171916.fb2 Carretera De Odios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

Carretera De Odios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

12

La mantuvo abrazada. Tenía miedo de que volviera a desaparecer si la soltaba. No podía tratarse de un sueño porque tenía su verdadera edad, y él también. Dora rió débilmente cuando Wexford le contó que, en sus sueños, ambos eran jóvenes, pero su risa no tardó en trocarse en llanto. Wexford la abrazó con fuerza y apretó la mejilla contra el rostro empapado de ella.

– ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Te apetece algo? ¿Quieres que te lleve arriba? Antes podía. ¿Quieres que lo intente?

– Como Rhett Butler -musitó Dora entre sollozos-. No seas tonto, Reg.

– Ya sé que soy tonto… Dios, estoy tan contento…

– Yo tampoco estoy descontenta precisamente -replicó Dora con fingida sequedad.

– Una copa -propuso él-. Una copa bien cargada. ¿Has comido bien? Esta noche no te preguntaré sobre lo ocurrido. Toda la policía de Mid-Sussex querrá interrogarte mañana, pero esta noche quiero que estés tranquila.

Dora se apartó un poco de él para mirarlo a los ojos.

– ¿Por qué no estabas en la cama, Reg? ¿Qué ha sucedido?

– Creía que eras un representante de Planeta Sagrado y no tenía intención de presentarme ante ellos en bata.

– ¿Así es como se llaman? Bueno, supongo que soy una representante, aunque no precisamente oficial. No sé por qué me han liberado; nadie me ha dicho nada. Se limitaron a cubrirme otra vez la cabeza con aquella capucha asquerosa y a traerme aquí.

– No tienes que hablar de ello ahora. Dios mío, nadie ha estado jamás tan contento de ver a alguien como yo… ¿Qué te apetece?

– Bueno, lo que más me apetece es un baño. Las instalaciones sanitarias dejaban bastante que desear, así que me gustaría bañarme y que me trajeras un gin tonic bien cargado a la bañera. Y luego me gustaría dormir.

Cuando regresó con la copa, encontró toda la ropa de su mujer tirada en el suelo del dormitorio. Era la primera vez que hacía algo así, se dijo Wexford. Esbozó una sonrisa, luego estalló en carcajadas y por fin recogió todas las prendas para meterlas en una gran bolsa de plástico esterilizada.

Las seis y media. Era demasiado temprano para llamar al jefe de policía, pero Wexford lo llamó de todas formas.

Montague Ryder daba la impresión de llevar levantado varias horas y haber dado un par de vueltas al término municipal de Myringham.

– Supongo que no hace falta que le diga que tendremos que hablar largo y tendido con su mujer, y que deberá contarnos todo lo que sepa. Habrá que grabar su declaración y con toda probabilidad, repasarla para asegurarnos de que no se nos escapa nada.

– Lo sé, y ella también lo sabe.

– Bien, estupendo. El tiempo es oro, así que cuanto antes empecemos, mejor. Pero no la despierte, Reg; déjela dormir hasta las nueve si es posible.

Dora dormía a pierna suelta cuando Wexford salió del dormitorio para llamar. Él no había dormido mucho, sólo a ratos inquietos, porque no había cesado de despertarse para comprobar que todo era real, que Dora había regresado y yacía en la cama junto a él. En la cocina preparó té, zumo de naranja y también café, por si acaso. El tiempo pasaba volando ahora. Pensó en la mañana anterior, cuando paseara con Amulet por la casa, esperando el inicio de las noticias. Los minutos se le habían antojado eternos, como si el tiempo se hubiera detenido. El tiempo avanza a ritmos distintos con personas distintas. Te diré con quién camina pausado el Tiempo, con quién echa a correr y con quién se detiene por completo…

Llamó primero a Sylvia porque en realidad quería llamar primero a Sheila.

– Deberías haberme llamado anoche -le reprochó Sylvia.

– Era la una de la mañana. Ahora está dormida, pero ven a verla esta noche si quieres.

Sheila contestó al teléfono con voz llorosa. Wexford le dio la buena noticia.

