171537.fb2 Bandidos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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7

Jack condujo hasta la entrada principal del Centro de Salud Carrollton. Ya había salido del coche fúnebre cuando un joven de piel ligeramente oscura, vestido de blanco, apareció corriendo por la puerta giratoria, haciendo gestos con los brazos y diciéndole:

– ¡Saque eso de ahí! Hombre, si alguno de esos viejos mira por la ventana le va a dar un ataque y se va a morir, o se va a caer y se romperá la cadera.

Jack leyó el nombre de aquel individuo en la placa que llevaba prendida en la camisa blanca.

– Cedric, he venido a recoger a… -Tuvo que sacar la tarjeta del bolsillo de la chaqueta y mirarla-. He venido a recoger a un tal señor Louis Morrisseau.

– Está listo, pero tendrá que hacerlo por detrás.

– ¿Y el certificado de defunción?

– Lo tiene Miz Hollenbeck.

– ¿Y dónde está Miz Hollenbeck?

– Ahí, en el despacho de enfrente.

– ¿Por qué no entras, coges el certificado y llevas el coche a la parte trasera? ¿Qué te parece?

– Pero eso es lo que me ha dicho Miz Hollenbeck que le diga -explicó Cedric, encogiéndose de hombros y dando la espalda al edificio. Y luego movió la cabeza, con una ligera inclinación hacia un lado-. ¿Ve a una persona que mira por la ventana como un cocodrilo? Es Miz Hollenbeck.

Jack repasó con la vista la hilera de ventanas.

– ¿Quiere que se muera alguien? ¿Quiere que esa mujer me haga polvo?

– Eh, Cedric, date la vuelta.

– ¿Está mirando?

– Mira, ¿quieres? En la segunda ventana hay un tipo con un albornoz marrón, ¿sabes cómo se llama?

– ¿Dónde? -preguntó Cedric, dándose la vuelta como quien no quiere la cosa-. Con albornoz… Sí, es el señor Cullen.

– ¡Lo sabía! -dijo Jack, sonriendo, y gritó-: ¡Eh Cully, viejo hijo de puta!

– Pero hombre -dijo Cedric-, ¿quiere hacer el favor de irse?

Jack se ocupó del señor Louis Morrisseau, lo metió en una camilla y lo dejó dentro del coche, que había aparcado en la entrada de servicio. Miró hacia la puerta, volvió a entrar deprisa, y allí estaba Cullen, esperándole.

El ladrón de bancos. Una celebridad en Angola.

– ¡Estás fuera! -dijo Jack-. ¡No puedo creerlo!

Se abrazaron.

– Mi chico quería que me quedara con ellos, o sea, que viviese allí -explicó Cullen-. El problema era Mary Jo. Desde que Joellen se largó a Muscle Shoals para hacerse artista musical había estado pensando que tendría un ataque de nervios… Ya ves, lo único que sabe hacer Mary Jo es cuidar de la casa. No ve la tele, siempre está encerando los muebles o haciendo galletas o cosiendo botones. Nunca había visto a una mujer que pasara tanto tiempo cosiendo botones. Le dije a Tommy Junior. «¿Qué hace, arrancarlos para poder volver a coserlos?» Tengo grabada su imagen cuando mordía el hilo. El primer día que pasé allí, miro a mi alrededor y no veo ningún cenicero. Hay uno, pero está lleno de botones. Voy a usarlo, y Mary Jo me dice: «Eso no es un cenicero. En esta casa no hay ceniceros.» Le digo que bueno, que por qué no me da una lata de café o algo que pueda utilizar. Y me dice que si he de fumar tendrá que ser en la parte trasera. Allí no. Tenía miedo de que me viesen los vecinos y tuviera que presentarme. «Ah, éste es el padre de Tommy. Ha estado en el talego los últimos veintisiete años.» Mira, ya es bastante malo que Joellen se haya largado con ese tipo que dice que la va a convertir en estrella. Mary Jo me ve durmiendo en la habitación de su niña, llena de animalitos y Barbie y Ken, y no lo puede soportar, ni siquiera cosiendo botones todo el día. No para de pincharse con la jodida aguja, y es por mi culpa. Así que me tengo que ir. Tommy Junior dice: «Papá, Mary Jo te quiere, pero…» Todo lo que dice acaba en «pero». «Ya sabes que queremos que seas feliz, pero Mary Jo piensa que estarías mucho mejor en el lugar que te corresponde, con gente de tu edad.» ¿Qué te parece? Este es el lugar que me corresponde.

