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4

Aguardé en el pasillo con los zapatos en la mano mientras Bobby la tapaba con una manta, salía de puntillas y cerraba en silencio.

– ¿Qué le pasa? -dije.

– Está bien, pero anoche estuvo despierta hasta muy tarde.

– ¿Pero qué dices? ¡Si parece que está en coma!

Se removió con inquietud.

– ¿Eso crees?

– Bobby, ¿la has visto bien? Está en los huesos. Bebe, fuma, toma pastillas. Y encima se enchufa canutos. ¿Cómo esperas que sobreviva?

– No sé. No creí que estuviera tan mal -dijo. No sólo era joven, era también un ingenuo; a no ser que la chica hubiera desmejorado tan despacio que él no se hubiera percatado de su estado físico.

– ¿Cuánto hace que no tiene apetito?

– Pues creo que desde la muerte de Rick. Puede que antes incluso. Era su novia y lo pasó muy mal.

– ¿Por eso quiere encargarse de ella el doctor Kleinert? ¿Porque no come?

– Supongo. La verdad es que no se lo he preguntado nunca. Kitty ya era paciente suya cuando empecé a visitarle.

– ¿Algún problema? -dijo alguien.

Derek Wenner avanzaba hacia nosotros, procedente de la galería, con un whisky en la mano. Se notaba que había sido atractivo antaño. Era de estatura mediana, pelo rubio y ojos grises dilatados por unas gafas de montura azul sucio. Estaba a punto de cruzar la frontera de los cincuenta, eso tirando por lo bajo, y le sobraban sus buenos quince kilos. Tenía la cara regordeta y colorada de los que beben demasiado y la cuña de la calvicie no le había dejado en el centro más que un arbusto raleante apuntalado por sendos rastrojos laterales. Los kilos de más le colgaban de la papada y de un cuello tan ancho que la camisa parecía quedarle pequeña. Parecían caros los pantalones de gabardina con raya y lo mismo los zapatos de piel que llevaba, de color blanco y crema, y con orificios. Antes lo había visto con una americana, pero se la había quitado junto con la corbata. Se desabrochó el cuello de la camisa con un suspiro de alivio.

– ¿Qué ocurre? ¿.Y Kitty? Tu madre quiere saber por qué no ha bajado.

Bobby pareció aturdirse.

– No sé. Estábamos hablando y se quedó dormida.

Lo de "dormida" se me antojó un eufemismo. La cara de la joven tenía el mismo color que una sortija de plástico que me había entusiasmado de pequeña. Era blanca, pero si la ponías a la luz un rato y luego la tapabas con la otra mano, despedía un resplandor verdoso. Y, que yo supiera, esto no era señal de buena salud.

– Diantre, será mejor que hable con ella -dijo el padrastro. De lo cual se deducía que tenía plenos poderes sobre ella. Abrió la puerta y entró en la habitación de la joven.

Bobby me dirigió una mirada, mitad de desánimo, mitad de inquietud. Me puse a espiar lo que ocurría en la habitación. Derek dejó el vaso en la mesita y tomó asiento en la cama.

– ¿Kitty?

Le puso la mano en el hombro y la zarandeó con suavidad. No hubo reacción.

– Vamos, pequeña, despierta.

Se volvió para mirarme con preocupación. Dio una sacudida brusca a la muchacha.

– Vamos, despierta.

– ¿Quiere que llame a los médicos de abajo? -dije. Volvió a darle una sacudida. En mi opinión, era trabajo perdido.

Me puse los zapatos, dejé el bolso junto a la puerta y me encaminé a las escaleras. Al llegar a la sala de estar, Glen Callahan se me quedó mirando como si intuyera que algo iba mal. Se me acercó.

– ¿Y Bobby?

– Arriba, con Kitty. Convendría que alguien le echara un vistazo. Perdió el conocimiento y su marido no puede despertarla.

– Avisaré a Leo.

Vi que se acercaba al doctor Kleinert y que le murmuraba algo. El psiquiatra me miró y con una excusa abandonó el grupo en que estaba. Subimos al piso superior.

