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Cada vez que les llamaban de la leprosería para que fuesen a recoger un cadáver, Jack Delaney se sentía como si tuviese, de pronto, gripe o algo así. Leo Mullen, su jefe, se decidió finalmente a advertírselo:
– ¿Te das cuenta? Llaman, generalmente una de las hermanas, y un rato después pones voz de quejica y dices: «Oh, tío, no sé qué me pasa, estoy un poco chungo.»
– ¿Chungo? No he usado la palabra chungo en mi vida. ¿Cuándo fue la última vez? Quiero decir, la última vez que llamaron. Espera un momento. ¿Cuántas veces habrán llamado desde que estoy aquí? ¿Dos?
Leo Mullen apartó su mirada del cuerpo que yacía en la mesa de preparación.
– ¿Quieres que te lo diga exactamente? Es la cuarta vez que te he pedido que vayas en los casi tres últimos años.
Leo llevaba guantes de látex y un delantal de plástico desechable por encima de su conjunto de camisa, corbata y chaleco.
Jack Delaney estaba de pie junto a la doble puerta de entrada a la habitación embaldosada, a unos dos metros de la cabecera de la mesa de porcelana -ligeramente inclinada hacia un fregadero- sobre la cual Leo preparaba un cadáver. Parecía un hombre pequeño, calvo, pero con mucho pelo en el cuerpo. El pobre individuo, que yacía con sus pies dirigidos el uno hacia el otro, tenía una etiqueta enganchada en el dedo gordo del izquierdo. Cuando entraba allí, Jack nunca miraba directamente al cadáver. Echaba sólo rápidos vistazos para protegerse de los que pudieran afectarle, los muertos en accidente, imágenes que podían quedar grabadas en su mente para siempre. Aquél no parecía de ésos. Jack miró. «Oh, mierda.» Apartó la mirada. Aquel tipo debía de haber muerto en un accidente de coche. No era calvo, sino que había perdido todo el pelo de la frente, se le habían formado entradas de repente, por culpa del parabrisas de un coche. Jack se pasó una mano por su propia cabellera. La apartó antes de que Leo se diera cuenta y le dijese que tenía que cortarse el pelo. Se quedó mirando a Leo, que estaba insuflando Dis-Spray, un desinfectante, por todos los agujeros del fulano, la nariz, la boca, las orejas, todos sus negros agujeros.
– Creo recordar -dijo Leo- que las tres veces que han llamado, hasta hoy, te ha atacado algún tipo de bacilo durante veinticuatro horas. Eso es todo lo que digo. ¿Tengo razón o no?
– Ya he estado en Carville. Cuando trabajaba para Rivés, subíamos allí una o dos veces al año para afinar el órgano. Uno de ellos, generalmente Uncle Brother, se ponía al teclado a tocar unas notas. Y me subía a la plataforma de los tubos, por aquella escalera que se tambaleaba, y hacía los ajustes en las mangas. Era yo quien tenía oído.
Parecía como si Leo estuviese afinando el órgano del tipo de la mesa de preparación, levantando sus partes íntimas para poder desinfectarlo a fondo, mientras Jack miraba y pensaba que seguramente algún día aquel hombre estuvo orgulloso de su paquete. Un fulano pequeño, pero potente.
– ¿Acaso he dicho que estuviera enfermo, o que no me encontrase demasiado bien? -preguntó Jack.
– No. Todavía no. Acaban de llamar. -Cogió una manguera que estaba conectada al fregadero y abrió el grifo-. Aguántame esto, ¿quieres?
– No puedo -le contestó Jack-. No tengo licencia.
– No te denunciaré. Venga, sólo tienes que enjuagar la mesa. Pásale la manguera desde la incisión.
Jack se inclinó para coger la manguera sin mirar el cadáver.
– Hay otras muchas cosas que preferiría hacer antes que manosear el cadáver de un muerto de lepra.
– Enfermedad de Hansen -puntualizó Leo-. De eso no se muere, mueren por otras cosas.
– Si no recuerdo mal, la última vez que nos llamaron de Carville hiciste que recogiera el cadáver una compañía de transportes.
– Porque tenía ya tres cuerpos aquí, dos de ellos en esta misma habitación, y tú quejándote de lo chungo que te encontrabas.
– ¡Y una mierda! Tienes tan pocas ganas como yo de tocar a un leproso muerto.
Jack Delaney podía hablar así a su jefe porque eran bastante amigos, porque era su cuñado -estaba casado con su hermana Raejeanne- y porque la madre de Jack vivía con ellos parte del año, los cuatro o cinco meses que pasaban al otro lado del lago, en Bay St. Louis, en Misisipí.
