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Uno de los camareros del Mandina, Mario, un tipo joven al que Jack Delaney conocía bastante, preguntó:
– ¿Le clavas la cosa a la persona, como si la estuvieras apuñalando?
– ¿De qué otra manera podría hacerse?
– ¿Y le pinchas por todo el cuerpo?
– No, una vez le has aplicado el trocar, lo dejas en el mismo sitio. Lo que cambia es el ángulo. O sea, lo que haces es aspirar las vísceras. Si le das al hígado y no se hunde, sabes que el fulano era un privilla, que tenía cirrosis.
– ¡Jesús! Yo nunca podría hacerlo.
– Te acabas acostumbrando.
– ¿Quieres otro?
– Sí, con tres aceitunas. Luego cambiaré.
– Tío, yo no podría hacerlo.
– Hay embalsamadores profesionales que trabajan por libre y sacan unos cien por trabajo. ¿Qué te creías? Son treinta o cuarenta de los grandes al año.
– Yo no -dijo Mario, alejándose.
Los sábados por la tarde, el café, sencillo, de techo alto, estaba casi vacío. Demasiado arriba de la calle Canal para los turistas. Mullen e Hijos estaba sólo a una manzana de distancia.
Después de los funerales, Jack y Leo solían ir al café, todavía ataviados con traje oscuro y pajarita de color gris perla, ocupaban una mesa y empezaban a hablar, tratándose el uno al otro con educación hasta que empezaba a entrarles la relajación que producía el primer martini con vodka helado. El de Jack, con aceitunas rellenas de anchoa; el de Leo, con una rodaja de limón. A Leo le brillaban los ojos cuando miraba al camarero negro con barba, uno que había salido en una película titulada Pretty Baby y que les llamaba «petimetres funerarios». Leo solía decir:
– Henry, ¿por qué no lo haces otra vez? Te aseguro que nos encantaría, Henry.
Luego se tomaban una crema de alcachofas y una ración de ostras.
Mario se acercó a la barra con el martini y lo dejó sobre el posavasos que había delante de Jack.
– Lo que no entiendo es cómo puedes hacer eso de jugar con muertos cada día de tu vida.
Jack cogió el martini, a punto de decir que al menos los muertos no se quejan ni plantean problemas. Pero esperó y pensó un momento. Luego contestó:
– No lo sé. Realmente no lo sé.
Bebió un trago, se puso una aceituna en la boca, la masticó y tomó otro trago. «Jesús, qué bueno.»
– Tengo entendido que no les ponéis bragas a las mujeres para meterlas en la caja.
– ¿Quién te ha dicho eso?
– No sé, lo oí una vez.
– Las vestimos hasta los pies. Los zapatos, depende; pero todo lo demás se lo ponemos.
Mario alzó el vaso de Jack para ponerlo sobre un posavasos nuevo.
– ¿Has tenido alguna vez una chica realmente guapa, quiero decir con un cuerpo perfecto, y… ya sabes, has tenido que hacerle todas esas cosas?
– Ahora ya no te parece tan mal, ¿eh?
– Aun así, sería incapaz de hacerlo.
– ¿Sabes lo que es peor? Cuando te llega un cadáver, lo miras, y de repente te das cuenta de que se trata de un individuo que era amigo tuyo.
– Eso impresiona, ¿no? Alguien conocido…
– Incluso si hace tiempo que no has visto a esa persona. Como el fulano de hoy. Lo veo allí tendido y no me lo creo. No sólo está muerto, sino que es ocho años más viejo que la última vez que lo vi. ¿Entiendes lo que quiero decir? Es otra persona. Lo miro, era un individuo que se llamaba Buddy Jeannette, lo conozco, pero no lo conozco. No sé qué ha hecho, ni dónde ha estado.
– ¿De qué ha muerto?
– Mira, el caso es que ese tipo era algo más que un amigo. Cuando lo conocí, la primera vez que lo vi, hizo que cambiara por completo mi jodida vida.
– ¿Qué era, una especie de cura?
– Era un ladrón de hoteles.
– ¡No jodas!
– Ya sabes que yo estuve preso.
– Sí, una vez lo mencionaste.
