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– ¿Estabas en lo cierto? -inquirió Burden.

– Me temo que sí.

Wexford estaba leyendo la transcripción de la llamada de Planeta Sagrado, que Jenny había hecho con toda la exactitud posible. Su contenido no le sorprendía, pues de hecho se trataba de fórmulas muy comunes, pero le revolvía el estómago la amenaza de matar a los rehenes si no se pagaba el «precio».

Los miembros de su nuevo equipo acababan de entrar en la estancia, y pronto llegaría el momento de dirigirse a ellos. Además de Burden, estaban presentes los sargentos Barry Vine y Karen Malahyde con los cuatro agentes, Lynn Fancourt, James Pemberton, Kenneth Archbold y Stephen Lambert. La Unidad Criminal Regional había enviado a cinco de sus catorce agentes. Se trataba de la inspectora Nicola Weaver, el sargento Damon Slesar emparejado con el agente Edward Hennessy, y el sargento Martin Cook emparejado con el agente Burton Lowry.

Wexford había conocido a la inspectora Nicola Weaver diez minutos antes. En los tiempos que corrían, una mujer aún tenía que ser excepcional para llegar hasta donde ella había llegado a su edad; no podía tener más de treinta años. Era una mujer más bien baja, robusta, de facciones marcadas, cabello negro cortado de un modo severo, con el flequillo formando ángulos rectos a ambos lados de su rostro, y alianza matrimonial en el dedo. Sus ojos eran de un matiz turquesa claro, y cuando lucía una de sus escasas sonrisas, dejaba al descubierto dos hileras de dientes blancos y perfectos. Le había estrechado la mano con firmeza y se había mostrado encantada de estar allí, afirmación que le había parecido sincera.

Slesar era de tez morena, huesudo, pero apuesto, una de esas personas altas y delgadas que pueden comer cualquier cosa sin engordar. Tenía el cabello negro y muy corto, la piel olivácea como los habitantes de Gales o Cornualles. Wexford tenía la sensación de haberlo visto en alguna parte, pero de momento no recordaba dónde. El agente Hennessy era diametralmente opuesto a su compañero, rechoncho, de estatura mediana, rostro mofletudo, cabello rojizo y ojos avellanados como los de un gato melado. El otro sargento era corpulento y de ojos penetrantes. El agente Lowry era un hombre negro muy delgado y elegante, como los policías de las series televisivas.

Karen Malahyde saludó al sargento Slesar como si se tratara de un viejo amigo… ¿o quizás algo más? En cualquier caso, no lo recibió con la inclinación de cabeza breve y fría con que saludaba a la mayoría de los varones, sino que sonrió, le susurró algo y se sentó junto a él. ¿Habría visto a Slesar en compañía de Karen? ¿Era ésa la solución del enigma? No lo creía. En la comisaría circulaban chistes acerca del hecho de que Karen nunca parecía tener novio.

Wexford empezó contándoles parte de lo que sabían; también mencionó que su mujer era una de los rehenes. Nicola Weaver, que a todas luces no lo sabía, preguntó algo a su vecino, Barry Vine, y enarcó las cejas al oír su respuesta.

Wexford les habló de los dos mensajes, empezando por el que había recibido el Courier, que había desembocado en una conferencia de prensa del jefe de policía y el bloqueo a la publicación de la noticia en los periódicos de ámbito nacional hasta que él levantara la prohibición. Explicó que la esposa del inspector Burden había recibido el segundo mensaje en casa y les mostró la transcripción de Jenny en pantalla.

– Creo y espero que se trate de alguien que está siendo demasiado listo… y en su opinión gracioso. Cabría esperar que el mensaje llegara a mi casa, pues es muy posible que mi mujer haya revelado a sus captores quién es y quién soy yo. Que eligieran la casa del inspector Burden nos ha cogido desprevenidos, tal como querían los secuestradores. Debemos intentar evitar que nos vuelvan a coger desprevenidos. Pero a lo mejor se ha pasado de listo. ¿Cómo conocía la existencia de Mike Burden? Tal vez porque Mike había tratado con él en circunstancias no precisamente… amigables… -hizo una pausa mientras los presentes reían-. Debemos averiguar un detalle. Sin duda alguna. Planeta Sagrado encontró el número de teléfono del inspector en la guía, pero debemos descubrir cómo sabía qué buscar.

»Los rehenes fueron secuestrados al azar, eso lo sabemos. Por ello, no tiene mucho sentido investigar sus historiales, porque eso no nos ayudará a localizarlos ni a descubrir quién los retiene. Tenemos que empezar por el otro lado, por Planeta Sagrado. Ése es nuestro punto de partida, y debemos poner manos a la obra cuanto antes. Ello significa ponerse en contacto con todos los grupos de presión que protestan contra la construcción de la carretera de circunvalación.

»Casi todos ellos (hace un par de días habría dicho todos) son grupos legítimos de personas honestas que protestan pacíficamente contra lo que consideran una aberración. Pero en estas situaciones siempre aparecen otros elementos, los que participan por el placer de causar disturbios, como por ejemplo, los gamberros que un sábado por la noche, hace un mes, invadieron Kingsmarkham; muchos de ellos, tal vez al igual que los secuestradores, iban enmascarados, por lo que en apariencia resulta imposible identificarlos.