Cullen y Jack Delaney andaban por un ancho pasillo, pasando junto a puertas abiertas de las que salía el ruido de la televisión, que llegaba hasta la sala del asilo. Cullen llevaba un albornoz aterciopelado encima de la camisa y los pantalones, e iba pasando la mano por la barandilla fijada a la pared; Jack se sentía tenso, reteniéndose para mantener el lento paso de Cullen. A Jack le pareció que el pasillo olía a retrete.

Se acercaron a una mujer postrada en una silla de ruedas. Jack vio que extendía la mano, una mano que parecía una garra en la que se marcaban las venas y manchas en la piel. Se deslizó junto a ella con un giro de cadera y vio a otra que esperaba, también en silla de ruedas.

– ¿Qué quiere decir «gente de tu edad»?

– Tengo sesenta y cinco. Mary Jo cree que eso ya es ser viejo.

Jack tocó la manga del albornoz aterciopelado de Cullen.

– ¿Para qué llevas esto?

– No me puedo arriesgar. Llevo el albornoz y me muevo despacio para parecer enfermo. A ti te concedieron la libertad condicional. A mí, un permiso médico. Lo llaman «descarcelamiento» en vez de fin de condena. Es para que suene oficial. Pero no sé si me pueden volver a encerrar si estoy bien.

– Cully, si te dieron un permiso firmado, estás fuera. ¡Por Dios, si tuviste un infarto!

– Sí, y me llevaron al Charity con grilletes en los pies y esposas en las manos y un cierre de seguridad sobre las esposas por si acaso intentaba abrirlas mientras estaba allí tumbado con la máscara de oxígeno, intentando recuperar la respiración. Mientras estuve en el hospital me tuvieron sujeto a la cama con cadenas y grilletes, hasta que me pusieron el marcapasos. Así es como lo hacen. No importa lo mal que estés.

Llegaron a la sala, que era como el atrio de una iglesia, con el suelo embaldosado, muebles desvencijados y carteles dibujados a mano pegados en la pared de cemento; un puñado de cabezas grises, algunas de ellas dormidas, y otras viendo la televisión.

– Hospital General -dijo Cullen-. Es su favorita. A mí me gusta El joven y el inquieto, porque se meten en historias.

Jack acompañó a Cullen hasta un sofá. A su lado había una mesa de arce, con un cenicero lleno de colillas. Cuando Jack sacó su paquete de cigarrillos, Cullen dijo:

– Dame uno. ¿Kool, eh? Tanto me da; mierda, tendría que dejarlo, pero de algo hay que morirse. Cuando me puse enfermo allí, escribí a Tommy. Le dije: «Prométeme que si me muero aquí me llevarás a Nueva Orleans, no quiero que me entierren en Point Lookout, ¡Jesús!, y que nadie me visite nunca.» Lo siguiente que supe fue que estaba en el Charity.

– ¿Viene Tommy a verte?

– Sí, viene. Sólo llevo aquí… mañana va a hacer un mes. Mary Jo no viene nunca. Creo que debe de estar rezando novenas para que yo no la joda aquí y tengan que volver a llevarme a casa. Con mis cigarrillos.

– ¿No puedes irte si quieres?

Cullen se lo pensó, desviando la mirada.

– No estoy seguro. Supongo que sí. Pero ¿adónde iba a ir?

Jack dudó antes de contestar:

– A lo mejor tengo algo que te podría interesar… El viejo profesional, ¿eh? No me pareces muy enfermo.

– No, me encuentro bastante bien. -Cullen se inclinó hacia Jack, bajando el tono de voz para seguir hablando-. Te diré una cosa. En un lugar como éste, hay más oportunidades de polvo de las que podrías aguantar.

Jack repasó la sala con la mirada y no vio más que viejecitas encorvadas de pelo gris, algunas de ellas postradas en sus sillas de ruedas.

– Me parece que estoy a punto de echar uno -dijo Cullen-. ¿Ves a esa que está justo al otro lado, la que está leyendo la revista? Es Anna Marie; está en una habitación individual. ¿Has visto cómo se sienta con las piernas abiertas y puedes ver el panorama? Eso es lenguaje corporal, Jack. He leído un libro sobre eso. Puedes mirar a la gente y saber lo que llevan en mente. Como si el cuerpo te hablara.

