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3

Llamé al timbre. Oí cómo resonaba por toda la casa. Abrió una doncella negra con un uniforme blanco que parecía de enfermera. Me dolían tanto los pies que me entraron ganas de arrojarme en sus brazos para que me llevara al botiquín, pero me limité a decirle mi nombre y a murmurarle que Bobby Callahan me esperaba.

– Ah, sí, la señorita Millhone. Pase, pase, por favor.

Se hizo a un lado y accedí al vestíbulo. El techo tenía aquí dos pisos de altura y la luz se filtraba en lo alto por una serie de ventanas paralelas a la ancha escalinata de piedra que se curvaba hacia la izquierda. El suelo era de baldosas de color rojo apagado y estaba más limpio y brillante que una patena. Vi alfombras persas de dibujo borroso. Vi tapices que colgaban de barras ornamentales de hierro forjado y que parecían armas antiguas. La temperatura ambiente era ideal, hacía fresco, y una nutrida guarnición de flores que había en una maciza mesa rinconera de mi derecha perfumaba el aire con su aroma. Me dio la impresión de estar en un museo.

La doncella me condujo a una sala de estar tan grande que las personas que había al fondo me parecieron los enanitos del bosque. La chimenea de piedra debía de tener tres metros y pico de anchura por cuatro de altura, y el hogar era tan grande que habría podido asarse en él una vaca. Los muebles parecían cómodos, ni recargados ni pequeños. Los cuatro sofás parecían sólidos, y los sillones, grandes y mullidos y de brazos anchos, me recordaron, no sé por qué, los asientos de primera clase de un avión.

La decoración no conjugaba ningún color en especial y me pregunté si sería únicamente la clase media la que contrataba especialistas para que los detalles armonizaran.

Descubrí a Bobby, que, loado sea Dios, se dirigió hacia mí cojeando. Por lo visto había leído en mi expresión que no estaba preparada para el espectáculo.

– Lo siento -dijo-. Habría tenido que avisarte. Te prepararé una copa. ¿Qué prefieres? Hay vino, pero no te digo la marca porque pensarás que queremos presumir.

– Me gusta el vino -dije-. Y me encantan los que se toman para presumir.

Una doncella, no la que me había abierto, sino otra especialmente adiestrada para servir en las salas de estar, se anticipó a Bobby y se nos acercó con un par de copas llenas. Deseaba de todo corazón no hacer el ridículo derramándome la bebida en la pechera o enganchándome un tacón en la alfombra. Bobby me tendió una copa y tomé un sorbo.

– ¿Te criaste aquí? -le pregunté. Me costaba imaginar una habitación, que parecía una nave de iglesia, con juguetes desmontables, cajitas sorpresa con música y camiones a pilas. De pronto me concentré en lo que me ocurría en la boca. Aquel vino iba a estropearme un paladar que ya tenía acostumbrado al matarratas que venden en envases de cartón.

– La verdad es que sí -dijo mirando alrededor con curiosidad, como si el absurdo acabara de ocurrírsele a él-. Tenía niñera, claro.

– Claro, claro, por supuesto. ¿A qué se dedican tus padres? ¿O debería imaginármelo?

Me dedicó una sonrisa asimétrica y se limpió la barbilla, como con timidez, según me pareció.

– Mi abuelo materno fundó a principios de siglo una gran empresa de productos químicos. Creo que la casa terminó patentando la mitad de los artículos básicos para la civilización. Enemas, colutorios y aparatos anticonceptivos.

Y montones de medicinas caseras. Y disolventes, aleaciones, productos para la industria. La lista es larga.

– ¿Hermanos?

– Sólo yo.

– ¿Dónde está tu padre en este momento?

– En el Tíbet. Últimamente le ha dado por el montañismo. El año pasado estuvo viviendo en la India, en un ashram. Su alma se desarrolla al ritmo que le permite el crédito de la Visa.

Me llevé la mano hueca al oído.

– ¿Será hostilidad lo que percibo en lontananza?

Se encogió de hombros.

– Se puede permitir el lujo de tontear con los Grandes Misterios por el acuerdo que firmó con mi madre cuando se divorciaron. Va de peregrino espiritual, pero en el fondo lo único que hace es montárselo guapo. Yo me llevaba bien con él hasta que volvió, poco después de mi accidente. Se sentaba junto a mi cama, me sonreía con amabilidad y me decía que ser minusválido es una de las cosas por las que hay que pasar en esta vida. -Me miró con sonrisa afectada-. ¿Sabes lo que dijo cuando supo que Rick había muerto? "Mejor. Eso quiere decir que ha terminado su obra." Me puse tan mal que el doctor Kleinert le prohibió que volviera a visitarme y se fue a recorrer a pie la cordillera del Himalaya. No solemos tener noticias suyas, pero me da lo mismo, creo.

