdido el interés en lo que estaba mirando o esperando, y se movió con su carretilla, alejándose del ascensor y del rellano de la 501. Arriba no había ni un alma. No se abrió ninguna puerta, ni nadie sacó la cabeza para ver qué había pasado.

Podían haber pescado al indio negro cogiendo las llaves del coche, pero no le iban a disparar por eso.

El ruido podría haber venido de fuera del hotel. Roy aceptó esa posibilidad, pero no lo creyó. Se dio cuenta de que algunos de los comensales también miraban hacia arriba, porque miraba él. Necesitaba un lugar más adecuado para vigilar. Podía subir a la habitación que habían reservado, la 509, y quedarse allí con la puerta abierta. Mierda, pero necesitaría una llave.

Franklin vio a la sirvienta al otro lado del pasillo mientras esperaba el ascensor. No se acercó a la galería para mirar hacia abajo y comprobar si alguien estaba mirando; no oyó ruidos ni voces. Llegó el ascensor, bajó en él hasta el vestíbulo y salió. Vio a un hombre y una mujer con sus maletas en el suelo, hablando con el conserje. Se dirigió a la puerta de cristal para mirar hacia el patio. En las mesas, todo el mundo parecía estar ocupado con el desayuno. Miró hacia el mostrador de recepción, se dio la vuelta y siguió moviéndose al ver a un tipo que esperaba al conserje, que estaba hablando por teléfono. El tipo tenía las manos apoyadas en el mostrador de recepción. Era el individuo que había estado con Jack Delaney. El fulano duro de pelo oscuro que debía de ser de la policía, seguro, por su forma de hablar. Franklin se apresuró y no miró hacia atrás, esperando que el tipo no le viera. No quería que le siguiera hasta el garaje. Con ése podía tener problemas, y no quería dispararle a nadie más. Aunque, si tenía que hacerlo, lo haría.

Estaban esperando en el coche de Lucy, mirando ambos hacia el cuadrado de luz más allá de la rampa. Ella dijo:

– Puede ser que ya lo haya dicho un par de veces, pero no veo adónde puede llevarnos esto.

– Es para tener contento a Roy -dijo Jack-. Se despierta gruñendo, pero tiene instinto de policía. No siempre las cosas son lo que parecen. O al revés.

– Nadie que estuviera en sus cabales dejaría dos millones dentro de un coche en un garaje público. Aunque el coche estuviera cerrado.

– Ya se lo he dicho.

– Entonces tendremos que devolverles las llaves.

– No nos preocuparemos de eso. Las podemos tirar en el vestíbulo. Siempre he creído que tenía paciencia, pero no la tengo.

– Yo también pensaba que la tenías.

– En cuanto empecemos, probablemente, tendré que ir al baño. Una vez estaba en una habitación de un hotel, con el tipo y su mujer durmiendo, y de repente tuve que ir. Ni siquiera había cogido nada todavía. Me fui corriendo abajo. Y eso fue todo, allí se me acabó la noche. -Se tocó la chaqueta-. ¿Sabes que he hecho? He dejado la pistola debajo del asiento. Será mejor que la coja.

Lucy le vio abrir la puerta.

– De momento no la necesitarás, ¿no? -Desvió la vista hacia la entrada del garaje, hacia el cuadrado de luz-. Jack, ahí está.

Franklin entró por la calzada del garaje, pasó delante de la primera fila de coches, delante de la segunda… Vio el viejo coche de Jack Delaney, con la puerta abierta, al fondo de la siguiente fila, y el coche azul de la mujer aparcado a su lado. Luego apareció Jack Delaney; se levantó junto a su coche, miró hacia él y levantó el brazo. Franklin no le devolvió el saludo. Giró en la fila donde estaba el Mercedes nuevo de color crema y caminó hacia él, sin mirar a Jack Delaney, pero sabiendo que no le daría tiempo a entrar en el coche y largarse. Jack Delaney se pondría delante del coche. No quería atropellado, pero lo prefería antes que dispararle. Volvió a mirar hacia atrás y vio que sería difícil incluso si lo intentaba. Jack Delaney se acercaba con una pistola en la mano.

– ¡Franklin, espera!

El tipo llevaba la bolsa de viaje en una mano y estaba abriendo el coche con la otra. Cuando Jack llegó junto él, ya lo había abierto y estaba entrando.

– Espera un momento, ¿quieres?

Franklin dudó y finalmente salió, dejando la bolsa sobre el asiento y levantando las manos a la altura de los hombros.

Jack cerró la puerta.

– Franklin, ¿qué estás haciendo?

– Me iba.

– ¿Con ellos? ¿Después de lo que te he contado?

– No, con ellos no. Tengo que coger el barco.

– ¿Le vas a robar el coche al tipo? ¿Qué harás con él?

– Lo dejaré por ahí… no sé.

– Un momento… ¿Qué les has dicho?

– Les he dicho que lo dejaba y me he despedido.

– ¿Sí? ¿Y qué han dicho?

– Nada.