Jack miró a la pequeña Anna Marie, que debía de tener al menos setenta y cinco años.

– ¿Y qué te dice su cuerpo, Cully?

– ¿Estás de broma? Mira. Está diciendo: «Métemela, chaval, ya ha pasado mucho tiempo.» ¿Sabes cuánto tiempo hace que no echo un polvo?… La última vez fue el 22 de diciembre de 1958. Entré en el último banco el 3 de enero de 1959. Art Dolan, el muy cabrón, se rompió la pierna al saltar el mostrador (tenía que haberme dado cuenta de que ya estaba demasiado viejo) y me pasé los siguientes cinco meses en el depósito de detenidos, sin fianza. Sabían que me caerían entre cincuenta años y cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional, y no se equivocaron. Bueno, eso es lo que me pasó por ayudar a un amigo.

Cullen exhaló un suspiro; parecía cansado. La barriga le llenaba la camisa bajo el abierto albornoz.

– A lo mejor tengo que hablarte de una cosa -dijo Jack-. Depende de si te interesa.

Cullen, mirando todavía a Anna Marie, empezó a sonreír y se inclinó otra vez hacia Jack.

– Hay una mujer, una nueva, que vino el otro día. Contó una historia de un joven que se coló en su casa, le robó diecisiete pavos que llevaba en el bolso y la violó tres veces en tres sitios distintos. O sea, en diferentes habitaciones; en el suelo, en la cama y en algún otro sitio. Esa mujer tiene setenta y nueve años. Yo las oía cuando hablaban de eso. Anna Marie dijo: «Bueno, por diecisiete pavos, merecía la pena.» ¿Entiendes lo que quiero decir? Lo tiene metido en la cabeza.

– Es interesante, Cully. No tengo la menor duda de que conseguirás que Anna Marie se pierda por ti. Tienes muy buena pinta.

– Bueno, intento no irle a la gente con mierdas. ¿Qué ganaría? -Su mirada se desvió y se detuvo-. ¿Sabes quién es ése? Mira, Jack. Ese tipo con la camisa de lana colgando. Es Maurice Dumas. Seguro que has oído hablar de él: Mo Dumas, uno de los mejores trombonistas de todos los tiempos. Tocó con Papa Celestin, con Alphonse Picou, con Armand Hug… Los podrías ver a todos en el bar Caledonia, en Saint Philip. Ve después de un funeral y los verás a todos. ¿Sabes lo que hace ahora? Entra en las habitaciones, roba ropa y se la pone. Acércate y obsérvalo, seguro que lleva lo menos tres camisas y dos pantalones. Se cree que nadie se da cuenta.

– Busco a alguien más profesional, Cully. ¿Cuántos bancos habrás hecho en tu vida, unos cincuenta? Ya ves, es curioso, si no me hubiera parado delante y no te hubiese visto en la ventana…

– Creo que sesenta y pico. Cuando te mezclas con esta gente empiezas a olvidarte de las cosas. El hijo de un viejo viene a verlo y el viejo le mira y le pregunta: «¿Y tú quién coño eres?» «Soy yo, papá, Roger. ¿No me conoces?» Creo que ese hombre en concreto finge. Es una posibilidad. Si no, empiezas a excusar a tus hijos. Tommy Junior está vendido, está asustado por su mujer, una tía que se pasa la vida cosiendo botones por hacer algo. Pero yo no digo nada. ¿Qué ganaría? Se cree que me muero de ganas de ir allí y llenarle de humo la jodida casa.

– Tú conoces a la gente, Cully.

– Siempre supe salir por patas de un banco que no me gustaba. Y siempre parecí un cliente. Nada de eso de entrar con la pistola y una máscara de goma. Eso queda para los aficionados locos. Entran y se ponen a gritar y todo el mundo se gira. Los miran bien y luego los reconocen.

– A eso es a lo que voy -dijo Jack-. Tú eres un profesional.

– Sí, pero ya no me dedico a los bancos. Ahora tienen trucos, te pasan un montón de billetes atados vacío por dentro y con una tinta que lleva algo así como un temporizador. No sé cómo funciona. Me lo explicó un tipo. Aquí no, por Dios, en Angola. El cajero saca el montón de una bandeja de su cajón y dice el tipo ése que «empieza a pensar». Te metes el botín en la ropa o en una bolsa, y en cuanto sales, en unos veinte o treinta segundos, la cosa explota y te mancha todo de tinta. Y gas lacrimógeno, y mierdas de ésas. Es como si salieras de allí con un cartel: «Acabo de robar este jodido banco.»

