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La segunda reunión tuvo lugar a las nueve de la noche en el antiguo gimnasio. Asistieron tanto el jefe de policía como su adjunto, pero fue Wexford quien la presidió. Su equipo había recabado gran cantidad de información, pero al parecer, la más prometedora procedía de Burden, que había hallado la pista de Brendan Royall y por pura casualidad se encontraba en casa de Tanya Paine cuando ésta recibió la llamada de Planeta Sagrado.
– ¿Por qué ella? -inquirió Nicola Weaver.
– Lo mismo me pregunto yo -repuso Burden-. ¿Y por qué emplear palabras como «draconiano» y «moratoria»? Ni siquiera yo estoy seguro de lo que significa «draconiano», y Tanya no es lo que se dice una lumbrera.
El mensaje, que Burden había repetido con la mayor precisión posible, se había introducido en el ordenador y luego proyectado en letras enormes sobre la pantalla.
– Da igual, ¿no? -intervino Damon Slesar-. Lo importante es el mensaje, la esencia, es decir, que a menos que haya un anuncio público antes de las nueve de la mañana, uno de los rehenes… -Estuvo a punto de decir «estirará la pata», pero en el último momento recordó a la esposa de Wexford, por lo que cambió de rumbo-: Uno de los rehenes correrá peligro. Sin duda sabían que Tanya transmitiría eso.
– Aun así fue una suerte que estuviera usted allí, Mike -señaló el jefe de policía-. ¿O tal vez sabían que estaría usted allí?
– No lo creo; no se lo dije a nadie.
– ¿Qué me dices de la voz, Mike? -terció Wexford.
– Cabe la posibilidad de que fuera la misma que dio el primer mensaje a mi mujer, pero por otro lado, Jenny cree que la voz que oyó carecía de acento y no estaba manipulada, mientras que yo estoy bastante seguro de lo contrario. Muchas palabras largas, pero con un pelín de acento cockney. Es como en la tele, cuando oyes a un actor hablar con acento cockney y suena bien… Lo aprenden con ayuda de cintas y lo aprenden bien, pero al mismo tiempo, no es auténtico, sino un cockney televisivo al que nos hemos acostumbrado y que aceptamos. Bueno, pues así sonaba la voz, como alguien que hubiera aprendido cockney a base de cintas y adoptado todas sus inflexiones… Demasiado perfecto para ser verdad, ya me entienden.
A continuación, Lynn Fancourt y Archbold hablaron del nombre que les habían dado en el campamento de Elder Ditches. Se trataba de una mujer llamada Francés (alias Frenchie) Collins, detenida en Brixton por verse involucrada en una refriega. Freya, la mujer que se había quedado sin cabaña, la había mencionado, aunque con tal rencor que Lynn sospechaba que pretendía jugarle una mala pasada. Sin embargo, no quedaría más remedio que seguir la pista.
Karen Malahyde había hecho averiguaciones en el campamento de Framhurst Copses. Allí había descubierto dos pistas que la condujeron a una casa de Flagford que durante mucho tiempo había sido cuartel general de diversas comunas de activistas. Slesar y Hennessy seguirían la pista de Brendan Royall, mientras que Vine debería interrogar de nuevo a Stanley Trotter.
Por su parte, el jefe de policía les refirió lo que había conseguido aquel día. Contra la voluntad de todo el mundo, las condiciones de Planeta Sagrado se harían públicas, pues no les quedaba otro remedio.
– Contraviene todos nuestros principios, ustedes lo saben -comentó Montague Ryder-, pero de lo que se trata es de una moratoria, y no será más que eso… La carretera de circunvalación acabará por construirse.
El ambiente que se respiraba en el gimnasio era bien distinto de lo que hubiera sido de no contarse Dora Wexford entre los rehenes. Quizá los demás presentes sólo lo intuían, pero Wexford estaba convencido de ello. Por grave que fuera el asunto, en otras circunstancias se habría observado cierta ligereza, algunas dosis de humor negro y manifestaciones de sarcasmo. Pero todos actuaban con cautela y embarazo, y cada uno, a su manera, estaba asustado.
Nadie sonrió ni se mostró ingenioso o gracioso al término de la reunión. El jefe de policía y su adjunto se marcharon juntos. Damon Slesar se fue con Karen y ambos acudieron a despedirse de Wexford con actitud extremadamente respetuosa.