Bobby, con cara de preocupación, estaba ahora junto a su padrastro. Derek trataba de sentar a la muchacha, pero ésta se caía de costado. El doctor Klemert se adelantó con rapidez y apartó a los otros dos. Sin perder un instante, le hizo una revisión básica con ayuda de una linterna tipo bolígrafo que sacó del bolsillo interior de la chaqueta. Las pupilas de la joven se habían reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler y, desde donde estaba, sus ojos me parecieron yertos y exánimes, y sin muchas ganas de reaccionar ante la linterna con que el psiquiatra le enfocó, primero uno, después el otro. Tenía la respiración lenta y superficial, los músculos fláccidos. El doctor Kleinert se agachó para coger el teléfono, que estaba en el suelo, al lado de la cama, y llamó al 911.

Glen se había quedado en la puerta.

– ¿Qué ocurre?

Kleinert no le hizo caso, enfrascado al parecer en la llamada de urgencia.

– Soy el doctor Leo Kleinert. Necesito una ambulancia en West Glen Road, de Montebello. Mi paciente sufre una intoxicación por ingestión de barbitúricos. -Dio la dirección y una serie de indicaciones para llegara ella. Colgó y se quedó mirando a Bobby-.

– ¿Sabes qué ha tomado?

Bobby negó con la cabeza.

Fue Derek quien respondió, pero dirigiéndose a Glen.

– Estaba perfectamente hace media hora. Estuve hablando con ella.

– Derek, Derek, por el amor de Dios -dijo Glen con un dejo de enfado.

Kleinert abrió el cajón de la mesita de noche. Apartó algunos objetos y sacó un monedero de cremallera con pastillas suficientes para colocar a un elefante. Habría unas doscientas entre Nembutal, Seconal, Tuinal, Placidyl y demás; en conjunto parecía el vistoso muestrario de la industria doméstica del cuelgue.

La desesperación se había pintado en la cara de Kleinert. Miró a Derek, con el monedero sujeto por una punta. La Prueba Número 1 de un proceso que, según me decía la intuición, había comenzado hacía tiempo.

– Primero despejemos el campo; ya nos ocuparemos de eso más tarde.

Glen Callahan había salido ya y alcancé a oír sus intencionados taconazos mientras se dirigía a las escaleras. Bobby me cogió del brazo y salimos juntos al pasillo. A Derek, por lo visto, le costaba creer lo que pasaba.

– ¿Se pondrá bien?

El doctor Kleinert le respondió con un murmullo, pero no alcancé a descifrarlo. Bobby me condujo a una habitación que había enfrente y cerró la puerta a sus espaldas.

– Mantengámonos al margen. Bajaremos dentro de un rato. -Se frotó los dedos de la mano inútil como si fueran talismanes. Volvía a jadear.

La habitación era grande y las ventanas de ancho alféizar daban a la parte trasera de la finca. La alfombra, que abarcaba todo el suelo, era blanca y de pelo espeso; hacía tan poco que se había limpiado que distinguía las huellas que dejaba Bobby al andar.

La cama doble del muchacho parecía de juguete en una estancia que no tendría menos de noventa metros cuadrados y que comunicaba con un cuarto ropero que se abría a la izquierda y con otra dependencia más allá que parecía el cuarto de baño. Había un televisor encima de un arcón antiguo de pino, de los de guardar ropa, y que se encontraba a los pies de la cama. En la pared de mi derecha había un escritorio empotrado de tablero blanco de formica, muy largo. Encima había un IBM Selectric II con el teclado, el monitor y la impresora colocados en fila. Los estantes de los libros eran también de formica blanca y estaban llenos, casi en exclusiva, de manuales médicos. Había una zona para sentarse en el rincón del fondo: dos sillones de muelles y un escabel forrado con una tela a cuadros blancos, calabaza y azul pizarra. La mesita del café, la lámpara de lectura, los libros y revistas acumulados allí indicaban que aquel era el rincón donde Bobby pasaba su tiempo libre.

Se acercó a un interfono de la pared y apretó un botón.

– Callie, nos morimos de hambre. Que nos suban una bandeja. Somos dos y tomaremos vino blanco.

Oí al fondo un cacharreo resonante, como cuando se mete la vajilla en el lavaplatos.

– Sí, señorito Bobby. Le mandaré a Alicia con algo de comer.

– Gracias.

Se acercó cojeando a uno de los sillones y tomó asiento.

– Me da por comer cuando estoy nervioso. Siempre lo hago. Anda, siéntate. Mierda, detesto esta casa. Antes me gustaba. Era fabulosa cuando yo era pequeño. Había espacio para correr, sitio donde esconderse. Un patio que no tenía fin. Ahora es como el capullo de una crisálida, totalmente aislado. Pero sin mantener alejado lo desagradable. Hace frío. ¿Tienes frío?