– Cully -dijo Jack-, no hablo de robar ningún banco. Es algo mucho más grande que un banco.

– Pensaba que eras enterrador.

– Voy a pedir una excedencia, o lo voy a dejar. Todavía no lo sé.

– Tampoco me dedico a los coches blindados. Por Dios, si tengo sesenta y cinco años.

– Cully, estoy pensando en un plan que, si lo preparas con cuidado, como tú sabes hacer, sin ninguna sorpresa, nos dará cinco millones. En efectivo.

– Jack, ¿qué es el dinero? Tengo lo suficiente para lo que me queda de vida, si me muero el martes. -Cullen hizo una pausa-. No puedo hacer otros veintisiete años. Al salir tendría… ¡joder!, noventa y dos. Las tías dirían: «Mirad a Cullen. No ha echado un polvo desde hace cincuenta y cuatro años.»

– Me informaré mejor y entonces… creo que te podré hacer una propuesta. Si todo va bien. Pero creo que tienes cabeza para un negocio así.

– Hablando de eso… -dijo Cullen.

– ¿De qué?

– De la cabeza. A ver si Anna Marie me deja meterla en algún sitio. Parece que eso les gusta a las tías, a las que están buenas.

– Vas muy salido, ¿verdad?

Cullen se volvió para mirarle.

– Jack, sácame de aquí, ¿quieres?

Cuando se acercaba a la puerta trasera haciendo marcha atrás, la puerta de Mullen e Hijos se abrió y Jack vio que Leo le esperaba. Lo vio por el retrovisor. Leo gesticulaba para que entrase y se diera prisa. Cuando Jack hubo aparcado el coche, el rostro de Leo ya estaba pegado a la ventanilla, tenso, todo ojos.

– ¿Quieres salir de una vez?

– Lo haría, Leo, si pudiese abrir la puerta sin romperte la nariz. -Leo dio un paso atrás y Jack salió de detrás del volante-. ¿Qué pasa?

– Acaban de llegar dos individuos. Quieren ver a Amelita Sosa.

– No está.

– ¡Por Dios! Ya sé que no está.

– Cálmate, Leo. ¿Qué les has dicho?

– Que no estaba.

– ¿Y qué problema hay?

– Que no se lo creen. Quieren registrar.

– ¿Un par de latinos?

– No sé lo que son.

– Canijos y de pelo negro…

– Por Dios, ¿quieres entrar y hablar con ellos?

– Espera. Primero, ¿qué les has dicho? ¿Que no está y que no ha estado nunca? Espero que hayas dicho eso.

– Les he dicho que no sé nada, que ayer no estuve aquí. Que me había ido al lago. Que me fui el sábado por la tarde y no volví hasta ayer por la noche.

– ¿Has sudado mucho para decirles todo eso?

– ¿Te parece divertido? Podríamos meternos en un buen lío por hacer eso.

– ¿Por hacer qué? Ni siquiera hemos oído hablar de Amelita. ¿Amelita qué? No, lo siento, aquí no ha entrado nadie con ese nombre.

– A ti no te importa… Ése es el problema, por eso nos hemos metido en una locura como ésta. No te importa este negocio ni sientes nada por él.

– Leo, llevaba tres años intentando explicártelo.

Encontró al coronel Dagoberto Godoy en el velatorio de Buddy Jeannette. Lo vio de espaldas y luego de perfil, y supo que era él aun sin haberlo visto nunca antes. Fue por la manera de moverse, con gesto confiado, perezoso, como si estuviera revisando el local y tuviera que llevar una fusta bajo el brazo. Incluso su traje marrón, cortado a medida, su corbata negra y sus gafas de aviador tenían cierto aire militar.

Quieto allí, aquel hombre no parecía malo o malvado. En todo caso, se parecía a Harby Soulé, el marido de su antigua novia, Maureen, y Harby, con su fino cabello y su bigote recortado, siempre le había parecido a Jack más un camarero que un urólogo. El coronel debía de medir metro setenta y pesaría unos setenta quilos. Si una cosa había a su favor en aquella historia era que, de momento, los malos eran todos canijos.