– Bueno, pues antes de eso, cuando conocí a ese tipo… Espera, antes tengo que explicarte algo. Justo cuando salí de la escuela trabajé en la Maison Blanche, y me sacaban en los anuncios. Decían que era la talla cuarenta perfecta, que tenía buena dentadura, que les gustaba mi pelo… Pero lo dejé porque era una mierda tener que estar allí, bajo todos aquellos focos. Luego, en esa época de que te hablo…
– ¿Cuando conociste al tipo?
– Sí, hace ocho años. Yo tenía entonces treinta y dos, y trabajaba para los hermanos Rivés. Apenas ganaba doscientos a la semana.
– Emile y su hermano. Vienen por aquí.
– Ya lo sé. Son mis tíos… De cualquier modo, aquella noche en concreto salí del Félix, allí en Iberville, me había tomado mis ostras y un par de cervezas, y me paró una mujer por la calle. Quería saber si alguna vez había hecho de modelo. «Sí, ¿le suena la Maison Blanche?» Supe que no era de la ciudad por su forma de hablar. Me dijo que habían venido de Nueva York para hacer un catálogo de ropa deportiva de Holanda -esa marca que lleva un tulipán pequeño en las camisas- y que me pagarían mil pavos por cuatro días. Así de simple. Los mil fijos, más horas extras. Pero, por la forma en que me miraba y me tocaba el pelo, tuve la sensación de que quería hacerme algo más que sacarme fotos.
– ¿Ah, sí? ¿Era guapa?
– Atractiva, con mucho estilo. Llevaba gafas oscuras constantemente y tenía la piel más blanca que he visto en mi vida. Debía de tener cuarenta y tres años.
– No está mal.
– Se llamaba Betty Barr, y era ejecutiva de publicidad. Sólo los demás modelos y el fotógrafo la llamaban Bettybarr, como si fuera una sola palabra. No sé por qué, pero a mí me costaba, así que no la llamaba de ninguna manera. Empezábamos por la mañana y trabajábamos todo el día, en exteriores, siempre en diferentes escenarios. La plaza Jackson, naturalmente, el parque Audubon, el faro de New Bassin Canal, los muelles de Lafitte, ¡Jesús!, con los enanos del Cajun allí, mirando. Allá nos tenías, todo el grupo posando, como si estuviésemos encantados de llevar aquella ropa: tobilleras, camisetas de rugby… A aquel tipo, Michael, que nunca me dijo una jodida palabra, parecía no importarle tener pinta de gilipollas. Veíamos cómo hacían comentarios los enanos. O las chicas, pero a ellos no les importaba, eran niñatos: dieciséis, diecisiete… -Tocó su vaso-. ¿Por qué no me lo vuelves a llenar? Vodka solo.
Mario se metió por debajo de la barra para coger la botella y Jack recordó a las chicas. A ellas no les costaba nada convertirse inmediatamente en parte de lo que hacían, mostrando su repertorio de poses con cara inexpresiva, o sonriendo, o aparentando sorpresa. Le fascinaban sus estudiadas poses. Eran chicas que cuando hacían de modelo eran capaces de olvidarse de sí mismas entre tanta pose. Una vez, en un aparte, les dijo:
– ¿Os imagináis un fulano con esta ropa?
Y las chicas contestaron:
– Verdaderamente…
Le gustaban cuando posaban, y él les gustaba a ellas cuando no lo hacía.
Mario volvió y le llenó el vaso. Jack siguió:
– Fuimos a Tulane. Yo llevaba aquellos jodidos pantalones de color verde brillante y una camiseta rosa, con el tulipán, y allí mismo, en la avenida Saint Charles, estaban los albañiles de la South Central Bell levantando la calle. En mi trabajo habitual de entonces, con los malditos tubos de órgano, trabajaba cada día tan duramente como ellos. Pero no podía acercarme y explicárselo. Eso ya era bastante malo, pero encima a Bettybarr se le ocurrió una idea: se acerca y me pone un gorrito de color amarillo. Le dije: «Perdone, pero ¿usted conoce a alguien que lleve un gorro así?» Y me contestó: «Tú lo llevas.» El domingo, el último día, estábamos trabajando en la cubierta superior del transbordador de Algiers, que navegaba arriba y abajo. Toda la gente del barco estaba allí arriba, mirándonos. Vi que había dos payasos bebiendo cerveza directamente de la botella y supe inmediatamente que iba a tener problemas. Vinieron a mi lado. Yo estaba allí, sonriendo a la cámara con aquella ropa blanca, y empezaron a hacer ruido, aspirando como si dieran besos, ya sabes, y preguntándome si estaba echando las redes o qué. Justo entonces, llega Bettybarr con un gorro de marinero y yo pienso: «Mierda, ya empezamos.» Ella estaba a punto de ponerme el gorro en la cabeza, y le digo: «Perdone.» Me vuelvo hacia los dos imbéciles de las botellas y les digo: «Si oigo una jodida palabra más, alguien va a saltar por la borda.» Betty Barr se queda atónita, como congelada, totalmente inexpresiva. Dice: «Ya basta por hoy. Recojamos y desembarquemos.»