– ¡Oh, papá, qué maravilla, cariño! ¿Quieres que vaya ahora mismo con Amulet?

A las siete y media, cuando subió, encontró a Dora despierta e incorporada en la cama. Al verlo alargó los brazos y lo abrazó.

– Dormí mucho en aquel lugar, así que no estaba cansada. No había nada que hacer aparte de animar a los demás y dormir.

– ¿Sabes dónde estabas?

– Ni idea -repuso ella-. Por supuesto, sabía que sería lo primero que me preguntarías…, y ellos también. Tomaron todas las precauciones del mundo desde el primer momento.

Le subió el desayuno, y Dora decidió tomar café. Wexford se duchó cantando a pleno pulmón fragmentos de temas de Gilbert y Sullivan. Dora se mofó de él, lo cual le encantó.

– Dime una cosa, Reg -pidió Dora en cuanto su marido regresó al dormitorio enfundado en el batín púrpura-. ¿Quién dirige la investigación? No puedes ser tú, no te habrían dejado al ser yo uno de los rehenes.

– Pues sí, soy yo.

Le explicó la situación, y Dora se compadeció de él.

– Anoche dijiste que esperabas a uno de ellos, y te contesté que yo era más o menos su representante. Me ordenaron transmitir un mensaje; fue la única vez que oí hablar a uno de ellos. Me esposaron, me sacaron y me pusieron la capucha -explicó con un escalofrío-. Entonces uno de ellos empezó a hablar, lo que me asustó bastante. Hasta entonces se habían comportado como si fueran sordomudos. Dijo que debía transmitir «el próximo mensaje». ¿Tiene sentido?

Wexford asintió.

– Bueno, dijo que tomaban nota de la suspensión, pero que eso no bastaba, que querían la anulación definitiva. Las negociaciones empezarán el domingo, dijo.

– ¿Cómo? -inquirió Wexford.

– No lo sé.

– ¿No te dijeron nada más?

– No.

Wexford, Burden y Karen Malahyde. No en una sala de interrogatorios, pues todos se habían negado a ello menos Dora, a quien no le habría importado. A fin de cuentas, le gustaba bastante ser el centro de atención, y además sólo había visto salas de interrogatorios en televisión. Sin embargo, trasladaron el equipo de grabación al antiguo gimnasio, junto con cuatro sillones, para conferir al asunto un aire de fiesta más que de interrogatorio. El jefe de policía acudió ex profeso, estrechó la mano a Dora y le aseguró que era una mujer muy valiente.

– ¿Por dónde quieren que empiece? -preguntó Dora cuando se sentó con la tercera taza de café del día junto a ella-. Supongo que por el principio, ¿no?

– Me parece que no -replicó su marido-. Como tú misma has dicho, ahora mismo lo más importante es el lugar. Dinos lo que sepas del lugar en que te tuvieron secuestrada.

– Pero si no sé dónde estaba.

– Tendremos que intentar encontrar el sitio a partir de lo que nos cuentes.

– Eso casi significa empezar por el principio, por el trayecto hasta allí. No sé en qué dirección fuimos ni cuánto rato tardamos; eso no lo sabes cuando llevas la cabeza cubierta con una capucha. Pero creo que estuvimos en el coche una hora, no más, y durante un rato fuimos por una carretera grande, quizás incluso una autopista.

– ¿Podría tratarse de Londres? -inquirió Karen-. ¿De Londres o de las afueras?

– Supongo que podría ser algún barrio del sur de Londres, como Sydenham, Orpington o algo así, pero no lo sé, no tengo ni idea. No estuvimos en el coche el tiempo suficiente para llegar al norte de la ciudad. De hecho, podría ser casi cualquier rincón de Kent o Hampshire, o incluso la costa.

Dora estaba muy pálida, pensó su esposo, y pese a haber dormido profundamente, sólo había descansado seis horas y parecía fatigada. Wexford había insistido en llevarla de inmediato al centro médico para que la visitara el doctor Akande, pero Dora se había negado, casi burlándose de él. No debían demorarse, replicó antes de asegurarle que se encontraba bien. Pero mientras se vestía, Wexford la había visto dar un traspié y aferrarse a una silla para no caer.

