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10

En el tramo de la nueva carretera que mediaba entre Stowerton Dale y Pomfret Monachorum reinaba el más absoluto silencio. Hacía bastante frío para principios de septiembre; soplaba un viento casi siberiano, y de vez en cuando caía un chaparrón. Los pájaros que cantaran al amanecer habían enmudecido y no emitirían ningún otro sonido hasta la hora de dormir. En los campamentos se había mitigado la euforia inicial para dar paso a una suerte de anticlímax. Sus moradores discutían, pensaban, planificaban y, sobre todo, se preguntaban qué estaña sucediendo.

Las pesadas excavadoras se hallaban de nuevo en el prado donde las habían montado. Los autobuses que transportaban a los guardias de seguridad no habían acudido ese día, y en los barracones destartalados de la base aérea, los guardias comentaban la posibilidad de perder el empleo.

Numerosos niños de Stowerton, a quienes los guardias habían mantenido a raya hasta entonces, se encaramaban a los montículos de tierra para jugar a comandos guerrilleros en las montañas. KCCCV convocó una reunión de emergencia en la que se tomó una decisión. Lady McTear y la señora Khoori redactarían una solicitud para el Departamento de Transporte que deberían firmar todos los miembros de la organización, así como todos los simpatizantes a los que pudieran convencer. En ella indicarían que, dada la necesidad de llevar a cabo una evaluación medioambiental de acuerdo con la directiva europea correspondiente y a causa de los fenómenos ecológicos únicos que se producían en la zona, las obras de la carretera deberían quedar interrumpidas para siempre.

Cuando la señora Peabody era joven, una arreglaba el dormitorio y ponía al niño enfermo un pijama limpio antes de que llegara el médico. Si se esperaba la visita de la autoridad, una limpiaba toda la casa. De igual modo, para ir de compras «al centro», se ponía sus mejores galas. Son hábitos difíciles de romper, y era evidente que el secuestro de su nieto no bastaba para hacer olvidar a la señora Peabody todos aquellos condicionamientos. Era la clase de mujer que cambiaría las sábanas de su lecho de muerte para estar presentable.

Wexford sintió una profunda compasión al ver a la anciana con su traje chaqueta rosa de falda plisada, sus zapatos brillantes y sus perlas. Incluso se había pintado los labios. Todos los almohadones del salón aparecían rollizos y bien colocados, y sobre la mesita de café se veía una selección de revistas dispuestas en forma de abanico. La señora Peabody había sido capaz de empolvarse la nariz, pero no logró dedicarle una sonrisa, tan sólo murmurar un débil saludo.

Su hija, perteneciente a una generación que veía las cosas de un modo muy distinto, la generación de Clare Cox, aparentaba no haberse lavado ni peinado desde el día en que se enteró de la noticia. Wexford sabía qué era recorrer la casa como un oso enjaulado una y otra vez, pues no había cesado de hacerlo en la suya día y noche, y pensó que la señora Barker se hallaba en la misma situación. A todas luces era incapaz de quedarse quieta, aunque por otro lado parecía enferma y necesitada de un largo período de convalecencia.

– Tengo que quedarme aquí -dijo-. Debería irme a casa, lo he dejado todo sin más, pero en casa sería peor.

Se levantó de un salto, caminó hacia la ventana y allí se detuvo mientras abría y cerraba los puños sin cesar.

– Por teléfono ha dicho que tenía algo que contamos.

– No serán malas noticias…

La señora Peabody era un prodigio de autodominio, se dijo Wexford antes de preguntarse cómo pasaría las noches en cuanto cerraba la puerta de su dormitorio.

– Usted ha dicho que no eran malas noticias.

El inspector les refirió que los secuestradores exigían la interrupción de las obras de la carretera. Audrey Barker volvió a cruzar la estancia, asintiendo en silencio, como si ya se le hubiera ocurrido aquella posibilidad o como si no le sorprendiera. La señora Peabody, en cambio, parecía tan perpleja como si le acabaran de decir que los rehenes sólo serían liberados si todos los habitantes de Kingsmarkham accedían a aprender suajili o a pilotar helicópteros.

– ¿Qué tiene Ryan que ver con eso? Es asunto del gobierno.

– Estoy de acuerdo con usted, señora Peabody -aseguró Wexford-, pero ésa es la condición que ponen.

– Pero si ya han interrumpido las obras -terció Audrey Barker muy cerca de él, moviendo las manos sin cesar-. Lo han dicho esta mañana en la tele. ¿Han parado por eso?

– Sí, se han suspendido las obras.