– Entonces…, buenas noches, señor -dijo Slesar.
Se dirigieron al mismo coche, pero sin mirarse a la cara ni cruzar palabra. Como era de esperar, Burden se ofreció para acompañar a Wexford a casa y quedarse a pasar la noche; Wexford declinó de nuevo la invitación, aunque no sin agradecérselo sinceramente.
Nicola Weaver lo alcanzó cuando llegaba al aparcamiento. Wexford pensó que parecía fatigada. Alguien le había dicho que tenía dos hijos de menos de siete años y un marido que no cooperaba demasiado. Los ojos de la inspectora eran de un extraño matiz turquesa oscuro, idéntico al de la malaquita engastada en su anillo.
– Hay algo que debería usted saber -empezó-. Probablemente ya lo sabe, pero por si acaso… En este país, la inmensa mayoría de los secuestrados sale ilesa del trance. En el caso de los niños es distinto, pero en los adultos, el porcentaje casi alcanza el cien por cien.
– Ya lo sabía, pero gracias de todos modos, Nicola.
No iba a decirle que era la quinta persona en un día que le proporcionaba aquella información.
– Llámeme Nicky -pidió ella-. En cualquier caso, ¿de qué les serviría matar a los rehenes? Es una amenaza vacua.
– Estoy seguro de que tiene razón -aseveró Wexford-. Buenas noches.
Ambos subieron a sus respectivos coches. Era una noche oscura, sin luna. Wexford vislumbró algunas estrellas diminutas, como alfilerazos infinitamente lejanos sobre un manto de terciopelo negro. Se le ocurrieron unos versos que fue recitando durante el trayecto.
En el sendero de entrada de su casa vio aparcado un coche deportivo blanco; pertenecía a Paul Curzon, el padre de Amulet, y al subir a la primera planta comprobó que la puerta del dormitorio de Sheila estaba cerrada. Dentro estaban ellos dos con su hijita. En lugar de experimentar dolor, Wexford se sintió complacido, como si aquella idea le proporcionara un pequeño rayo de paz, si no consuelo.
Si quería dormir, lo mejor sería acostarse más tarde, no inmediatamente. Si se dormía ahora, despertaría al cabo de una hora y permanecería en vela, vulnerable a toda clase de angustias, durante toda la noche. Pero el sueño llegó por fin; Wexford sucumbió a él tras una breve lucha y soñó con Dora, con él y Dora cuando eran jóvenes.
¿Por qué siempre soñamos con nosotros mismos de jóvenes y sobre todo, con nuestros seres queridos de jóvenes? Ningún libro le había dado jamás la respuesta a esa pregunta, ningún experto en interpretación de sueños se lo había aclarado nunca. Los sueños no expresan nuestros deseos, ya que de lo contrario, todos ellos serían alegres y optimistas. En sus sueños, sus hijas eran pequeñas, su mujer era joven y él, aunque no se veía, se sentía joven. En esta ocasión subía a una torre, una suerte de castillo que surgía de una inmensa llanura desierta, y Dora estaba asomada a una de las ventanas más altas, extendiendo los brazos hacia él.
Tenía el cabello muy largo, como en los primeros años de su matrimonio. La melena se volcaba sobre la repisa de la ventana y pendía a lo largo de la pared como el de Rapunzel en el cuento, aunque el de Dora era oscuro, negro azabache en realidad. Wexford se acercaba a la torre y se aferraba al cabello con ambas manos, no para escalar la torre, por supuesto, ya que incluso en sueños sabía que la gente no hacía esas cosas y, en cualquier caso, pesaba demasiado para intentarlo siquiera. Dora seguía sonriéndole, pero de repente sucedía algo terrible. El peso de su cabello se le hacía intolerable, o tal vez se debía al peso de Wexford, y con un grito caía al vacío. Wexford despertó de repente, profiriendo la continuación de ese grito, chillando como si ambos protestaran juntos.
Nadie acudió a su habitación, que estaba demasiado lejos de la de Sheila para que su hija oyera nada. Además, al igual que casi todos los gritos que se lanzan en sueños, brotó de su garganta apagado, casi ahogado. Permaneció tendido a oscuras durante un rato antes de levantarse para dar una vuelta. Todos enloquecemos de noche, había dicho alguien, Mark Twain, quizás. Era cierto… también en su caso, ¿verdad? ¿Acaso no tenía él motivos para enloquecer?