Leo era el último representante de Mullen e Hijos, Funeraria. Era el nieto cincuentón del fundador, había trabajado para su padre y para un tío, y ahora era el dueño, el final de la rama familiar. Dentro de diez años vendería el negocio y se retiraría a la bahía, a tender redes para capturar cangrejos y leer novelas históricas. Hasta entonces parecería triste, ofrecería palabras de consuelo, dirigiría rosarios si hiciera falta y nunca se escaparía a tomarse una copa en el piso de arriba mientras no se hubiesen retirado los familiares. Hubo clientes que creyeron que era el tío de Jack. En una ocasión, en el Mandina, Jack le había dicho a Leo:
– Nunca tendrías que haberte dedicado al negocio de las pompas fúnebres.
– Y tú que lo digas -había contestado Leo.
Jack Delaney tenía ya cuarenta años, pero parecía más joven. Su madre decía siempre que era su chico bueno, o su niño guapo. Nunca mencionaba Angola, la penitenciaría del estado de Louisiana donde su niño había cumplido treinta y cinco meses de condena, trabajando en los campos de algodón y soja y rastrillando la maleza. Jack le había dicho a su mami que había traído con él lodo del Misisipí al salir. Su mami tenía siete fotos suyas enmarcadas, algunas de cuando hizo de modelo para la Maison Blanche. Tenía también una foto de Raejeanne, la orla del día de su graduación en la Dominican. A las chicas les encantaba el cabello alborotado de Jack, su enjuta constitución y su sonrisa de buen chico. Exclamaban «¡Oh guau!» cuando les contaba que había sido modelo, principalmente de ropa deportiva. Y decían «Oh, Dios mío», si les contaba que había estado en la cárcel. Arrugaban la nariz, pensando qué habría hecho aquel tipo tan mono para que lo enviaran a la cárcel. Él les decía que era una historia muy larga, pero que, bueno, en otro tiempo había sido ladrón de joyas. Ellas se empeñaban en conocer la historia y él les refería en voz baja las situaciones más escabrosas, pues había aprendido que a algunas chicas les excitaban los ex presidiarios decentes.
Cuando estuvo en la prisión de seguridad media de Angola, quien más hizo por él fue Leo. Habló con las personas adecuadas de Baton Rouge y les explicó que su cuñado era un poco salvaje, inmaduro. Claro, se creía el número uno, el sueño de todas las mujeres. Leo les explicó que Jack era inteligente, pero que durante la infancia le había faltado la disciplina necesaria, pues su padre había muerto en Honduras, cuando trabajaba para la United Fruit y Jack estaba en noveno curso, con los jesuitas. Había sido el tipo de niño que lleva dentro al diablo. Por ejemplo, se iba a Manchac, cazaba serpientes y las soltaba en las piscinas de los clubes. Pero no de las venenosas. Leo dijo a aquellas personas de Baton Rouge que le daría a Jack un trabajo que brindaba advertencias diarias acerca de la realidad de la vida y sobre sus consecuencias, lo que le pondría en el buen camino. Eso después de que Jack pasara algún tiempo de rehabilitación, tres años menos un mes, en vez de los entre cinco y veinticinco que señalaba la sentencia.
Así que trabajar en Mullen e Hijos, calle del Canal, 3600, era parte del acuerdo de libertad condicional de Jack. No le parecía que trabajar con muertos fuese mejor carrera que recoger algodón en Angola; pero ahí estaba, viviendo en el segundo piso de una funeraria, al otro lado del vestíbulo de la sala de embalsamamiento, conduciendo el furgón, recogiendo muertos en los hospitales y en los depósitos de cadáveres parroquiales, vigilando la puerta en las horas de visita, enganchando banderitas en los coches destinados a los cortejos fúnebres… Cuando lo contrató, Jack le dijo a su cuñado:
– ¿Estás seguro de que sabes lo que haces?
Y Leo contestó:
– Lo que sé es que a ninguno de los dos nos va bien beber solos.
En aquel momento, Leo decía:
– Pues si no has estado en Carville desde que trabajaste en la Rivés, debe de hacer de eso seis o siete años.
– Más que eso.
– No están muy seguros de cómo se contrae la lepra, quiero decir la enfermedad de Hansen, pero he leído que te la puede contagiar un armadillo. Así que aléjate de los armadillos.
Jack no dijo nada.
– Que yo sepa, ninguna de las hermanas la ha cogido, y están allí desde que abrieron el hospital, hace casi cien años. Son las mismas del Charity Hospital. ¿Recuerdas si conociste a la hermana Teresa Víctor?
Jack no contestó ni dijo absolutamente nada, porque estaba mirando la cara del hombre que yacía en la mesa de preparación, reconociendo formas que le eran familiares bajo las heridas, dándose cuenta de que lo conocía, incluso sin el pelo negro que en otros tiempos se rizara sobre su frente.