– ¿Y qué hicieron aquellos individuos?
– Nada. El transbordador amarró y bajamos. Pero, luego, estábamos en el bar aquella noche, en el Roosevelt, y me preguntó: «¿Me lo dedicabas a mí?» Como si yo hubiera querido destacar. Le contesté: «No, era un asunto entre aquellos tipos y yo, y tenía que hacerlo.» Y ella dice: «Ya.» Se acaba su copa, me mira y dice: «¿Quieres subir a la habitación?»
– ¡No jodas!
– Subimos a su suite.
– Ya.
– Me desnudó.
– ¡No jodas!
– Me dijo: «Tienes un cuerpo maravilloso.»
– ¿Sí?
– Nadie me había dicho eso nunca. No sé qué decir del suyo. Sin ropa era más grande, ¿sabes?, más suelto. Y tenía la piel tan blanca que parecía más desnuda que las chicas que tienen la piel suave y marcas de bronceado. Luego, cuando lo hicimos, resultaba extraño oír agitarse y gemir a aquella mujer madura que olía a jabón de baño.
– Ya, pero estaría bien, ¿no?
– Estuvo bien. Después, cuando nos quedamos tumbados, volví a sacar el tema.
Mario sonrió.
– Me refiero a lo de los dos imbéciles, a por qué había tenido que decirles algo. Me pidió que apagara la luz. Yo le digo: «No entiendes cómo me sentía, ¿verdad?» Va y me contesta: «Jack, de verdad que no me importa demasiado cómo pudieras sentirte. Si no quieres que te miren, no te pongas delante de una cámara.» Intenté explicarle que si algún tipo volvía a irse de la lengua como aquéllos la iba a armar. ¿Y sabes qué me dijo?
– ¿Qué?
– Dijo: «Mientras yo te pague no lo harás. Y ahora, por favor, apaga esa maldita luz.»
– Tío, qué tía más dura.
– Tienes razón. Era una tía dura. Y también ella tenía razón. Si no me gustaba estar allí sintiéndome como un gilipollas, no tenía que hacer de modelo. Ni siquiera por el dinero que pagaban… Y sabía que podía conseguir más trabajo gracias a ella. Yo vivía en Magazine, en un cuchitril casi sin muebles, odiaba mi trabajo y estaba pensando en la posibilidad de casarme. ¿Te acuerdas de Al, el tío de Leo? No, eso fue antes de que tú entrases aquí. Fue con Maureen, la hija de Al, con quien estuve a punto de casarme. -Jack cogió su copa y tomó un trago lentamente deleitándose-. Iba a decir que, si lo hubiera hecho, ahora no estaría aquí. Pero es precisamente ahí donde estaría, en el jodido negocio de la funeraria. Ahora mismo estaría allí, con los guantes puestos. Bueno…
– Estabas en la cama con la tía.
– Bettybarr. Ella ya roncaba y yo estaba desvelado, tratando de decidir si era más importante el dinero o el respeto a uno mismo. O sea, me estaba excusando a mí mismo. Tal vez no fuera una cuestión de respeto, a lo mejor era simplemente que no me gustaba ser tímido. Estaba pensando que si hubiera hecho anuncios de camiones, o de aceite para motores, ¿sabes?, de tabaco de mascar o algo así… cuando de repente oigo un ruido junto al tocador. Levanto la cabeza y, ¡joder!, había un tío en la habitación. -Jack hizo una pausa y tocó su vaso-. ¿Por qué no me lo llenas otra vez?