La desaprobación era un sentimiento que Burden experimentaba con frecuencia, y lo cierto era que desaprobaba todo aquel asunto. Dora tendría que haber ido al médico para que la examinaran a conciencia y tal vez le administraran un tranquilizante si no incluso un sedante. Él mismo no tenía tiempo que perder en terapias, si bien abogaba por la conveniencia del apoyo profesional porque así lo dictaba la política del departamento, pero creía a pies juntillas en el principio de que el shock sobrevenía a las víctimas mucho más tarde de lo esperado. Tarde o temprano. Dora sufriría los efectos del shock y se desmoronaría.

Llevaba una falda gris y una blusa a cuadros grises y amarillos, ropa vieja y cómoda. Al salir de casa para visitar a Sheila llevaba un traje nuevo de hilo color tostado. Lo había tenido puesto cuatro días, y el hilo se había arrugado muchísimo. Dora no quería volver a verlo jamás. No había sabido nada del resto de la ropa que llevaba en la maleta desde el instante en que le cubrieron la cabeza con la capucha, porque le habían quitado el equipaje y con toda probabilidad seguía en poder de los secuestradores. Le habían permitido conservar el bolso, pero no la maleta ni los regalos que había comprado para Sheila.

Interrumpió el relato para tomar un café y al reanudarlo pareció darse cuenta por primera vez de que la estaban grabando. Su voz se tomó más lenta y entrecortada.

– Las capuchas que llevábamos… Nos las ponían de vez en cuando, y eran como saquitos con orificios para los ojos. Creo que habían pintado la tela con aerosol negro, o quizá la habían empapado en pintura. La mía era bastante gruesa y pesada; no me la quitaron hasta que entramos.

– Habla con naturalidad -recomendó Wexford-. No pienses en la grabadora.

– Lo siento… Lo intentaré.

– No, no, tranquila, lo estás haciendo muy bien.

– Bueno, supongo que querrán saber dónde entramos, pero no puedo decírselo – suspiró antes de mirar de soslayo la grabadora y carraspear-. Sé que bajé dos escalones, como si fuera un semisótano, pero no una bodega. ¿Me estoy explicando bien?

– A mí me parece que sí -terció Burden.

– Quiero que sepan que desde el primer momento intenté por todos los medios grabarme en la memoria todo lo que veía, reparar en el tamaño y la forma de todas las cosas para ver si encontraba alguna pista sobre el lugar en que nos encontrábamos. Me parecía que quizá fuera necesario más tarde, y así ha sido.

– Bien hecho, señora Wexford -alabó Karen-. Es usted una auténtica maravilla.

– No se precipite -advirtió Dora con una sonrisa-. Los resultados no se corresponden con las intenciones. El chico ya estaba allí cuando llegué. Se llama Ryan Barker, aunque supongo que ya lo saben. Estaba sentado en una de las camas, con la mirada fija, perdida. Era una habitación bastante grande, como un tercio de este gimnasio, y de forma oblonga, con una sola ventana alta en una de las paredes más cortas. Bueno, no era tan alta, la verdad, porque el techo era bastante bajo, menos de dos metros y medio, diría yo. Reg no se habría golpeado la cabeza contra él, pero por bastante poco. No sabría calcular las dimensiones de la estancia en metros, pero diría que era de unos diez por siete. Estaba la puerta por la que entré y luego otra que daba a un baño minúsculo con retrete y lavabo. En la habitación había cuatro camas plegables muy estrechas. Al cabo de un rato trajeron otra, y pensé que se debía a que sólo habían querido secuestrar a cuatro personas, pero en realidad tenían a cinco…

– ¿Por qué creyó eso? -atajó Karen.