A la mañana siguiente se harían públicas las condiciones de los secuestradores, probablemente en radio y televisión, y más tarde en los periódicos. Pero ¿y si no era así? ¿Y si la promesa de Montague Ryder quedaba en agua de borrajas porque alguien del ministerio de Interior o del departamento de Medio Ambiente consideraba que equivaldría a ceder a las exigencias de los terroristas?
Nicky Weaver le había dicho algo que ya sabía, que era muy improbable que los rehenes sufrieran daño alguno. Por otro lado, su suposición se basaba en estadísticas relativas a secuestros perpetrados por motivos puramente económicos. Los de Planeta Sagrado eran unos fanáticos, y el dinero nada les importaba. Si mataban, ¿por quién empezarían?
Basta, se dijo. Basta. No matarán a nadie. En cualquier caso, no sería Dora si escogían al mayor o al menor de los rehenes. Miró la hora y de inmediato deseó no haberlo hecho. No eran ni las dos. Si no le quedaba más remedio que cavilar, más le valía pensar en posibles conexiones entre este y aquel sospechoso, entre un sospechoso y un lugar… Pero no había sospechosos, y en cuanto al lugar, tal vez le habían prestado demasiada poca atención hasta entonces y ya era hora de subsanar la situación.
Wexford estaba perplejo. ¿Por dónde empezar? Siempre con las personas. Si encuentras un sospechoso, tienes muchas probabilidades de encontrar un lugar. Si no se hacían públicas las condiciones de los secuestradores… El jefe de policía lo había garantizado. Encendió la luz e intentó leer. Era una historia de la Guerra Civil americana que le había prestado Jenny, un libro bien escrito y mejor documentado que contenía numerosas descripciones de las carnicerías que se habían producido en aquella terrible contienda, así como de heridas y muertes lentas.
No cesaba de visualizar imágenes de una Dora asustada. Su mujer era fuerte, pero sin duda estaría asustada. Por un momento desvió la atención de ella para pensar en aquella muchacha, Roxane Masood, cuya madre había explicado que padecía claustrofobia. Permanecer encerrada en una habitación pequeña no molestaría a Dora más que el confinamiento en una sala de banquetes, pero una persona con claustrofobia…
Hacia las cuatro de la mañana se sumió en un sueño inquieto. Poco antes de las seis despertó y, al reflexionar sobre los acontecimientos de la noche anterior, recordó dónde había visto antes a Damon Slesar. Había sido su forma de dar las buenas noches lo que se lo recordó, la palabra «entonces» insertada como una disculpa en la despedida.
Fue en un congreso al que había asistido más que nada por curiosidad, pues giraba en torno a las diferencias entre la práctica policial británica y la del resto de Europa. Participaban ponentes franceses, alemanes y suecos. Por supuesto, la presencia de Slesar en el acto no causaba extrañeza, salvo por el detalle de que casi todos los demás asistentes eran de mayor graduación que él. En muchos sentidos era admirable que un hombre de su edad y graduación se dejara ver en público. El sábado por la noche, Wexford volvió a verlo en el pub donde estaba cenando con un commissaire al que conocía de una investigación que en cierta ocasión lo había llevado hasta el sur de Francia. Slesar bebía whisky con unos amigos en la mesa contigua.
Más tarde, después de haberse ceñido escrupulosamente al agua con gas, Wexford se dirigía hacia el coche con el commissaire Laroche cuando vio a Slesar caminar hacia el suyo. No se le había ocurrido que Slesar intentara conducir tras haber bebido, pero lo vio abrir la portezuela del conductor seguido de los dos amigos que lo habían acompañado en la mesa.
– No me parece buena idea -se le había escapado a Wexford.
Slesar lo miró con ojos vidriosos. En su rostro se advertía una expresión confusa y descontrolada.
– No pasa nada -replicó.
Debían de estar rodeados por media docena de personas en aquel momento.
– Venga conmigo; lo llevaré a casa -se ofreció Wexford con voz despreocupada, casi jovial-. Alguien puede venir a recoger su coche mañana.