Se descontroló de repente. Las lágrimas le anegaron los ojos y luchó por dominarse. Se quedó mirando a un grupo que había junto a la chimenea y seguí su mirada. Habría unas diez personas en números redondos.

– ¿Quién es tu madre?

– La del vestido de color crema. El tipo que está inmediatamente después de ella es Derek, mi padrastro. Hace ya tres años que se casaron, pero me parece que no funciona la cosa.

– ¿Y eso?

Pareció meditar varias respuestas, pero al final se limitó a cabecear un poco y a guardar silencio. Se volvió para mirarme.

– ¿Preparada para las presentaciones?

– Dime antes quiénes son los demás. -Me estaba yendo por las ramas, pero no podía evitarlo.

Dirigió una mirada apreciativa al conjunto.

– No recuerdo algunos nombres. A la mujer de azul no la conozco de nada. El individuo alto de pelo gris es el doctor Fraker, el patólogo para el que trabajaba antes del accidente. Está casado con la pelirroja que habla con mi madre. Mi madre conoce a todos los médicos de aquí, está en el consejo de administración del St. Terry. El gordicalvo es el doctor Metcalf, y el tipo con el que está hablando es el doctor Kleinert.

– ¿Tu psiquiatra?

– El mismo. Piensa que estoy loco, pero es igual porque cree que puede curarme. -En su voz se había filtrado un dejo de amargura y me di cuenta de la cantidad de inquina que tenía que tragar día tras día.

Como obedeciendo a una indicación, el doctor Kleinert se dio la vuelta, nos miró con fijeza y acto seguido desvió la mirada. Le eché cuarenta y tantos años, tenía el pelo gris, ondulado y algo raleante, y una expresión de tristeza.

Bobby esbozó una sonrisita de satisfacción.

– Le dije que iba a contratar a un detective, pero no se imagina que seas tú, de lo contrario ya estaría aquí edificándonos con un discursito.

– ¿Y tu hermanastra? ¿Dónde está?

– En su cuarto, seguramente. No es muy sociable.

– ¿Y la rubita? ¿Quién es?

– La mejor amiga de mi madre. Es enfermera de quirófano. Anda, ven -dijo con impaciencia-. Así lo verás todo de cerca.

Nos dirigimos juntos hacia la chimenea, donde habían acabado por reunirse todos. La madre se volvió para mirarnos y las dos mujeres que estaban con ella se detuvieron en plena conversación para ver qué la había distraído.

Para ser la madre de un chico de veintitrés años se conservaba joven, era delgada, estrecha de caderas y tenía las piernas largas. Tenía una mata de pelo lisa y espesa de color castaño claro que no acababa de llegarle hasta los hombros.

Los ojos eran pequeños y hundidos, la cara alargada, la boca ancha. Tenía manos bonitas, de dedos largos y delgados.

Vestía una blusa de seda de color crema y una falda larga de lino que se le clavaba en la cintura. Se adornaba con joyas de oro, con cadenitas en el cuello y en la muñeca. La mirada que dirigió a Bobby fue intensa y profunda, e incluso yo noté el esfuerzo que hacía para aceptar la presencia del hijo lisiado. Se volvió a mí con una sonrosa cortés y me dio la mano.

– Soy Glen Callahan. Usted debe ser Kinsey Millhone. Bobby nos dijo que se quedaría un rato con nosotros. -Tenía la voz baja y gutural-. No se apure, charlaremos dentro de un instante y verá qué bien se lo pasa.

Le estreché la mano, que me llamó la atención por lo huesuda y caliente que la tenía. El apretón que me propinó fue de hierro. Se volvió a la mujer de su derecha con objeto de presentarnos.

– Esta es Nola Fraker.

– Hola, qué tal -dije cuando nos dimos la mano.

– Y Sufi Daniels.

Volvimos a cambiar unas frases de presentación. Nola era pelirroja, tenía la piel clara y fina, unos ojos azules luminosos y llevaba un vestido granate sin mangas con un escote en forma de uve que le desnudaba la carne desde el cuello hasta la cintura. Mejor que evitara las flexiones y los movimientos bruscos. Me dio la sensación de que la conocía de no sé dónde. Puede que hubiera visto su foto en los ecos de sociedad o en un lugar parecido. Las campanillas del recuerdo habían repicado de todos modos y me pregunté cuál sería el motivo.

La otra, Sufi, era pequeñita y deforme hasta cierto punto, ya que tenía el tórax ancho y la espalda combada. Llevaba un vestido vaporoso de rayón malva que no parecía haber sido testigo de muchos vapores. Tenía el pelo rubio, Fino y raleante, tal vez demasiado largo para favorecerla.