»Algún miembro de Especies o KCCCV podrá ayudamos. Incluso es posible que alguien del Comité pro Fauna de Sussex o Amigos de la Tierra, dos organizaciones legítimas y muy comprometidas, haya entrado en contacto con toda clase de elementos en otras protestas. Hay que hablar con estas personas y seguir con toda rapidez cualquier pista que surja. También debemos hablar con los de los campamentos; pueden convertirse en nuestras fuentes de información más valiosas.

»He dicho que los historiales de los rehenes carecen de importancia en apariencia, pero, por otro lado, querría que prestaran atención a una posible conexión entre Tanya Paine, la recepcionista de Contemporary Cars, y la rehén Roxane Masood. Por lo visto, la señorita Masood y la señorita Paine eran conocidas, si no buenas amigas. En cualquier caso, se conocían, razón principal por la que la señorita Masood llamó a esa empresa de taxis en particular. Puede que eso no signifique nada, que no sea más que pura coincidencia, pero es una pista que no debemos pasar por alto.

»En estos momentos, el jefe de policía está reunido con representantes de la Oficina de la Red Viaria. No sé qué resultado arrojará ese encuentro, pero sí sé con toda la certeza posible en nuestra profesión que el gobierno no va a decir: «Bueno, de acuerdo, olvidemos la carretera, salvemos la vida de los rehenes y construyámosla en otra parte». Ni hablar. Eso no significa que no pueda llegarse a algún acuerdo provisional. Debemos esperar y ver qué nos dice cuando vuelva de la reunión.

»Entretanto, puesto que el tiempo es un factor de suma importancia, todos debemos poner manos a la obra, sobre todo para averiguar qué es Planeta Sagrado, quiénes son sus miembros y quiénes sus dirigentes. También debemos aguardar el mensaje que, según nos han dicho, llegará antes del anochecer. ¿Alguna pregunta?

Nicola Weaver se levantó.

– ¿Debemos calificar este asunto de incidente terrorista?

– No lo creo, al menos de momento -repuso Wexford-. Por lo que sabemos. Planeta Sagrado no está intentando derrocar al gobierno por la fuerza.

– ¿No había una persona o un grupo que se dedicaba a poner bombas en solares a punto de edificar? ¿Para disuadir a los constructores? -preguntó de nuevo la inspectora Weaver-. Me inclino a pensar que es una posibilidad.

– ¿Qué hay del tipo que hacía erizos de hormigón y los dejaba en las autopistas? -terció el agente Hennessy-. Su intención era vengar a los erizos aplastados y al mismo tiempo provocar accidentes de tráfico.

– Cualquier persona de estas características puede constituir una pista -aseguró Wexford.

– Tengo entendido que la esposa del inspector Burden da clases en la escuela local -comentó Damon Slesar con el ceño ligeramente fruncido después de que Karen Malahyde le susurrara algo al oído-. ¿Podría ser que uno de los miembros de Planeta Sagrado hubiera sido alumno suyo o fuera padre de uno de sus alumnos?

– Buena idea -alabó Wexford-. Eso explicaría cómo sabía de quién era esposa.

Al pronunciar aquellas palabras le cruzó por la mente la imagen de su esposa. Parpadeó un par de veces antes de proseguir.

– Otra pista que investigar en cuanto salgan de esta habitación. Hablen con el inspector Burden y averigüen dónde dio clase su mujer hasta hace cinco años y dónde ha empezado a trabajar ahora. Muy bien, eso es todo. Espero que no les importe trabajar hasta las tantas esta noche.

Sólo eran las cuatro de la tarde. Antes del anochecer, se repitió Wexford. Antes del anochecer llegaría el tercer mensaje. A principios de septiembre no caía la noche hasta las ocho, si es que por caída de la noche se entendía el período tras la puesta de sol y el inicio del crepúsculo. En las próximas cuatro horas, casi cualquier persona podía recibir el famoso mensaje. Tenían ante sí las mismas opciones que antes, y con el segundo mensaje se habían equivocado.

Con encomiable presencia de ánimo, Jenny había marcado de inmediato el 1471 para que la voz grabada le indicara de dónde procedía la última llamada recibida; pero antes de llamar, el secuestrador había marcado el número que anula dicho procedimiento, por lo que no obtuvo resultado alguno. En la actualidad, podía localizarse cualquier llamada si se conocía el número de teléfono, pero con toda seguridad, los secuestradores habrían llamado desde una cabina telefónica y volverían a hacerlo, aunque desde otra. ¿Se hallaban en las inmediaciones?, se preguntó. ¿O tal vez a cientos de kilómetros de distancia? ¿Estaban los rehenes juntos o separados?

A sabiendas de que más le convenía desterrar de su mente la idea, se preguntó a quién matarían primero. Si las cosas no salían tal como esperaban, y a buen seguro así sería… ¿quién sería el primero?

La única llamada que se recibió en la hora siguiente en relación con los rehenes fue la de Andrew Struther, hijo de Owen y Kitty Struther, de Savesbury House, Framhurst.