Slesar pareció darse cuenta de la cantidad de testigos que tenían y se ruborizó visiblemente a la luz de la farola.
– Tiene usted razón, señor -reconoció-. Jim me llevará.
Apoyó una mano insegura sobre el hombre que esperaba detrás de él mientras con la otra se aferraba al coche para no perder el equilibrio.
– Entonces, buenas noches, señor -se despidió de Wexford.
Un hombre sensato, un hombre capaz de aceptar una reprimenda y no perder el buen humor. Wexford se alegraba de haberlo recordado por fin en la medida en que podía alegrarse por algo, y también le complacía el hecho de contar con Slesar en su equipo. Se levantó y bajó a la planta baja enfundado en su bata, una prenda color rojo oscuro de un tejido que se asemejaba más al terciopelo que al rizo; Sheila se la había regalado por su cumpleaños. Paul estaba en la cocina, preparando una taza de té con el bebé, despierto pero tranquilo, en sus brazos.
Wexford se preguntó si convenía que un actor fuera tan apuesto en los tiempos que corrían. Tal vez Paul Curzon había nacido con medio siglo de retraso. Amulet había heredado el cabello negro de él o quizás de Dora… Wexford alargó los brazos hacia la pequeña, pues no le hacía demasiada gracia ver a alguien sostener a un bebé y preparar té al mismo tiempo.
– ¿Qué tal va todo?
¿Cuánto sabía Paul? ¿Sólo que Dora había desaparecido?
– Igual -repuso.
El primer noticiario local empezaría poco antes de las siete. Quizás dirían algo en la radio antes de eso. Wexford no quería escucharlo o no escucharlo en compañía de nadie; quería estar a solas.
– No te importa que me haya quedado a pasar la noche, ¿verdad? Las echo de menos… Bueno, echo de menos a Sheila y me gustaría conocer mejor a la pequeña para poder echarla de menos también a ella.
Wexford consiguió lanzar una especie de carcajada.
– Me alegro de que hayas venido -aseguró.
De repente se le ocurrió una idea.
– ¿Sabes, Paul? Me gustaría que te la llevaras a casa, que te las llevaras a casa a las dos.
– Pero la necesitas aquí, eso es lo que ella dice. Dice que no sabe lo que te pasaría si se fuera.
Wexford meneó la cabeza; los malentendidos siempre lo deprimían, sobre todo cuando sucedían entre personas cercanas que creían conocerse a la perfección. No le quedaba más remedio que mostrarse inflexible.
– La verdad es que tenerla aquí no hace más que agravar mis preocupaciones. No pongas esa cara. Sheila me importa mucho, la quiero con locura, por decirlo de un modo suave, pero con ella aquí no paro de pensar en ella, si está bien, qué hace… Y la verdad. Paul, ahora mismo no puedo con ello. Nunca la veo, porque llego a casa muy tarde. Llévatela a casa, por favor.
Paul le alargó una taza de té.
– ¿Azúcar?
– No, gracias. Llévale una taza a Sheila y dile que te la llevas a casa.
– De acuerdo… En realidad, es lo que más deseo. Si estás convencido…
– Sí.
Había olvidado cuan reconfortante resultaba llevar a un bebé en brazos. Le embargó la estúpida sensación de que si pudiera caminar por la casa durante horas con aquella niñita cálida apretada contra el pecho, todo iría mejor, sus preocupaciones menguarían, se tomaría menos susceptible a las fantasías espeluznantes. Los grandes ojos azules del bebé se habían clavado en los suyos. ¿Todos los niños de esa edad tienen las pestañas tan largas y espesas? Su piel era una finísima capa de leche y nácar.
Wexford la llevó al salón para contemplar la salida del sol por la ventana, y luego al comedor para ver el jardín envuelto en sombras a través de los ventanales. La niña frunció los labios cuando le dijo que estaba esperando el comienzo del noticiario, que nunca le había pasado tan despacio una hora.
Paul regresó y cogió a la pequeña.
– A desayunar -anunció-. Esta noche sólo se ha despertado una vez -explicó a Wexford.
– ¿Qué dice Sheila?
– Que volverá a casa conmigo, pero que no promete quedarse allí.