La señora Peabody parecía abrumada. Wexford percibió cómo asimilaba sus palabras y las interpretaba de un modo que pudiera comprender.

– ¿Y todo eso por Ryan? -preguntó-. Bueno, por Ryan y los demás.

Sacudió la cabeza maravillada. Aquello era la fama, salir del anonimato, aparecer en los periódicos y en la televisión.

– Nuestro Ryan -suspiró.

Audrey le lanzó una mirada enojada.

– Si ya han interrumpido las obras, ¿por qué no ha vuelto? -inquirió.

Sí, ¿por qué no había vuelto? ¿Por qué no había vuelto ninguno de ellos? Eran las cuatro de la tarde; habían transcurrido nueve horas desde el anuncio de la suspensión de las obras. No había noticias de Planeta Sagrado; el mensaje que Burden escuchara por casualidad veinte horas antes había sido el último.

– No lo sé. No puedo decírselo porque no lo sé.

La señora Barker había olvidado que su mujer era uno de los rehenes.

– Pero ¿qué están haciendo para encontrarlos? ¿Por qué no salen a buscarlos? Debe de haber alguna forma.

Se estaba tirando de las manos como si quisiera arrancárselas de las muñecas. Tenían la piel cubierta de morados por los malos tratos que ella misma les infligía.

– Yo saldría en su busca, pero no sé cómo. Ustedes sí saben cómo hacerlo, deben saberlo, es su trabajo. ¿Qué están haciendo por ellos? Podrían matar a Ryan, podrían torturarlo… Dios mío, oh, Dios mío, ¿qué están haciendo por ellos?

Con expresión horrorizada, la señora Peabody apoyó su mano pequeña y arrugada sobre el brazo de su hija.

– No hables así, Aud. No sirve de nada ser grosera.

– No los torturarán, señora Barker.

Al menos de eso podía estar seguro, sobre todo si no se permitía pensar demasiado en ello.

– Y tampoco creo que maten a ninguno de los rehenes. Si los matan perderán el poder de negociación. -Cada palabra que pronunciaba era una puñalada-. Estoy seguro de que lo entiende.

Audrey Barker le dio la espalda y al cabo de un instante se volvió de nuevo hacia él.

– Entonces, ¿por qué no han vuelto ahora que han parado las obras?

Otra vez la misma pregunta. Clare Cox se la había formulado media hora antes en Pomfret. La había encontrado sola en casa, pues la familia Masood, por increíble que pareciera, había salido «de excursión» para ver el castillo de Leeds. Clare le explicó que había intentado pintar para distraerse. En cualquier caso, la bata que llevaba sobre uno de sus habituales vestidos vaporosos aparecía manchada de pintura.

– ¿Por qué no han cumplido su promesa? -le había preguntado.

Wexford se repitió las palabras que Burden recordaba de la llamada efectuada a Tanya Paine: «Interrumpan las obras mientras nos sentamos a negociar. Pero deberán asegurárnoslo públicamente, a través de los medios de comunicación, mañana a las nueve como máximo. De lo contrario, el primero de los rehenes morirá, y les enviaremos su cadáver antes del anochecer…».

Mientras nos sentamos a negociar… Pero los secuestradores no habían anunciado negociación alguna. Además, el mensaje no mencionaba la liberación de los rehenes, sólo amenazaba con matarlos si no se interrumpían las obras de la carretera. No habían dicho nada respecto a lo que debía hacerse para que los rehenes quedaran en libertad.

– La pondremos en antecedentes de cualquier novedad que se produzca -aseguró Wexford a Audrey Barker.

El teléfono sonó mientras hablaba. La mujer descolgó y se calmó en cuanto oyó la voz del otro extremo de la línea. Su rostro recobró algo de color, y empezó a hablar en monosílabos, aunque con voz suave, casi dulce. Durante el trayecto de regreso a Framhurst, Wexford cayó en la cuenta de que sabía menos de ella y su madre que de cualquiera de los demás rehenes. Había algo en aquella mujer y su madre que impedía preguntar, impresión que se acentuaba a causa de la difícil situación que atravesaban.

Por ejemplo, ¿quién era y dónde estaba el padre de Ryan? ¿Vivía alguien más en la casa de Croydon? Con toda probabilidad, la señora Peabody era viuda, pero no lo sabía con certeza. Audrey Barker había sido operada, pero no sabía de qué, ignoraba cuan grave era su dolencia y si estaba curada por completo. ¿Quién la había llamado? Tal vez nada de aquello importara, quizás eran asuntos privados en los que nadie debería inmiscuirse bajo circunstancias normales.