– No querrán que dé opiniones, ¿no? Bueno, si creen que puede resultar útil, tuve la sensación de que creían que sólo secuestrarían a uno de los Struther, pero en realidad se vieron obligados a llevárselos a ambos. Más tarde, Owen Struther explicó que su mujer había pedido un taxi por teléfono, por lo que los secuestradores creerían que raptarían a una mujer sola. En cualquier caso, trajeron una quinta cama. Las camas eran el único mobiliario aparte de dos sillas de cocina.

– ¿Qué clase de habitación era? -inquirió Wexford.

– ¿Te refieres a si era vieja, cómo estaba decorada, si era una cocina o un salón? Bueno, no era un salón, de eso estoy segura. Tenía las paredes desiguales, con un encalado en mal estado, y la instalación eléctrica era bastante primitiva, con todos los cables a la vista. Bajo la ventana había un fregadero antiguo, de esos tan grandes de antes, pero sin grifos. A lo largo de una de las paredes más largas se alineaban estantes de madera muy tosca, pero no vi nada sobre ellos. Era una especie de garaje, pero sin puerta por la que pudieran entrar los coches. Tal vez un taller… Pensé mucho en ello y llegué a la conclusión de que quizás antes era una fábrica pequeña.

– ¿Miró por la ventana? -preguntó Karen.

– A la primera oportunidad. Habían construido una especie de caja a su alrededor. Sólo puedo decir que era como una especie de conejera en la que el conejo apenas tendría luz. La ventana se abría… o podría haberse abierto si no hubiera estado cerrada con llave… Quiero decir que era de las que se abrían, y por la cara exterior tenía construida esa estructura, un artilugio de madera y tela metálica que formaba una especie de valla. El primer día me encaramé al fregadero y por entre unos resquicios vi un poco de verde. Plantas, una estructura de ladrillo y un bulto de hormigón, como un escalón roto. Nada más. Podía ser el campo o un jardín de las afueras. Lo único que sé con certeza es que no estábamos en el centro de la ciudad.

– ¿Sabe hacia dónde estaba orientada la ventana?

– El sol entraba por la tarde, así que estaba orientada al oeste. Como ya les he dicho, había un baño diminuto con un retrete. Pues bueno, lo curioso es que era nuevo, quiero decir por estrenar. Las paredes estaban pintadas de blanco, y el lavabo y el inodoro parecían grotescamente nuevos, aunque el retrete no tenía tapa. El baño carecía de ventana, como si fuera una especie de despensa que hubieran convertido en baño de la forma más económica posible, como si lo hubieran preparado para nosotros, es decir, para acomodar a los rehenes. Permanecimos en la habitación tres noches y cuatro días, al menos yo… y Ryan. A los demás los trasladaron al cabo de poco. ¿Quieren que vuelva al principio?

– Nos tomaremos un descanso -anunció Wexford.

– ¿Seguro?

– Seguro. Voy a contar lo que nos has dicho al resto del equipo para ver si surge alguna idea. Continuaremos dentro de una hora.

A las once, tres niños de Stowerton llegaron a la comisaría con una bolsa llena de huesos. Según contaron al sargento de guardia, los habían encontrado en uno de los montículos de tierra ahora abandonados de Stowerton Dale. Uno de ellos creía que eran de origen romano, mientras que los demás los consideraban mucho más recientes, vestigios de las actividades de un asesino en serie.

– Parece que Manfred ha estado muy ocupado -comentó Wexford en cuanto supo la noticia, refiriéndose al pastor alemán de Bibi.

– Habrá que llevarlos a analizar -masculló Burden en tono pesimista.

– Supongo que tienes razón…, aunque salta a la vista que la mayoría son de costillas de cerdo y el resto de un estofado de rabo de buey.

– ¿A qué se referían con que las negociaciones empezarían el domingo?

– Ojalá no me hubieras preguntado eso.

Karen Malahyde estaba tomando un café con Dora. Creía que a la señora Wexford no le convenía beber más café, pues ya había tomado tres tazas, y así se lo señaló con toda amabilidad y cortesía. Dora repuso que tenía razón y que por favor la llamara Dora, que le reventaba lo de «señora Wexford», y que si creía que podría conseguirle un zumo de naranja. Siempre y cuando no lo quisiera recién exprimido, repuso Karen antes de decirle que intentaría encontrar lo que solía denominarse «zumo concentrado».