– Es Buddy Jeannette, ¿no? -dijo, sorprendido pero tranquilo, un poco atónito-. Por Dios, sí que lo es, es Buddy Jeannette.
Leo se dio la vuelta para mirar el certificado de defunción, que estaba en el tablón que había junto a la máquina de embalsamar Porti-Boy.
– Denis Alexander Jeannette -leyó-. Nacido en la parroquia de Orleans, el 23 de abril de 1937.
– Es Buddy, ¡Jesús! -Jack movió la cabeza-. No puedo creerlo.
Leo conectó el cadáver a la Porti-Boy y la máquina empezó a bombear un líquido rosa llamado Permaglo a través de los tubos de plástico que serpenteaban sobre el cuerpo desnudo de Buddy y se introducían en su carótida, en la parte derecha del cuello. Leo alzó la mirada y estudió a Jack unos instantes.
– ¿Por qué dices que no lo puedes creer?
– Era tan prudente…
Leo cogió la manguera y empezó a aplicar su suave chorro sobre los hombros y el pecho de Buddy Jeannette.
– ¿Dónde lo conociste, en la prisión?
– Antes -contestó Jack. Hubo un momento de silencio, mientras Leo esperaba y le pasaba la manguera a Buddy, enjabonándolo.
Solíamos vernos en el centro. Algún sábado por la tarde nos veíamos en el bar de Roosevelt y tomábamos una copa.
– Suena como si hubierais sido bastante amigos.
Leo iba masajeando a Buddy con el jabón, amasando la carne para ayudar a que penetrase el Permaglo y tomara algo de color natural.
– Éramos amigos cuando nos veíamos. Pero si no nos veíamos, tampoco pasaba nada.
– No recuerdo que lo mencionaras nunca.
– Bueno, hace tanto tiempo…
– ¿De qué?
– De cuando lo conocí. -Estaba empezando a acostumbrarse a mirar las heridas de Buddy. La cabeza del pobre tipo, pelada al cero parecía quemada por el sol-. Un accidente, ¿eh?
– Se salió de la carretera y cayó a un canal. Esta mañana, a primera hora -dijo Leo-. En la autopista de Chef. -Volvió a mirar el certificado-. Veo que tu amigo estaba casado. Vivía en Kenner.
– ¿Ah, sí?
– Lo que pasa es que había alguien con él en el coche. Una mujer joven -dijo Leo-. Si fueras su esposa… ¿te gustaría que te dijesen eso?
– Bueno, son cosas que pasan, supongo.
– ¿Por muy prudente que seas?
– A lo mejor me equivoco -dijo Jack-. A lo mejor no era prudente. O quizá lo fue en su día, pero cambió al atravesar el parabrisas. No sé nada de él, ni qué hacía últimamente.
– Parece que tenemos un asunto delicado.
Leo se dio la vuelta para controlar la presión de la máquina Porti-Boy.
Jack sabía que debía irse inmediatamente; pero se quedó mirando a Buddy.
– ¿Qué le pasó a esa persona que iba con él?
– ¿Quieres decir a la joven que no era su esposa? Lo mismo que a tu amigo -explicó Leo-. Causa de la muerte, heridas múltiples. Escoge la que quieras. Me sorprende que no hicieran una lista en el depósito de cadáveres. Lo único que hicieron fue sacarles sangre.
»La joven está en Lakeview. ¿Sabes dónde quiero decir? En Metairie, un edificio nuevo. Deben de celebrar lo menos doscientos funerales al año. La señora Jeannette pidió que a tu amigo lo trajesen aquí. Pero parece que tú no la conoces.
– No la conozco. Ni siquiera sabía que se había casado.
– ¿Y la amiga?
– ¿Te refieres a la que estaba con él? ¿Qué intentas averiguar Leo?
– Tú conoces a muchas chicas. Simplemente, pensaba que podías conocer a la que estaba en el coche.
– Explícame por dónde vas.
– Estamos hablando de mujeres, Jack. ¿Dónde puede uno conocerlas hoy en día? -Leo se metió en la cabina de la Porti-Boy-. Tengo entendido que el bar Bayou, el del Pontchartrain, no está mal.
– Es verdad.
Leo se encaró hacia Buddy Jeannette con un trocar de cuarenta centímetros, un tubo cilíndrico de bronce cromado, con un mango en un extremo y una punta de bisturí en el otro.
– Estuviste allí hace unos días, ¿no?
– Leo, no empieces con el trocar todavía, ¿vale? Aclaremos esto. ¿De qué día estás hablando?
– Esta semana has trabajado tres noches, o sea que debió de ser el lunes. Creo que hacia las seis.