Después de una pausa prudencial, las tres, con gran alivio de mi parte, reanudaron la charla del principio. La verdad es que yo no sabía qué decirles. Nola hablaba de un retalito de treinta dólares que estaba loca por lucir en una cata de vinos que iba a celebrarse en Los Ángeles.

– Recorrí todas las tiendas de Montebello, pero fue una tontería. Yo no quería cuatro dólares por un vestido. ¡No pagaría ni dos! -dijo con determinación.

Aquello me chocó. Parecía mujer a la que le gustasen las extravagancias. A no ser que, en vez de deducir esta clase de conclusiones, me las invente. La idea que tengo de las mujeres adineradas es que van a Beverly Hills para que les depilen las piernas a la cera, para encargar un par de chucherías en Rodeo Drive y para asistir a comilonas benéficas de 1.500 dólares el cubierto. No me imaginaba a Nola Fraker escarbando en los expositores de las rebajas en nuestro Cósetelo Tú Misma. Puede que de niña fuese pobre y no acabara de acostumbrarse a ser la mujer de un médico.

Bobby me cogió de un brazo y me condujo hacia los hombres. Me presentó a su padrastro, Derek Wenner, y acto seguido, uno tras otro, a los doctores Fraker, Metcalf y Kleinert. Antes de que me diera cuenta me arrastraba en dirección al vestíbulo.

– Vamos arriba. Te presentaré a Kitty y luego te enseñaré el resto de la casa.

– Bobby, quiero hablar con esa gente -dije.

– No lo hagas. Son unos cretinos que no tienen ni pajolera idea.

Al pasar junto a una mesa rinconera, fui a dejar el vaso, pero Bobby se opuso.

– No lo sueltes -dijo.

Cogió una botella de vino sin descorchar de un cubo de plata con hielo y se la puso bajo el brazo. Se movía a velocidad pasmosa a pesar de la cojera, tanto que el taconeo de mis zapatos me pareció zafio y plebeyo mientras avanzábamos hacia la entrada. Hice un alto para quitármelos y lo alcancé. Había algo en su conducta que me daba ganas de reír. Estaba acostumbrado a hacer lo que se le antojaba entre personas que a mí me habían enseñado a respetar. A mi tía le habría impresionado aquella pequeña reunión, pero a Bobby parecía traerle sin cuidado. Subimos las escaleras, Bobby apoyándose en la pulida balaustrada.

– ¿No utiliza tu madre el apellido Wenner? -le pregunté.

– No, Callahan es en realidad su apellido de soltera. Lo adopté cuando ella y mi padre se divorciaron.

– ¿No es frecuente hacer eso, verdad?

– A mí no me lo parece. El es un capullo. De este modo, mi vínculo con él no es más estrecho que el de mi madre.

La galería del primer piso trazaba una semicircunferencia cuyos extremos se prolongaban como en una herradura. Cruzamos una puerta de arco que se abría a la derecha y accedimos a un pasillo ancho y flanqueado de habitaciones. Casi todas las puertas estaban cerradas. La luz diurna comenzaba a irse y la parte superior de la casa estaba a oscuras. Una vez investigué un homicidio en un colegio femenino que tenía la misma atmósfera. Daba la impresión de que se le había dado un uso institucional a la casa, y, en consecuencia, parecía desangelada e impersonal. Bobby llamó a la tercera puerta de la derecha.

– ¿Kitty?

– Un segundo -dijo una voz femenina.

Bobby esbozó una sonrisa espontánea.

– Creo que la hemos cogido con el canuto en la mano.

– ¿Y por qué no?, me dije con un encogimiento de hombros. Tenía diecisiete tacos.

Se abrió la puerta y la muchacha nos miró con suspicacia.

– ¿Quién es ésta?

– Vamos, Kitty, no seas muermo.

La chica se hizo a un lado con indiferencia. Entramos y Bobby cerró la puerta. La pobre estaba anémica; era alta y delgada como un fideo, y las rodillas y los codos le sobresalían como a los muñequitos de plástico. Tenía la cara demacrada; iba descalza y vestía un pantalón corto y una camiseta ajustada del tamaño de un calcetín de ejecutivo, de esos de una sola talla.

– Pero ¿qué miras? -me dijo. Como no parecía esperar respuesta, no me molesté en darle ninguna. Se dejó caer en una cama de matrimonio sin hacer, cogió un cigarrillo y lo encendió. Tenía las uñas mordisqueadas casi hasta la raíz. El cuarto estaba pintado de negro y parecía una parodia de la típica habitación de las adolescentes. Había muchos carteles en las paredes y animales de peluche, pero el conjunto poseía un aire de pesadilla. Los carteles eran de grupos de rock chorreantes de maquillaje, de pinta siniestra y actitud despectiva y estaban llenos de detalles misóginos. Los animales de peluche se aproximaban más al modelo sátiro que a los perritos y osos tradicionales. En el aire flotaba un perfume de eau de drogata y calculé que había fumado tanta hierba en aquel cuarto que para colocarse bastaba con pegar la nariz al edredón.