Dora se quedó dormida en el cómodo sillón, pero despertó en cuanto volvió Karen. ¿Por qué creía Karen que no le habían permitido llevarse la maleta? ¿Y todos los regalos que llevaba para Sheila, la ropa de bebé, el quimono, los libros? ¿De qué les serviría todo aquello?

– Creo que debemos esperar al señor Wexford y al señor Burden para hablar de ello, señora…, esto… Dora.

– Tiene razón… Ay, el único zumo de naranja de verdad es el que tiene trocitos de pulpa…

Wexford y Burden regresaron juntos, y este último puso en marcha la grabadora.

– Estaba hablando con Karen de mi maleta -empezó Dora-. La verdad es que no importa demasiado; en cierto modo, nada importa salvo que yo he vuelto y los demás rehenes no, pero ¿para qué querrían la maleta? No es más que una maleta mediana de fibra color marrón oscuro, con mis iniciales grabadas en ella. Y luego están las otras cosas que llevaba, los regalos para Sheila y el bebé.

– Puede que con las prisas por librarse de usted la olvidaran -comentó Burden.

– ¿Podemos empezar ahora desde el principio? -terció Wexford al tiempo que desplazaba un poco su silla para apartarse de un rayo de sol que entraba por una de las ventanas alargadas del gimnasio-. Comencemos por la mañana del martes pasado.

– De acuerdo -accedió Dora antes de doblar las piernas bajo el cuerpo y reclinándose en el sillón-. Tenía que pedir un taxi. Hay una empresa llamada All The Sixes, y llamé allí porque es un número fácil de recordar. Eran casi las diez y media, y quería coger el tren de las once y tres, por lo que iba sobrada de tiempo. En cualquier caso, en All The Sixes me contestó una de esas grabaciones enloquecedoras. Ya saben, de esas que dicen «Por favor, no se retire», con esa voz que sube en «favor» y en «retire». Y luego dice «Su llamada será atendida lo antes posible» para luego endosarte todo un movimiento de Pequeña serenata nocturna. Colgué y en ese momento encontré ese folleto que nos habían enviado y llamé a Contemporary Cars.

– ¿Cómo era la voz de la persona que contestó? -preguntó entonces Karen.

– Era una voz de hombre bastante vulgar, sin inflexiones, ni acento, de una persona bastante joven. Por cierto, eran las diez y media clavadas, porque en aquel momento miré el reloj digital del vídeo. El taxi llegó enseguida, al cabo de unos siete minutos, diría yo.

– ¿Puede describir al hombre?

– No demasiado bien. He pensado mucho en ello, pero sólo sé que no era muy alto, alrededor de un metro setenta, corpulento y con barba. Caminaba un poco rígido, como estevado. Ah, sí, además olía a algo muy peculiar.

– ¿Se refiere a sudor? ¿Como a cebolla frita y algo dulzona?

– No, no, más bien olía a disolvente o… ¿se llama acetona?

Miró alternativamente a todos los presentes. De repente parecía mucho más vivaz, como si la emoción del relato hubiera desvanecido la fatiga.

– Algo así como esmalte de uñas o quitaesmalte, no precisamente desagradable, sino curioso.

»Cuando sonó el timbre fui al salón a recoger la maleta y los paquetes…, bueno, las bolsas, antes de abrir la puerta. Suponía que el taxista me llevaría los bártulos al coche, pero cuando abrí la puerta lo vi junto a la verja, de espaldas a mí. Supongo que tendría que haberle pedido que me llevara la maleta, pero no lo hice, sino que me limité a decir buenos días, hola o algo así, y él me saludó con un ademán de cabeza. Dejé la maleta y los paquetes sobre la esterilla y cerré la puerta con llave. El hombre ya estaba sentado al volante. No me pareció extraño, sino maleducado. Ni siquiera me abrió la portezuela del taxi. Al subir al coche lo vi de perfil, pero aquella barba negra y rizada le tapaba casi toda la cara. El coche estaba completamente impregnado de aquel olor. El hombre tenía una melena oscura larga y espesa, y llevaba una especie de jersey de color azul grisáceo.