En Radio Cuatro no dijeron nada. La dejó encendida porque prefería oír voces, música y el parte meteorológico a soportar el silencio. Se le ocurrió que podía matar el tiempo duchándose, afeitándose y vistiéndose, de modo que hizo todas esas cosas. Al terminar comprobó que no eran más que las siete menos cuarto, pese a que había intentado ir muy despacio.
Encendió el televisor sin apagar la radio. A aquellas horas sólo hablaban de dinero, negocios y deportes. Oyó el sonido del buzón cuando trajeron los periódicos. Nada en primera plana ni en las páginas interiores de ninguno de ellos. Se recordó que, para la gran mayoría de la población de las Islas Británicas, su tragedia no era noticia. Aquellas cosas sólo importaban si uno vivía cerca… o era un fanático. Sin lugar a dudas, importaban si la gente se enteraba. Si les hubieran hablado de los rehenes, las exigencias, las condiciones, el bombazo habría desterrado el Líbano y la Unión Monetaria Europea de las primeras páginas y las franjas de máxima audiencia.
Ya empezaba el noticiario. En primer lugar, la guapa y morena presentadora habló de una visita que la princesa Diana realizaría a un hospital de Myringham, y a continuación…
– La Agencia de la Red Viaria anunció anoche que se suspenderán las obras de la nueva carretera de circunvalación de Kingsmarkham. Dicha interrupción se debe a la necesidad de llevar a cabo una evaluación del río Brede y la marisma de Stringfield, según una comisión europea sobre hábitats y especies, antes de poder reanudar los trabajos. Si bien se trata de una suspensión temporal, cabe la posibilidad de que se prolongue varias semanas. Hemos conversado con Mark Arcturus, de Naturaleza Inglesa. Señor Arcturus, ¿son buenas noticias para los grupos de activistas, o se trata tan sólo de…?
Wexford apagó el televisor, embargado por una oleada de algo más que alivio, de una suerte de felicidad. Se cubrió la boca con la mano como un niño que acabara de decir una imprudencia sin poder contenerse. ¡Mira que experimentar alivio y alegría ante la victoria de aquella gente!
De todos modos, ¿qué más daba? ¿En qué estaba pensando? Dora seguía en manos de aquellos tipos; todos los rehenes seguían en manos de aquellos tipos, y Wexford no estaba más cerca de descubrir la identidad de los integrantes de Planeta Sagrado y la ubicación de su cuartel general que veinticuatro horas antes.
La noticia se propagó como un reguero de pólvora. Cuando Burden acudió al campamento de Pomfret Tye acompañado de Lynn Fancourt, sus habitantes ya lo estaban celebrando. Alguien, quizás sir Fleance McTear, les había suministrado un buen champán de imitación. Habían encendido una hoguera junto al brezal y estaban sentados en torno a ella, cantando We shall overcome y bebiendo vino espumoso.
– Estrictamente, encender hogueras va contra el reglamento -masculló Burden, malhumorado-. Estos presuntos amantes de la naturaleza, ecologistas o como se llamen siempre son los peores.
Reconoció a la pareja cuya cabaña había ardido en verano, los reprendió por la hoguera y acto seguido empezó a interrogarlos. Ellos le preguntaron si no le parecía que se trataba de una noticia maravillosa y si no consideraba que «suspensión» era un término estúpido. Lo que en realidad querían decir, tío, era que detenían las obras de la carretera definitivamente, pero tenían que emplear la palabra «suspensión» para quedar más o menos bien, ¿no estaba de acuerdo el inspector?
Ni Lynn ni él lograron sonsacarles ninguna pista sobre Planeta Sagrado, de modo que se dirigieron al Gran Bosque de Framhurst, donde, para sorpresa y consternación de Burden, encontraron a Andrew Struther y la pelirroja Bibi sentados sobre un tronco en animada conversación con media docena de moradores de los árboles.
– Ya sé lo que debe de estar pensando -exclamó Struther al tiempo que se levantaba de un salto con expresión culpable-. Lo siento muchísimo, pero no es lo que parece. No les he revelado nada de nada.
– ¿Le importaría acercarse un momento, señor Struther?