– Franklin, por Dios…

Lucy se estaba acercando. Jack oyó el sonido de sus sandalias sobre el cemento, andando deprisa. Miró hacia atrás.

– Franklin se va a llevar su coche. ¿Podrías creerlo?

– No nos conocemos -dijo Lucy, mirando a Franklin al pasar junto a Jack, entre el Mercedes y el coche que había aparcado a su lado, extendiendo la mano para saludarle. Él bajó lentamente las manos, y Lucy le tomó una entre las suyas.

– He oído hablar mucho de ti, Franklin. Yo tenía un amigo que era misquito. Le hicimos un tratamiento en el hospital Sagrada Familia. ¿Lo conoces? El hospital de leprosos. Se quedó mucho tiempo con nosotros. Se llama Armstrong Diego. ¿Le conoces?

Jack vio que Franklin negaba con la cabeza. El tío parecía un tanto asustado o sorprendido.

– Le mataron los hombres del coronel Dagoberto Godoy -dijo Lucy-, al igual que a otros pacientes, con sus machetes.

– No nos quedemos hablando aquí -intervino Jack-. Franklin, ¿qué hace el coronel?

– Nada.

– ¿Qué quieres decir?

– Están tumbados, eso es todo.

– De acuerdo, Franklin, el dinero, ¿está en el coche?… Te lo llevas todo, ¿verdad? -Franklin parecía más resignado que molesto. Jack le vio asentir dos veces. Así era. Le hacías una pregunta, y te respondía-. ¿Sí? -Y le vio asentir de nuevo-. Tengo que creerte, Franklin, eres un tipo muy frío. -Jack sacó la Beretta y la alzó a la altura de su cara de indio criollo-. Ahora, danos las llaves. Pásaselas a Lucy.

Los ojos de Franklin no se apartaron del cañón de la pistola. Le dio las llaves a Lucy sin mirarla, dejando que ella se las quitase de la mano. Jack tampoco la miró, concentrado en los ojos del hombre, en su expresión solemne, hasta que vio a Lucy por detrás de Franklin, en la parte trasera del coche. Lucy estaba mirando el llavero, tratando de encontrar la llave que abría el maletero.

– Si lo abre… -dijo Franklin.

– ¿Qué?

– Morirá.

– Lo mismo que tú si te mueves -contestó Jack.

Se oyó la voz de Lucy:

– Tiene un montón de llaves.

– No morirá por mí -insistió Franklin-, pero morirá.

Se miraron a los ojos. Jack intentó mantener quieta la pistola.

– Lo digo en serio. No te muevas.

Pero Franklin ya se estaba dando la vuelta, y tuvo que gritarle:

– ¡Franklin, maldita sea!

Le apuntó la automática a la espalda y miró a Lucy, que, inclinada, alzó la vista y se levantó al ver llegar a Franklin. Éste le dijo algo y la tomó del brazo. Jack vio los ojos de Lucy, sorprendidos. Se acercó al maletero. Ella le estaba dando las llaves, mirando a Jack, que llegó a la parte trasera justo a tiempo de ver cómo Franklin metía la llave en la cerradura.

– Jack, no le toques -dijo ella.

Franklin, de rodillas, apoyó la palma de su mano en el extremo curvado de la tapa del maletero, hizo girar la llave con la otra mano y dejó que la tapa se abriera gradualmente unos pocos centímetros.

– Podría estar preparado para explotar -explicó Lucy, casi suspirando.

– ¿Cómo lo sabe?

– Cree que lo está -dijo Lucy-. Ya lo han hecho otras veces. Había un cura de Jinotega que abrió su maletero y voló en pedazos.

– Iba a dejar que lo abrieras tú.

– Sí, pero no me ha dejado.

Vieron que Franklin levantaba la tapa del maletero lentamente, aguantándola, dejándola subir un poco más, notando la tensión del mecanismo. Cuando la abertura fue de unos veinte centímetros, metió el brazo hasta el hombro, su cara quedó apretada contra el metal de color crema, y empezó a tantear sin ver, trabajando con los dedos. Luego empezó a estirarse, poniéndose de pie, y levantó la tapa con el hombro al levantarse. Se volvió para enseñarles lo que tenía en la mano, una granada con un trozo de percha estirado y atado a la anilla.

– Mk-dos -dijo Franklin-. Las llaman «pifias». -Miró a Jack, le ofreció la granada y sonrió-. ¿No la quieres? Bueno.

Se la metió en el bolsillo.

– Eres bromista, ¿eh, Franklin? -dijo Jack.

No sabía qué más decir, con aquel tipo delante con una granada en su bolsillo; aquel individuo podía haber dejado que Lucy volara. Eso es lo que ella le estaba diciendo:

– ¿Por qué me has detenido?

Franklin, manteniendo un resto de su sonrisa, agitó la cabeza, mientras Jack seguía mirándole. El tipo tampoco sabía qué decir. Se volvió hacia el maletero abierto para levantar del todo la tapa. Lucy miró y llamó a Jack. Éste se acercó y vio dos maletas de aluminio dentro del maletero.