– ¿Qué clase de coche era? -inquirió Burden.

– Era pequeño y de color rojo… Un VW Golf, creo. En fin, como el de mi hija Sylvia. Si fuera un detective con razones para sospechar, habría anotado la matrícula, pero no soy detective, así que no lo hice.

Burden se echó a reír.

– ¿Te pusiste el cinturón de seguridad? -preguntó.

– ¡Qué pregunta! Claro que me puse el cinturón. ¿Acaso no sabes quién es mi esposo? -Dora meneó la cabeza con exasperación-. Tenía la maleta sobre el asiento junto a mí, y los paquetes en el suelo. El hombre tomó la ruta habitual de la estación, pero en Queen Street dio un rodeo. Había un poco de atasco en ese punto, como casi siempre, de modo que no me extrañó. Hoy en día, los taxistas hacen las mil y una para evitar los embotellamientos. En el cruce de York Street y Old London Road nos detuvimos porque el semáforo estaba en rojo. Hay un paso de peatones de esos en los que hay que pulsar un botón. Por supuesto, ahora sé que el conductor fue por allí adrede, porque son los peatones quienes controlan el semáforo. Alguien que esperaba en el cruce pulsó el botón cuando el coche se acercaba, y el semáforo cambió a rojo. Cuando nos detuvimos, la portezuela del coche se abrió y apareció un hombre. Todo sucedió tan deprisa que no tuve tiempo de gritar ni resistirme. Estaba atrapada por el cinturón de seguridad, y ya saben que se tarda unos segundos en abrir el cinturón en los coches ajenos. No le vi la cara al hombre, sólo entreví la figura de un hombre joven y alto que llevaba la cabeza cubierta con una media.

– ¿Quiere decir que estuvo esperando en el semáforo con una media sobre la cabeza?

– No había nadie más por allí -explicó Dora-, pero de todos modos creo que se cubrió la cabeza con una mano mientras con la otra abría la puerta del coche. En cualquier caso, no le vi la cara, sólo vi una especie de máscara de goma, que es el efecto que deben de causar las medias, ¿no? Luego se puso una capucha sobre la cabeza y me puso otra a mí. Por un momento no vi nada, porque estaba demasiado ocupada forcejeando e intentando gritar, y además me di cuenta de que me estaban poniendo unas esposas. Fue muy desagradable. Bueno, en realidad fue más que desagradable… Fue aterrador.

– ¿Quieres descansar un rato, Dora? -terció Wexford.

– No, estoy bien. Supongo que comprenderán que estaba muy asustada, seguramente más asustada que nunca. Al fin y al cabo, no he vivido demasiadas situaciones atemorizadoras; me parece que he llevado una vida muy protegida. Y además, no podía hacer nada. La cosa mejoró un poco cuando el hombre me ajustó la capucha y pude volver a ver. Miré por la ventanilla y comprobé que estábamos en la antigua carretera de circunvalación. El hombre señaló el suelo para indicarme que me tumbara, supongo que para que no me vieran desde fuera o yo no pudiera asomarme. Por supuesto, obedecí de inmediato. Creo que permanecí en el coche alrededor de una hora. Tal vez más, pero no creo que menos. Dejé de resistirme, porque no servía de nada. Estaba muy asustada… No tiene mucho sentido hablar de ello ahora, así que lo dejaré correr. Me asustaba la posibilidad de perder el control en diversos sentidos y quería evitarlo a toda costa. Intenté mantener la calma y respirar profundamente, lo que no resultaba fácil sentada en el suelo con una capucha sobre la cabeza. Al cabo de un rato, el coche giró, tal vez para cruzar una verja o puede que sólo para enfilar un camino estrecho o incluso rodear una fábrica o un almacén. No lo sé. En cualquier caso, íbamos mucho más despacio y girando constantemente a derecha e izquierda. De repente nos detuvimos. Aún llevaba la capucha con los orificios para los ojos vueltos hacia atrás. Creo que sólo me la había ajustado un momento al principio para mostrarme que tenía orificios. En cualquier caso, no veía nada, sólo negrura, y llevaba las manos esposadas por delante. Cada uno de los hombres me asió un brazo. Creo que el de la derecha era el conductor, porque no parecía mucho más alto que yo y además su brazo se me antojó grueso y fofo. Además aquel olor… El otro me agarraba el brazo con mucha fuerza. Me dio la impresión de que tenía los dedos largos, delgados y muy fuertes. No olía a nada. No sé si el aire era de campo o de ciudad, y la temperatura era más o menos igual que aquí. Oí que abrían una puerta muy pesada, por la que me hicieron pasar. No me empujaron ni nada de eso, sino que me hicieron bajar una escalera, me acercaron a una de las camas y me ayudaron a sentarme sobre ella. Primero me quitaron la capucha y luego las esposas, pero ellos siguieron con la cabeza cubierta. Uno de ellos tenía las manos morenas y robustas, mientras que el otro tenía los dedos muy largos. Fue entonces cuando vi a Ryan. Los dos hombres salieron y cerraron la puerta con llave.