A Bobby parecía gustarle la actitud desdeñosa de la chica. Me acercó una silla tras tirar al suelo, sin más ceremonias, la ropa que había encima. Tomé asiento y él se tumbó a los pies de la cama, cogiéndose el tobillo izquierdo con la mano. Los dedos se le traslaparon como si en vez del tobillo ciñese con ellos la cintura de la muchacha. Me recordaron a Hansel y Gretel. Puede que Kitty tuviera miedo de acabar en la cazuela si engordaba. A mí me pareció que, de seguir así, iba a acabar antes en una caja de pino, y eso sí que daba miedo. La chica se echó hacia atrás y se apoyó en ambos codos, mientras me dirigía una débil sonrisa desde el otro extremo de sus piernas larguísimas y frágiles. Se le veían todas las venas, como en esas ilustraciones anatómicas de las enciclopedias a las que se superpone una lámina transparente. Le veía hasta las articulaciones de los huesos de los pies, unos pies con unos dedos que parecían prensiles.

– Bueno, ¿y qué pasa abajo? -preguntó a Bobby, pero sin dejar de mirarme. Hablaba como si tuviera la lengua gorda y la mirada se le desenfocaba cada dos por tres. ¿Estaba borracha o se había cascado unas pastillas?

– Allí están, dándole a la priva, como siempre. Y hablando del Papa de Roma, he traído vino -dijo Bobby-. ¿Tienes un vaso?

Kitty se estiró hasta la mesita de noche, rebuscó entre los mil objetos que contenía y cogió un vaso con un pegote verde en el fondo, de ajenjo o crema de menta. Se lo alargó. Al caer en el recipiente, el vino se coloreó con los restos del licor.

– Bueno, ¿y quién es la chorba ésta?

Me repatea que me llamen chorba. Bobby se echó a reír.

– Perdona, es Kinsey, la detective de quien te hablé.

– Me lo imaginaba. -Sus ojos volvieron a posarse en mí, con unas pupilas tan dilatadas que fui incapaz de distinguir el color del iris-. ¿Y qué te parece la fiestecita? Bobby y yo somos los anormales de la familia. Vaya par, ¿no?

La niña empezaba a ponerme nerviosa. No era lo bastante lista o rápida para avalar la pose de tía dura que fingía y la tensión se notaba, como cuando vemos a esos cómicos en solitario que cuentan chistes más viejos que la tos.

– El doctor Kleinert está abajo -dijo Bobby, cambiando de tema.

– Ah, el doctor Terror. ¿Qué piensas de él? -Dio una chupada al cigarrillo, fingiendo indiferencia, aunque intuí que sentía una curiosidad sincera por conocer mi respuesta.

– No he hablado con él -dije-. Bobby quería que te conociese a ti antes.

Se me quedó mirando de hito en hito y le devolví la mirada. Recuerdo que en sexto hacía cosas así cada vez que veía a mi peor enemigo, Tommy Jancko. He olvidado ya por qué nos caíamos gordos, pero sostenernos la mirada era nuestro duelo favorito. Se volvió hacia Bobby.

_Quiere meterme en un hospital. ¿Te lo había contado?

– ¿Y vas a ir?

– ¡Y una porra! ¿Para que me claven un montón de agujas? No, gracias. No me interesa. -Arrastró las largas piernas hasta el borde de la cama y se incorporó. Se acercó a un tocador de poca altura y espejo enmarcado en oro. Se miró la cara y se volvió hacia mí.

– ¿Crees que estoy flaca?

– Mucho.

– ¿En serio? -La idea pareció entusiasmarla y se puso de lado para mirarse el inexistente trasero. Volvió a fijarse en la cara y se observó mientras daba una chupada al cigarrillo. Se encogió de hombros. Desde su punto de vista, todo estaba bien.

– ¿Por qué no hablamos del intento de asesinato? -dije.

Kitty retrocedió hasta la cama y volvió a tumbarse.

– Alguien le anda detrás. Eso es innegable -dijo Kitty. Apagó el cigarrillo y dio un bostezo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vibraciones.

– Aparte de las vibraciones -dije.

Joder, si tampoco nos crees tú… -dijo. Se puso de lado, se recostó en las almohadas y dobló un brazo para apoyar la cabeza.

– ¿También a ti te andan detrás?

– No, qué va. Sólo a él.

– Pero ¿por qué? No digo que no os crea. Pero busco un punto de partida y quisiera que me lo contarais todo.

– Tendría que meditar un rato -dijo y al instante se quedó inmóvil.

Tardé unos minutos en darme cuenta de que se había quedado frita. ¿Qué le pasaba a aquella muchacha, Señor?