¿Acaso no había dicho a los integrantes de su equipo que el historial de los rehenes no revestía demasiada importancia para ellos ni para su operación?

Caía una lluvia insistente cuando se adentró en la zona ya inevitablemente asociada a la carretera de circunvalación. En ese lugar, el hipotético visitante de Marte no habría albergado sospecha alguna, no habría observado ningún indicio de destrucción, contaminación ni daños medioambientales. Los senderos serpenteaban entre riberas cubiertas de maleza y setos altos, el viento suspiraba en las ramas más inalcanzables de las hayas, el bosque dormía apacible bajo el golpeteo de la lluvia que arrancaba algunas hojas todavía verdes.

En Framhurst, alrededor de una docena de habitantes de los campamentos estaban sentados bajo el toldo a rayas de la tetería; todos tomaban Coca-Cola a excepción de uno, que bebía té. Con toda probabilidad, los alegres secuaces de Robin Hood tenían ese aspecto, se dijo Wexford. No llevaban los pantalones color naranja y las túnicas verdes con flecos que se veían en los dibujos animados, sino unas prendas de una versión medieval del dril bajo una especie de impermeables con capucha ajustada. Eran seres barbudos y sucios, pero curiosamente representaban a aquellos que pretendían salvar Inglaterra. Pero ¿por qué presentaban siempre ese aspecto? ¿Por qué no eran nunca hombres de traje gris? Wexford pasó junto a ellos muy despacio y luego continuó hacia Markinch Lane.

Savesbury House era un lugar impresionante. Burden lo había descrito como una mezcla de barraca y mezcolanza arquitectónica, pero a Wexford se le antojó una combinación de estilos encantadora y fundamentalmente inglesa. El sendero de entrada avanzaba sinuoso por entre grandes árboles cuyas ramas pugnaban por alcanzar el cielo. Al cabo de un rato, el sendero se ensanchaba para dar paso a una extensión de césped salpicada de parterres repletos de plantas herbáceas exóticas. Si uno se acercaba al margen de aquel césped y separaba el follaje con las manos, con toda seguridad disfrutaría de una amplia panorámica de Savesbury, Stringfield y los recodos del río a sus pies.

Un perro apareció por un costado de la casa en cuanto se apeó del coche. El animal se le acercó en actitud sigilosa y amenazadora. Era un pastor alemán de pelo bastante largo que se comportaba, como ocurre en ocasiones con esa raza de perros, de un modo intimidatorio, con el morro abierto para dejar al descubierto dos hileras de afilados dientes blancos y relucientes.

El padre de Wexford había sido una de esas personas de las que se afirma que «pueden hacer cualquier cosa con un perro». El inspector no había desarrollado dicho arte, pero sí había heredado parte del talento de su padre por asociación o por genética. Quizá porque no temía nada a los perros, extendió la mano hacia la criatura y la saludó como quien no quiere la cosa. No le gustaban los perros, nunca le habían hecho gracia los numerosos perros que Sheila les había endosado a él y Dora para cuidar de ellos durante sus ausencias, pero pese a todo, les caía bien. Siempre se restregaban contra él, como hizo aquel ejemplar antes de embutir el hocico en el bolsillo de su abrigo en cuanto se agachó.

Bibi, la muchacha de tez pálida, le abrió la puerta con un cigarrillo entre los labios. Wexford la había visto con anterioridad, pero sólo de lejos, al igual que a Andrew Struther, cuando ambos acudieron a la comisaría para hablar con Burden. Su rostro, que Burden y Malahyde consideraban bonito, le recordaba a un personaje de dibujos animados empeñado en parecer hermoso y malvado a un tiempo, como la madrastra de Blancanieves o Cruela de Vil. Su cabello rojo poseía un matiz muy peculiar, más purpúreo que caoba, y no creía que lo llevara teñido.

La chica agarró al perro por el collar.

– Ven con mamá, Manfred, cariño mío -le murmuró como si Wexford se hubiera dedicado a torturar al animal.

Burden le había explicado que el interior de Savesbury House estaba exquisitamente amueblado y «escrupulosamente» limpio. Tras dos días en manos de Andrew Struther y Bibi, había experimentado un cambio considerable. En medio del vestíbulo se veía un cuenco con comida de perro y otro lleno de agua. Manfred había mordisqueado huesos entre horas, y Wexford estuvo a punto de tropezar con medio fémur atravesado en el umbral del salón. En dicha estancia había tazas y vasos esparcidos por mesas y estantes, así como un plato con un bocadillo a medio comer tirado sobre un sillón. Wexford vio varios ceniceros llenos a rebosar de colillas. El aire estaba enrarecido, una mezcla desagradable de olor a humo de cigarrillo y huesos pasados.