– Ahora pararemos para almorzar -anunció Wexford-, y luego quiero que descanses un rato.

Lo mejor habría sido llevar a su mujer a comer fuera. Wexford intentó dar con la forma de hacerlo, aunque significara dejarse acompañar por Burden y Karen Malahyde, pero sabía que resultaría imposible. En aquellas circunstancias no podían ir al nuevo restaurante de Olive and Dove, La Méditerranée, a disfrutar de una buena botella de vino, salades de crevettes, sole meunière y crème brulée. En otra ocasión, tal vez la semana siguiente, pero ese día no. Decidió mandar a comprar un surtido de bocadillos de salmón ahumado, queso cheddar con pepinillos y jamón con lengua.

Dora tenía mejor aspecto; a buen seguro, hablar le sentaba bien pese al cansancio y el shock. No era de extrañar, pues de eso trataban las psicoterapias, de hablar con personas que no sólo escuchaban, sino cuyo mayor deseo en el mundo era escuchar. Era mucho mejor que guardárselo todo dentro, que permanecer tumbada en la cama, atiborrada de sedantes.

Le dejó tomar otro café. Se decían muchas sandeces sobre el café, sobre sus efectos excitantes y la cafeína, pero nunca se había oído hablar de alguien a quien realmente le hiciera daño. Dora se puso leche y azúcar, algo que jamás hacía en casa, y anunció que prefería no descansar, sino continuar.

Burden puso de nuevo en marcha la grabadora y le formuló la primera pregunta de la tarde.

– Así que estabas sola en la habitación con Ryan Barker, ¿verdad?

– Durante un rato sí. Estaba muy asustado; sólo tiene catorce años. Hablé con él, le dije que no se preocupara demasiado, que si nos hubieran querido hacer daño, ya lo habrían hecho. Creo que por entonces ya me había dado cuenta de que éramos rehenes, aunque no tenía idea del rescate que exigirían. Ryan dijo que sabía que debía mostrarse valiente (supongo que por ser hombre), y que su padre era un soldado que había muerto en el frente de las Malvinas. Le dije que no, que no hacía falta que se mostrara valiente, que podía gritar cuanto quisiera, porque eso haría volver a los secuestradores y así podríamos preguntarles por qué estábamos allí. Ojo, yo también estaba muerta de miedo, pero me fue bien tener a Ryan conmigo, porque en su presencia no podía expresar mis temores. En fin, no estuvimos solos mucho rato. De repente trajeron a Roxane… Supongo que saben que Roxane Masood es uno de los rehenes.

– Sí, Roxane Masood y Kitty y Owen Struther -asintió Karen.

– Exacto. Roxane se portaba de una forma mucho menos pasiva que yo, se lo aseguro. No dejaba de forcejear, y cuando le quitaron la capucha y las esposas, intentó abalanzarse sobre ellos.