Burden quedó sorprendido al oír la voz de un hombre razonable que hablaba en tono razonable, casi de disculpa.

– Lo siento, me temo que me he comportado de un modo harto descortés. Lo cierto es que la historia de que mis padres habían desaparecido se me antojó completamente increíble. Sin embargo…, he llamado al Excelsior de Florencia, y no están allí. Nunca han estado allí. No es que esté preocupado…

– Tal vez debería estarlo, señor Struther…

– Lo siento, pero me parece que no le entiendo… ¿No se trata sencillamente de un error?

– Creo que no. Lo mejor sería que viniera para que podamos ponerle en antecedentes de lo que sabemos. Lo habría hecho esta mañana pero no se ha mostrado usted demasiado… -Burden se esforzó por no perder la educación- receptivo.

Struther prometió ir. No sabía dónde estaba la comisaría de Kingsmarkham, de modo que Burden hizo que alguien se lo explicara. «Cruce Framhurst, deje atrás el cruce, continúe recto y siga las señales de Kingsmarkham…»

Los agentes Hennessy y Fancourt habían ido a la obra para interrogar a varios activistas en los campamentos de Elder Ditches y Savesbury, donde Burden se reuniría con ellos. La inspectora Weaver había ido a ver a los líderes de KCCCV mientras Karen Malahyde y Archbold investigaban en el cuartel general de Especies cuántos miembros tenían en todo el país, a qué se dedicaba la organización y si alguna vez se había visto involucrada en actividades delictivas.

Sheila llamó a Wexford para comunicarle que Sylvia volvía a casa. Neil había telefoneado para decirle que su hijo menor, Robin, tenía la varicela. Sylvia se iba a casa, pero regresaría al día siguiente, en cuanto estuviera segura de que no podía transmitir el virus de la varicela a Amulet. Wexford había dejado de discutir, protestar e implorar a sus dos hijas que se fueran a casa, de modo que se limitó a mascullar que le parecía perfecto, que podía hacer lo que quisiera, antes de añadir que no sabía cuándo llegaría a casa. Estaba convencido de que los de Planeta Sagrado no llamarían a su casa, pues sabrían que en aquellas circunstancias rara vez pondría los pies en ella.

Acababa de conseguir que Peter Tregear, del Comité pro Fauna de Sussex, se reuniera con él a las cinco y media, cuando llegó Andrew Struther acompañado de su novia, a la que presentó con el nombre de Bibi. Ambos llevaban gafas oscuras pese a que no lucía el sol. Las de la muchacha tenían lentes de espejo, por lo que no se le veían los ojos. Llevaba una camiseta a rayas rojas y blancas, tan corta que cada vez que se movía dejaba al descubierto varios centímetros de abdomen bronceado. Parecía muy consciente de su belleza y no dejaba de hacer poses provocativas. Wexford los dejó en manos de Burden. Creía que Burden merecía una disculpa, pero dudaba de que la obtuviera.

Tal vez porque Burden le había dicho que debería preocuparse, Struther había llevado consigo una fotografía de sus padres. Estaban de pie sobre la nieve reluciente de una pista de esquí. Ambos sonreían con los ojos entrecerrados, de modo que resultaría difícil identificarlos por la fotografía, pero, Burden no creía que llegara a ser necesario. Vio a un hombre alto ataviado con un mono de esquí azul, y a una mujer bastante más baja enfundada en un traje rojo. Por lo que se adivinaba bajo los gorros de lana, ambos tenían el cabello rubio grisáceo, ojos claros y cuerpos delgados y fuertes. Owen Struther aparentaba unos cincuenta y cinco años, mientras que su esposa parecía varios años más joven.

– Debo pedirle que guarde silencio respecto a este asunto -advirtió a Struther-. Nos lo estamos tomando muy en serio, y no creo que resulte exagerado avisarle de que cualquier filtración a la prensa será considerada obstrucción a la autoridad.

– ¿De qué está hablando? -inquirió Struther.

Burden le habló del secuestro, aunque sin mencionar a los demás rehenes, pues era reacio a mencionar a la esposa de Wexford.

– Increíble -exclamó Struther.

La muchacha profirió un grito, se irguió torpemente en su silla, dejó de mostrarse provocativa y se quitó las gafas de sol. Ojos avellanados, casi dorados, de expresión animal, desprovistos de emoción, aunque codiciosos y calculadores.

– ¿Por qué ellos? -prosiguió Struther.

– Fueron escogidos al azar. Los secuestradores amenazan con matar a los rehenes a menos que se cumplan sus condiciones.

– ¿Qué condiciones?

Burden no veía por qué no iba a contárselo. Los parientes de todos los rehenes tendrían que saberlo.

– Quieren que se interrumpan las obras de la carretera de circunvalación -explicó pese a que habría preferido rehuir el tema.

– ¿Qué carretera? -preguntó Struther.

Vivía en Londres, y cabía la posibilidad de que no leyera los periódicos ni mirara la televisión. Había personas así.

– Creo que se ve desde las ventanas de casa de sus padres.