Andrew Struther también estuvo a punto de tropezar con el fémur al entrar en la habitación.

– ¿No podrías encerrar a ese pesado de Manfred en la jaula? -espetó malhumorado a Bibi antes de dirigir la palabra a Wexford-. Me lo prometiste cuando accedí a tenerlo en casa dos días como máximo, ¿lo recuerdas?

El joven se volvió hacia Wexford con expresión huraña y ofendida. Pese a ello, era un hombre apuesto, de rostro ligeramente bronceado, un poco más oscuro que su cabello dorado. Tanto él como la muchacha iban vestidos al estilo de los moradores de los árboles, con elegantes prendas en tonos marrones y verdes, duendes que compran la ropa en Ralph Lauren. Wexford se dijo que los padres de Struther eran los más ricos de los rehenes y con diferencia. A su lado, él y Dora parecían pobres, y los demás, auténticos mendigos.

– Es usted el inspector jefe Wexford, ¿verdad?

– Exacto. Tengo entendido que ya está al corriente de las condiciones que han impuesto los secuestradores.

En aquel instante recordó lo que se le había ocurrido en casa de la señora Peabody.

– Planeta Sagrado, como se autodenominan los secuestradores, no han prometido liberar a los rehenes tras la interrupción de las obras, sino sólo sentarse a negociar. Sin embargo, tampoco han dado ningún paso para entablar negociación alguna.

– ¿Por qué dice eso? -intervino la muchacha con aire malhumorado-. ¿Por qué dice «como se autodenominan los secuestradores»?

– Las personas que cometen delitos de estas características no merecen respeto, ¿no le parece? -comentó Wexford con firmeza.

Bibi no respondió.

– Espero que no estés empezando a sentir compasión por un puñado de cabrones que han secuestrado a mis padres -le reprochó Struther.

Su rostro bronceado se había ruborizado intensamente. Wexford jamás había visto la serenidad transformarse con tal rapidez en pura rabia. Struther avanzó un paso hacia la chica, y por un instante, Wexford creyó que se vería obligado a intervenir, pero Bibi no se arredró, sino que puso los brazos en jarras y miró a su novio con expresión insolente.

– ¡Bah, qué más da! -masculló Andrew Struther-. Pero quiero que ese perro desaparezca mañana a primera hora, ¿te enteras? Y también quiero la casa limpia. Mi madre volverá, ¿sabes? Mi madre volverá muy pronto, ¿verdad, inspector jefe?

– Eso espero.

Wexford recordó de nuevo que él mismo había insistido en que la vida personal de los rehenes carecía de importancia, pero volvió a desobedecer su propia advertencia.

– ¿A qué se dedica su padre, señor Struther?

– A la Bolsa -repuso Andrew Struther con sequedad-. Igual que yo.

Manfred mordisqueaba la pata de una silla en el vestíbulo. Wexford no sabía si la había confundido con un hueso o si sencillamente le gustaba el Chippendale de imitación, pero en cualquier caso, no tenía intención de quedarse a averiguarlo. Condujo lentamente por el sendero flanqueado de árboles. Había dejado de llover mientras se hallaba en Savesbury House, y el sol, tímido y pálido, asomaba por entre las nubes. El termómetro de su coche indicaba que la temperatura exterior era de trece grados centígrados y cincuenta y seis grados Fahrenheit, nada espectacular para esa época del año.

Al cabo de cinco minutos llegó a la calle principal de Framhurst. Casi todos los moradores de los árboles se habían ido de la tetería, pero aún quedaban dos. El propietario había recogido el toldo, tal vez al dejar de llover, y en un arranque de optimismo había instalado más mesas y sillas en la acera. En dos de esas sillas, con una sola taza de té entre ellos, se sentaban el hombre con la barba más larga que Wexford había visto en su vida, una barba dorada como una madeja de seda bordada, y junto a él una joven empapada ataviada con la prenda que más gustaba a Clare Cox, un vestido de algodón bastante sucio con un chal manchado atado a la cintura.

El inspector pudo observarlos con atención porque la tetería se encontraba en el único cruce con semáforo de Framhurst. Una de las calles conducía a Sewingbury, mientras que la otra se dirigía a Myfleet. El semáforo cambió a rojo cuando se acercó al cruce, lo que le permitió comprobar, gracias a la descripción de Burden, que el hombre era Gary y la mujer. Quilla. De repente, la joven se levantó de un salto y se plantó en medio de la calle, delante del coche de Wexford. El inspector se encogió de hombros y bajó la ventanilla.