Mario le llenó de nuevo el vaso rápidamente.
– ¿Quieres más hielo?
– No, ya está bien. -Bebió un trago-. No me lo podía creer, un tío allí, de pie, junto al tocador. Veo que pasa por delante de la ventana y se mete en la sala. Espero, y no oigo nada, así que bajo de la cama, me pongo los pantalones y me acerco de puntillas a la puerta. El fulano había encendido la luz de la mesita y estaba sacando cosas de la maleta de la señora y metiéndolas en una bolsa que llevaba. Así que empecé a acercarme a él.
– ¡No jodas!
– Era más o menos de tu altura. ¿Cuánto mides tú, metro sesenta y cinco?
– Metro setenta.
– No era demasiado grande. Tal vez sesenta kilos.
– Yo peso setenta y cinco.
– Así que me pareció que no habría ningún problema mientras no llevara pistola.
– Ya. ¿Y la llevaba?
– Precisamente en aquel momento se dio la vuelta y nos quedamos mirándonos. El tipo dijo, con mucha calma: «Seguro que me he equivocado de habitación. Ésta no es la 1515, ¿verdad?» Y yo le dije: «Ni de lejos.» Y entonces, ¿sabes qué hizo? Se sentó en una silla, sacó un cigarrillo y me preguntó: «¿Le importa si fumo?» Y yo le dije: «¿Por qué, está nervioso?» Y él dice: «Nunca me había pasado antes.» Enciende su cigarro. Le pregunto si nunca le habían sorprendido. «Sí, pero no me han condenado. ¿Y a ti?» Le digo que me han cogido una vez por robar entradas en el Superdome y que me han puesto una multa de doscientos pavos. Él dice: «No quiero parecer un llorica, no me gustan los lloricas, pero éste iba a ser mi último trabajo. Quieren que me dedique a la venta de coches con mi cuñado.» Por la forma de decirlo, se notaba que no le apetecía nada. O sea, el asunto era mi propio cuñado. Me refiero a Leo. Ya entonces estaba intentando convertirme en enterrador. Era como si tuviésemos algo en común.
– Tú y aquel tipo.
– Sí, Buddy y yo. Porque se trataba de él, Buddy Jeannette, el fulano que acabo de ver muerto.
– Pero, si no era demasiado fuerte, ¿por qué no lo agarraste?
– ¿Para qué?
– Y luego llamabas a la policía.
Jack hizo una pausa y bebió un trago.
– Era como si… ¿nunca has conocido a alguien que te gustara desde el primer momento y con quien te sintieras de acuerdo, como si tuvieras algo en común?
– Sí, pero aquel individuo se había colado en la habitación.
– Y empezó a hablar como si estuviésemos en el vestíbulo. Era algo nuevo, como un juego, y yo quería ver adónde nos llevaba. Llegados a ese punto, ¿por qué no?
– ¿Se llevó algo tuyo?
– No tenía nada que valiese la pena. Me dijo que había estado siguiendo a Bettybarr porque llevaba ropa cara y alguna pieza de oro interesante. Entonces me contó que aquella tarde ya había estado en la habitación. Le pregunté por qué había vuelto. Me dijo: «Cuando la gente sale, nunca deja nada en la habitación. Así es como lo hacemos, tío, estudiando el plan. Mira, hay que volver cuando ella está en la habitación, durmiendo, y tiene la cartera y las joyas en el armario, y no tropezar con nada.» Incluso sabía que yo no estaba con el grupo cuando llegó de Nueva York. Le pregunté: «¿Qué haces, sigues a la gente?» Y me contestó: «La controlo. Abajo, en el bar, en diversos sitios. Generalmente puedes adivinar quién tiene algo. Esta está en el límite, pero aun así vale la pena. Tiene uno de los grandes, en metálico.» Le pregunté cómo había entrado en la habitación y me dijo que con una llave. Entonces cambió de tema. Me dijo: «¿Qué pasa si la tía sale de la habitación?» Y yo digo: «Lo tendrías jodido.» «¿Y si no sale?» «Eso cambiaría las cosas. Pero cuéntame lo de esa llave mágica que tienes.»
– La había cogido en recepción.
– No, lo que hacía era alquilar una habitación. Luego, por la noche, desmontaba la cerradura y se las arreglaba para hacer una llave maestra.