– No, estoy bien -dije.

Me senté en el otro sillón. Empujó el escabel hacia mí y apoyé los pies. Me pregunté qué sería vivir en una casa como aquélla, donde podían satisfacerse todas las necesidades y donde otros se responsabilizaban de hacer la compra y la comida, limpiar, sacar la basura y cuidar del paisaje. ¿Serviría para algo la libertad que todo ello permitía?

– ¿Qué se siente cuando se vive con tantos lujos y comodidades? Yo ni siquiera puedo imaginármelo.

Iba a decir algo cuando alzó la cabeza.

Oímos la ambulancia a lo lejos, el aullido de la sirena que subía gradualmente de volumen para convertirse de pronto en un gemido de tristeza. Me miró y se limpió la barbilla como si estuviera pendiente de sí mismo.

– ¿Crees que somos unos niñatos malcriados?

Las dos mitades de su cara parecieron enviarme mensajes contradictorios, uno de vitalidad y otro de muerte.

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Vivís mejor que la mayoría -dije.

– Alto ahí. También nosotros cumplimos con nuestras obligaciones. Mi madre se dedica de un modo intensivo a recaudar fondos para organizaciones benéficas y está en el comité directivo del museo de arte y de la sociedad. histórica. Por Derek no respondo. Juega al golf y hace el zángano en el club. Bueno, no es justo lo que digo. Tiene ciertas inversiones y se ocupa de ellas, así se conocieron. Era el albacea de la herencia que me dejó mi abuelo. Dejó el banco cuando se casó con mi madre. De todos modos, apoyan un montón de causas, es decir, que no son sólo unos parásitos que se dedican a explotar a los pobres desarrapados. Mi madre fundó el Club de la Juventud Femenina de Santa Teresa, lo hizo prácticamente ella sola. Y el Centro de Mujeres Violadas también.

– ¿Y Kitty? ¿Qué hace, aparte de colocarse?

Me miró con atención cautelosa.

– No juzgues a la gente. No sabes lo que hemos pasado todos.

– Es verdad. Disculpa. No quería hacerme la puritana. ¿Va a alguna escuela privada?

– Ya no -dijo cabeceando-. Este año la han trasladado al Instituto Nacional de Santa Teresa. Para ver si se corrige.

Miró hacia la puerta con inquietud. La casa era tan maciza que no había forma de saber si los enfermeros habían subido ya o no.

Me dirigí a la puerta y la entreabrí. En aquel momento salían del cuarto de Kitty con la camilla portátil, cuyas ruedas giraron como las de un carrito de la compra al doblar hacia el pasillo. Habían tapado a Kitty con una manta y abultaba tan poco que apenas se la distinguía. Uno de sus brazos esqueléticos sobresalía de la frazada. Le habían puesto un gotero y uno de los enfermeros sostenía en alto una bolsa de plástico con una solución blanquecina. Por medio de una mascarilla le suministraban oxígeno. El doctor Kleinert avanzó en vanguardia hacia las escaleras. Derek iba en último término con las manos en los bolsillos y la tez pálida. Parecía no saber qué hacer, fuera de lugar, y se detuvo al verme.

– Voy a acompañarles con el coche -dijo, aunque nadie le había preguntado nada-. Dígale a Bobby que estaré en el St. Terry.

Sentí lástima por él. La escena parecía sacada de una teleserie, con aquel personal médico tan serio y profesional. Se llevaban a su hija, la muchacha podía morir, pero nadie parecía pensar en esa posibilidad. No había ni rastro de la madre de Bobby, ni rastro de las personas que habían ido a la casa a tomar unas copas. Todo parecía mal concebido, como un espectáculo complicado que acabe por aburrir.

– ¿Quiere que vayamos nosotros también? -le pregunté.

Negó con la cabeza.

– Dígale a mi mujer dónde estoy -dijo-. La llamaré en cuanto sepa algo concreto.

– Suerte -dije, y me dirigió una sonrisa de desaliento, como si no estuviera acostumbrado a tenerla.

La comitiva desapareció escaleras abajo. Cerré la puerta del cuarto de Bobby. Fui a decirle algo, pero se me anticipó.

– Lo he oído -dijo.

– ¿Por qué se ha escondido tu madre? ¿Se lleva mal con Kitty o qué?