– Ah, esa carretera nueva contra la que protesta tanta gente.

– Exacto.

Wexford observó a Struther mientras digería la información, asentía y enarcaba las cejas.

– Gracias, señor Struther -dijo por fin el inspector-. Le mantendremos informado. Recuerde que no debe hablar de esto con nadie. El silencio reviste suma importancia en este caso.

– No diremos nada -musitó Struther con aire confuso, como si soñara-. Dios mío, ahora empiezo a darme cuenta de lo que está pasando… Dios mío…

Peter Tregear debió de cruzarse con Struther al entrar en el despacho. No teman intención de revelar al secretario del Comité pro Fauna de Sussex que cinco personas habían sido secuestradas, sino tan sólo de interrogarle acerca de un grupo subversivo llamado Planeta Sagrado. ¿Los conocía? ¿Había oído hablar de ellos alguna vez?

– Creo que no -negó Tregear-, pero hay tantos grupos y subgrupos… Es complicadísimo. ¿Han leído algún libro sobre la Revolución Francesa?

Wexford se lo quedó mirando con expresión estupefacta.

– O sobre la Guerra Civil española, para el caso. Les menciono estos dos importantísimos acontecimientos históricos porque en ambos, al igual que en la Revolución Rusa, nada era sencillo y directo. No había sólo dos bandos, sino docenas de grupos escindidos y facciones imposibles de comprender. La naturaleza humana es así, ¿no están de acuerdo? Nos resulta imposible ceñimos a la sencillez, siempre tenemos que enzarzamos en disputas unos con otras. Si no estamos de acuerdo con un detalle, por insignificante que sea, nos escindimos y formamos un nuevo grupo. Prefiero mil veces a los animales.

– Es decir que usted cree que los miembros de Planeta Sagrado formaban parte de otro grupo, pero que, como discrepaban de sus normas, objetivos o lo que fuera, o quizás porque querían menos charla y más acción, más violencia incluso, se marcharon del grupo y formaron su propia facción.

– O no se marcharon -sugirió Tregear-. A lo mejor se quedaron y además formaron su propia facción.

– Antes de que naciera Mark, trabajé primero en el Instituto de Sewingbury y luego en la escuela integrada de Kingsmarkham -explicó Jenny Burden-. Ah, sí, también trabajé a tiempo parcial en St. Olwen’s cuando Mark cumplió los tres años y empezó a ir a la guardería por las mañanas.

Wexford la había encontrado en el despacho de su marido, donde había permanecido desde que contestara a la llamada. Su hijo menor estaba en casa de un amigo de la escuela.

– He contado a seis personas lo que recuerdo de esa llamada -había suspirado al entrar Wexford en la oficina-. Pronto empezaré a contar incluso lo que no recuerdo.

– Eso no, por favor. Ya te hemos estrujado demasiado el cerebro. Ahora estamos intentando averiguar por qué te llamó a ti.

Escuchó en silencio la enumeración de los lugares en que había trabajado.

– ¿Y tus alumnos…? Perdón, ahora los llamáis estudiantes, ¿verdad? ¿Sabían quién era Mike, en qué trabajaba?

– Supongo que algunos sí. Los niños de ahora no son como cuando nosotros éramos jóvenes, Reg.

Aquello era muy halagador, pensó Wexford, máxime teniendo en cuenta que Jenny era veinte años más joven que él.

– A nosotros nunca se nos habría ocurrido hacer preguntas personales a los profesores -prosiguió la mujer con una sonrisa-. Nos habrían dado una buena tunda; pero las cosas han cambiado. Lo cierto es que los niños quieren saber. Les interesa la gente mucho más que a nosotros entonces, al menos a mí. En la escuela integrada me llaman por mi nombre de pila.

– ¿Y te preguntan por tu marido? ¿Por su profesión?

– Constantemente. Mis estudiantes de hace diez años, los de hace cinco, los de ahora… La diferencia es que ahora todos saben que es policía.

– ¿Y antes? Hace unos siete años, por ejemplo. Me refiero a chicos que tenían diecisiete o dieciocho años en esa época. ¿Recuerdas que alguno de ellos te preguntara cosas muy específicas?

– Creo que todos los chicos lo sabían, Reg. Se interesaron mucho por mi boda… Ya sabes que mi madre nos organizó una boda espectacular, y en el periódico publicaron que Mike era policía… Por cierto, ¿dónde está Mike?

– En la obra. ¿Por qué lo preguntas?

– Esperaba que volviera a casa pronto, pero supongo que tardará horas. ¿Puedo irme, Reg? Tengo que ir a buscar a Mark.

Horas… Se acercaba el fin de cualquier día normal de trabajo, pero Burden sabía que a lo sumo había llegado a la mitad de su jornada. Los ojos que te acechan desde las profundidades del bosque y desde los árboles eran una imagen recurrente en la literatura infantil. Se pasaba la vida leyendo descripciones como aquella a su hijo, pero los ojos de los libros infantiles pertenecían a animales, mientras que los que le observaban a él eran humanos. Burden los percibía en las ramas que se cernían sobre él y entre los matorrales. De repente, la cortina de entrada de una de las cabañas se apartó, y en la plataforma apareció un hombre, mirando hacia el suelo con rostro impasible y en silencio.