Por lo visto, Bibi decidió tomarse la ausencia de su novio como una excusa perfecta para conocer mejor a los habitantes del campamento. Se levantó del tronco y caminó hacia un joven ataviado tan sólo con pantalones cortos y un sombrero de paja que se hallaba junto a una escalera de mano apoyada contra el tronco de un castaño enorme. El joven le indicó que subiera en primer lugar y la siguió muy de cerca mientras ascendía peldaño tras peldaño, riendo como una energúmena.
– ¿Me permite preguntarle qué hace aquí, señor Struther? -inquirió Burden-. ¿Tiene amigos aquí? Ayer nos dijo que ni siquiera sabía de la construcción de la carretera.
– Eso fue ayer -replicó Struther con el rostro rojo como la grana-. Uno puede aprender mucho en veinticuatro horas si se lo propone, inspector. Creí que sería mejor aprender algo teniendo en cuenta lo que les está sucediendo a mis padres.
– Espero que no haya hablado de ello con esta gente.
– Por supuesto que no -espetó el joven con expresión ofendida-. Me dijeron que no lo hiciera, así que no lo he hecho.
– Entonces, ¿qué hace aquí? No creo que haya venido para efectuar una evaluación medioambiental.
– He pensado que si hablaba con ellos, alguien me daña una pista sobre quién podría hacer una cosa así, quién podría ser…, bueno, una especie de terrorista.
Exactamente lo mismo que intentaban Burden y el resto del equipo, aunque de boca de Struther sonaba bastante endeble.
– Yo de usted dejaría eso en nuestras manos, señor -advirtió Burden-. Es nuestro trabajo. Déjelo en nuestras manos y vuelva a casa. Más tarde ira a verle alguien.
– ¿De verdad? ¿Para qué?
– Me gustaría dejar eso para entonces, señor Struther.
La muchacha había desaparecido en el interior de una cabaña. Struther empezó a buscarla con la mirada.
– ¡Bibi, Bibi! -gritó desesperado-. ¿Dónde estás? ¡Nos vamos a casa, cariño!
Los moradores de los árboles lo observaron impasibles.
Karen Malahyde había localizado a la mujer llamada Frenchie Collins en casa de su madre, en Guilford. Nicky Weaver, Damon Slesar y Edward Hennessy trabajaban con material vago que les había proporcionado la cúpula de Especies, mientras que Archbold y Pemberton se dedicaban a localizar por teléfono y ordenador a activistas ecologistas de todo el país. Wexford convocó una reunión para las dos y media. Ya había hablado con el jefe de policía, su adjunto y Brian St. George.
El redactor jefe del Kingsmarkham Courier reaccionó con indiferencia, y Wexford creía saber por qué. Si le hubieran permitido usar la información la mañana del día anterior, en cuanto llegó la carta de Planeta Sagrado, la habría podido incluir en la edición semanal de su periódico. Pero ya era viernes y por tanto, demasiado tarde. Por lo que a él respectaba, le importaba bien poco si no sabía nada más de Planeta Sagrado, los rehenes o la policía hasta el miércoles siguiente por la noche.
– Sigo creyendo que cometen un error -insistió al hablar con Wexford-. Cuando sucede algo así, el público tiene derecho a saberlo.
– ¿Y eso por qué? -replicó Wexford con brusquedad-. ¿Qué derecho? ¿Quién lo dice?
– Es un principio fundamental del periodismo -recitó St. George en tono sentencioso-. El público tiene derecho a saber. Silenciar a la prensa nunca ha servido de nada a nadie. No es que me incumba, todo lo contrario, pero no me importaría declarar oficialmente que considero que están cometiendo un grave error.
– Seguiremos manteniéndolo en silencio mientras podamos -anunció inflexible el jefe de policía-. La verdad es que me sorprende que aún podamos, pero ya que tenemos esa suerte, aprovechémosla.
– Es viernes, señor, y tengo la sensación de que la prensa no estará tan interesada; considerarán que sería un desperdicio usar semejante información el fin de semana.
– ¿De verdad? No me lo había planteado.
– Lo que les gustaría es que levantáramos la prohibición el domingo por la noche -indicó Wexford-. Sería un artículo genial para las ediciones matutinas del lunes. Si está usted de acuerdo, señor -prosiguió conteniendo un suspiro-, me gustaría poner a los familiares de los rehenes al corriente de…, en fin, de las condiciones y la amenaza. Creo que debemos hacerlo, y me ofrezco para hablar con ellos personalmente.