– Es demasiado enrevesado para explicarlo. Mi madre se desentendió definitivamente de Kitty a raíz de un episodio anterior, y no precisamente por falta de humanidad. Al principio hacía lo que podía, pero después de una crisis venía otra y no había manera de ponerle fin. A ello se debe en parte el que ella y Derek lo estén pasando tan mal.

– ¿Cuáles son los motivos restantes?

Me miró como si no me entendiera. Estaba claro que se sentía igualmente culpable.

Llamaron a la puerta y entró una chicana de trenzas con una bandeja en las manos. Su rostro carecía de expresión y no miraba a los ojos. Si estaba al tanto de lo que sucedía, no lo dio a entender. Trasteó durante medio minuto con las servilletas de hilo y los cubiertos. Si nos hubiera hecho firmar el albarán del servicio de habitaciones, con propina incluida, no me habría extrañado en absoluto.

– Gracias, Alicia -dijo Bobby.

La mujer murmuró algo y se marchó. Que todo fuera tan impersonal hacía que me sintiera incómoda. Tuve ganas de llamarla para preguntarle si le dolían los pies igual que a mí o si tenía familia sobre la que cambiar impresiones. Me habría gustado que hubiera dicho algo, que hubiera manifestado curiosidad o preocupación por las personas para las que trabajaba, por la persona a la que acababan de llevarse en camilla en un momento tan inesperado. Bobby escanció vino para los dos y nos pusimos a comer.

La comida parecía sacada de una revista. Trozos suculentos de pollo frío con mostaza, terrinas de hojaldre rellenas de espinacas y queso inglés ahumado, racimos de uva y perejil en rama adornándolo todo. En dos cuencos pequeños de porcelana con tapadera había sopa de tomate fría, espolvoreada con hinojo, y con un copete de nata helada. Rematamos la comida con una bandeja de pastas decoradas.

– ¿Comían así todos los días? Bobby ni había pestañeado. No sé qué esperaba yo que hiciera. No iba a temblar de emoción cada vez que le subían la cena, pero a mí me había impresionado el banquete y supongo que si había querido verle saltar de entusiasmo era por no quedar como una cateta.

Cuando bajamos eran casi las ocho y los invitados se habían ido. De no ser por las dos criadas que limpiaban en silencio la sala de estar habría jurado que la casa estaba vacía. Bobby me condujo hasta una puerta de roble que había en el otro extremo del vestíbulo. Llamó y oí un murmullo de respuesta. Accedimos a un estudio pequeño donde vi a Glen Callahan sentada con un libro en la mano y, a su derecha, una copa de vino en una mesita de servicio. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba unos pantalones de lana de color chocolate y un suéter de cachemir a juego. Se había encendido el fuego en la chimenea. Las paredes estaban pintadas de un rojo tomate y se habían corrido las cortinas del mismo color para que no entrase el frío del anochecer. Casi todas las noches hace frío en Santa Teresa, incluso en pleno verano. El estudio era cálido y confortable, un refugio privado para perder de vista los techos altos y las paredes decoradas del resto de la mansión.

Bobby tomó asiento enfrente de su madre.

– ¿Ha llamado Derek?

La mujer cerró el libro y lo puso a un lado.

– Hace unos minutos. Kitty está fuera de peligro. Le han hecho un lavado de estómago y la ingresarán en cuanto salga de urgencias. Derek se quedará hasta que se formalice la admisión.

Miré a Bobby. Inclinó la cabeza, se llevó las manos a la cara y lanzó un suspiro de alivio que me sonó como una nota grave emitida por una gaita. Cabeceó y se quedó con la vista fija en el suelo.

Glen lo miró con atención.

– Estás agotado. Anda, vete a la cama. Quisiera hablar con Kinsey a solas.

– Está bien. Como quieras -dijo. Se le había acentuado la mala pronunciación y vi que los delicados músculos que le rodeaban los ojos se le agitaban como estimulados por descargas eléctricas. El cansancio parecía aumentar su incapacidad. Se levantó y se acercó a su madre. Esta le cogió la cara con ambas manos y le miró con fijeza.

– Si Kitty experimenta algún cambio iré a decírtelo -murmuró-. No quiero que te preocupes, que duermas bien.

El asintió y rozó la mejilla materna con su mejilla buena. Se dirigió a la puerta.

– Te llamaré por la mañana -me dijo y abandonó la habitación. Le oí cojear en el pasillo hasta que el roce se perdió en el silencio general de la casa.