Habían dejado el coche en un apartadero para enfilar el sendero que atravesaba sinuoso un grupo de abedules muy jóvenes. Lynn Fancourt conocía el camino mejor que él y desde luego que Ted Hennessy, que pisaba el terreno con cautela, como si se hallara en una expedición por la selva tropical. Cada vez más pájaros se congregaban entre cantos en las copas de los árboles para dormir. A Burden le pareció oír el sonido de una guitarra a lo lejos, pero la música y la voz penetrante no tardaron en enmudecer, dejando en el aire tan sólo el murmullo monótono de los pájaros.

Cuando los abedules dieron paso a los árboles grandes, Burden distinguió los ojos. Los moradores les habían oído acercarse, les habían oído caminar sobre ránulas, musgo y hierba seca; por ello habían guardado la guitarra y se habían puesto a observarlos. Burden siempre había creído que sólo los ojos de los animales brillaban en la oscuridad, pero los que tenía delante refulgían del mismo modo. Se dio cuenta de que su llegada había interrumpido las actividades de tres personas que parecían ocupadas en la construcción de una nueva cabaña.

– ¿En qué puedo servirles? -preguntó el hombre de la plataforma.

Pronunció aquellas palabras con la cortesía de un dependiente, pero no parecía un dependiente, sino un líder de aspecto imponente en la capa que lo envolvía. Parecía un general que supervisara el campo de batalla antes del inicio de la contienda.

– Somos de la policía de Kingsmarkham -se presentó Archbold con gran corrección-. Nos gustaría hablar con ustedes un instante.

– ¿Qué hemos hecho ahora?

– Llevamos a cabo una investigación y nos gustaría hablar con ustedes, nada más -terció Burden antes de alzar la mano en ademán pacificador-. No tiene nada que ver con este campamento… Será un momento.

– Esperen.

El hombre de la capa desapareció en el interior de su cabaña. Poco podría hacer si decidía no volver a salir. Ahora los observaban menos ojos. Alzó la mirada hacia la cabaña a medio construir. Se componía de un marco de madera instalado sobre dos ramas enormes y el tronco cortado de un haya desmochada largo tiempo atrás. Una mujer embutida en un vestido largo de aspecto incomodísimo bajó por el tronco, se puso a buscar herramientas en una bolsa de lona que había en el suelo y le pasó un martillo al hombre de la barba larga y rubia que había bajado a medio camino para cogerlo. En aquel instante, su líder (de algún modo, Burden sabía que era su líder) apareció de nuevo en la plataforma y bajó por la escala de cuerda, transformado de repente en un hombre corriente que llevaba vaqueros, jersey y zapatillas deportivas.

Bueno, quizás no un hombre del todo corriente. De hecho, era excepcionalmente alto, de piernas excepcionalmente largas y manos de dedos excepcionalmente largos. Llevaba la cabeza afeitada, y sus rasgos recordaron a Burden las imágenes que había visto de jefes indios, angulosos, penetrantes, piel y huesos apenas cubiertos de carne.

– Soy Conrad Tarling – se presentó con una inclinación de cabeza en sustitución del habitual apretón de manos-. Me llaman el Rey del Bosque.

A Burden no se le ocurrió ninguna réplica apropiada.

– ¿Les importaría identificarse?

Tarling echó un vistazo a las tres identificaciones y asintió de nuevo.

– Lo hemos pasado muy mal, hemos tenido muchos problemas -explicó Conrad Tarling como si hubiera pasado seis meses en un campamento de refugiados-. ¿De qué quieren hablar?

Lynn Fancourt se lo dijo. Al cabo de un instante se reanudaron los martillazos. El hombre que estaba construyendo la cabaña había empezado a fijar tablones de madera a la estructura. Lynn alzó la voz para hacerse oír por encima del estruendo. Burden se acercó a la mujer del vestido de algodón.

– ¿Les importaría dejarlo por un rato?

– ¿Por qué? -replicó el hombre del árbol.

Burden sólo había visto barbas de aquella longitud en los libros infantiles. Era la barba del hechicero o del leñador de los cuentos. No sabía por qué pensaba una y otra vez en libros infantiles.

– Somos de la policía y estamos llevando a cabo una investigación. Deje de trabajar diez minutos, por favor.

Por toda respuesta, el martillo salió despedido del árbol, aunque no en dirección a Burden. La mujer del vestido largo lo recogió del suelo y se quedó mirando al inspector con cara de pocos amigos. Burden oyó cómo Lynn Fancourt preguntaba a Tarling en tono normal si había oído hablar de Planeta Sagrado o conocía a alguien que supiera de ellos. De repente, una muchacha envuelta en lo que parecían vendajes de momia apareció como por arte de magia, tal vez desde la copa de un árbol o de entre la espesura, y se acercó a ellos gritando y agitando los brazos.