– ¿Quién la trajo?

– El conductor y otro hombre alto, más alto que el conductor, pero no tanto como el que iba en el coche conmigo. Me pareció que tenía veintitantos años, quizá treinta. Él le quitó las esposas, y el conductor, la capucha. De inmediato, Roxane intentó sacarles los ojos con las uñas pese a que llevaban las capuchas. El hombre delgado le asestó un tremendo golpe en la cabeza. Roxane cayó sobre la cama y permaneció un rato inconsciente. Me quedé a su lado, y cuando despertó empezó a llorar; pero sólo porque le habían hecho daño, no como Kitty Struther. Al cabo de una media hora trajeron a los Struther. Él era el típico esnob muy tieso; me recordaba a Alec Guinness en El puente sobre el río Kwai…, ya sabe, muy tieso, erguido…, tan inglés… El típico que se negaba a tratar siquiera con los secuestradores. El hombre que me había llevado allí, el de la cara como gomosa, trajo a Kitty, que le escupió en cuanto le quitaron la capucha. El hombre no hizo más que limpiarse sin hacerle ningún caso. Una vez leí en un libro que alguien se quedaba anonadado al oír a una dama muy refinada soltar más tacos que un carretero en una situación como…, bueno, como la nuestra. Simplemente, no podía creer que aquella señora conociera semejante lenguaje. Bueno, pues lo mismo me ocurrió a mí con Kitty Struther al verla escupir y soltar una sarta interminable de palabrotas. Supongo que era por la histeria, no lo sé, pero en cualquier caso se puso a chillar y asestar puñetazos al colchón. Al cabo de un rato, Owen intentó calmarla, de modo que Kitty la emprendió con él. No creo que se diera cuenta de lo que hacía, pero gritó durante mucho rato. Los demás estábamos horrorizados. Luego empezó a llorar y a gemir, se enroscó en posición fetal, enterró la cabeza entre los brazos y por fin se durmió.

Dora se detuvo, exhaló un suspiro e irguió ligeramente los hombros.

– Supongo que querrán que les cuente lo que sepa de los secuestradores.

– ¿Te importaría echar un vistazo a esto, Dora? -pidió Burden, tendiéndole una fotografía-. ¿Crees que el moreno, el conductor, podría ser este hombre? Olvida la barba, porque las barbas aparecen y desaparecen en un santiamén. ¿Crees que puede ser él?

– No, estoy segura -negó Dora-. Este hombre es delgado y mayor que el otro. Sé que el conductor no era muy mayor, y además era más corpulento.

– ¿Quién es? -preguntó Wexford cuando Karen se llevó a Dora a tomar una taza de té.

– Stanley Trotter -repuso Burden al tiempo que se guardaba la foto-. Él también huele de un modo muy peculiar. Hoy hemos recibido cierta información; no te lo había dicho antes porque ya tenías bastantes quebraderos de cabeza. Es de la policía de Bonn, Alemania.

– ¿Donde Ulrike Ranke fue a la universidad? -inquirió Wexford tras un instante de reflexión.

– Exacto. ¿Recuerdas las perlas? ¿El collar de perlas cultivadas que sus padres le regalaron al cumplir los dieciocho y por el que pagaron mil trescientas libras?

– Claro que las recuerdo.

– Pues bien, las vendió. Supongo que necesitaba más el dinero. La policía de Bonn ha localizado el collar y al joyero que le pagó mil setecientos marcos por él.

– Qué generoso -espetó con ironía Wexford después de efectuar los cálculos mentales correspondientes.

– Sí, ¿verdad? La cuestión es: ¿se compró otro collar por veinte para podérselo mostrar a sus padres en caso de necesidad? Sin duda alguna compró uno, porque sabemos que llevaba un collar de perlas en la foto del Brigadier. ¿Y es ése el que…?

– No es Trotter, Mike -aseguró Wexford-. Él no la mató ni es el hombre que conducía el taxi de Dora.