– ¿Qué es una llave maestra?
– Una llave que sirve para abrir cualquier puerta de un hotel, en caso de incendio o de cualquier accidente que les obligue a abrir todas las habitaciones. Aquel fulano había sido cerrajero. Así que le pregunté: «¿Cuántas llaves maestras tienes?» Y me dijo: «¿Sabes que cierta gente pagaría hasta cinco de los grandes o más?» Yo le dije: «Sí, pero también podría ser que quisieras dársela a alguien que pudiera ayudarte.» Me contestó: «Creía que tenías otras intenciones. Tú te metes el dinero en el bolsillo, yo me largo con todo lo demás, y ella se piensa que el bulto de tus tejanos es porque la deseas.»
Jack sonrió, agitando la cabeza.
– Aquel tipo era una especie de ladrón profesional de primera, llevaba traje y corbata… Era como encontrarte con una estrella de cine y descubrir que habla y obra como cualquier persona.
– Así que te quedaste con la llave del tipo -dijo Mario- y lo dejaste marchar.
Jack alzó la mano.
– Le dije: «Primero, devuélvelo todo.» Y él insistió: «Tú podrías quedarte el dinero y yo unas cuantas piezas.» Yo dije: «Y luego aparecería mi nombre en la denuncia de un robo, ¿eh? Registrado en un archivo de la policía al cual se podría recurrir algún día en el futuro. No, que va.» Y Buddy dijo: «Podría irte bien, porque no eres tonto. Pero ¿tienes huevos para entrar en una habitación en la que sabes que hay gente durmiendo?»
Mario negó con la cabeza:
– Yo no, tío.
– Ya, pero tenía gracia, el tío hablando de huevos cuando yo le tenía el derecho en mi bolsillo. De todas formas, no le amenacé con un «Dame las llaves o te denuncio». No, ni una palabra de eso. Más adelante, la siguiente vez que lo vi, me dijo que le había impresionado que yo no intentase hacerme el duro. Tenía clase.
– ¡Jesús!
– Y ahora está muerto.
– ¿Te lo vuelvo a llenar?
– No, voy a cambiar.
Jack se encontraba junto a una mesa, cansado de estar de pie. Alzó la vista, vio que venía Leo desde la barra y se dio cuenta de que habían encendido las luces. Estaba lloviendo y la luz griseaba en la calle del Canal. Leo se detuvo y tomó un trago del martini, cuidando de que no le cayera nada. Tenía su fino cabello pegado a la cabeza, llevaba el impermeable empapado y, según observó Jack, estaba muy serio, aparentemente preocupado.
– ¿Estás bien?
Jack estuvo a punto de decir «¿Comparado con qué?». Pero simplificó y dijo, insinuando una inocente sorpresa:
– Bien…
Sintió que se ponía en guardia, que su cuerpo flotaba cómodamente mientras su mente zumbaba, llena de palabras e imágenes, totalmente alerta. Preguntó:
– ¿Qué tal Buddy?
– Ya he acabado con él -dijo Leo-. Está listo para recibir visitas. -Observó el vaso de Jack-. ¿Qué bebes?
– Un Sazerac.
– ¿Desde cuándo tomas Sazerac?
– Creo que desde hace una hora. No sé… ¿qué hora es? Está oscureciendo.
– Las cinco y media -dijo Leo. Dejó su martini sobre la mesa, cogió una silla y se sentó-. Me voy, le he dicho a Raejeanne que iría a cenar. -Mantenía su expresión seria-. ¿Seguro que estás bien?
– Aquí me siento seguro -contestó Jack-. Si salgo podría atropellarme un coche.
– Mañana has de ir a Carville. No te olvidarás, ¿verdad?
– Lo estoy deseando.
– Volveré hacia las siete. Se rezará un rosario por tu amigo Buddy. Un cura de Kenner, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
– Es lo que él siempre había deseado. Un rosario.
– Ah, hace un rato ha llamado la hermana Teresa Victor, de Carville. Alguien quiere ir contigo a recoger el cadáver. No te importa, ¿verdad? Te hará compañía.