– Nos alejáis de nuestra tierra, nos echáis de nuestros hogares, y ahora os presentáis aquí y nos pedís que nos traicionemos unos a otros. No os basta con destruir este país, este mundo, sino que también pretendéis destruir a la gente. No se trata sólo de nuestros cuerpos, del modo en que me bajasteis del árbol, inconsciente, de forma que podría haberme caído y quedado incapacitada de por vida, sino también de nuestras almas. ¡Queréis que traicionemos a nuestros amigos y así quebrar nuestro espíritu!

– ¿Sus amigos? -preguntó Burden tras un prolongado silencio.

– Está trastornada -terció Tarling-. Y no me extraña. No fueron ustedes, ¿verdad? Supongo que fueron los alguaciles. Pero todos ustedes tienen las manos manchadas, ¿y quién tiene la culpa?

– También ustedes tienen las manos manchadas, señor Tarling…, ¿y quién tiene la culpa?

Tarling se lanzó a pronunciar un discurso sobre temas medioambientales, la destrucción del equilibrio ecológico y el peligro de lo que denominaba las «emisiones». Burden asintió un par de veces y luego se fue a casa, desde donde llamó al antiguo gimnasio para comunicar dónde se hallaría aquella noche. Habían acordado mantenerse informados en todo momento del paradero de cada uno.

– No se han mostrado dispuestos a colaborar precisamente -explicó a Jenny mientras cenaban algo rápido con su hijo-. Supongo que he empezado con mal pie. Esa tal Quilla… ¿Cómo puede alguien ponerse el sobrenombre de Quilla? ¿Qué nombre será? Bueno, en fin, me dio un nombre, y la otra, Freya, acabó por ablandarse y me indicó un lugar. Tengo la sospecha de que ninguno de los dos existe.

– Vuelves a salir, ¿verdad? -preguntó Jenny en tono neutro, sin exasperación alguna.

– ¿Tú qué crees? ¿Que vamos a pasar una velada tranquila mirando una serie policíaca en la tele?

– He recordado algo, Mike -dijo Jenny-. Bueno, mejor dicho a alguien… de la escuela integrada, antes de que naciera Mark.

Burden dejó de comer.

– En cierto modo preferiría no haberlo recordado porque…, bueno, ¿no te parece terrible que en nuestra sociedad se etiquete a las personas éticas, idealistas y valientes como elementos subversivos y terroristas, mientras que a la gente que en su vida no hace nada por la paz, el medio ambiente o contra la crueldad siempre se la respeta?

– Nadie ha dicho nada de terroristas -puntualizó Burden.

– Ya me entiendes… o al menos eso espero. Con el tiempo he conseguido que veas las cosas un poco más desde mi punto de vista, ¿no?

– Sí, amor mío. Lo siento; es que estoy un poco cansado.

– Lo sé… Había un chico en la escuela hace unos seis años. Por entonces tenía diecisiete años, o sea que ahora tiene veintitrés. Era un defensor de los derechos de los animales cuando la defensa de los derechos de los animales se centraba en protestar contra el comercio de pieles y salvar las especies en peligro de extinción. Era un idealista y no creo que hubiera hecho daño a nadie, aunque ahora que lo pienso no parecían importarle demasiado los derechos de los humanos. Cuando acabó la escuela se fue al norte, y más tarde, cuando Mark ya había nacido, me encontré a una de las profesoras y me dijo que lo habían metido en la cárcel por robar un montón de animales, puede que pájaros, de una tienda de animales para ponerlos en libertad. Y lo curioso es que pidió que se tuvieran en cuenta otros diez delitos de aquella misma índole que afirmaba haber cometido, así que pensé…

– ¿Por qué no me lo has contado nunca?

– Porque no te habría interesado.

– Porque creíste que diría que se lo tenía bien merecido, que esa gente es un peligro para la sociedad… -murmuró Burden-. Y puede que tengas razón. ¿Cómo se llama?

– Royall, Brendan Royall.

Su hijo empezó a leer. Burden nunca había conocido a un niño que, en lugar de que le leyeran cuentos, prefería leer en voz alta a un padre que durante cuatro años le había leído cuentos cada noche. Pero lo cierto era que tampoco había conocido a ningún padre como él mismo, ni a demasiados niños, la verdad. Besó a su mujer y le apoyó una mano en el hombro con ademán afectuoso.

– «No podría comer pastel de ratón» -leyó Mark-. No me estás escuchando, mamá.

Pastel de ratón, se dijo Burden. Pastel de ratón. Las cosas que se inventan los escritores. La idea trastornaría a un defensor de los derechos de los animales; sin duda molestaría mucho a ese tal Brendan Royall… Burden se dirigió a casa de Clare Cox. El Jaguar seguía delante de la puerta. A todas luces, Hassy Masood había regresado con su nueva familia, pues le abrió la puerta una niña envuelta en un sari.

El diminuto salón estaba atestado de gente. Masood, que había cambiado el traje de dril por otro de velarte, procedió a las presentaciones.

– Mi mujer, la señora Naseem Masood, mis hijos, John y Henry Masood, mi hijastra, Ayesha Kareem, fruto del primer matrimonio de la señora Masood con el señor Hussein Kareem, que en paz descanse, y la madre de Roxane, la señorita Clare Cox, a la que ya conoce, por supuesto.

