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Los fragmentos de esta novela referentes a Paddy Meehan se basan en un caso real. Patrick Meehan fue un ladrón profesional que fue acusado del famoso asesinato de una mujer anciana durante el robo en su domicilio. El caso fue un importante error judicial en Escocia. Incluso después de que los auténticos culpables hubieran vendido su historia a un periódico dominical, hizo falta la publicación de un libro de Ludovic Kennedy para provocar la reapertura del caso y la concesión del perdón real. La historia que aquí se cuenta se basa en buena parte en los relatos de Meehan en entrevistas y en libros, y en los de su abogado. Algunos de los hechos se han simplificado para facilitar su comprensión; por ejemplo, Griffiths se apropió de varios coches durante su tiroteo. Sólo se ha novelado sustancialmente el contenido emotivo de la historia.
A finales de la década de 1980, entrevisté a Paddy Meehan. Ni él ni yo queríamos hacerlo. Ambos estábamos tratando de complacer a mi madre, Edith.
Durante un verano de finales de los ochenta, Edith trabajaba haciendo manicuras en el mercado de Argyle, una serie de puestos destartalados en el pasillo de la planta baja de una galería comercial del centro de Glasgow. En aquellos momentos, Paddy Meehan estaba promocionando su libro, publicado por vanidad, titulado Framed by MI5 («Atrapado por el MI5») al pie de las escaleras que subían hasta el mercado. El puesto de uñas de Edith era muy elegante: ella llevaba un uniforme blanco, tenía una mesa de despacho y un sofá, e incluso tenía un teléfono con línea instalado. Meehan se acercó a ella y le pidió si podía recibir llamadas importantes allí porque el Servicio Secreto había intervenido el teléfono público. Como era una señora, ella accedió gentilmente, pero le pidió si a cambio le podía contar su historia a su hija. Edith pensó que estaría interesada porque era estudiante de Derecho. En realidad, yo no tenía ningún interés, no sabía nada ni de él ni del caso, y tenía exámenes a la vista, pero mi madre me dijo que le tenía que invitar a tomar el té.
El bar del mercado estaba vacío cuando faltaba media hora para cerrar. Éramos los únicos clientes, y Meehan se sentó frente a la puerta, mirando por encima de mi hombro. Yo era joven y arrogante y tenía prisa, y sólo escuché su historia a medias. La había contado tan a menudo que había momentos en los que ni siquiera él se escuchaba, pero la contaba bien y todavía se enfadaba cuando se acordaba de la cárcel y del intento de linchamiento que sufrió en Ayr.
Luego le pedí que me volviera a contar algunas partes. Me dijo que lo había reclutado para las redes clandestinas del comunismo un personaje misterioso llamado Héctor que apareció por primera vez cuando trabajaban en los astilleros. Se topó con él inesperadamente en Londres, frente a la embajada, y ahora pensaba que se trataba de un agitador del MI5. Aunque según sus registros penales había permanecido en la cárcel de Leicester durante cinco años; en realidad, se había fugado y se había marchado a la URSS. Allí proporcionó información a los soviéticos sobre los planos de las cárceles que ellos utilizaron para sacar a George Blake. Todavía más incendiario, afirmaba haber advertido al MI5 sobre el método que Blake utilizó para fugarse de la cárcel. O bien ellos no llegaron a tener en cuenta sus advertencias, o bien dejaron deliberadamente que Blake se saliera con la suya.
A mí me pareció ridículo. Le dije que no me creía que el MI5 quisiera asegurarse su silencio con una trampa que lo inculpara de un asesinato tan prominente. Él insistió, se puso nervioso y se sulfuró, y, hasta en algún momento, casi estuvo al borde de las lágrimas. De pronto me vi a mí misma como una arrogante estudiante de Derecho, sentada en un sucio café corrigiendo a un tipo viejo y sonrojado que estaba contando su vida.
Meehan insistía en que su vida tenía sentido. No estaba preparado para aceptar que su vida, como la mayoría de vidas ricas en experiencias, no era más que una serie de contratiempos entre la comedia y la tragedia hilvanados sobre un patrón sin sentido. Alguien sabía lo que estaba ocurriendo y lo había tramado todo. Con su búsqueda del misterioso instigador, daba la sensación de que estaba insistiendo en probar la existencia de Dios.
Nos acabamos el té y los cigarrillos, y nos despedimos de mal humor. Él me ignoró durante todo el resto del verano. Cada vez que pasaba frente a él al pie de las escaleras, cuando subía a ver a mi madre, se ponía a arreglar sus pilas de libros o miraba a lo lejos con los ojos apretados, como si viera a algún amigo imaginario. Y yo siempre lo saludaba sólo para ver cómo me desdeñaba.
Al hacerme mayor, acabé dándome cuenta de que no hay nada que silencie con más eficacia una verdad incómoda que el ridículo. Su historia era lo bastante inverosímil como para ser cierta.
Meehan siguió contando su historia. Se la contaba a todo aquel con quien se cruzaba.
Murió de cáncer de garganta en 1994.