En aquel momento, el coronel estaba examinando a Buddy Jeannette, mirando con renovado interés el interior del ataúd abierto. Estaba tan concentrado que dio un salto cuando Jack dijo:

– Un buen trabajo, ¿eh? Tenía que haberlo visto cuando lo trajeron. -Jack, mirando el rostro de cera de Buddy, se puso cerca del coronel-. Creo que le hemos quitado diez años de encima, por no mencionar cómo tuvimos que arreglarlo, ¿sabe?

Muy cerca de él, la voz del coronel dijo:

– ¿Es con usted con quien tengo que hablar?

– Su funeral es mañana por la mañana. Luego, al cementerio de Metarie para encontrar su descanso definitivo.

– Le he hecho una pregunta.

Jack se dio la vuelta y se fijó en un mechón de pelo brillante antes de bajar la vista hacia las gafas de sol con filtro rosa.

– Ya le he oído. Tiene que hablar conmigo si eso es lo que pretende. ¿De qué quiere hablar? ¿Algún muerto en su familia?

– Una amiga -dijo el coronel-. Usted mismo la trajo aquí ayer de Carville, del hospital de leprosos.

– ¿Yo? ¿No sería otro?

– Usted u otra persona. ¿Qué más da? Quiero verla. Amelita Sosa.

– Aquí no tenemos a nadie con ese nombre. Tenemos a este caballero y basta. No, lo retiro; también tenemos al señor Morrisseau. Pero no a Amelita Sosa. Lo siento.

El coronel le dirigió una mirada amenazadora y dijo:

– Si no lo siente, ya lo sentirá.

Cruzó la sala. Al llegar a la puerta abierta gritó un nombre que sonó como Frank y algo más. ¿Frank Lynn? Jack le siguió, sin estar seguro.

Al llegar al umbral vio al individuo con pinta de criollo de la gasolinera de Exxon, que salía de otro velatorio. «Mierda, seguro que era él.» El del pelo alisado que se había puesto el otro día delante del coche fúnebre y no había dicho nada.

El coronel volvió a llamarlo por su nombre. Era «Franklin». Y luego empezó a hablar deprisa en castellano, acabando con una pregunta. El tipo frunció el ceño sin cambiar mucho la expresión y dijo en castellano:

– ¿Cómo?

El coronel volvió a hablar en castellano y luego se interrumpió y dijo en inglés:

– ¿Es éste el que trajo a Amelita de Carville, o no?… Amelita, la chica, ayer.

Jack vio que aquel tipo fijaba los ojos en él y le sostenía la mirada, tan inexpresivo como el día anterior, cuando había salido del coche y había pasado junto a él, con aquella mirada muerta que no decía nada.

Franklin finalmente dijo:

– Sí, es el mismo que conducía el coche. Pero no sé si dentro iba la chica.

Había algo extraño. Aquel individuo tenía un acento distinto. Jack no abrigaba la menor duda de que era de algún lugar de Nicaragua. Pero ¿por qué le costaba entender al coronel en castellano, si ambos eran de allí?

– No nos dejó mirar dentro del coche para ver si estaba.

– ¡Ya basta! -El coronel le hizo callar y se encaró con Jack-. Usted fue a Carville. Recogió un cadáver. Bueno, ¿dónde está?

– ¿Quién dice que fui a Carville?

– Lo dice Franklin. Le acaba de oír.

– Creo que Franklin se equivoca. ¿De dónde es?

– ¿Cómo que de dónde es? De Nicaragua. ¿De dónde pensaba que era?

– No lo sé -dijo Jack-. Por eso se lo he preguntado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

Franklin iba mirando al uno y al otro.

– ¿De qué está hablando? ¿Qué más da?

– A lo mejor, ya sabe, todos le parecemos iguales. A lo mejor el fulano al que vio se parecía a mí.

Jack creía que al coronel le gustaría pegarle con algo.

– ¿Pretende que era un tipo igual que usted, pero en otro furgón, quien fue ayer a Carville?

– Bueno, ya sabe, todos lo furgones, como usted los llama, se parecen mucho. ¿Me equivoco? ¿Por qué no podía haber sido otro tipo que se pareciera a mí?

– Porque no lo era.

– Sin embargo, no está seguro.

– ¿Esto es Mullen e Hijos?

– Efectivamente.

– Entonces era usted, y no otro.

– Le diré una cosa, jefe: si hubiera ido a Carville, me acordaría. ¿Dice que fue ayer? No, me parece que estuve aquí todo el día.

– Está mintiendo.

Jack le dedicó su mirada de callejero, fría y dura, preparó su tono más grave y preguntó:

– ¿Qué ha dicho?