Burden saludó a todos los presentes. Hassy Masood lo agotaba antes de empezar siquiera a hablar con él. A diferencia de su hija, Naseem Masood vestía a la occidental, con un traje rojo muy ceñido de falda corta, mucha bisutería cara de oro con piedras rojas, y zapatos blancos de tacón alto. Llevaba el cabello negro y rizado casi tan largo como la barba de Gary, el morador de los árboles. Su hija era alta y cimbreña, de piel cobriza, extraños ojos castaño claro, nariz larga y labios curvados. Parecía sacada de una obra del poeta Ornar Khayyám. A Burden le recordó la única poesía que conocía, unos versos sobre pan, vino y tú junto a mí en el desierto. Los hijos de Hassy Masood, de cabello negro, tez pálida y aspecto pulcro, se lo quedaron mirando de un modo que a Burden no le habría hecho ninguna gracia de tratarse de su propio hijo.

Clare Cox estaba tumbada en el sofá con los pies sobre la tapicería y los ojos cerrados. Le hizo un gesto con la mano, tal vez de saludo, pero más probablemente de desesperación. Llevaba la misma prenda, entre túnica y camisón, en que siempre la había visto y que ahora aparecía manchada en la parte delantera, quizás por las lágrimas.

– Siento molestarla de nuevo, señorita Cox -empezó Burden-, pero sé que comprenderá que las circunstancias…

– ¿Puedo ofrecerle alguna cosa, señor Burden? -lo interrumpió Masood-. ¿Algo para beber? ¿Un bocadillo? No creo que hoy haya tenido mucho tiempo para comer. Por supuesto, no consumo alcohol, pero me he ocupado de comprar vino y brandy para la señorita Cox, de modo que no me costaría nada…

– No, gracias. Sólo será un momento, señorita Cox.

– ¿Quiere hablar conmigo a solas? -preguntó la mujer, abriendo los ojos.

– No hace falta.

Al decirlo se dio cuenta de que tal vez eso le habría permitido librarse de los demás durante unos instantes, pero no había reaccionado con la suficiente rapidez. Había pensado tan sólo que si Hassy Masood había obedecido las instrucciones, su segunda esposa no sabría nada de Planeta Sagrado, pero en cualquier caso, las preguntas que debía formular a Clare Cox podían corresponder a las que se formularían a los padres de cualquier persona desaparecida.

La mujer suspiró. La hijastra de Masood, Ayesha, encendió el televisor, bajó el volumen y se sentó en el suelo a pocos centímetros de la pantalla. La señora Masood cogió a sus hijos de la mano, luego les rodeó los hombros con los brazos y los atrajo hacia sí. Masood, que había salido de la estancia, volvió con una bandeja en la que había unos vasos de lo que parecía zumo de naranja.

– ¿Qué puede contarme de la amistad de su hija con Tanya Paine? -preguntó Burden sin aceptar la bebida.

– Nada. Sólo se conocían.

Clare Cox había sepultado medio rostro en un almohadón. La niña sentada ante el televisor empezó a sorber zumo de naranja con gran estruendo.

– ¿Fueron juntas a la escuela? -prosiguió Burden.

Por un instante creyó que la mujer no respondería, pero luego se giró y se incorporó sobre un codo.

– Las dos fueron a la escuela integrada de Kingsmarkham, pero no eran amigas íntimas, sólo se conocían. Roxane es más inteligente que Tanya; estaba en el primer grupo de arte e inglés.

– No creo que al inspector le interese eso -comentó Naseem Masood sin dirigirse a nadie en particular.

Clare Cox siguió hablando con rapidez, para acabar con aquello cuanto antes y desembarazarse de Burden.

– Roxane tenía un trabajo… Bueno, en realidad empezó como un empleo de verano… Trabajaba en la copistería de York Street, y allí se encontró con Tanya, que trabajaba al lado, así que a menudo iban a tomar juntas un café. Luego Tanya empezó a trabajar en Contemporary Cars, y Roxane decidió hacerse modelo, pero siempre que necesitaba un taxi, llamaba a Tanya.

Mientras hablaba, todos los presentes a excepción de la niña sentada en el suelo se volvieron hacia el retrato de la pared. El hermoso rostro de Roxane los contemplaba desde la fotografía.

La señora Masood fue la primera en desviar la vista. Tras haber escuchado todo lo que le interesaba de aquella conversación, decidió por lo visto que ya bastaba, de modo que se levantó y se alisó la falda.

– Deberíamos volver al hotel, Hassy -indicó-. Los niños quieren cenar y Ayesha está en edad de crecer. -Se volvió hacia Burden y añadió-: El Posthouse es un hotel muy bueno para un sitio como éste.

Burden preguntó a Clare Cox si sabía la dirección de Tanya Paine, y la mujer le dio las señas de un bloque de Glebe Road, donde creía que compartía piso con otras tres personas. El inspector esperó a que se marchara la familia Masood. Pese a su estatura y su ropa de adulta, Ayesha lloró y pataleó cuando la apartaron de la pantalla muda.

– ¿No tiene a nadie que se quede a pasar la noche con usted? -preguntó luego a la señorita Cox.