En cuanto la reunión tocara a su fin, hablaría primero con Audrey Barker y la señora Peabody. Iría a Stowerton solo y luego se dirigiría a ver a Clare Cox en Pomfret antes de visitar por último a Andrew Struther. Al jefe de policía le pareció buena idea, por lo visto. Aquellas cosas podían ocultarse a la prensa, pero no a los familiares; no era justo ni humano.
Su propia familia estaba tan implicada en el caso como los Masood, los Barker y los Struther, por lo que aquella mañana, al despedirse de Sheila, le había prometido llamarle, hubiera o no noticias. Se pondría en contacto con ella dos veces al día. Antes de salir de casa llamó a Sylvia para decirle que su hermana había regresado a Londres, que él estaba bien, pero que no había novedades.
Todos se congregaron en el antiguo gimnasio diez minutos antes de lo previsto, a excepción de Karen Malahyde, que seguía a la caza de Frenchie Collins, y Barry Vine, que empezaba a compartir la opinión de Burden respecto a Stanley Trotter. Los presentes enmudecieron cuando Wexford entró en la sala. No se trataba tan sólo de una señal de respeto y cortesía, eso lo sabía. Habían estado hablando de él y de Dora. Por primera vez se sorprendió deseando que lo que había previsto hubiera sucedido, es decir, que el jefe de policía lo hubiera apartado del caso.
Con aspecto mucho menos cansado y nervioso que la noche anterior, Nicky Weaver expuso con energía y decisión los resultados de sus conversaciones con Especies y KCCCV. Largo tiempo atrás, un dirigente de Especies, en la actualidad rehabilitado, había cumplido condena por tentativa de sabotaje de una central nuclear. Aquel tipo le había proporcionado una lista exhaustiva de nombres de personas que tildó de anarquistas.
– ¿Por qué se lo contó? -quiso saber Wexford.
– No lo sé, tal vez porque ahora sólo aboga por la resistencia pacífica. Alguien lo llevó a visitar la central de Sizewell y quedó tan impresionado que cambió de rollo por completo.
– Al parecer, hemos hecho todo lo posible en los campamentos -comentó Wexford-. El ordenador procesará todos los nombres que hemos averiguado y establecerá las referencias cruzadas que existan. Con la suspensión de las obras hemos comprado un poco de tiempo, lo cual es muy importante. En algún momento del día de hoy deberíamos recibir otro mensaje de Planeta Sagrado. No han prometido nada; del mensaje de anoche no se desprendía que enviarían otro, pero seguro que lo hacen. Hemos intervenido todos los teléfonos de Kingsmarkham, Pomfret y Stowerton que la compañía telefónica nos ha permitido. Pero los de Planeta Sagrado son gentes vanidosas y arrogantes, como suele suceder. Querrán felicitamos por haber tenido la sensatez de cumplir sus requisitos. Llamarán por teléfono o se pondrán en contacto con nosotros por otros medios. No se les habrá escapado que la suspensión es temporal. Se trata de eso, una suspensión, un aplazamiento, no una detención total. Si no me equivoco, querrán garantías de que las obras de la carretera de circunvalación se interrumpen de forma definitiva, cosa que, por supuesto, no podemos ofrecerles, que no podremos ofrecerles jamás, suceda lo que suceda.
Nicky Weaver levantó la mano.
– ¿Nicky?
– Esa garantía… En mi opinión, nadie, ningún gobierno daña semejante garantía. Por ejemplo, podrían darla para que liberaran a los rehenes y acto seguido renegar de ella, o aun cuando sus intenciones fueran sinceras, aun cuando prometieran no construir la carretera, en cuanto cambiara el gobierno o nombraran a un nuevo secretario de Transporte, podrían reanudar las obras. ¿Cómo va a evitar eso Planeta Sagrado?
– Tengo la sospecha de que viven el momento -señaló Wexford-. Si consiguen una garantía que dure cinco años, ya pueden darse por satisfechos. Si luego vuelve a plantearse la construcción de una carretera, pues bueno…, a lo mejor repiten la operación. Nada es cierto en este mundo, ¿verdad?
Creyó observar que Nicky se estremecía, pero tal vez no eran más que imaginaciones suyas.