– ¿Qué quiere? -le preguntó.

La joven pareció sorprenderse de que no se enfadara y se llevó ambas manos al rostro sin saber qué hacer. Wexford esperó, pues ningún vehículo lo obligaba a seguir. Quilla acercó el rostro a la ventanilla.

– Es usted policía, ¿verdad?

Wexford asintió con un gesto.

– Pero no es de los que vinieron a hablar con nosotros en el campamento, ¿verdad?

– Soy el inspector jefe Wexford.

La mujer pareció sorprenderse de nuevo, tal vez porque la graduación de Wexford era más alta de lo que esperaba.

– ¿Podría hablar con usted?

– Claro, voy a aparcar el coche.

Encontró un hueco al doblar la esquina de la carretera de Myfleet y regresó a la tetería, donde Quilla había vuelto a sentarse junto al hombre de la barba.

– Usted es Quilla, y usted, Gary. ¿Les apetece una taza de té? -propuso Wexford.

Ambos quedaron atónitos al ver que el inspector sabía sus nombres, como si en el mundo existiera un tabú relativo a los nombres y él acabara de violarlo. Wexford les aclaró el misterio, y Gary esbozó una sonrisa tímida. Luego les dijo que podían esperar sentados a que alguien saliera a atenderles. Entró en el establecimiento, y de inmediato salió una chica de unos quince años para preguntarles qué querían tomar.

– No me importaría tomar algo caliente -dijo Quilla-. Con la vida que llevamos, siempre pasamos frío. Llegas a acostumbrarte, pero una bebida caliente siempre se agradece.

– ¿Les apetece comer algo?

– No, gracias. Hemos comido unas patatas fritas con los demás. Entonces lo hemos visto pasar, y el Rey nos ha dicho que es usted policía.

– ¿El Rey?

– Conrad Tarling. Conoce a todo el mundo…, bueno, de vista. Los demás han vuelto al campamento, pero yo les he dicho que me quedaría para ver si volvía, y Gary se ha quedado a esperar conmigo.

– ¿Quería decirme algo?

En aquel momento, la camarera trajo el té. Tres tazas con platillo, sobrecitos de edulcorante y unos recipientes de plástico con un líquido que parece leche pero no procede de ninguna vaca. A Wexford le parecía vergonzoso tener que soportar aquello en pleno campo y así se lo dijo a la camarera.

– O lo toma o lo deja -replicó la muchacha-. Es lo que hay.

– Uno de nuestros objetivos consiste en acabar también con esta clase de cosas -explicó Gary-. Estamos en contra de todo lo que sea antinatural, sintético, contaminante y adulterado, y dedicamos nuestra vida a luchar contra ello.

En lugar de contestar que en los tiempos que corrían resultaba extremadamente difícil distinguir lo natural de lo artificial, Wexford les preguntó desde cuándo eran activistas profesionales.

– Desde que yo tenía dieciséis años y Quilla quince -repuso Gary-. De eso hace doce años. Yo soy trabajador de la construcción, pero nunca hemos tenido un empleo… remunerado. Nuestro trabajo es bastante duro.

– ¿Y de qué viven?

– No del Estado, desde luego. No sería correcto que nos mantuvieran el gobierno y los contribuyentes si nos oponemos a todo lo que piensan, a todos sus principios.

– Supongo que tienen razón -convino Wexford-, pero es un punto de vista muy original, de todos modos.

– No necesitamos gran cosa. Casi nunca necesitamos medios de transporte, y construimos nuestros hogares con nuestras propias manos. Trabajamos en granjas cuando podemos, y de vez en cuando me dan trabajo de albañil o corto césped. Quilla hace y vende muñecas de paja y joyas.

– Una vida muy dura.

– La única que podemos vivir -aseguró Quilla-. Me he enterado…, bueno, no sé cómo decirlo.

– ¿De qué se ha enterado? ¿De que andamos buscando nombres?

– Eso nos ha dicho Freya, la mujer a la que los alguaciles estuvieron a punto de dejar caer del árbol ayer. Dice que están buscando a un terrorista.

Wexford apuró la taza de té echado a perder por el sabor de la leche de soja.

– Es una forma de expresarlo.

– ¿Qué se supone que ha hecho? -preguntó Quilla.

– No puedo decírselo.

– Vale, pero si busca a alguien a quien le importa un comino la vida humana, que haría cualquier cosa, atrocidades incluso, para salvar un escarabajo o un ratón, ése es Brendan Royall.