– Oh, mierda, Leo -dijo Jack-. No soporto hablar con los parientes, se ponen de una manera… Me estás pidiendo que recorra doscientos cincuenta kilómetros, entre la ida y la vuelta, con la cabeza hirviéndome para encontrar palabras de consuelo. Jesús, nada de sonreír. Cuando vas al cementerio es distinto, porque no tienes que decir nada. A veces, hasta parecen alegres. Mierda, Leo.
Leo bebió un trago de su martini.
– ¿Has acabado? -dijo, y volvió a beber-. La persona que va a ir contigo no es pariente, es una hermana, una monja que conoció a la muerta cuando estuvo en Nicaragua y que creo que la trajo aquí para que la tratasen. Todavía estaba arreglando a tu amigo cuando la hermana Teresa Victor me ha explicado eso. Luego debe de haber pasado algo, porque de repente ha tenido que colgar.
– ¿La que tengo que llevar es una monja? ¿La muerta?
– Mira -explicó Leo-, la muerta es una joven nicaragüense de veintitrés años. He apuntado su nombre. Está en la tabla de la sala de preparación. Y también el nombre de la persona que te va a acompañar, una tal hermana Lucy. ¿Te enteras?
– ¿De qué murió?
– Fuera de lo que fuese, no te lo puede pegar, ¿vale? Recoges a la hermana Lucy en la misión de la Sagrada Familia, en la calle Camp, mañana a la una en punto. Está cerca de Julia.
– ¿Allí donde dan sopa?
– Allí mismo. Te estará esperando.
– Bueno, si no sabemos de qué hablar, rezaremos un rosario.
– ¡Ya empezamos! -Leo se acabó su martini-. ¿Te encuentras bien?
– Estoy bien.
– No te olvides. A la una.
– De acuerdo.
– No sería mala idea que esta noche no salieras.
– ¿Sigues preocupado por mí?
– Ves a tu antiguo compañero sobre la mesa, y lo siguiente que sé de ti es que estás trompa. ¿Quién bebía Sazerac, Buddy o Helene?
Jack sonrió. Se sentía tranquilo, despabilado, seguro; era su lugar preferido para beber a última hora del día. Dijo:
– Quieres que te explique lo de Helene, ¿no?, lo que sentí al volver a verla. Te mueres de ganas de saberlo, ¿verdad?
– Ya te lo he dicho -insistió Leo-. Cuando lo supe me produjo cierta aprensión.
– En ese caso te alegrará saber que mi corazón permanece en su sitio.
– ¿Y qué hay de otras partes de tu cuerpo?
Jack negó con la cabeza.
– Su atractivo ha desaparecido. Ahora lleva el pelo rizado, y eso cambia su aspecto. Eh, Leo, pero… -Jack sonrió- ¡qué bien olía! Llevaba un perfume que sé que es caro porque una vez cogí una botella de un armario, una noche, en el hotel Peabody, en Memphis, y se la regalé a Maureen.
– Eso es complejo de culpabilidad.
– Tal vez. Maureen dijo: «Jack, esto va a ciento cincuenta dólares la onza. ¿Lo has comprobado? Dime la verdad.» Fue cuando ya había dejado lo de Uncle Brother y Emile.
– Cuando ya te habían echado.
– Y todo el mundo pensaba que yo iba carretera adelante vendiendo café. Un amigo mío lo hacía, representaba a La Louisianne. Le decía adiós a Maureen el domingo por la noche y no volvía a verla hasta el viernes. Y yo ya había regresado a Nueva Orleans o a Bay cuando el tío de Nashville le preguntaba a los vigilantes del hotel: «Pero ¿cómo ha podido entrar alguien en la habitación si la cadena estaba puesta cuando nos hemos despertado?»
– ¿Y cómo lo habías hecho?
Jack oyó el entrechocar de los cubiertos de plata -Henry, el camarero, estaba poniendo una mesa-, y durante la pausa se dio cuenta de que nunca le había explicado detalles a Leo. Ni tampoco había contado a nadie cómo había conocido a Buddy Jeannette. Bueno, Buddy estaba muerto. No pasaba nada por explicar lo de aquella noche. Pero ¿no estaría hablando demasiado? Le dijo a Leo:
– Lo que quería decir es que siempre sentí que Maureen sospechaba que me dedicaba a otras cosas. Yo no sabía ni una mierda sobre café, aparte de que se bebe. Pero sé que nunca dijo nada.