Jack asintió, pero sin admitir nada con énfasis, con su conciencia diciéndole que era inocente.
– Ajá; ¿y con quién estaba?
– Sabes muy bien con quién estabas -dijo Leo. Cogió un trozo de tubo de plástico conectado a un aspirador metálico que había en el fregadero y empalmó el tubo con el mango del trocar-. ¿Vas a decirme que no estabas con ella? ¿Con una chica a la que se puede reconocer a más de un kilómetro por su pelo rojo?
– Sí, estaba con Helene.
– ¿Lo admites?
– Quiero saber quién te lo ha dicho.
– Si lo admites, ¿qué más da?
– Leo, no estás comentando simplemente que estaba con ella, estás acusándome por eso.
– Si te lo tomas así…
– ¿Pero de qué me acusas? Ya no estoy en libertad condicional, Leo. Me han rehabilitado. No tengo que vigilar todo el día y seguir tragando mierda, ¿vale? Quisiera saber qué he hecho.
– No lo sé. ¿Te la llevaste a una habitación?
– Nos encontramos por casualidad. No la había visto desde… ya sabes desde cuándo, han pasado muchos años.
– Desde que fuiste a la cárcel.
– Tomamos una copa, eso es todo.
– ¿Pero sentiste la necesidad?
– ¿De qué?
– De llevártela a una habitación.
– Leo, no se puede mirar a una mujer como Helene y no sentir esa necesidad, así nos ha hecho Dios. -Vio que Leo se acercaba a Buddy con el trocar-. Tengo la impresión de que te preocupa que pueda estar metiéndome en algo -dijo Jack-. O que me vuelva a meter en líos porque este tipo era amigo mío hace años.
– Más o menos en la misma época que Helene.
– ¿Lo ves? Eso es lo que digo. Ellos ni siquiera se conocían. El pobre tipo se sale de la carretera de Chef con una chica que podría ser su cuñada, una amiga de la familia, vete a saber. Pero tú empiezas a imaginar historias. Yo soy culpable porque él es culpable, y en verdad no sabes si lo es. Pero resulta, Leo, que incluso si la joven del coche hubiera sido su amiga, ¿qué tiene que ver eso conmigo?
– Me preocupo por ti.
– ¿Por qué?
– No sé. Supongo que por causa de tu carácter, de tus tendencias; eso me pone un poco nervioso.
– Somos muy distintos, Leo.
– Desde luego.
– A ti te gusta este trabajo. A mí no. A ti te gusta tumbarte en la hamaca de Bay, leyendo un libro, oliendo el guiso que Raejeanne está preparando en la cocina…
– ¿Y a ti qué te gusta, Jack?
Jack no contestó. Se quedó mirando aquel trocar, que parecía una lanza, apoyada sobre el vientre de Buddy Jeannette, a unos pocos centímetros de su ombligo.
– ¿Te das cuenta? -dijo Leo-. No piensas en las cosas normales que tú mismo dirías que piensa la gente. Siempre tienes que pensar alguna locura, ¿no?
– No estaba pensando en nada. Pero, si no te importa que lo diga, Leo, creo que este negocio te hace envejecer antes de tiempo. Es tan serio… ¿Sabes?, hay pocos momentos tranquilos.
Vio, con alivio, que Leo aflojaba la presión del trocar.
– Tienes razón. Suelo precipitarme al sacar conclusiones. Oigo que estás con esa tía pelirroja e inmediatamente te veo entrando otra vez en esa rutina de bares de hotel.
– Sólo la invité a una copa.
– Ya, bueno, aun así… Después de lo que te hizo, tienes que estar loco si no le niegas hasta el saludo.
– Ella no me hizo nada Leo. Me lo hice yo mismo. El cerebro se lo plantea al deseo, ¿vale? Y el deseo dice «de ninguna manera» o dice «de acuerdo». Eso lo aprendimos en el colegio.
»Quiero decir que no hay que culpar a nadie cuando la jodes.
– Sólo espero que te des cuenta de que si empiezas a buscar otra vez ese tipo de diversiones sólo puedes acabar de dos maneras. Una de ellas ya la conoces, y la otra, Jack, está encima de esta mesa. Como la que ha encontrado tu amigo.
– Iré a Carville mañana.
– Te lo agradecería -dijo Leo. Miró hacia abajo y tocó el vientre de Buddy Jeannette con la punta aguda del trocar, a unos quince centímetros del ombligo.
Jack dijo:
– Espera. ¿A qué hora tengo que ir? -Vio que Leo se inclinaba sobre el instrumento e insistió-: Leo, espera. ¿Vale? -Y luego dijo-: Oh, mierda.
Y se dio la vuelta.