El coronel lo aguantó, no se inmutó, y le devolvió la mirada a través de sus cristales oscuros. Jack empezó a pensar si no habría equivocado la táctica con aquella mierda de estilo callejero. Cuando el coronel dijo: «Franklin, enséñale tu pistola», Jack comprobó que se había equivocado. Miró y vio la pistola de acero azulado en la mano tendida de Franklin.

– Bueno, me parece que será mejor llamar a la policía -dijo Jack.

– ¿Y cómo va a hacerlo? -preguntó el coronel.

A Jack no se le ocurrió ninguna respuesta, pero no importaba: el coronel estaba ansioso por repetir las palabras que le había dicho antes.

– Por si no me ha oído, he dicho que es un jodido mentiroso. ¿Qué le parece?

Eso no era estilo callejero; era otra cosa. No se trataba de hacer una demostración de virilidad. Lo que tenía que hacer era llevar el asunto con tacto, simplemente.

– Me parece -dijo Jack-, o sea, que tengo que asumir que está usted desolado por la muerte de esa persona. He visto a mucha gente en su estado, desesperada por una trágica pérdida, y puedo entenderlo. Al fin y al cabo, es mi trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Le importaría decirme su nombre?

La mente suspicaz del tipo que se escondía tras las gafas rosadas no le iba a dejar salirse tan fácilmente con la suya.

– Si no le importa. Sé que éste es Franklin. ¿Qué tal, Franklin? -El hombre parecía no saber qué contestar. Jack se encaró con el coronel y siguió-: Y usted es…

– El coronel Dagoberto Godoy.

«Tío, y qué orgulloso está.» El tipo se estiró y se oyó un ruido débil pero seco, como si hubiera juntado los tacones. No había oído un saludo con entrechocar de tacones desde que salió de la escuela primaria. Eso le hizo pensar que aquellos individuos venían de un mundo del cual no sabía nada. Lo único que podía hacer era sacarlos de allí.

– Coronel -dijo Jack-, si su compañero aparta su pistola, le enseñaré el local, le dejaré mirar en todas las salas y si ve esa persona que ha dicho… ¿Cómo se llamaba?

El coronel no quería decirlo, pero lo hizo:

– Amelita Sosa -dijo, golpeando el nombre.

– Si la ve, será la primera vez en la historia funeraria que una muerta haya entrado por su propio pie. Si quieren hacer el favor de seguirme…

Leo había llevado al señor Morrisseau arriba y estaba trabajando sobre él en la sala de embalsamamiento, con la cabeza inclinada, concentrándose para encontrar la carótida en el cuello del viejo. Los dedos engomados de Leo hurgaban en la incisión que había hecho. Sorprendió la mirada del coronel. Se acercó a la puerta desde el pasillo, donde Jack y el que parecía criollo, Franklin, esperaban. Leo no levantó la mirada. Ni siquiera cuando el coronel le preguntó qué estaba haciendo y se lo explicó.

– Así que aspirando la sangre ¿eh? -comentó el coronel-. Siempre me he preguntado cómo lo hacen. No entiendo por qué no hacen más agujeros, sería más rápido.

Leo murmuró algo. El coronel dijo, al tiempo que se acercaba:

– ¿Qué? Veo que este hombre es muy viejo. Pero ayer hubo una chica muy joven, ¿no? Una muy guapa.

– Ayer no estuve aquí, ya se lo he dicho.

Seguía sin levantar la vista, con los hombros inclinados, y trabajando con los dedos enguantados.

– Pero a veces les traen chicas jóvenes que han muerto.

– De vez en cuando.

El coronel miró por encima del hombro a Franklin y le ordenó por gestos que se fuera al fondo del pasillo:

– Mira si está escondida en alguna habitación.

Jack se dio la vuelta para seguir a Franklin. Oyó que el coronel le decía a Leo:

– Cuando mete a una chica joven en la caja, no la viste del todo, ¿verdad?

– ¿Quieres guardar esa pistola, por favor? -le dijo Jack a la espalda de Franklin.

Se alegraba de que Leo no la hubiera visto. Podría haberse hundido y les habría contado cualquier cosa que quisieran saber. Observó a Franklin registrar con la mirada el despacho de Leo y volver por el pasillo, hacia su apartamento de dos habitaciones. La puerta estaba cerrada. Franklin se apartó para que Jack la abriese. Eso le sorprendió. Esperó en el umbral mientras Franklin miraba el viejo sofá y la nevera. Al entrar en el dormitorio, Jack se acercó a la nevera, la abrió y miró dentro. Luego esperó a que Franklin curioseara en el baño y saliera otra vez.