– No como otra chica a la que podríamos mencionar y de la que de hecho estamos hablando.
– Lo que pasa, Leo, es que llevas algo entre ceja y ceja.
– Jack, siempre has estado un poco loco, pero nunca has sido idiota. Los jesuitas te enseñaron a pensar hasta cierto punto, a poner las cosas en su sitio. Lo que nunca entenderé es cómo pudiste dejar que esa pelirroja te tuviera agarrado por tus partes…
– No era eso.
– … cuando tenías a una chica maravillosa como Maureen muriéndose de ganas de casarse contigo. Una chica que lo tiene todo: belleza, inteligencia, una buena educación católica, e incluso cocina mejor que tu madre y que Raejeanne.
– Te vi trabajar para tu padre y para el suyo, Leo -dijo Jack-. Vi que si me casaba con ella me convertiría en un yerno de Mullen e Hijos, y no me hacía falta una educación jesuítica para darme cuenta de que me habría quedado enganchado, condenado. Habría sido como estar en prisión.
– A Maureen no le habría importado cómo te ganaras la vida. Estaba loca por ti.
– Maureen necesita seguridad y que todo vaya bien. Por eso se ha casado con un médico, ese gilipollas con corbata y bigotito. Pero eso ya es otra cosa -siguió Jack-. ¿Quieres saber por qué no me casé con Maureen? No es porque fuera tan dulce y buena, qué va, eso lo habría podido cambiar, habría podido obligarla a distanciarse y darse cuenta de la diferencia entre la mierda y la verdadera vida. ¿Quieres saber la auténtica razón? Ya que te estoy contando mis más sagrados secretos…
»Quieres decir que ya estás como un piano -puntualizó Jack- y que no puedes ni acordarte.
Jack miró a su alrededor y luego se inclinó sobre la mesa.
– Tenía la sensación de que Maureen, una vez casada e instalada, tendría tendencia a engordar. Intuía que podía cambiar su actitud vital, pero no su metabolismo.
Leo se quedó mirándole.
– ¿Hablas en serio?
– Lo digo a sabiendas de que mi hermana, Raejeanne, no es un peso ligero. Cuando se metía conmigo le decía: «Raejeanne, ¿sabes lo que pareces? Un sofá con zapatillas de deporte.»
– No era muy galante por tu parte.
– No. Y no pretendo ofenderte, como si fuera algo terrible. Sólo que intuía que Maureen iba a ganar peso.
– No he oído una idiotez igual en toda mi vida -dijo Leo.
– Nuestros gustos son distintos, Leo, eso es lo que estoy intentando explicarte -dijo Jack-. Nuestros gustos y disgustos, lo que nos divierte, lo que hace que se te iluminen los ojos… ¿Quieres que te diga lo que me atrajo de Helene? ¿La primera vez que la vi? ¿Lo primero que observé en ella?
– Me muero de ganas de saberlo.
– Su nariz.
Leo le miró.
– Aquella nariz clásica, que podrías calificar de aristocrática. La nariz más perfecta que he visto en mi vida, Leo.
– ¿Te oyes a ti mismo? -preguntó Leo. Y luego siguió, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que lo oyesen Henry y Mario, que miraban desde la barra-: ¿Te vas a quedar ahí sentado diciéndome que fuiste a la cárcel por la nariz de esa tía?
– No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?
Aun estando medio borracho, hablando demasiado, no le importaba mencionar aquella fina línea de pecas, o tratar de describir aquel contoneo impertinente, aquella belleza frágil, sus ojos castaños…
O las desnudas piernas falda arriba. Piernas largas y esbeltas, con un empeine cuya delicada línea realzaba cuando dejaba que el zapato le colgase de un dedo, cruzadas las piernas de la joven dama sentada sobre el taburete de la barra del salón Sazerac, en el hotel Roosevelt. O en el Monteleone, el Pontchartrain, el Peabody de Memphis o el Baltimore de Atlanta. No era sólo la nariz. Pero ¿para qué intentar explicarle todo aquello a un hombre que arreglaba cadáveres, leía novelas que ocurrían en tiempos pasados y no le entristecía abandonar a alguna chica en el bar de un hotel?
Leo habría dicho lo que igualmente dijo:
– Nunca te harás mayor, ¿verdad?