– Por una vez que puedo estar sola… -suspiró la mujer mientras se enjugaba los ojos pese a no haber llorado-. Señor Burden… Se llama usted Burden, ¿verdad?

– Sí.

– Quería contarle algo acerca de Roxane. No es que sea nada útil, nada de eso, pero me tiene tan preocupada…

– ¿De qué se trata?

– Es que… ¿Cree que la tienen encerrada en algún lugar… Dios mío…, algún lugar pequeño, como una alacena o algo así? Es que tiene claustrofobia…, quiero decir, de verdad, no como esa gente que dice que no le gusta ir en ascensor. No soporta estar encerrada, no puede…

– Ya entiendo.

– Esta casa es bastante pequeña, pero no le pasa nada cuando las puertas están abiertas. Siempre deja abierta la puerta de su dormitorio. Una vez la cerré sin darme cuenta, y se puso muy mal…

¿Qué podía decir? Tan sólo unas palabras apaciguadoras que le proporcionarían bien poco consuelo. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ello mientras regresaba a Kingsmarkham. No era probable que los de Planeta Sagrado la tuvieran en un piso espacioso con ventanales que dieran a jardines y terrazas. Con toda probabilidad, los rehenes permanecían confinados en un lugar pequeño, y Burden pensó en casos sobre los que había leído y de los que había oído hablar; concernían a personas encerradas en cobertizos, depósitos, baúles o maleteros. ¿Cómo afrontaría Dora Wexford la claustrofobia? ¿Sufrirían los demás algún tipo de fobia o alergia? ¿Requeriría alguno de ellos una dieta especial? Intentar averiguarlo no parecía tener mucho sentido.

Encontró a Tanya sola, pues todos sus compañeros de piso habían salido. A todas luces, consagraba las veladas solitarias a los tratamientos de belleza. Llevaba la cabeza envuelta en una toalla y las uñas recién pintadas. El hedor de un depilatorio impregnaba la habitación.

En un principio se tomó la visita como la de un asistente social preocupado que hubiera acudido a verificar si había recibido el apoyo psicológico que había solicitado. El inspector se dio cuenta de inmediato de que era una egocéntrica a quien no interesaba nadie aparte de ella misma y sus preocupaciones más inmediatas. En cierto modo, aquella actitud constituía una ventaja, pues no tenía intención alguna de hablarle de los secuestros.

Casi cualquier otra persona se habría extrañado, pero Tanya no se sorprendió por las preguntas que le formuló Burden; confirmó la declaración de Clare Cox, pero no le proporcionó ninguna información adicional. Por lo visto, en su opinión Roxane Masood era tan sólo una chica a la que conocía y no le afectaba demasiado, una conocida con quien reírse un rato, tal como ella misma lo expresó, alguien con quien encontrarse para tomar un café y una pasta. En cuanto pudo desvió la conversación de nuevo hacia su terapeuta, una mujer a la que había visto una vez, pero que no había satisfecho sus necesidades.

– Ni siquiera me preguntó cómo fue mi infancia. ¿No le parece curioso? Yo, que iba toda dispuesta a contarle cómo eran mi padre y mi madre, y ella va y ni siquiera me lo pregunta.

El timbre del teléfono eximió a Burden de responder. Más tarde no supo explicar por qué intuyó quién era el autor de la llamada, pero la inspiración le llegó en cuanto la muchacha descolgó el auricular.

Tal vez fue el tono en que dijo «¿Qué?» o la expresión de su rostro, la boca abierta de par en par, los ojos como platos. Burden se levantó, cruzó la estancia en dos pasos, miró a Tanya y le quitó el teléfono. La muchacha pareció aliviada y lo soltó como de una serpiente o un tizón ardiente se tratara.

El autor de la llamada ya había pronunciado un par de frases. Burden se concentró como nunca se había concentrado en su vida.

– … Sagrado. Ya saben qué rehenes tenemos. Ya conocen nuestro precio.

La voz era tal como Jenny la había descrito, monótona y carente de acento.

– Mañana por la mañana tendrán que garantizarnos el cese de las obras de la carretera de circunvalación de Kingsmarkham. No somos exigentes, no somos draconianos; bastará con una moratoria. Interrumpan las obras mientras nos sentamos a negociar. Pero deberán asegurárnoslo públicamente, a través de los medios de comunicación, mañana a las nueve como máximo. De lo contrario, el primero de los rehenes morirá, y les enviaremos su cadáver antes del anochecer. Transmitan este mensaje a la policía y a los medios de comunicación.

Burden guardó silencio. Sabía que no serviría de nada y, en cualquier caso, no quería que el dueño de la voz supiera que no era Tanya Paine quien lo escuchaba.

– Repito: transmitan este mensaje a la policía y a los medios de comunicación. El bloqueo a la publicación no es cosa nuestra. Recuerden que deseamos que se haga publicidad de este asunto. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión consiste en salvar el mundo. Gracias.

Se oyó el clic al colgar el teléfono y la señal de línea desocupada. Burden se volvió y vio a Tanya Paine mirándolo con fijeza, la boca abierta de par en par y los puños apretados.