– ¿Quieres una bien fría?

El tipo le miró.

– Quiero decir cerveza. ¿Quieres una? ¿Te gusta la cerveza?

El tipo asintió, y Jack cerró la nevera. Aquel tío tenía un pelo verdaderamente raro. No muy alisado por arriba, redondeado en un estilo semiafro, le caía sobre las orejas como si llevara un casco, y no llevaba patillas. Parecía alguien a quien nada más desembarcar de un carguero de plátanos, le hubiesen dado un traje sin conocer su talla: un traje negro, con hombreras puntiagudas, que pretendía ser moderno y elegante, pero al cual le sobraba por lo menos una talla, así que los puños le llegaban casi a los nudillos. Aquel fulano tenía manos de albañil, y las uñas estaban rotas y arrugadas. Era difícil adivinar su edad, aparte de que a Jack, que entonces tenía tiempo para mirarle, le parecía distinto del día anterior, cuando se lo imaginó en plan callejero. Aquel tío parecía salir de la Edad de Piedra, con aquella camisa blanca abotonada hasta el cuello, pero sin corbata. Jack pensó en preguntarle quién le vestía, pero le salió una pregunta mejor:

– ¿Para qué llevas esa pistola?

– Me la han dado para que la use.

Aquel acento seguía sin encajar. Si aquel individuo tenía problemas con el castellano, ¿de dónde era? A lo mejor de Jamaica. Pero no era exactamente el mismo acento, y el coronel había dicho que era de Nicaragua.

– ¿Para usarla cómo?

– Usarla, dispararla.

– Ya, claro, eso es lo que pregunto. ¿A quién vas a disparar en Nueva Orleans?

– No lo sé. No me han dicho si tendré que hacerlo.

– Por Dios, ¿quieres decir que si el coronel Godoy te dijera que disparases a alguien, lo harías?

– Para eso me han dado la pistola. Tengo que usarla.

– Sí, pero eso va contra la ley. No puedes disparar a quien te dé la gana.

Pareció como si el tipo tuviera que pensárselo. Finalmente contestó:

– Si me dicen que dispare… Ya me entiendes, no es lo mismo que si disparo porque quiero, ¿eh? Sería sólo si tuviera que hacerlo.

– Si tuvieras que… Comprenderás que me es difícil entender eso que dices.

– ¿Por qué?

Una simple pregunta. El tipo esperaba una respuesta.

– Bueno, supongo que porque aquí las cosas son distintas que en Nicaragua.

– Sí, muy distintas. Pero me gusta.

– Bueno, eso está bien.

Aquel individuo parecía un conversador fácil, pero no lo era. Aquello no tenía sentido.

En aquel momento le estaba estudiando y empezaba a asentir:

– El de ayer eres tú.

– ¿Eso crees?

– Sí, el del furgón. Eras tú.

Como un simple hecho, nada más que eso, sin cambio alguno en su expresión… El tipo de aspecto criollo se le quedó mirando y luego se fue.

Jack esperó. Miró hacia el teléfono, que estaba sobre la mesa que había junto al sofá. Se acercó, puso la mano en el auricular y lo descolgó. No se le ocurría nadie a quien pudiera llamar para pedir ayuda. Pensó en los trocares de Leo, en la cabina de la sala de preparación.

El día anterior había estado muy bien, muy espabilado. Pero en esta ocasión había fallado. Estaba lento. No conseguía pensar. «Bueno -decidió-, será mejor empezar ahora, rápido. Pensar. Cógelos. Cógelos y jódelos, eso es todo. Cuando los veas, golpea. Primero al tipo de la pistola. Salvo que los dos vayan armados. Mierda.» Tendría, pues, que volver a empezar, prepararse… El silencio era enorme, hasta que le llegó el ruido desde el pasillo, los pasos que se apresuraban en dirección a él.

– ¡Eh! -dijo Leo. Se paró de repente y alzó los brazos al entrar en la habitación-. ¿Qué te pasa?

– ¿Dónde están?

– ¿Qué ibas a hacer, pegarme?

– Leo, ¿dónde están?

– Un taxi les esperaba. Se han ido. ¿Cómo se llamaba el coronel? Parecía simpático.